André Courtain
Conseguí entrevistarme con La Motte, pero no fue fácil. Teniendo en cuenta que las puertas de su lujoso apartamento de Londres estaban abiertas para toda la aristocracia inglesa, que participaba de la morbosa curiosidad que había llevado a la nobleza francesa a visitarla en la prisión, su reticencia a recibirme sólo podía deberse a que había sido advertida sobre mí. Pero al final el dinero fue un infalible visado para cruzar el umbral de su residencia y pude interrogarla. No me facilitó el nombre de ninguno de los que propiciaron su fuga; es posible que por temor a sus represalias, aunque también porque quizá no los supiera. No obstante, a cambio de las miles de libras que le ofrecí, algo tangible tenía que decirme. Así me confirmó que quien le abrió las puertas de su celda fue la vigilante de su galería. La disfrazaron, según ella, de hombre, y la condujeron por diversos pasillos hasta la salida, donde esperaba un carro de mercancías. Se sentó en la parte de atrás, donde la ocultaron entre cajas de verduras. Me describió al cochero como un hombre «vulgar», viejo y cojo. Luego la trasladaron por la ciudad, no sabe ni porqué calles ni a qué barrio, porque asegura que no veía nada desde su posición. Cuando descendió, estaba en el interior de un local o almacén. También me habló de un pequeño despacho, donde había un colchón en el suelo, además de una mesa escritorio y una librería. Dijo que se acostó, pero que no pudo conciliar el sueño a causa de los nervios y de la inquietud. Al día siguiente volvió a subir al carro, completamente escondida. Salieron de París sin ningún percance, y cuando se detuvieron rato después estaba ya en un bosque a varias millas de la capital. Allí la esperaba un carruaje con otro cochero. Dice que éste tenía un aspecto más distinguido. Era más joven y tenía una cicatriz encima de su ceja izquierda. Estuvo viajando por Francia, no me especificó por dónde, y luego se trasladó hasta Luxemburgo y de allí a Londres.
Después de mi entrevista con La Motte, sometí su residencia a vigilancia, para saber qué franceses iban a verla. Durante varios días, hacia las once de la noche, recibió la visita de Mounard, en ocasiones acompañado también por un editor inglés. La Motte me había descrito al conductor del carro de verduras como «vulgar», viejo, y cojo. Mounard tiene un defecto en la cadera que lo obliga a cojear… Sospecho que también participó; fue quien condujo el vehículo que ocultó a la evadida el día de su fuga.
Cuando consideré concluidas mis pesquisas en Londres, me trasladé a Luxemburgo para intentar entrar en contacto con una tal señora McMahon, quien parecía haber propiciado el viaje de La Motte hasta Inglaterra. Pude averiguar, más por conocidos suyos que por ella misma, que guardaba para conmigo la misma prevención que me había demostrado La Motte, que era pariente de un abogado bastante conocido de París llamado Fillard. Esa relación familiar me llamó la atención por la coincidencia con la descripción que La Motte me había dado del individuo que la condujo hasta el Luxemburgo. Una cicatriz en la ceja, me había dicho. Fillard tenía una que se la partía por la mitad.
Mi lista de sospechosos iba en aumento, pero no tenía aún prueba alguna contra ninguno de ellos. No pude conseguir de La Motte una confesión firmada y no hubo testigos de nuestro encuentro. Sólo tengo mi palabra; y me temo que es poco para acusar y detener a Bramont, uno de los Padres de la Nación, y a Mounard y Fillard, dos de los afines al ensalzado duque de Orleans. Necesitaba pruebas antes de poder actuar contra cualquiera de ellos.
En pos de encontrarlas me dirigí hacia Birmingham, en busca del vigilante de la Salpêtrière, que presumiblemente había huido allí. Pero se me escapó. A pesar del mutismo de la mayoría de su familia y de los vecinos, hubo quien consiguió acallar su conciencia a cambio de unas cuantas libras y me informó de que había partido la misma víspera de mi llegada. Había sido advertido. Una vez más tuve que sufrir la diligencia de esa sombra invisible que parecía vigilar todas mis acciones.
Partí en su persecución, y sus pasos me condujeron hasta Dover, donde tomó un barco destino Lisboa. No se fletaban a diario embarcaciones con ese rumbo y, o se había limitado a tomar el primero que zarpó, o había recibido instrucciones precisas de alguien muy bien informado. En cualquier caso, aquella maniobra me dejó en tierra, sin más opciones que la de esperar la salida del próximo barco que se dirigiera a dicha ciudad, o de alquilar algún pequeño bote o velero que me trasladara a las costas españolas y, desde allí, atravesar el país hasta Portugal. Me decidí por la que no requería espera, y cabalgué sin descanso a través de la península Ibérica, deteniéndome sólo lo justo para comer y dormir y para reponer nuestras monturas. Tuve la fortuna de que una tormenta obligó a la embarcación de mi perseguido a realizar una prolongada escala en un fondeadero gallego, y eso me permitió llegar, exhausto y dolorido, a la capital lusitana antes de que arribara a puerto.
El día en que su llegada estaba anunciada, lo esperé en el muelle, preparado para detenerlo en cuanto pusiese los pies en tierra, pero cuando el barco ya había atracado y anuncié mis intenciones al capitán, alguien de la tripulación debió de darle el chivatazo y consiguió desembarcar. Fue el propio capitán quien me advirtió de ello al verlo correr por el muelle. Salimos en su persecución, pero el sujeto corría con la velocidad del mismo diablo, esquivándonos y perdiéndonos en el laberinto de las callejuelas, para acabar sumergiéndose, como una exhalación, en la embajada británica, donde no se le ocurrió otra cosa que pedir asilo político.
A partir de ese momento comenzó un via cruci. de gestiones y trámites que a punto estuvo de desesperarme y de inducirme a echarlo todo por la borda. En aquellos momentos mi paciencia estaba al límite de su resistencia y no había noche que no maldijera el día en que me habían encargado aquella odiosa misión. Llevaba ya más de medio año fuera de mi país, vagando arriba y abajo, sin casa ni residencia fija, durmiendo en hoteles, albergues y posadas, intentando entrevistarme con personas que me esquivaban y me mentían, y persiguiendo pruebas que se desvanecían en cuanto intentaba cogerlas. Volver…, sólo quería volver y no me hubiese importado enviarlo todo al mismísimo infierno.
La embajada se negó a entregarme a mi perseguido aduciendo que aquel recinto era territorio británico. Tuve que solicitar el auxilio del embajador francés, pero, a pesar de su intervención, el británico siguió manteniendo que sólo una petición expresa y por escrito de nuestro ministerio podía hacerle cambiar de opinión. Insistí en vano en que sólo se trataba de un delincuente común, y su obcecación acabó por hacerme sospechar que había recibido presiones en sentido contrario de alguien muy influyente de mi propio país. Salió la solicitud hacia Francia, pero entre el viaje de ida, el de vuelta, y la lentitud de la burocracia de la corte, pasaron varias semanas antes de que el preciado documento llegase a mis manos, unas semanas que transcurrieron con una lentitud desesperante, a pesar de los banquetes, fiestas, conciertos y actividades lúdicas con las que intentaron distraerme ambas embajadas. Y cuando por fin creía que ya había cumplido los requisitos necesarios, el británico tuvo la feliz idea de solicitar autorización a Londres. Vuelta a esperar, otro mes largo, inacabable, eterno, durante el que tuve tiempo de conocer Lisboa como la palma de mi mano.
Pero por fin, un luminoso día, encapotado y lluvioso pero resplandeciente para mí, me fue entregada mi presa. Y pude emprender el camino de vuelta a casa que, por cierto, no fue nada agradable. Tuvimos que atravesar la meseta manchega en pleno mes de enero, con un frío intenso que nos helaba hasta las ideas, por aquel paisaje árido, a veces nevado, casi deshabitado salvo cuando, de vez en cuando, como un oasis en medio del desierto, una ciudad amurallada nos recibía con su excelente y energética comida. Hacia el este la naturaleza empezó a suavizarse, con parajes más verdes y una temperatura más templada; pero era un viaje forzoso y no de placer, y los dos agentes que me acompañaban estaban tan hartos y hastiados como yo mismo, aún más si cabe, porque a ellos no les motivaba el peso de la responsabilidad que me inducía a mí a seguir adelante, y en París habían dejado esposa e hijos. La promesa de una recompensa económica los había consolado en un principio, pero creo que a aquellas alturas empezaban a considerar que no valía la pena, y todos teníamos que luchar contra nuestro desánimo y mal humor. Para colmo de males nuestro prisionero no se mostró ni dócil ni resignado con su suerte. Por cuatro veces intentó escapar, y no tuvimos más remedio que reforzar la vigilancia y hacer turnos durante la noche a costa de horas de descanso y de sueño. Afortunadamente fracasó en sus intentos de soborno a los agentes, y las quejas y brotes de rebeldía con los que intentaba entorpecer nuestra marcha no tuvieron más efecto que el de fastidiarnos a todos.
Finalmente llegamos a París el 7 de enero de 1788, aquejados de un cansancio físico y anímico que cegó todo brote de alegría a pesar de haber alcanzado nuestra preciada meta. Pero cuando nos adentramos por las calles de la capital y nos vimos envueltos por su familiar hedor y ajetreo, comenzamos a respirar, aliviados, con la felicidad del exiliado que regresa al hogar.
Habíamos vuelto.
Nos dirigimos directamente hacia el Châtelet, y allí entregué a mi prisionero. Después liberé a mis dos agentes, que tenían tanta prisa por alejarse que apenas tuvieron tiempo de despedirse de mí, y sólo entonces me permití un respiro para situarme y reflexionar sobre mi futuro próximo y los deberes que me acuciaban.
El vigilante de la Salpêtrière me había facilitado los detalles de su conversación con quien le indujo a liberar a La Motte, pero no había sido capaz de darme su nombre, y la descripción que de él hizo era tan poco explícita que resultaba insuficiente para cualquier identificación fiable. Pero aún quedaba la posibilidad de que lo reconociese si volvía a verlo. Y lo haría. Le había prometido la libertad a cambio y eso era estímulo suficiente para superar cualquier otra reserva. Ahora era trabajo mío el presentarle a los sospechosos.
La otra cuestión que tenía pendiente era Lucile. Me enteré, al regresar a mi apartamento, de que había venido a visitarme. Me quedé con su tarjeta de visita en la mano durante largo rato. Yo había roto interiormente con ella después del episodio de Montmair. Pero no la había olvidado. No podía mirar con interés a una mujer sin recordar a Lucile. No es que las comparase; simplemente el recuerdo de ella se interponía. Observé la tarjeta de nuevo. ¿Dónde estaría ahora?
Al día siguiente visité a la baronesa de Ostry.
—Está en Nuartres, querido, con sus hijos. ¡Son las fiestas navideñas! —exclamó, como si yo no tuviera dos dedos de frente.
Navidad, sí claro, sonreí con tristeza. En aquellos momentos yo no podía dejar París. Temía por la seguridad de mi detenido. Teniendo en cuenta las señales que había constatado de la vigilancia a la que yo estaba siendo sometido, la vida del sujeto corría grave peligro. Había adoptado algunas medidas en pro de su seguridad, pero aun así lo sensato era llevar a cabo las identificaciones a la mayor brevedad, pues tarde o temprano las medidas adoptadas podían fallar o ser burladas. Tenía que comenzar los interrogatorios sin demora alguna.
Mi detenido me describió las prendas con las que iba cubierto su sobornador y me dictó las palabras que le dijo y pudo recordar. Después me paseé por los Juzgados y convencí a unos cuantos abogados, magistrados y oficiales para que se prestaran a la identificación en el papel de falsos sospechosos. Y entre ellos conseguí cazar a Desmond, quien por su relación con Bramont podía también estar implicado, y al que mezclé entre los anteriores, en número total de seis. Trasladé a mi detenido hasta uno de los despachos de los agentes de policía y allí hice entrar uno a uno a mis colaboradores y a Desmond, cubiertos con la capa y el sombrero descritos y con el corto texto que me había dado el preso aprendido de memoria. Éste, atemorizado por los males que le había anunciado caso de mentirme, se tomó en serio su papel y negó con rotundidad que se tratara de cualquiera de ellos. Desmond quedó así descartado.
Después cursé una citación oficial para los otros sospechosos: Fillard y Mounard. A Bramont lo encontré en el restaurante cercano al Palacio de Justicia que solía frecuentar. Estaba solo, con un plato de carne de la que estaba dando cuenta mientras hojeaba una gaceta.
—¿Así que ya ha vuelto? —fue su saludo cuando me detuve junto a su mesa—. Me habían dicho que estaba usted en Londres. ¿Quiere sentarse?
—No, gracias. Tengo prisa. ¿Sabe por qué estaba en Londres?
Se pasó la servilleta por los labios, se reclinó hacia atrás y me contestó, en un tono calculadamente pausado que me hizo vislumbrar su prevención:
—Está investigando la fuga de La Motte.
—Correcto.
—¿Ha descubierto ya a los culpables?
—He hecho importantes descubrimientos, sí. Por ejemplo, he descubierto que usted ocultó a la fugitiva en el local que tiene en la calle Saint-Denis.
Bramont sonrió forzadamente y bajó la vista. Tuve que apartarme para dejar paso al camarero que servía platos humeantes. El local estaba lleno y el trasiego a aquella hora era destacable.
—¿De verdad no quiere sentarse? —insistió Bramont—. Eso me permitiría seguir comiendo. Se me va a enfriar el cordero.
—De hecho no vengo de Londres, sino de Lisboa —continué—, donde he conseguido detener al vigilante de la Salpêtrière que ayudó a la evasión de La Motte. Ahora está preso en el Châtelet. Aunque ya lo debe de saber. Usted y sus compadres se han esforzado mucho en intentar evitarlo.
—Está equivocado. Yo no intervine en esa fuga.
—Si es cierto que no intervino, no tendrá inconveniente en someterse a un reconocimiento.
—Ninguno en absoluto. ¿Cuándo?
Su negativa no me asombró. No esperaba una confesión. Lo único que me reveló su pronta predisposición fue que perdería el tiempo. No debía de haber sido él quien lo sobornó. Pero de todas formas dije:
—Esta misma tarde, a las cinco. Traiga también a Didier Durnais.
Su expresión permaneció petrificada.
—Se lo diré —contestó en tono neutro—. Pero él hará lo que quiera. Yo no gobierno sus actos.
—Lo supongo. Pero si no viene por las buenas, tendrá que hacerlo por las malas. Creo que es una advertencia que debería trasladarle.
—Decía usted que tenía prisa —recordó—. Si ya ha terminado, quisiera hacer lo propio con mi comida.
Aquella tarde acudió, a las cinco en punto, en compañía de su primo, Didier Durnais. Bramont conservó el temple durante todo el reconocimiento, pero Durnais se mostró nervioso e inseguro. De todas formas, mi testigo negó sin género de dudas que se tratase de alguno de ellos. Y el mismo resultado arrojó el reconocimiento de Fillard y Mounard, que acudieron puntuales a la hora a la que estaban citados.
¿Y ahora qué? Sólo me quedaba ampliar el círculo de sospechosos a base de dar palos de ciego, o bien detener a los que yo sabía culpables, a pesar de no tener pruebas contra ellos, y someterlos a un interrogatorio en profundidad. Pero no podía tomar yo solo una decisión que pudiera tener otro tipo de implicaciones, así que decidí consultar antes con Versalles.
El secretario de la reina escuchó el informe de mis averiguaciones en medio de un hosco silencio de ceño fruncido, las manos a la espalda, mientras paseábamos en un aparte en el Salón de los Espejos.
—Quizá es una tarea demasiado ardua para que la soporte usted solo.
—No entiendo —protesté, intuyendo en su pretendida comprensión un velado reproche a mi diligencia.
—Ha hecho muchos progresos, sin duda. —Sonrió acartonadamente, deteniéndose frente a uno de los ventanales—. Y los indicios que me ha expuesto demuestran que sus sospechas no son infundadas. Pero no encuentro en lo que me ha dicho ningún progreso respecto de lo que ya me anunció usted en el informe que me remitió desde Lisboa, cuando pidió mi intervención para que el Gobierno solicitara la entrega del vigilante de la Salpêtrière. ¿Ha obtenido algún nuevo dato o alguna nueva prueba desde entonces?
—Ya he dicho que he sometido a algunos de los sospechosos a un reconocimiento —me defendí—, pero el vigilante ha negado que alguno de ellos fuera el que lo sobornó. Si se tratara de individuos corrientes los indicios que tengo me hubiesen bastado para detenerlos e interrogarlos. Pero me ha retenido el temor de que la popularidad de que gozan el duque de Orleans y sus allegados convirtiese esa acción en contraproducente para los asuntos públicos.
—Un temor muy fundado —confirmó—. Los parlamentarios sólo pretenden proteger sus propios intereses, pero lo cierto es que la opinión pública los arropa y han convertido al duque de Orleans en el líder de la oposición. La Corona está en manos de unos jurisconsultos con afán de protagonismo. Hemos de volver a recuperar las riendas; pero mientras tanto, se ha de actuar con cautela. Y, sin embargo, la situación empieza a ser ya apremiante. Hay que encontrar esas pruebas, marqués, hay que encontrarlas para desenmascarar todo este asunto antes de que las calumnias de esa mujer lleguen a publicarse. Será la única forma de restarles credibilidad.
—Lo comprendo perfectamente —repuse desazonado—, pero la verdad es que no sé qué más puedo hacer.
—Bien —concluyó el hombre—; intentaré encontrarle alguna ayuda. Déjelo de mi cuenta.
Volví a mi casa arrastrando los pies como si llevara plomo en los zapatos. Ni una palabra de felicitación, de reconocimiento por el esfuerzo desplegado y los importantes avances realizados. Sabía quiénes eran los culpables. Los había descubierto. Había hecho una buena labor y no había escatimado dedicación a ello. Pero no tenía pruebas, y por amables que hubiesen sido, las palabras del secretario traslucían decepción. El caso no estaba resuelto y eso era lo único importante para él.
Marionne Miraneau
Estaba en el despacho de mi casa, sentada en uno de sus sillones, intentando concentrarme en la lectura de una novela. Últimamente ésta era mi única distracción. Desde que entregara a Desmond los documentos, no me apetecía salir ni ir a ningún sitio. No podía olvidar la expresión del conde de Coboure, mezcla de odio y de dolorida decepción, ni aquellas últimas palabras suyas. Si hubiese podido confiar… Pero no. Había actuado bien. Había obrado cuerdamente, debía asegurarme. No me arrepentía de lo que había hecho, y, sin embargo, no podía evitar padecer una penosa sensación de pérdida cuando pensaba en él. Y cuando no pensaba también. Algo había perdido en ese camino. Algo importante, porque de pronto había desaparecido de mi interior la alegría, la energía, las ganas de hacer cosas. ¿Qué me pasaba? Como si alguien hubiese estado removiendo mi espíritu con una zarza de espinas, tenía la sensibilidad a flor de piel y todo me irritaba o me hacía brotar las lágrimas, y sentía un constante deseo de romper a llorar sin acabar de hacerlo nunca.
Llamaron a la puerta. Sabía que no era para mí y no me moví. Oí voces y risas y exclamaciones provenientes del salón. Intenté hacer abstracción del alboroto y volver a concentrarme en la lectura, pero llamaron de nuevo y llegó hasta mí el intercambio de más voces y de más risas y de más exclamaciones. A cada sonido las líneas escritas se volvían impenetrables e incomprensibles, y debía volver sobre ellas, una y otra vez, intentando inútilmente aislarme de aquel barullo que me iba crispando los nervios y exasperando hasta que, incapaz de contenerme, me lancé como una furia hacia el salón.
—Pero ¿se puede saber qué ocurre? —bramé desde la puerta abierta.
La reunión estaba formada por Edith, y por Daniel, y por su compañero de piso Gérard y su amigo Jacques, que seguían acudiendo a nuestra casa para preparar sus publicaciones. Estaban buscando un local, decían, un local grande donde poder colocar la imprenta, pero la promesa databa ya de hacía algunas semanas y de momento no parecía que fuera a cumplirse en breve.
—¿Nos ayudas, Marionne? —me preguntó Edith.
—No —gruñí—. Tengo trabajo. ¡Y haced el favor de no armar tanto ruido, que no puedo concentrarme!
Cerré de un portazo. Pero apenas había tenido tiempo de sentarme cuando Edith ya estaba en la habitación, en la que entró como un vendaval.
—¿Se puede saber qué te ocurre, Marionne? —me espetó—. Hace días que estás insoportable. Casi ni te reconozco.
—¿Y qué te importa?
—Mucho me importa, porque tengo que aguantarte a todas horas, en casa y en el taller. Y ya no hay quien te aguante. Hasta nuestros trabajadores están hartos de ti. Desde que volviste de tu viajecito con el ilustre conde estás intratable.
Me sorprendí. Yo no le había dicho nada al respecto.
—¿De qué hablas? —respondí—. Fui a visitar a unos posibles clientes que residen fuera de París.
—A otro perro con ese hueso, Marionne. Alquilaste un coche que devolvió al día siguiente un criado del conde de Coboure.
Así que él había devuelto el carruaje, después de todo. Yo ya lo había dado por perdido; esperaba una reclamación en cualquier momento. Me sentí mal. Cada buena acción suya era un dardo lanzado a mi conciencia.
—¿Y cómo sabes tú eso?
—Me lo dijo el encargado de la cochera cuando vino a devolver la garantía. Lo alquilaste tres días después de cenar con el conde y tras recibir sus blancas sábanas —añadió con retintín—. No sé lo que te pasa. A mí me da igual con quien vayas y no entiendo esa obsesión tuya por ocultármelo todo. ¿Qué te ocurre? ¿Temes que te haya dejado preñada o qué?
—No digas disparates —refuté—. Tú sí que has de tener cuidado de que no te deje preñada Daniel. No os andáis con remilgos, ¿verdad?
—Tenemos cuidado.
—Estupendo. Será fantástico tener a una madre soltera en la familia.
Me miró agriamente y repuso:
—Eres insoportable, Marionne.
—Entonces déjame tranquila —repliqué, queriendo serlo aún más—. Nadie te ha pedido que te metas donde no te llaman.
—Desde luego —dijo, con un tono cargado de reproche—. No sé por qué me he molestado. Sigue así y acabarás más sola que la una.
Ahí terminó nuestra riña, y Edith ya no volvió a hacerme ninguna pregunta, ni yo a ella. Durante los días siguientes apenas si nos hablamos. La pereza y la desgana se apoderaron de mí, y todos los días me marchaba pronto del taller y me refugiaba en mi dormitorio. Cuando el sueño me vencía me acurrucaba en el cobijo de la ropa blanca de algodón que cubría mi lecho, y posaba mi vista en el escudo bordado con hilos de oro que había en su esquina. Los juegos de sábanas que había confeccionado para el conde de Coboure me habían sido devueltos al día siguiente de su entrega, sin ninguna explicación sobre el motivo de su rechazo, aunque resultaba innecesaria. Pero yo había conservado el original que ahora me cubría, como reliquia de lo que pudo haber sido si el mundo y las circunstancias hubiesen sido distintas.
Estaba en mi taller cuando apareció. Lo hizo de una forma tan ostentosa y aparatosa que el asombro paralizó durante unos minutos toda la actividad. Entró en el local dentro de una silla de mano cerrada, profusamente decorada con relieves, pinturas y dorados, sostenida por cuatro porteadores empelucados y uniformados que dejaron el habitáculo en el suelo y le abrieron la puerta con gran solemnidad. Los trabajadores, e incluso yo misma con excepción de la cena con la que me había agasajado el conde, nunca habían visto el despliegue de tanta pompa, y debieron de creer que de aquella caja transportadora de seres humanos iba a descender la misma reina. Por la edad de la visitante comprendieron que no era así, pero el atavio de la dama, con su lujoso y costoso vestido y su altanero bastón con empuñadura de oro, no disminuyó la admiración que había despertado su espectacular entrada.
Me acerqué a ella antes incluso de haber superado mi sorpresa.
—¡Ah! —exhaló—. Aquí se puede respirar. Esas cajas son como una jaula —protestó—. Tendrá la amabilidad de ofrecerme una silla y un vaso de agua, ¿verdad, joven?
—Faltaría más —repuse, sin atreverme a preguntarle quién demonios era—. Si tiene la gentileza de seguirme…
La conduje hasta mi despacho, le ofrecí mi propio sillón, que era más cómodo que las sillas que tenía reservadas para las visitas, y le di un vaso de agua que apuró con ansiedad.
—¡Bueno! —suspiró, tendiéndome el recipiente vacío, que volví a rellenar y dejé en la mesa a su alcance—. Ahora estoy mucho mejor. Gracias, querida. La próxima vez vendré en carroza. Pero el tráfico es tan imposible durante el día… la última vez en que la utilicé quedé atrapada en un atasco durante dos horas. ¡Qué espanto, querida, no se puede imaginar el desespero! —exclamó, abriendo de una sonora sacudida su abanico nacarado.
—¿En qué puedo servirla, señora? —me decidí a preguntarle.
—Soy la baronesa de Ostry, amiga de la duquesa de Toulanges. ¿Le dice algo ese nombre?
—Pues… con sinceridad… no… Pero —pregunté aturdida—, ¿busca a alguien en concreto? Yo no…
—Usted es la señorita Miraneau, ¿no es cierto? —cortó con rotundidad, más para evidenciar que sabía bien con quién estaba hablando que para constatarlo—. ¿Y no le dice nada el nombre de Toulanges?
—Le pido mil excusas si cometo una incorrección, pero no, no me dice nada.
—Al menos veo que conserva usted su educación. Es un placer tratar con personas bien educadas. No es fácil, entre la juventud de hoy en día. Hay quienes consideran que el descaro es una prueba de carácter. ¡Qué error! Lo que no saben es que con su actitud se descalifican ellos mismos. En fin, no nos desviemos de la cuestión. Los duques de Toulanges son los padres del conde de Coboure. Ese nombre sí le dirá algo, supongo.
Sí, desde luego, me dije a mí misma, mientras me veía en la imperiosa necesidad de buscar el sostén de una silla, sin apartar mi atónita vista de la inesperada y misteriosa dama.
—Claro que sí, querida. —Sonrió maternalmente la mujer—. Ninguna joven con buen sentido que haya conocido al conde podría olvidarlo. —Aquí se interrumpió, esperando un asentimiento por mi parte. Me limité a sonreír con amabilidad—. Veo que sí tiene usted buen juicio. Bien, pues la misión que me ha traído hasta aquí tiene que ver con él. Pero es altamente confidencial, ¿comprende? Tan confidencial que tendré que pedirle que ni siquiera mencione esta conversación al propio conde. A mí me envía su madre —explicó al ver mi expresión de asombro—, no él. Así que le rogaría que cerrara la puerta para que podamos hablar con mayor libertad.
Aquel preámbulo tenía un halo tan misterioso que me apresuré a hacer como me indicaba, presa de la curiosidad. Y también me di cuenta de que no era una medida inútil, pues en cuanto me acerqué a la puerta descubrí que todos los obreros estaban aún pendientes de mi sorprendente visitante. Les lancé desde el quicio una mirada reprobatoria e inmediatamente desviaron la suya y fingieron afanarse en su labor.
—Verá, joven —me dijo la mujer en cuanto me hube sentado de nuevo—, no me voy a andar con disimulos porque sería una absurdidad, así que le diré con toda sinceridad a lo que he venido. He venido a fisgar en su vida privada. Antes de que usted se moleste por esta evidente impertinencia, voy a explicarle la causa de mi interés, que es… —aquí soltó una suave risilla, como anuncio de que lo que iba a añadir era algo atrevido— bastante delicada, porque afecta a la intimidad del joven Bramont y de su familia. —Se removió inquieta en su silla y se inclinó hacia mí como si estuviese a punto de transmitirme un gran secreto—. La duquesa de Toulanges, la madre del joven Bramont, que es muy amiga mía, está deseosa de que su hijo contraiga matrimonio. Es natural, porque el joven ya está en edad de ello, pero parece que se ha empeñado en martirizar a su madre con sus inapropiadas aventuras. Sabrá usted que tuvo un romance con una mujer casada…
—Algo me comentó, sí —repuse, fascinada por aquellas inusitadas confidencias que me estaba haciendo aquella desconocida baronesa a propósito del conde—. ¿Quién era?
—Lucile de Briand. Supongo que no la conocerá.
Negué con la cabeza pero la miré invitándola a que me diese más detalles.
—Ah, una mujer exquisita, pero, por suerte para mi amiga, la duquesa de Toulanges, eso ya terminó. Entonces creyó que era la oportunidad de que…
—¿Qué ocurrió? —la interrumpí.
La mujer me miró unos instantes, con los labios apretados, como dudando de contestarme.
—No sé si debo decírselo, por respeto al joven Bramont —musitó—. Aunque en realidad, todo el mundo lo sabe, así que por una más… ¡Pero no le diga nunca que se lo he dicho!
—No, no —me apresuré a decir.
—Lo dejó por otro —sentenció.
—¿Ah, sí? —pregunté extasiada—. ¿Por quién?
—Por el señor Courtain, el marqués de Sainte-Agnès. ¿Lo conoce usted?
¡El marqués de Sainte-Agnès! Contuve el aliento… ¡¡¡caramba!!!
—Pues como le decía —continuó la anciana dama—, entonces su madre creyó que era la oportunidad de casarlo convenientemente, pero al joven no se le ha ocurrido otra cosa que liarse con esa libertina, esa extremista que ha tenido más amantes que ideas tiene en la cabeza.
—¿La señora Lymaux? —apunté.
—Ah, veo que está usted al corriente. Así es, así es, ¡con esa depravada! Y parecía que la cosa duraría poco, porque en general a esa mujer sus amantes le duran un suspiro, pero la aventura se está alargando más de lo esperado, y su madre empieza a estar sumamente inquieta. Y ahí es donde entra usted.
—¿Yo? —exclamé atónita.
—La duquesa está buscando candidatas que puedan desviar la atención del joven Bramont de esa viuda excéntrica. Sin embargo, ha fracasado con todas las que ella conoce. El otro día renació su esperanza al enterarse de que su hijo había invitado a una joven a una cena íntima, algo que el conde no ha hecho ni una sola vez desde que se trasladó a su actual residencia, lo que significa que la ha distinguido a usted de entre todas las demás. Por ello la duquesa me ha pedido que venga a indagar sobre sus condiciones personales y familiares, a ver si son adecuadas para que pueda convertirse en la esposa de su hijo, en cuyo caso está dispuesta a colaborar en todo lo necesario. Por supuesto que éste no debe enterarse de esta maniobra, pues de lo contrario se enojará terriblemente con su madre.
Sonreí apenada.
—No hay distinción alguna —repuse—. Puede usted decirle a la duquesa que su hijo no tiene la mínima intención de volver a verme. A mí también puede tacharme de la lista. Por otra parte —añadí, mientras hacía un gesto señalando a mi alrededor— puede comprobar que mi clase y situación es muy inferior a la del conde.
—Eso no es ahora lo principal. La duquesa hubiese preferido alguien de linaje y fortuna, claro está, pero dado que no hay nadie de esas cualidades que despierte el interés de su hijo, se ha resignado a aceptar a quien él elija. Lo esencial es que sea bien educada y tenga aptitudes para adaptarse al rango que adquirirá tras su matrimonio con él. ¿Comprende usted?
—Es usted muy amable, pero le aseguro que pierde el tiempo conmigo, baronesa.
—¡Mi tiempo no tiene ningún valor, querida! —despreció—. A mi edad estoy retirada de todo. Mi abundante tiempo libre lo dedico a pensar en mis achaques y a quejarme de ellos. Venga —me incitó—, no sea usted tan modesta. Hábleme un poco de usted, de su familia, de su educación, de cómo conoció al joven Bramont… aunque sólo sea para que pueda justificar ante mi amiga mi visita aquí.
Callé unos instantes, pero no se me ocurrió el medio de negarme sin resultar grosera. Comencé titubeante, porque no estaba acostumbrada a hablar de mí misma, pero me fui soltando poco a poco. Le conté la educación que había recibido, la vida que había llevado antes del fallecimiento de mi padre, y luego le comenté la tragedia de su muerte y la difícil situación económica en la que nos habíamos visto inmersas y de la que habíamos salido gracias a la bondad de un empresario amigo de la familia y a la generosidad del conde, que me había condonado varios meses de renta y quien, al explicarle nuestros apuros, había convenido en invertir en el negocio una suma de dinero para ayudarme a ponerlo de nuevo en marcha. Para acabar le dije que nuestros encuentros se habían limitado a dos, ya que silencié lo referente al albergue, que todos mis contactos con él los mantenía a través de su abogado, maître Desmond, y que por ello estaba convencida de que ni siquiera había pasado por su mente la posibilidad de entablar relación alguna conmigo.
—Eso usted no lo puede saber, joven —me dijo la mujer—. Pero me parece bien que sea una persona centrada y con los pies en el suelo. Le trasladaré lo que me ha contado a mi buena amiga, y ya veremos cómo se desarrolla todo. Por lo que a mí respecta, creo que es usted una joven encantadora llena de virtudes, y así se lo manifestaré a la duquesa de Toulanges.
La acompañé hasta la salida, incluso cuando ella volvió a subirse en su silla de mano para atravesar el patio, y cuando la vi alejarse calle abajo me inquietó la intuición de que su visita, su explicación y su indagación eran muy extrañas.
André Courtain
Los reconocimientos habían terminado y era preciso esconder a mi detenido, que se había convertido a la vez en mi protegido. Sabía de un monasterio en los Pirineos catalanes, traspasada la frontera, que serviría a mis fines, pues no sólo estaba alejado y aislado entre altas montañas, sino que quedaba fuera de las influencias de cualquiera de los ejecutores o ideólogos de la fuga de La Motte. Lo trasladaría hasta allí con el máximo secreto.
Y puede que a la vuelta pasara por Nuartres…
La carroza ya estaba cargada con equipaje ligero. Llamaron a la puerta. Supuse que era mi criado para avisarme de que todo estaba dispuesto para la partida. Pero, en lugar de ello, me encontré con un desconocido lacayo que me extendía una citación urgente del secretario de la reina. Sufrí una contrariedad, pero no tenía más remedio que acudir a su llamada.
—Ah, marqués —saludó el secretario, saliendo a mi encuentro desde detrás de su escritorio y posando una mano amigable en mi hombro—. Le dije que le buscaría ayuda, y he cumplido mi palabra. Conoce usted, sin duda, a la baronesa de Ostry.
—¿La baronesa de Ostry? —me asombré.
—La misma, la misma. Veo, por su expresión, que sí la conoce. En realidad me pregunto si hay alguien que no lo haga. Es una vieja amiga mía, así que solicité su colaboración. Lo que poca gente sabe es que esa mujer, en tiempos de Luis XV, fue una maestra de la intriga, y aunque se retiró después de su muerte, hoy en día sigue conservando todas sus excepcionales dotes. Con su parloteo insustancial parece que sólo habla y no escucha, pero está atenta a todo y es astuta como un zorro. Y, además, está completamente volcada a nuestro favor. Y me ha hecho saber que ha descubierto algunas cosas que quizá le resulten a usted de utilidad. Le sugiero que hable con ella. Y le ruego que no se relaje, marqués. Comprendo que en ocasiones las dificultades lo hagan caer en el desánimo, pero es mucho lo que está en juego para permitirnos esa debilidad.
—Bien —acepté de mala gana—; ahora estaba a punto de salir de viaje. Estaré de vuelta en pocos días y entonces me entrevistaré gustosamente con la baronesa.
—Marqués —sonrió el secretario, volviendo a apoyar su mano en mi hombro—, ignoro qué asuntos lo reclaman, pero tenga en cuenta que los del rey son lo primero y que en éste no hay demora que podamos validar.
—Claro —me sometí contrariado—. Por supuesto.
Salí hecho un basilisco. La baronesa. ¿Qué podía saber la baronesa que valiera la pena? Una maestra de la intriga… ¡la baronesa!… Ordené a mi cochero que antes de salir de la ciudad se detuviese en su residencia. Me presentaría en su casa y la obligaría a decirme las cuatro tonterías a las que el secretario daba tanta importancia, y luego recogería al preso en el Châtelet y saldría inmediatamente de París hacia los Pirineos, y después… ¡hacia Nuartres! Antes dudaba de ir al encuentro de Lucile, pero la contrariedad acababa de decidirme.
—¡Miren quién está aquí! —exclamó, recibiéndome en su pequeño jardincillo, hasta donde me había conducido su sirviente.
La baronesa estaba junto a sus rosales, con unas tenazas en las manos entreteniéndose en recortar sus tallos y hojas muertas. La saludé con una seca y acuciante reverencia.
—Esta mañana he estado conversando con el secretario de la reina a propósito del asunto de La Motte —abordé sin preámbulo—.
Me ha informado de que solicitó la colaboración de usted al respecto.
—¿Y será posible que hayan tenido que recurrir a mí? —replicó refunfuñando—. Eso demuestra que son todos unos inútiles y unos blandengues. Si reinara Luis XIV, ¿cree que estaría pasando todo lo que está pasando? ¿Cree que a él el Parlamento iba a atreverse ni a chistarle? ¡Pero no tenemos gobernantes, amigo mío, no tenemos gobernantes! Luis XVI será una buena persona, pero mejor estaría cultivando hortalizas que ostentando una corona. ¡Y ese Brienne! ¡Menudo mentecato! ¿Es que consiguió algo de la Asamblea de Notables? No. ¿Es que ha conseguido algo del Parlamento? ¡Que se ponga en entredicho la autoridad del rey, eso ha conseguido! Si el Parlamento se opone, se disuelve y se encierra a los rebeldes. Si hay desórdenes y tumultos, se manda a la guardia y al ejército y se apresa a los revoltosos. Pero en lugar de eso, ¿qué han hecho? ¡Exiliar al duque de Orleans, ese frívolo cabeza hueca, para convertirlo en un héroe! ¿Sabe que el hombre desespera en su destierro porque eso le dificulta ver a su nueva amante, la condesa de Buffon, una mujer de veinte años de la que está perdidamente enamorado y que ha abandonado a su marido para satisfacerlo? ¡Nada de preocuparse por su destino político, menos por el de Francia! Llora como un niño desesperado, rogando se le levante el castigo. Pero ¿lo sabe eso la opinión pública? Si conociera de verdad al títere que ha erigido en líder, se le caería el alma a los pies. Pero con esa medida lo han ensalzado a sus ojos, y no evitan que se siga reclamando la convocatoria de los Estados. ¡Todo es un sinsentido! Un Gobierno así no puede mantenerse, se lo digo yo, no puede mantenerse. —Me miró tristemente y añadió—: Ayudaré a este penoso Gobierno todo lo que pueda, pero en cuanto vea que esto se hunde, me marcharé de Francia. Si llegan a convocarse los Estados Generales se acabó la autoridad y esto será un caos.
Miré a mi alrededor, impaciente, y asentí neutro. En realidad no escuchaba. Sólo quería acabar cuanto antes para partir.
—¡En fin! —suspiró—. Pero usted no ha venido a que le caliente la cabeza con mis malos augurios, sino a que le participe lo que he descubierto a propósito del asunto ese. Otro fiasco mayúsculo. ¡Primero arman un inmenso revuelo acusando a Rohan, y luego dejan que la culpable se escape! Y ahora todos a temblar por si se le ocurre abrir la boca a propósito de la reina, porque claro, aquí todo el mundo está dispuesto a creer cualquier bazofia que se diga de ella. ¿Cree que todo esto es serio? Dígame, ¿lo cree? —Negué obedientemente con la cabeza—. No, claro que no lo es —resopló—. Y usted intentando deshacer el entuerto, y encima tiene que andar con pies de plomo para no molestar a esos exaltados. —Sacudió la cabeza con desaprobación y luego, mirándome de frente, dijo—. Tengo entendido que espera que su detenido pueda identificar al que lo sobornó, ¿no es así?
—Sí, así es.
—¡Pues olvídese! Fue el vizconde de Saltrais, que en cuanto se enteró de que estaba usted a punto de prender al vigilante ese, huyó a Inglaterra. Está en Londres en estos momentos, y no espere que regrese hasta que no se sienta seguro. El vizconde de Saltrais es el cabecilla, y lo ha tenido a usted vigilado.
¿Saltrais? Sí, desde luego. Cómo no. Saltrais. No lo había descartado, pero no había centrado mis sospechas en él. Sin embargo era también afín al duque de Orleans, y especialmente próximo a Fillard y a Mounard, en cuya compañía lo había visto con frecuencia en el Café de Foy. Asentí con reconocimiento, y confieso que también con el amor propio algo zaherido.
—Cuando el secretario me dijo que sospechaba usted del conde de Mounard, fui a tirarle de la lengua —continuó la baronesa—. El buen hombre me tiene un gran aprecio desde que lo ayudé, hace ya muchos años, a ser presentado en la corte. Yo raramente niego la ayuda a nadie, ¿sabe usted?, no porque sea una santa, sino porque siempre me ha sido muy beneficioso rodearme de personas que me deben favores. —Me miró súbitamente alarmada por haberme hecho esa confesión—. No revelará este pequeño secretito a nadie, ¿verdad?
—¿Qué más le dijo Mounard? —pregunté ya interesado—. ¿Le explicó más detalles de la fuga?
—Ay, hijo mío. No crea usted ni por un momento que el bueno de Mounard me confesó abiertamente haber participado en la huida de esa mujer. En boca de Mounard, Saltrais es sólo un conocido con el que tiene ciertos intereses en común y que ha ido a Londres por asuntos de negocios. Otra cosa es que usted y yo nos lo creamos. Hay que saber escuchar, leer entre líneas y luego pensar y atar cabos. ¿Sabe que el conde de Mounard y el embajador inglés en Lisboa son amigos? Como la pobre chica ésa, Marionne Miraneau…
—¿Miraneau? —pregunté, sin comprender, intentando rememorar los datos de mi expediente. Y luego añadí, recordando el día en que había ido a visitar a aquella familia—. ¿Se refiere a aquella anciana inquilina del local de Bramont?
—No, me refiero a la hija. Alguien de mi servicio compró información de alguien del servicio del conde, y así tuve conocimiento de las visitas privadas que había recibido en los últimos meses, entre ellas las de esta joven. Amistad tan curiosa merecía cierta atención, así que fui a visitarla con falsos pretextos para sonsacarla —hizo una pausa y añadió—: El joven Bramont…, lo conozco desde que es un niño y siempre me pareció un muchacho inteligente y centrado, pero qué pena, se ha vuelto otro exaltado. ¿Pues no se ha unido a los que exigen la convocatoria de los Estados Generales y se ha aliado con La Fayette y los más liberales de entre los magistrados? Por la amistad que tengo con su madre quisiera protegerlo, ¡pero hay que pararles los pies a todos esos extremistas!
—¿Y qué averiguó de esa joven? —inquirí para retomar el tema.
—¡Que ella participó también, sin duda alguna! No me lo dijo, claro está, pero me desveló que Bramont la ha favorecido económicamente de una forma más que anormal si no existiese algún trato entre ellos. Le perdonó las rentas y le entregó cinco mil libras. Mi consejo es que la interrogue a fondo. Prenderla a ella no armará ningún revuelo y le conducirá a usted hasta Bramont, y Bramont le conducirá al resto. —Me miró sonriente y añadió—: Creo que voy a ofrecerle una taza de té y unas pastas. ¿Le apetecen?
Cuando salí de la residencia de la baronesa, subí a mi carruaje con desaliento. No podía marcharme de París. Miré el cielo plomizo, que parecía reflejar mi estado de ánimo. Estaba atrapado con aquel maldito asunto.
Al llegar al Châtelet dispuse que el viaje con el vigilante al monasterio de los Pirineos lo emprendiera mi agente de confianza, Criseau. Y ordené a dos agentes la detención de la ciudadana llamada Marionne Miraneau.