Capítulo IX

1

Paul Bramont

La incursión de Marionne Miraneau en mi casa me produjo una profunda desazón. Algo de peso había ocurrido que yo ignoraba; ésa fue la impresión que me causó el sorprendente e inusual comportamiento de aquella joven. ¿Qué era ello y en qué medida me afectaba?

Desmond conocía a Marionne Miraneau y por ello me entrevisté con él. Y el resultado fue mucho más esclarecedor de lo que esperaba, y también desgraciado y sorprendente. Didier. Sí, Didier. Fue a mi primo Didier a quien Marionne Miraneau ordenó seguir y a quien confundió conmigo. El simple hecho de que Didier preguntara a Desmond por ella no hubiese bastado para que diera por incontestable y fuera de duda tal suposición, pero el añadido de que Marionne Miraneau hubiese empezado a trabajar como aprendiz para un antiguo amigo del vizconde de Saltrais padre era determinante. La conexión entre Miraneau y Saltrais, dándose la coincidencia de que ella había entablado conocimiento con alguien que residía en mi casa, confirmaba que se trataba de Didier, pues éste a su vez mantenía una estrecha relación con Saltrais.

La ascendencia de Saltrais sobre Didier sí me era conocida, y hasta me constaba. Y con tal afirmación me reprocho a mí mismo mi negligencia, pues nada había hecho por evitar esa amistad de tan dudosa conveniencia para él. El vizconde y su círculo podían ejercer una poderosa atracción sobre un joven inflamado de altruismo y sediento de protagonismo y aceptación, y Saltrais, con su seguridad y sus contundentes máximas, sabía y podía despertar la admiración de un muchacho ingenuo e influenciable. Si Didier había participado en aquel misterioso, peligroso y secretísimo asunto, lo había hecho indudablemente manipulado e inducido por el vizconde, pues a pesar de su ventilada valentía, arrojo y predisposición, no hubiese sido capaz de emprender ninguna empresa de calibre por sí mismo. Saltrais, por el contrario, sí, y más capaz aún era de valerse para ello del apasionamiento de mi idealista, atolondrado e incauto primo.

Recientemente, además, Didier se había incorporado al prestigioso despacho de abogados del cuñado de Saltrais, el primer socio de la firma Fillard et Montcard. Curioso que tanto él como Marionne Miraneau hubiesen conseguido trabajo gracias a las influencias de Saltrais. Era un premio, estaba claro, por hacer algo que seguramente no deberían de haber hecho. Les había pagado a ambos de igual forma.

Lo que por mucho que me esforzara era incapaz de deducir, era la posible relación entre cualquiera de ellos dos y Marionne Miraneau. Es posible que después de mi aportación a su negocio, ella se aviniera a facilitarme una información que tan tenazmente me había negado en nuestro único encuentro, pero no quería que mi acto pudiera ser considerado como un intento en ese sentido. Había deseado ayudarla, simplemente, quizá porque a pesar de su entereza, o puede que debido a ella, su desesperación había conseguido impresionarme. La recordaba sentada frente a la chimenea, con las manos entrecruzadas en el regazo, el rostro sombrío y la frente pensativa, sin pestañear, rogar ni suplicar, a pesar de su evidente angustia, dispuesta a ser detenida antes que a revelarme su secreto, mientras volvía a mi memoria el relato de Desmond sobre el reciente fallecimiento de su padre y su ruina sobrevenida, que entonces escuché con indiferencia pero que la visión de ella me revelaba ahora traumática y devastadora. Era comprensible y justificada su desesperación, que sin embargo ella sobrellevaba con fortaleza y valentía. Algo de ella había quedado grabado en mí, porque no la olvidaba, y no había podido dejar de interesarme por su suerte. Por ello le había preguntado sobre ella a Desmond, y por eso le había hecho ese ofrecimiento, decisión que había robustecido el saber que pretendía explotar ella misma el negocio. Esa nueva muestra de coraje acabó por granjearle mi sincero respeto. Y no quería que ese acto mío desinteresado se convirtiera o aparentara ser lo contrario.

No. No volvería a interrogar a Marionne Miraneau. Tampoco a mi primo Didier, marioneta incauta en manos expertas, que además nada me diría por una mal entendida lealtad hacia Saltrais. Era a éste a quien pediría explicaciones, a quien sin mediar conmigo palabra alguna había implicado en un asunto «turbio y escandaloso» a mi primo, que en cierta forma estaba bajo mi tutela, y a la arrendataria de una de mis propiedades, que por ello, también en cierta forma, estaba bajo mi protección.

Ansiaba, pues, hablar con él. Pero cualquier momento o lugar no servía, pues quería que Didier estuviera presente. Saltrais podía engañar con facilidad. Se lo permitía su mente calculadora, su dominio de sí y su capacidad de simulación. Su carácter no tendía a la mentira o al engaño, más bien era directo y nada ambiguo, pero me parecía capaz de ello si servía a sus fines. Saltrais no carecía de escrúpulos, pero tenía una moral un tanto peculiar. Consideraba que términos tales como la bondad o la maldad, el honor o el deshonor, la verdad o la mentira, en la vida real no se dan nunca en forma absoluta, dado que toda conducta es consecuencia o causa de otras que la condicionan y relativizan. Esta manera de pensar le concedía gran libertad de acción, pues le permitía conciliarse fácilmente con su conciencia. Pero Didier era demasiado joven todavía para haber interiorizado convenientes filosofías atenuantes de sus propias faltas. Era un libro abierto. Si estaba presente en la conversación, su expresión delataría a Saltrais si intentaba engañarme y confirmaría las verdades que me dijese. Lo necesitaba.

Ahora sólo me quedaba esperar que la ocasión propicia se presentara.

—Los ministros están desesperados —me estaba diciendo aquella mañana mi padre, mientras desayunábamos en su gabinete—. Necesitan dinero, y felizmente les habéis frustrado la reforma fiscal con la que pretendían aumentar los ingresos. Ahora sólo les queda recurrir de nuevo a los empréstitos.

—¿Te refieres a esa medida que según Calonne supondría «agravar el mal y precipitar la ruina del Estado»? —disentí.

—¿Qué otra solución les queda? —moderó mi padre.

—Convocar los Estados Generales.

—Aunque convocaran los Estados Generales, hay necesidades perentorias que no podrían esperar a que éstos adoptaran decisiones efectivas. ¿Cómo conseguirías tú esos fondos inminentes para cubrir las urgencias?

Miré a mi padre con prevención. Aunque ya había renunciado a su cargo de magistrado, seguía en contacto con sus antiguos colegas, los alineados en las filas conservadoras. Yo, por el contrario, lo estaba en la minoría progresista; de ahí que pretendiera a menudo convencerme de sus ideas para que luego yo las defendiera entre los liberales. Y lo conocía lo suficiente como para saber que ahora, con sus maneras razonadas y suaves, estaba intentando conducirme hacia su terreno.

—¿Dónde quieres llegar? —tanteé, prudente.

Mi padre ocultó una sonrisa.

—Los ministros ofrecen convocar los Estados Generales a medio plazo a cambio de que el Parlamento apruebe registrar un nuevo empréstito —descubrió al fin—. El guardasellos Lamoignon se lo ha propuesto en privado a Duval d’Eprémesnil. —Duval era un líder destacado entre los magistrados conservadores—. ¿Te das cuenta del logro que supone? Era impensable hace apenas nada. Todo un éxito para el Parlamento.

—Suena muy bien —contesté cauto—. Tanto que me extraña. ¿Qué período abarca ese «medio plazo»; y a qué importe ascenderá el empréstito?

—Esta mañana voy a una reunión para comentar los detalles. ¿Por qué no vienes conmigo?

No contesté porque en ese momento nos interrumpió mi secretario, Rocard, que venía a entregarme la correspondencia del día, como acostumbraba a hacer a aquella hora.

—El señor Didier Durnais —me informó, neutro, mientras me tendía formal la bandeja de cartas— ha recibido una misiva del vizconde de Saltrais. ¿Se la entrego yo o prefiere hacerlo usted mismo?

No era una pregunta inocente, pues le había ordenado que me advirtiera enseguida si mi primo recibía algún mensaje del vizconde.

—Yo lo haré —me ofrecí—. Gracias.

Tomé las cartas, incluida la dirigida a Didier. No podía abrirla delante de mi padre, a quien hubiera escandalizado ver violar la correspondencia ajena, así que la reservé para más tarde y abrí otra, de uno de los magistrados con los que yo tenía mayor afinidad. Era una cita para una reunión en su residencia aquella misma tarde. Por la precipitación de la convocatoria supuse que su causa sería la comentada propuesta ministerial, de la que también habría tenido conocimiento.

—De acuerdo —contesté a mi padre, refiriéndome a su invitación, pues me daba tiempo de asistir a las dos reuniones—. Te acompañaré.

Antes de salir, tuve ocasión de dedicar en un aparte mi atención al billete de Saltrais. En el reverso estaba su sello, estampado en lacre color burdeos. Lo partí y desdoblé el papel. «Esta noche en el Café de Foy, a la hora habitual. No faltes. Lo que esperábamos, ya ha llegado. No había firma, ni sello, ni despedida.

La hora habitual era las once de la noche. La ventaja de tener a Didier alojado en mi casa es que mi servicio me mantenía informado de sus actividades. Lo que no era habitual era el día, pues solían reunirse los martes y los viernes, y era jueves. La alteración se debía, a todas luces, a aquello que «ya ha llegado». de importancia tal que merecía una reunión de urgencia.

Retuve la epístola durante toda la jornada. No requerí para ello de artificios, pues no coincidí con Didier hasta la hora de cenar. Por la mañana acompañé a mi padre a su cónclave. Los conservadores estaban a favor de aceptar la propuesta del ministro. El Gobierno no quería más enfrentamientos con el Parlamento, pero tampoco a ellos les gustaban los desórdenes, ni las manifestaciones, ni soportar exilios; también querían la paz institucional. Ahora no vendría de un empréstito más…, y si a cambio el rey prometía la convocatoria de los Estados, aunque fuera a medio plazo, podían considerar que habían alcanzado una victoria muy honrosa.

Por la tarde acudí a la cita con mis colegas liberales. Éstos, al contrario que los anteriores, consideraban la propuesta inaceptable. Los Estados Generales debían convocarse de forma inmediata, no podía esperarse ni tres, ni dos, ni siquiera un año. Si el déficit era ya del todo insostenible, ¿cómo podía pensarse en seguir aumentándolo a base de emitir empréstitos durante meses, quizá durante años, sin adoptar al mismo tiempo las reformas de urgencia necesarias? ¿Debía evitarse el hundimiento de un barco abriendo más boquetes en su casco? El rey iba a convocar una sesión rea. para presentar el empréstito al registro del Parlamento. La consigna era oponerse. Y algo más: no revelar nuestra postura hasta el último momento. Parecía que los ministros daban por hecho el acuerdo, y en esa confianza iban a arrastrar al rey a la sesión. Si se olían la oposición podían recurrir al procedimiento del lit de justice. que permitía al rey imponer el registro por la fuerza, privándonos de la voz y vot. al que teníamos derecho en una sesión real. Era conveniente no alertarlos y sorprenderlos en la misma sesión, cuando ya no tuvieran capacidad de reacción.

—Puede que tengamos un buen espectáculo —me comentó mi colega al despedirnos—. Los afines al duque de Orleans, Sabathier y otros, también se opondrán, y no tienen intención de ser moderados. Están decididos a convertir al duque en el líder de la oposición. Se comenta que hasta pagan a agitadores para que ensalcen su figura en el Palais Royal a fin de ganarse a la opinión pública.

Ese liderazgo no lo apoyaría yo. No confiaba en el duque. Pero sí convergía con la estrategia de mis compañeros, que me obligaba a guardar el secreto de sus deliberaciones ante mi mismo padre. Con la máxima incomodidad tuve que contestar con elusiones las preguntas que me formuló al respecto durante la cena. Mi transparencia no era tampoco mayor con mi primo, sentado a mi diestra, a quien estaba ocultando la nota de Saltrais desde aquella mañana.

Después de cenar, Didier subió a sus habitaciones, pues los jueves no solía salir. Yo lo seguí al cabo de poco y entré en éstas sin hacerme anunciar. Lo encontré sentado frente a la chimenea, leyendo un libro, todavía vestido.

—Perdona que te moleste —inicié—. Hoy me entregaron junto con mi correspondencia esta carta dirigida a ti. La abrí sin darme cuenta. Lo siento.

—No tiene importancia —repuso cogiéndola. Al ver de qué se trataba enrojeció levemente y me miró para comprobar el efecto que me había producido su posible lectura.

—Espero no dártela demasiado tarde, pero yo mismo no la leí hasta hace escasos minutos —mentí—. Por curiosidad, ¿qué es eso que estabais esperando y que ya ha llegado?

Didier enrojeció aún más. Sonrió torpemente e intentó ganar tiempo colocando el libro que tenía entre manos en la librería. A pesar de ello no se le ocurrió nada y acabó viéndose obligado a balbucir:

—Pues… no sé… no sé a qué se refiere.

—Habla de ello como si estuvieras al corriente —insistí con amable incredulidad—. Esto me ha recordado que hace tiempo que no voy al Palais Royal. Creo que hoy voy a acompañarte —anuncié.

El rostro de Didier cambió el color encarnado por el amarillo. Me miró con pavor, lo que me demostró que aquella noche se iba a tratar algo que yo no debía saber. Sin embargo, aunque a todas luces era evidente que no quería que fuera con él, no se veía tampoco con coraje suficiente para negarse, teniendo en cuenta que desde hacía meses gozaba de mi hospitalidad y que las amistades que ahora me estaban vedadas le habían sido presentadas por mí mismo.

—Dispondré que nos preparen el carruaje —determiné, antes de que se le ocurriese alguna excusa—. Te espero en el vestíbulo.

Didier no se apresuró en bajar, pero al cabo apareció. Superado el primer momento de apuro, habría sopesado las alternativas para concluir que no tenía ninguna. Su mejor opción era la de aparecer conmigo frente a Saltrais y compañía, y dejar a éste, hombre de muchos más recursos, la improvisación de una solución.

Entramos en el Café de Foy. Seguí la vista de Didier y distinguí al vizconde de Saltrais, que estaba sentado a una mesa larga de madera situada al fondo, en compañía de otros nueve o diez individuos, todos ellos pertenecientes a su círculo. Escuchaban a uno de ellos, a quien reconocí como el conde de Mounard, que leía en voz alta un documento. Dado que debía de ser confidencial, el tono era quedo y los oyentes se inclinaban sobre la mesa aguzando el oído para poder seguir la lectura.

—Espérame aquí —tuvo arrestos para pedirme Didier—. Voy a avisarles de que has venido.

Opté por seguir sus instrucciones y sentarme a una mesa vacía que había cerca de la entrada. Empeñarme en acompañarle de nada hubiese servido, pues Saltrais ya me había visto y por tanto quedaba descartado que pudiera oír algo por azar aprovechando el factor sorpresa. Vi a Didier inclinarse hacia el vizconde y decirle algo en voz baja. La vista de éste estaba clavada en mí mientras mi primo le informaba de las inevitables circunstancias que habían hecho que me presentase allí. El desvío de su atención había despertado la curiosidad de los próximos a él, que también me miraron, hasta que el propio conde de Mounard creyó oportuno suspender la lectura. Finalmente Saltrais esbozó una sonrisa a sus compañeros, que pretendió ser tranquilizadora, se levantó y se dirigió hacia mí, en compañía de Didier, que lo seguía rezagado, como el incompetente alumno que ha sido incapaz de resolver un problema y se cobija tras el maestro forzado a solventarlo.

—Buenas noches, conde —me saludó con amigable cortesía—. Hace tiempo que no lo veíamos por aquí.

—Así es. Pero hoy he leído por casualidad la nota que le había dirigido a mi primo y he sentido curiosidad.

—La nota iba dirigida a él y estaba lacrada —remarcó Saltrais mientras tomaba asiento en la mesa que yo ocupaba y era imitado por Didier.

—Cierto —confirmé.

Saltrais me observó. Al contrario que Didier, no había dado crédito a que hubiese leído su carta por error, y debía de preguntarse qué me había motivado a cometer esa grave trasgresión.

—¿Y qué es lo que ha despertado su curiosidad? —preguntó, en el mismo tono amable—. A lo mejor puedo satisfacerla.

—Sin duda —aseveré—. ¿Qué es ese documento que leen con tanta atención?

Saltrais volvió a mirarme, con penetración. Dudaba. Estaba decidiendo si podía o no contestarme. De lo que dudaba era de mí, de mi reacción. En ese instante supe la naturaleza del asunto «turbio y escandaloso». Era política, con toda seguridad. De haber sido de otra índole me hubiese mentido o se hubiese negado abiertamente a darme una respuesta. Pero estaba calculando si me podía ganar como adepto. Saltrais siempre intentaba engrosar las filas de sus simpatizantes, de los comprometidos con la causa de la Libertad, según su expresión. Y también estaba calculando las posibles consecuencias de que, tras desvelarme lo que quiera que fuese, no ganara mi adhesión. La toma de decisión le arrancó un suspiro de tensión, con el que me reveló que, a pesar de su inseguridad, había decidido arriesgar.

—Es el borrador de las Memorias de la señora de La Motte.

Me quedé perplejo. Permanecí aturdido unos instantes, sin saber qué decir. Miré a Didier, mientras interiormente decidía si el caso era o no grave. Sería una publicación prohibida, por supuesto, y por tanto ilegal, y todo el que hubiese participado en ella habría transgredido la ley Varios escritores habían sido encarcelados por publicar y difundir libros prohibidos; eran tristemente conocidos los casos de Voltaire y Diderot. Pero también era cierto que las publicaciones clandestinas abundaban y que la mayoría de las veces quedaban sin castigo alguno, y de que el tema carecía por completo de reprobación social, pues estaba extendido el convencimiento de que debería existir la libertad de prensa y que la censura debía ser abolida. Así que, si ése era el asunto «turbio y escandaloso», no estaba muy seguro de cuál debía ser mi actitud al respecto. Y seguía sin comprender la relación de Marionne Miraneau con aquello.

—¿Así que la señora de La Motte ha decidido explicar con todo detalle cómo perpetró su estafa? —dije con cierta sorna—. Quizá quiera crear escuela. Aunque teniendo en cuenta que ha sido arrestada, condenada y se ha quedado sin el botín, no parece que merezca la pena seguir su ejemplo.

—Conde… —sonrió Saltrais—, la señora de La Motte no cometió ninguna estafa. En estas Memorias desenmascara esa mentira oficial, urdida sólo para proteger a la reina, como buena amiga suya que es. Pero honestas personas han conseguido convencerla de que le debe la verdad a la Historia, y que eso está por encima del interés particular de otra, aunque ésta sea su querida amiga la reina.

—Y supongo que esas buenas personas no se han limitado a convencerla de que escriba sus Memorias, sino que incluso la habrán ayudado a redactarlas —dije, dirigiendo una indicadora mirada hacia el grupo concentrado en torno al conde de Mounard.

Saltrais sonrió de nuevo, como anunciando que había acertado pero que no era esperable que él así lo admitiese.

—La señora de La Motte es la única autora —aseveró—. Aunque, como en ocasiones no tiene muy claro el objetivo, hay que orientarla.

—¿Y cuál es ese objetivo? No creo que la señora de La Motte tenga otro que el de ganar dinero. Imagino que le habrán pagado bien por «iluminar al Mundo».

—Empieza a expresarse bien, Bramont. —Rió Saltrais, estimulado—. «Iluminar al Mundo.» Cierto. Ésa es la expresión. Y ése es el verdadero objetivo. Esas Memorias contienen una verdad explosiva. Una verdad que convulsionará los cimientos mismos de la Corona y de la monarquía absoluta.

—Me parece que confía demasiado en el poder de sus propios actos —repliqué en tono lineal.

—Un hombre solo poco puede hacer. Es labor de muchos, de cuantos más mejor. De eso se trata precisamente —continuó haciendo un gesto hacia los documentos cuya lectura seguía interrumpida varias mesas más allá—. De despertar a los espíritus dormidos.

—¿Y qué dicen esas pretendidas Memorias para ser capaces de conmocionar a la opinión pública y hacer peligrar la Corona?

—En realidad, nada que no se haya murmurado y dicho ya. Que todo el juicio fue una farsa para encubrir a la reina. Que fue María Antonieta quien se quedó con el collar y la señora de La Motte una pobre víctima sacrificada por su inconmensurable amor y lealtad a su reina y gran amiga. Un amor, por cierto, no sólo espiritual. La señora de La Motte nos descubre el amoroso corazón de la reina, que no distingue entre hombres y mujeres, y que ha entregado, junto con su cuerpo, a sus queridas amigas la duquesa de Polignac y la princesa de Lamballe, además de haber sido amante de la propia autora y, por supuesto, del cardenal de Rohan. Puede que haya futuras entregas de Memorias en las que nos deleite con los detalles de sus amoríos, que por lo visto no se desarrollan sólo en pareja.

—No puedo creerlo —reproché, asqueado e indignado—. No puedo creer que sea capaz de propiciar semejante bazofia repleta de calumnias y embustes. No creo que usted quiera una Libertad nacida de la Infamia.

—Esperaba que se escandalizara —sonrió, con su perpetuo aire de superioridad—, pero, cuando se lo explique, lo entenderá. En el fondo subyace la verdad, Bramont, la que importa. Puede que las historias de la señora de La Motte no sean rigurosamente ciertas, pero lo que sí lo es, es que María Antonieta es indigna del cargo que ostenta y que la monarquía absoluta es un régimen que propicia el abuso y la represión de las libertades.

—Y si ésa es la verdad de fondo, ¿por qué no la aflora a la superficie y deja de utilizar falsedades que le desacreditan? ¿No basta denunciar las cosas que realmente se han hecho mal, las verdaderas causas de que sea necesario un cambio? ¿No puede limitarse a ventilar los verdaderos delitos de la reina para tener que inventarse y fabricar esta porquería?

—¡Qué poca visión tiene, Bramont! —exclamó Saltrais—. ¿Qué quiere que le digamos al pueblo? ¿Que la reina reparte favores entre sus amistades? ¿Que despilfarra fondos públicos en fiestas, palacios y joyas? ¿Que coloca en los cargos públicos a sus favoritos? ¡A eso ya están acostumbrados! Lo vienen oyendo desde el reinado de Luis XV. ¿Por qué iban a levantarse contra Luis XVI, si no lo hicieron contra su abuelo, que era mucho peor? No. Hay que darles algo más palpable, algo que su moralidad no pueda tolerar. Dígales que su reina es una ladrona de collares y una puta que se acuesta con mujeres y que participa en orgías, y los despertará. Así es como funciona. La opinión pública es un campo de cultivo del que pueden crecer grandes cosas. Pero hay que alimentarlo, hay que nutrirlo.

Me miró unos instantes y continuó, alentado por su propio discurso:

—Cuando estas Memorias se publiquen, María Antonieta ya no podrá volver a levantar la cabeza. El rey tiene que verse obligado a convocar los Estados Generales de forma inminente y para ello la presión de la opinión pública debe ser irresistible, porque además los Estados han de tener las facultades suficientes para establecer nuevos principios constitucionales. Y sólo un rey vencido cederá a semejantes pretensiones. Y estas Memorias serán un grano más, pero un grano de mucho peso. La Corona quedará desacreditada. Ahora sí que creo firmemente que estamos comenzando a construir el camino hacia el parlamentarismo.

—Entiendo… —musité, reclinándome hacia atrás y cogiendo la copa de vino que nos habían servido—. Veo que aprovecha bien las oportunidades. Ha sido un afortunado golpe de suerte para sus propósitos el que la señora de La Motte se haya fugado de la prisión. ¿O también en eso la ayudaron? —bromeé.

No obstante, apenas acabé de pronunciar esas palabras, la sonrisa se me heló en el rostro. Me asaltó el recuerdo de la conversación mantenida en la fiesta de la baronesa. Aquel día Saltrais había intentado persuadirnos de lo beneficioso que sería que la señora de La Motte escapara de la prisión para que ganara credibilidad la tesis de la culpabilidad de la reina. De pronto, observando el rostro audaz y resuelto de Saltrais por encima de la copa que sostenía frente a mi boca, lo vi todo claro. Aquella noche Saltrais nos había tanteado a Desmond, a Didier y a mí a fin de saber si podría contar con alguno de nosotros para tal empresa. Y lo había hecho Didier. «Póngame a prueba», le había dicho. «Hay muchas formas de hacer que la reina libere a La Motte», dijo. Como, por ejemplo, hacerlo por ella, y aun contra la voluntad de ella.

Miré a Didier, que aunque no había intervenido en la conversación la había seguido atentamente. Mis palabras lo habían obligado a bajar la vista, azorado, refugiándola en sus inquietas manos entre cuyos dedos no dejaba de dar inútiles vueltas su vaso de vino. Como seguí mirándolo con persistencia, acabó por llevárselo a los labios, presa de nerviosismo, con un ligero pero perceptible temblor que era una pura confesión. Luego volví a centrarme en Saltrais, cuyo triunfalismo arrancaba destellos a sus ojos. No lo reconocería abiertamente, pero no parecía interesado en evitar que yo mismo llegara a esa conclusión. Sí, no había duda alguna. La redacción de las pretendidas Memorias de esa mujer y su fuga formaban parte de la misma trama, y había sido obra de los mismos artífices. Y entre dichos artífices estaban Saltrais y el imbécil de Didier.

Haber colaborado en la fuga de La Motte sí era grave. La publicación de las pretendidas Memorias también podría serlo, pero hacía tiempo que Versalles y París estaban inundados de panfletos y libelos contra la reina con total impunidad para sus autores, y la intervención de Didier debía de haber sido muy tangencial. Pero colaborar en la huida de un preso era diferente. Cualquiera que hubiese sido su grado de participación, lo situaba fuera de la ley y lo convertía en delincuente. Miré con pesar y angustiosa preocupación a Didier, oprimiéndome la percepción del desastre. Un joven abogado que iniciaba una vida llena de oportunidades y que podía haber visto truncada toda su carrera y arruinado su futuro por un craso e inconsciente error al que se había visto arrastrado por irresponsable e insensata valentonada sin sopesar sus consecuencias.

—¿Hasta qué punto te has involucrado? —le pregunté.

—¿En qué? —balbució, con mirada esquiva.

—No es momento para idioteces —le reproché, sintiendo ira contra él por haberse perjudicado y puesto en peligro de una forma tan estúpida.

—No se ha involucrado más que los demás —intervino calmadamente Saltrais.

—¿Quiénes son los demás? —le espeté, airado también contra él por haber utilizado a Didier.

—No hace falta que todos lo sepan todo —contestó con complacido misterio—. Tampoco todos saben de la simulada participación de usted.

—¿Mi simulada participación? —repetí agrio—. ¿Qué significa eso?

—Vamos, Bramont —contemporizó—. Conmigo de poco sirve negarlo. Pero ya le he dicho que he guardado la información con discreción.

—Pero ¿de qué está hablando?

Saltrais creyó por fin que no entendía lo que me estaba diciendo y miró desconcertado a Didier.

—¿No era suyo el local? ¿No me dijiste que era suyo el local?

—¿Local? ¿Qué local? —interrumpí dirigiéndome a Didier, abrumado por un alarmante presentimiento.

Saltrais lo miraba a su vez, inquisidor.

—¿Así que él no lo sabía? —pareció deducir con enojo—. ¡Me ofreciste su local sin que él lo supiera!

Didier parecía a punto de derretirse ante el acoso de ambos. Nos miró alternativamente, rojo como la grana, con ojos vidriosos.

—Yo… no creí que fuera necesario que él lo supiera —le explicó a Saltrais—. Yo nunca… yo nunca le dije a usted que él lo sabía.

Saltrais no contestó, pero no hacía falta, pues su expresión lo decía todo. Miraba a Didier con mezcla de ira, sorpresa y desprecio, como si hubiese descubierto de pronto que el ser racional que tenía a su lado no era tal. Luego me observó a mí, que esperaba, con la comprensible alteración de ánimo, una explicación. El local era sin duda el que ocupaba Marionne Miraneau y estaba relacionado con la fuga de la señora de La Motte. Mi local. Mi local relacionado con la fuga de la señora de La Motte. Me habían implicado sin yo quererlo ni saberlo en la comisión de un delito de considerable gravedad.

—Le dejo a solas con su bien amado primo, que sin duda tiene cuentas que rendirle —dijo Saltrais con sibilina parsimonia—. Pero antes le diré una cosa, Bramont, y le ruego que me escuche con mucha atención. Le aseguro que creí que lo sabía. Jamás hubiese aceptado la solución propuesta de no haberlo creído así, pues lo hubiese considerado excesivamente arriesgado y una absurda temeridad. Y tampoco le hubiese dicho palabra alguna sobre las Memorias de la señora de La Motte si no hubiese creído que, aunque prefería no revelarlo, aprobaba nuestra iniciativa, como pensaba que demostraba el que hubiera facilitado una de sus propiedades para la empresa. Puesto que no ha sido así, puesto que nada sabía y además, por lo que veo, tampoco comparte nuestras ideas, ha sido un error por mi parte el haberle facilitado tanta información, y de ello me arrepiento tanto como se pueda imaginar. ¡Pero…! —advirtió—, medite bien lo que va a hacer con esa información. Sepa, y no es una amenaza sino una realidad, que la condenada y presa por la Justicia, la señora de La Motte, se ocultó la noche de su huida en el local que tiene usted en propiedad en la calle Saint-Denis, y sepa que Courtain, a quien la reina ha encargado personalmente la investigación de este caso, lo ha descubierto y sospecha de usted. No obstante, de nada le servirán sus sospechas mientras no tenga pruebas, y ninguna prueba nos interesará que consiga mientras nada sospeche de nosotros.

Por el contrario, si emprende usted contra nosotros alguna acción, sea bien consciente de que mantendremos ante quien sea su propia implicación, que nadie creerá involuntaria, y la de su primo, aquí presente, que por estupidez ha abusado de su confianza y de la mía. ¿Está entendido?

No contesté. Era incapaz de contestar, tal era la cólera que me embargaba. No había podido adivinar para qué habían utilizado mi local, pero el uso que le habían dado no podía ser peor que la peor de las posibilidades. Esconder en él a la fugitiva la noche de su huida me convertía de pleno en cómplice de aquel acto delictivo. Y no sólo eso. Además, era de mí, del más inocente, del que no era sino víctima de actos ajenos, de quien Courtain sospechaba.

—Me parece que la situación es la contraria, vizconde —proferí, deteniendo su ademán de levantarse—. Me ha involucrado contra mi voluntad en un acto delictivo. Ha puesto en peligro mi buen nombre, mis bienes, mi carrera y hasta pudiera ser que mi libertad. No espere zafarse de la deuda que ha contraído conmigo con la mera manifestación de que creía que yo lo sabía. Debiera haber hablado conmigo antes de utilizar una propiedad mía para ese peligroso y comprometido fin, y no limitarse a presuponer mi aceptación. Tampoco debería haber involucrado a mi primo sin antes consultármelo, puesto que sabe que Durnais es mi pariente, mi huésped y en cierta forma estaba bajo mi protección, pero le resultó mucho más conveniente extraerlo de mi influencia para poder aprovecharse mejor de su inexperiencia en pro de sus objetivos. Y, sobre todo, no debería haber liberado a una criminal, ni apoyado la publicación de un libelo repleto de injurias y calumnias. Así que la advertencia se la hago yo a usted. No sé cómo ni de qué forma, pero arrégleselas para que Courtain deje de considerarme uno de los sospechosos y no quede rastro alguno de mi nombre en el expediente de su investigación. Envíele un anónimo, un falso confidente o presionen a la criminal ésa que tienen a salvo en Londres para que lo convenza de que se escondió en cualquier otro sitio menos en mi local. Si no lo hace así, Saltrais, si mi nombre no está libre de cualquier tacha o sospecha en breve, yo mismo buscaré mi propia salvación, aunque para ello tenga que pactar con Courtain, y aunque para pactar con él tenga que facilitarle esa información sobre cuyo uso me aconseja tanta prudencia. ¿Está entendido, vizconde?

Saltrais enrojeció ligeramente y reprimió una inmediata respuesta que a punto estuvo de salir de su boca. No obstante, se impuso antes el tiempo necesario para beber un trago. Cuando dejó de nuevo el vaso, parecía haber vuelto a recuperar la calma.

—Bramont, recuerde que no somos enemigos naturales, y que lo que ahora nos enfrenta se ha debido a un desgraciado malentendido que yo soy el primero en lamentar. Quizá tiene usted razón y debí actuar como dice. O quizá era razonable suponer que su primo le era lo suficientemente próximo como para no ofrecer un inmueble de usted para ocultar en él a la señora de La Motte el día de su fuga sin contar con su conocimiento y consentimiento, y también quizá era razonable suponer que su primo es un adulto que tiene la racionalidad suficiente como para poder tomar sus propias decisiones sin contar con su constante supervisión. En cualquier caso, lo que hice, o mejor dicho, lo que no hice, que fue consultarle a usted, lo omití sin deseo ni voluntad alguna de causarle perjuicio, y en la medida en que se lo pueda evitar o minimizar actuaré en consecuencia, siempre que no sea usted quien con sus actos me perjudique deliberadamente a mí o a cualquiera de mis colegas.

—Pues piense en cómo evitarlo, porque no me contentaré con promesas ni buenas palabras. Conozco su elocuencia, vizconde, pero a mí sólo se me satisface con hechos.

—Le recomiendo que utilice otro tono —masculló, esta vez sin intentar reprimirse—. En modo alguno estoy en deuda con usted y lo que por usted haga, si decido hacerlo, será por favor, no por obligación, así que elimine su tono de exigencia.

Esta vez no esperó respuesta y se levantó, volviendo a la mesa de la que se había separado. Yo permanecí con la vista baja, intentando apaciguar mi enojo que, ahora, una vez desaparecido Saltrais, se centraba en el imbécil de Didier. Permanecimos así escasos minutos, él sin atreverse a moverse, yo conteniéndome para no pronunciar palabra, pues sólo tenía ánimos para abominar de él.

—Bien —estallé al fin—, ¿qué pasó?

Didier se encogió de hombros, con abatimiento.

—No tengo excusa, Paul. No pensé… en las consecuencias. Ya sabes la autoridad con la que se expresa Saltrais, y me sentí honrado de que pidiera mi cooperación. A mí me encargaron la misión de buscar un lugar seguro en el que la fugitiva pudiera pasar la noche del día de su huida. Yo no conocía París, y no tenía amistades, así que, cuando casualmente me encontré con Desmond en el Palacio de Justicia, me acordé de aquel local del que había hablado en la fiesta de la baronesa, que ahora estaba inactivo. Fui a visitarlo y me pareció ideal para ocultar un carro, que es lo que utilizaría La Motte para salir de la prisión. Se lo dije a Saltrais, que aceptó enseguida la idea. Yo estaba satisfecho de haber sido útil, y como había prestado también juramento de guardar secreto, no se me ocurrió decírtelo. Además, el local era tuyo, por supuesto, pero había una inquilina que tenía la posesión directa y no creí que a ti pudiera comprometerte en nada. Y eso es todo, Paul. No pensé que…, no pensé que pudiera perjudicarte.

Suspiré con exasperación.

—¿Qué sabe Marionne Miraneau?

—Nada —replicó de inmediato—. Le dije que necesitaba el local una noche, pero no le expliqué para qué. Le ofrecí quinientas libras y la promesa de que un empresario del ramo de la confección la tomaría como aprendiz. Quisimos asegurarnos de que ella aceptara. El local estaba muy bien situado y el haber encontrado el lugar idóneo tan pronto nos posibilitaba llevar a cabo la acción inmediatamente. Saltrais temía alguna infiltración y consideraba que cuanto más se tardara en ejecutarlo, más riesgos se corrían.

Asentí, en señal de comprensión y conclusión.

—Didier, lamento decírtelo, pero has sido un estúpido. Te has dejado manipular, has puesto en peligro tu futuro y tu posición, me has involucrado en un acto criminal del que se me considera sospechoso y has defraudado mi confianza. —Lo condené—. En una cosa te doy la razón: no tienes excusa. Así que te quiero fuera de mi casa de inmediato, esta misma noche.

—No…, no hablarás en serio —repuso, azorado, probablemente más por la declaración de enemistad que entrañaban mis palabras que por el hecho de tener que buscar otro alojamiento—. Paul… fue una torpeza, de acuerdo, pero no… —Me miró desesperado—. ¡Has de perdonarme Paul! Fue… la inexperiencia, tú lo has dicho.

—¿Qué pretendes? —bramé, a media voz—. ¿Que te dé una palmadita en la espalda y acepte tus disculpas? Primero: ya no me fío de ti. Por maldad o por estupidez, eres un peligro. Saltrais es capaz de utilizarte para vigilarme sin que ni siquiera te enteres. Así que te quiero fuera de mi casa por mi propia seguridad. Segundo: hay errores que no se saldan con un «lo siento». En tus manos está paliar el mal que has hecho, y entonces, y sólo entonces, tendrás derecho a solicitar mi perdón. Y ahora vuelve con tus amigos y empieza a pensar en la forma de sacarnos a ambos de esto.

Se quedó perplejo, las manos muertas sobre la mesa, la expresión de estupefacción congelada en el semblante. Me di cuenta de que no era consciente aún de su culpa, ni de la gravedad de sus actos, y que encontraba injusto y desproporcionado mi rencor. Y me percaté también de que la sorpresa de sus ojos era la propia de un niño, de la mente de un niño en el cuerpo de un hombre de veinte años.

—Pero… Paul —despertó al cabo—, por favor, has de comprender… ¿Adonde, adonde voy a ir?

—Adonde quieras. Cómprate una casa, o alquila una, ahora que eres un distinguido abogado de una gran firma. Ya te he dicho que no te quiero en mi casa ni en casa de mis padres.

—Está bien Paul… me iré —aceptó, con los ojos enrojecidos por el pesar—. Pero escucha. Son peligrosos. No hagas nada, Paul. La amenaza de Saltrais va en serio. Y otra cosa. En cuanto a Courtain, cuando vuelva, adviértele. Ha ido a Londres a entrevistar a La Motte; está husmeando mucho por ahí, y se sabe. Quieren pararle los pies. Que tenga mucho cuidado.

—Con menuda gente te has juntado, Didier. —Lo reprobé—. Con menuda gente te has juntado. Pero, en cuanto a la amenaza, no olvides, ni permitas que Saltrais olvide, que la mía también va en serio.

Me levanté, eché unas monedas sobre la mesa, que tintinearon y rodaron esparciéndose sobre su superficie, dirigí una última mirada al grupo del fondo, donde el conde de Mounard había reanudado la lectura de las dudosas Memorias, repasé con rapidez todos los rostros que lo cercaban, y dando media vuelta, salí del local.

2

Paul Bramont

Charlotte Lymaux residía en un palacete cercano al Palacio de Luxemburgo. Su marido había sido banquero, al igual que su padre, y la unión matrimonial había consumado el deseo de ambas familias de fusionar su ingente patrimonio. La señora Lymaux debía de ser una de las mujeres plebeyas más ricas de Francia, y esa inestimable cualidad le había hecho conquistar la aceptación y devoción de la más alta nobleza. Y ello a pesar de su confesado republicanismo, de su libertinaje y de su imperdonable autosuficiencia.

Desde el fallecimiento de su marido, la señora Lymaux, que había querido recuperar desde entonces su apellido de soltera, había tenido numerosos amantes. Tomados en su conjunto constituían un grupo de individuos de lo más heterogéneo. Los había jóvenes, viejos, solteros, casados, nobles, burgueses, intelectuales… Ningún hombre sabía si poseía las características apropiadas para tener el privilegio de su elección. Con todo, su escandaloso comportamiento no era óbice para que muchos hubiesen intentado arrastrarla al matrimonio. No era de extrañar, teniendo en cuenta que a ese respecto su fortuna era un poderosísimo reclamo.

Pero sin éxito. La señora Lymaux ya había anunciado en diversas ocasiones que jamás volvería a casarse. No, decía, mientras las leyes siguieran equiparando la capacidad legal de la mujer casada a la del menor de edad, mientras el matrimonio siguiera condenando a la mujer a un estado de permanente dependencia y subordinación del marido. Porque otra de las extravagancias de la señora Lymaux era su ferviente defensa de los derechos de la mujer. Se decía que tenía el libro Sobre la igualdad d. los dos sexos. de Poullain de La Barre, sobre su mesita de noche. Si alguien quería ganarse sus simpatías no tenía más que alegar la injusticia que suponía la desigualdad de la mujer. El marqués de Condorcet o Diderot, que defendían con sinceridad la misma idea, contaban con su máximo respeto, y era bien conocida su amistad con otras mujeres consagradas a lo que ella llamaba «la lucha por la verdadera igualdad», tales como Marie Olympe de Gouges o Claire Lacombe.

Sus ideas las trasladaba a su comportamiento y a su vida privada. Había creado una fundación de ayuda económica desinteresada a las mujeres solteras o viudas que quisieran emprender cualquier tipo de negocio. Si Marionne Miraneau lo hubiese sabido en su momento, no se hubiese visto en la necesidad de aceptar las proposiciones de Saltrais y compañía. Todos los martes su salón era lugar de reunión de mujeres «ilustradas»: intelectuales, escritoras, pintoras, o de cualquier otra que tuviera inquietudes políticas. Tomaba para sí la libertad sexual que se arrogaban los hombres, de ahí que no ocultara sus romances, sino que hiciera de ellos una bandera de su causa. Si la sociedad toleraba, y aun sonreía, la promiscuidad sexual masculina, ¿en base a qué justa moralidad se atrevía a condenar la femenina? Ésas eran sus ideas, y pobre de aquel o aquella que se atreviera a discutírselas.

Los jueves, al contrario que los martes, los hombres también éramos admitidos en su salón, y allí nos dábamos cita el sector liberal. Yo solía acudir, como hice también aquella noche, en la que nada más llegar comprobé que la concurrencia era mayor de la habitual. Los últimos acontecimientos nos tornaban a todos en sedientos de intercambios de información y de opinión, opinión que en ocasiones se formaba precisamente en el curso de las tertulias.

La sesión real del 19 de noviembre[9] había tenido ya lugar y se había saldado con el exilio del duque de Orleans y la detención y encarcelamiento de dos de sus afines: Sabathier y Fréteau de Saint-Just. Era cierto que no habían sido moderados, y fue cierto también que hubo espectáculo. Lo inició y propició el propio guardasellos Lamoignon, que, confiado en que la aceptación de su propuesta estaba asegurada, cayó en la lamentable tentación de aprovechar para lanzarnos un discurso severo y reprobador con el que pretendió recordar las máximas de la autoridad absoluta del rey en un ejercicio tan pueril, pues en mente de todos estaba su reciente claudicación, como irritante: «[El rey] sólo a Dios debe su poder supremo, […] es el jefe soberano de la nación […] el poder legislativo reside en la persona del soberano, sin dependencia, sin partición. […] sólo al rey corresponde el derecho de convocar los Estados Generales. […] sólo él debe juzgar si esta convocatoria es útil o necesaria.» Etc., etc. Tras caldear así a la oposición, acabó de sublevarla con su propuesta: establecía en su edicto empréstitos graduales para los próximos ¡cinco años! y prometía convocar los Estados Generales antes del transcurso de dicho período. ¡¡¡Cinco años!!! Los progresistas tuvimos que hacer esfuerzos por no saltar de los asientos. Cuando tras los dóciles discursos de los conservadores llegó su turno, Sabathier condenó abiertamente el edicto y solicitó la convocatoria de los Estados Generales sin dilación alguna. Otros le siguieron en la misma línea. «[…] este edicto es una calamidad de la que más para la cosa pública —pronunció el veterano Robert de Saint-Vicent— […] ¿quién puede oír hablar todavía de empréstitos sin temblar? […]. ¿Espera usted —continuó dirigiéndose al controlador general— que el favor que le ha llevado al ministerio lo mantendrá en él tanto tiempo? ¡Después de sólo ocho meses, usted es el cuarto ministro de Finanzas, y forma un plan que no puede cumplirse sino en cinco años!» El propio Duval d’Eprémesnil pidió que la convocatoria de los Estados se adelantara a 1789: «Sire, acordadla por el amor de todos los franceses.» Cuando llegó la hora de emitir los votos, Lamoignon previo el fracaso, así que se acercó al rey y le aconsejó, sotto voc., que ordenara el registro prescindiendo de la votación, como si se tratara de un lit de justic. y no de una sesión real. Y así lo hizo Luis, con absoluto quebrantamiento de las formas, dando pie, con su irregular actuación, a la entrada en escena del duque de Orleans, que por fin encontraba la ocasión de hacer su gran estreno: «Sire —pronunció, con vocalización casi ininteligible—, suplico a Vuestra Majestad que me permita deponer a sus pies y en el seno de la corte la declaración de que considero este registro ilegal. y que será necesario, para descarg. de los que han asistido y deliberado, hacer constar que se hace por orden expres. de Su Majestad.» El duque no era nada ducho en oratoria, así que probablemente las palabras no eran suyas, sino dictadas por Sabathier, pero, en cualquier caso, la Asamblea quedó paralizada al oírlas. A pesar de todas las críticas e insolencias que hubiese podido oír hasta el momento, aquellas pocas y escuetas frases desafiantes pronunciadas por un príncipe de sangre, por su primo hermano, ante todos los parlamentarios reunidos, era la mayor de las afrentas que el rey hubiera imaginado recibir. Luis, que tampoco era ningún maestro en oratoria, fue incapaz de encontrar la frase brillante que le hubiese permitido salir airoso del trance, así que se limitó a balbucir: «Me da igual —luego, corrigiéndose, añadió— ¡Sí, es legal porque lo quiero yo!» Se ordenó el registro del edicto y el rey abandonó encolerizado la sesión. Tras conocerse las posteriores órdenes de exilio y detención contra el duque y sus partidarios, una diputación se había presentado ante Luis: «[…] Vuestro Parlamento consternado suplica muy humildemente a Vuestra Majestad que devuelva al príncipe de sangre y a los magistrados la libertad que han perdido por haber dicho libremente, en vuestra presencia, lo que les ha dictado su deber y su conciencia […].»

Pero los castigos no se habían levantado. En esto Luis se había mostrado inflexible.

Y ahora, ¿qué? ¿Se emitiría el empréstito escalonado y esperaríamos cinco años a que los Estados Generales fueran convocados?

Éste era el tema de conversación que aquella noche acaparaba el interés de todos los presentes. Entre éstos había varios miembros del Parlamento. Y seguidores del exiliado duque de Orleans, entre los que pude distinguir al vizconde de Saltrais, al conde de Mounard, y a mi primo Didier. Y, cómo no, en su papel de anfitriona, destacaba la presencia de la señora Lymaux, que iba paseando de círculo en círculo, inmiscuyéndose, de vez en cuando, en sus conversaciones.

Había la creencia generalizada de que yo era su último capricho, y, sin embargo, todavía no había recibido de ella ninguna clara manifestación que me indujera a creerlo. Conmigo alternaba la coquetería con la frialdad, y tan pronto me hacía objeto de sus atenciones como de su total indiferencia. No obstante, en aquella ocasión estaba, al parecer, de suerte, pues en cuanto me vio me dirigió una sutil sonrisa.

—Conde —saludó cuando me acerqué a presentarle mis respetos—, ¿cómo se atreve a llegar tarde a mis tertulias?

—Le ruego acepte mis excusas, señora —respondí, esforzándome por no bajar la vista a su prominente y tentador busto—. Lo único que puedo decir en mi descargo es que no creí que percibiera mi ausencia entre tantos invitados.

—Mucha gente y pocas personas. ¿Quién dijo esa frase? Alguien que debía de sentir lo mismo que yo en este momento. Venga conmigo —dijo, cogiéndose de mi brazo—. Alejémonos. Sólo oigo tonterías y necedades. Usted me ayudará a recuperar la confianza en el género humano.

—Espero no decepcionarla.

—Hace tiempo que lo vengo observando. Sólo me decepcionará si no se muestra usted tal y como es; algo habitual por otra parte, según he creído apreciar.

—Debo de disimular muy mal entonces, si todo el mundo se da cuenta de ello.

Me miró, incisiva y viva.

—Yo no soy todo el mundo —matizó—. Soy una mujer interesada en un hombre. Pocas cosas escapan a unos ojos así.

No me esperaba la declaración, y me quedé sin capacidad de réplica. Comprendí que aquella mujer no jugaba. Observaba, decidía lo que quería, e iba a por ello. Lo malo es que yo no me había detenido ni un minuto a pensar lo que quería respecto a ella. No obstante, me dejé conducir dócilmente hasta una galería abierta, bañada por la brisa nocturna con su perfume a jazmín, y desde la que se podía observar el jardín, las estrellas y una tímida luna menguante. La única iluminación de la galería era la que provenía del exterior, mero tenue resplandor a aquella hora de la noche, y la escasa del vestíbulo que se filtraba a través de las vidrieras. Estaba vacía. Un lugar romántico, propicio para la intimidad.

Paseamos lentamente en dirección al extremo más alejado de la entrada. Charlotte se apoyó en una esquina, los brazos abiertos posados en dos columnas góticas, la cabeza reclinada hacia atrás, la piel de sus hombros desnudos resplandeciente por el contraluz, su silueta entallada. Parecía una diosa romana dispuesta a ser amada.

—¿Sabe qué he oído decir? —pronunció lánguida—. Que vamos a acabar provocando una revolución con nuestra cabezonería.

Me extrañó que hablara de política en aquel ambiente claramente buscado para otro objetivo.

—Que estamos despertando a la opinión pública con nuestros rugidos —continuó—, y que si les damos entrada en las instituciones a través de los Estados Generales, nos devorarán. Y todo por no pagar un maldito impuesto. Hay quien dice que el Tercer Estado no se va a contentar con entregaros el poder a vosotros, los nobles, para volver hambrientos a su cubil.

—¿Y usted teme lo mismo?

—Creo que el rey ha tenido su oportunidad —repuso—, y que ahora nos toca a nosotros tomar las riendas del gobierno de esta nación. Y creo que el miedo no es buen consejero. Pero es a usted a quien pido opinión.

Me acerqué a ella. Su hermosa visión, su pose entregada, la tenue oscuridad, la brisa refrescante, empezaban a hacer su efecto. Aquella conversación no me interesaba nada en esos instantes.

—Opino como usted —me limité a decir.

—Esperaba un discurso más brillante. —Rió.

—Creo que la sangre ha dejado de fluir hacia mi cerebro. Debe de estar concentrada en algún otro sitio.

Me había acercado tanto a ella que mis pies rozaban ya el bajo de su vestido. Ella seguía, no obstante, reclinada hacia atrás, hacia el precipicio que se abría tras las arcadas.

—¿En su corazón? —ironizó.

—Puede. —Sonreí.

Me atreví a tocar su hombro con mi mano y a pasar la yema de mis dedos suavemente por la piel de su escote, bajo el collar que se exhibía en él, siguiendo su contorno. En mi trayectoria llegué al nacimiento de sus senos y palpé el ligero montículo de éstos y su abrupta ranura. A medida que mis dedos la rozaban, la piel de ella se erizaba. Seguí sin detenerme la ascensión hasta su otro hombro, marcando un completo semicírculo.

—Este collar ha encontrado una hermosa mujer en la que lucir.

Los deseos de conversación de Charlotte Lymaux habían desaparecido también. Con mirada grave y ansiosa puso una mano en mi brazo y lo oprimió, atrayéndome hacia ella. Posé mis manos en su largo cuello, y lo acaricié. Con una mano en la cintura la hice cambiar de posición y me coloqué en la que ella ocupara antes. No quería permanecer de espaldas al vestíbulo. Atraje a Charlotte hacia mí y la besé, mientras con el rabillo del ojo seguía a través de las vidrieras el movimiento que tenía lugar tras ellas. La galería estaba a oscuras y desde el interior no era visible, pero éste estaba profusamente iluminado y todo se divisaba desde mi posición. Charlotte besó mi cuello. Lo hacía bien, condenadamente bien. Ahí estaban. El vizconde de Saltrais salía en esos momentos del salón, acompañado de maître Fillard, el conde de Mounard y Didier. Ya era tarde, y muchos habían emprendido la retirada, por lo que no era raro que ellos hicieran lo mismo. Pero en lugar de bajar las escaleras, se detuvieron mientras Fillard abría con cautela una puerta y, tras otear su interior, hacía un gesto a los demás para que se aproximaran y entraran. Así lo hicieron, cerrándola tras de sí.

—Charlotte, ¿qué hay tras esa puerta?

Ella volvió sorprendida el rostro en la dirección que le indicaba.

—Nada especial. Una pequeña sala.

—Unos individuos acaban de entrar en ella y querría oír lo que dicen. ¿Puedes ayudarme?

Me miró unos segundos.

—¿Quiénes son?

Hubiese preferido no decírselo, pero comprendí que esa información era para ella condición sine qua non.

—El vizconde de Saltrais y compañía.

—Ven —aceptó resuelta.

Salimos de la galería. Charlotte anduvo rápidamente por el ancho pasillo, temerosa de que alguien que quisiera despedirse la interrumpiese, hasta el final del corredor. Entramos en un dormitorio. La estancia estaba a oscuras. La atravesó con seguridad, y yo la seguí casi a tientas. Abrió el cajón de una cómoda y extrajo un manojo de llaves. Luego se dirigió hacia un enorme tapiz que colgaba del techo, tras el que había una puerta oculta. La abrió y recorrimos un pequeño pasillo interior de techos bajos. Dejamos varias puertas a nuestra izquierda, tres o cuatro, pertenecientes a otras salas que habíamos pasado de largo. Finalmente se detuvo frente a una. Con cuidado para evitar ser oída, introdujo una llave en su cerradura y la abrió. La apertura la cubría totalmente, al igual que la anterior, un enorme tapiz. Ahora se oía a la perfección cuanto se decía al otro lado.

—No voy a aceptar el más mínimo reproche —estaba diciendo Fillard con cierto calor—. Fui todo lo rápido que pude. Londres y Lisboa no están una junto a la otra, precisamente.

—Debió haber ido por mar, como le dije —replicó Mounard—, en lugar de…

Charlotte permanecía silenciosa a mi lado. No sabía si era conveniente que oyera todo aquello, pero no podía echarla. Apoyé mi mano en la pared, junto a su cabeza, me incliné sobre ella y volví a besarla. Quizá entreteniéndola consiguiera que no prestara atención. Charlotte me respondió con ardor, como si lo hubiese estado esperando.

—Fillard tiene razón —interrumpió Saltrais—. Éste no es el momento de hacer recriminaciones ni de discutir entre nosotros. Lo hecho, hecho está. Ahora tenemos que pensar en cómo solucionar esta situación.

—Yo digo que no podemos dejar que Courtain y el vigilante de la Salpêtrière lleguen a París —replicó Fillard.

—¿Cree usted que lo reconocería? —preguntó Didier.

—Sí —repuso Saltrais—, Sin duda. Tuve con él dos conversaciones. Si me ve, me reconocerá enseguida.

Coloqué a Charlotte suavemente de cara a la pared, le indiqué que apoyara los brazos en el muro, junto a su cabeza, y empecé a desabrocharle los botones del vestido, mientras besaba sus hombros y su espalda.

—Por cierto, ¿qué vamos a hacer con Bramont? —dijo Fillard.

—Bramont no me preocupa, por el momento —repuso Saltrais.

—Sí, no nos desviemos del tema —cortó Mounard—. ¿Y si intentamos sobornar al tipo ése para que no lo identifique?

—Lo tendrán muy vigilado —opuso Fillard—. No podremos llegar hasta él. Y, además, no podemos fiarnos. Yo digo que basta de correr riesgos. La única forma de estar seguros es impedir que lleguen a París.

Charlotte reprimió un gemido mientras mi boca recorría su columna vertebral y mis manos se introducían por la apertura de su corpiño desatado, acariciando su cintura y sus costados liberados.

—¿Y cómo piensa impedirlo? —preguntó Didier.

—Hay muchos bandoleros por los caminos —repuso Fillard con voz grave.

—¿Quiere decir…? —preguntó Didier alarmado.

—No viajan solos —interrumpió Mounard—. Courtain se hace acompañar por dos agentes. Son cuatro. Tres de ellos armados.

—Pues que los nuestros sean ocho y todos ellos armados —añadió Fillard—. No serán tan difíciles de conseguir.

Hubo una pausa. Yo también me detuve, limitándome a posar mis labios en los hombros de Charlotte y a unir mi cuerpo al de ella, a quien enlazaba por la cintura instándola a la inmovilidad. No quería que un sonido incontrolado nos delatase.

—Así que los asesinamos a los cuatro —dijo entonces Saltrais, con su habitual tono pausado—. Y luego lo mejor es que hagamos lo propio con Bramont. Así acabamos con los testigos. Claro que quedará el jefe de policía, que debe de estar informado de las averiguaciones de Courtain, y quizá incluso hasta el secretario de la reina. Matémoslos también. Pero, aun así, no todo el peligro estará conjurado. Quedamos nosotros, cómplices de siete asesinatos. ¿Y si alguno se va de la lengua? Tendremos que matarnos también entre nosotros, hasta que sólo quede uno.

—¿Dónde quieres ir a parar? —protestó Fillard.

—Hasta ahora mi único delito ha sido liberar a una mujer, que ha sido objeto de torturas, de una pena de prisión a la que estaba condenada de por vida, y facilitar cierta versión del comportamiento de la reina que, aunque no sea muy verídica, considero necesaria para lograr objetivos de interés mayor. Si queréis convertiros en unos asesinos, allá vosotros, pero conmigo no contéis para eso.

—Ni conmigo —repuso Didier rápidamente.

Recuperé el movimiento. Había sido inevitable que Charlotte lo oyera todo, pero confiaba en que no entendiera muy bien de qué se trataba. Y, especialmente, esperaba que fuera discreta.

—Muy bien —replicó Fillard cortante—. Muy bella esa postura. Yo tampoco quiero matar a nadie. Pero tampoco quiero pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Si el vigilante de la Salpêtrière te reconoce, te detendrán. Y la policía conoce métodos para arrancar la verdad que ni el hombre más valiente resiste. Si te prenden, estamos todos en peligro. Si no vamos a impedir que ellos lleguen a la ciudad, no debes estar aquí cuando lo hagan. Te tendrás que exiliar de París… indefinidamente.

—Así lo comprendo yo también. ¿Cuándo se espera que regrese Courtain?

—No creo que tarde demasiado —repuso Fillard—. Justo lo necesario para arreglar el papeleo y hacer el viaje desde Lisboa. El vigilante consiguió refugiarse en la embajada británica, pero Courtain ha solicitado que se lo entreguen.

—Si todo depende de los trámites, tendremos que hacer lo posible por complicarlos.

—Yo me encargaré de eso —se ofreció Mounard—. Conozco al embajador inglés en Lisboa. Pero no aseguro el éxito. No podemos correr el riesgo de demorar su partida, vizconde.

—Estoy de acuerdo —convino Saltrais—. ¿Cuándo pensaba usted regresar a Londres?

—El próximo lunes —informó Mounard—. Tengo el viaje preparado para ese día: los caballos de repuesto y la embarcación en Calais.

—Bien. Iré yo en su lugar y me quedaré allí. Tendrá que darme el borrador de las Memorias para que pueda ultimarlas con esa mujer.

Subí mis manos, que tenía detenidas en la cintura de Charlotte, por su estómago, en una suave caricia, hasta llegar a sus senos, que aún ocultaba el vestido abierto por la espalda. Los cogí, uno con cada mano, y los retuve en su cuenco, oprimiéndolos suavemente, mientras ella volvía a hacer un esfuerzo por reprimir un suspiro.

—Confieso que me alegro de librarme de ese viaje —estaba diciendo el conde de Mounard—. Estoy viejo ya para tanto trote. Pero quizá esa mujer, La Motte, no sea muy receptiva con usted. No lo conoce y se ha vuelto muy desconfiada. Se siente amenazada.

—Tendré que ganarme su confianza, entonces —replicó Saltrais—. Si no lo consigo, tendrá que ir usted a Londres.

—Pero tú no volverás —insistió Fillard.

—No cuñado —contestó—. No temas. Soy el primer interesado en no ser apresado y torturado.

La conversación había terminado. Percibí cómo salían de la sala y cerraban la puerta tras de sí. También debió de oírlo Charlotte, porque me cogió de la mano, mientras con la otra se sujetaba delante de sus pechos el vestido, que dejaba su espalda al descubierto algo más abajo de su cintura, y me guió de tal forma hasta el dormitorio que habíamos atravesado antes. Una vez allí se dirigió directa al lecho, acabó de salir de la prenda, abrió la ropa de la cama y se introdujo en su interior, a la espera de que yo me desnudara y acudiera a su lado.

Me senté en la cama y me quité los zapatos. Intenté sintetizar en mi mente cuanto había entendido de la conversación que acababa de escuchar, mientras me desprendía con parsimonia de mi ropa.

—Conde… —susurró Charlotte con dulzura—, ¿acabará usted de desnudarse esta noche?

Lo estaba ya de cintura para arriba y de rodillas para abajo. Me desprendí con premura de mis calzones, pues su reproche estaba justificado, y me metí bajo las sábanas junto a ella. Saltrais no era un asesino, era un alivio saberlo, pero seguía teniéndome en sus manos. Mientras estuviera comprometido, ellos podían chantajearme. Tenía que librarme de esa situación. Abracé a Charlotte. Sin la ropa, su cuerpo era suave y cálido, y lo notaba por toda mi piel. Nos besamos mientras mi mano descendía por su conocida espalda hasta sus todavía no exploradas nalgas.

Y tras hacer el amor con Charlotte Lymaux, ideé un plan.