Capítulo X

Marionne Miraneau

La oferta del conde de Coboure, transmitida por boca de maître Desmond, se parecía tanto a un milagro que por unos instantes quedé aturdida mientras el abogado monologaba exponiendo los tecnicismos jurídicos del acuerdo. Cinco mil libras. ¡Cinco mil libras! ¡Y yo que creía que después de mi desafortunada incursión el conde iba a desahuciarme lanzándome a sus perros! Cinco mil libras y el alquiler. Bendito fuera. Bendito fuera él entre todos los hombres.

Aunque… una vez asimilada la idea, pude analizar su liberalidad bajo un prisma más racional. La carroza era la misma. Esa circunstancia evidenciaba que Daniel no me había mentido: el individuo del Marie fue a la residencia del conde tras salir del Palais Royal. Debió de tratarse de un enviado suyo. Quizá me recibió con intención de descubrir lo que sabía en realidad, pero al comprender que yo no lo relacionaba con aquél decidió interpretar aquella escena de hombre injustamente acusado para acabar de ahuyentar mis sospechas. Y para evitar que yo realizara nuevas tentativas desesperadas y por si acaso descubría algo más, había decidido comprar mi lealtad. Por cinco mil libras.

En cualquier caso, aquélla era para mí una oferta irrechazable, así que firmé sin leerlo el documento que Desmond me tendió, en el que ya estaba estampada la rúbrica del conde, y después tomé el pagaré salvador. Cuando salí de su despacho me sentía tan liviana que hubiese podido volar.

Ahora ya podía independizarme del señor Bontemps y reiniciar la actividad. No es que lo supiese todo, pero creía tener la experiencia suficiente para atreverme a lanzarme por mi cuenta, y, sobre todo, debía hacerlo, porque no podía seguir consumiendo el capital sin hacerlo productivo. Afortunadamente el señor Bontemps había resultado ser, bajo su apariencia autoritaria y adusta, una excelente persona, y creo que me había tomado estima, y, a riesgo de resultar inmodesta, que hasta se sentía orgulloso de mí. Se consideraba mi tutor en este mundo de los negocios, y no se resistía a dejarme suelta sin ampararme con su supervisión. Venía a visitarme a menudo a mi taller para asegurarse de que encargaba el mobiliario, maquinaria y utensilios apropiados; revisaba los precios a los que adquiría las telas, y me repetía una y otra vez las mismas recomendaciones, a las que yo, por amabilidad, atendía como si las escuchara por vez primera.

La maquinaria y mobiliario que había pedido tardaron tres semanas en llegar, pero, a la sazón, mi antiguo taller empezaba a parecerse a lo que había sido en tiempo de mi padre. El almacén estaba lleno de telas y había conseguido recuperar a tres de las costureras que habían trabajado para nosotros. También empleé a un par más de aprendices, y contaba con la ayuda de mi hermana. Quería que ella trabajase conmigo para que aprendiera el oficio y no quedase desamparada si a mí llegaba a ocurrirme algo. Por otra parte, necesitaba a alguien de confianza al frente del local, porque yo pasaba la mayoría de las horas del día visitando a nuestros antiguos clientes con la pretensión de recuperar a alguno de ellos.

En resumen pues, a finales de noviembre de 1787 mi negocio estaba en pleno funcionamiento y mis arcas a la espera de obtener los beneficios de la inversión.

Eran las tres de la tarde. Estaba en mi despacho con Edith, repasando las cuentas, cuando me anunciaron la visita de maître Desmond. Desde que había reemprendido la actividad solía visitarme una vez por semana. Me levanté para salir a su encuentro mientras mi hermana se escabullía encantada a mis espaldas, como hacía siempre que podía. Desmond estaba detenido bajo el quicio de la puerta de entrada, sin atreverse a traspasarla. Al verme se quitó educadamente el sombrero con su mano izquierda, porque en la derecha sostenía un ramo de flores.

Nos saludamos y lo conduje hasta el despacho. Cerré la puerta, e iba a sentarme en mi escritorio cuando interrumpió mi acción tendiéndome el ramo.

—Mi presente habitual —ofreció.

Era cierto. Nunca olvidaba su ramillete.

—Gracias.

—¿Qué tal? —inquirió—. ¿Cómo van las cosas?

—Bien, bien —contesté—. Ya hemos recuperado casi un tercio de nuestros antiguos clientes, y hace unos días conseguimos uno nuevo muy importante, un hospital, que nos hará pedidos frecuentes. Por suerte la memoria de mi padre aún pesaba sobre muchos de ellos, y presentándome con el aval de alguien solvente y conocido en el ramo como el señor Bontemps, se me está recibiendo con relativa aceptación. Confío en poder seguir aumentando la clientela.

—Estupendo. Y, si me permite la pregunta, ¿cómo va de fondos? Se lo digo porque…, en fin, en los negocios es algo normal ampliar capital, y si necesita un nuevo socio… yo… yo estaría dispuesto a hacer una aportación.

—Gracias, maître —agradecí, asombrada. De él no conocía ninguna razón oculta para su generosidad—. Es usted muy amable, pero por el momento no es necesario.

—Bien, de todas formas quiero que sepa que mantengo mi ofrecimiento por si en alguna ocasión lo precisara. —Bajó la vista hacia su sombrero, al que dio un par de vueltas entre sus manos, y luego, volviendo a levantarla hacia mí, me dijo—: Yo no soy tan rico como el conde de Coboure, claro está, pero mi situación no es precisamente apurada… quiero decir que es desahogada… buena, ¿me comprende?

—Eso es estupendo —me congratulé—. Lo celebro por usted. Sé lo que es pasar apuros económicos y le aseguro que no es nada agradable.

—Bueno, no se lo he dicho para vanagloriarme, sino para que no vuelva usted a pasar esos apuros de los que me habla. Confío en que después del tiempo que hace que nos conocemos…, bien, sería un honor para mí que me considerara usted amigo suyo.

Era siempre tan amable y atento que le sonreí con sinceridad. Hizo una pausa y de pronto me preguntó:

—¿Qué edad cree usted que tengo?

No era frecuente que Desmond me hiciera preguntas personales de esa índole.

—Por favor, no me ponga usted en ese apuro. Yo para adivinar edades soy un desastre.

—El mes próximo cumpliré treinta y cinco años —reveló—. Mi familia cree que ya es hora de que me case y funde una familia. Hasta me han escogido una candidata, pero quisiera ser yo quien eligiera a mi futura esposa.

Vaya. Por lo visto hoy era el día de las confidencias.

—Es natural. Está usted en su derecho —repuse anodinamente.

—En teoría es fácil de decir, el problema estriba en que mi elegida me corresponda.

Cuando dijo eso me miró de tal forma que comprendí, alarmada, que se estaba refiriendo a mí.

—Piense que si no le corresponde, es que no le merece —dije con voz neutra, y luego añadí, para desviar el tema—. ¿Dará usted un informe favorable de mi situación al conde de Coboure?

Soltó una sonrisa breve, y volvió a mirar su sombrero. Era una sonrisa provocada por la decepción. Se había dado cuenta de mi maniobra.

—Por supuesto —repuso—. No tiene que inquietarse en ese sentido.

—Bien. Dígale al conde que, si algún día quiere visitar mi taller, será un honor para mí enseñárselo y darle las explicaciones que considere oportunas.

Me pareció que al decir eso, su expresión se tensó.

—Es usted muy amable —contestó—. Se lo diré. Pero yo de usted no esperaría esa visita. El conde es un hombre muy ocupado, ¿sabe? —Pensó unos segundos y agregó—: Sobre todo desde que tiene una nueva amante, la señora Lymaux. ¿Ha oído hablar de ella?

Era seguro que sabía que no la conocía. ¿Por qué me contaba eso?

—Probablemente no se mueve en mis círculos —repuse.

—Es una viuda muy atractiva y muy rica.

—Ah. Pues si es muy rica entonces es seguro que no se mueve en mis círculos —bromeé.

Sonrió a modo de tregua y luego dijo:

—Mañana por la noche voy a la ópera. ¿Puedo pedirle que me acompañe? Tengo un palco reservado.

—Pues… —dudé.

Desmond pretendía cortejarme. Menuda sorpresa. Quizá ya venía haciéndolo desde hacía tiempo y yo no había reparado en ello. Que me visitara con tanta frecuencia, y que me trajera siempre flores… lo había considerado una mera atención, pero por lo visto no se trataba sólo de eso.

—Por favor —insistió.

—De acuerdo —convine, sin mucho entusiasmo.

—Estupendo —selló alegre. Luego se levantó y yo lo imité—. Bien, no la entretengo más. La veré mañana.

Lo acompañé hasta la puerta de entrada y salí con él al exterior.

—Maître, por cierto —se me ocurrió de pronto—, hace tiempo fui a visitar al conde a su residencia… No sé si se lo comentó…

—Lo hizo, sí —repuso escuetamente.

—Estaba en compañía de un joven de unos veinte años —mentí, describiendo al del bar Marie. Quizá tuviera suerte y Desmond, sin darse cuenta, me lo identificara—, estatura media, cabello castaño oscuro, ojos grises, con los dientes algo separados…

—Ah…, sí…, su primo Didier Durnais…

Permanecí en silencio un segundo. No había esperado que fuera tan fácil.

—Vive en la residencia del conde, ¿verdad?

—Hasta ahora sí, pero creo que se ha mudado hace poco. ¿Por qué?

—No, por nada.

En ese instante elevé la vista y descubrí a Daniel y a Edith en un rincón del patio, cogidos de la mano y en actitud cariñosa. La desvié de ellos y sonreí cortésmente a Desmond mientras me besaba la mano como despedida. Luego volví a entrar en el taller y me encerré a trabajar en mi despacho.

Edith entró al cabo de poco. Se sentó silenciosamente a mi lado y me ayudó a archivar documentos y a escribir algunas cartas. Tenía una expresión que casi me dio envidia. Edith estaba enamorada, y ese estado le hacía irradiar una felicidad y una alegría de vivir que no podía evitar desear para mí misma. Pero ¿con quién?, ¿con Desmond? Desmond era un buen hombre, me resultaba agradable, y además era un buen partido. Si lo aceptaba me daría seguridad y una vida tranquila y estable. Pero en aquel momento me pareció imposible que yo pudiera llegar a sentir por él lo que mi hermana parecía experimentar junto a Daniel. Quizá si llegaba a conocerlo mejor…

—Señorita —dijo alguien asomándose en el umbral de la puerta—, una de sus trabajadoras me ha dicho que podía entrar. Espero no importunarla. ¿Me recuerda usted?

Lo miré de arriba abajo, más por sorpresa que por necesidad de reconocerlo.

—Por supuesto, señor Rocard —respondí, sin poder resistir el impulso de levantarme—. Me sería difícil olvidarlo. ¿Cómo está usted?

—Bien, gracias a Dios.

—¿Y su preciado reloj? —chanceé.

Esbozó una semisonrisa y extrajo su reloj de oro del bolsillo del chaleco.

—En su sitio, por fortuna.

—Por fortuna para mí, supongo. Pase, haga el favor. ¿A qué debo la distinción de su visita? ¿Conoce a mi hermana Edith? Edith, éste es el señor Rocard, el secretario del conde de Coboure.

A mi hermana no se le ocurrió otra cosa que hacerle una reverencia.

—Es un honor, señorita —repuso. Luego, mirándome, añadió—: Me envía el conde de Coboure con una invitación para usted. Le ruega que, si le es posible, acepte cenar con él esta noche en su residencia. Y, en caso de que ya tenga un compromiso previo, le ruega le indique a qué hora puede él venir aquí a visitarla.

Me quedé de piedra. ¿El conde quería verme? Al asombro siguió la preocupación. Al ver a Rocard había supuesto que venía a conocer detalles económicos de mis cuentas, que maître Desmond no me había pedido, o a contrastar la información que éste le habría facilitado, pero si el interés provenía directamente del conde, y si además quería verme en persona, es que querría tratar del otro tema, de aquel en el que no me atrevía ni a pensar.

—Dígale al conde que mi casa es su casa y que puede venir siempre y a la hora que desee —pronuncié sin entusiasmo pero con medida gentileza—. No obstante, acepto complacida su invitación.

—Así se lo comunicaré. Gracias.

Mi hermana se mantuvo seria y formal hasta que nuestro visitante hubo desaparecido, pero luego exclamó, dando saltitos de excitación:

—¡Marionne! ¡Una cena con el conde de Coboure! ¡Qué emocionante!

Mi adusta y concentrada expresión le llamó la atención, y mudó la suya.

—¿Crees que… que querrá pedirte que le devuelvas el dinero? —preguntó alarmada.

—No, mujer —descarté—. El dinero le sale por las orejas a ése. Además, no puede, tengo un contrato.

Me querría ver por el asunto de la señora de La Motte. Ahora ya tenía el convencimiento. Después de su generosa aportación debía de suponer que no me animaría a negarle contestación. Y era cierto, ahora no podría hacerlo. Pero ¿hasta qué punto debía hablar? Empecé a notar un nerviosismo creciente.

—Estupendo —se reconfortó Edith—, pues entonces ponte guapa. Podrías llevar aquel vestido rojo que te regalamos por tu cumpleaños. Estás muy extremada con él.

—¿Aquél con el que se me ve todo? —protesté—. ¡Quita, quita! Me pondré el vestido azul de los domingos y ya está.

—¿Aquél tan cerrado? Pero Marionne —protestó Edith desilusionada—, ¡piensa, piensa! ¡Si cazaras a un conde! ¡Sería fabuloso! Ya no necesitaríamos trabajar. Viviríamos en un palacio fabuloso y…

—Edith, nosotras nunca cazaremos a un conde. Los nobles de su categoría no se casan con burguesitas pobretonas. A lo sumo las convierten en sus amantes hasta que les regalan un hijo ilegítimo. Así que arremángate y aprende cuanto puedas, que te tocará trabajar muchos años.

Guardamos silencio. Edith se quedó taciturna, como una niña a la que acabaran de negar un capricho. Pero se rehízo pronto, y ya en casa intentó de nuevo convencerme de que me pusiera el vestido rojo. Y para mi desgracia en esta ocasión tuvo a mi madre de su parte: una cosa era ir a la iglesia, y otra salir de cena; no podía presentarme ante un hombre de la mundología del conde vestida como una mojigata, y mucho menos teniendo un vestido tan espléndido que aún no había tenido ocasión de estrenar.

Así que, inevitablemente, a las siete y media de la tarde nos presentamos, mi llamativo vestido y yo, en la residencia del conde de Coboure.

Cuando llegué a la residencia del conde me hicieron esperar, como de costumbre, en la ya conocida antecámara, la de las galerías. Intenté distraerme observando las hermosas pinturas que pendían de las paredes, pero mi estado de ánimo, de creciente nerviosismo, me hacía impermeable a su arte, de forma que decidí emplearme de nuevo en la asignatura pendiente de escudriñar unos pasos más la parte de la galería que me estaba prohibida. Mas, apenas extraje la cabeza por ella, di un respingo. El conde acababa de aparecer por su otro extremo.

Me pareció poco oportuno retroceder para disimular mi atrevimiento cuando ya había sido descubierta, de forma que lo esperé clavada en el suelo. En esta ocasión iba magníficamente vestido, con casaca y calzón de terciopelo, chaleco de seda, y bordados y encajes bastantes, en cantidad y calidad, como para que yo nunca antes en mi vida hubiese visto un traje tan costoso. Intenté mantenerme firme mientras lo veía avanzar directo hacia mí, porque su visión me produjo un inevitable impacto.

—Señorita Miraneau —saludó sonriente—, es un placer volver a verla.

Estaba a punto de hacerle una reverencia, cuando me asombró al ser él quien con un ademán me pidió la mano para cumplir con dicha ceremonia.

—Para mí es un honor —repuse, intentando disimular mi confusión—. Ha sido muy amable al invitarme.

—No, al contrario. La amable ha sido usted por venir a pesar de avisarla con tan poco tiempo.

—Por la noche no suelo tener compromisos —contesté con espontaneidad.

Me arrepentí de inmediato de mi simpleza, con la que podía haber dado a entender que no tenía mejor ocupación. No obstante, el conde me sorprendió gratamente al sonreírme con simpatía. Me indicó con un gesto que la dirección a seguir era la zona desconocida de la galería, y tuve una infantil satisfacción al poder atravesarla por fin de pleno derecho, nada menos que acompañada por el dueño de la casa.

—Maître Desmond me ha dicho que está usted haciendo muchos progresos en su empresa —me dijo mientras caminábamos.

—Oh, sí. Pasar de no tener ningún cliente a tener alguno, puede considerarse un enorme progreso. Por cierto, ¿a quién le compra usted su ropa del hogar?

—Supongo que a partir de ahora se la tendré que comprar a usted.

—Buena idea —aprobé—. Por ser quien es le haré un buen descuento. Y, además, teniendo en cuenta que una tercera parte de los beneficios son para usted, estaría tirando el dinero si se la comprara a otro.

—Una observación acertada, y muy mercantilista. —Sonrió—. Pero —matizó, como si el tema le importara—, la calidad ¿me la puede asegurar?

—Oh, desde luego. Hoy no he venido preparada, pero otro día le puedo enseñar el muestrario de nuestras telas.

Habíamos llegado al final de la galería. Desembocaba ésta en unas escaleras sobrias de mármol cuya sencillez parecía anunciar el acceso a la zona más privada del palacete. Con todo, aquellas escaleras eran mucho más distinguidas que las centrales de mi propio edificio.

—Las sábanas de mi cama, por ejemplo —continuó él bajando el tono de voz mientras subíamos los peldaños—, son de puro algodón. Suelo dormir ligero de ropa y no soporto el tacto de otro material. ¿Puede suministrarme tela de esa pureza?

Lo miré desconcertada. ¿Es posible que estuviera galanteando? ¿O quizá sólo quería saber si me ruborizaba al mencionar su desnudez mientras dormía? Parpadeé incrédula, pero no sólo parecían evidenciarlo sus palabras, sino también su incisiva y socarrona mirada.

—¿Con bordado o sin bordado? —pregunté en tono profesional.

—Sólo uno pequeño —concretó—. El de mi escudo, en una esquina. ¿Quiere que se las muestre?

Sí. Estaba coqueteando. ¡Vaya! Esto sí que era inesperado.

—Por supuesto —asentí sin dudar—. Hágame llegar mañana a mi taller un juego de sus sábanas de cama, y le haremos una réplica exacta.

Sonrió con un guiño casi imperceptible.

—Es usted muy hábil esquivando proposiciones indecentes.

—He recibido una educación muy completa —repliqué—. Me han preparado para todo tipo de contingencias.

Soltó una risa fresca y alegre, y me dije que si la velada continuaba así iba a ser mucho más agradable e incitante de lo que había supuesto.

—Confío en que maître Desmond le trasladara mi agradecimiento por su generosa aportación —me atreví a recordar—. Espero no defraudarlo.

—Estoy seguro de que no lo hará. Sólo deposito mi confianza en quien la merece.

Estas gentiles palabras las acompañó con un gesto de cabeza de una cortesía tan exquisita, que yo misma me vi respondiéndole de igual forma. Cuando el caballero quería, reconocí con cierta alarma, sabía ser encantador. Me recordé a mí misma, como precaución, que estaba frente a nada menos que un amigo de la reina, un cortesano de élite de Versalles que debía de ser más que ducho en el arte de la adulación y de la seducción, y que si se esforzaba en aplicar su maestría conmigo, pobre profana, sin duda me encandilaría como a una inofensiva polilla.

Las escaleras desembocaban en su primera planta en un rellano que abocaba al pequeño jardincillo de la galería. Desde allí entramos en una estancia de reducidas proporciones, en la que me llamó la atención una mesa redonda de pequeño diámetro, ya equipada para la cena, exclusivamente para dos comensales, con un candelera de plata en su centro. El salón comunicaba con otra estancia de la que emanaba música de cámara, interpretada, según distinguí, por dos violines y un violonchelo. Dos lacayos vestidos con librea y coronados con pelucas blancas esperaban como dos estatuas apostados a ambos lados de la chimenea.

—¿Se trata de una velada romántica? —quise bromear para aligerar la impresión del escenario.

—Sólo he intentado que el ambiente fuera agradable. Le he pedido que viniera porque tengo que hablarle de un asunto. Aunque —y ahora sus ojos chispearon maliciosamente—, si quiere una velada romántica, estoy dispuesto.

—No, no, gracias —descarté amable—. Por mí no se esfuerce usted.

—Lástima —dijo arqueando las cejas en muestra de resignación—. Entonces ya no la castigaré más con mis insinuaciones. ¿Permite?

Hizo ademán de solicitarme la capa, y al quitármela me pareció vislumbrar en su rostro una expresión de admiración mientras con una rápida mirada me examinaba de arriba abajo. En aquel momento me alegré de haberme puesto aquel vestido rojo.

Dejó caer la prenda en los brazos de su sirviente, que la retiró deshecho en reverencias. Luego apartó una silla de la mesa y me invitó a sentarme. Lo hice y él ocupó la suya delante de mí. Al instante nos sirvieron el vino y los platos con manos enguantadas, y los criados se retiraron andando hacia atrás y con una reverencia. Aunque todo aquel lujo y ceremonia era para mí asombroso, evité mirarlos para no demostrarlo en exceso.

—Bien, Marionne… perdone, ¿puedo llamarla así?

—Claro.

—Ya sé en qué consiste ese asunto turbio y escandaloso del que me habló —anunció súbitamente.

—Supuse que querría preguntarme sobre ello.

—No me hace falta. Es probable que en estos momentos sepa mucho más que usted.

—¿Lo dice por presumir?

Se sonrió y clavó en mí una mirada tan significativa, que me di cuenta de que era yo la que en esos momentos estaba coqueteando. Enrojecí bruscamente y, al comprender que él lo habría notado, enrojecí aún más.

—Lo siento —me corregí, emergiendo de entre las llamas que incendiaban mi rostro—. No pretendía ser descortés.

—No lo ha sido —repuso, recostándose lentamente en el respaldo de su silla mientras me estudiaba—. Dígame, ¿se ha preguntado qué opinión me merece usted?

—No —contesté, sorprendida e incitada por aquella pregunta—. No he creído que se molestara usted en tener una opinión sobre mí.

—¿Y por qué no? —pareció confirmar—. ¿Por qué cree que le di las cinco mil libras?

Era en verdad una interesante pregunta.

—Imagino que quiere que sea discreta… —respondí con cautela—, y, por supuesto, lo tiene garantizado.

Su semblante se endureció.

—Le dije que yo no había tenido nada que ver. Me he enterado de lo ocurrido a raíz de mi entrevista con usted.

—Fue a su primo al que confundí con usted —no pude reprimirme de revelar—. Le ruego que no se enoje conmigo —añadí, con la máxima cordialidad de la que fui capaz—. Es normal que yo también hiciera mis averiguaciones.

Marcó una pausa y replicó:

—¿Y se le ha ocurrido pensar que quizá mi primo actuó por su cuenta y que yo nada tuve que ver? —Esperó a que yo diera alguna muestra de creerlo así, pero como me limité a mirarlo, agregó—: Además, La Motte se alojó la noche de su fuga en el local que usted ocupa. Es usted culpable y no le interesa hablar.

—Yo no soy culpable —me defendí con calor—. Su primo me pidió el local, pero no me dijo para qué lo quería.

—En cualquier caso, su posición es sospechosa y comprometida, así que le interesa guardar silencio por su propia seguridad, de forma que no hubiese sido inteligente que yo le diera las cinco mil libras con ese objetivo. ¿Está de acuerdo con mi razonamiento?

Asentí dócilmente. No valía la pena discutirle sus motivaciones.

—Bien, entonces volvemos al punto de partida. ¿Por qué le di las cinco mil libras?

Me encogí de hombros.

—No lo sé.

—¿Cree que fue para enriquecerme con un tercio de sus posibles futuros beneficios?

—No. Eso seguro que no —Me reí.

—Pues, ¿por qué, Marionne?… ¿Cree que fue para ganarme sus favores tras invitarla a cenar una noche…? —Me miró risueño.

—No, por favor —descarté de inmediato, sonrojándome levemente—. Doy por hecho que puede usted conseguir a la mujer que quiera sin necesidad de soltar un sou.

Nada más lo pronuncié, me mordí la lengua.

—¡No me diga! —exclamó él fingiendo complacida sorpresa—. ¿Eso cree? Es usted muy amable en su juicio sobre mí; le agradezco la lisonja. —Empezaba a extrañarme que no aprovechara mi torpeza para lanzarme una pulla mayor, cuando añadió—: ¿Significa eso que tengo francas expectativas de seducirla a usted esta noche?

Ahí estaba.

—No. —Me fundí—. No significa eso.

—¿Ah, no? Vaya, pues lamento constatar —continuó dulzón— que su amable premisa ha fallado a la primera.

Bebió un poco más de vino, observándome con regodeo por encima de su copa.

—Bien —suspiró, abriendo las manos en un gesto elocuente—. No sé, se me están acabando las ideas. Descartado el interés, descartado el pecado… ¿Se le ocurre a usted algo?

—¿Benevolencia?

—No me dedico a hacer obras de caridad.

—Pues no lo sé. Me rindo.

—A lo mejor me gustó usted.

Me quedé patidifusa y dejé de tragar cuando tenía el pescado justo en la campanilla. El resultado fue que me atraganté y empecé a toser compulsivamente. Me cubrí la boca con la servilleta mientras notaba que el esfuerzo me hacía saltar las lágrimas.

—¿Son mis palabras las que han causado este accidente? —dijo mientras me ofrecía solícito mi copa—. Si es así deberé disculparme; pero no creí que le resultara tan sorprendente. ¿No me cree capaz de tener buen gusto?

Bebí y respiré hondo, intentando superar la crisis.

—Señor —me impuse por encima de su chanza, con la voz todavía rota—, lo que dice no es que sea sorprendente, es que es increíble. Le recuerdo que iba a entregarme a la policía… Ahora bien, si de lo que se trata es de decir disparates…

Ahora se rió a placer. Era evidente que se lo estaba pasando en grande a mi costa.

—Aquello fue sólo una comedia para inducirla a contarme lo que quería saber.

—¡Oh! Pues estuvieron muy convincentes. Usted y el señor Rocard tienen una gran compenetración. Supongo que deben de dedicar algunas horas al día a ensayar.

Sonrió y me dijo con desenfado:

—¿Sabe? Me pregunto por qué no la invité antes. Es usted muy divertida.

—Tampoco usted es aburrido.

—Gracias. Y además, es usted preciosa, Marionne, si me permite el cumplido, y esta noche está francamente deslumbrante.

Quedé perpleja y me encendí de nuevo, quizá por enésima vez aquella noche. El halago me sonó a sincero y me impresionó de tal forma que tuve que desviar la vista de él para no enrojecer hasta la raíz del cabello. Recordé lo que me había dicho Edith y lo que yo le había contestado. Quizá no iba a ser tan fácil como había creído no querer saber nada del conde de Coboure.

Él observaba mi reacción con alegre deleite. Le encantaba azorarme.

—Veo que ha terminado el pescado —me dijo—. ¿Estaba aceptable?

—Oh, sí, sí. Exquisito.

—Ahora hay tres platos más. ¿Cree que podrá con ellos?

—¿Tres platos más? —pregunté escandalizada—. ¿Cuál de ellos es el postre?

—El último. —Sonrió—. ¿Prescindimos de los demás?

—Por mí sí, si usted no…

—Por mí no hay problema. Estoy desganado. —Me miró con picardía y añadió—: Debe de ser la emoción de su compañía.

No tenía los ojos muy grandes, pero a la luz de las velas eran claros, cálidos y muy expresivos, sobre todo cuando los acompañaba con aquel movimiento de cejas vivido y juguetón. Noté que sus ataques empezaban a hacer su efecto en mi ánimo y me alarmé. Aquel hombre no me convenía. La inferioridad de mi condición respecto de la suya era excesiva. Marionne, Marionne, sé sensata.

—¿Cómo es que todavía no se ha casado usted? —le solté de pronto.

El golpe fue eficaz. Pestañeó un par de veces, y se volvió hacia los sacrificados lacayos para indicarles con un leve gesto que trajeran los postres.

—¿De verdad le interesa? La única mujer con la que hubiese querido hacerlo ya estaba casada.

—Qué oportuno —osé bromear—. Pero ahora tiene usted una amante.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Desmond.

—Se ha dado buena prisa en informarla —reprochó.

Los sirvientes dejaron delante de nosotros una enorme fuente repleta de frutas, pasteles y dulces, y nos dejaron solos.

—Es sólo una amiga —explicó.

—Una amiga íntima —maticé.

—Depende de en qué sentido interprete lo de «íntima». Si es en el que me imagino, sí. Pero no por eso deja de ser sólo una amiga. —Tomó un dulce de la fuente y añadió—: Desmond la pretende, ¿verdad?

No estaba preparada para aquel contraataque, así que tardé unos segundos en responder.

—No lo sé.

—Ya. Va a verla cada dos por tres. Sabe que yo no tengo ninguna necesidad de estar tan al día de sus asuntos.

También yo cogí un dulce. Sus supuestos celos complacían más a mis oídos que la música de cámara que se filtraba desde la habitación contigua.

—¿Le interesa Desmond? —inquirió, sin tregua.

—¿Tengo que contestar a eso? —Quise hacerme la interesante.

—Yo le he dicho lo que hay entre Charlotte Lymaux y yo. Y le aseguro que no acostumbro a hacer confidencias. En serio, ¿le interesa?

—Aún no lo tengo decidido. Es una persona agradable.

—¿Sólo eso?

—Y un buen hombre.

—Ah.

Permanecimos en silencio. Él tenía su vista puesta en mí, pero no estaba segura de que en esos momentos sus pensamientos estuvieran centrados en mi persona, de forma que dije:

—Quizá debería explicarme el motivo por el que me ha invitado hoy.

Se quedó inmóvil unos instantes, lanzó un suave suspiro de desbloqueo y dejó la servilleta sobre la mesa. Luego se levantó y me tendió la mano. Se la tomé y me levanté a mi vez, y, al hacerlo, comprobé que estaba excesivamente próximo a mí. Nos cruzamos la mirada unos instantes, y no sé qué vi en su expresión, pero el pulso se me disparó y tuve que bajar la cabeza, turbada.

—Iremos a la sala contigua —me dijo con naturalidad, como si nada hubiese ocurrido—. Estaremos más cómodos.

—Bien —lo secundé, sin saber bien lo que decía.

La mencionada estancia era un salón de paredes guarnecidas con tapices renacentistas. Cuando hubimos entrado, cerró las puertas. Me invitó a ocupar el sofá frente a la chimenea y él lo hizo en uno de los sillones. Ya no se oía la música. Supuse que habían dejado de tocar. Me preparé. La parte galante de la velada había terminado.

—¿Conoce al marqués de Sainte-Agnès? —inició—. Está encargado de la investigación de la fuga de La Motte.

Me tensé. Lo sabía. Ya sabía yo que ése era el asunto del que quería tratar.

—No personalmente, pero vino a mi casa y estuvo haciendo preguntas a mi familia.

—¿Ah, sí? No estaba al corriente. ¿Y qué le dijeron?

—Encontró sólo a mi madre y a mi hermana. Y como ellas no saben nada, lo negaron todo.

—Bien… —aprobó—, bien. El marqués de Sainte-Agnès ha estado bastante tiempo fuera de París. Estuvo en Londres entrevistándose con esa mujer y ha descubierto que la noche de su fuga se ocultó en nuestro local. Ayer me enteré de que dentro de pocos días regresará a París y presumo que, ahora que tiene la confirmación, querrá volver a interrogarla. Me ha parecido necesario advertirla para que esté preparada por si eso ocurre.

Palidecí. Era cierto que no estaba preparada. Había pasado tanto tiempo sin que nada ocurriera que había pensado que ya no me volverían a importunar.

—¿Me detendrá? —pregunté, intentando que mi voz sonara firme.

—No lo creo. No debe de estar seguro de su participación en este asunto. Es de mí de quien sospecha. Por eso opino que, si la interroga, lo mejor es que usted se reafirme en lo que dijo su familia. Niegue cualquier conocimiento de esta cuestión. Si es convincente, es probable que ello disipe sus sospechas sobre usted. Yo tenía medios para saber que el local estaba vacío, y como propietario puedo tener una copia de las llaves. Hubiese podido esconder allí a la señora de La Motte sin que usted lo supiera. Creo que lo mejor es que le hagamos creer esa versión.

Lo miré con extrañeza. Él parecía muy tranquilo, tanto que pensé que debía de haber algo más de lo que me estaba diciendo.

—¿Por qué quiere cargar usted con todas las culpas? —inquirí, inclinándome hacia delante.

Noté que su mirada resbalaba suavemente desde mi rostro hasta mi escote. Me miré a mí misma y pregunté, molesta:

—¿Qué está mirando?

—Lo que usted me está mostrando —repuso con total sosiego.

Supe a lo que se refería y me enderecé inmediatamente. Ya sabía yo que aquel vestido acabaría poniéndome en un compromiso.

—Ha sido un descuido —me excusé, enrojeciendo bajo su guasona mirada—. Hubiese sido muy elegante por su parte no reparar en ello —lo recriminé, mientras me subía los bordes de la tela, en un gesto más simbólico que práctico, porque su diseño no permitía excesiva variación.

—Querrá decir, disimular que he reparado en ello —repuso con el mismo comedimiento—. No hacerlo hubiese sido contra natura.

—Bueno —resoplé, deseando abandonar aquel tema—. ¿Por qué quiere cargar usted con todas las culpas?

Él no contestó enseguida. Durante unos segundos pareció esforzarse en recuperar la seriedad, y cuando creyó haberlo conseguido, dijo:

—Si usted confiesa no demostrará mi inocencia; todo lo contrario: facilitará al señor Courtain una prueba testifical contra mí, prueba de la que ahora carece.

—Si explicara que no fue usted sino su primo quien…

—Gracias —me interrumpió seco—. Así Courtain tendrá tres culpables en lugar de uno: usted, mi primo y yo; y prueba contra los tres en base exclusivamente a su confesión. Creo que es una rentabilidad que superará con mucho sus expectativas.

Había vuelto a aparecer ante mí el conde de Coboure que conociera en nuestro primer encuentro. Y no era para menos. Resultaba que su suerte y la de su primo dependían de mi declaración. Ahora se desvelaba la causa de la entrega de las cinco mil libras y del despliegue de tanto seductor encanto durante aquella velada. Sí, ahora quedaba al desnudo su verdadera motivación. A pesar de ello, no me sentí en modo alguno engañada. Yo ya lo había sospechado cuando acepté el dinero, y si el conde quería ganarse mi voluntad, prefería que utilizara miel, como había hecho, que palos, como hubiese podido hacer.

—La verdad —dijo—, si le estuviera pidiendo que confesara entendería su oposición. Pero no comprendo qué beneficio cree usted que puede obtener de reconocer su participación.

—Estoy convencida de que si colaboro seré tratada de muy distinta forma que si lo niego todo y luego, por otra vía, se descubre la verdad.

Era posible que me ganara la benevolencia de las autoridades si les explicaba sin reservas todo lo que había ocurrido, máxime si además facilitaba el nombre de Didier Durnais. Por el contrario, si lo negaba todo y acababan por saber de mi intervención, ya sería imposible que creyeran en mi inocencia.

—Lo que yo no entiendo —dije— es que se ponga usted tan tranquilamente en mis manos. Que yo declare en el sentido que usted me indica, ¿es la única defensa que tiene en este asunto?

Me miró largamente. Yo opté por esperar el resultado de su reflexión y nada añadí. Al cabo se levantó, y, con movimientos lentos y pausados, se sentó en el sofá, a mi lado.

—Obviamente, tengo otros recursos. No obstante, preferiría no utilizarlos. Y creo, con sinceridad, que lo que le propongo es lo mejor para todos, usted incluida.

—¿Cuáles son esos recursos?

—No considero necesario detallárselos.

—Quiero saber si yo también puedo valerme de ellos. Yo no tengo ningún recurso, conde. Estoy completamente desamparada.

—El recurso de usted —sentenció él— soy yo.

El pavor me inundó al oír sus palabras. Él. Él era mi recurso. Dios bendito. Aspiré aire, para que el nerviosismo no me traicionara empujándome a pronunciar palabras inadecuadas, y por fin dije, con toda la serenidad que pude acopiar:

—Recientemente he descubierto, por un golpe muy duro que aún no he acabado de superar, que es peligroso quedar a merced de un tercero.

—¿Me está diciendo que no se fía de mí? —Sonrió.

—No se trata de falta de confianza —intenté desagraviarlo—. Se trata sólo de seguridad.

—Ya. Y supongo que el que se sienta segura es indispensable para que acepte usted mi sugerencia —callé, en señal de confirmación—. Pues, en cualquier caso —prosiguió—, que confíe en mí es necesario, pero voy a darle algunos detalles que quizá permitan que se quede usted más tranquila. Dentro de poco tendré en mi poder algo que me permitirá negociar con el marqués de Sainte-Agnès en condiciones muy ventajosas; hasta el extremo de que tengo la certeza de poder conseguir, si fuera preciso, tanto mi impunidad como la de mi primo e incluso la de usted.

—¿Qué es ese algo?

—Es importante. Créame. Saber eso le basta.

No, no me bastaba. Ese «algo» lo tendría él, así que yo seguiría dependiendo de él. Y él ni siquiera lo tenía todavía. Y yo ni siquiera sabía de qué se trataba. Y menos si el marqués participaba de la valoración que el conde hacía de ese «algo» como para asegurar la impunidad de tanta gente.

—¿Cuándo lo conseguirá?

Dudó en contestar.

—Dentro de tres días —concedió.

—¿Cómo?

—Eso tendrá que dejarlo en mis manos.

—¿Y si el marqués me interroga antes?

—No lo hará. No estará aquí antes de tres días. Es físicamente imposible.

—¿Y si no lo consigue usted?

—Lo conseguiré. Y si no, volveremos a hablar. —Alguna expresión involuntaria de mi rostro debió traslucir mis pensamientos, porque concluyó—: Lo siento. Pero mi consejo es cuanto le puedo ofrecer. Si no quiere seguirlo, usted misma, pero cometerá un grave error.

Estaba claro que él había llegado al límite de cuanto estaba dispuesto a decirme; y, con aquella escasa información, yo no sabía lo que haría ni lo que dejaría de hacer. Pero como él esperaba una respuesta, asentí en silencio. Eso pareció satisfacerlo y entonces me tomó con suavidad un mechón rizado de pelo que se había desprendido de mi recogido.

—Se le ha caído esto —me dijo afectuosamente, mientras lo dejaba escurrir entre sus dedos.

Esperé a que finalizara su caricia, que tuvo la virtualidad de producirme una corriente emotiva. Dios santo, me irrité conmigo misma, ¿era posible que me dejara embaucar por tan poco? Necesitaba la mente fría y despejada; y no estaba dispuesta, no estaba dispuesta, repito, a dejarme manipular.

La velada había terminado. Me acompañó hasta la puerta de entrada, y cuando llegó el carruaje, que puso de nuevo a mi disposición, me besó la mano como despedida. No fue un gesto de cortesía. Noté el contacto de sus labios y la caricia de su pulgar sobre la piel.

—La tendré al corriente —se despidió cálido—. Y gracias por su colaboración, Marionne. No dude de que sabré apreciarla en lo que vale.

Asentí. El bribón se las sabía todas.

Al día siguiente, al volver al taller después de una visita a uno de mis clientes, me encontré con un paquete encima de la mesa. Era voluminoso. Lo abrí y, al ver su contenido, reí brevemente. Era un juego de sábanas blancas de algodón. Desdoblé la cabecera y busqué la esquina. En ella había un pequeño escudo bordado con hilos de oro.

—Marionne —exclamó mi hermana entrando de súbito en el despacho—, el repartidor quiere saber cuál es la dirección que… ¿qué es eso?

—Edith —le dije, tendiéndole la ropa—, encarga que hagan diez juegos iguales a éste. Asegúrate de que la tela sea la misma. Es importante. Son para el conde de Coboure.

—¿Has conseguido al conde de cliente? —Se animó cogiendo las telas—. Felicidades. Veo que la cita de ayer fue provechosa. ¿Qué le cobraremos?

Observé cómo mi hermana sostenía las sábanas entre su brazo y su pecho, y contesté:

—Nada.

Paul Bramont

Necesitaba hacerme con el borrador de las Memorias de la señora de La Motte, el que Saltrais y compañía habían estado leyendo y corrigiendo, y que ahora iban a devolverle para la confección de la versión definitiva. Con toda seguridad tendría anotaciones hechas a mano de sus correctores inspiradores, y por tanto constituía una prueba de extraordinario valor contra ellos. Si Courtain no emprendía ninguna acción contra mí, los documentos comprometedores permanecerían guardados en un cajón, pero en cuanto me viera en peligro los utilizaría para canjear por ellos mi libertad y la salvaguarda de mi buen nombre.

Saltrais iba a sustituir al conde de Mounard en su ida a Londres. El viaje era mi única oportunidad de hacerme con esos documentos. Pero ¿cómo? La primera ocurrencia fue la del asalto, pero me repugnaba la idea de emplear contra el vizconde una violencia que él se había negado a utilizar contra Courtain e incluso contra mí mismo, máxime cuando la acción no la podía ejecutar yo para no descubrirme ante él, y si debían hacerlo terceros armados su resultado era incierto y podía tener un trágico final. No quería que Saltrais resultase malparado. No sentía odio hacia él, a lo sumo desaprobación por su actuación y enojo por la estúpida manera en que me había involucrado, pero esos sentimientos no acumulaban el rencor suficiente para desearle un mal de esa envergadura. Mi motivación era, como había dicho Marionne, cuestión de seguridad, no de resentimiento.

Estaba sumido en la indecisión, cuando se me ocurrió un procedimiento infinitamente más sencillo. Las dos veces que había viajado a Londres con Lucile nos habíamos alojado en un albergue que le había sido recomendado por su hermana Claire por ser en el que Saltrais se alojaba cuando hacía el camino a Calais. Era, por tanto, muy probable que el vizconde pernoctara allí, en cuyo caso lo único que yo tenía que hacer era conseguir las llaves de su dormitorio y entrar en cuanto tuviera la oportunidad.

Animado por este plan, que consideré seguro y sin riesgo, envié a Rocard a la posada con la misión de hacerse con la llave maestra. Rocard ofreció al posadero cien libras por ésta. El dinero ablandó al pobre hombre. Aun así quedó aturdido y se resistió débilmente. ¿Para qué la quería? Una petición tan extraordinaria le hacía temer la comisión de un delito bajo su techo. Rocard se lo explicó, aunque una vez le hubo arrancado juramento de guardar estricta confidencialidad: su señor tenía una amante, que viajaba con su esposo, y los tres se alojarían allí en un par de días; su señor la precisaba para entrar en el dormitorio de la mujer cuando el esposo estuviera dormido. La picaresca le pareció tan graciosa al posadero, que se echó a reír a carcajada limpia y ya no puso objeción alguna. Le prestaría la llave maestra al donjuán de su señor cuando se presentara. ¿Su nombre? Carotti, se le ocurrió a Rocard. Era figurado, por supuesto, adivinó el posadero. Sí, por supuesto, devolvió la sonrisa Rocard.

Todo estaba preparado. Acudiría yo mismo. No quería delegar en nadie el hurto de los documentos. Era para mí demasiado importante.

Emprendí el viaje al alba del día en que sabía que lo haría Saltrais. Él sin duda saldría levantada ya la mañana, pues no era madrugador, pero yo debía adelantarme. Partí a caballo, por cuanto no quería ni siquiera a mi cochero como testigo, y cabalgué sin efectuar más detenciones que las necesarias para abrevar, alimentar y dejar descansar a mi animal en las paradas de posta.

Caía ya la tarde cuando llegué al desvío del albergue. Era estrecho, apenas permitía la circulación de un carruaje, y el suelo estaba en pésimo estado, por lo que avancé al paso para evitarle a mi montura una caída accidental en aquella superficie tan traicionera. La vegetación de su entorno era frondosa, y las ramas de los árboles que lo limitaban se unían en sus cúpulas manteniéndolo en una constante sombra revestida de helechos. El edificio apareció súbitamente tras una curva, en medio de una inesperada explanada. Era una casa de campo reformada rodeada de una extensión de campos de cultivo ganada al bosque.

Entré en el establecimiento, me identifiqué ante el posadero como Carotti, sufrí su picara sonrisa de complicidad, y me entregó la llave maestra. Abre todas las habitaciones, me susurró, guiñándome el ojo. Asentí con la cabeza, le entregué bajo mano una bolsa con cien libras, lo que me valió sus agradecidas reverencias, y subí a mi dormitorio.

La estancia era de dimensiones confortables, amueblada con una única cama en su centro, ancha para una persona y justa para dos, un armario viejo con el que casi se topaba al abrir la puerta, y una cómoda a la derecha entrando. Lo mejor del cuarto era la hermosa ventana que, ubicada en la pared frontal, permitía una panorámica visión del camino y de la entrada del albergue, y a través de la cual podría vigilar la llegada de Saltrais.

Apenas había tenido tiempo de coger una silla coja de madera descolorida y colocarla en mi punto de observación, cuando distinguí el sonido de un coche ligero. Era improbable que se tratase de Saltrais, pero miré por curiosidad. Iba conducido por una mujer joven que viajaba sola. Algo en ella me llamó la atención y la observé con mezcla de estupor y alarma. No podía ser. La mujer, cubierta con una capa oscura, bajaba del pescante mientras el mozo de cuadra se hacía cargo de su vehículo. Al reconocerla salí disparado. Iba a bajar de un salto las escaleras, de un solo tramo, para salir a su encuentro, pero ya estaba siendo atendida por el posadero, sonriente detrás de su pequeño mostrador de recepción situado justo a los pies de la escalera.

—¿En qué puedo servirla, señora? —le oí decir.

—Vengo a reunirme con el caballero que acaba de entrar justo antes que yo.

—¡Ah! Claro, naturalmente. —Le sonrió el hombre—. Pero ¿no viaja usted con su esposo?

—¿Mi esposo? —se asombró ella—. No, no. Viajo sola.

—Qué afortunado es el señor Carotti. —Volvió a sonreír el sujeto—. Entonces no va a necesitar la llave… Pero dígale que yo cumplí mi parte y que no puede desdecirse del acuerdo. La habitación del señor Carotti es la número tres.

—¿Carotti es el señor que ha entrado aquí antes que yo? —Quiso asegurarse ella.

—Sí. Pero no se deje usted confundir por el nombre… ya me entiende. —Le guiñó un ojo.

Volví mis pasos hacia la alcoba. La recibiría allí. No quería armar un escándalo en el rellano de la escalera ni en el pasillo, donde pudieran oírnos. Marionne no tuvo necesidad de llamar a la puerta. La abrí justo antes de que tuviera opción de ello, la sujeté del brazo y la hice entrar, cerrando después tras ella.

—Bien, ¿qué hace usted aquí? —le espeté.

—Vengo a asegurarme de que consigue usted su «algo» —musitó ella.

—Le dije que la tendría al corriente —le reproché—. Pero… ¿cómo ha sabido que estaba aquí? ¿Es que me ha seguido?

—Sí —reconoció sin rubor.

—¿Que me ha seguido? —No podía creerlo.

—Estuve reflexionando sobre lo que me dijo, y… no me quedé tranquila. Necesitaba más información.

—¿Qué clase de información? —descarté.

—En qué consiste ese «algo» —contestó ella, apurada por mi visible enojo, pero manteniéndose firme—, cómo va a conseguirlo, y cómo puedo tener yo la seguridad de que lo tiene usted en su poder antes de que el marqués me interrogue; aparte de su palabra, se entiende.

—Se entiende —tragué.

—Así que volví a visitarlo ayer. Me dijeron que no estaba, que había ido al Palacio de Justicia. Pedí que le anunciaran mi visita para el día siguiente. Me contestaron que no estaría, que salía de viaje muy temprano y que tardaría un par de días en volver, e hice mis cábalas. Usted me había dicho que conseguiría el «algo» en tres días y…

—Deje de llamarlo el «algo» —rechiné irritado.

—Ah, bien —aceptó con aire inocente—, si me dice de qué se trata podré llamarlo por su nombre.

La taladré con la mirada.

—No sé —arrastré— el precio que tendré que pagar por el error que cometí al contarle lo poco que le conté; sin embargo, le aseguro que he aprendido la lección y que es muy poco probable que reincida en tal equivocación. Pero usted siga, haga el favor. Quiero saber cómo demonios ha llegado hasta aquí.

—Pues si usted salía hoy de viaje, y hoy era el tercer día, la conclusión caía por sí sola: iba usted en busca de lo que me había dicho, así que a las cuatro de la madrugada estaba sentada en un coche de alquiler que detuve en la esquina de su residencia. Lo esperé, lo seguí y ahora estoy aquí.

—Así de fácil —mascullé, irritado conmigo mismo por no haberme percatado de ello—. Lástima que tanta diligente iniciativa haya sido despilfarrada en vano, porque va a marcharse ahora mismo. Tengo algo importante que hacer y no puedo ocuparme de usted.

—No le pido que se ocupe de mí.

—Escúcheme, no voy a darle más información de la que ya le he dado. ¿Lo ha entendido? Sabe lo suficiente y la mantendré al corriente de lo que necesite saber a su debido tiempo. Y ahora márchese.

—¿Qué significa esa llave que no necesita de la que ha hablado el posadero? —dijo, mirando a su alrededor y localizando el instrumento junto a ella, encima de la cómoda—. ¿Es ésta? —preguntó cogiéndola.

—¡Suelte eso! —le ordené.

Ella cerró con fuerza la mano sobre el objeto y la escondió detrás de su espalda.

—¿Para qué es? —insistió—. Parece una llave maestra. ¡Ah…! —Sonrió con lucidez—. Entiendo…, ¿es así como va a conseguir la cosa esa? Se trata de algo que tiene alguien que se aloja aquí, en otra habitación. Y usted se lo va a quitar.

—Marionne… no me haga perder la paciencia. ¡Devuélvamela!

—¿De qué se trata? —continuó deduciendo ella—. ¿Documentos?, ¿cartas?, ¿instrucciones escritas sobre la fuga de la señora de La Motte?

—Voy a decirle lo que voy a hacer: voy a quitarle esa llave a la fuerza si no me la entrega en dos segundos, y luego la echaré a patadas de mi habitación y pediré al posadero que se deshaga de usted. Me está muy agradecido, así que no dude de que me hará caso.

—Si me pone usted la mano encima, gritaré tan fuerte y tan alto que escandalizaré a la posada entera. Y si pretende taparme la boca, me revolveré de tal forma que creerán que tiene usted aquí encerrado a un animal salvaje.

Enfrentamos las miradas unos instantes. Yo no iba a tocarla y ella no iba a gritar. Y ambos lo sabíamos.

—Deme la llave —le pedí una vez más, con serenidad y gravedad.

Marionne extrajo su mano de detrás de su espalda, la extendió dócilmente hacia mí y la abrió. Cogí el instrumento que sostenía su palma abierta y lo dejé en el sitio que ocupara antes.

—Haga lo que le dé la gana —le dije colocándome frente a la cómoda—. Yo voy a asearme y me importa bien poco que esté usted aquí.

Cogí la jarra de agua y vertí su contenido en la palangana. Me deshice bruscamente del chaleco y de la camisa sudada, que apestaba a animal después de horas de cabalgar, y los arrojé al suelo, quedando desnudo de cintura para arriba. Quería que ella se sintiera incómoda y comprendiera que debía marcharse. Pero Marionne permanecía inmóvil junto al mueble, la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados. Me incliné sobre la palangana y me lavé enérgicamente la cara, pasando mis manos mojadas por el cabello en un intento de peinarlo hacia atrás. Con el rostro goteando cogí la pastilla de jabón, la humedecí en el agua y la froté con vigor en mis axilas y en mi pectoral. Luego aclaré la espuma con el agua que recogía con la mano, y cogí una toalla de aseo con la que me sequé con movimientos rudos. Notaba la mirada de ella posada sobre mí, siguiendo todas mis acciones, y me estaba empezando a poner nervioso.

—¿Qué está mirando? —le espeté con acritud.

—Lo que usted me está mostrando —me parafraseó ella.

—¿Y qué tiene de especial lo que le estoy mostrando? —gruñí sin prestarle atención mientras buscaba una camisa de recambio en mi bolsa de viaje.

—No había visto nunca antes a un hombre desnudarse en privado. ¿Todos lo hacen así, arrojando la ropa al suelo?

Elevé la vista y posé los ojos en ella. Era doncella. La noticia me conturbó. Me vestí rápidamente la prenda que ya tenía en las manos. En realidad no era sorprendente, porque la moralidad burguesa era muy estrecha, y normal que siendo soltera lo fuera, pero me impactó simplemente porque no me había detenido a pensar en ello.

—En ese caso le presento excusas por mi comportamiento —pronuncié, obviando su chanza—. Pero ésta es mi habitación y yo no la invité a venir —dije a continuación—. Es más, le pedí que se marchara y le advertí de que iba a asearme.

—Todo eso es cierto. No me debe usted ninguna disculpa.

—Lo sé —no pude reprimirme decir.

—Además, la visión me ha resultado grata —añadió sonriente.

—No crea que me va a conquistar con zalamerías —le respondí agrio—. Sepa una cosa: no hay nada que me saque más de quicio que se me siga, se me espíe o se fisgue en mis asuntos.

Me dirigí hacia la ventana, mi puesto de vigilancia abandonado por la aparición de Marionne, y esperé que mis cálculos fueran correctos y que todavía faltase algún tiempo para que Saltrais llegara.

Ella salió de su rincón junto a la cómoda, se deslizó hasta donde yo estaba y me imitó mirando al exterior.

—¿Se puede saber qué hace? —le pregunté.

—¿Qué hace usted? ¿Espera a alguien? ¿A esa persona que tiene lo que quiere usted conseguir?

Era desesperante.

—Apártese de ahí —le ordené con cansancio.

—¿Por qué? —protestó ella—. Aquí no hago ningún daño.

—No quiero que la vean. Apártese.

—Pueden verlo a usted.

—Yo sé quién no ha de verme y sabré apartarme a tiempo. Pero a usted le dominará la curiosidad y no querrá ocultarse aunque yo se lo indique. Así que apártese ahora.

—No sería así si me dijera de quién se trata.

—No voy a decirle nada. Es usted un auténtico peligro.

—Yo podría entretenerlo mientras usted entra en su habitación.

—La comida será suficiente entretenimiento —contesté—. Es un gourmet incorregible. No se perderá la cena por nada, ni la interrumpirá por nada. Así que tengo tiempo más que suficiente si usted me deja hacer lo que tengo que hacer.

Marionne no replicó y se apartó. Creí que por una vez había optado por obedecerme, pero como no me fiaba de ella seguí sus movimientos por el rabillo del ojo. Se acercó hasta la cómoda y se miró al espejo. Examinó su peinado, pasándose la mano por el cabello, y luego su ropa, elevando la tela para olería, rechazándola a continuación con un gesto de desagrado. La vi acercarse hasta su propio maletín de viaje, que había dejado sobre la cama, abrirlo y extraer de él un cepillo. Fruncí el ceño. ¿Qué se proponía ahora? A continuación deshizo su peinado, extrayendo una a una todas las horquillas, palpándose la cabeza por si descubría alguna oculta. La cascada cayó suelta, un cabello largo y abundante, ensortijado con pequeños tirabuzones que lo recorrían desde la raíz a la punta, brillante como hilos de seda natural y de aspecto aún más suave que ésta. Volví a mirar por la ventana, maldiciendo el haber dejado de hacerlo por unos instantes y haberme quedado absorto por una simple mata de pelo. Pero un segundo después estaba mirándola de nuevo. Observé su maniobra de cepillarlo, deteniéndose en los enredos, que combatía encerrando en su puño la zona rebelde, frotándola una y otra vez sin misericordia hasta que el peine podía pasar sobre ella sin inconvenientes. El resultado fue una cabellera vaporosa, suelta, voluminosa. Espectacular.

Suspiré, lamentándome de verme obligado a admirarla en esos instantes, y volví la cabeza hacia el camino. Pero un sonido de telas llamó mi atención. Comprobé asombrado, casi escandalizado, que Marionne se había desprendido de su corpiño, que dejó caer sobre la cama.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —le regañé, mientras me levantaba y me acercaba a ella.

Marionne estaba frente al tocador, de espaldas a la ventana, es decir, de espaldas a mí antes de que yo me moviera. Ahora, sin embargo, me tenía de frente, pues yo me había apoyado en el marco de la puerta, donde podía verla a la perfección e incomodarla cuanto pudiera, que no era entonces otro mi objetivo. Ella, que había iniciado un ademán para quitarse la blusa que vestía bajo el corpiño desprendido, detuvo su acción y se cruzó de brazos, en un gesto autoprotector.

—Voy a mudarme y a asearme. También yo tengo derecho, ¿no? —protestó.

—No en mi habitación. Si quiere asearse, alquile una para usted.

—No me separaré de usted hasta que consiga lo que ha venido a buscar, ya lo sabe. Y necesito asearme. Conducía yo y he tragado todo el polvo del camino.

—Una mujer no se desnuda delante de un hombre. ¿No le ha enseñado eso su madre?

—Usted se ha desnudado delante de mí.

—No es lo mismo —argumenté—. ¿Quiere que le explique el por qué?

—Búrlese cuanto quiera, pero ahora voy a cambiarme y a asearme porque he de bajar al comedor.

—No bajará a ningún sitio.

—Lo haré —me retó ella—. Bajaré a entretener a ese individuo al que tiene que quitarle no sé qué. Y lo haré limpia, peinada y oliendo a agua de rosas.

—¿Y cómo piensa entretenerlo? —me mofé—. A ver, dígame Marionne, ¿qué está usted dispuesta a hacer?

—¿Por conservar mi libertad? —respondió ella grave, clavando una mirada verde y nítida en mis pupilas—. Si me cogen presa, mi madre morirá del disgusto y nos hundiremos en la miseria. Ahora soy yo quien mantiene a mi familia. ¿Quiere que le diga lo que estoy dispuesta a hacer para que eso no ocurra? La respuesta es sencilla: cualquier cosa que suponga un mal menor. Y ahora, ¿puede dejar que acabe de mudarme? Estoy cogiendo frío.

—Hágalo. Yo no se lo impido.

—Me está mirando, y eso me lo impide.

—Usted me estuvo mirando a mí.

—Pero es distinto, usted lo ha dicho. ¿Tengo que explicarle el porqué?

—No va a bajar a ver a ese hombre —concluí—. Así que vístase y déjese de tonterías.

Marionne me miró con los ojos vidriosos de rabia y apretó los labios con determinación. Se dio la vuelta y se quitó la blusa pasando la prenda por su cabeza con un movimiento rápido, de tal forma que de cintura para arriba sólo la cubría ahora su ropa interior, una camisola escotada de tirantes ajustada al cuerpo. No había esperado esa reacción, y me sonreí interiormente de su atrevimiento. Aunque el cabello suelto le cubría prácticamente toda la espalda, pude observar, y reconozco haberme fijado, que no llevaba corsé, por lo que el talle que se perfilaba bajo la tela era el suyo natural, sin artificios.

Avancé dos largos pasos y, rebasándola, me coloqué de nuevo delante de ella. Marionne exhaló un pequeño grito de sobresalto y se cubrió el cuerpo cruzando los brazos en forma de aspa.

—Creí que era usted más caballeroso —me reprochó.

—Pues siento mucho decepcionarla. Si se empeña usted en ofrecerme un espectáculo, no crea que voy a desaprovecharlo.

Ella, por toda respuesta, volvió a darme la espalda, quedando de nuevo frente a la cómoda. Repetí los dos pasos en sentido contrario, y quedé en la posición anterior. Me miró con encono.

—Le advierto que dando tantas vueltas acabará usted mareada y tendré que acostarla en la cama en ropa interior —le solté.

—Se está usted divirtiendo, ¿verdad? —replicó ella, rehaciendo con sus brazos el escudo protector.

—Reconozco que en este momento sí —repliqué—. Ya le dije que es usted divertida. Lo único malo es que no he venido aquí a divertirme, sino a hacer algo de suma importancia, y me está haciendo perder el tiempo peligrosamente; así que espero que si pierdo mi oportunidad me dé usted a cambio algo que lo compense.

—Si no se hubiera movido de su sitio, yo ya habría terminado y usted no habría perdido ni un minuto de su tiempo.

—Quiero que se vaya, Marionne —dije severo, recuperando la seriedad—. Váyase, por favor. Las cosas podrían torcerse y necesito estar libre. Todavía no entiendo qué hace usted aquí.

—Tan sólo pretendo tener las mínimas garantías para hacer lo que usted me pidió el otro día que hiciera —replicó ella—. Yo lo que no entiendo es que plantee tanta resistencia a algo que hago en su beneficio. Y espero que no crea que baste para doblegar mi voluntad la imposición de meros convencionalismos.

Dicho esto se colocó desafiante frente a la palangana de agua que descansaba sobre la cómoda, y como si alguien estuviera separándoselos a la fuerza, apartó sus brazos, que dejó caer a ambos lados, dejando a la vista la parte delantera de su camisola. La fina tela de muselina blanca insinuaba la forma y el volumen de sus senos con total claridad. La súbita visión me sorprendió e impactó de tal manera que me quedé mudo e inmóvil, sintiendo que el deseo se encendía en mi interior. Marionne cogió la toalla de aseo, la introdujo por uno de sus extremos en el agua enjabonada, y la pasó humedecida por su largo y fino cuello; luego por sus hombros descubiertos, de los que acabaron cayendo los delgados tirantes, y después por su escote hasta el borde mismo de la camisola, bajo la que se deslizaron algunas traviesas gotas que trasparentaron la tela allí donde la mojaron. El frío del agua había erizado sus pezones, que se marcaban enhiestos. Había deseado a Marionne la noche anterior, mientras cenaba con ella, pero entonces el deseo había sido agradable e incitante, mientras que ahora era tan abrasivo que me estaba indisponiendo.

—¿Es, de verdad, rigurosamente indispensable que esté usted mirando? —prorrumpió ella.

Marionne había detenido su acción. Mantenía la mirada clavada en la pared, y la tez congestionada por la indignación y por el embarazo que estaba soportando a causa de mi silenciosa observación. Desvié inmediatamente los ojos de ella y, alterado y aturdido, volví a mi puesto de observación.

Perdí la vista en la tranquilizadora noche que se extendía sobre el camino y el bosque que lo ocultaba más allá de la explanada. Ya no se trataba de la necesidad de ver la llegada de Saltrais, sino de aspirar una bocanada de aire fresco, de calmar mis encendidos sentidos, y de recuperar mi serenidad. Era difícil, no obstante, porque el sonido de agua que ella provocaba no ayudaba a ello, y menos aún el descubrir que su imagen se reflejaba en el cristal de la hoja abierta de la ventana. Intenté imponerme la disciplina de mantener los ojos fijos en el exterior, pero se desviaban rebeldes, volviendo a la atrayente imagen una y otra vez. Ahora Marionne, confiada en que yo le daba la espalda, estaba vuelta hacia mí con la camisola entreabierta mientras buscaba la ropa de recambio en su maletín. Tuve que colocarme la mano en la frente a modo de pantalla para reconducir mi mirada a su primitivo objetivo.

La decisión fue en hora buena, porque ahí estaba. Por fin. Llegaba en carroza, su aparatosa carroza de viaje, que yo conocía bien y pude distinguir nada más verla. Saltrais era un sibarita, además de un gourmet, y viajaba rodeado de cojines, mantas, vino, frutas, dulces y cuantos placeres y comodidades se pudiera proveer.

Lo a punto que había estado de no verlo, el grave riesgo que había corrido de perder una oportunidad única en la que me jugaba tanto, me sobrecogió y me ayudó a sobreponerme de golpe.

—Ahí está —exclamé levantándome y corriendo la cortina.

Afortunadamente Marionne estaba ya vestida.

—¿Es él? ¿El que esperaba?

—Sí —respondí—. Ahora siéntese y estese muy quieta. He de saber a qué habitación va, de forma que tendré que entreabrir la puerta. No hará ruido, ¿verdad?

—No, no se preocupe, estaré muy quieta.

La abrí, apenas una ranura. Habíamos dejado que la noche cayera sin encender vela alguna, de forma que la estancia estaba a oscuras. Pegué el oído. Oía murmullo de conversaciones en el piso de abajo. Después, unos pasos que subían por las escaleras, claramente audibles pues éstas eran de madera y crujían a cada presión que sufrían. Entorné hasta que la ranura dejó de existir. Los pasos continuaron por el pasillo, pasaron de largo y se detuvieron al poco. Distinguí el abrir de una puerta y, entreabriendo nuevamente la mía con cautela, me atreví a atisbar en su dirección. Vi su movimiento al cerrarse, dos más allá, en la pared de enfrente. Era la habitación señalada con el número ocho. Volví a ocultarme y esperé.

Al cabo de un rato percibí de nuevo el caminar de Saltrais abandonando su cuarto y bajando por las escaleras.

Marionne se levantó entonces.

—¿Qué hace? —Me inquieté.

—Ya se lo he dicho. Voy a bajar a entretenerlo mientras…

La cogí por el brazo, con suavidad.

—Marionne —le susurré al oído, percibiendo el aroma de su cabello—, no puede bajar. Él no puede verla. Ahora no sabe quién es usted, pero cuando se dé cuenta de que le han desaparecido los documentos que yo le voy a quitar, pensará en un hurto, y si usted ha estado conversando con él sospechará de usted, más aún si cuando vuelva a París descubre que la bella dama del albergue era la que cedió su local para ocultar a la señora de La Motte. Y si sospecha de usted, la extorsionará para que se los devuelva. Y lo que es peor, pensará que usted sola no ha podido tramar todo esto y que yo estoy detrás, y me descubrirá a mí también. ¿Lo entiende? —Marionne asintió en silencio—. No aparecerá de pronto —quise tranquilizarla—. Ha bajado a cenar y tiene buen apetito. No abandonará su mesa.

Había llegado el momento. Encendí la vela de un candil y salí. El pasillo estaba vacío y silencioso. Avancé hasta su alcoba. Introduje la llave maestra en la cerradura y la hice girar con facilidad. Entonces me di cuenta de que Marionne estaba a mi lado. Le hice señas con la mano para que volviese a la habitación, pero negó con la cabeza, y como no quise ponerme a discutir allí la dejé acompañarme.

Cerré la puerta. Dejé el candil sobre el primer mueble que encontré. A su escasa luz examiné visualmente el resto de la habitación. No había ninguna bolsa ni equipaje a la vista. Me dirigí hacia el armario y lo abrí. Dentro había un maletín. Estaba cerrado con unas correas. Las deshice y registré su interior. Sólo había ropa. Volví a cerrarlo y lo guardé de nuevo en el armario. Marionne se acuclilló junto a la cama y miró debajo, y la expresión de su rostro congestionado por la postura cuando se enderezó me indicó que tampoco había visto nada. Comencé a inquietarme. ¿Dónde demonios lo tendría? Ahora que estaba tan cerca de conseguirlo no podía aceptar un fracaso. ¿Dónde escondería yo algo importante? Ella entonces me señaló el lecho, y comprendí que se estaba refiriendo al colchón. ¿Debajo del colchón? Era posible. Me introduje debajo de la cama, de espaldas al suelo, y analicé los tablones. Allí estaba. Salí de debajo del mueble, levanté el elemento y cogí el bulto. Era una cartera de piel de ante. La abrí. Dentro había papeles. Saqué parcialmente uno de ellos y me fue suficiente la lectura de unas pocas palabras para confirmar que era lo que buscaba.

Le hice una seña a Marionne y ambos salimos del dormitorio.

—Marchémonos —le susurré cuando estuvimos en el pasillo.

Ella me prestó su conformidad. La esperé en el corredor mientras recogía nuestro escaso equipaje. Bajamos las escaleras. El comedor estaba separado de la recepción por unas cortinas verdes de terciopelo gastadas. Dejé la llave maestra tras el mostrador de la recepción y salimos del albergue. Nadie nos vio hacerlo. Anduvimos a paso acelerado hasta la cuadra. Localicé mi caballo, lo ensillé, guardé mi bolsa de viaje y los documentos en las alforjas, y conduje al animal por las riendas hasta el coche ligero de Marionne, donde ella estaba colocando los arneses a las bestias. El mozo de cuadra no estaba. Era ya demasiado tarde.

—Suba al carruaje. Ya me ocupo yo —le dije.

Acabé de preparar a los caballos. Até mi montura a la parte trasera del vehículo y subí al pescante. Reprimí mi impaciencia y conduje el vehículo con lentitud para actuar lo más silenciosamente posible. Recorrimos el accidentado sendero del bosque casi a tientas, mientras oíamos aullidos de lobos en la lejanía. Había luna, pero su escasa claridad no conseguía penetrar la frondosidad de las ramas de los árboles. Por suerte el vehículo estaba en buen estado y las ruedas resistieron la sacudida de los socavones. Sólo cuando alcanzamos el camino principal me atreví a acelerar.

El coche era más lento que el caballo, pero ya no tenía la presión de la ida. Era poco probable que Saltrais descubriera la falta de los documentos antes del día siguiente, y, aunque lo hiciera, no tendría ni idea de quién se los había arrebatado ni hacia adonde habrían huido los ladrones. No obstante, una cosa era la prisa y otra la impaciencia, y yo la tenía de poner aquellos documentos a buen recaudo. Ahora tenía ya mi arma de defensa: mi escudo contra Saltrais y compañía, y mi mercancía de trueque para Courtain.

Aunque quería entretenerme lo menos posible, las paradas de posta eran obligatorias. En una de ellas había una tasca abierta a pesar de la hora, pues era madrugada cerrada, y compré dos tazas de chocolate caliente, única bebida capaz de combatir a la vez el frío, el sueño y el hambre. Salí con ambas al exterior y me dirigí hacia el coche.

Decidí entrar en el vehículo, aun a riesgo de despertar a Marionne, que dormía en su interior tumbada en incómoda postura, y su bamboleo al soportar mi peso, y la apertura y cierre de la puerta tuvieron esa consecuencia. Abrió los ojos con aturdimiento, se enderezó apoyándose en su codo y me miró somnolienta.

—¿Dónde estamos?

—A unas cuatro horas de París. Ya falta poco. Le he traído esto, por si le apetece.

—¡Ah! —celebró al verlo—. Me sentará de maravilla, gracias. Me he dormido, ¿eh? —se disculpó mientras cogía la taza con ambas manos para calentarlas.

La miré, pero aparté la vista enseguida. Temía que notara lo deslumbrado que me tenía.

—¿Ya no está usted enfadado conmigo?

—Me extraña que lo pregunte. No me pareció que le importara mucho.

—Sí me importa —me contradijo—. Por supuesto que me importa.

—No lo bastante —le reconvine.

Iba a contestar, pero no se animó y sopló sobre la taza humeante.

—Y ahora que ya no está usted enfadado y que ha conseguido lo que quería —continuó—, ¿va a contestar a mis preguntas?

—No. Ya le dije que no iba a decirle nada más. Estoy bien escarmentado.

—¿Tan terrible ha sido mi presencia?

—Sí, porque yo no la quería.

—Qué poco galante —bromeó ella.

—Es que no merece usted galanterías. Dígame —la provoqué—, ¿cree que es normal que una mujer como usted persiga de madrugada a hombres hasta albergues perdidos en el bosque, se meta a la fuerza en sus dormitorios y se desnude ante ellos? ¿Ya lo sabe su madre, que hace usted estas cosas?

La respiración de Marionne se agitó.

—Deje en paz a mi madre. Ya es la segunda vez que la menciona. Y dígame, ¿es normal que un caballero como usted cabalgue a escondidas de madrugada hasta un albergue perdido en el bosque, para entrar a hurtadillas en el dormitorio de otro y robarle sus documentos, al tiempo que aprovecha para contemplar cómo se lava una mujer contra la voluntad de ésta? ¿Ya lo sabe, su padre, que hace usted todas estas cosas?

Estallé en carcajadas. Provocarla siempre me reportaba réditos.

—En serio —jugué de nuevo—, ¿qué efecto cree que me produjo verla a usted tan ligera de ropa?

Sus ojos se abrieron con aspaviento. Luego se desviaron hacia la ventanilla, buscando una escapatoria.

—No lo sé —replicó incómoda, a la defensiva—, y no me importa. Y no quiero hablar de ese tema. Además —pareció ocurrírsele de pronto—, estoy segura de que su amante, la señora Lymaux —pronunció con remarcada entonación—, le tiene a usted muy habituado a visiones aún mucho más espléndidas, y hasta estoy convencida de que no ha sido la única.

—Ah. —Sonreí—. A ver si comprendo su razonamiento: como estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas, verla a usted me ha dejado indiferente. ¿Es eso, más o menos?

—Ya le he dicho que no quiero hablar de ese tema —replicó seca.

—Entonces…, si por el contrario yo he sido el primer hombre al que ha visto usted en semejantes circunstancias…, le habrá producido un gran impacto. Creo recordar que en la posada dijo usted que el verme le había resultado grato —la pinché.

—¿Busca usted un cumplido? —me atacó al fin.

—Por favor. Los cumplidos de usted me encantan.

—Tiene pelos en el pecho —soltó.

—¿Es eso un cumplido?

—No. Es una constatación.

—¿No me imaginaba con vello en el pecho?

—No lo imaginaba de ninguna manera —respondió ácida—. No rae he dedicado nunca a imaginarlo a usted.

Volví a reír.

—Pues, aunque no le importe el efecto que me haya podido producir, si acepta un bienintencionado consejo, le diré que yo de usted no volvería a hacer algo así; ni siquiera —añadí con toque malicioso— ante un hombre acostumbrado a ver mujeres desnudas.

Recostó la nuca en el respaldo del asiento, fijó con impaciencia la vista en el techo, suspiró y tras unos instantes respondió, con arisco comedimiento:

—Gracias por un consejo tan útil.

—¿No lo considera usted útil?

—No, señor mío —no pudo contenerse—. Olvida usted que yo no estaba delante de un hombre cualquiera. Sabía bien con quién estaba cuando hice lo que hice.

Esta vez no me reí.

—Ahora me ha hecho usted un cumplido, aunque no lo haya pretendido.

Se apaciguó y bebió de su taza. Yo la imité, pero sin apartar los ojos de ella. Quería volver a verla. Había estado pensando en ella durante todo el trayecto.

—La invito a usted a una excursión campestre este domingo —me lancé—. ¿Me hace el honor de aceptar?

Su mano, que alzaba de nuevo hacia su boca para beber, se detuvo.

—¿Tiene algún otro asunto que tratar conmigo? —Parpadeó.

—No. —Contuve la risa.

—Ah. Comprendo. —Bajó la taza—. ¿Los dos solos?

—Yo no necesito a nadie más.

—Ya —marcó una reflexiva pausa—. Bueno, no quiero ser presuntuosa, pero… cualquiera que le oyese pensaría que le intereso a usted. —Parecía asombrada.

—No sé lo que pensaría cualquiera —acepté risueño— pero yo, que lo sé de primera mano, se lo puedo confirmar: me interesa usted.

Quedó muda e inmóvil.

—¿Sorprendida?

—Mucho.

—Espero que gratamente.

Marionne desvió la mirada hacia la evasiva ventanilla.

—No se ofenda, conde, pero tengo que declinar la invitación. De todas formas, le agradezco su amable atención.

—¿Que declina usted mi invitación? —me resistí perplejo.

—Sí —dijo con rotundidad.

Analicé su rostro para descubrir si bromeaba. No lo parecía. De pronto se me ocurrió la posibilidad de que Desmond se le hubiera declarado y ella lo hubiese aceptado. Sabía que había ido con él a la ópera. Pero… ¡no podía ser! La sola idea era desquiciante.

—¿Qué ocurre? —inquirí alarmado—. ¿No es usted libre?

Marionne se echó inesperadamente a reír.

—¿De qué se carcajea? —me quejé.

—Que yo no sea libre —se burló—, ¿es el único motivo que concibe usted para que yo no acepte su invitación?

—Veo que la que se está divirtiendo ahora es usted —la acusé molesto.

—Es cierto, sí, perdone —repuso jocosa—. Ya le dije que no era usted aburrido.

—Tampoco suponía que le resultara a usted tan desagradable —repliqué con inevitable sentimiento de agravio.

—No me resulta usted en absoluto desagradable —tuvo la delicadeza de decir—. Todo lo contrario.

—¿Y entonces?… —protesté con incomprensión—. Si no le gusta a usted la idea de la excursión, estoy abierto a cualquier otra propuesta. ¿Prefiere la ópera?

Marionne borró lentamente su sonrisa.

—No, no se trata del lugar —explicó con amabilidad—. Se trata de… —suspiró, ante el esfuerzo de intentar expresarse—, de lo que le ha inspirado a usted esta invitación. Sé a qué se debe, y me temo que después de lo ocurrido esta noche se ha formado usted una idea muy equivocada de mí.

Maldije para mi interior. Me arrepentí de los picantes temas de conversación que había planteado hacía escasos minutos, que podían haber contribuido a que llegara a esa errónea conclusión. Ni yo la consideraba tan liberal como ella suponía, ni mi interés por Marionne se limitaba a lo que ella imaginaba. Pero quizá no había sabido plantearlo adecuadamente.

—Marionne, creo que es una mujer admirable, y en ningún momento he malpensado de usted —intenté recomponer—. Hoy no tengo más remedio que aceptar su rechazo pero, como no puedo resignarme a que sea definitivo, no se extrañe si le reitero mi invitación en un futuro muy próximo.

—¿Y con qué objetivo? —se resistió ella—. ¿No se da usted cuenta, conde, que nuestra diferencia de clase y condición hace imposible que yo crea que sus intenciones hacia mí tendrán, en algún momento, hoy o en el futuro, un mínimo de seriedad?

—¿Me está usted diciendo que tiene prejuicios clasistas contra mí?

—No, le estoy diciendo que usted los tiene contra mí, y que eso le impedirá siempre verme como una igual.

—Lo que acaba de decir, Marionne —le rebatí pesaroso—, es radicalmente falso, y confío en que algún día me permita demostrárselo.

Callamos ambos. Al cabo de unos momentos salí del coche y volví a ocupar, con el corazón dolorido, mi solitario sitio en el pescante.

Llegamos a la capital cuando el día ya había despuntado. Empezaba a notar el cansancio que parecía empeñado en cerrarme los ojos. Llevaba ya más de veinticuatro horas sin dormir. Casi había estado a punto de hacerlo justo antes de llegar a París, mecido por el bamboleo constante y homogéneo de la lenta marcha a la que me obligaba la procesión de vehículos que querían entrar en la ciudad. Traspasada la muralla, el tráfico seguía siendo igual de denso. A la altura del muelle de San Bernard avanzábamos prácticamente al paso y la circulación ya estaba casi colapsada antes de llegar al puente que conducía a la isla de Saint-Louis.

En un momento en que tuve que detenerme, me sorprendí al ver a Marionne de pie junto al pescante. Había bajado del vehículo y llevaba su capa puesta y su maletín de viaje en la mano.

—Lo siento, tengo que marcharme ya. Ésta es la dirección de la casa de alquiler del coche —dijo tendiéndome un papel—, ¿puede usted pedir a alguien de su servicio que lo devuelva?

—Sí, claro —respondí algo desconcertado.

—Gracias. Adiós.

—Adiós —no tuve más opción que decir.

La vi alejarse, hundiéndose en el gentío como una transeúnte más, y la seguí con la mirada hasta que la muchedumbre se la tragó. Los insultos y berridos del conductor detenido detrás de mí me sacaron del ensimismamiento, y agité las riendas para avanzar unos pies más antes de volver a detenerme.

Un alboroto llamó mi atención. Vi a un individuo corriendo y a otros dos que lo perseguían entre gritos y amenazas. Era evidente que se trataba de un ladrón a quien sus víctimas intentaban alcanzar, y eso me hizo pensar que una vez en la ciudad los documentos no estaban seguros abandonados en las alforjas de mi caballo, atado a la parte posterior del carruaje. Aproveché la siguiente parada para descender y cogerlos. Pero cuando abrí la que colgaba del costado derecho del animal, donde los había dejado, comprobé, atónito, que estaba vacía. Luego bordeé el equino por su grupa y abrí la izquierda. Vacía también.

¿Cómo podía ser? ¿Dónde los había dejado? Estaba seguro de haberlos guardado en la alforja derecha. Me aproximé de nuevo, consternado, hasta el vehículo y abrí su portezuela. Observé los asientos y el suelo del coche, pero estaba vacío. Un sudor frío cubrió mi frente. ¿Me los había olvidado en algún sitio? No, imposible, no los había tocado. Los había dejado en la alforja derecha y no los había tocado. ¿Me los habían robado? Sí, por supuesto. No cabía otra opción. Pero ¿quién y cuándo?, me angustié. Sólo habíamos hecho dos paradas: la primera había sido de madrugada en una parada de posta donde, debido a la hora, no había nadie; y después…, en la segunda, yo no me había separado del carruaje.

Permanecí petrificado unos instantes, mientras un nebuloso temor empezaba a tomar forma en mi mente. ¿Era posible? Cuanto más lo pensaba, más me lo parecía. Blasfemé mientras cerraba los ojos bajo el peso abrumador de la evidencia. Ella me había seguido únicamente con esa finalidad, la de ver cómo obtenía los documentos para quitármelos. Ése había sido su objetivo desde el principio y yo me había dejado… Dios santo, pero ¡qué estúpido! Había dejado que me siguiera y había permitido que me robara. ¿Se podía ser más memo? Pero ¿cuándo me los había hurtado? En alguna parada, seguramente, mientras yo estaba entretenido cambiando o abrevando los animales o…, en fin, qué más daba. Había estado tan ciego que quizá hubiese podido cogerlos delante de mis narices sin que yo me enterara.

¿Dónde estaría ella ahora? No debía de estar muy lejos. Monté sobre mi caballo, y abandoné el vehículo alquilado por Marionne sin importarme cuál fuera su suerte. Avancé al paso por donde la había visto desaparecer, acelerando allí donde podía, mientras la buscaba ansiosamente con la mirada. La altura de mi montura me propiciaba una ventajosa perspectiva, pero no se la veía por ningún sitio. Pensé que lo más probable es que se hubiese dirigido hacia su casa y fui hacia el puente de la Tournelle que conducía a la isla de Saint-Louis para, a través de ésta, alcanzar la orilla derecha del Sena. A medida que avanzaba, mi rabia iba ganando en intensidad, y ese sentimiento me insuflaba energías. La encontraría donde estuviese.

Fue entonces, cuando ya había cruzado el puente, cuando la distinguí. Sólo había vislumbrado su cabello rizado y su capa oscura, pero estaba seguro de que era ella. Me lancé hacia allí, mas al instante la perdí de nuevo. Cuando llegué a la primera intersección, miré repetidamente hacia los dos lados de la calle Saint-Louis. No estaba, había desaparecido. El pulso me martilleaba azuzado por la exaltación, y me detuve desorientado, intentando calmarme y pensar lo que debía hacer. Entonces reparé en que el despacho de Desmond estaba allí mismo, y no tuve duda alguna de que era donde Marionne se había refugiado. Refugiado de mí. Era inaudito. De mí, que hacía apenas unos minutos hubiese estado dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

Fui al edificio en cuestión, dejé el caballo en la cuadra, y subí de dos en dos las escaleras hasta su bufete. Me salió al paso su secretario, pero no me anduve con contemplaciones y esquivándolo sin mediar palabra me dirigí directamente hacia el despacho de Desmond, perseguido por aquél, que me anunciaba con insistencia que estaba con una visita y que no se le podía molestar. Atravesé el pasillo de dos zancadas e irrumpí en la estancia.

No me había equivocado. Allí estaba Marionne, quien palideció y se levantó de inmediato al verme aparecer. Desmond permaneció detrás de su escritorio, con una expresión de pasmo congelada en su semblante.

—Conde —exclamó—, qué… inesperada sorpresa, y qué presentación más inusual. Como puede comprobar, ahora estoy ocupado, y a no ser que se trate de algo de suma urgencia…

Yo no había apartado mi encendida mirada de Marionne. No esperé a que Desmond terminara la frase para cerrar la puerta detrás de mí y acercarme hasta ella.

—Devuélvamelos —la increpé.

—Ya no los tengo yo —me contestó ella.

Ni siquiera lo negaba. Tenía la desvergüenza de admitirlo sin sonrojo alguno.

—Dígale que me los dé —insistí, imaginando que se los habría entregado a Desmond.

—No —repuso—. Lo siento.

Entonces miré a Desmond, cuyo asombro parecía ir en aumento.

—¿Qué… qué ocurre aquí? —consiguió articular.

—Esta mujer me ha quitado unos documentos y quiero recuperarlos. ¿Los tiene usted?

—La señorita Miraneau me acaba de nombrar depositario de unos documentos, en efecto. ¿Son ésos los que el conde reclama? —le preguntó a ella.

Marionne asintió.

—¿Y desea usted que se los entregue?

—No —replicó.

—En ese caso…

—¡Maldita sea, Desmond! —bramé—. Esos documentos son míos. ¡Démelos de inmediato!

—Eso no es cierto —intervino ella—. Son míos.

—Esta mujer es una perra mentirosa —escupí con odio, sin dignarme mirarla— y créame que soy benevolente en mi calificativo. Los documentos son míos y no acepto que dude de mi palabra. Si no me los da, tendré que buscarme otro abogado. No creo ser un cliente de poca importancia para este despacho. Según tengo entendido la administración de mis fincas le reporta unos ingresos nada desdeñables.

—Lamentaría mucho esa decisión, se lo aseguro —me contestó con suma calma—, no sólo por los ingresos que ha mencionado, sino porque lo respeto a usted y es un orgullo y una satisfacción para este bufete contarlo entre sus clientes. Pero la situación es la siguiente: dado que hay discusión sobre la propiedad de estos documentos, que además yo no he podido examinar porque no se me ha concedido permiso para ello, y a no ser que usted pueda demostrarme que es su legítimo titular, no tengo otra opción que considerar como tal a quien estaba en posesión de los mismos, que es la señorita Miraneau. Y como además me ha nombrado depositario de ellos, es mi obligación custodiarlos hasta que ella disponga de otro destino. Pero, por supuesto, es usted muy libre de cambiar de abogado, como también debo informarle de que le asiste el derecho de denunciar a la señorita Miraneau si es cierto que se los ha robado.

Resoplé como un toro enfurecido. Miré a mi alrededor, dispuesto a cogerlos a la fuerza, pero no estaban a la vista. Desmond debía de haberlos guardado en su caja acorazada. Me alivió cuanto menos saber que Marionne no había cometido la insensatez de mostrarle su contenido. Pero la situación pintaba muy mal para mí. Era obvio que ninguno de los dos iba a devolvérmelos. La integridad profesional de Desmond era bien conocida, y estaba también embrujado por ella, y en cuanto a Marionne…

—¿Podemos hablar? —le pregunté bruscamente a ella.

Asintió. Desmond se dio por aludido. Nos condujo hacia una pequeña habitación, una estancia adjunta a su despacho que debía de utilizar como sala de consulta, y nos dejó solos.

Durante unos instantes no pude pronunciar palabra. La ira me embargaba de tal forma que hinchaba mi garganta y me había dejado sin saliva.

—¿Así que esto era lo que pretendía? Los peores insultos son pocos para expresar lo que siento.

—Conde… —inició ella con voz suave—, no hay motivo para que me odie de esa manera. Los documentos siguen estando a su disposición. Yo tan sólo los guardaré para usted, aquí, en manos de su propio abogado.

—Después de las atenciones que he tenido con usted, después de… —No pude continuar—. Es increíble. Le juro que jamás pude imaginar una deslealtad y un desagradecimiento semejante.

—Me está usted juzgando con demasiada dureza. Por favor, intente comprenderlo. No voy a revelar a nadie el contenido de esos documentos, ni siquiera a Desmond. No voy a hacer absolutamente nada con ellos. Permanecerán aquí, a disposición de usted, para cuando usted los quiera. Y cuando el marqués de Sainte-Agnès me interrogue, encubriré a su primo y negaré mi participación en esto, y lo haré no porque crea que es lo mejor para mí, sino sólo porque usted me lo ha pedido. Lo único que quiero a cambio es tener la seguridad de que no acabaré en prisión. Teniendo yo los documentos no se olvidará usted de mí cuando pacte con el marqués de Sainte-Agnès, y si usted y su primo están a salvo pero yo en peligro, me ayudará para impedir que en mi desesperación utilice esos documentos para pactar yo por mi cuenta.

—O sea, que los usará para chantajearme.

—Yo no utilizaría esa palabra.

—Pues es la correcta. ¿Sabe de lo que tratan esos documentos?

—He tenido ocasión de examinarlos en el carruaje.

—Mientras se suponía que dormía… Me ha engañado usted cuanto se puede engañar a alguien —dije con profunda amargura—. ¿Cree que la explicación que me ha dado la justifica? No ante mí. No después de las pruebas que le he dado de mi deferencia hacia usted.

—Es cierto que ha sido usted conmigo generoso y considerado, mucho más de lo que yo podía esperar y, desde luego, mucho más de lo que estaba usted obligado a ser. No es cierto que yo sea desagradecida ni desleal, y espero, yo también, poder demostrárselo algún día. Pero mis circunstancias me obligan a protegerme.

No me los iba a devolver, y cuanto decía no era para mí, después de su comportamiento, más que palabras vacías.

—¿Sabe, Marionne, que en mi situación puedo hacerle un daño incalculable? —intenté asustarla.

—No puede —replicó con súbita dureza— porque sólo con que lo intentara esos documentos saldrían a la luz, y en ellos hay anotaciones manuscritas de diversas personas, entre ellas las de su primo, y no creo que a usted y a su familia los beneficie un escándalo y una deshonra de esa índole.

La miré estupefacto. Miré a la que había sido mi sueño durante las últimas horas, y le dije:

—Sólo espero no tener la necesidad de volver a dirigirle la palabra en mi vida.

No esperé su reacción. Salí de la pequeña sala y cerré la puerta ante ella.