Capítulo XV

Paul Bramont

Cuando salí del local de Marionne, subí a mi carruaje y me recosté en el asiento mientras éste recorría las calles de París. Travesías, edificios, monumentos; pasara lo que pasara frente a mis ojos más allá de la móvil ventanilla del vehículo, sólo la veía a ella. Deteniéndome a pensar en mi propio estado, me reí de mí mismo, con sorna pero, al tiempo, con ilusionada felicidad. Había oído hablar, y sobre todo leído, sobre el enamoramiento, y no lo había comprendido, creo que ni siquiera había creído en él. Pero existía. Y yo había caído de lleno.

Cuando llegué a mi residencia, imbuido en mis ensoñaciones, borracho de Marionne y de mi propio entusiasmo, mi mayordomo me anunció que un visitante me esperaba. Era uno de los jóvenes parlamentarios con los que congeniaba.

—¿Dónde estaba? Le he enviado varias notas que no ha contestado —dijo con expresión urgente—. El presidente del Parlamento ha convocado a todas las cámaras con urgencia.

—¿Qué ha ocurrido?

—El rey nos quiere anular. Ha preparado en secreto nuevos edictos que nos quitan la facultad de registro para que ya no podamos hacer oposición. Eprémesnil lo ha descubierto. Al parecer tiene un confidente en la Imprenta Real. Si el rey lo consigue, se acabó nuestra posibilidad de ejercer presión. Adiós a los Estados Generales. Hay que hacer algo de inmediato, antes de que ese edicto vea la luz.

Era ciertamente grave. Aunque estaba agotado, me entretuve sólo quince minutos para afeitarme y cambiarme, y acompañé a mi colega al Palacio de Justicia. El cansancio, sin embargo, desapareció ante el sentimiento de confusión, indignación y alarma que reinaba entre los magistrados. Mientras los ministros nos habían tenido entretenidos intercambiando con nosotros argumentos en pro y en contra de la legalidad del registro del 19 de noviembre, prepararon en secreto una reforma de envergadura con la que pretendían anularnos sin tener que acudir a la medida extrema de disolvernos en un momento en que nuestra popularidad estaba en el punto más álgido. Y habían ideado hacerlo aprovechando la reforma integral del sistema de Justicia, deseada y reclamada desde numerosos frentes. En el conjunto de esa ambiciosa renovación, que acometía la modernización de un sistema de Justicia nacido en el medievo, desaparecía la competencia de los parlamentos para registrar edictos reales, de forma que su función quedaba ceñida a impartir justicia, y la traspasaban a una nueva institución creada ex novo, o resucitada del baúl histórico, una Corte Plenaria de la que los ministros no esperaban ninguna oposición.

Debatimos. Debíamos contrarrestar el embate del Gobierno, pero ¿cómo? El registro de la reforma iba a hacerse en otro lit de justice. también por la fuerza, sin necesitar para nada de nuestro concurso. Todos sabíamos que el único motivo que puede esgrimir una Corte de Justicia, como era el Parlamento de París, para oponerse al acatamiento de una norma, es su ilegalidad. Había, pues, que ingeniárselas para provocar que la normativa que preparaban los ministros naciera ya viciada de ilegalidad. Pero ¿qué estaba por encima de unas normas emanadas del Gobierno de la nación y registradas por orden del rey en un lit de justice.

Los principios fundamentales de la monarquía. La inexistencia de una Constitución escrita y articulada propiciaba una indefinición que debíamos aprovechar en nuestro beneficio. Era el momento de proclamarlos en el sentido y en la medida en que nos resultara útil como instrumento para poder oponernos a la reforma que se avecinaba. Empezando por el primordial: «Francia es una monarquía gobernada por el rey, siguiendo las leyes»,[10] léase bien: el rey está sometido a las leyes, no al revés. LEGALIDAD CONTRA DESPOTISMO.

André Courtain

Manco. Inválido. La palabra me martillaba la mente y, lo que es peor, el alma. No me sentía capaz de volver a vivir sin el brazo izquierdo. Consulté a todos los médicos que conocía, y a otros que me recomendaron, sin que ninguno hiciera por mí más que reconocerme a base de pincharme el brazo para concluir que lo tenía tan muerto como un tronco seco. Al principio los convertí en víctimas de mi rencor, como si por no poder curarme fueran culpables de mi mal; pero al final dejé, simplemente, de creer en ellos. Entonces, un día noté un ligero calambre al golpearme con el canto de una mesa. En los días sucesivos, como si algo en mi anatomía se hubiese desatado de golpe, empecé a notar otros síntomas. Recuperé parte de mis reflejos y del tacto, y era capaz de elevar el brazo por mí mismo y sin ningún auxilio casi hasta la altura del hombro. Lo hacía con lentitud, y con gran esfuerzo, pero lo hacía. Lo que peor evolucionó fue la mano, que la tenía como agarrotada. Podía mover un poco los dedos, pero no estirarlos del todo, y tampoco podía cerrar por completo el puño. Aprendí a valerme de ella utilizándola como apoyo, pero carecía de la agilidad y movilidad de cualquier mano sana. Y llegados a ese punto, al poco se vio que la asombrosa mejoría se había detenido, y que ya no avanzaría más.

Al principio no quise aceptarlo. Me hacía dar varios masajes diarios en el brazo y lo sumía en ejercicios de recuperación, a base de levantar pesos para fortalecer los músculos. Pero no pareció tener efecto alguno, y dejé de forzarme cuando el propio doctor Duplais me advirtió del peligro de volver a lesionar la parte recuperada del nervio y sufrir un retroceso quizá definitivo. A partir de entonces dejé de luchar y comencé a comprender que no me quedaba otro remedio que resignarme con mi suerte y aprender a convivir con mi miembro dañado.

Al tiempo que me atormentaba por mi grave secuela, otra idea me obsesionaba. La imagen de los tres hombres en el Café de Foy aquella noche. En realidad sólo distinguía el rostro de uno de ellos, del gordo con barba, sentado a una mesa. Pero había dos individuos a su lado. Veía claramente la casaca clara y roída de uno de ellos. En mi recuerdo no se movían. Eran impactos de visiones fugaces en las que resaltaban los ojos del gordo, ojos pequeños y aviesos, clavados en mí.

Después de conversar con Bramont y Marionne aquella noche, me había dirigido al Café Caveau y me había sentado a una mesa a jugar con unos desconocidos. Ahí estaban otra vez los ojos del gordo, detrás del cristal. Sólo un segundo. Pero estaban allí. Me vigilaban.

Si así fue, ¿por qué no me inquieté? Perdí unas cincuenta libras en menos de media hora. Luego decidí seguir la velada en otro sitio. Pensé en ir a casa del barón de Trunes a continuar jugando. ¿Para recuperar las cincuenta libras? No, para perder más. Quería perder más. Había torturado a aquella mujer, y la había amenazado de nuevo para forzar a Bramont a facilitarme información. Quería castigarme bebiendo y perdiendo. Sí, quería dañarme. Una autopenitencia. Quizá por eso no reparé en los ojos negros del gordo.

Las escenas se me representaban una y otra vez. La persecución. El empujón que me arrojó contra el suelo. La lluvia de golpes. La confusión de piernas, pies y puños que me pegaban. Me encogí, me cubrí la cabeza. No podía ponerme en pie. No podía evitar los impactos.

«¿Dónde está? ¡No lo tiene!»

«En el suelo, imbécil, en el suelo. Lo ha tirado al caer. Cógelo»

Una patada en el estómago. Me quedé sin respiración y me doblé sobre mí mismo»

«¡Quítale la bolsa!»

«¡Deprisa, deprisa, viene alguien!»

«Espera, quiero el reloj»

«¡Larguémonos de aquí! ¡Acaba con él de una vez!»

Un destello metálico. Y los ojos negros del gordo. Luego el último golpe, esta vez en el hombro.

¿Quiénes eran esos individuos? ¿Por qué me siguieron desde el Café de Foy? Me vieron perder dinero. Sabían que no llevaba mucho. El Palais Royal está repleto de gente adinerada. Carteristas y ladronzuelos acuden allí atraídos por el dinero de los borrachos, en un lugar donde la policía no puede entrar por ser propiedad privada. ¿Por qué entonces salir de aquella isla de oportunidades para seguir a un individuo que ha perdido en el juego? ¿Y por qué esa vigilancia desde un principio?

«¿Dónde está? ¡No lo tiene!».

«En el suelo, imbécil, en el suelo. Lo ha tirado al caer. Cógelo».

¿Qué había tirado yo al caer? El informe de Marionne. Lo solté para parar el golpe. ¿Por qué iba a interesarles algo así a unos simples ladrones?

Porque no eran simples ladrones. Iban a por mí. Desde un principio. No fui una víctima casual.

«¡Acaba con él de una vez!»

¿Quién querría matarme? ¿Qué enemigos tenía? Tenía que ser alguien que se sintiera amenazado por mí y por ese informe. Alguien relacionado con la fuga de La Motte. Pero ese alguien, ¿cómo sabía que Marionne Miraneau tenía que dármelo? Desmond lo sabía. Se lo exigí cuando la liberé. Sin embargo, Desmond no podía haber sido. La razón no encontraba motivo alguno para descartarlo, pero mi intuición sí. Él no hubiese sido capaz de algo así. Aunque, si estaba implicado en el asunto de La Motte, podía habérselo contado a cualquiera de sus cómplices, y mi intuición ya no me dictaba nada respecto de ellos. Pero ¿cómo sabían que Marionne me lo entregaría justo aquella noche? ¿Llevaban varios días vigilándome? ¿Es que Marionne se lo había anunciado a Desmond y éste a algún otro? No lo sabía. No lo sabía y me devanaba los sesos. ¿Quién o quienes, y cómo y por qué?

—¿Puede concederme unos minutos señor?

Era uno de los dos agentes que tenía asignados, Criseau. Me encontraba en el Châtelet, en el despacho que tenía reservado en la Prefectura de Policía. Era la primera vez que acudía a ese edificio tras el ataque. Había venido a buscar el dossier del asunto de La Motte porque tenía intención de ponerlo a disposición del secretario de la reina junto con mi dimisión.

El hombre cerró la puerta tras de sí y se mantuvo de pie junto a la mesa, con aire indeciso y nervioso.

—¿Y bien? —lo apremié.

—Verá… No me gusta acusar a compañeros, pero creo que es mi obligación ponerlo al corriente.

Aquella introducción me bastó para saber que venía a hablarme de Gosnard, el otro agente que tenía a mi servicio. Ellos dos no simpatizaban. Criseau era un hombre de mediana edad que no había ascendido ni un grado desde que había iniciado su carrera a los veinte, y a pesar de lo cual estaba contento con su suerte. Era un agente disciplinado, sin otra ambición personal que la de obedecer órdenes y cumplir sin excelencias con sus obligaciones. Era de esos individuos que creen que cada sujeto ocupa en este mundo el lugar que le corresponde, quizá porque le ayudaba a justificar su propia medianía, y que por ello era ciego a la mediocridad de sus superiores y, contrariamente, no soportaba a aquél de entre sus iguales que pretendiera sobresalir por encima de los demás.

Y éste era el caso de Gosnard. Gosnard era joven, y hacía poco que había ingresado en el cuerpo. Era brillante, ágil de reflejos y de entendimiento, se esforzaba en hacer su trabajo rápido y bien, pensaba por sí mismo y tenía iniciativa propia. Pero era arribista, individualista y sin concepto alguno de compañerismo. Por eso se había ganado la antipatía de la mayoría de sus compañeros, en especial de Criseau, que era quien se había visto obligado a tratarlo con más asiduidad.

—Usted me encomendó que mantuviera esta puerta cerrada con llave, para que nadie pudiese entrar aquí a husmear.

—Así es.

—Bien. Pues así lo hice. Pero un día me pareció oír ruido en el interior, de forma que la abrí y descubrí dentro a Gosnard. Estaba detrás de la mesa, y estoy seguro de que cerró de golpe el cajón al oír la puerta. Le pregunté, de malos modos, qué hacía ahí y cómo había conseguido entrar. Me contestó que me fuera a la mierda y salió del despacho apartándome de un empujón. Cuando me dejó solo, examiné el expediente para comprobar si se había llevado algún documento, pero todo estaba intacto.

—¿Cuándo fue eso? —pregunté interesado.

—Pocos días antes de que usted sufriera… su accidente. Yo no volví a comentarle el tema, pero desde entonces decidí vigilarlo. Al salir por la noche me quedaba en un rincón del patio para observar, y varias veces descubrí luz detrás de la ventana de este despacho. Al día siguiente yo comprobaba la puerta, y siempre estaba cerrada. Estoy convencido que, de alguna forma, consiguió quitarme las llaves y se hizo una copia.

—Pero ¿qué…? —pregunté aturdido, sin comprender—. ¿Qué buscaba?

—Ni idea, señor. Ni idea. Sólo sé que ha prosperado mucho últimamente —añadió con malicia.

Reflexioné unos instantes. Gosnard debía de haber actuado por instigación de alguien. Alguien que buscaba algo en aquel expediente. Algo que no había encontrado y que esperaba que fuese incorporado en cualquier momento, pues de lo contrario no tenía sentido aquella repetida incursión. Pero ¿qué?

—Dime una cosa —continué—, el día en que fui atacado, una mujer llamada Marionne Miraneau vino a buscarme al Palais Royal para entregarme un informe. Me dijo que antes había estado aquí y que fuisteis vosotros los que le dijisteis que podía encontrarme allí. ¿Lo recuerdas?

—Sí, señor. Gosnard le dijo que le diera el informe a él, pero ella se negó, y entonces le indicó que lo podría encontrar a usted en el Palais Royal. Pensé que se excedía en sus funciones, pero no le di mayor importancia, porque eso es muy propio de Gosnard. ¿Es que tiene alguna relevancia?

Fijé en él la vista con los ojos opacos y estáticos. Él me la mantuvo, interrogante, y al cabo de unos segundos le pregunté:

—Aparte de ti, ¿quién más de entre vosotros detesta a Gosnard?

El hombre se sonrojó, pero no tuvo valor para negar la evidencia, y su única justificación fue la de extender a los demás su propia animadversión, como si fuera algo inevitable.

—Todos, señor. No creo que haya nadie que lo aprecie.

—Pero supongo que unos más que otros, ¿no?

—Montfort y Dumas han tenido varios enfrentamientos con él —se avino a contestar.

—Dile a Gosnard que os he pedido que vayáis a una sala de interrogatorio, la misma a la que condujimos a Miraneau. Lleva contigo a Montfort y a Dumas y esperadme los cuatro allí. Yo no tardaré en ir. No le digas ni una palabra de lo que hemos hablado. No quiero que sospeche nada. ¿Entendido?

El hombre asintió, satisfecho, y salió de la estancia a cumplir el encargo. Yo esperé unos cuantos minutos, mientras les daba tiempo a reunirse y a bajar a aquel calabozo subterráneo. Cogí un papel de mi escritorio, garabateé en él unas líneas y lo doblé, guardándomelo en un bolsillo.

Una vez transcurrido un tiempo prudencial, fui hasta el sitio señalado, recorriendo de nuevo aquellos insalubres y húmedos pasadizos. Estaban los cuatro en la sala y me miraron expectantes cuando entré. Sus semblantes estaban serios, inquietos, alertados por aquella situación inhabitual. Pero el de Gosnard no más que el de los demás.

Cerré la puerta tras de mí y le eché el cerrojo. No estaba muy seguro de tener competencia para llevar a cabo lo que tenía ideado, pero no me importaba. Allí abajo nadie nos oiría y nadie nos interrumpiría. Después ya daría las explicaciones que fueran oportunas a quien correspondiese, si es que era necesario.

Tal y como había pensado, ahí seguía la tabla de tormento con sus correas, aunque faltaban las vasijas llenas de agua.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gosnard al verme aparecer solo y cerrar la puerta—. Pensé que íbamos a interrogar a algún detenido.

—Y así es —repuse.

Lo miré de tal forma que comprendió que me estaba refiriendo a él. Miró a los otros tres, nervioso. Criseau ya debía de imaginarse de qué se trataba, pero los otros dos debieron de comprenderlo también entonces, y ambos avanzaron un paso hacia Gosnard, como pretendiendo encerrarlo aún más de lo que estaba.

—¿Qué…? —balbuceó asustado—. ¿Qué significa esto?

No le contesté. En lugar de ello me coloqué ante él y me abrí el chaleco y la camisa.

—¿Ves esto? —le pregunté, mientras me señalaba la cicatriz del hombro.

Era realmente una cicatriz grande, fea, llamativa. Todavía estaba muy fresca, roja, hinchada, con la carne quemada al hierro candente, carne apergaminada, magullada, violácea, arrugada en sus lindes.

—¿Y ves mi brazo? —continué, intentando en vano cerrar la mano agarrotada—. He perdido gran parte de su movilidad. Y a pesar de ello, aún debo estar agradecido, porque fue de bien poco que no perdiera la vida.

—Lo… lo siento —se atrevió a pronunciar.

—Aún no todo lo que puedes llegar a sentirlo. Esto me lo hicieron tres hombres que alguien envió para que me mataran y me quitaran el informe que me habían dado esa noche. Alguien a quien tú avisaste cuando vino aquí la señorita Miraneau a traérmelo. Y vas a decirme quién fue ese alguien, o de lo contrario te aseguro que lo sentirás mucho más.

—¿Yo? —replicó, simulando una enorme sorpresa—. Pero ¿qué sé yo de eso? ¡Yo no avisé a nadie!

—Siéntate —le dije cogiendo una silla por su respaldo y acercándola al vuelo junto a él—. Voy a explicarte las opciones que tienes y quiero que las escuches con suma atención. ¡Siéntate! —le repetí, a lo que se avino tras unos instantes de indecisión, mirando con resquemor a sus compañeros—. Una es seguir insistiendo en que no sabes nada, en cuyo caso te acostaremos en esa tabla y te daremos de beber hasta que te venga la inspiración, y luego, si sobrevives, quedarás arrestado y yo mismo me encargaré de que te condenen y te cuelguen. La otra es darme el nombre que te pido, en cuyo caso me firmarás esta renuncia a tu puesto y saldrás libre y sin daño alguno por esa puerta, con toda la vida por delante.

Se quedó callado unos instantes, aunque el brillo de sus ojos delataba que su mente trabajaba con intensidad.

—¡Puedo mentirle si quiere, pero lo cierto es que soy inocente! —se decidió a replicar al fin.

—Lástima —contesté, abrochándome la camisa—. Creí que eras más listo. A mí tanto me da conseguir la información de una forma que de otra. Es a ti a quien afecta, y si ésta es tu elección… —Miré a Montfort y a Dumas y les ordené—: Desnudadlo de cintura para arriba y atadlo a la tabla. Criseau, sube a la cocina y trae dos cubos de agua, que sean grandes.

Todos iniciaron un movimiento para seguir mis instrucciones, pero antes de que ni siquiera llegaran a ponerle una mano encima, Gosnard exclamó:

—¡Espere, espere! Se lo diré. —Se interrumpió hasta que los demás se detuvieron. Entonces añadió—: Pero no me creerá.

—Prueba —lo incité.

—Fue… el conde de Coboure.

Lo miré petrificado unos instantes.

—¿Me tomas el pelo?

—Ya le dije que no me creería. Al parecer hay algo, unos documentos, no sé exactamente cuáles, que comprometen a varias personas en el asunto ese que está usted investigando. El conde de Coboure temía que alguien se los pudiera entregar a usted, de forma que me encargó que estuviera atento y le avisara si eso ocurría. Y es lo que hice. El día que vino esa joven con un documento para usted, pensé que quizá se trataba de lo que el conde me había dicho, y lo avisé. Eso es todo.

—¡Todo eso es una burda patraña! —le repliqué, notando que la ira empezaba a dominarme—. ¡Quizá no sepas que si estoy vivo es gracias a ese hombre!

—Debió de echarse atrás cuando vio el documento y comprendió que no era el que esperaba. Y como ya no podía detener a sus sicarios, intervino él personalmente, y de esa forma ahuyentaba todas las sospechas…

No lo dejé terminar. Un impulso frenético, fruto de uno de esos accesos de cólera que me asaltan en ocasiones, me empujó a tirar de un puntapié la silla en la que se sentaba, haciéndolo caer de bruces al suelo. Luego le propiné varias patadas en el abdomen, notando unas veces la blandura de sus carnes, otras la dureza de sus costillas, descargando con furia toda mi frustración y rabia, mientras él se encogía gimiendo para evitarlas. No sé cuándo me hubiese detenido si Montfort no hubiese intervenido:

—Señor, señor —me dijo sujetándome por mi brazo sano—. Cálmese…

Recuperé entonces la cordura y me detuve, jadeante, con la vista aún fija en mi víctima. Él lloriqueaba y se retorcía de dolor. Cuando el ritmo de mi corazón se acompasó, me acuclillé junto a él y hundiéndole los dedos de mi mano derecha en el cuello, le mascullé, mientras veía que enrojecía y tosía ahogado bajo mi presión:

—¡Y ahora vas a decirme la verdad, maldito bastardo, o te juro que te mato aquí mismo!

—Fillard… —murmuró con dificultad, falto de respiración—. Fillard…

Lo solté y me levanté. Él tosió, y se enderezó también levemente, apoyándose sobre un brazo.

—Bien —le dije—. ¡Explícate!

—Un día un hombre me ofreció dinero a cambio de que le advirtiera si alguien intentaba entregarle unos documentos.

—¿Qué documentos?

—Eso mismo le pregunté yo. Me contestó que eso no era asunto mío, que me limitara a avisarlo si alguien le entregaba a usted o intentaba entregarle unos documentos, y que fuera examinando regularmente su expediente por si se los daban sin que yo me enterara. Que de ser así, lo que tenía que hacer era cogerlos y entregárselos a él. Durante algún tiempo no pasó nada, pero un día Criseau me descubrió. Entonces fui a ver al señor Fillard y le dije que no podía continuar con aquello, que ya me estaba atacando los nervios, y que encima me habían descubierto y que acabaría por perder mi puesto. Él me amenazó y me dijo que debía continuar, y que si alguna vez usted descubría algo y me veía obligado a delatar a alguien debía decirle que lo había hecho a instancias del conde de Coboure. De forma que continué, hasta que un día vino la mujer esa, Miraneau, diciendo que quería entregarle a usted unos papeles. Fui a ver a Fillard y le dije que posiblemente ella se los entregaría aquella misma noche si lo encontraba en el Palais Royal. Me pagó y me marché, y me dijo que tuviera la boca cerrada. Luego me enteré de que aquella noche usted había sido atacado, pero le juro que yo no conocía sus intenciones. Al cabo de un par de días me esperó otra vez a la salida de la Prefectura. Me dijo que el documento de esa mujer no era el que esperaba, y que debía seguir actuando como hasta entonces. Yo intenté zafarme, porque estaba asustado después de lo ocurrido, pero él me presionó nuevamente.

—¿Por qué quería que acusaras al conde de Coboure?

—¡Y yo qué sé! No me lo dijo, ni se me ocurrió preguntárselo.

—¿Algo más? ¿Te has olvidado de decirme algo?

—No, señor —repuso con voz cansina, derrumbada—. Nada más.

—Bien —repliqué—. ¡Firmarás ahora mismo esta dimisión, si no quieres que yo mismo te acuse de corrupto y acabar en la cárcel! Y mi consejo es que te largues de París antes de que Fillard se entere de lo que me has dicho. Ahora ya sabes cómo las gasta. Criseau, encárgate de que lo firme y de que no vuelva a aparecer por aquí.

—Será un placer, señor —replicó.

Salí de la sala, subí a mi despacho y cogí mi expediente. Me sentía lleno de una energía nueva. Ya no más pensar ni devanarme los sesos. Ya no más navegar en la angustia de la duda y de la incomprensión. Ahora todo mi ser reclamaba acción. Una acción que tenía un objetivo llamado Fillard.

Lo ocurrido en el Châtelet no me había disuadido de la idea inicial de presentar mi dimisión al secretario de la reina, antes al contrario, aun la había reafirmado. Mi sentimiento de agradecimiento a Bramont y mi inevitable enemistad con Fillard y con cualquier otro que hubiese intervenido en el ataque a mi persona habían convertido aquel asunto en una cuestión demasiado personal para que pudiese seguir conservando la imparcialidad y la serenidad que requería el caso.

Eso sin contar con que había perdido por completo la fe en la utilidad de mi misión. La situación había cambiado mucho desde el día en que me la habían encomendado. París y el país entero estaban repletos de folletos y panfletos que insultaban e injuriaban sin ningún pudor y con toda impunidad a los reyes y a sus principales ministros. El descrédito de la Corona, el constante desafío del Parlamento, la oposición generalizada, las manifestaciones callejeras, el déficit no combatido, y la evidente debilidad del Gobierno para imponerse a los repetidos ataques contra su autoridad, evidenciaban que la crisis era demasiado grave y aguda para que el llegar a demostrar la inocencia de la reina en aquel asunto del collar tuviese ya ninguna influencia en el devenir de los acontecimientos. Después de todo lo que se había dicho y publicado en contra de ésta, el amor y el respeto de su pueblo estaban irremediablemente perdidos.

Ni siquiera serviría de nada que consiguiese demostrar mi teoría, no probada, de que el principal cabecilla de aquel asunto de la fuga había sido el duque de Orleans, por iniciativa propia o instado por los que lo apoyaban. No hacía demasiado se había atrevido a tildar de ilegal una orden del rey, en plena sesión real del Parlamento, en presencia del mismo Luis, y a pesar de ello, así como otros magistrados habían sido encarcelados, a él solo se había atrevido a desterrarlo temporalmente a sus propios dominios. Ante tal falta de energía, de valor, o ante tal exceso de bondad, llámesele como se quiera, ¿qué ejemplar castigo podía esperarse que le impusiese?

¿Merecía la pena que yo arriesgase mi vida, que a punto había estado de perder, y que entregase mi esfuerzo y mi dedicación por conseguir alcanzar una meta que sería estéril y desaprovechada por aquellos en cuyo favor se perseguía?

No. Definitivamente no. Se acabó. Ya había dedicado suficiente esfuerzo, ya había sufrido bastantes sinsabores, ya había perdido hasta mi integridad física, para que todo ello al final no sirviese de nada.

Pero había dado mi palabra, y sólo quien la había aceptado podía liberarme de ella. Así que, al día siguiente de la confesión de Gosnard, me trasladé a Versalles con la intención de entrevistarme con el secretario de la reina. Como no estaba en su despacho me dirigí hacia el Salón de los Espejos, pero al subir por la escalera me lo crucé. Bajaba con paso apresurado y tan reconcentrado en sí mismo que no me vio hasta que lo saludé.

—¡Ah! Courtain… —exclamó, aminorando su marcha pero sin detenerse—. Ahora no tengo tiempo para usted. Ya hablaremos más tarde.

—¿Cuándo? —quise saber.

—Más tarde —repitió sin mirarme y continuando su camino.

—Seré muy breve —le repliqué mientras lo seguía para darle alcance—. Sólo quería entregarle esto.

—¿Qué es? —preguntó, mirándome de soslayo.

—El expediente del asunto de La Motte.

—¡Por el amor de Dios! —refunfuñó—. ¡No me moleste ahora con eso! ¿Es que no sabe lo que ha ocurrido?

No sabía a qué se refería, pero, por mi parte, no estaba dispuesto a desistir de mi empeño, de forma que lo seguí en silencio. Tenía tal ansia de librarme de aquel asunto que hasta el informe me quemaba en las manos.

Cuando hubimos descendido las escaleras y salido al exterior, pareció darse cuenta de que todavía no lo había abandonado, y entonces se detuvo, volviéndose hacia mí con irritación.

—Marqués —exclamó—; no se parece usted a mi sombra, y sin embargo actúa como si lo fuera. Ya le he dicho que tengo asuntos mucho más urgentes que atender.

—¿Qué es lo que ha pasado? —pregunté para calmarlo.

—¿Que qué ha pasado? —bramó, mientras reanudaba su camino atravesando el patio—. ¡El Parlamento se ha atrevido a proclamar lo que llaman los principios fundamentales de la monarquía! Ha proclamado su derecho a verificar la legalidad de las voluntades del rey antes de proceder a su registro, y el hábeas corpus, y la inamovilidad de sus miembros, además de exigir, claro está, la reunión de los Estados Generales. Precisamente el Gobierno había decidido quitarle su competencia en materia de registro, ¡pero era un secreto! No sé cómo diablos se han enterado, y ahora intentan blindarse con esa absurda proclamación. ¡Y para colmo, le han enviado esta protesta a Luis, que sólo puede catalogarse de insulto!

Blandió un documento que extrajo de una carpeta, sacudiéndolo como si tuviera alguna porquería adherida que quisiera desprender. Lo cogí y lo extendí delante de mí, intentando leerlo mientras seguía su rápido paso.

—Como es lógico, Luis ha decretado el arresto inmediato de sus autores —continuó acalorado—, pero se han enterado antes de que el arresto se practicara y se han refugiado en el Parlamento. ¡Y el Parlamento se niega a entregarlos! ¿Cómo es posible —añadió deteniéndose y mirándome de frente— que hayan llegado a semejante grado de insumisión?

No contesté, concentrado en intentar conocer el contenido de aquel escrito, del que sólo había podido leer las primeras líneas, pero mi interlocutor, impacientándose, me lo arrebató bruscamente de las manos.

—¡Traiga! —exclamó—. Yo le leeré lo más significativo. Escuche:[11] «El exceso de despotismo es el único recurso de los enemigos de la nación y de la verdad […]» —Se detuvo y me miró—. ¡El exceso de despotismo! —subrayó indignado—. «La intención de los ministros ambiciosos es siempre la misma: extender su poder bajo el nombre del rey, he aquí su objetivo; calumniar a la magistratura, he aquí su medio. Fieles a este antiguo y funesto método, nos imputan el proyecto insensato de establecer en el reino una aristocracia de magistrados […]» ¡Je! ¿A qué otra cosa aspiran, si no, éstos sinvergüenzas? Pero aún tienen la desfachatez de negarlo y de insultar a los ministros. Escuche, escuche: «No, sire, nada de aristocracia en Francia, pero tampoco de despotismo. Tal es la constitución, tal es la voz de vuestro Parlamento y el interés de Vuestra Majestad […]» ¡La constitución! —bramó—. ¿Qué constitución? La que ellos determinan. Y aquí, aquí —exclamó castigando el papel con los golpes secos de su índice—, lo que dicen aquí tampoco tiene desperdicio: «El rey puede decir: […] abolo vuestras libertades, destruyo vuestros parlamentos. Ciertamente entonces la voluntad del rey podría ser uniforme. Pero sire […], ¿sería justa, sería prudente?» ¡Acusan al rey de injusto y encima lo amenazan! ¿Qué quiere decir, si no, eso de «prudente»? ¡Amenazar al rey! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Y, ¡ah! —exclamó con gesto teatral—, ¡el final!, ¡qué gran final!: «Algunas veces los magistrados son llamados a inmolarse por las leyes; pero ésa es su honorable y peligrosa condición: que deben cesar de ser, antes de que la nación cese de ser libre.» ¡Ahora resulta que ellos son los garantes de la libertad de la nación frente al despotismo del Gobierno!

—¡Es intolerable! —concedí.

Pero no pensaba en eso. Lamentaba que esa fuerza y esa firme determinación que mostraba el Parlamento no fuese adoptada igualmente por el Gobierno, y que esa ostentosa indignación que ahora se me exhibía no se tradujera en la energía y constancia necesarias para enfrentarse a tal oposición. Viendo al secretario frente a mí, que mucho decía pero que nada haría, pensé, por vez primera, que aquel Gobierno estaba acabado, que todo el sistema había tocado a su fin, y que, aunque lo intentase, ya no volvería a levantar cabeza. Desvié la mirada hacia aquel fabuloso palacio que se levantaba a mi alrededor, símbolo de poder, de ostentación y de lujo, y de pronto se me antojó un mastodonte herido de muerte que agonizaba.

—¡Desde luego que es intolerable! —masculló mi interlocutor—. ¡No se saldrán con la suya! El rey ha enviado a la guardia a arrancar a esos dos magistrados del Palacio de Justicia aunque sea por la fuerza armada. ¡Y en cuanto a la reforma que intentan impedir, ya se pueden ir preparando esos obstinados jurisconsultos! ¡Acabarán todos cultivando coles en sus campos, de donde no tendrían que haber salido!

—No creo ni que sirvan para eso —manifesté con contundencia.

Inmediatamente adopté una expresión de gravedad, para disimular que me acababa de burlar de él. Debí de conseguirlo, porque me miró asombrado de mi alegato, como si de pronto creyera que estaba hablando con un cretino indigno de sus confidencias, y entonces prorrumpió, con contrariedad:

—Bueno. ¿Qué es lo que quiere?

—Vengo a presentarle mi dimisión en el asunto de la señora de La Motte —repliqué sin sutilezas.

—¿Qué? —preguntó, como si no le hubiese hablado en su idioma.

—Señor, creo que es evidente que he tocado techo en este asunto y que lo más apropiado es confiárselo a cualquier otro más capacitado que pueda continuar mi labor.

—Pero… —inició, observándome cual si fuera el ser más despreciable que hubiese visto en su vida—, ¿cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a proponerme eso en estos momentos? No dudo, se lo aseguro, no dudo de que haya gente mucho más capaz que usted para eso y para cualquier otra cosa. ¡Si no lo hubiera designado la propia reina, yo mismo lo habría destituido hace mucho tiempo!

—Entonces no tendrá inconveniente… —continué sin dejar que me afectara su descalificación.

—¡Sí, tengo inconveniente! —Enrojeció—. ¡Ya lo creo que tengo inconveniente! ¿Es usted el que se atreve a proclamarse fiel a la reina? ¿Cree que ahora que todos le han dado la espalda, que su pueblo la odia, que su hijo, el delfín, está gravemente enfermo, que la Corona es atacada sin cuartel…, cree que yo voy a ir a molestarla para recordarle este desgraciado asunto y decirle que otro de los pocos que consideraba aún leales a ella también la abandona? Ah, no, amigo mío. ¡Prefiero mantener a un inepto como usted que tener que pasar por ese trago! Fue la reina quien lo nombró y ella es la única que puede aceptar su dimisión. ¡Plantéesela a ella si tiene el valor de hacerle partícipe de su evidente fracaso!

Nos enfrentamos unos instantes en silencio. Sus insultos habían conseguido zaherirme. Opté por hacerle una leve reverencia, que se asemejaba más a un gesto de desdén que a uno de cortesía, y, dándole la espalda, inicié un movimiento hacia el palacio.

—¡Marqués! —me llamó con evidente enemistad—. ¿Puede anunciarme sus intenciones?

—Creo que son evidentes, excelencia —repliqué, pronunciando tal tratamiento con el mismo menosprecio que él había empleado respecto del mío—. Seguiré su amable consejo y le presentaré mi dimisión a la reina.

Iba a reanudar de nuevo mi marcha, cuando volvió a interrumpirme diciendo:

—Por cierto…, creo que todavía percibe usted una pensión del Gobierno, ¿no?

Me quedé inmóvil, lastimado por la certera punzada de aquel dardo. Me volví lentamente hacia él.

—Así es —repliqué.

—Pues me temo que no podrá ser mantenida por más tiempo —alegó—. Sin duda es usted conocedor de las graves dificultades financieras por las que atraviesa el Tesoro. La mayoría de las pensiones han sido suprimidas o rebajadas. La de usted se había conservado en atención a sus «inestimables» servicios a la Corona. Pero, a la vista de su decisión…

—Sabe que son los únicos ingresos que tengo —fue mi pobre argumentación.

—Pues no —respondió mientras enderezaba su espalda—. No lo sabía. Posee usted el marquesado de Sainte-Agnès. Convengo en que no es de los más destacables, pero muchos viven cómodamente con mucho menos.

—Las escasas rentas de esas tierras apenas cubren el mantenimiento de mi familia. No puedo privar a mis padres de ellas.

—¡Oh! —Se sonrió—. Eso es muy loable… muy loable. Pero supongo que tan nobles sentimientos le impedirán también depender del Gobierno tras zafarse egoístamente de sus obligaciones para con él.

No repliqué. Bajé la vista hacia el expediente, que pendía de mi mano como un apéndice adherido a mi cuerpo del que no me pudiera desprender. El secretario comprendió mi gesto, y lanzando un suspiro de satisfacción dijo, dando por zanjado el tema:

—Buenos días, marqués.

Yo permanecí paralizado en medio del patio, mientras el hombre se alejaba de mí. Había comenzado aquel asunto por principios, y ahora lo continuaba por dinero. Me sentí servil, mercenario y falto de libertad. Pero no quería renunciar a aquella pensión. Comencé a andar hacia la salida, más allá de la verja de entrada, donde había dejado mi carruaje. Luego entré en él, y arrojé el informe en el asiento de enfrente, mirándolo con odio. Entonces pensé en Fillard.

Está bien. De acuerdo. Continuaría con aquel maldito caso, pero a partir de entonces seguiría mis propias reglas.

Marionne Miraneau

Hacía ya cinco días que no sabía nada de él. Recordaba que me había sentenciado a esperarlo contando las horas hasta su reaparición, ¡pero no los días! ¿Qué ocurría, a qué jugaba? Desesperaba en la espera, ciertamente, como él había predicho que ocurriría. ¿Me estaba castigando? ¿O es que en realidad nunca me había llegado a tomar en serio? El último día me había sugerido que pasáramos la noche juntos. Lo interpreté como una broma, pero quizá lo era menos de lo que supuse. Quizá ante mi negativa le había repetido la propuesta a su amante, la «viuda rica y atractiva». Y entonces, teniendo una mujer bella disponible, ¿para qué perder el tiempo conmigo?

Así pensaba, pero lo peor es que estas reflexiones me martirizaban sin hacerme perder la esperanza y sin que, por tanto, dejara de esperar.

Se abrió la puerta. Elevé la vista, con el alma en vilo. Cuando comprobé que era el señor Bontemps, tuve que hacer un soberbio esfuerzo para disimular mi desencanto.

—¿Mi hijo ha estado aquí? —me lanzó enérgico.

—Sí. A primera hora, como de costumbre.

—¿Y le dio usted la liquidación?

—Claro. ¿Es que le he fallado alguna vez?

Se dejó caer en la silla que había frente a mi escritorio.

—Usted no, pero él sí. Ya estoy harto de este muchacho, Marionne, ¡harto! Sabía que dependía de esa liquidación para hacer unos pagos. ¿Y ha vuelto con el dinero? ¡No! Y cuando mi proveedor ha venido a cobrar, ¿tenía yo el dinero para pagarle? ¡No! Es así como un comerciante destruye su reputación, ¿comprende? En cuanto empieza a correr la voz de que no pagas a tiempo, ¡se acabó! ¡Toda una vida esforzándome por hacerme un buen nombre, por hacerme respetar, para que el irresponsable de mi hijo lo eche todo por la borda!

—¿Qué es lo que ocurre, señor Bontemps? —pregunté con gravedad, percibiendo miedo tras su aparente enojo—. Sabe que puede confiar en mí.

El buen hombre me miró con una expresión abatida que no le había visto nunca antes.

—Me estoy quedando sin fondos, Marionne —confesó—. Ya hace varios meses que no cobro del Gobierno. Me están hundiendo. He ido a quejarme al ministerio, pero ni siquiera me han querido recibir. La antesala estaba repleta de acreedores que van allí cada día a reclamar. No sé de qué influencia se vale usted para que le paguen.

—A mí tampoco me han pagado. Me deben las tres últimas partidas de mantas.

—¿Qué dice? —exclamó asombrado—. ¡Pero si me ha estado pagando la liquidación por mis comisiones! ¿Quiere decir que me ha estado pagando las comisiones sin cobrar usted? ¡Pero Marionne! ¿Cómo se le ha ocurrido? ¿Qué clase de aprovechado se cree que soy? ¡Yo se las aceptaba porque creía que usted cobraba! ¡Le devolveré hasta el último son!

—Usted no tiene la culpa de que no me paguen. Además, ya no vale la pena que discutamos sobre ello porque no pienso entregarles ni una sola manta más hasta que no me liquiden la deuda. No soy quien para darle consejos, pero yo en su lugar cambiaría de producto y dejaría de confeccionar uniformes para el Ejército. Tengo bastante trabajo ahora, puede colaborar conmigo. Lo que es inútil es que vaya a quejarse al ministerio, porque el Gobierno no tiene dinero —hice una pausa y agregué—: Su hijo debe de estar en casa de Gérard, el muchacho de la imprenta. Cada día le lleva los artículos que escribe. ¿Los lee usted?

—Nunca leo lo que escribe mi hijo —renegó—. Y tampoco me hablo mucho con él. Descuida sus deberes, Marionne, no me ayuda en nada. En cuanto me doy la espalda lo descubro escribiendo, en lugar de cumplir con sus obligaciones, ¡y hasta me ha amenazado con dejarme! Estoy solo, Marionne, ¡solo! He criado tres hijos y estoy solo. Es triste luchar toda una vida para que luego nadie valore lo que has hecho y nadie quiera tu legado. Usted todavía es muy joven para entenderlo, pero…

Sacudió la cabeza, desmoralizado.

—Venga, anímese —lo consolé—. Lo conduciré hasta la casa del chico de la imprenta —decidí de pronto, viéndome incapaz de seguir allí encerrada esperando que él apareciese cuando se le antojase—. Seguramente su hijo estará allí.

Recorrimos las tres calles de agitado mercado que separaban mi local del apartamento de Daniel y Gérard, y subimos por las angostas escaleras hasta la cuarta planta, donde se encontraba su buhardilla. La puerta estaba abierta. Siempre estaba abierta porque con el constante movimiento de personas que entraban y salían no se cabía de otra manera. Cuando llegamos debía de haber allí concentradas unas ocho personas, más de lo que permitía con comodidad el espacio libre dejado por la imprenta, las dos camas, el armario, la mesa escritorio y el montón de papel, tinta y publicaciones que se acumulaban de cualquier manera por encima de los muebles y por el suelo.

—¡Gérard! —exclamé desde el quicio de la puerta, elevando la voz por encima del ruido de la imprenta y de las conversaciones—, ¿para cuándo esa genial idea de trasladaros a un local más amplio? ¡No se puede ni entrar!

—¡Marionne! —saludó su compañero Jacques, resurgiendo de algún recóndito lugar oculto tras el escritorio—. ¡Pasa, pasa! ¡Eh, vosotros! —les gritó a los que embotellaban la entrada—, tomad estos ejemplares e id a repartirlos. A ver si hacemos un poco de espacio aquí.

—Oye —protestó uno de los interpelados, cogiendo el paquete que le pasaba Jacques—, ¿has publicado mi artículo? Te dije que te ayudaría si imprimías mi artículo.

—Ya te dije que no había sitio. En el próximo ejemplar. Y ahora vete a repartir eso. ¡Y no me estafes!, ¿eh? ¡Sé bien cuántos te llevas y lo que vale cada uno!

—¡Padre! —exclamó entonces Alain, que tras desaparecer los individuos se había hecho de pronto visible y que escribía sentado en una de las camas—. ¿Qué haces aquí?

—¿Y tú qué crees? —explotó el viejo—. ¡Vengo a por la liquidación! ¿Piensas que puedo esperar el día entero?

—¿Dónde está mi hermana? —pregunté al no verla—. Gérard, ¿dónde está mi hermana?

—Daniel y ella se han ido al Palacio de Justicia, a intentar enterarse del nombre de los magistrados que han sido detenidos —contestó Alain.

—¿Detenidos? —me sobresalté—. ¿Han detenido a algunos magistrados? ¿A quiénes?

—A dos. Pero no conocemos los detalles.

Extracto de las Memorias de Paul François Bramont, conde de Coboure[12]

Los magistrados Duval d’Eprémesnil y Goislard de Montsabert habían dirigido una atrevida carta de protesta al rey, y los ministros, en represalia, habían decretado su arresto. La detención debía practicarse en la madrugada del 4 al 5 de mayo; pero aquéllos, advertidos, huyeron, y en la mañana del 5 de mayo se refugiaron en la Grand’Chambre del Palacio de Justicia, donde el Parlamento estaba reunido en sesión.

Cuando nos enteramos de la medida dictada contra estos dos colegas, sin más motivo que el de haber expresado su libre opinión, nos negamos en redondo a entregarlos: «[…] considerando que los ministros […] no se ocupan […] sino de desplegar todos los recursos del despotismo […]», la Corte acuerda: «Poner a los señores Duval, Goislard, y a todos los demás magistrados y ciudadanos, bajo la salvaguarda del rey y de la ley.» Seguidamente se envió una diputación a Versalles para exponer al rey nuestro desacuerdo con las recientes medidas adoptadas, y se decidió permanecer en sesión permanente hasta el regreso de dicha diputación.

Pero la reacción ministerial se anticipó. Hacia las once de la noche nos llegó la alarmante noticia de que la fuerza armada estaba tomando el edificio. Los guardias lo habían rodeado, prohibiendo la entrada y salida a toda persona; habían penetrado en el interior, con las bayonetas caladas en los fusiles, haciendo resonar su paso amenazante de tacones sonoros y ecos metálicos por galerías y pasillos. Con el inevitable revuelo, nos apresuramos a avisar a los magistrados que estaban dispersos en otras salas para que acudieran de inmediato a la Grand’Chambre, y esperamos, juntos y tensos, la llegada de las tropas.

Al poco se anunció a quien las comandaba, el marqués d’Agoult, que solicitó comparecer ante la Grand’Chambre. Le esperábamos los ciento veinte magistrados reunidos, estando presentes también duques y pares. El numeroso y adusto auditorio debía de imponer, sin duda alguna, máxime cuando comparecía con las violentas medidas de las que era portador. Desplegó la orden del rey ante sí y la leyó en voz alta:

—«Ordeno al señor marqués d’Agoult, capitán de mis guardias franceses, que acuda al palacio a la cabeza de seis compañías de mi regimiento de los guardias, […] y detenga, dentro de la Grand’Chambre de mi Parlamento o en cualquier otra parte, a los señores Duval y Goislard, consejeros […].»Terminada la lectura, miró a los asistentes. La orden era clara, así que no debía de esperar otra cosa que su acatamiento. Sin embargo, nadie se movió. Se daba la circunstancia de que el capitán no conocía a los magistrados en cuestión, y no podía identificarlos. En tan embarazosa situación, lo único que pudo hacer fue exhortar de nuevo a los presentes a que los dos nombrados le fueran entregados.

—Señor d’Agoult —lo amonestó uno de los pares, el duque de Praslin—, cuando uno se hace cargo de órdenes semejantes a éstas de las que usted es portador, ha de asegurarse de tenerlas lo suficientemente claras como para no sentirse comprometido en su ejecución. Si usted ha creído poderse encargar, no habrá sido suponiendo que nosotros le entregaríamos a dos miembros de la Corte; si usted no los conoce, no seremos nosotros, ciertamente, quienes se los demos a conocer.

—¡¡¡Sí!!! —prorrumpimos todos entonces, con un clamor que se extendió de una punta a otra de la sala—, ¡¡¡todos nosotros somos Eprémesnil y Montsabert!!!! ¡¡¡Si quiere detenerlos, tendrá que detenernos a todos!!!

El hombre quedó atónito, y no tuvo más remedio que enrojecer, dar media vuelta y salir de la Grand’Chambre, dejándonos con sabor a triunfo.

Pero fue provisional. El capitán marchó, pero dejó a los guardias ocupando el edificio con instrucciones de no dejar salir a nadie. Quedamos retenidos. Toda comunicación quedó interceptada, no podíamos abandonar la sala en la que estábamos confinados salvo en caso de necesidad, y en tal supuesto custodiados por un guardia y para movernos exclusivamente por el interior del palacio. En esa situación, con la incertidumbre de lo que nos depararía el próximo minuto, se nos dejó hora tras hora durante toda la noche y toda la madrugada.

No fue hasta las once de la mañana del día siguiente que apareció de nuevo el marqués d’Agoult. Entró con resolución hasta el centro de la sala, el parquet, y por tres veces, y en medio del más profundo silencio, conminó a los dos magistrados a entregarse. Como en la víspera, nadie se movió. Pero en esta ocasión la reacción era ya la esperada, así que se retiró para reaparecer acto seguido con un oficial adscrito al Tribunal, llamado Larchier.

—Lo requiero —le dijo ante todos—, de parte del rey, a que me diga si los señores Duval y Goislard están aquí presentes, y a identificármelos.

El interpelado, colocado en tan apurado trance, declaró que no los veía. Contrariado, el capitán lo exhortó a que mirara con aplicada atención, pero Larchier se mantuvo en su primera respuesta, y d’Agoult se vio obligado, como la noche anterior, a retirarse sin haber podido cumplir su misión.

Pero la situación era ya insostenible. El leal Larchier había quedado comprometido, y tampoco podíamos permanecer allí sitiados por la guardia durante mucho tiempo. Eprémesnil se mostró dispuesto a entregarse y pidió que se llamara al marqués d’Agoult. Cuando éste entró de nuevo, se levantó y le dijo:

—Yo soy uno de los magistrados que busca […]. Le pido que me diga si en caso de no seguirlo voluntariamente tiene usted orden de arrancarme por la fuerza del sitio que ocupo.

—Sí, señor, y la ejecutaré.

Eprémesnil, entonces, después de declarar que quería evitarle a la Corte esa escena de violencia, descendió hasta el parquet y salió dignamente de la sala custodiado por dos filas de bayonetas. De igual forma se entregó poco después Goislard de Montsabert. Era el 6 de mayo de 1788.

Al día siguiente, 7 de mayo, fuimos convocados al lit de justic. que se iba a celebrar el día 8 en el Palacio de Versalles a fin de conocer la reforma emprendida. Dada la oposición que ésta despertó, parece oportuno facilitar un par de breves pinceladas respecto de su contenido.

Considerando, se expuso, que la administración de la Justicia era demasiado lenta y costosa, acordaba acercarla a los ciudadanos aumentando la competencia de los Juzgados de segundo orden en detrimento de la de las cortes superiores, a fin de aliviar la acumulación de asuntos en éstas y evitar al ciudadano el coste de los desplazamientos y alojamientos en las ciudades en las que se ubicaban. Asimismo, considerando que la existencia de hasta cinco o seis instancias en la resolución de pleitos era excesiva y agravaba dichos males, acordaba reducirlas, en lo sucesivo, exclusivamente a dos grados de jurisdicción. Por otra parte, se suprimían todos los tribunales de excepción, por lo que no existiría más que la justicia ordinaria. En materia criminal se suprimía la obligación de ejecutar las penas de muerte el mismo día en que se dictaba sentencia, pues ello impedía a los condenados solicitar la gracia del rey; y se suprimía totalmente la tortura en los interrogatorios, por cuanto «esas declaraciones, arrancadas por la violencia del dolor, y sostenidas seguidamente por el miedo a ser sometidos a tortura, pueden hacer caer a los jueces en errores funestos».

Y, finalmente, considerando que la competencia de los parlamentos de registrar las disposiciones del rey obstaculizaba la uniformidad de su aplicación en todo el Estado, y que en el último año la oposición de éstos había sido particularmente virulenta en contra del interés público: «revocamos […] el derecho que habíamos concedido a nuestros parlamentos de verificar todas nuestras disposiciones en forma de ordenanzas, edictos, declaraciones o cartas patentadas […]», facultad que se traspasaba a una Corte Plenaria, cuyo origen se pretendía histórico, de ámbito nacional.

Temiendo nuestra demostrada resistencia a obedecer las órdenes con las que no conveníamos, se nos suspendía a todos los magistrados en el ejercicio de nuestras funciones hasta que el rey nos llamase a reanudarlas. Y por si no habíamos entendido tal medida con la suficiente claridad, al volver a París encontramos el Palacio de Justicia tomado por la fuerza armada y la Grand’Chambre cerrada y custodiada por la guardia.

Volví a mi casa después de todos aquellos acontecimientos, que se sucedían sin apenas pausa tras el ataque a Courtain; y cuando creía que la suspensión forzosa de mis funciones me permitiría, al menos, dedicarme a Marionne, Rocard me hizo entrega de la siguiente misiva que había llegado tres días antes pero a la que yo todavía no había podido prestar atención:

Señor.

[…] sin pretender resultar alarmista ni inquietar innecesariamente a su señoría, me veo en la necesidad de participarle que un amotinamiento generalizado ha sublevado a ¡os habitantes del condado de Coboure; que éstos, olvidando las obligaciones que tienen para con usted, se niegan a pagar las rentas que le adeudan; que yo mismo, como castigo a mi celo en el cumplimiento de mi deber, he sido insultado y hasta agredido cuando he exigido su satisfacción; todo lo cual me mueve a sugerirle muy respetuosamente la conveniencia de su urgente presencia en Coboure a fin de restablecer el orden debido […].

La carta del administrador del condado debía ser tomada en serio, pues era la primera vez desde que yo lo heredara que solicitaba mi presencia, lo que significaba que no recurría a esa petición con liviandad. Las revueltas campesinas no eran corrientes, pero tampoco inusitadas, y fueran o no graves era evidente que debía acudir a atajarlas.

Pero… ¿y Marionne? Desde que me había separado de ella la había tenido constantemente presente. Podía estar ocupado y absorbido por sucesos de la tensión e importancia de los vividos y, en cada entreacto, en cada fisura, filtrarse la luz de su recuerdo. No podía, no estaba capacitado en esos momentos para alejarme de ella durante tanto tiempo. Debía encontrar la manera de conciliar ambas situaciones.

Ese mismo día, sin más dilación, fui a su encuentro. Pero en su taller me dijeron que no estaba, que había salido hacía poco en compañía de un tal Bontemps. Sufrí una gran contrariedad. Subí de nuevo al coche y decidí probar suerte en su casa, cuya dirección me acababan de facilitar. Mas apenas había recorrido tres travesías, cuando casualmente la vi salir con prisas de una portería.

—¡Marionne! —grité.

El vehículo se detuvo y bajé de un salto. Ella, al verme, esbozó tal sonrisa, mezcla de sorpresa y alegría, que una vez más lamenté cada segundo que estaba alejado de ella.

—¡Hola! —exclamó radiante cuando estuvo ante mí—. Oí lo de la detención de los magistrados. Temí que pudiera ser usted uno de ellos.

—No. Pero he sido suspendido en mis funciones. Tengo vacaciones forzosas, y he decidido pasarlas fuera de París.

—¿Ah, sí? —exhaló, borrando de golpe su sonrisa—. ¿Y adonde va a ir?

—Lejos. A Coboure.

En el fondo sentía deseo de volver a Coboure. Adoraba ese sitio, donde había pasado los veranos de mi infancia. Quería ir a allí y quería llevármela a ella conmigo. Pero dudaba de que quisiera aceptar. Tenía que conseguir convencerla.

—¿Y cuánto tiempo permanecerá allí? —preguntó.

—Indefinido.

—Pero… —Pestañeó, tragándose su decepción. Iba a plantear alguna protesta, pero se corrigió y dijo, enderezando los hombros con dignidad—. Si quiere usted retractarse de lo que me dijo el otro día, no es necesario que se vaya tan lejos. Puedo comprender que haya cambiado de opinión.

—Gracias, es usted muy gentil. Pero no, no he cambiado de opinión.

—Pues no lo entiendo. —Dominándose agregó—: ¿Tan imprescindible es su partida justamente ahora?

—No veo mejor momento que éste, en que he quedado libre tras la suspensión de mis funciones.

—Ya, claro… Libre.

Desvió la vista mientras yo podía oír cómo el alma le caía a los pies. Luego, haciendo acopio de valor, elevó el rostro hacia mí y formuló:

—¿Se va usted con la señora Lymaux?

Aquel planteamiento me sorprendió, pues hacía días que no dedicaba ni un solo pensamiento a Charlotte. La ocurrencia, en sí misma, era graciosa, pero el colmo de mi gozo fue constatar sus celos. ¿Los explotaría? Podían ayudarme a convencerla, pero eran un arma peligrosa, un cuchillo de doble filo. Había que manejarlo con cuidado.

—No —me limité a decir, sin añadir mayores explicaciones—. Me voy solo. Pero —me arriesgué a añadir— lo que no puedo garantizar es que ella no venga a visitarme.

Descubrí un destello de ira en sus ojos, y decidí que era el momento de dar el golpe de timón.

—Supongo que una mujer tan ocupada como usted no tendrá demasiado tiempo para echarme de menos.

—Haré lo posible para sobrevivir sin usted —espetó—. Espero encontrar alguna alma caritativa que quiera entretenerme en su ausencia.

Bueno; ya estaba bien de tonterías y rodeos.

—Venga conmigo a Coboure —solté.

—¿Cómo? —balbució ella.

—Es una invitación formal —aclaré—. La invito a que sea mi huésped en mi castillo de Coboure una temporada. He recibido una carta de mi administrador que me requiere con urgencia allí, no puedo demorar mi viaje; pero quiero verla a usted todos los días. Venga con su hermana, o con su madre, o con ambas. Venga con el señor Bontemps si lo desea, o hasta con Desmond. Tráigase cuanta compañía quiera, pero venga, se lo ruego.

Marionne se había quedado sin habla.

—Tomo su silencio por aceptación —dije resuelto—. Vendré a buscarla mañana a primera hora. Reitero la invitación a su madre y a su hermana. A Desmond no, era una broma. —Me di media vuelta y ya iba a subir a mi carruaje cuando exclamé—: ¡Ah, sí, me olvidaba! —Alargué el brazo hacia el asiento y cogí un ramo de doce rosas blancas que le tendí con premura—. Lo prometido es deuda.

Marionne lo cogió con expresión de desconcierto, y antes de que pudiera superarlo ya estaba yo sentado en la calesa.

—¡Pero…! —farfulló por fin—. No puedo… ¡espere!

No. No quería esperar. No quería darle la oportunidad de oponer sus razones.

—Hasta mañana —me despedí mientras el coche arrancaba.

Llegué a mi casa medianamente esperanzado. Confiaba en que acabaría aceptando la idea. Si deseaba verme a mí tanto como yo a ella, vendría.

—Ah, Rocard —saludé a éste, que me salió al paso en el mismo vestíbulo de entrada—, disponga que preparen mi equipaje. Emprenderé el viaje a Coboure mañana mismo.

—Bien, señor —despachó como si eso no fuera en esos momentos lo primordial—. Por fortuna ya ha regresado usted —añadió a media voz—. El marqués de Sainte-Agnès está aquí, en la biblioteca. Hace rato que le espera, y está que se sube por las paredes. Me ha dado esto para usted.

—¿Qué es? —pregunté alarmado, fijando mi vista en las dos cartas que me tendía.

—Un desafío a duelo y la designación de usted como su padrino.

—¿Un duelo? —me sobresalté—. ¿Contra quién?

—Contra el señor Alexandre Fillard.