Capítulo XII

Claude Desmond

A las doce estaba en mi despacho. Fue entonces cuando apareció la muchacha. Entró anegada en lágrimas, con un ataque de nervios, balbuceando palabras entrecortadas e ininteligibles.

—Mi hermana… mi hermana… —decía, entre hipo y sollozos, señalando un lugar imaginario más allá de la pared—. La han detenido, la han detenido…

—Tranquilícese, joven —le dije, sin saber cómo atajar aquel ataque de histeria, cuando, al reparar en ella más atentamente, la reconocí—. ¿Qué dice? ¿Qué han detenido a la señorita Miraneau… a su hermana? Pero ¿cómo, qué…? —me trabé—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé, no lo sé. Estábamos en el taller, tan tranquilas, y de pronto vinieron y se la llevaron, y me gritó, mientras la subían al coche de detenidos, me gritó: «¡Avisa a Desmond, avisa a Desmond, avisa a Desmond!»

—¡Vamos!

Salimos de inmediato. Aunque Edith, en su confusión, me había dicho que a su hermana la habían llevado a la comisaría, cuando le pregunté a cuál de ellas, supe que la habían conducido a las oficinas de la Prefectura de Policía, situadas en el Châtelet, lo cual aún me inquietó más.

Ese edificio había sido en sus inicios una fortaleza, o cuanto menos ése era el aspecto que ofrecía su fachada principal, con sus muros de piedra lisos, sus estrechas y escasas ventanas enrejadas y sus torreones sobresalientes de cubierta cónica. En la actualidad era un conglomerado de edificios atravesados en su planta baja por un pasaje cubierto y abovedado que permitía el tráfico entre la calle Saint-Denis y la Cité. Dicho complejo cobijaba en su seno las salas de los Tribunales de Justicia de primera instancia, las dependencias de los comisarios del Châtelet y las oficinas de la Prefectura de Policía, el depósito de cadáveres que se exponían al público a efectos de su identificación, y la prisión, en la que se encarcelaba preventivamente a los sospechosos de haber cometido algún crimen mientras permanecían a la espera de ser juzgados.

La prisión del Châtelet gozaba de siniestra fama y sus condiciones eran lamentables. La construcción medieval de sus pasadizos y subterráneos había sido concebida con nula iluminación y escasa ventilación, y sus deleznables condiciones higiénicas habían propiciado con frecuencia brotes de epidemias de peste que habían hecho estragos entre la población reclusa y hasta habían obligado a trasladar temporalmente a otros edificios las salas de Justicia para evitar su propagación. A pesar de lo ingrato y forzoso de la permanencia en ese lugar, los presos debían pagar una cantidad diaria por su alojamiento en él, y del importe que fuesen capaces de satisfacer dependía su nivel de confort. Los indigentes eran recluidos en celdas comunitarias, en ocasiones atestadas, sin derecho a más ropa que la que llevaban, y dormían sobre el suelo o sobre unas esterillas que de viejas y usadas eran nidos de parásitos y de porquería. Los que podían pagar el precio exigido tenían opción a lechos de paja amontonada que permitía aislarse del frío de las losas de piedra. Tan sólo los más privilegiados podían conseguir celdas individuales o compartidas con dos o tres individuos, provistas de cama, mesa y silla. La alimentación también dependía de lo que se pudiese o se estuviese dispuesto a pagar. Tal era el régimen que, como de costumbre, se ensañaba con los más desfavorecidos.

Pero la siniestra fama del Châtelet se nutría básicamente de la leyenda de sus espantosas celdas de tortura. Se decía que existía una tan infecta y pestilente que una antorcha no podía permanecer encendida en su interior. Se hablaba de otra con la forma de un cono invertido con el vértice lleno de agua, en la que el preso no podía ni acostarse ni permanecer de pie y en la que estaba constantemente en remojo. Otra destinada a los prisioneros condenados a morir de inanición… Ésas y otras muchas que no quiero recordar. Ignoro si existían en verdad o no, pero en todo caso lo cierto es que en el Châtelet se había practicado y aún se practicaba la tortura, y que había salas que se habían destinado y se destinaban a ello.

Entramos por el acceso que me era más conocido, el situado en un pequeño callejón que abocaba al patio de las salas de Justicia. Subimos las escaleras hasta la primera planta y recorrimos a paso apresurado los corredores hacia las dependencias de la Prefectura de Policía. Una vez allí pregunté a un agente por el inspector de turno de la Oficina de Seguridad, al que conocía por motivos profesionales.

—Sí, es cierto —me confirmó desde detrás de su mesa, revisando distraídamente unos papeles—. Hemos recibido orden de detener a una tal Miraneau.

—¿Por qué? ¿De qué se la acusa?

—Ni idea, amigo —me dijo con parsimonia—. No ha sido cosa nuestra. La orden la ha dado el sujeto ese amigo de la reina, el marqués de Sainte-Agnès. Por mí lo mandaba al carajo, porque no me gusta que externos al cuerpo dirijan investigaciones. Pero… —añadió encogiéndose de hombros— órdenes son órdenes. En estos momentos la tiene ahí dentro, en aquel despacho, interrogándola.

—Quiero hablar ahora mismo con la detenida. Soy su abogado.

—Ya conoce las normas, maître. No se pueden interrumpir los interrogatorios. Lo único que puedo decirle es que pruebe usted mismo, a ver si Courtain lo quiere escuchar. Pero no diga que ha hablado conmigo. Y en cuanto a la señorita —dijo señalando a Edith, que se mantenía plantada detrás de mí—, tendrá que salir de aquí.

Me volví hacia Edith, que me miraba con ojos trémulos, como si yo fuera su salvación.

—Usted ya no puede hacer nada más, Edith —le dije con suavidad—. Yo haré todo lo que pueda por su hermana. Váyase a su casa y espere noticias mías.

—No me iré a casa —me contestó rotunda—. Esperaré fuera, en el patio, hasta que usted me diga algo.

—Está bien —consentí—. Como quiera.

Me lanzó una última mirada suplicante y luego se marchó. Me dirigí hacia el despacho en el que Courtain permanecía con Marionne. El hecho de que hubiera sido él quien ordenara su detención me dio una clara pista del asunto del que debía de tratarse. Pero no llegaba a imaginar la relación que Marionne podía tener con la fuga de La Motte.

Entré sin llamar. Courtain estaba sentado detrás de una mesa, sobre la que vislumbré un documento, y Marionne delante de él. No había nadie más en la estancia. Ella me acogió con una casi imperceptible sonrisa y con una mirada de agradecida esperanza, y al verla en aquella situación, los sentimientos que le profesaba me punzaron vivamente. En varias ocasiones había estado a punto de declararme, pero me había retenido el temor a su rechazo, y cuando estaba haciendo esfuerzos por hacer acopio de valor, ella de pronto había declinado todas mis invitaciones. Pero había seguido visitándola en su taller, y aunque la encontré más reservada y huraña, no por eso había dejado de quererla ni un ápice.

—Desmond —me dijo Courtain secamente—, salga y cierre la puerta, por favor.

—¿Qué ocurre, marqués? ¿No tiene bastante con haberse equivocado conmigo? —le repliqué, refiriéndome a la identificación a la que me había sometido en aquel mismo edificio hacía pocos días—. ¿También tiene que humillar a decentes ciudadanas?

—No empiece con sus melodramas —me espetó—. Si no sale por las buenas, llamaré a los agentes.

—Permítame antes hablar con usted, en privado —le pedí, intuyendo que no conseguiría nada de él mientras se viese obligado a mantener la autoridad frente a su detenida.

Courtain me miró unos instantes, pero al cabo se levantó y me indicó con un gesto que saliéramos.

—¿Qué hace usted aquí? —me preguntó con tono hosco, una vez hubo cerrado la puerta tras de sí—. No debieran haberlo dejado pasar.

—Soy su abogado —repliqué, como si eso me diese derecho a estar allí. No era así. No existía el derecho a ser asistido por abogado en la detención ni durante el interrogatorio previo.

—¿Ah, sí? No sabía que hubiera rebajado el nivel de su selecta clientela. Y también lo es de Bramont, claro. Qué casualidad. Pues escuche: quiero que firme esa declaración, Desmond. Si consigue convencerla, me avengo a pactar con usted su impunidad.

—Pero ¿qué…? —farfullé—. Me temo que tendrá que ponerme al corriente, porque no entiendo nada de nada.

Clavó en mí una mirada escudriñadora y debió de creerme, o cuanto menos dudar, porque me dijo:

—¿Es su cliente y no está informado? La Motte se escondió en el local de Bramont el día de su huida, y esa joven colaboró en su ocultación.

—¡No puede ser! —rechacé, sin poder creerlo—. Debe de tratarse de una confusión. Ellos ni siquiera se conocían cuando…

—Mi certeza sobre esa cuestión es tal —me interrumpió— que si no consigo que ella firme esa declaración por las buenas, la entregaré al comisario encargado del interrogatorio de prisioneros de Estado. Supongo que sabe lo que eso significa.

El espanto me hizo retroceder un paso. En efecto, sabía lo que eso significaba.

—No será capaz… —me atreví a murmurar.

—Ya lo creo que seré capaz, Desmond —masculló—. Estoy harto de que se me tome el pelo. Me han estado vigilando, han intervenido mi correspondencia, me pusieron mil impedimentos para que no pudiera prender al vigilante de la Salpêtrière, y quien tenía que ser identificado por él se ha burlado de mí refugiándose en Inglaterra. ¿Cree que hago esto por gusto? ¿Cree que me he pasado medio año vagando por Europa para ver mundo? Yo también he de responder de mis obligaciones. Así que se acabaron los miramientos. Hable con ella y hágale comprender lo que le espera si persiste en su negativa.

—¿Qué dice esa declaración? —pregunté con suavidad para no irritarlo más, consciente de que la situación era mucho más grave de lo que podía haber imaginado.

—Que ocultó a La Motte en su local y que lo hizo a instancias de Bramont.

—Pero si ella reconoce que…

—Ella no me interesa, Desmond. Sólo quiero una prueba escrita contra Bramont. Me basta con que firme esa declaración y la ratifique en un juicio, llegado el caso. Si firma la dejaré marchar libre.

—¿Estaría dispuesto a asegurar su impunidad también por escrito? —pregunté, viendo un atisbo de esperanza.

Asintió sin dudar.

—Intentaré convencerla —propuse.

—Hágalo por su propio bien —me instigó.

Aspiré hondo antes de entrar en el despacho. No quería asustarla y, sin embargo, era necesario que lo hiciera. La encontré en la misma posición en la que la había dejado. Parecía tranquila, pero su postura, con la espalda enderezada y las manos aferradas a su falda, era de crispación.

—Gracias por haber venido, maître —me dijo en cuanto hube entrado—. Sabía que me ayudaría.

—Me temo que muy poco puedo hacer, Marionne —le dije, sentándome frente a ella—. Supongo que ya sabe de qué la acusan. —Esperé a que asintiera y continué—: Es un asunto muy serio ¿comprende? Es casi un asunto de Estado. No es lo mismo que si se tratara de un delito común. Quiero decir que en situaciones como ésta no se aplica el procedimiento habitual. Hace siete años que se abolió la questio. preparatoria, la tortura a los sospechosos de algún crimen para arrancarles una confesión. Pero es difícil erradicar una costumbre que se remonta a siglos, y hay casos excepcionales en los que aún se aplica, y están dispuestos a hacerlo con usted. ¿Comprende lo que le digo, Marionne? Tienen carta blanca para hacer con usted lo que quieran. Mi consejo es que firme esa declaración. Si lo hace, la dejarán libre y le prometerán por escrito impunidad.

—Pero es que no es cierto —contestó.

—Marionne —dije, atreviéndome a tomarle la mano—, que sea o no cierto es lo de menos. La cuestión es que usted no tiene opción. Si se niega a firmar esa declaración, la someterán a horribles padecimientos y al final se verá obligada a hacerlo. Nadie se resiste a ello, Marionne, lo he visto con mis propios ojos. Y para obtener el mismo resultado, más vale evitarse el sufrimiento. ¿Es que no lo ve?

—¿Qué me harán? —preguntó, con un infantilismo que casi me desesperó.

—Hay muchos sistemas. No sé cuál utilizarán con usted. Pero le aseguro que no hay ninguno bueno. Firme esa declaración, Marionne.

—¿Y qué valor puede tener una confesión arrancada de esa forma?

—Todo. Todo el valor. Puede creerlo.

Se retiró, con el pulso tembloroso, un mechón de pelo que le caía sobre la mejilla. Me di cuenta de que tenía los labios muy blancos y estaba sudorosa.

—¿Y qué le harán al conde de Coboure si firmo?

—Eso no es asunto suyo —repliqué categórico—. Ha de comprender que usted no está en situación de protegerlo. No tiene alternativa. El conde tiene muchas influencias, es un hombre poderoso. Sabrá defenderse. No debe preocuparse por él.

Bajó la vista y negó con la cabeza.

—Le he dicho a ese hombre —me dijo con voz apagada—, al señor Courtain, que yo no sé nada de todo esto. Quizá sea cierto que escondieran a esa mujer en mi local, pero si lo hicieron, fue sin mi conocimiento. Yo no puedo firmar una declaración reconociendo haber ocultado a esa mujer y acusando al conde de haberme instigado a ello, porque es falso.

—Pero él no la ha creído —musité con pesar—. Usted debe de ser consciente de lo mucho que la aprecio. Si le digo que firme, es porque sinceramente no veo otra salida.

—Dígame una cosa, maître: si soporto ese interrogatorio manteniendo mi primera versión, ¿me dejarán libre?

—¡No lo aguantará, Marionne! —intenté convencerla una vez más.

Me callé porque en ese instante se abrió la puerta. Courtain se había cansado de esperar y ahora estaba allí, delante de nosotros, con la misma expresión endurecida que le había visto desde un principio. Nos miró a ambos, alternativamente, y luego echó un rápido vistazo al documento.

—Veo que no está firmado.

—Pero lo va a firmar —aseguré, levantándome y cogiendo la pluma que le tendí a Marionne. Ella me observó inmóvil, como si no me viese, y entonces le tomé la mano, le puse la pluma en ésta y, sujetando ambas, las conduje hasta el papel—. ¡Vamos, Marionne! —la conminé—. ¡Firme!

No presentó resistencia alguna, pero negó con la cabeza.

—Yo no sé nada de ese asunto, señor —le dijo a Courtain con voz quebradiza—. Ya se lo he dicho. Si firmara esto, sería una falsedad.

Al oír aquellas palabras, la solté, con desaliento. Ella ni siquiera sostuvo la pluma. Courtain, que permanecía de pie, se reclinó sobre la mesa para acercarse más a Marionne.

—Tengo pruebas de que fue recompensada económicamente por su colaboración —replicó sin compasión—. Cinco mil libras, para ser exactos, que le entregó Bramont poco después de la fuga de La Motte. ¿Cómo puede explicar eso?

—¿Cómo? —intervine—. ¿Es por eso que cree que ella participó en este asunto? ¡Es absurdo! Bramont no le dio ese dinero por esa causa. Lo sé bien, porque yo fui quien intermedió en esa entrega —añadí con calor.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces por qué se las dio? Y no me suelte la tapadera ésa de la inversión en el negocio, porque no me lo voy a creer.

Era otro el motivo. Yo lo sabía. Dudé unos instantes, pero me decidí y dije, con toda la gravedad de que fui capaz:

—Se las dio porque está enamorado de ella.

Courtain me miró atónito unos instantes y luego rompió en una breve carcajada.

—Pero ¿qué dice, hombre?

—Es la verdad —repliqué, ofendido por el tono de burla que en realidad ya me esperaba—. Ella no podía pagar el alquiler, fue a pedirle ayuda y a él…, en fin, ella le gustó. Por eso le dio ese dinero. Ésa es la verdad.

Courtain me contempló, ya sin reírse, y luego dijo:

—Lo siento, Desmond. Lo ha intentado, pero no me lo trago. Ya no tiene nada que hacer aquí. Haga el favor de salir.

—Escúcheme, marqués…

—¡No! He dicho que se acabó.

Se abalanzó hacia la puerta y abriéndola de golpe llamó a gritos a un par de agentes. Éstos se presentaron de inmediato. Courtain se sentó a la mesa, garabateó unas líneas y luego, enrollando el papel junto con la declaración que Marionne no había firmado, se lo tendió a uno de ellos.

—Entregad esto al comisario y llevadle a la detenida. Él os dará el resto de las instrucciones.

El otro hombre se dirigió hacia Marionne y tras instarla a levantarse le ató ambas manos a su espalda. Luego, sosteniéndola de nuevo por el brazo, la obligó a salir de la estancia.

—¿Es que usted no va a estar presente? —le pregunté a Courtain, una vez se la hubieron llevado.

—No —contestó mientras recogía su dossier—. Ya me comunicarán el resultado.

En aquellos instantes comprendí que mi única posibilidad era que él presenciara el interrogatorio y me permitiera a mí estar junto a él. Sabía que Courtain no estaba habituado a ver el sufrimiento humano, y aquella visión, cuando no se estaba acostumbrado, era muy difícil de soportar. Él no había servido en el Ejército, ni había participado en ninguna guerra, ni asistido en hospitales, ni visitado los calabozos de las prisiones, ni visto, en cualquiera de sus formas, esa clase de padecimientos. Hasta dudaba de que hubiese presenciado en alguna ocasión las ejecuciones públicas. Yo sí había tenido que acudir alguna vez. Aún se aplicaban a los condenados a muerte, aunque con menos frecuencia que antes, las penas de descuartizamiento y de inhumación en vivo, además de la horca y de la decapitación. Pero no creía que Courtain hubiese tenido el morboso interés de presenciarlas nunca, y mucho menos habría tenido opción de contemplar las torturas a las que se sometía a los interrogados. Era preciso convencerlo para que asistiera.

—Quisiera presenciarlo —le dije—, y que usted me acompañara.

—Ni lo sueñe.

—¿Es que le falta el valor? —intenté provocarlo—. Ella lo ha tenido para someterse a esa prueba, y usted, que lo ha ordenado, ¿ni siquiera tiene el suficiente para verlo?

—Así es. No lo tengo. Y es más, ni siquiera me avergüenzo de no tenerlo.

—Marqués —dije, acercándome a él—, es cierto lo que le he dicho. Bramont le dio el dinero por esa causa.

—Ya le he dicho que no me gustan sus melodramas, Desmond.

—A pesar de ello —insistí—, aún tendrá que oír otro. Esa mujer significa mucho para mí. Si Dios lo quiere y ella también, tengo intención de convertirla en mi esposa. Si me tiene alguna consideración —añadí, mientras notaba que me miraba fijamente— suspenderá ese interrogatorio.

—¿Qué ocurre? ¿Es que medio París se ha enamorado de esa mujer en mi ausencia? Lo siento Desmond —añadió con seriedad—, no puedo hacer lo que me pide.

—Entonces, se lo ruego, si tiene la más mínima humanidad, acompáñeme y permítame estar presente. Estoy desesperado, ¿es que no lo ve? No me fío de que esos salvajes no acaben por matarla. No sería la primera vez que se les va la mano. Por favor, sólo para comprobar que no se exceden… ¿Qué mal puede hacerle?

Me miró unos instantes y luego vociferó:

—¡Maldita sea, Desmond!

A pesar de su exabrupto, supe que se debía a que había aceptado y cerré silenciosamente los ojos con alivio. Lo seguí mientras se dirigía hacia la oficina del comisario y preguntaba dónde la habían conducido. Un agente tuvo que guiarnos hasta la sala que habían destinado para la ocasión, a través de un laberinto de corredores, adentrándonos en las entrañas de aquel edificio que a medida que descendíamos se volvía cada vez más tétrico y más tenebroso. En las plantas subterráneas, comunicadas con las superiores mediante estrechas escaleras de caracol, el ambiente era enrarecido, frío y húmedo, envuelto en una penumbra apenas combatida por las escasas antorchas que pendían de los muros. La aprensión era inevitable mientras avanzábamos por aquel escenario de tormentos.

Seguimos atravesando salas sin ventanas ni ventilación cuyas piedras no habían visto el sol desde que habían sido allí colocadas hacía ya muchos siglos, alejándonos cada vez más de la salida, de donde estaba la luz, el aire y la vida.

Finalmente nuestro guía se detuvo ante una puerta y nos hizo saber con un gesto de la cabeza que tras ella estaba la sala que buscábamos. Courtain intentó abrirla, pero como estaba cerrada llamó varias veces. Nos salió al encuentro un individuo de aspecto ingrato que nos miró con contrariedad.

—Soy el marqués de Sainte-Agnès —le anunció Courtain—, el que ha ordenado esto.

—Esto lo ha ordenado el comisario —contradijo.

—Bajo mis indicaciones —insistió él.

—Bien, ¿qué quiere? íbamos a empezar ya.

Mientras ellos discutían, miré hacia el interior. Era una estancia de tamaño mediano, sin ninguna apertura al exterior. Su centro lo ocupaba una mesa rectangular y alargada, de madera sin barnizar, como las que se utilizan en las cocinas o en los mataderos. Estaba provista de correas y grilletes en sus extremos. Junto a ella divisé un gran tonel, un jarrón y lo que me pareció un embudo. En cuanto vi aquellos objetos, supe en qué consistiría la prueba a la que la someterían. En el interior permanecían otros dos hombres, uno junto a la mesa, el otro al lado de Marionne, a la que habían sentado, todavía maniatada, en una silla. Ella me miró, pero no tuvo fuerzas para hacerme gesto alguno. Tampoco yo las tenía.

—¿Qué van a hacerle? —preguntó Courtain.

—La prueba del agua —contestó—. ¿La conoce, señor?

—No.

—Es tan efectiva como cualquier otra y no deja señales externas —repuso el individuo con frialdad profesional.

—Ah —musitó Courtain, dirigiendo también su mirada hacia Marionne—. ¿En qué consiste?

—Se principia por desnudar al detenido y arrojarle agua —contestó el hombre, con la solicitud del que quiere mostrar sus conocimientos—. En invierno es muy efectivo porque el agua está helada. La impresión es tan fuerte que se ponen morados, y a la segunda o tercera ducha ya suelen comenzar a hablar.

—¿Y eso es todo?

—No, claro. Si lo primero no da resultado, se les obliga a tragar agua con la ayuda del embudo, hasta que ceden.

—Comprendo —musitó Courtain dirigiéndome una rápida mirada—. Bueno, prescindiremos de la primera parte. No la desnuden. ¿Hay alguien que haya muerto de esto?

—Alguno se ha ahogado. El agua entra tanto en el estómago como en los pulmones. Es poco frecuente, pero a veces es difícil de controlar la medida exacta de…

—¿Por qué no somete a esto a Bramont? —estallé—. ¿No es a él a quien quiere? ¡Teme sus influencias y por eso se ensaña con esta pobre muchacha que no tiene quien la defienda!

—Hay otras pruebas menos arriesgadas pero siempre dejan señales —justificó el verdugo—. Por eso suelo utilizar ésta con las mujeres. Pero podemos emplear cualquier otra si quiere. Está la del punzamiento: se les corta con un pequeño punzón en partes no vitales del cuerpo hasta que confiesan; si hay suerte y las heridas no se infectan curan al poco, pero dejan cicatrices. También está la de las tablillas: se les atan las piernas a unas tablillas rígidas que al partirlas rompen los huesos de las rodillas; no conozco ningún caso de fallecimiento por esa causa, pero generalmente quedan cojos. El de la pelota, que consiste en atarlos e ir apretando las cuerdas hasta que éstas les penetran en las carnes, pero también deja cicatrices. Y está la del estiramiento. Se les cuelga de tal forma que el peso del cuerpo…

—Ya está bien, ya está bien —interrumpió Courtain con hastío—. Hagan lo que tenían pensado, pero vigilen bien para no sobrepasarse. Nos quedaremos a presenciarlo.

Dicho esto, hizo ademán de adentrarse en la estancia, pero el verdugo interceptó su paso alargando el brazo frente a él.

—No estamos acostumbrados a trabajar con espectadores —protestó—. Déjenos hacer nuestro trabajo con tranquilidad, señor. Hace mucho tiempo que estoy en este oficio y sé bien lo que me hago.

Observé con pavor que Courtain dudaba y que estaba dispuesto a alejarse de allí, algo que deseaba, de forma que me apresuré a decir, apartando el brazo del individuo:

—Por supuesto. Pero nos quedaremos de todas formas. No le estorbaremos, esté tranquilo.

Entré decididamente y comprobé que Courtain me seguía con desgana.

—Como quieran —masculló el hombre cerrando la puerta detrás de nosotros—. Pónganse en aquel rincón, donde ella no pueda verlos. No queremos que se distraiga. Y manténganse en silencio.

Seguimos sus indicaciones y avanzamos hacia donde nos había señalado. Entonces empezó la función. Levantaron a Marionne, le soltaron las manos y le indicaron que se tumbara en la mesa, orientada de forma que nosotros quedamos detrás de ella y no podía vernos. Le separaron los brazos y las piernas y ataron sus muñecas y sus pies con las correas y grilletes que había a cada extremo de la tabla. Cuando la tuvieron así sujeta, uno de ellos le obligó a abrir la boca y le introdujo hasta la garganta el cuello del embudo. Marionne tosió ante aquella intrusión y con un gesto rápido de su cabeza se desprendió del molesto instrumento, que cayó al suelo. El verdugo ni parpadeó. Cerró su puño y lo estrelló con un golpe seco contra la mandíbula de ella, arrancándole un gemido de dolor.

—Esto es lo que ocurrirá cada vez que se quite el embudo de la boca —le dijo con calma.

Su ayudante lo recogió y se lo tendió. El hombre volvió a repetir la operación, pero en esta ocasión siguió presionándolo con fuerza una vez introducido, para que ella no se lo pudiera volver a quitar, mientras otro le sujetaba firmemente la cabeza. Marionne se convulsionó en un acceso de náuseas e intentó chillar, pero el aparato se lo impedía, y sólo se oyó un apagado sonido gutural. Entonces le vertieron de golpe el contenido del jarrón, y cuando toda el agua hubo penetrado, lo retiraron rápidamente para dejarla toser. Ella lo hizo con el rostro congestionado y los ojos llorosos por el esfuerzo, intentando afanosamente respirar en medio de sus accesos, pero, apenas comenzaba a recuperarse, volvieron a sujetarla y le vertieron otro jarrón de agua, y después otro, esta vez sin pausa intermedia. Marionne sacudió los pies de forma espasmódica, como si se estuviera ahogando, y su rostro desencajado y sus ojos desorbitados demostraban que así era. Cuando por segunda vez le retiraron el embudo, su tos fue esta vez acompañada de borbotones de agua que le brotaban de la boca, derramándose por su vestido y por la mesa.

Miré suplicante a Courtain, que permanecía rígido con la vista al frente pero con la mirada perdida en algún punto más próximo al que Marionne se encontraba para evitar ver lo que se estaba desarrollando ante sus ojos. Quise decirle algo para azuzar su conciencia, pero no supe qué, porque el dolor que me transmitía el sufrimiento de ella me había dejado sin habla.

Volvieron a sujetarle la cabeza, y por cuarta vez abocaron en su interior el chorreón de agua. Ella volvió a sacudirse como la vez anterior, pero ahora con menos energía, porque parecía también más agotada.

—La ahogarán —murmuré más para mí mismo que para mi acompañante.

Aquellos salvajes iban a verterle un jarrón más, cuando por fin Courtain tuvo la reacción que esperaba. Se acercó hacia la mesa en un arranque súbito, y sin mediar palabra apartó con un gesto brusco los brazos que le sujetaban a ella la cara y le quitó el embudo. Con la boca libre, Marionne comenzó a vomitar líquido, tosiendo entrecortadamente y aspirando aire con denuedo como si no consiguiera que llegara a sus pulmones, pero como estaba maniatada apenas podía enderezarse y la acumulación de agua amenazaba con ahogarla. Yo también reaccioné y le desaté las muñecas, mientras los verdugos permanecían impávidos, en una silenciosa inmovilidad. Cuando estuvo libre de las ataduras, Courtain la ayudó a inclinarse sobre el borde de la mesa, sosteniéndola por el tronco con su brazo, y entonces ella siguió arrojando, entre accesos de tos y convulsivas arcadas, líquido y más líquido, que se desparramó por el suelo y empapó los pies y las piernas de Courtain, mientras yo le desataba las suyas propias. Superada la primera crisis, Marionne consiguió sentarse en la tabla, con el rostro congestionado y los ojos llorosos por el esfuerzo, y todos sus intentos se concentraron en poder respirar.

—Bien, escúcheme —le dijo Courtain, plantándose frente a ella—. Ahora firmará, ¿me oye?, o de lo contrario volveremos a empezar.

Marionne no tuvo fuerzas ni para mirarlo. Estaba inclinada hacia delante, con el cabello desordenado y mojado cayéndole a ambos lados de la cara. Cuando Courtain acabó de pronunciar aquellas palabras, sufrió otro acceso, y como estaba delante de él, lo manchó de nuevo. Pero él no se apartó. Y entonces ella hizo algo inesperado. Apenas se había repuesto cuando, sin levantar siquiera la cabeza, se reclinó sobre Courtain y apoyó la frente sobre su pecho. Aquel gesto de abandono y de súplica lo cogió desprevenido, y se quedó inmóvil, como si se hubiese convertido en piedra.

—Él no fue —murmuró ella con una debilidad agónica, sin modificar su postura—. Por favor…, por favor…, no más…

Courtain, con Marionne aún apoyada sobre él, me miró y suspiró, y me di cuenta de que estaba vencido. Tras unos instantes la obligó a apartarse, sujetándola suavemente por los hombros. Cuando estuvo seguro de que conservaba el equilibrio, la soltó y le dijo al verdugo:

—Hemos terminado.

Luego se acercó a mí y añadió:

—Llévela a casa y cuando se haya recuperado quiero que me entregue un informe escrito sobre todo lo que sepa con relación a este asunto. ¿Estamos?

Había fracasado, y aquella orden era un postrero aliento de su debilitada autoridad, de forma que para no ofenderlo asentí firmemente con la cabeza y repuse:

—Me aseguraré de que así sea.

Courtain aún dirigió una fugaz mirada a Marionne, luego a mí, y se marchó sin añadir nada más, con un aire mezcla de contrariedad y pesadumbre. Los verdugos comenzaron a recoger sus bártulos con la liviandad de quien ha finalizado un trabajo cotidiano, y yo ayudé a Marionne a levantarse y a sostenerse en pie mientras la conducía hasta el patio exterior, donde la esperaba la angustiada Edith.

Edith Miraneau

Trasladamos a Marionne a casa, y entre mi madre y yo la ayudamos a quitarse las ropas mojadas y a meterse en la cama. Mi hermana intentaba calmarnos asegurándonos con su voz apagada y debilitada que se encontraba bien, porque yo estaba muy alterada como consecuencia del nerviosismo y del miedo que había pasado, y mi madre sufría un acceso de violencia verbal como nunca le había visto mientras se le empañaban los ojos con lágrimas de rabia, llamándolos a todos animales y salvajes sin entrañas, asesinos y monstruos que no merecían ser llamados hijos de Dios. Por su parte, maître Desmond fue en busca del doctor Duplais, el médico que había atendido a nuestra familia desde que yo tenía uso de razón, y cuya vivienda y consulta distaba tan solo tres porterías de la nuestra.

—No es la primera vez que asisto a personas que estaban sanas antes de pasar por las manos de la policía y de los tribunales —le comentó a Desmond tras examinar a mi hermana—. Es incomprensible que hoy en día nuestras autoridades sigan practicando esta barbarie medieval.

La noticia de la «barbarie» a la que Marionne había sido sometida se extendió entre todos nuestros conocidos, y durante los días que duró su convalecencia fue recompensada con numerosas muestras de apoyo y de solidaridad. El asiduo infalible era el pobre Desmond, que a mí casi me daba pena. Venía cada tarde, se sentaba comedidamente en el salón a la espera de que Marionne se despertase, si es que estaba dormida, o acabase de comer, si es que comía, o terminase de asearse, si es que se estaba aseando, o finalizase lo que fuera que estuviera haciendo y pudiera recibirlo. Luego le ofrecía su ramillete de flores, le preguntaba cómo se encontraba y se la quedaba mirando con expresión de corderillo desvalido y con el alma saliéndole por los ojos. Y yo percibía cómo, cuanto más devota era su adoración por ella, más retraída se tornaba Marionne en su presencia, tratándolo con amabilidad y cortesía, pero esquivando su mirada y desviando cualquier conversación que amenazara derivar en declaración sentimental.

—Desde luego, Marionne —le reprochaba mi madre—, haces cuanto está en tu mano por desanimarlo. ¡Como si te sobraran pretendientes como ése! Un hombre bueno, culto y con fortuna, y tú lo desprecias como si fuera un moscardón. No sé qué clase de educación os habremos dado tu padre y yo para que tengáis tantos pájaros en la cabeza. ¡Y tú no te rías! —me atacaba después—. Tú ya eres un caso perdido. Cada vez vas peor vestida y arreglada y tus modales y tu vocabulario son cada día más vulgares. Y no hablemos ya de esos harapientos que has elegido como amistades. Sin oficio ni beneficio y que sólo piensan en buscarse dificultades y en buscártelas a ti también. Si vuestro padre viviera sabría poneros a ambas en cintura. Pero Dios ha querido que…

—Vamos, mamá, no te pongas lacrimógena —le cortaba—. Es verdad que yo soy un caso perdido, pero Marionne se reserva para el ilustre conde de Coboure. ¿Verdad hermanita?

—¡Vete a paseo! —me replicaba ella dándose la vuelta en la cama.

Desmond no era el único que venía a verla. También lo hizo el viejo e incombustible señor Bontemps en compañía de su hijo.

—¿Cómo se encuentra mi discípula preferida? —le dijo, mientras tomaba una silla y la ocultaba bajo su voluminoso trasero—. Creo que se está aprovechando usted de su situación y que está haciendo el vago más de lo necesario. Haga el favor de recuperarse pronto porque tengo un negocio para usted, pero si no espabila me iré a llamar a otra puerta. ¡Yo no me trato con perezosas!

El Ministerio de Defensa había solicitado al señor Bontemps el suministro de mantas para el Ejército, y como él no podía aumentar la producción estaba dispuesto a cederle el negocio a Marionne a cambio de una comisión.

—Gracias, señor Bontemps. —Sonrió ella—. Tendremos que estudiar el asunto con detalle.

—Por supuesto, por supuesto. De eso ya hablaremos cuando se reponga. ¡Bien! —exclamó dándose dos enérgicas palmadas en las rodillas y levantándose—. ¿A que ya la he puesto de mejor humor?

Las breves visitas y los obsequios fueron continuos, y nosotras casi estábamos desbordadas de tanta amabilidad. El señor Martin, el panadero con el que trabajaba Daniel, nos enviaba cada mañana pan, pasteles y bollos que se negó a cobrarnos. Los «harapientos» de mis amigos, como los llamaba mi madre, le regalaban artículos y folletos que imprimían en la imprenta de Gérard. Los trabajadores de nuestro taller alargaron voluntaria y gratuitamente una hora su jornada laboral diaria para confeccionar un tapiz con el que la obsequiaron. Los comerciantes del mercado prepararon para ella una gran cesta llena de queso, embutidos, fruta, vino y otros alimentos. Diariamente llegaban ramos de flores de nuestros proveedores y también de alguno de nuestros clientes. La vecina del primero le regaló una cajita de música, y la del segundo un reloj de cuerda, y la del tercero ya no me acuerdo. Todo el mundo nos manifestaba las máximas simpatías a mi madre y a mí cuando nos veían por la calle, y nos daban recuerdos y palabras de aliento para nuestra heroína, la víctima del despotismo del Gobierno, de cuya inocencia nadie dudaba, como demostraba el hecho de que hubiese sido puesta en libertad después del brutal interrogatorio, y luego aprovechaban para llenarlo de insultos y criticar la falta de libertades, y la arbitrariedad de las detenciones, y la desigualdad de trato, que bien diferente hubiese sido todo si ella fuera rica o aristócrata, y los privilegios que no permitían a los ciudadanos trabajadores y decentes obtener buenos puestos en la Administración, en el Ejército o en la Iglesia si no eran nobles, y que las cosas tenían que cambiar, y que era una vergüenza y que no había derecho a que una chica honrada fuera tratada de esa forma.

Marionne, por su parte, envuelta en esa nube de atenciones, se mostraba de un excelente humor. Perdió peso y estaba más pálida y demacrada, pero había recuperado su alegría y su risa, y su mirada volvía a ser viva y risueña como antes, como antes de que se hundiera en aquel pozo de amargura que la había alejado de mí y de todos los que la queríamos. Era como si se hubiese liberado de algo que la hubiese estado atormentando o angustiando, pero ahora yo ya no quería insistir más sobre ello, ni la atosigaba con preguntas, porque me bastaba la felicidad de verla contenta y de que volviese a ser ella misma.

No explicó el motivo de su detención. Mentira. Lo explicó, sí, pero no dijo la verdad, o, como mínimo, no toda la verdad. Mi madre se lo preguntó, y ella contestó que había sido por la misma causa por la que se había presentado la policía en nuestra casa en una ocasión, por la evasión de un fugitivo que creían se había ocultado en nuestro local. Aseguró que estaban confundidos, y que así se lo había intentado hacer comprender, y que al final la habían creído y que por eso la habían dejado libre. Eso dijo. Pero había algo más. Yo no sabía exactamente el qué, pero no podía olvidar aquella misteriosa misiva que le había entregado y la extraña cita que había tenido y que nunca había explicado, y la procedencia desconocida de las primeras quinientas libras que había sacado no sabía de dónde, y la misteriosa razón por la que el conde de Coboure le había entregado otras cinco mil apenas sin conocerla. Eso, y el empeño de la policía en creer en esa supuesta ocultación de un evadido en nuestro local, no me olía bien, y todo me incitaba a creer que Marionne ocultaba algo y que se había metido en algún lío que se empeñaba en silenciar.

Mientras ella se recuperaba, tuve que encargarme de la dirección del negocio. Se veían las cosas de diferente manera cuando se tenía el peso de la responsabilidad que cuando se seguían las órdenes de quien lo tenía. Y no me gustaba. No le cambiaba su puesto, la verdad, y estaba deseando que volviera a dirigirlo para poder liberarme de la preocupación de mantener su rendimiento, y eso que yo contaba con el apoyo de sus consejos.

Marionne fue sanando, y fue un alivio para mí poder traspasarle las decisiones importantes y el repaso de las cuentas. Se entrevistó nuevamente con el señor Bontemps para comentar en profundidad la oferta que le había hecho, y debieron de llegar a un buen acuerdo, porque comenzamos a confeccionar mantas para el Ejército. Con Marionne repuesta y otra vez al pie del cañón, nos sentimos mucho más reconfortadas, y aquella experiencia me sirvió para valorar su esfuerzo y respetar lo que había hecho por nosotras. Ya no volví a despreciarla por no disfrutar de la vida con la despreocupación con la que yo lo hacía, ni por trabajar tantas horas, ni por tener accesos de mal humor cuando retrasábamos la entrega de pedidos o cuando algún cliente no pagaba. Marionne era el pilar que nos había estado sosteniendo, y por fin fui capaz de comprenderlo.