Paul Bramont
Marionne estaba sentada delante de mí, en el interior de mi carruaje. Se mostraba alicaída, pesarosa. Mi estado de ánimo no era mucho mejor. Quizá ella había esperado de mí una manifestación de agradecimiento más expresiva; y desde luego la merecía, pues su heroicidad había sido admirable, y su lealtad hacia mí, nadie, ni siquiera mis más allegados, la hubiesen podido superar. Pero en aquellos momentos pesaba mucho más en mí el sentimiento de culpa. No me perdonaba el no haber previsto, o sospechado, que podían someterla a algo así. Ni por un instante había pasado esa idea por mi mente; y hubiese podido, pues como dijo Courtain, los magistrados estábamos familiarizados con esas prácticas. Pero no creí que él… En fin, de haberlo imaginado nunca le hubiese pedido lo que le pedí. Y ella recurriendo a Desmond en lugar de a mí a causa de las últimas palabras que le dije… Me sentía todo lo mal que se pueda imaginar.
Eso, más el peso de la responsabilidad de evitarle a ella nuevos contratiempos, propiciaba que yo también me mostrara grave y apesadumbrado.
—¿No es aquél el marqués de Sainte-Agnès? —preguntó Marionne de pronto, sacándome de mi ensimismamiento.
Observé a mi vez, inclinándome sobre la ventana. Pero no tuve tiempo de ver nada porque recorríamos la calle Richelieu y ya habíamos pasado la transversal a la que ella se refería.
—Me ha parecido que era él —insistió—. Ha entrado en esa bocacalle y tres hombres que caminaban detrás han echado a correr en su dirección —advirtió, como si la situación a su parecer encerrara peligro.
—¿Qué aspecto tenían? —quise confirmar.
—Malo —concretó sin dudar.
Di un golpe seco en la pared delantera del vehículo y éste se detuvo.
—Quédese aquí —le indiqué, mientras bajaba del coche.
Cerré la portezuela y yo también eché a correr, retrocediendo unos pasos hasta el callejón que ella me había indicado. Pero no vi a nadie. No obstante, si en verdad se trataba de Courtain, imaginaba a dónde podría haberse dirigido adentrándose por aquellas callejuelas: a la casa del barón de Trunes, quien celebraba juegos de cartas todos los jueves. Así que me dirigí hacia allí, adentrándome por un par de callejones angostos y oscuros, hasta que me detuvo el sonido de golpes y quejidos que identifiqué como propios de una reyerta. Éstos me guiaron hacia una travesía que quedaba a mi izquierda, y entonces los vi. Tres hombres estaban golpeando a otro que, arrinconado contra el muro de un edificio, quedaba semioculto entre sus agresores. Proferí un grito de advertencia y me lancé hacia ellos. A pesar de verme, aún se entretuvieron unos segundos más para acabar de ensañarse con su víctima, y luego, a la orden de uno de ellos, echaron a correr. Yo hice lo propio hasta llegar a la altura del agredido, pero al verlo y comprobar que, efectivamente, era Courtain, me detuve en seco. Los tres individuos desaparecieron, y adivinando que no volverían me incliné sobre él y vi que no tenía buen aspecto. Estaba derribado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Tenía un moratón en la frente y un corte en la ceja y su respiración era muy agitada. Mantenía, no obstante, la consciencia, y me sonrió lánguidamente al verme.
—Qué aparición más oportuna, Bramont —dijo con voz debilitada.
—Como todas las mías —me atreví a bromear—. ¿Se encuentra bien?
—La cabeza —murmuró—. Me han golpeado en la cabeza.
Levantó su brazo derecho para llevarse la mano a la zona dolorida, y al hacerlo se entreabrió su casaca. Tenía una enorme mancha de sangre en su camisa que parecía brotar a pocas pulgadas de su clavícula, junto al nacimiento del otro brazo, del izquierdo. Le sujeté el antebrazo para bajárselo con lentitud. Courtain entonces también se percató de la herida y nos cruzamos una silenciosa mirada de preocupación.
—Uno de ellos llevaba un cuchillo —me dijo—, pero no me di cuenta de que… me golpearon por todas partes y no… todo fue muy rápido.
—No se mueva. Voy a examinarla.
—¿Sabe algo de medicina?
—Tanto como usted. Pero no hay nadie más cualificado por aquí.
Iba a abrirle la camisa cuando oí pasos provenientes del callejón donde nos encontrábamos. Me levanté velozmente, alarmado, antes siquiera de ver de quién se trataba. Cuando lo supe respiré con alivio, pero no obstante comenté:
—Le dije que se quedara en el coche.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Lo han apuñalado —informé sin tapujos—, por debajo del hombro.
Marionne se arrodilló de inmediato junto a Courtain. Observó la mancha, que desde que yo la viera por primera vez se había agrandado, extendiéndose por todo su pectoral y llegando a la altura de la cintura, y sin ningún miramiento le deshizo el corbatín y le abrió la prenda con un movimiento enérgico, haciéndole saltar los botones y dejando su cuerpo al descubierto.
—¿Eso es pasión? —emitió Courtain.
—No hable —le ordenó Marionne—. Cada vez que lo hace sus palpitaciones se aceleran y aumenta la pérdida de sangre. No quiero asustarlo, pero está sangrando mucho. Túmbese en el suelo. Conde, deme su casaca y su camisa, rápido.
Parecía que sabía lo que hacía, de forma que la obedecí sin chistar. Me quité la casaca, que ella cogió y dobló colocándola bajo la cabeza de Courtain, a quien obligó a acostarse para que la herida quedase boca arriba y no sangrase con tanta facilidad. El aparatoso líquido empapaba ya todo su torso y se deslizaba hacia el suelo formando un pequeño charco. Marionne cogió luego mi camisa, que utilizó primero para esparcir la sangre a fin de localizar con precisión la herida, y después para taponar la incisión.
—Presione aquí —me pidió.
Así lo hice, arrodillándome a su lado y utilizando el peso de mi cuerpo para ayudarme en la labor. Courtain había optado por cerrar los ojos y su rostro estaba extremadamente pálido. Hasta sus labios habían perdido color. Marionne se quitó la pañoleta que le cubría el cuello y envolvió con ella el tórax y el hombro de Courtain, manteniendo debajo mi camisa.
—Usted que tiene más fuerza —me dijo tendiéndome los dos extremos de su pañuelo— apriete cuanto pueda.
Apreté y entre ambos anudamos los extremos. A pesar de ello, seguí presionando en la zona de la herida, por encima del improvisado vendaje.
—Hemos de llevarlo de inmediato a un médico —me susurró Marionne—. El corte es profundo y abierto, y está sangrando demasiado.
—No conozco a ninguno que viva por aquí. El mío reside en Versalles. Lo conocí cuando estaba allí y no lo he cambiado.
—Demasiado lejos. Yo conozco a uno, el que ha tratado siempre a mi familia. Tiene su consulta a poca distancia de mi casa, en la calle Saint-Denis. No es un médico ilustre, pero…
—Lo llevaremos allí —acepté sin dudar.
Marionne debió de percatarse entonces de mi temblor. A aquella hora de la noche hacía frío, y al desprenderme de la ropa había empezado a tiritar. Ella no hizo ningún comentario y se limitó a quitarse su capa y echármela sobre los hombros. Yo omití cualquier señal de reconocimiento, pero su consideración me abrigó más que la prenda. Me dispuse a cargar con Courtain. Pasé un brazo por debajo de su cuerpo y otro por debajo de sus rodillas y recurrí a todas mis fuerzas para levantarlo. Courtain no era grueso, pero sí alto y corpulento, y pesaba mucho.
—Puedo andar solo —musitó cuando notó que lo enderezaba.
—Eso es lo que se cree —repliqué.
Courtain ya no hizo ninguna objeción más. Conseguí cargar con él, y al hacerlo, comprobé que el charco de sangre que había dejado en el suelo era más que apreciable. Marionne también reparó en ello y me dijo:
—No hay tiempo que perder.
Asentí y comencé a andar lo más rápido que mi carga me permitía. La debilidad había sumergido a Courtain en un estado de semiinconsciencia y era como acarrear con un peso muerto. Entré con él en la carroza y lo tendí sobre uno de los asientos. La pañoleta de Marionne y mi camisa estaban ya empapadas a causa de la hemorragia. Ordené al cochero que se dirigiera a la calle Saint-Denis a toda prisa, y Marionne y yo nos acomodamos en el asiento contrario a la dirección del coche.
Ambos nos mantuvimos silenciosos durante todo el trayecto. Yo no podía dejar de observar la oculta herida de Courtain a través de la que se le estaba escapando la vida. Su rostro estaba tan ceniciento que parecía ya el de un cadáver. A pesar de nuestras confrontaciones, reconocía que había algo auténtico en Courtain, algo sincero y vital que en ese momento aprecié más que nunca. Su brazo izquierdo caía muerto por el borde del asiento, y reclinándome hacia delante le cogí el antebrazo para colocarlo sobre su torso, que oprimí con fuerza antes de soltar, con el ánimo de transmitirle vitalidad.
—Vamos —le dije—. Resista. Ya llegamos.
No me contestó. Ni siquiera noté ninguna contracción en su mano que indicara algún tipo de reacción. Había perdido la consciencia.
Llegamos a la calle Saint-Denis y Marionne me indicó el edificio en el que residía el médico. Nos precipitamos por las escaleras, ella abriendo el paso y yo siguiéndola con Courtain desvanecido en brazos. Llamó a la puerta del doctor con energía e insistencia, hasta que ésta se abrió. Al otro lado apareció un hombre que rozaba ya la ancianidad y que parecía enjuto e insignificante envuelto en su amplia camisa de dormir, con el escaso cabello canoso despeinado y la barba sin afeitar.
—¿Qué escándalo es éste? —gruñó. Luego, reconociendo a Marionne, añadió—: ¡Ah! ¡Es usted! ¿Le pasa algo, hija mía?
—¿Podemos pasar doctor? —pidió apremiante—. Traemos un herido muy grave.
No esperó su respuesta. Entró decididamente, obligando al hombre a apartarse para esquivar su impulsivo movimiento, y yo aproveché la brecha abierta para adentrarme a mi vez.
—Venga —me indicó Marionne ante la paralizada sorpresa del médico, que parecía haberse quedado soldado al pomo de la puerta—. La consulta está por aquí.
La seguí a través del pasillo. Mis brazos comenzaban a ceder al cansancio provocado por el peso de Courtain. Marionne me hizo atravesar una pequeña sala de espera y luego me adentró en una más espaciosa que estaba a oscuras. Sólo el tenue resplandor de la calle que penetraba a través de los ventanales nos permitió vislumbrar el perfil de los muebles y objetos, entre ellos una camilla sobre la que deposité a Courtain. El doctor entró detrás de nosotros en la consulta y la iluminó con el candil que llevaba en la mano.
—Espero que sea realmente urgente —protestó mientras se acercaba al herido.
Marionne ni lo miró mientras se afanaba en deshacer el improvisado vendaje practicado sobre Courtain. Cuando quitó su pañuelo, quedó al descubierto mi camisa que ahora estaba completamente empapada en sangre. El médico se adelantó entonces, apartó la ropa y vio la herida.
—Usted, rápido —me increpó de pronto, como si acabara de percatarse de la gravedad de la situación—, encienda las luces y la chimenea. Usted, Marionne, vaya a despertar a mi mujer. La necesitaré. Y luego vaya a la cocina y ponga agua a hervir.
Encendí las velas, y apenas me había inclinado sobre la chimenea para alumbrarla cuando una mujer de mediana edad, que imaginé era la esposa del doctor, apareció en la habitación. Iba ataviada con una bata, con el cabello recogido en una trenza que le caía a lo largo de la espalda. El médico, ocupado en taponar el corte, ni me presentó ni le dio tiempo a que ni tan sólo me saludara. Nada más verla le pidió que le trajera su instrumental, y a mí que me acercara con un candil y lo mantuviera a escasa distancia de la herida para iluminarla. El hombre, incentivado por su celo profesional, parecía haberse inflamado de energía, y ya no aparentaba ser ni anciano ni enjuto. Apartó la tela que taponaba la herida y comenzó a coserla con pulso firme y seguro, clavando la aguja en la carne, mientras su esposa enjugaba la sangre que no dejaba de brotar y que empapaba sus manos, y las manos del médico, y el hilo, y el instrumental, y que se deslizaba por el pectoral de Courtain, y luego extraía de nuevo la aguja y estiraba el hilo, como si se tratara de un pedazo de tela inerte en lugar de los músculos vivos de un hombre. Así fue avanzando, poco a poco, hasta que logró coser toda la incisión. Cuando terminó, la lavó con trapos humedecidos en el agua hervida que le trajo Marionne, hasta que toda la sangre quedó en la palangana de agua y la herida se descubrió desnuda en forma de zurcido de carne. Luego cogió un hierro que había puesto al fuego y lo oprimió candente sobre su obra, a manera de sello, elevando vapor de agua y un intenso olor a piel quemada.
—Bien —dijo después, mientras se lavaba las manos en la palangana de agua ensangrentada—. Todo lo que se podía hacer ya se ha hecho. Ahora sólo queda esperar.
—¿Está vivo? —pregunté reparando en el aspecto inerme de Courtain, sin poder creer que alguien pudiese aguantar toda aquella carnicería sin inmutarse.
—Sí. Todavía vive. Está desvanecido.
—¿Y vivirá?
—No lo sé —repuso escueto—. Creo que no le han seccionado la arteria, porque la sangre no salía a borbotones, pero no puedo estar seguro. Si le cortaron la arteria mi intervención no servirá de nada y morirá dentro de pocas horas de hemorragia interna. Si no es así, hay alguna esperanza, siempre que no haya perdido demasiada sangre. Por suerte es joven y está bien alimentado. Sólo queda esperar.
Entre ambos condujimos la camilla hasta la llamada enfermería, un dormitorio contiguo a la propia consulta. Una sencilla cama metálica sobre la que lucía un crucifijo monacal de madera, un diván y una mesa desnuda con una silla era todo el mobiliario en un ambiente dominado por el austero e higiénico color blanco. Colocamos la camilla junto al lecho, y sujetando a Courtain por piernas y hombros lo trasladamos a éste a la voz de una. La señora Duplais utilizó un brasero de mano para calentarle las sábanas, y luego lo arropó con mimo de enfermera. Yo me senté en el diván porque me flaqueaban las piernas y notaba un fuerte malestar en el estómago.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó el médico.
—Sí, sí —mentí—. Muy bien.
—Puede quedarse a velar a su amigo, si lo desea. Yo me voy a dormir. Si se produjera algún cambio, avíseme. Buenas noches.
—Buenas noches, doctor, y gracias por todo.
Ambos se retiraron, y por unos instantes me quedé solo en la habitación, solo con Courtain. Lo observé unos instantes, pero luego cerré los ojos, porque la cabeza me daba vueltas y las náuseas eran cada vez más intensas. Había visto animales destripados en las cacerías, y tenido el dudoso honor de ser testigo en un par de duelos que terminaron trágicamente. Pero nunca había visto tanta sangre durante tanto tiempo, ni presenciado de forma tan directa los tejemanejes curativos de un médico, y he de reconocer que estaba mareado, tan mareado que temía caer en el ridículo de perder yo mismo la consciencia. Miré con repulsión mis manos, manchadas de sangre, y mi torso, manchado también, y la capa que Marionne me había prestado y que cubría todavía mis hombros, igualmente manchada, y reparé en el hedor de la sangre coagulada que me envolvía por todas partes. Luego me di cuenta, con cierto embarazo, de que Marionne estaba apoyada en el quicio de la puerta y me estaba observando.
—Le pediré al doctor una camisa limpia para usted —dijo—. También le pediré una toalla para que pueda asearse.
Volvió al cabo con las piezas de ropa prometidas y me condujo hasta una salita de aseo. Cuando volví, ya lavado y vestido pero todavía algo transpuesto, encontré a Marionne sentada en una silla junto al lecho.
—Puedo preparar un poco de té, si quiere —me dijo—. Le sentará bien.
—¿No está cansada? ¿No está… afectada por lo ocurrido? —me maravillé.
—Las monjas nos solían llevar a los hospitales algunos domingos para ayudar, en acto de solidaridad cristiana. No nos dejaban tratar con enfermos contagiosos o infecciosos, de forma que asistíamos alos heridos y los accidentados. Me sigue pareciendo desagradable, pero puedo aguantarlo.
—Bien… De todas formas, es muy tarde —dije—. En su casa deben de estar preocupados. Márchese a descansar. Teniendo en cuenta el trato que ha recibido de Courtain, ya ha hecho más que suficiente por él.
—Creo que a usted tampoco le ha dado muchas muestras de amistad, por lo que sé.
Imaginé que se refería a lo de la fuga de La Motte, y no repliqué. Me limité a dirigir una mirada al convaleciente. Su aspecto cadavérico no parecía haber variado lo más mínimo. Tenía los labios blancos como el papel, la piel del color de la cera y unas profundas ojeras azuladas. Me senté a su lado en la cama y le cogí la muñeca con intención de tomarle el pulso. A mí me parecía muerto. Pero milagrosamente su corazón seguía latiendo, manifestándose en forma de débiles y rítmicos golpecitos en la yema de mi pulgar.
Marionne se levantó y se deslizó hacia la salida.
—¿Se va? —le pregunté.
—Sí. Ya hablaremos otro día. Buenas noches.
—La acompañaré.
Atravesamos las salas y el pasillo hasta el vestíbulo y la ayudé a ponerse la manchada capa que me había prestado. Pero cuando se la hube echado por los hombros sentí el deseo de retenerla unos segundos más a mi lado y me entretuve en atarle las cintas en torno al cuello. Ella se dejó hacer, quieta, y entonces me atreví a mirarla. Su rostro mostraba signos de fatiga y sus ojos estaban empequeñecidos y ligeramente enrojecidos por la falta de sueño. Yo no debía de tener mejor aspecto porque, tras analizarme, me dijo, con un timbre de íntimo cariño:
—Usted también necesita descansar. Intente no pasar toda la noche en vela.
Asentí con la cabeza, y le abrí la puerta para dejarla marchar. Ella la atravesó con decisión, rozándome con su ropa al pasar, a la que su movimiento había dado vuelo. Luego la vi descender, sin correr, pero sin que su ímpetu quebrara un instante, y oí el golpe seco y sonoro del portalón de entrada al cerrarse, cuyo eco vibrante retumbó por el hueco vacío de la escalera.
A pesar de las palabras de Marionne, debía pasar la noche velando a Courtain. No podía permitir que muriese solo, en un lugar extraño, rodeado de desconocidos. Quizá yo no fuera, precisamente, su más allegado, pero era quien estaba ahora a su lado y a quien correspondía permanecer junto a él en aquel trance. No podía abandonarlo.
El doctor Duplais y su esposa ya se habían retirado a descansar. La casa estaba silenciosa y a oscuras. Volví a la consulta con el candil. El reloj de la chimenea marcaba las cinco de la madrugada. Lo dejé sobre el escritorio del médico, me senté y escribí una nota. Tenía los ojos irritados y los párpados me pesaban. A la mortecina luz de la llama las palabras se desdibujaban, aparecían borrosas. No la releí.
Luego me levanté, abrí las puertas del balcón y me asomé. Abajo, en la calle, frente a la portería, divisé mi carruaje, que no se había movido desde que nos dejara allí hacía algunas horas. El cochero y el lacayo estaban sentados en el pescante del vehículo, conversando amigablemente, al parecer, ajenos al cansancio. La vivienda del doctor Duplais era un principal, de forma que su altura respecto de la calle no era excesiva. Llamé y elevaron la vista. Se levantaron ambos de inmediato. Hice un gesto con la nota en la mano, comunicando que quería que la cogieran al vuelo cuando la arrojara. Charles, el lacayo, se apresuró a situarse bajo el balcón. Siguió con la vista su rápido revoloteo y la prendió antes de que tocara el suelo.
—¡Es muy urgente! —me limité a decir, elevando la voz.
El hombre asintió y yo volví al interior. Oí el sonido del carruaje al ponerse en marcha. Iría hasta mi residencia y lo entregaría a Rocard tras despertarlo, quien a su vez sabría qué trámite darle.
Regresé al dormitorio. Eché un rápido vistazo a Courtain, y no notando cambio alguno en él observé el diván que esperaba para acogerme. Era un banco alargado de madera de respaldo rígido, cubierto con un fino colchón. Me senté para comprobar su dureza que, como me temía, era considerable, y me tumbé en él apoyando la cabeza en el cojín. A pesar de que no me habían dejado una manta para cubrirme y de que sentía frío, creo que me dormí al instante.
Algo me despertó y abrí los ojos. Pero tuve que entornarlos para evitar el deslumbre de la claridad diurna que entraba por la ventana. El lecho se interponía entre el haz luminoso y yo, de forma que su silueta se recortaba a contraluz. La imagen de una mujer llamó mi atención. Estaba dejando una bandeja encima de la mesa auxiliar. Me daba la espalda, pero la reconocí, y al hacerlo la somnolencia desapareció al instante. Sin embargo permanecí inmóvil y cerré los ojos, aparentando estar todavía sumido en el sueño.
Percibí que Marionne, tras desprenderse del objeto que llevaba entre las manos, se volvía hacia mí y me observaba. No tuve duda de ello, aunque no pudiera verla por tener los ojos cerrados. Noté que tras unos instantes de respetuosa quietud se atrevía a aproximarse a mí y se arrodillaba en el suelo, frente a mi rostro. Hasta mí llegó su aroma, sutil, sin rastro de perfumes o artificios, un halo envolvente que destilaba de ella y que la falta de visión me permitía apreciar mucho más. Lo aspiré, esforzándome en que mi cadencia respiratoria reflejara el relajamiento propio del sueño. Entonces su mano se posó con delicadeza en mi hombro. Comprendí que pretendía despertarme. Fingí que el contacto no había surtido efecto y que continuaba dormido. Oí un suspiro apagado que escapaba de sus labios. Seguidamente sentí una mayor aproximación, un leve roce en mi rostro y una caricia de cabellos en mi frente. Me había besado en la mejilla. El impacto de aquel inesperado y significativo gesto me impidió seguir disimulando. Abrí los ojos. La visión de su rostro, tan cercano al mío, acabó de aniquilarme.
—Hola —murmuró ella con embarazo al sentirse descubierta—. He venido por si el doctor y su esposa me necesitaban. Le he traído el desayuno, lo he dejado sobre la mesa —continuó atropelladamente—. El marqués sigue dormido. El doctor dice que es buena señal.
Tragué saliva y aspiré hondo. La oía sin escucharla. A pesar de que yo nada respondí a sus palabras, ella fue enrojeciendo levemente, lo que me indujo a pensar que lo que la perturbaba era mi mirada. Sin embargo, no debía de molestarle, porque ni se levantó ni se apartó de mí.
—¿Estaba dormido? —dudó.
—Me ha besado —la acusé, percibiendo que su rubor aumentaba de intensidad.
—Lo siento… —Sonrió avergonzada—. Creí que estaba dormido.
—¿Besa a todos los hombres que ve dormidos?
—No —negó azorada—, por supuesto que no.
—No a todos… ¿sólo a algunos?
—No.
—¿Sólo a mí?
—Sí —admitió en un susurro—. Estaba dormido, intenté despertarle y… fue… un impulso.
—¿Y qué la ha impulsado a volver esta mañana aquí, a prepararme el desayuno y a despertarme con un beso?
—Lo dice de una manera que… —Se turbó. Luego, mirándome con determinación, añadió—. Quiero que me perdone. Quiero que me perdone de corazón. Quiero volver al punto en que estábamos cuando conversamos en el carruaje de regreso a París, justo antes de que descubriera que le había quitado los documentos…
—Entiendo. Quiere que la perdone sin tener necesidad de devolvérmelos. Aunque para ello tenga que hacer enormes sacrificios, como prepararme el desayuno, besarme o dejarse torturar en el Châtelet. Espero que no todos le hayan comportado el mismo sufrimiento.
—¿Es eso lo que necesito para ganarme su perdón? ¿Devolverle los documentos?
—¿Sería capaz de devolvérmelos para ganarse mi perdón?
—Ha dado la vuelta a la pregunta.
—Así es.
—Sí —afirmó rotunda—. La respuesta es sí. Sí. Soy capaz de devolvérselos por ganarme su perdón, si es que es posible. No puedo… no puedo vivir con su rencor.
Le había brotado del alma, era evidente. Apoyé mi mano en su cabeza, la acaricié en un movimiento descendente hasta su nuca, la atraje hacia mí y la besé. Marionne reaccionó en un primer instante con sorpresa, pero no ofreció ninguna resistencia. Entreabrió enseguida los labios, permitiendo que yo abordara su boca. La abracé con fuerza, apretándola contra mí, notando el mullido volumen de sus senos a través de mi camisa, los músculos de su espalda bajo la presión acuciante de mi mano. Una poderosa excitación me inflamó, una excitación que abarcaba pero iba mucho más allá de la meramente física y que me enajenó de cuerpo, mente y espíritu. Marionne se abandonó por completo unos instantes, en que la noté mía sin reserva. Cuando acaricié su cabello y dejé resbalar lentamente mi mano por su cuello, un gemido apagado emanó de su garganta, sonido que me encendió hasta límites casi insoportables. Fue entonces cuando ella pareció volver en sí. Se apartó levemente, trastornada, bajando la cabeza para esquivar mi boca cuando yo intenté recuperar con ansiedad la suya. Se levantó sin atreverse a mirarme, deshaciéndose de mi abrazo, y se alejó con paso titubeante en dirección a la puerta. Yo quedé postrado y jadeante, incapaz siquiera de pronunciar su nombre.
Marionne desapareció por la puerta sin mediar palabra, huyendo de mi, o de sí misma, no lo sé bien. Yo permanecí unos momentos tumbado, intentando recuperar la serenidad, o, como mínimo, recomponerme lo suficiente para poder ponerme en pie. Después me senté y respiré profundamente un par de veces. Por fin me levanté y me dirigí hacia el balcón. Quería verla salir a la calle. Había oído el sonido de la puerta de entrada al cerrarse, y por ello sabía que Marionne no se había limitado a salir de la habitación, sino que lo había hecho de la propia vivienda del doctor.
Pero antes de llegar me detuve. A los pies de la cama descubrí que Courtain tenía sus abiertos ojos posados en mí.
André Courtain
Cuando desperté sufrí por unos instantes un desconcierto absoluto. Abrí los ojos y miré con pánico a mi alrededor, buscando algo que tuviera la virtud de despertar mi memoria y situarme en un lugar y tiempo concreto. Ni la habitación, ni los muebles y objetos que en ella habían me eran en absoluto familiares. Hasta que vi a Bramont, sentado en un diván. Su visión me devolvió al mundo.
Entonces me di cuenta de que tenía un vendaje en mi hombro izquierdo y recordé. Recordé el ataque de los tres hombres que se me echaron encima en el callejón golpeándome por todas partes y derribándome contra el suelo. Recordé la aparición de Bramont y la herida sangrante. Y después ya todo era muy confuso y no podía distinguir lo que había ocurrido de lo que había soñado.
Bramont se levantó. Tuve la intención de decirle algo, pero no tenía fuerzas para ello. Me sentía muy débil y extraño. Algo no funcionaba muy bien en mi interior.
—¡Hombre! —exclamó al descubrir que estaba despierto—. Esto es un cambio sustancial.
Quise contestar, pero la voz se resistía a salir. Sólo fui capaz de asentir con la cabeza.
—Voy a buscar al médico —repuso con sobriedad—. Ahora vuelvo.
Al salir había cerrado la puerta, y volví a sentirme aislado y abandonado. Intenté levantarme, enderezarme sobre la cama. Pero al elevar la cabeza de la almohada todo empezó a darme vueltas. Me aferré a las sábanas, intentando tomarlas como punto de referencia en ese vacío móvil y desdibujado, pero fui incapaz de sostenerme. Volví a dejarme caer sobre el lecho y cerré los ojos, atormentado por mi incapacidad.
Cuando volvió lo hizo en compañía de otro hombre, mayor, enjuto, con una peluca desgastada y amarillenta. El individuo, al verme, no dijo palabra alguna. Se acercó a mí y me bajó sucesivamente los párpados inferiores de cada ojo.
—Esto ya tiene color —dijo satisfecho—. Veamos ese pulso —añadió tomándome la muñeca—. Bien, bien. ¿Cómo se encuentra, hijo?
—Débil —conseguí articular—. Me mareo.
—Es natural —replicó, como si me quejara por una nimiedad—. Está usted en ayunas y ha perdido la mitad de la sangre de su cuerpo. Lo milagroso es que sólo esté mareado. Ahora le daremos algún alimento. Ya verá como luego se siente mucho mejor.
Después se volvió hacia Bramont, y como si el asunto fuera con él y no conmigo le dijo a media voz:
—Ya está fuera de peligro.
No atiné a comprender a qué se refería exactamente, pero la frase me reconfortó.
—¿Dónde estoy? —pregunté a Bramont cuando el hombre hubo salido.
—En casa de un médico, del doctor Duplais. Lo trajimos aquí directamente.
—¿Cuánto llevo inconsciente?
—Unas doce horas. Esta vez nos ha dado un buen susto. No estábamos seguros de que volviese a despertar.
—¿Puede ayudarme a enderezarme? —le pedí—. Me duele mucho el hombro cuando me muevo.
Bramont me sostuvo mientras recolocaba los almohadones a mi espalda. Cuando creí estar posicionado me recosté sobre ellos, pero no me sentí cómodo e intenté elevarme un poco más apoyándome en mi antebrazo izquierdo. Mas algo en la coordinación de mis movimientos debió de fallar, porque no encontré el apoyo con el que contaba y caí sobre ese costado. Intenté reincorporarme antes de que Bramont, que ya había iniciado una tentativa de auxilio, tuviese oportunidad de hacerlo, pero el brazo no me respondía, y finalmente tuvo que ser él quien me levantara.
—Este maldito vendaje —me quejé— no me deja mover el brazo. No puedo moverlo —repliqué nervioso—. ¿Puede quitármelo? —apremié, mientras yo mismo, con el derecho, intentaba deshacerlo.
—No creo que debamos —replicó, sujetándome la muñeca para detener mi acción—. Esperemos que venga otra vez el doctor.
—Ni siquiera me lo noto —insistí, empezando a asustarme—. Me debe de estar cortando la circulación.
—Esperemos al doctor —repitió Bramont con calma.
Cedí en mi empeño y me recosté sobre los almohadones, respirando con angustia y fijando mi vista en la puerta por la que debía aparecer. Bramont debió de compadecerse de mi impaciencia, porque salió en su busca.
—¿Qué dice? —me preguntó nada más entrar en la habitación—. ¿Que no puede mover el brazo?
Intenté hacerlo, pero no respondía. Centré toda mi atención en él, pero no obedecía a mi voluntad, como si se tratara del de otra persona.
—El vendaje… —murmuré.
—El vendaje no tiene nada que ver —descartó, cogiéndome la mano—. ¿Tiene tacto? ¿Nota mi apretón?
Negué, espantado. No notaba nada.
—¿Qué… qué me ocurre? —supliqué—. ¿Qué me ocurre?
No respondió. Tomó unas tijerillas que llevaba en un bolsillo de su bata y comenzó a darme toques con su punta en las yemas de los dedos, y en la palma de la mano, y en el antebrazo, y en el brazo, observándome cada vez para comprobar mi reacción, pero yo seguía sin notar nada. Luego me golpeó repetidamente la parte exterior del codo, pero el brazo seguía inerte.
—Siento tener que decirle esto —dijo cuando hubo terminado su examen—. La incisión le ha debido de afectar el nervio.
—¿Qué… qué quiere decir?
—Hay un nervio principal que comunica el brazo con el cerebro. Pasa por la zona donde le han herido. Es posible que sólo haya sufrido un desgarro parcial. Si es así, quizá recupere con el tiempo parte de la movilidad y sensibilidad del brazo. Si es muy superficial, hasta puede que lo recupere del todo.
—¿Y si ha sido total? —murmuré con pavor. El hombre no me contestó, pero su expresión fue suficientemente comunicativa para que comprendiera—. Ni siquiera… ¿con cirugía?
—No —repuso—. La cirugía no podría hacer nada en ese caso.
—¿Y cómo puedo saber si ha sido total o no? ¿Cómo puedo saber si recuperaré mi brazo o si me quedaré inválido el resto de mi vida? —exploté angustiado—. ¡Ha de haber alguna forma de saberlo! ¡No puedo creer… no puedo creer…! ¡Usted no lo entiende! ¡No puedo quedarme con el brazo así para siempre!
—Escuche —repuso con suavidad—, no sé si es conocedor del tremendo peligro que ha corrido. Ha ido de un pelo que no le seccionaran la arteria. De haber sido así, o de haber tardado unos minutos más sus amigos en traerle aquí, se hubiese desangrado y habría muerto. Entonces no tendría oportunidad de quejarse de su brazo. Dé gracias al Cielo de haber podido despertar hoy y de que su máxima preocupación sea recuperar su brazo izquierdo.
Me quedé unos instantes consternado, porque no había sido consciente de que la muerte me hubiese pasado tan cerca; pero no había muerto y sí había perdido mi brazo, y sólo podía pensar en esta pérdida real. El dolor y la desesperación me ahogaron la mente, y la vista se me nubló tras el velo acuoso de las lágrimas. Cerré los ojos y ladeé la cara, ocultándola con la mano derecha de la vista de los demás, y aspiré aire abruptamente, porque el llanto me oprimía el pecho.
—Haremos un seguimiento de su brazo —oí que seguía diciendo el médico—. Y usted esté atento también. Cualquier síntoma que note, cualquier pequeño reflejo, por insignificante que le parezca, significará que no todo está perdido.
Mientras me hablaba, una mujer había entrado en el dormitorio con una bandeja de alimentos. El doctor me instó a que ingiriera el caldo que me habían preparado, pero no podía comer. Casi no podía ni respirar.
Por fin, tras varios intentos fracasados, me dejaron tranquilo. No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado de autoabandono. De vez en cuando salía de él, pero era sólo para pellizcarme el brazo una y otra vez, en la estéril esperanza de que todo hubiese sido un mal sueño, y para martirizarme con lacerantes recriminaciones y volverme a sumir en la desesperación. Si hubiese vuelto a mi casa aquella noche nada más salir del Palais Royal…, si no hubiese tomado aquel callejón…, si…
—Courtain…
Bramont había entrado de nuevo en la habitación. No quería ni podía soportar la presencia de nadie. Me volví de lado, dándole la espalda, sin pronunciar palabra, en el deseo de que volviese a dejarme solo. Él llevaba un candil en la mano y lo utilizó para prender la mecha de la vela que había sobre una mesilla próxima al lecho. Me di cuenta de que ya había caído la noche.
—Lucile estará aquí en breve —dijo.
Me volví hacia él, con tal brusquedad que la herida volvió a dolerme.
—¿Aquí? ¿Cómo lo sabe?
—Le escribí anoche, cuando lo hirieron.
—Sólo lo dice para darme ánimos.
—Lo digo para darle ánimos, sí, pero es cierto. La he avisado y vendrá.
Inspiré hondo. Un niño perdido que hubiese encontrado de pronto a su madre no se hubiese sentido más reconfortado que yo al oír ese nombre. Lucile. Comprendí que la necesitaba vitalmente.
Miré a Bramont, detenido junto a mi lecho convaleciente, que me observaba conocedor del efecto que me había producido la noticia.
—Gracias —murmuré.
—Pero tendrá que comer —replicó con socarronería, acercándome el tantas veces rechazado cazo de caldo.
—Eso es abusar de mi agradecimiento. —Sonreí.
—Desde luego. Pero debe hacerlo.
Tomé el tazón y bebí su contenido de una sola vez, sin hacer pausa alguna. Luego se lo tendí vacío a Bramont. Él lo cogió y se dirigió hacia la puerta. Entonces, como si hubiese recuperado de pronto mi energía, una ráfaga de lucidez me hizo comprender que era él quien me había rescatado de mis asaltantes, quien había cargado conmigo hasta un médico, quien me había velado durante mi convalecencia y quien, incluso, había enviado un mensaje a Lucile, lo que proviniendo de él merecía aún mayor reconocimiento.
—Bramont —lo llamé, cuando ya estaba a punto de salir—, gracias por todo. Estoy en deuda con usted.
Él permaneció unos momentos inmóvil, con la vista fija en el suelo. Luego me miró y me dijo:
—Hay una forma de saldarla.
—¿Cuál?
—Deje en paz a Marionne Miraneau. Fue ella quien se percató de que lo seguían, quien le practicó un vendaje en el hombro para evitar que se desangrara y quien lo trajo a la consulta de su médico. Está más en deuda con ella que conmigo. Déjela en paz.
La gravedad de su tono, y de su expresión, me desveló, sin ningún resquicio de duda, que Desmond me había dicho la verdad respecto de los sentimientos de Bramont hacia ella. Me alegré, enormemente, de que se hubiese interesado por otra mujer, pues era la forma de que Lucile dejara de ser un elemento de enemistad con el hombre que me acababa de salvar la vida sin mostrar hacia mí el connatural rencor.
—Cuente con ello —asentí.
Bramont se conformó con esta afirmación y no añadió nada más.
Luche De Briand
La esquela de Paul fue entregada en la residencia de la baronesa la misma madrugada en que fue escrita, pero la absurda rigidez de su mayordomo, que seguía estrictamente el protocolo que su señora le había marcado, impidió que se la hiciera llegar antes de la hora habitual junto con el resto de la correspondencia, a media mañana, y la baronesa, sin saber que era urgente, aún tardó más en dármela a mí, pues no lo hizo hasta que la vio después de haber leído un par de las que le habían sido a ella dirigidas.
Paul, fiel a su estilo, era en su nota directo y conciso: André Courtain había sido apuñalado la noche de aquel día, su estado era muy crítico y se temía por su vida. Me informaba de ello por considerar que, de cuantas personas conocía él en París, yo pudiera ser la más interesada en su suerte, y porque quizá él quisiera tenerme a su lado en un momento tan crucial.
Todo se desdibujó. No esperé dos segundos. Con el alma en vilo corrí hasta la cuadra, sin detenerme siquiera a dar explicaciones a la baronesa, monté a horcajadas y salí al galope hacia la consulta del mencionado doctor. Lágrimas de dolor e impotencia me asaltaban cada vez que un obstáculo me obligaba a detenerme o a ralentizar el paso. Cuando un carro se detuvo para descargar en medio de la calle Saint-Denis, lo esquivé sin prudencia alguna y a punto estuve de ser arrollada por otro que salía de una bocacalle. Por fin llegué a la portería del edificio donde estaba la consulta, desmonté, subí corriendo las escaleras y aporreé la puerta del médico, con el corazón martilleándome el pecho y las lágrimas contenidas ahogándome en la garganta. Abrió la puerta el mismo Paul, y tan descompuesta debía de ser la imagen que yo le ofrecía que se apresuró a decir:
—Está bien. Está fuera de peligro.
Al oír esa noticia sentí un leve desvanecimiento, y Paul me ofreció sus brazos para que me apoyara en él. Así lo hice, con la cabeza gacha, intentando recuperar el aliento y restablecerme. Pero las lágrimas se resistían a ser engullidas y brotaron de nuevo. Me tapé los ojos con una mano y me esforcé en dominarme.
—¿Puedo verlo? —conseguí articular—. ¿Dónde está?
—La habitación del fondo —señaló. Iba a dirigirme hacia allí, cuando me interceptó y dijo quedamente—. Ha perdido la movilidad del brazo izquierdo.
Paul y yo intercambiamos una mirada. Una punzada de dolor se añadió a mi padecimiento al pensar en lo que eso significaría para André. Oprimí la mano de Paul, a modo de agradecimiento, y avancé por el pasillo, casi a la carrera, con la visión borrosa por las lágrimas que se agolpaban en mis ojos. Entré sin llamar.
André estaba allí, en una cama de ropas blancas, desnudo su tórax sobresaliente entre éstas, con medio torso cubierto con vendajes que aún mostraban vestigios de sangre, y el rostro pálido y ojeroso. Al verlo en ese estado, otra oleada de llanto volvió a inundarme, y como si así pudiera contenerla, me llevé la mano a la boca.
—¡Lucile! —llamó ilusionado y cálido él al verme, tendiéndome una mano para que me aproximara.
Reparé en el otro brazo inerte sobre las sábanas mientras me acercaba hasta el lecho. Me senté a su lado, a la altura de su cintura, y le acaricié el enmarañado cabello y el rostro con mis dedos y sus labios temblorosos.
—Has venido… —murmuró con ojos empañados, mientras su mano derecha se posaba en mi rostro y en mi cuello.
Me recosté sobre él y nos besamos. Las lágrimas brotaban también de los ojos de André. Las enjuagué con mis manos, pero a cada beso, a cada nueva muestra de amor, su llanto lo ahogaba más y más. Lo abracé, mientras él, hundido en el torbellino de emoción y dolor que lo abrumaba, me llenaba de incontrolados besos en medio de sus silenciosos sollozos, que se esforzaba también inútilmente en dominar. Y así permanecimos, abrazados y juntos, sin mediar palabra, mezclando besos y lágrimas, durante tiempo y tiempo.
Paul Bramont
En cuanto apareció Lucile, yo desaparecí. Con ella junto a Courtain yo ya no era necesario, y me acuciaba ver a Marionne. Nuestro beso y su fuga me habían dejado en un opresivo estado de ansiedad. Si en aquel momento hubiesen anunciado el fin del mundo, yo hubiese ido de todas formas a su local con la esperanza de encontrarla. Mi local; ese que todavía no había pisado en mi vida.
Entré en la nave del taller y pregunté por ella. Me atendió una joven que se presentó como su hermana y que me saludó efusivamente cuando le di mi nombre.
—Es un placer conocerlo por fin. —Sonrió de oreja a oreja—. Marionne no está en este momento, pero puede que no tarde en volver. ¿Quiere esperarla?
—Gracias —acepté—. La esperaré.
Me condujo hasta un pequeño despacho, próximo a la entrada.
—Si necesita cualquier otra cosa, no dude en pedírmela.
Le agradecí su amabilidad con un gesto de la cabeza, y ella, tras dedicarme otra acogedora sonrisa, salió, cerrando la puerta tras de sí, no sin antes revisarme visualmente de pies a cabeza. Me percaté entonces de que hacía dos días que no me mudaba de ropa ni me afeitaba, y supuse que debía de ofrecer un aspecto penoso.
Me había quedado solo en la estancia. La silla que había detrás de la mesa escritorio me reclamó y me senté en ella, reclinándome en su respaldo, ocioso. Observé el entorno. Pensé entonces que aquél era el recinto donde ella pasaba la mayor parte de las horas del día; «su» despacho de trabajo. Miré la librería, repleta de libros y cuadernos dispuestos de forma algo irregular, como acontece con los que son usados de forma habitual sin demasiado tiempo para reparar en su colocación. Luego contemplé el archivo, arrinconado junto a la puerta, un mueble de madera con grandes cajones y tiradores dorados. Sobre él había un jarrón y un ramo de flores bastante ostentoso. Era el único adorno que se apreciaba en la habitación. No había cortinas en el pequeño ventanuco que debía abocar a un estrecho patio interior y por el que apenas entraba luz natural, ni cuadros en las paredes, de las que sólo pendía un mapa de la región parisina y otro de la ciudad de París. Y sin embargo, no sé por qué causa, sin que hubiese nada estrictamente personal, todo aquel pequeño espacio transpiraba a Marionne.
Me levanté y reparé en las carpetas y cuadernos de la librería. Uno indicaba: «Pedidos 1787.» Lo tomé y lo abrí. Líneas y columnas dividían el papel, página tras página, indicando el nombre del cliente, el objeto del pedido y el número de unidades. La letra era pequeña, por exigencias del escaso espacio, trazada con rapidez y sin más objetivo que el de resultar inteligible, lo que en ocasiones se hacía difícil. Supuse que era la de ella y la miré con simpatía. Pasando distraídamente las hojas me llamó la atención una línea: «C. de Coboure/Sábanas algodón blancas/10 ud.» Luego, fuera del margen, añadía: «anulada.»
Recoloqué la libreta en su sitio, con extraña melancolía. No sabía exactamente qué buscaba; en realidad no esperaba encontrar nada en particular, pero el deseo de hundirme en su cotidianidad me incitaba a curiosear. Me dirigí hacia el archivo. Dudé unos instantes antes de abrirlo, porque era consciente de que hacerlo suponía una intrusión, pero me autojustifiqué pensando que no habría nada personal. Más carpetas estaban colocadas una detrás de otra. Una de ellas indicaba: «Local.» La extraje y la abrí. Contenía tan sólo un contrato, el de alquiler, pero me impactó porque a sus pies constaba la firma de mi abuelo y el sello del escudo que ahora me pertenecía. Mi abuelo. Permanecí unos instantes con el documento en la mano, recordándolo a él con tanta claridad como si acabara de verlo el día anterior. Era un recuerdo entrañable y nostálgico a la vez, porque comportaba la memoria de un pasado irrecuperable. También para Marionne aquel papel debía de tener valor sentimental, ya que la otra firma debía de ser la de su padre. Guardé cuidadosamente aquella frágil reliquia en su sitio, e iba ya a cerrar el archivo, con la intención de no curiosear más, cuando distinguí una pequeña caja, decorada a mano, arrinconada al final. Me extrañó tanto su presencia, que no se correspondía con el resto del contenido del cajón, que la cogí y la abrí. Contenía cartas que a todas luces eran personales. Las letras eran diversas. Tomé una al azar, pensando que si en aquel momento entraba alguien me iba a resultar muy difícil explicar mi comportamiento. «Querida Marionne: ¿Por qué me castigas con tu indiferencia? Hace días que espero en el portal de tu casa a que…. No leí más. La doblegué sobre sí misma y la volví a guardar. Cogí la última, de letra distinta y reconocible para mi. «De su ferviente admirador. Alcé la vista hacia el jarrón de las flores y supe quién era el suministrador. Cerré la delicada cajita contenedora de íntimos secretos, pensando que no podría soportar el que una misiva mía acabara en aquel cementerio de corazones destrozados.
Apenas había finalizado mi labor de encajar el cajón del archivo, cuando se abrió la puerta. Me volví presuroso de espaldas a éste, sobresaltado por la posibilidad de ser descubierto en mi poco digna actividad. Era Marionne. Llevaba una pesada caja que sostenía penosamente con sus dos brazos, echándose hacia atrás para que su propio cuerpo le sirviera de apoyo. Al verme se quedó paralizada. Descuidó la inclinación de aquélla y varios retazos de tela cayeron al suelo. Me agaché a recogerlos. Ella hizo otro tanto, acuclillándose.
—Qué torpe, lo siento —se disculpó—. No lo esperaba.
—¿No la ha avisado su hermana de que estaba aquí?
—No me he cruzado con ella. ¿Hace mucho que espera?
—La hubiese esperado mucho más —pronuncié.
Marionne clavó sus ojos en los míos. Debió de leer en ellos algo que la complació, porque de pronto esbozó una sonrisa de felicidad. La expresión era casi infantil, por su transparente inocencia. En ese instante, acuclillado a su lado, una verdad se me reveló: estaba enamorado de ella. Quedé unos instantes transpuesto, fascinado por aquel descubrimiento e impresionado también por su trascendencia. Marionne, que no supo interpretar mi expresión, se apresuró a recuperar las telas esparcidas mientras seguía sintiendo sobre sí el peso de mi maravillada mirada.
—¿Nos sentamos? —preguntó, una vez hubo dejado la caja arrinconada junto a la librería.
Lo hicimos, cada uno a un lado de la mesa escritorio. Percibí su intranquilidad al quedar unos segundos en silencio. Ambos teníamos del todo presente la escena vivida la víspera en la consulta del doctor Duplais.
—El marqués de Sainte-Agnès ha recuperado el conocimiento —le informé—. Está fuera de peligro.
—Ah, qué estupenda noticia. Me alegro mucho —celebró—. Por cierto —añadió abriendo un cajón de su mesa y extrayendo un documento enrollado—, esto es para usted.
—¿Qué es? —pregunté cogiéndolo.
—Un poder. Lo apodera para retirar los documentos depositados por mí en manos de maître Desmond. Desde este instante están a su disposición.
Acaricié, sorprendido, el papel entre mis manos.
—¿Eso significa que ya confía en mí? Perdón —me corregí—. ¿Esto significa que renuncia usted a su seguridad?
—Si no recuerdo mal, es la penitencia que usted me pedía a cambio de su perdón.
La miré. Sentí que Marionne había dejado de ser alguien ajeno a mí.
—No necesito ya su poder —le dije, devolviéndole el documento—. Courtain no hará nada contra ninguno de los dos. Tengo su palabra.
—Por la forma que tiene de decirlo, supongo que confía en ella.
—Por completo. En esta ocasión, confianza y seguridad coinciden.
Se rió abiertamente.
—Pero puede que los necesite usted para utilizarlos contra el vizconde de Saltrais.
—Entonces ya se los pediré.
—¿Significa eso que confía en mí? —Sonrió.
—Sí —sancioné.
Marionne bajó la vista, con expresión de íntima satisfacción.
—He de hacerle una confesión —manifesté—. Mientras la esperaba he curioseado un poco entre sus cosas.
—Se habrá aburrido mucho, entonces. Es usted mi socio. No hay ningún secreto para usted aquí.
—He visto la anotación de las sábanas. ¿Qué fue de ellas?
—Les deshice el escudo y las revendí.
—Ah. Es usted muy práctica.
—Me quedé las originales.
—¿Ah, sí? —Sonreí—. ¿Y qué hizo con ellas?
—Las uso.
—¿En su cama?
—Claro.
—Me deben de estar agradecidas por el cambio.
Se rió.
—Ayer me dijo que quería volver al punto anterior, al momento anterior a que me quitara usted los documentos —abordé—. ¿A qué se refería?
—Creo que está claro.
—No mucho. Recuerdo que en esa ocasión yo le propuse una cita y usted la rechazó con argumentos muy poco esperanzadores para mí. ¿Es a ese punto al que quiere volver?
Se sonrojó.
—Sólo a la primera parte.
—¿A que yo le proponga una cita?
—Sí.
—¿Ya no piensa de mí como pensaba antes?
—Ya no pienso.
—Inteligente medida —aprobé—. No voy a proponerle una cita —desestimé—. No estamos en el punto en que estábamos antes. Han pasado muchas cosas…, cosas relevantes —marqué una pausa y anuncié—: Eso sólo ya no me basta. Quiero cortejarla, Marionne, abiertamente. ¿Me lo permite?
—No se lo permito —proclamó—. Se lo ruego.
No había esperado una negativa, pero tampoco una respuesta tan transparente e inequívoca. Quedé algo sorprendido, y reconozco que su franqueza me afectó. Para disimularlo me levanté y me dirigí hacia la puerta.
—¿Ya se va? —preguntó.
—Sí. Pero volveré.
—¿Cuándo?
Me volví hacia ella, divertido.
—¡Ah! —la reté—, ése es mi privilegio. En el cortejo la tortura del varón es la contención, y la de la mujer, la espera. Yo apareceré cuando quiera y usted me esperará contando las horas; y cuando estemos juntos usted se aplicará en mantenerme a distancia mientras yo muero de pasión por usted. Son las reglas del juego. Pero si quiere nos las saltamos. Pase la noche conmigo. Usted no tendrá que esperar y yo no me tendré que contener. Ambos saldremos ganando.
Marionne se limitó a sonreír, en señal de negativa.
No esperaba otra contestación, de forma que recuperé el pomo dispuesto a salir. Antes dirigí una torcida mirada hacia el ramo de Desmond, y volviéndome hacia Marionne le pregunté:
—¿Le haría feliz que yo también le regalara uno?
Ella se echó a reír, como si la ocurrencia hubiese sido muy graciosa. Era una risa natural, de espontánea alegría. Los ojos le brillaron y su rostro se iluminó con una frescura irresistible. Entonces no pude más. Me incliné sobre ella y la besé en los labios. Dejó de reír en seco. Me correspondió tímidamente, con un candor que me atravesó el alma. No me atreví a continuar, por miedo a que huyese de nuevo de mí.
—Respecto al cortejo —le dije, mientras le acariciaba el cabello, todavía conmovido por aquel contacto—, temo que mis sentimientos no me permitirán uno demasiado largo. Váyase preparando para aceptarme. Buenos días, Marionne.
—Buenas días —musitó ella.