Lucile De Briand
La baronesa insistió tanto que al final tuve que aceptar. Se encontraba sola, aburrida, necesitada urgentemente de compañía. Tenía que ir de inmediato a pasar unos días con ella a su casa de París o moriría de tedio. Además, me tentó, él había aparecido: el marqués de Sainte-Agnès había vuelto ya de su viaje por media Europa. Y no sólo eso, sino que había ido a verla para preguntarle por mí. Y más aún: tenía información muy suculenta relativa a su estancia en el extranjero, información que sin duda me interesaría y que no pensaba participarme a no ser que aceptara su invitación.
—Deja que te cuente, querida, verás —me dijo el día de mi llegada—, he sabido que en Londres tuvo un lío nada menos que con la mujer de un embajador. No te diré de qué país —advirtió, como si ese detalle me importara—, porque me ha sido confiado en el más estricto secreto, pero tú has de enterarte de la parte que te atañe. ¡El marido era treinta años mayor que su mujer! —condenó—. Con una diferencia de edad así, ¿qué podía esperar el buen hombre? En fin, la verdad es que la aventura no duró mucho. Luego tuvo un devaneo sin importancia en Lisboa con una joven: la muchacha se enamoró perdidamente de él, pero el joven Courtain no dio ningún paso decisivo y al final no ocurrió nada digno de mención, para desconsuelo de ella, claro.
Velé la expresión. No podía encontrar satisfacción alguna en las historias que acababa de oír.
—Vamos, niña, no te lo tomes así —me animó—. Es joven, es soltero, es atractivo y no tiene compromisos. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué harías tú en su lugar?
—No lo sé. Yo en su lugar hago lo que hago, es decir, nada.
—¿Y crees que el mérito es tuyo, querida? ¡¿Qué esperas que te ocurra de interesante viviendo en la campiña rodeada de bestias y moscas?! ¡Pero ya está bien de tanto aislamiento! —me regañó—. Voy a celebrar un convite con motivo de tu llegada, ¡y pobre de ti que no te diviertas todo lo que puedas!
—Gracias, Catherine —sonreí lánguida—, pero no es necesario.
—¡Oh! ¡Es que no lo hago por ti, querida, lo hago por mí! ¿O es que crees que soy tan vieja que ya no me atraen las diversiones?
No me atreví a replicar.
—Por cierto —agregó—, no te importará que invite al joven Courtain, ¿verdad? —Posó su mano en mi antebrazo, en gesto confidencial—. Tampoco lo hago por ti, querida, sino por mí. No se lo digas a nadie, que a mi edad daría que reír, pero… ¡es mi danzarín predilecto! —exclamó con excitación contenida.
Y las invitaciones salieron, efectivamente, al día siguiente, entre ellas la dirigida al marqués de Sainte-Agnès, convidándolo a la cena que la baronesa celebraba «en honor de su huésped, la duquesa de Nuartres». La mención explícita de mi presencia fue una petición mía, pues no quería que acudiera sin saberlo. Y esperé, con ansiedad, su respuesta. Ésta llegó casi a vuelta de correo: con las obligadas expresiones de agradecimiento, André Courtain confirmaba su asistencia.
Los dos días que precedieron a la gran noche los pasé carcomida por los nervios y la impaciencia. Habían transcurrido meses desde la última vez que nos habíamos visto, meses durante los cuales yo no había pasado ni un solo día sin pensar en él. Casi hubiese preferido encontrármelo por sorpresa que tener que soportar la tortura de aquella interminable espera. Pero el codiciado momento, como todo, llegó por fin.
—Esperaremos con una copita de vino —indicó la baronesa a su sirviente, ya en el salón—. Éstos son los minutos que más odio —me dijo—, cuando todo el mundo está a punto de llegar y todavía no ha aparecido nadie. Querida, estás preciosa —me tranquilizó con unas palmaditas en la mano al descubrir que me miraba a hurtadillas en un espejo de la pared—. Más de lo que merece, así que deja de inquietarte ya.
Apenas lo hubo dicho, se anunció la llegada del primer invitado. Me sobresalté al oír su nombre. Era precisamente el del marqués de Sainte-Agnès.
—Ya ves, niña —me susurró Catherine—. No le ganas tú en impaciencia.
André apareció en el umbral. Venía solo. Los quince pasos que nos separaban fueron suficientes para que pudiéramos estudiarnos mutua y discretamente después de tanto tiempo. Saludó con ceremonia a la baronesa.
—Gracias por su invitación, señora. Espero no llegar demasiado pronto.
—Marqués, nunca se llega pronto cuando se es puntual —respondió la anfitriona—. La gente no tiene las ideas muy claras al respecto. Tome asiento, haga el favor.
André utilizó la misma ceremonia para saludarme a mí, correcto pero sin ninguna familiaridad ni galantería añadida. Tras ello se sentó en una butaca.
—Además —añadió la mujer—, así puede informarme del resultado de aquella gestión de la que hablamos hace unos días. ¿Ha sido satisfactoria?
Miré a André con curiosidad, pues yo no sabía a qué se refería.
—No del todo —remugó—. No resultó del todo bien.
—¡Vaya! —se extrañó la baronesa—, ¡qué contrariedad!
—Especialmente para la interrogada —respondió sarcástico—. No fuimos muy amables con ella.
—¿De qué hablan? —no me contuve más.
—Oh —se zafó la baronesa—, del asunto ese que el marqués tiene entre manos. Olvidémoslo. Al menos por esta noche.
—Yo lo olvidaría para siempre, si me dejaran —arrastró él.
—¿No le ha resultado interesante su viaje? —quise saber, sorprendida por la amargura de su respuesta.
—No —respondió amable pero agrio—. No lo ha sido en modo alguno. No ha sido un viaje de placer.
—¡Ah, pillín! —lo rebatió la baronesa blandiendo su índice—. ¡No es eso lo que ha llegado a mis oídos…!
A André el comentario no le hizo gracia, y se notó.
—Siendo así —intervine afable—, celebro que ya esté usted de vuelta.
Me miró.
—Gracias. —Y luego añadió, con clara intención—: También yo me alegro de que esté usted en París.
Nos quedamos en silencio. Antes de que alguno pudiéramos romperlo, se anunció la llegada de otros invitados. Como la baronesa había organizado la cena en atención a mi estancia en su casa, se empeñó en que compartiera con ella los honores de la recepción, y ya no me fue posible seguir conversando con André, quien, a su vez, pronto quedó absorbido por los recién llegados.
Cuando todo el mundo estuvo presente, pasamos al comedor. Catherine había comentado conmigo, la víspera, la composición de la mesa:
—Al joven Courtain lo colocaremos entre mi buena amiga la duquesa de Toulanges y la vizcondesa de Villerone. No son muy jóvenes, pero lo tratarán con cariño maternal —dicho esto reprimió una risilla traviesa. Las dos damas que le había destinado eran, ciertamente, dos matronas de consideración—. A ti, sin embargo, querida, te colocaré entre dos jóvenes apuestos y divertidos… veamos… —paseó la vista por la lista de nombres—, sí, estos dos servirán. Éste siempre te ha demostrado admiración. Hemos de incentivar un poco al marqués —conspiró—. Un poco de rivalidad siempre estimula a los hombres.
Ocupamos los asientos tal y como la dueña de la casa había dispuesto. André había sido colocado enfrente de mí, dos asientos a mi derecha, entre las dos señoras asignadas, que eran la madre y la tía de Paul. Sin embargo, él no pareció en absoluto contrariado por la compañía y, antes al contrario, no tardó en dedicarse a entretenerlas. Tras agasajarlas con galanterías diversas, altamente atrevidas por cuanto la edad de las destinatarias las convertían en inofensivas, pasó a describirles la capital lusitana, sus costumbres, sus especialidades gastronómicas y hasta picaros juegos de palabras en portugués que les hacía repetir en ese idioma sin que ellas entendieran lo que decían, con un pésimo acento de por sí ya jocoso, hasta que, descifrado su significado, rompían a reír ante su involuntario atrevimiento. Pronto la animación del terceto despertó la envidia de los comensales colindantes, que se unieron a la conversación, y la diversión que desprendía el radio del que André era el epicentro fue tal que intercambié en la distancia una mirada con la baronesa en la que le indicaba que su astuta estrategia había sido un fiasco, mientras ella con un ademán parecía instarme a esperar y confiar. Esperé, como mi buena amiga me aconsejaba, y lo hice prendida, como mosca en tela de araña, en la conversación de mi compañero de mesa, que no sé por qué motivo había creído que podían resultarme de interés los detalles del sistema de amortiguación de su nueva berlina, cuyo mecanismo me estaba describiendo con toda minuciosidad. Cierto es que como el joven estaba a mi vera, me hablaba en voz baja, y como el ruido ambiental era elevado, gracias en especial al jolgorio que emanaba del círculo de André, debía inclinarse hacia mí, de tal forma que podíamos dar la impresión de estar intimando a pesar de no ser el caso en absoluto. Pudiera ser, digo, que ofreciéramos esa imagen porque al cabo de un rato percibí que André había dejado de intervenir en la conversación que flotaba en su entorno y había depositado su mirada en nosotros. Yo sobrellevé el peso aplastante de esa atención intentando no demostrar el haberla advertido y reforzando mis esfuerzos por parecer absorbida por las explicaciones de mi contertulio. La observación, no obstante, se alargó tanto que temí que los nervios acabaran delatándome, pues me resultaba imposible moverme con naturalidad bajo aquella presión. Por fortuna, sus vecinos de mesa reclamaron su perdida dedicación, pero tan sólo la recuperaron a medias, porque desde entonces André no dejó de vigilarme, y yo no dejé de sentirme vigilada. Un guiño cómplice de Catherine, lanzado desde la cabecera de la mesa, casi estuvo a punto de arrancarme una sonrisa de complacencia que me hubiera descubierto por completo.
Terminada la cena, fuimos invitados a pasar al salón de música, donde se anunció una audición. Yo entré en compañía del experto en berlinas y divisé a André, que estaba con una pareja de convidados y aparentemente atento a mi entrada, pues en cuanto traspasé el umbral instó a sus acompañantes a aproximarse a mí.
—Señora —inició formal—, permítame que le presente a unos buenos amigos míos, el señor Dubois y su esposa; para mí —añadió tomando la mano de ella, que guardó entre las suyas mirándola con familiaridad—. Martha a secas.
Capté de inmediato quién era aquella Martha y el propósito de tal presentación. Sonreí con cara de circunstancias e intercambiamos algunas frases amables mientras me quemaba la reivindicativa mirada de André, con la que me instaba a constatar cuán erróneo e injusto había sido mi juicio. Cuando tuvimos que ir a sentarnos, el señor Dubois me ofreció su brazo y él tuvo que hacer lo propio con su amiga; mas los cuatro nos colocamos de tal forma que nosotros dos quedamos uno al lado del otro.
Permanecimos silenciosos mientras duró el recital, y al concluir no me moví. No tenía una intención concreta, pero la presencia de André junto a mí me mantenía pegada al asiento. Y él tampoco lo hizo, ni siquiera cuando nos quedamos solos en medio de las hileras desordenadas y vacías de sillas que los espectadores habían ya abandonado.
Esperé a que dijera algo, pero como permaneció callado y taciturno, inicié:
—¿Te ha gustado?
—¿El qué?
—Pues… el concierto.
—Ah…, lo siento, no he estado atento. ¿Y a ti?
—Tampoco he estado atenta.
Se sonrió sacudiendo la cabeza, como si no tuviéramos remedio.
—¿Y en qué pensabas? —me atreví a preguntar.
—Pues en ti —dejó caer a plomo, como si acabara de preguntarle una obviedad—. Y tú, ¿en qué pensabas? —me retó, dando por hecho que mi respuesta no iba a ser distinta.
Ahora fui yo la que se sonrió, en confirmación de su suposición.
—¿Cómo te va? —quise saber—. ¿Cómo va tu investigación?
Con aire algo alicaído me relató los avatares de su viaje, la entrevista con La Motte, los principales sospechosos, y falta de pruebas que lo había llevado a torturar a una mujer para arrancarle confesión, lo que había repugnado a su conciencia. La conversación se extendió en el punto relativo a Paul, pues mi incredulidad respecto a su participación era absoluta, pero él me razonó su sospecha con datos objetivos que no pude contradecir. Después me habló de cosas más personales, de su sentimiento de soledad durante aquel largo viaje, de la desmotivación que lo embargaba a veces, de la nula alegría que le producían sus logros en aquella investigación y de la pesada carga que suponían los fracasos.
—He perdido la ilusión. Eso es lo que me pasa —concluyó con una mirada dulce—. ¿Y tú? ¿Qué me dices de ti? ¿Eres feliz? Tú al menos estás rodeada de tus seres queridos.
—No de todos —insinué.
—¿Y quién te falta? —preguntó con suavidad—. Supongo que no soy yo, porque a mí ya me has rechazado dos veces, y no puedo imaginar que alguien rechace, ni siquiera una vez, a quien quiere.
—¿Quieres que rememoremos las circunstancias del caso? —justifiqué.
—Sí, estupendo —aceptó sarcástico—, porque tengo una duda: imagino que la baronesa te habrá informado de mis licenciosas andanzas donjuanescas allende los mares, y sin embargo hoy no me has tirado ninguna copa de vino por encima. ¿Qué ha pasado? ¿Estabas sentada demasiado lejos en la mesa?
Elevé los ojos a las alturas.
—¿O es que el larguirucho ese te tenía tan entretenida que te olvidaste de ello? Por lo menos te habrá recitado la Divina Comedia…. no paraba de hablar el buen hombre, ¡menudo pelmazo!
—Dime una cosa, André: ¿todas las mujeres te aceptan siempre? —lidié cambiando de dirección—. ¿No hay ninguna que te rechace alguna vez?
—¿Excepto tú, quieres decir? —apuntó.
—¿Y qué sientes por ellas? —continué—. ¿Te enamoras, o es sólo placer?
Ahora me miró como si acabara de propinarle un golpe bajo.
—Pues mira: en Lisboa conocí a una muchacha por la que sentí sincero afecto. Hasta me pasó por la mente pedirla en matrimonio.
—¿Ah, sí? —me alarmé.
—Supongo que tengo derecho a intentar ser feliz sin ti, ¿no? Especialmente ahora que ya he roto las cadenas. Cuando una mujer no quiere ni verte, es lo más sensato. ¿No opinas lo mismo?
—¿Qué quiere decir que has roto tus cadenas? ¿Es para eso para lo que has venido esta noche? —Se me ocurrió de pronto—. ¿Para decirme que… que…?
—¿Para decirte qué? —me cortó—. ¿Es que nos quedó algo por decir la última vez que nos vimos?
Callé, sintiendo todo el peso de mi fracaso. Algo en mi desolada expresión lo aplacó porque, atemperando la voz, dijo con llaneza:
—Yo hoy he venido, simplemente, a verte. No tenía preconcebida más intención que ésa. No sabía lo que sentiría al reencontrarte, ni lo que podía esperar de ti.
—Yo también he venido a verte —le confesé sentidamente—. He venido a París con ese único objetivo.
Guardó silencio, desviando la vista hacia el suelo, con los brazos apoyados en las piernas. Permaneció cabizbajo durante lo que me pareció una eternidad. Al fin dijo, enderezándose y suspirando:
—Bien, que ambos queramos vernos mutuamente ya es un cambio sustancial.
No dijo más. Yo adiviné que tampoco quería decir ya nada más. Él todavía estaba resentido, y no estaba yo segura de que ese sentimiento fuera a ser superado y no acabara imponiéndose sobre cualquier otro que yo pudiera inspirarle. André tenía un puntilloso y arraigado sentido del amor propio: de ahí que nunca pidiera favores, que lo ligara tanto el agradecimiento, que no perdonara las ofensas. Y yo, sin quererlo, lo había ofendido, y el resentimiento se apreciaba en cada una de sus frases, aunque él mismo se esforzara por ahogarlo.
—¿Vamos con los demás? —sugerí, comprendiendo que era mejor no forzar más la situación por aquella noche.
Él aceptó con un imperceptible asentimiento y ambos nos dirigimos hacia la sala de baile, sabiendo que la fiesta ya no nos depararía más que algunas gavotas y un par de branles, pero sabiendo también algo que ambos ignorábamos al inicio de la velada: que aunque nada se había todavía ganado, no estaba tampoco todo perdido.
Marionne Miraneau
Durante mi recuperación, no tuve ninguna noticia del conde de Coboure. Yo no esperaba ni en sueños que viniera a visitarme, pero sí había confiado en que Desmond le informara de todo lo que había ocurrido. Pensaba que eso sería lo correcto por su parte, dado que era su abogado y que aquel asunto era de interés del conde y lo implicaba personalmente. Y también tenía la esperanza de que, al enterarse de mi comportamiento, se disipara en parte el penoso concepto que parecía haberse formado de mí, y de que me lo hiciera saber a través de alguna nota, de algún mensaje, aunque sólo fuera por mediación de Desmond. Así que cada vez que éste venía a verme, esperaba ansiosa que me trajera alguna novedad al respecto. Pero nada. Nada de nada. Siempre las flores y su eterna cara de embelesamiento. Al cabo de un tiempo ya no tuve dudas. Desmond no se lo había dicho ni pensaba decírselo. Y estaba bien claro por qué no se lo había dicho, y ese motivo me enfureció secretamente.
A aquellas alturas tenía una clara conciencia de los sentimientos que Desmond me profesaba. Le estaba agradecida por lo que había hecho por mí, pero yo no le correspondía. Y ahora sabía que nunca le correspondería. Me había dado una oportunidad a mí misma de que así fuera durante el tiempo en que acepté sus invitaciones, pero, por desgracia, no hubo nada que hacer, y sólo faltó la cena y el viaje con el conde de Coboure para darme cuenta de la diferencia entre sentir atracción por alguien o un mero afecto. Y eso era lo único que yo podía abrigar hacia Desmond, y aquella ola de admiración apasionada que arrojaba encima de mí cada vez que me veía me agobiaba y me hacía desear escapar a la presión de su extrema solicitud. Es curioso que un enamoramiento no correspondido pueda provocar tal sentimiento de rechazo. Curioso e injusto. Pero yo no podía hacer nada. Fue un alivio para mí volver al trabajo y privarlo de la excusa de visitarme cada día, porque había llegado un punto en que el afecto desbordado de Desmond me hacía sentir hasta acosada.
Por eso no le pedí que me acompañara cuando fui al encuentro del marqués de Sainte-Agnès para entregarle el informe que éste me había exigido cuando me liberó. No quería abusar de él ni deberle más favores. Ni tampoco quería que profundizase más en aquel asunto de la señora de La Motte.
Respecto del informe, al principio opté por hacerme la olvidadiza. Pensé que era posible que el propio marqués lo hubiese olvidado también, y que quizá tendría la suerte de librarme de plasmar por escrito una sarta de mentiras que no me beneficiarían en absoluto si algún día llegaba a saberse la verdad. Pero el requerimiento me llegó en forma de nota traída por un agente. Esperando que ya me hubiese restablecido, decía, tenía la obligación de recordarme mi compromiso y me instaba a que se lo entregase en mano para tener la oportunidad de mantener una nueva entrevista conmigo.
Una nueva entrevista… ¿Qué querría ahora?
No me había citado ni un día ni a una hora determinada, así que los elegí yo, y fue un jueves a las nueve de la mañana. Cogí el informe, que mantenía la versión que ya le había facilitado verbalmente, y me dirigí a las oficinas de la Prefectura de Policía del Châtelet. Pregunté por el marqués, pero el agente que me atendió me dijo no haberlo visto aquella mañana, y llamó a otros dos que estaban ociosamente apoyados en una pared y que, al parecer, formaban parte de «su equipo» de investigación.
—No ha venido y no sabemos si vendrá. Lo mejor es que nos dé el documento. Ya se lo entregaremos nosotros. —Se ofreció uno de ellos.
Lo miré. Esbozó una sonrisa que dejó al descubierto una dentadura amarillenta y deteriorada. ¿Y si lo perdían? ¿Y si se olvidaban? Además, eso tampoco me libraría de volver si el marqués no desistía de su idea de la entrevista.
—Me dijo que se lo diese en mano.
—Pues espere a ver si aparece o vuelva mañana a probar suerte —intervino el otro—. Nunca nos dice con anticipación lo que piensa hacer, así que no podemos ayudarla.
—No puedo perder tanto tiempo —protesté—. Yo también tengo cosas que hacer, ¿saben?
—Bueno —dijo de nuevo el de los dientes—, también puede ir esta noche al Palais Royal. Seguro que lo encuentra en el Café de Foy. Es un asiduo —añadió, riendo por lo bajo.
Asentí por cortesía y me marché. Al Palais Royal. Menuda ocurrencia. Ya me citaría, o vendría a mi encuentro si tanto le interesaba.
Así pensé. Y sin embargo, cuando acabé mi trabajo en el taller, me dirigí hacia allí. No me confesé el motivo. Quizá, en el fondo, buscaba la oportunidad de encontrarme con el conde de Coboure. Había cumplido la palabra dada, y el sufrimiento que había padecido me había purgado de todo sentimiento de culpa. Pero, en cualquier caso, era un motivo oculto que no me atreví a dejar que aflorase. Entregarle al marqués de Sainte-Agnès mi informe era la única justificación que me permití de mi actuación.
Entré en las galerías y me dirigí al Café de Foy. Estaba repleto de gente, como siempre, pero no tardé en distinguir al marqués, porque tenía el cabello de un rubio claro que resaltaba entre las demás cabezas. Estaba de pie, apoyado en una pared detrás de una larga mesa a la que permanecían sentados otros hombres, y parecía escuchar su conversación. Me aproximé unos pasos, confiando en que me divisara y se acercara a mí antes de que me viera obligada a introducirme en aquel grupo de caballeros, que por su número y elegante aspecto formaba un conjunto algo intimidatorio. Pero me detuve en seco, porque sufrí un pequeño sobresalto al ver de pronto al conde de Coboure. Estaba sentado en torno a la misma mesa, en uno de sus extremos, y sólo distinguía su perfil. Ninguno de los dos me había visto todavía, y me quedé unos instantes desconcertada, pensando que aún estaba a tiempo de retroceder.
Mas entonces me encontré con la mirada del marqués de Sainte-Agnès, que por fin me había visto. En la distancia me envió un gesto interrogativo, señalándose a sí mismo, como preguntándome si era a él a quien buscaba. Asentí, al tiempo que sus señas llamaban la atención del conde de Coboure y volvía la cabeza en mi dirección. Nos sostuvimos la mirada unos instantes, pero luego él la desvió sin mostrar siquiera haberme reconocido. Seguía sin querer saber nada de mí, era evidente, y no pude evitar sentirme dolida.
Una mesa había quedado vacía cerca de donde me encontraba y me senté a ella. El marqués de Sainte-Agnès salió de su encierro solicitando paso entre los que lo rodeaban y se me aproximó. Lo miré con atención cuando se detuvo frente a mí, porque me pareció que tenía un aire distinto, menos adusto y autoritario que la vez anterior.
—¿Puedo sentarme? —preguntó.
—Por supuesto —repuse con sequedad—. He venido por usted. Fui a buscarlo al Châtelet, pero no estaba y sus hombres me dijeron que podía encontrarlo aquí.
Tomó una silla y varió su posición antes de ocuparla. Originariamente estaba encarada hacia la salida, pero me pareció que su acción se debía a que prefería la visión contraria, la del grupo del que acababa de separarse. Luego posó la vista en el documento que yo había depositado sobre la mesa, enrollado y sujeto con una cinta.
—Eso es para mí, supongo.
—Así es —repuse.
Lo cogió sin prisas, lo liberó del cordel que lo envolvía, extendió el papel y le echó un rápido vistazo, pero no lo leyó.
—¿Cómo se encuentra? —me preguntó.
—Antes de conocerlo a usted me encontraba muy bien, gracias.
Se sonrió.
—No me tiene simpatía, ¿eh? No se lo reprocho. Pero quizá le reconforte saber que siento lo ocurrido. Fue un error. Creía cumplir con mi deber, pero hay muchas formas de cumplir con un deber, y la que practiqué con usted no fue la más correcta. Hace tiempo que estoy oyendo a los liberales exigir la abolición de los castigos corporales, y confieso que nunca había considerado esa reivindicación como prioritaria, pero después de presenciar uno… —agitó levemente la cabeza en señal de reprobación— convengo en que tienen razón. Y ahora que sabe cómo pienso —continuó—, ¿tendrá la amabilidad de decirme cómo se encuentra?
—Pues… bien —me limité a responder, sorprendida por aquel nuevo tono—. Ya estoy recuperada.
—Me alegro. Fue usted muy valiente. Otros hubiesen firmado aquella acusación, aunque no fuera cierta, sólo para librarse del castigo. He pensado mucho sobre ello después, sobre la actitud de usted, sobre su determinación de proteger al conde de Coboure a pesar de lo que tuvo que sufrir. Fue una conducta algo excepcional. Luego le explicaré las conclusiones a las que he llegado. Pero antes leeré lo que ha escrito, si no le importa.
Leyó mi informe, y yo permanecí en silencio, con la vista puesta en el papel que mantenía entre sus manos, mientras repasaba mentalmente su contenido. Estaba algo inquieta. Sabía que no le satisfaría y me preocupaban e intrigaban esas supuestas conclusiones a las que había llegado. Miré al conde de Coboure. Me bastaba alzar los ojos en su dirección para hacerlo. Descubrí el rápido movimiento de sus párpados para desviar su mirada y esquivar la mía. Estaba pendiente de nosotros. Era natural. Debía de preguntarse de qué demonios estaríamos hablando el marqués de Sainte-Agnès y yo.
Éste acabó su lectura y volvió a enrollar el escrito.
—Ya veo que se ratifica en lo que declaró. Pero no menciona las cinco mil libras que le entregó el conde ni la causa de que se las diera.
—Es que no tiene nada que ver con este asunto —me defendí—. Es algo particular entre él y yo. No es de su incumbencia.
—No, no estoy de acuerdo —repuso con suavidad—. Todo lo que usted narra aquí es mentira. —Esperó mi reacción, pero yo ya suponía que no daría crédito a mi versión, de forma que no añadí palabra alguna—. Verá, voy a participarle mis conclusiones. Es del todo inverosímil que el conde decidiera invertir ese pequeño capital en un negocio modesto como el suyo por mero ánimo de lucro. Sólo puede haber dos motivos para que lo hiciera: uno, que fuera una compensación por la colaboración de usted en la ocultación de La Motte; dos, que lo hiciera por afecto personal, como mencionó Desmond. Y casi estoy por creer en este último. Cierto que Desmond es algo melodramático, pero la imaginación no es una de sus virtudes y no lo creo capaz de improvisar aquella explicación que me dio si no hubiese alguna base de verdad. Digamos que estoy dispuesto a creer que existe cierta atracción entre los dos, y eso explicaría la heroica actitud de usted, que no hubiese mantenido en otro caso. Pero —subrayó rápidamente para impedirme interrumpirlo—, en el fondo todo conduce a lo mismo. Tanto las cinco mil libras como su empeño en encubrirlo demuestran que hay alguna relación entre los dos, y usted y el conde nunca hubiesen tenido ocasión de conocerse si no hubiese sido por el asunto de la fuga. Eso fue lo que los puso en contacto, y por eso sé que ambos participaron en ella.
—No es cierto. Nos conocimos porque yo fui a solicitarle que…
—¡Vamos, vamos! —exclamó cansinamente—. Deje ya de intentar engañarme. No vale la pena. Va a explicarme lo del alquiler, ¿no es cierto? Bramont no conoce ni a uno solo de sus inquilinos. Qué casualidad que a la única que conozca sea a usted, que es precisamente la ocupante del local donde se ocultó esa mujer. ¿No ve que su mentira no se sostiene?
—Está bien —repuse impaciente—. Ya que sus conclusiones son inamovibles, ¿puede decirme qué va a hacer ahora?
—Quizá usted crea que yo tengo algún empeño personal en atrapar a Bramont, pero no es así. Sé que él no fue el cabecilla de la operación, y es a ése a quien quiero. Pero no tengo pruebas. Pretendía conseguirlas a través de usted, pero me ha salido muy testaruda. Así que he pensado que quizá el conde quiera facilitármelas si con ello puede evitarle a usted nuevos disgustos.
—¿Qué disgustos? —pregunté asustada.
—Quiero hacerles un trato a ustedes dos —replicó evitando contestarme. Alzó la mano para llamar a un muchacho que servía las mesas, y cuando acudió a su llamada le dijo, mientras le ofrecía una moneda—. Pídele de mi parte a aquel caballero de allá que se una a nosotros. Dile que es muy importante.
La palabra «disgustos» seguía pendiendo sobre mi cabeza como una cuchilla amenazante, de forma que, mientras el chico se alejaba, le dije:
—Se equivoca al pensar que existe algún afecto entre nosotros. Habrá visto que él ni siquiera me dirige la palabra.
—Sí, ya me he dado cuenta, pero no nos quita el ojo de encima. Sólo pretende disimular delante mí.
—No, no —insistí—. Estamos enemistados.
Me miró sorprendido. El muchacho ya estaba junto al conde de Coboure y éste nos observaba mientras escuchaba el mensaje.
—¿Enemistados? ¿Y por qué causa?
Dudé. No podía decírsela, claro.
—Por… desavenencias comerciales —improvisé.
Soltó una breve carcajada sonora que llamó la atención de los que nos rodeaban.
—Ésta casi me la creo —replicó irónico—. Ahora podré comprobar por mí mismo si es cierto que están enemistados. Pero, aunque sea cierto, le apuesto algo a que conseguiré que se reconcilien.
El conde venía ya hacia nosotros, con expresión adusta. Cuando llegó a nuestra mesa no me dirigió ni un saludo, como si yo fuera invisible, y se limitó a preguntarle al marqués de Sainte-Agnès:
—¿Quería hablar conmigo?
—Así es. Siéntese, por favor. Creo que ya conoce a la señorita Miraneau.
—Sí —repuso seco, lanzándome una mirada esquiva—. Tengo el placer.
—El placer y la suerte, conde —replicó el marqués de Sainte-Agnès. Esperó a que el conde de Coboure hubiera tomado asiento y entonces añadió—: Si no llega a ser por su abnegación, ahora estaría usted detenido y acusado formalmente de participar en la fuga de la señora de La Motte.
—¿De qué está hablando?
—¿No lo sabe? —exclamó fingiendo enorme sorpresa. Luego me miró con aire inocente y me preguntó—. ¿Es que no lo sabe?
Yo bajé los ojos y no contesté.
—¿Qué es lo que no sé? —apremió el conde.
—Vaya —sonrió el marqués volviéndose hacia mí—, ¿así que no se lo ha dicho? Además de abnegada, modesta. Es usted una santa.
—¿Lo dirá usted de una vez?
—Cómo no, conde. Hace unas semanas detuve a la señorita Miraneau y la interrogué. Quería que firmara una declaración acusándolo a usted de haberla inducido a ocultar a La Motte en el local que le tiene alquilado. Pero se negó. Éste es el informe que ha redactado. Quizá le interese leerlo.
El conde de Coboure nos miró a ambos y luego cogió el escrito. Guardamos silencio mientras lo leía. Yo me sentí extrañamente cohibida y desvié la vista de él para no ver su expresión. Pero noté su mirada sobre mí cuando acabó la lectura, y me di cuenta de que ya no había aborrecimiento en ella.
—Lo admirable de esta declaración —continuó el marqués de Sainte-Agnès tomando el documento que el conde le tendía—, aparte de contener más falsedades que verdades, es que la señorita Miraneau la ha mantenido de principio a fin, a pesar de que fue sometida a «la prueba del agua» —hizo una pausa, para comprobar el efecto que sus palabras producían en el conde, en cuyo rostro se dibujó el estupor—. Yo no sabía en qué consistía, pero parece ser que los tribunales están muy familiarizados con su práctica. Supongo que usted, como magistrado, debe de conocerla. No fue muy agradable. Debería haberla visto atada de pies y manos con grilletes a la tabla de tortura mientras dos verdugos la ahogaban con agua helada.
El conde me miró vivamente, con una mezcla de asombro, horror y admiración. Luego centró de nuevo su atención en el marqués.
—¿Lo ordenó usted?
—Sí —contestó firme—. Me temo que sí.
El conde marcó una pausa antes de contestar:
—A pesar de nuestras diferencias, siempre le he tenido respeto. Pero resulta que no es usted más que un miserable.
El marqués enrojeció ante aquel insulto, no sé si de vergüenza, de humillación o de cólera, pero mantuvo una inesperada calma.
—Probablemente tiene razón —contestó con mirada acuosa—. No me siento orgulloso de lo ocurrido, pero supongo que el remordimiento no redime la falta. Le aseguro que estoy hastiado de este maldito asunto. Dimitiría ahora mismo si pudiera. Pero no puedo, y es mi obligación y mi responsabilidad llegar hasta el final. Empeñé mi honor en ello. Usted, que no es un miserable como yo, debe de saber la importancia que eso tiene.
Posé la vista en el marqués. La imagen distante y hostil que tenía de él, forjada durante el interrogatorio, había desaparecido. Por alguna extraña razón no le guardaba rencor, a pesar de que mi sufrimiento se había debido a su intervención, y a pesar de que me había vuelto a amenazar hacía apenas unos minutos.
—Bien —dijo el conde con acidez—; y ahora que ya me ha puesto usted al corriente de sus dignas hazañas, ¿qué es lo que quiere de mí?
—¡Lo que ella no me ha dado! —disparó—. Quiero una prueba contra alguno de los implicados en este asunto.
—¿Y por qué supone que yo puedo conseguir una prueba contra alguien?
—No lo tiene muy difícil. Fírmeme una confesión.
—Yo no participé en esto, Courtain. Ya se lo dije.
—Si no quiere firmar una confesión, acuse a quien sepa que lo ha hecho. Puedo facilitarle nombres, si quiere —masculló—. Si no, la volveré a detener —añadió señalándome—, ¡y esta vez no la soltaré hasta que consiga esa maldita prueba!
Dicho esto se levantó con energía, haciendo rechinar su silla a su impulso, y parecía que ya iba a dejarnos cuando en el último momento se reclinó sobre el conde y añadió:
—¡Piense que el que ella no sufra más penurias está ahora en sus manos! Ya ha padecido bastante por encubrirlo y supongo que no permitirá que siga haciéndolo. Y en cuanto a usted, señorita —continuó—, puede optar por huir si lo desea, porque no voy a disponer que la vigilen, pero si lo hace, no podrá volver a París y tendrá que abandonar su casa, su negocio y a su familia. Piénselo bien.
Dicho esto se alejó y lo vimos salir del local sin entretenerse.
El conde de Coboure no se movió. Yo tampoco lo hice. Dejamos pasar así un par de minutos, sin mirarnos ni hablarnos, mientras ambos superábamos la tensión de la escena mantenida con el marqués, y la preocupación de su nueva amenaza que planeaba sobre mí y cuya responsabilidad de neutralizar había recaído sobre el conde.
Finalmente él exhaló un suspiro y me miro. Esperé ansiosa sus palabras, aquellas que él había confiado en no tener la necesidad de dirigirme en su vida.
—¿Por qué no me avisó?
—¿Cómo?
—Cuando la detuvieron. ¿Por qué no me avisó?
—¿Después de lo último que usted me dijo? —descarté—. Avisé a Desmond.
—Fabuloso —desaprobó.
—Se portó muy bien —me defendí—. Me ayudó mucho.
—Me alegro. —Guardó unos instantes de silencio con la vista perdida en una muesca de la mesa, y luego musitó, más para sí que para mí—. Así que no me acusó…
—Por supuesto que no —me alegré de poder decirle—. Pero he de subrayar que si hubiese firmado una confesión incriminándolo a usted o al señor Durnais me hubieran soltado sin más. Negarme a confesar es lo que me ha ocasionado problemas, y aún sigo bajo amenaza. Por eso, si debía negar todo conocimiento de este asunto, necesitaba los documentos. ¿Me comprende usted ahora?
—¿Y por qué no los usó? ¿Por qué se dejó torturar si los tenía?
—Si los hubiese usado, usted se habría quedado sin defensa. Decidí, primero, intentar resistir el interrogatorio. Si no lo hubiera resistido, o si no me hubieran dejado en libertad, habría tenido que usarlos.
Guardó silencio un largo rato, en el que se dedicó a acariciar reflexivamente la muesca de la mesa.
—Y dígame —dijo mirándome—, ¿no hubiese sido más fácil haber confiado en mí? ¿Se le ha ocurrido pensar que si no me hubiera quitado los documentos podría haberme avisado, no a Desmond sino a mí, y yo la hubiese sacado del atolladero sin menoscabo alguno?
—No es una cuestión de confianza…
—Sino de seguridad, sí —terminó él—, ya lo recuerdo. Pero no es cierto, es de confianza.
—¿Eso cree? —le discutí—. ¿Y si cuando me detuvieron no hubiera estado usted en su casa, o en el Palacio de Justicia, o en algún lugar donde yo lo hubiese podido localizar? Era a mí a quien iban a interrogar en breve. Los documentos necesitaba tenerlos yo.
Calló, circunspecto. Al cabo, dijo:
—Ahora seré yo quien los necesitará para impedir que Courtain la vuelva a detener. Aunque supongo que no me los devolverá hasta que no le presente una prueba fehaciente de que he pactado con Courtain su impunidad. Usted no puede basarse solamente en mi palabra ni en mis buenas intenciones. Es una cuestión de seguridad.
No contesté. Sus palabras, aunque el tono fuera resignado, más bien herido, lo dejaban claro: mi sacrificio no había servido para rehabilitarme del todo en su concepto sobre mí. Puede que consiguiera perdonarme, pero nunca volvería a profesarme estima alguna.
—Vayámonos —dijo sombrío—. Es tarde. La acompañaré a su casa.