Capítulo VIII

1

Marionne Miraneau

Serían aproximadamente las ocho de la tarde cuando llegué a la residencia del conde de Coboure. Reparé en la piedra exterior. Los arcos, las columnas, los frontones, las cornisas… Barroco. Debía de tener apenas un siglo de antigüedad. Barroco tardío, sobrio, reposado y de corte clasicista, con líneas rectas horizontales y verticales entrecruzándose regularmente en su fachada, siguiendo probablemente las directrices constructivas de la Academia de Arquitectura del Louvre de entonces. Puede que estudiar Arte no sirviera de nada, como despreció el señor Bontemps, pero el saber siempre confiere, como mínimo, una íntima satisfacción. Aunque no aligeraba en nada mi problema, me dije, mientras, tras subir los cuatro peldaños que daban entrada al edificio, me armaba de valor y determinación para llamar a la puerta principal, consciente, más de lo que lo había sido hasta ese momento, de lo difícil de la misión que me había llevado hasta allí.

Tardaron tanto en responder que por tres veces tuve que violentar mi fuerza de voluntad para repetir la llamada y vencer la tentación de desistir y marcharme de allí. Por fin se abrió la solemne puerta, tras la que me recibió la expresión adusta de un individuo impresionante con su traje de librea. De un solo vistazo me examinó de arriba abajo. Por mi indumentaria y mi carencia de carruaje o medio alguno de transporte debió de deducir que mi categoría era muy inferior a la del dueño de la casa, porque utilizó un tono altanero y falsamente amable al decirme:

—Buenas tardes. ¿Qué desea usted?

—Desearía ver al conde de Coboure —manifesté, con la máxima cortesía de la que fui capaz.

—¿La espera a usted? —inquirió arqueando las cejas con escepticismo.

—Dígale que soy Marionne Miraneau. Marionne Miraneau —insistí.

—Marionne Miraneau —repitió él, con un deje que me pareció despectivo—. ¿Cree que el dato será suficiente para Su Excelencia?

—Haga la prueba —repuse, de forma ya poco amistosa.

Lo consideró unos segundos y luego replicó, recuperando su falsa y rígida amabilidad:

—Sígame, haga el favor.

Se apartó para cederme el paso. Penetré en el amplio vestíbulo, en el que se erigían unas fabulosas escaleras de mármol con balaustrada, adornadas en sus paredes con frescos que reproducían escenas cortesanas. Mi guía me condujo, no obstante, hacia la izquierda, y atravesamos una galería tan ancha como el salón principal de mi casa, abierta en su muro interior por arcadas de vidrieras a través de las cuales se divisaba un jardín, y adornada, en su pared interior, por una sucesión de bustos alzados en sus pedestales y estatuas en su mayoría de tamaño natural. Cada una de aquellas obras de arte debía de costar una fortuna. ¿Para qué necesitaba el conde mi alquiler? ¿Por qué una persona que tenía todo aquello arruinaba la vida de otra por el miserable alquiler de un modesto local?

La galería desembocaba en una sala amplia y cuadrada que a pesar de su tamaño no parecía tener otra función que la de servir de antesala o distribuidor. Más allá continuaba la galería, tras otra puerta pareja y frontal a la que habíamos atravesado.

—Espere aquí, por favor —me indicó, señalándome unos taburetes acolchados de madera dorada arrinconados junto a la pared.

Hice ademán de obedecer su indicación de sentarme, pero en cuanto mi simpático guía hubo desaparecido, permanecí de pie, demasiado inquieta para someterme a la inmovilidad. Paseé por la estancia, observándola con curiosidad. Su decoración arquitectónica era recargada y ostentosa, con abundancia de molduras doradas de motivos vegetales en puertas y techo, a diferencia de la galería clasicista, blanca y luminosa que acabábamos de atravesar, quizá construida en fecha posterior. Las paredes estaban hendidas por no menos de cinco puertas, cuatro principales de doble hoja y una de servicio que distinguí a pesar de estar disimulada. También esta sala tenía hermosos frescos en el techo, con figuras y motivos alegóricos representativos de las artes, y cuatro espléndidos cuadros repartidos en cada una de sus cuatro paredes, todos ellos pertenecientes a la escuela manierista, probablemente francesa. Luego anduve lentamente hasta el umbral más allá del cual proseguía la galería. Era similar a la anterior, pero abierta en lugar de acristalada, y adornada con jarrones orientales. A través de sus arcadas se divisaba un claustro reducido, con una fuente ornamental en su centro, donde una petrificada figura femenina semidesnuda dejaba caer agua de su cántaro. Miré hacia arriba. El edificio debía de tener unos tres pisos, sin contar con la buhardilla. Me pregunté cuántas habitaciones tendría aquel palacio.

—Señorita —oí que llamaban a mis espaldas.

Me volví, era el mismo hombre. No parecía muy contento de descubrir que había traspasado los límites que me había marcado.

—Esto es muy grande, ¿verdad? —comenté con tono ligero, intentando combatir su adusta expresión.

—Depende de con qué lo compare, señorita —repuso seco y altanero—. El señor conde no puede recibirla, pero lo hará el señor Rocard, su secretario.

—Tengo que hablar con el conde en persona —insistí.

—Tengo instrucciones de conducirla hasta el señor Rocard o hasta la salida —pronunció—. Usted elige, señorita. —El tratamiento lo añadió tras marcar una pausa, como si hubiese estado a punto de olvidarlo.

—Veré al señor Rocard entonces —convine. Quizá ese Rocard fuera más tratable que aquel individuo.

El hombre volvió sobre sus pasos, invitándome con un gesto a que lo siguiera. Lo hice hasta otra estancia, más pequeña que la anterior, en la que llamó con tres suaves golpes de sus nudillos a una de sus puertas y entró sin esperar respuesta.

—La señorita Miraneau —me anunció.

Entré. Era un despacho de proporciones reducidas, en comparación con el resto de las salas que había atravesado hasta entonces. Había una mesa escritorio en su centro, con dos butacas frente a ella. Detrás, un hombre que debía de tener unos cuarenta años de edad. Vestía muy formal, con peluca empolvada, casaca y chaleco bordados, y corbatín de encaje. Jugaba afectadamente con un monóculo montado en oro que le colgaba del pecho. Tuvo la deferencia de levantarse para recibirme.

—Buenas tardes, señorita. Tenga la amabilidad de sentarse —me dijo, mientras con un gesto de la mano despedía al lacayo.

Me adelanté y me senté.

—Bien. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Le agradezco que me haya recibido, señor, pero yo, en realidad, quería hablar con el conde de Coboure.

—Lo comprendo, lo comprendo —dijo con suavidad, reclinándose en el respaldo de su asiento—. Pero yo soy su secretario. Me encargo de todos sus asuntos. Hablar conmigo es como hablar con él. ¿Por qué no me expone la causa de su visita?

Adiviné que sería inútil insistir más, así que repuse:

—Verá. Yo soy la inquilina de uno de los locales del conde. Está situado en la calle Saint-Denis. Mi padre falleció hace poco y actualmente atravesamos una difícil situación. El conde tuvo la generosidad de condonarme el pago de tres mensualidades, pero por desgracia aún no estamos en condiciones de afrontar el del presente. Por ello he venido a solicitarle la gracia de que me lo prorrogue unos meses más, seis en concreto, momento en el que estoy segura de que podré satisfacerlo y compensarle de la demora con el pago de intereses.

Me escuchó pacientemente hasta que concluí y entonces dijo, con su mismo tono cortés:

—Lamento que haya usted perdido el tiempo viniendo hasta aquí. El señor conde jamás se ocupa personalmente de estos asuntos. Le facilitaré la dirección de su abogado, maître Desmond. Él la escuchará y la atenderá con mucho gusto —concluyó, al tiempo que tomaba su pluma.

—No se moleste. Ya he hablado con maître Desmond.

Interrumpió su acción y me miró con desconcierto.

—En ese caso —contestó dejando de nuevo la pluma en su tintero de plata—, me temo que no haya nada más que apelar.

—Quizá si el conde me escuchara sería más comprensivo.

—Eso es del todo imposible —sentenció, esbozando una sonrisa acartonada—. Ya le he dicho que el conde no se ocupa nunca de estos asuntos.

—Quizá haga una excepción en esta ocasión.

Por la forma en que me miró, comprendí que había agotado su paciencia.

—Estoy desolado, señorita, pero ya he pronunciado mi última palabra en lo que atañe a esta cuestión —contestó con sequedad, mientras se levantaba y extendía su mano hacia una campanilla que había sobre la mesa, sin duda con intención de llamar al criado para que volviera a conducirme hasta la salida.

Ante el gesto, todas las alarmas de mi ser se dispararon. Sabía que si me dejaba echar de allí estaba perdida. No. No me expulsaría. La combinación del miedo y de la rebeldía me impulsaron a ordenarle:

—No toque esa campana.

Se detuvo bruscamente y me miró como si no diera crédito a lo que estaba oyendo. Fue la transmutación de mi tono y de mi expresión, más que mis palabras, lo que lo dejó perplejo. Antes de que pudiera reponerse de la sorpresa, me levanté y continué, en el mismo tono de quien está dispuesto a todo:

—Dígale al conde que Marionne Miraneau está aquí y que quiere hablar con él. Dígale que he descubierto su identidad, y que si no se muestra razonable sé de otras personas que estarán encantadas de saber de su intervención en un asunto tan turbio y escandaloso. Vaya y dígaselo.

—Pero… —farfulló el hombre—, ¿de qué asunto está usted hablando?

—El conde lo sabe perfectamente.

Por unos instantes tuve la satisfacción de ver al formal Rocard perdiendo su condescendiente seguridad. Se estiró los faldones de la casaca brocada de seda de Lyon y dijo con gravedad:

—Creo que, efectivamente, iré a hablar con el conde.

—Será lo mejor.

Salió de detrás de su mesa y se dirigió, muy erguido, hasta una puerta situada en frente de la que yo había atravesado para penetrar en aquel despacho. Con el pomo ya en la mano, me miró un último instante, con ofendido desafío, antes de salir de la habitación.

Me dejó sola, sumergida en mi angustia. ¿Qué pasaría si el conde se negaba a recibirme? ¿Qué haría yo? No acudiría al marqués ése que llevaba la investigación, por supuesto. Nada ganaba con denunciar a aquél cuando ello comportaba necesariamente acusarme a la vez a mí misma sin garantía alguna de recibir mejor trato por mi colaboración, suponiendo además que me dieran crédito a mí y no al noble propietario de todo aquello, supuesto mucho más probable. Madre de Dios, me lamenté, dónde me había metido. Mi amenaza no era más que mera jactancia, sin fundamento e irrealizable.

Se abrió la puerta. Era el señor Rocard.

—El conde la recibirá —me anunció.

Exhalé un suspiro con el que intenté imprimirme valor y ánimo. Fuera factible o no, era mi única baza. Recordaba su rostro en el Marie. A pesar de la firmeza que demostró, me pareció una persona amable y flexible. Si me recibía, tenía ya media partida ganada.

Me levanté y seguí al señor Rocard a través de un par de salas hasta una estancia espaciosa, sin duda una biblioteca, a juzgar por las librerías repletas de volúmenes que cubrían sus paredes. En un rincón, un globo terráqueo de grandes proporciones apoyado sobre un pie de madera tallada, y, próximo a él, una mesa redonda de consulta con un candelabro que alumbraba dos tomos abiertos y otros cuantos cerrados amontonados con cierto desorden. La chimenea estaba encendida, y a su oscilante y tenue resplandor se iluminaba con apagados brillos el cuero oscuro de dos sillones colocados frente a ella. Sentado en uno de ellos había un hombre joven, de una treintena de años. Su indumentaria era muy informal, en comparación con la del señor Rocard. No llevaba peluca, iba en mangas de camisa, sin chorrera ni puños de encaje, y estaba aquélla desabrochada descuidadamente en su parte superior, dejando entrever el inicio del vello de su pecho. Su postura era, además, displicente. Estaba recostado sobre el respaldo, más bajo de lo que la corrección dictaba, con el tobillo de una pierna apoyado sobre la rodilla de la otra. No se movió ni un ápice cuando me vio entrar.

Reprimí mi contrariedad. Había esperado ser recibida ya por el conde de Coboure, pero al parecer volvían a someterme al escollo de una nueva instancia. No sabía quién era ese individuo, pero a aquellas alturas ni siquiera me interesaba. Por muy importante que fuera el conde y por muy insignificante que me considerara a mí, ni él ni sus soberbios servidores conseguirían que me marchara de allí sin verlo, no al menos pacíficamente.

—¿Así que usted es Marionne Miraneau? —introdujo.

—Ya le he dicho al señor Rocard que quería hablar con el conde de Coboure en persona —repuse cortante.

Se enderezó sobre su asiento, se señaló a sí mismo con el dedo pulgar de la mano izquierda y repuso, en un tono nada amigable:

—¡Yo soy el apelado! Por las palabras que le ha dicho a mi secretario daba por hecho que me conocía.

Lo miré incrédula. Mi primer pensamiento fue que me estaba engañando, y quedé petrificada, escudriñando su rostro. Pero su expresión adusta y airada no permitía la duda y no era posible que la memoria me fallase hasta el extremo de no reconocer al del Marie. No era él. ¡No era él! Quien tenía ante a mí era el conde de Coboure y no era el sujeto del Marie. ¡Maldito Daniel! ¡Maldito hijo de su madre! Se había equivocado, o me había mentido. ¿Cómo pude confiar un asunto tan importante a un extraño? ¿Y ahora qué iba a hacer? ¿Qué iba a hacer yo ahora?

De pronto fui consciente de lo delicado de mi situación. Aquel hombre al que yo acababa de afrentar era posible que no supiera nada de nada. No sólo era posible, era muy probable. Y no era un cualquiera, no. Era un noble rico e influyente, magistrado del Parlamento y, además, propietario de mi local. ¿Y quién era yo?

—Al parecer —su tono era enojado, aunque intentaba reprimirlo—, tiene usted algo con qué chantajearme. —Descruzó su pierna, apoyó el pie en la pata del sillón que tenía frente a él, y lo empujó con brusquedad—. ¿Por qué no se sienta y me lo cuenta?

No. Aquél no tenía la cara amable y flexible del otro. Me asusté.

—Perdone, excelencia —balbucí con nerviosismo—. Me temo que ha habido una terrible confusión.

—Eso es indudable, señorita. Tengo la absoluta certeza de no haber intervenido en nada turbio ni escandaloso. De todas formas, me interesa su historia. Siéntese y cuéntemela.

No podía hacerlo sin correr el riesgo de que me denunciara. Precisamente a un magistrado. En menudo compromiso me había metido Daniel con su equivocación, intencionada o no.

—No hay nada que explicar, excelencia —contesté—. Se ha tratado, simplemente, de un malentendido. Le ruego que acepte mis más humildes excusas.

Le hice una reverencia y di media vuelta con intención de salir de allí, pero me topé con el señor Rocard. No me había percatado de que no había salido de la habitación y había permanecido todo el tiempo detrás de mí y delante de la puerta. A pesar de que debió de adivinar mi intención, no se apartó para cederme el paso. Me volví hacia el conde y lo miré interrogativamente.

Éste se levantó con parsimonia y se acercó hasta mí. Era alto. A pesar de que yo no era de escasa estatura, mis ojos le llegaban a la altura de la barbilla.

—Verá —me dijo—, no me resulta nada grato que haya sujetos por ahí que vayan haciendo cosas desagradables y a quienes se confunda conmigo. Comprenderá que esa situación me inquiete y necesite aclararla.

—No hay motivo de inquietud —me apresuré a decir—. Yo era la única confundida y ya he salido de mi error. Nadie más lo molestará, se lo aseguro.

—¿Qué es ese asunto turbio y escandaloso en el que me ha creído involucrado? —insistió.

Desvié la mirada de él y guardé silencio.

—¿A quién ha confundido conmigo? —volvió a preguntar.

Seguí sin contestar.

—Creo, señor —intervino Rocard—, que deberíamos llamar a la policía.

¿A la policía? Me volví hacia él, atónita. Ni por un instante se me había ocurrido que pudiesen entregarme a la policía mientras desconociesen el motivo de mi visita. Nada había hecho, que ellos supieran, que justificara esa acción. Miré escéptica y asustada al conde, esperando una lógica reacción negativa ante semejante descabellada propuesta. Tenía la vista puesta en su secretario.

—¿Con qué cargos? —le preguntó a Rocard.

—Lo ha amenazado, excelencia, y además ha intentado robarme el reloj de oro que tenía sobre la mesa.

—¡Eso es mentira! —protesté airadamente.

—Yo lo atestiguaré, señor —continuó el hombre—. Es seguro que me creerán a mí y no a esta señorita que tiene dificultades económicas y le debe dinero.

¡Vaya con el elegante y formal señor Rocard! ¡Menudo gusano!

—¡Es mentira y usted lo sabe! —le dije al conde casi gritando—. ¡No formularía contra mí una falsa acusación!

—¿Y por qué no? —repuso, mirándome con calma desde su altura—. Usted acaba de hacerlo conmigo.

—¡Pero en privado, no ante las autoridades! —me defendí.

—Ah, ¿eso es lo único importante? Entonces, para usted no tiene importancia que la acuse de ladrona mientras lo haga en privado. ¿Es correcto?

—Yo he reconocido que estaba en un error. Le he pedido excusas. No he intentado llevarme ningún reloj.

—Pero sí es cierto que me ha amenazado —argumentó.

—Me he retractado —contra argumenté.

—No basta. Exijo una satisfacción. O me cuenta su historia, o llamo a la policía.

—¿Quién amenaza ahora?

—Yo —replicó contundente—. No es agradable, ¿verdad? Tampoco lo ha sido para mí. ¿Me contará su historia?

—No —contesté.

Luego pensé que quizá podría haberme inventado cualquier cuento, pero en aquel momento de tensión no se me ocurrió.

El conde dirigió una mirada a su secretario y le dijo, con una calma que me dejó helada:

—Proceda —le ordenó. Luego bajó la mirada hasta mí y añadió—: Quizá la policía sea más efectiva en su interrogatorio.

Rocard le hizo una reverencia y salió de la sala. Pasó por mi mente aprovechar la circunstancia para huir, pero calculé que mis posibilidades de éxito eran nulas. Sin duda me retendrían hasta que llegaran las autoridades. Noté cierto desmayo y comenté:

—Creo que ahora sí me sentaré.

—Por favor —me invitó él, con una cortesía que en aquellos momentos era más que sarcástica.

Me dirigí hacia uno de los sillones y me dejé caer sobre él. El conde de Coboure avanzó hasta la mesa redonda, se sentó y siguió leyendo uno de los libros que estaban abiertos, con absoluta frialdad, como si nada de lo que ocurría le afectase lo más mínimo.

Yo estaba tan embotada que no podía pensar. No podía explicarme cómo había ocurrido aquello, cómo se había podido producir esa confusión. La noche que Daniel me abordó, no me conocía de nada. Yo era una completa extraña para él. ¿Cómo era posible que me hubiese dado el nombre precisamente del propietario de mi local, no tratándose de él? No podía habérselo inventado. ¿Fue una trampa? ¿Era posible que Daniel hubiese sido enviado por el del Marie? Transcurrió algún tiempo entre el momento en que éste desapareció en el interior del Palais Royal y mi conversación con Daniel. Quizá aquél se había dado cuenta de que lo seguía y envió al primer mendigo que encontró para que me hiciera desistir de mi acción y me diera un nombre falso que pudiera creer. O quizá fue a Daniel a quien descubrió a mitad de camino y lo indujo a mentirme al día siguiente. En cualquier caso, sólo el del Marie pudo haberle dado a Daniel el nombre del conde de Coboure. Así que, en algún momento, Daniel se había concertado con él para darme pistas falsas. ¡Y había dormido en mi local y era amigo de mi hermana, si no algo más!

Pero, de momento, lo único que podía hacer era mantener la boca cerrada. El robo frustrado de un reloj era mucho menos grave que colaborar en la fuga consumada de La Motte. Si hablaba sería mucho peor el remedio que la enfermedad. Y si no lo hacía, quizá recibiría ayuda del misterioso individuo del bar Marie. Podría hacerle saber mi situación a través del señor Bontemps. Era probable que me sacaran del enredo si prometía a cambio mi silencio. De todas formas, todo había acabado. Después de aquel incidente mi local estaba irremisiblemente perdido, y la perspectiva de ser detenida, aunque sólo fuera por unos días, me resultaba horrorosa. Era el fin de todos mis esfuerzos.

Debimos de permanecer en aquella situación de espera silenciosa durante algunos minutos, aunque a mí me parecieron una eternidad. Noté que el conde me lanzaba miradas de vez en cuando, pero yo evité encontrarme con ellas.

—No lo comprendo —dijo de pronto—. ¿Es usted capaz de dejarse prender por encubrir a un individuo de quien no conoce ni su identidad? ¿Tanto le teme? Si es el nombre de usted el que está comprometido, puede tener la seguridad de mi completa discreción.

—Oiga, ¿a qué tanta curiosidad? Ya le he dicho que esto nada tiene que ver con usted.

—Algo tendrá que ver cuando está usted aquí —replicó agrio.

—Fue un error, ya se lo he dicho… Por Dios —supliqué, cubriéndome los ojos con la mano, en un gesto de desesperado abatimiento—, no me torture más. No puedo decirle nada.

Me escuchó con atención, aun después de que hubiese acabado de hablar, como si las palabras todavía estuviesen flotando en el aire. Luego se levantó, con calma, y tomó asiento en el sillón que había frente al mío.

—Ahora no tengo más remedio que creerla —repuso—, dada su tenaz resistencia. Voy a hacer un trato con usted: sólo dígame cuál fue la causa de la confusión y la dejaré marchar. ¿Se trata de alguien que se hizo pasar por mí, que le dio mi nombre?

Negué con la cabeza.

—Si sólo le digo eso, ¿podré irme? —quise asegurarme.

—Sí, ya se lo he dicho.

Suspiré.

—Conocí a un individuo que se negó a identificarse. Entonces yo le pedí a alguien que lo siguiera para averiguar quién era. Y ese alguien me dijo que el individuo en cuestión había venido hasta aquí y que era usted. Está claro que debió de confundirse.

—¿Así que le dio mi nombre y mi dirección? —exclamó—. ¿Y cree usted que debo quedarme tan tranquilo? ¿De qué asunto se trataba? ¿Quién se lo dijo?

—Ése no era el trato —repliqué—. Dijo que si le explicaba…

—¿Y le dio mi nombre? —insistió—. Pero ¿por qué? Si tan sólo siguió a un individuo desconocido hasta mi casa, ¿por qué dio por hecho que se trataba de mí? Podía haber sido una visita, o alguien de la servidumbre…

Me encogí de hombros, en señal de ignorancia. En realidad, estaba segura de que me habían engañado. De que nadie había seguido a alguien hasta aquella residencia. De que me habían dado premeditadamente su nombre para que me diera por satisfecha y no indagara más. Pero si se lo decía, si le decía que no se había tratado de un simple error sino de una acción intencionada, no me soltaría hasta que se lo explicase todo.

Me miró intensamente unos instantes, y algo en su expresión me hizo concebir la esperanza de que se había dado por vencido. Resopló con paciencia, se reclinó hacia atrás, y concluyó:

—Está bien. Puede marcharse.

No tardé ni un segundo en ponerme en pie. No quería darle opción a que se arrepintiera. Fui directa hacia la puerta y salí. Ni siquiera se me ocurrió despedirme de él. Atravesé a paso acelerado la antecámara, el despacho de Rocard, que estaba vacío, la otra antecámara, el distribuidor, la galería, y estaba a punto de alcanzar el vestíbulo de entrada cuando me sobresalté al ver al conde de Coboure allí, delante de mí. ¿Por dónde había venido, para llegar antes que yo? Miré hacia mi derecha a través de las vidrieras, hacia donde calculaba que debía de estar la biblioteca. Vi la estancia iluminada y comprendí que daba directamente al jardín. Mientras yo había dado toda aquella vuelta, él se había limitado a abrir la balconada que quedaba a ras de suelo y a salir al exterior.

Pensé por unos instantes que había cambiado de idea y que no me dejaría marchar. Pero luego oí el sonido de una carroza que venía en nuestra dirección. Debía de provenir de las caballerizas.

—Me he tomado la libertad de disponer que la lleven a su casa —me dijo—. No son horas para andar sola por las calles.

Me extrañó aquella amabilidad y pensé que quizá sólo pretendía conocer mi dirección. Pero podía saberla a través de maître Desmond, así que no objeté nada. El vehículo se detuvo ante nosotros. Él mismo abrió la portezuela y me tendió la mano para ayudarme a subir. Se la tomé, a pesar de que aquella ayuda me era innecesaria. Cuando ya estuve acomodada, la cerró. Entonces, antes de que se alejara, se me ocurrió preguntarle, a través de la ventanilla:

—¿Iba, de verdad, a entregarme a la policía?

Me miró con una expresión indefinible y me pareció que esbozaba una semisonrisa.

El coche arrancó. Asomé la cabeza para dirigirle una última mirada. El muro del jardín me ocultó su silueta cuando encaró la calle Grenelle en dirección hacia el otro lado del Sena.

El vehículo me dejó en la misma portería de mi casa. Descendí y cerré la portezuela. Al hacerlo, reparé en el escudo que había impreso en ella. Un árbol, con dos leones custodios a cada lado. Luego, observé asombrada el coche. ¿Cómo no lo había reconocido antes?

Aquella carroza era la misma, la misma que yo había seguido la noche en que me entrevisté con el desconocido individuo en el bar Marie.

Claude Desmond

Estaba en una de las salas de audiencia del Palacio de Justicia. Era el turno del abogado contrario. Se había levantado y paseaba su presencia ante el Tribunal. Había coincidido con él en algún otro asunto. Era joven, hacía poco que ejercía, y técnicamente no era ningún maestro. No obstante, tenía una capacidad de oratoria digna de admiración. Sus palabras emanaban de su pecho con una fluidez y una contundencia extraordinarias. Y, además, tenía una voz grave, profunda y tan potente que cuando la elevaba notaba las vibraciones hasta en el banco en el que me sentaba. Escucharlo me embelesaba. Y si me embelesaba a mí, que era su contrario, ¿qué podía esperarse del tribunal?

Terminó y se dirigió de nuevo a su banco. El asunto quedaba visto para sentencia y el Tribunal se retiró. Recogí mis papeles y cerré mi cartera. Mi colega acabó antes que yo y se acercó a mí. Lo miré. Lo que no envidiaba de él era su cara. La tenía marcada con cicatrices y señales de viruela.

—Felicidades —me dijo, tendiéndome la mano—. Ha sido una buena exposición.

Era mera cortesía. La suya sí había sido brillante.

—Gracias, Danton —repuse, mientras se la estrechaba—. Lo mismo digo.

—Dime una cosa, Desmond —continuó mientras nos dirigíamos hacia la salida de la sala—, ¿por qué un hombre tan rico como tú sigue ejerciendo esta profesión? Deberías retirarte a disfrutar de tu peculio y ceder tus importantes clientes a los abogados que necesitamos hacer esto para ganarnos la vida.

Habíamos llegado a la puerta de la sala. Se despidió sonriente. Su sonrisa siempre tenía un halo despectivo. No sé si por su voluntad o si era mero efecto de la cicatriz que le partía el labio.

—Maître —me informó mi asistente nada más llegar a mi despacho—, el conde de Coboure está aquí.

Lo miré asombrado unos instantes más de lo que un anuncio de tal índole solía motivar. Que mis clientes acudieran a mi bufete no era nada inusual, excepto precisamente en el caso del conde de Coboure que, a lo que podía recordar, hasta la fecha no lo había hecho nunca. Era su secretario, Rocard, quien solía visitarme, y yo tenía encuentros mensuales con el propio conde en un restaurante de las proximidades del Palacio de Justicia.

Me desprendí de la capa y acudí a la sala de visitas. Allí estaba, efectivamente, Paul François Bramont.

—¡Conde! —saludé sonriente—. ¡Qué grata sorpresa! Pase, se lo ruego.

Bramont entró en mi despacho y cerré la puerta tras él. Lo invité a sentarse en la aparatosa mesa cuadrada de reuniones, de caoba maciza. Esa adquisición había sido mi primer capricho cuando mi padre me asignó aquella espaciosa estancia. Lamentablemente el mueble lucía muy poco bajo los numerosos libros y expedientes que lo abarrotaban; estado que, en general, padecía toda aquella habitación, mesa escritorio, librería y suelo incluido.

—Tiene un bonito despacho —me agasajó Bramont, mirando a su alrededor mientras tomaba asiento.

—Gracias. Ordenado estaría mejor. Bueno, lo supongo, porque no recuerdo haberlo visto de esa forma desde que lo estrené hace años.

Bramont sonrió la gracia.

—De todas formas —me apresuré a añadir—, a mi manera está todo en su sitio, aunque no lo parezca.

—No lo dudo —tranquilizó él con cortesía.

Como tras unos breves instantes de pausa pareció no tener intención de introducir el motivo de su visita, comenté:

—Celebro su regreso.

Bramont, como los demás magistrados del Parlamento de París, había recibido una orden de exilio a la ciudad de Troyes tras su osadía de declarar nulo e ilegal el registro ordenado por el rey Pero el castigo no había durado mucho. La oposición había sido tan virulenta y generalizada que el rey, una vez más, había claudicado. «Por todo ello, Nos, por el presente edicto, perpetuo e irrevocable, hemos revocado y revocamos nuestro edicto del pasado mes de agosto relativo […] al establecimiento de una subvención territorial en nuestro reino, y nuestra declaración del 4 del mismo mes concerniente al timbre […].»[8] Revocado. Después de la parafernalia del lit de justic. celebrado para imponer el registro por la fuerza, después de haber exiliado a los miembros del Parlamento por haberse atrevido a declararlo nulo e ilegal, después de haber manifestado ante la Asamblea de Notables la vital importancia de la reforma fiscal para enjugar un déficit público inabsorbible… Revocado. Los magistrados habían vuelto a la ciudad convertidos en héroes, vitoreados por un público enfervorizado que había alfombrado de flores el suelo a su paso… por haber conseguido que los privilegiados siguieran sin pagar impuestos…, ¡ah, sí!, y porque exigían la convocatoria de los Estados Generales.

—Tiene usted buen aspecto —continué—. Habré de deducir que el exilio le sienta bien.

—No, es la popularidad —repuso—. Ahora somos los Padres de la Nación, como debe de saber; se nos vitorea en todas partes. Pero dejemos la política. Hoy quiero hablarle de otro asunto.

—Usted dirá. ¿De qué se trata?

—De Marionne Miraneau.

¿De Marionne Miraneau? Eso sí que no me lo esperaba. Le había hablado de la familia Miraneau hacía meses, viéndome castigado con lo que me pareció una absoluta falta de interés. ¿Y ahora venía por primera vez en su vida a mi consulta para hablar de ella? Ni siquiera supuse que recordara su existencia.

—¿Qué quiere saber? —pregunté, transparentando a la vez sorpresa y la mejor predisposición a contestar a sus preguntas.

—¿Cómo le va? ¿Consiguió traspasar su negocio?

—No. Creo que pretende explotarlo ella misma.

—¿Ah sí? Creí que no sabía hacerlo.

—Está trabajando como aprendiz para un empresario del ramo. Un tal Bontemps. Confecciona uniformes para el ejército. Es de confianza.

—¿De confianza? —Semisonrió incisivo—. ¿De confianza para quién?

—Bueno —me aturdí—, ya sabe que no se consigue un encargo semejante así como así, de forma que hice alguna averiguación. Fue recomendado al ministerio por el vizconde de Saltrais padre, hace algunos años.

Bramont pareció meditar, fija la vista en sus manos. Respeté su silencio mientras examinaba su rostro con curiosidad. Todo aquel interés era extraño, e intuí que tenía su origen en alguna causa desconocida y hasta el momento indescifrable para mí, que sin duda él no tenía voluntad alguna de aclararme.

—Creo que el trimestre que le di ya ha pasado —dijo.

—Así es. Le envié una carta recordándoselo.

—¿Y ha pagado?

—Aún no. Le enviaré otro recordatorio. O, si prefiere, insto el desahucio directamente.

—No —repuso—. He cambiado de idea. He pensado en invertir en el ramo de la confección. Creo que tiene futuro.

—¿Cómo dice?

—Quiero que le proponga una asociación —manifestó.

—Perdone —pronuncié confuso—, no acabo de entender, ¿qué clase de asociación?

—Quiero invertir en su negocio —confirmó—. Quiero que le ofrezca cinco mil libras como capital inicial más el alquiler. Yo, a cambio, participaré en los beneficios, cuando los haya.

Permanecí patidifuso unos instantes, haciendo esfuerzos para no reflejar mi asombro una vez hube constatado que tras todo aquello había algo más que no se me iba a explicar. Porque, evidentemente, el móvil económico caía por su propio peso. A no ser…, se me ocurrió de pronto…, a no ser que la hubiese visto. Yo había conocido a Marionne Miraneau y sabía el efecto que podía producir.

—La ha visto —afirmé, como si acabara de descubrir su secreto.

—Pues… sí —repuso burlonamente risueño, en respuesta a mi inesperado reproche—. ¿Algún problema?

No, por supuesto, sonreí avergonzado, pero me molestó, me molestó mucho más de lo que me atreví a traslucir. Me esforcé por no enrojecer.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —quise saber.

No contestó. Se limitó a mirarme, como llamándome al orden. Desvié la vista, consciente de la impertinencia de mi interrogatorio. Ahora estaba todo claro para mí. Al final, todo aquel misterio probablemente se reducía a un mero interés por la persona de ella. Si la había visto era comprensible. Ahora descubría con pesar lo incauto que había sido creyendo que sólo a mí me había conmovido.

—¿En qué proporción? —reaccioné—. Su participación en beneficios…

—¿Cuál cree justa?

—Teniendo en cuenta que casi todo el capital lo pone usted, como mínimo de dos terceras partes.

Sonrió.

—Es usted muy duro, ¿no cree? Lo haremos al revés. Yo de un tercio. ¿Le parece bien?

—Para ella sí —repuse escueto.

Rió quedamente. Era la primera vez que lo hacía en aquel encuentro. Adiviné que estaba satisfecho de ayudarla, de impresionarla, de que tuviera que estarle agradecida. Lo envidié por ello. Mi intento de auxiliarla con el traspaso del negocio había sido un fracaso, hasta lo había sido mi intermediación para que obtuviera un plazo holgado de condonación del pago de la renta. ¿Por qué no se me habría ocurrido a mí lo de la asociación? Era una forma muy delicada de ofrecer un donativo; ella podía aceptarlo con toda dignidad. Cinco mil libras era una suma respetable, pero yo hubiese podido quizá…

—Dígame —interrumpió—, todos mis asuntos los comenta con Rocard. ¿Por qué éste lo trató conmigo?

Carraspeé un peco y sonreí, algo violento.

—Pues… eh… me compadecí de la situación de esa familia, que además de perder a un ser querido se veía en la ruina, y creí que si trataba directamente el asunto con usted obtendría mayor ventaja para ella. En fin, es una historia que no deja indiferente. Hasta su primo, Didier Durnais, me preguntó al respecto —me justifiqué.

—¿Mi primo? —inquirió abruptamente.

—Sí…, recordará que comenté el tema en la fiesta de la baronesa, estando él presente. Pocos días después me lo encontré en el Palacio de Justicia y aún se acordaba. Es por eso que…

—¿Qué quería saber, exactamente? —incidió.

—Bueno… —farfullé, queriendo quitar hierro al asunto, que consideraba no tenía—. Nos saludamos y me preguntó cómo había acabado la suerte de aquella viuda cuya triste historia había yo contado, y me hizo un par de preguntas más, no recuerdo con exactitud.

Me miró con expresión perpleja e iluminada, como si acabara de haberle hecho una gran revelación. Después perdió la vista pensativa entre los lomos de mis libros. Esperé un tiempo prudencial y al cabo pregunté, para rescatarlo de su ensimismamiento:

—¿Quiere reconsiderar lo de la asociación que me ha dicho?

—No —emergió—. La mantengo. Hágale la propuesta, y si acepta, redacte el documento.

—¿Y si me discute el porcentaje? —planteé, aunque adivinaba la respuesta.

—Acepte también.

No podía quejarme. Me tocaba un papel bien fácil. Como imaginaba, Bramont entregaba aquel dinero a fondo perdido. Tanto le daba si lo recuperaba o si obtenía beneficio a cambio. Lo único que le interesaba era que ella aceptara. Y no creí que fuera muy difícil.

—¿Está seguro de que no prefiere ser usted mismo quien le traslade esta generosa oferta?

Se levantó, dando por concluida la entrevista, y cuando ya estaba junto a la puerta se volvió hacia mí.

—Ese placer —repuso, mirándome intencionadamente—, se lo cedo a usted.

2

Luche De Briand

Una mañana acompañé a mis padres al pueblo cercano donde solían abastecerse. Estaba el tendero ayudándonos a cargar los fardos en el carro cuando le dijo a mi padre, en tono confidencial:

—Señor barón —siempre lo llamaba así, más por su propia satisfacción que por la de mi padre, pues le gustaba contar con uno entre su poca selecta clientela—, tengo que advertirle de una extraña noticia que ha llegado a mis oídos.

—¿De qué se trata?

—Baignon, mi suministrador de granos, me ha dicho que corre por la comarca un individuo que pregunta de pueblo en pueblo por usted. Hasta le ofreció dinero por la información, y parece que está ofreciendo a todo el que pregunta, y pregunta a todos, una recompensa económica por ella. Incluso le ha pedido al párroco que cuelgue un letrero en la puerta de la iglesia requiriendo la dirección de usted, a lo que el cura se ha negado, por supuesto.

—¡Dios santo! —se alarmó mi padre, que había intentado toda su vida pasar lo más desapercibido posible—. ¿Y dónde está ese señor ahora? Quizá lo mejor sea que le facilite yo mismo mis propias señas antes de que consiga que nos acabe buscando la Guardia Francesa.

—Bueno, precisamente la señora de Canner, la dueña de la casa de huéspedes de Bonlieu, ha venido temprano esta mañana a comprar para presumir de tener alojado desde ayer por la noche a un marqués. —Al oír esto dejé de respirar—. Pensé que lo decía porque envidia que yo lo tenga a usted como cliente mientras ella sólo hospeda a viajeros de poca monta, y ya le iba a contestar que a mí qué, cuando me contó que el marqués ése, si es que realmente lo es, le había preguntado por usted, y supuse que igual era el mismo tipo que lo anda buscando.

—Entonces —dedujo mi madre, que conocía a la señora de Canner—, ya debe de saberlo todo de nosotros, con pelos y señales.

Durante el viaje de regreso mis padres percibieron mi angustia y no hicieron comentario alguno. Yo había creído que André ya había desistido de encontrarme tras los primeros intentos fallidos y ante mi clara voluntad de romper todo contacto con él, que mi huida y mi prolongado silencio debía de haberle hecho patente. Pero si se había empeñado en tener una entrevista conmigo, no cejaría hasta conseguirla. Había pasado por alto algo esencial: André jamás se daba por vencido.

Él no, pero ¿y yo?

—No quiero verlo —anuncié a mis padres—. No tengo nada que hablar con él.

—Bien —apoyó mi padre—. No te preocupes. Si viene, yo me ocuparé.

No, no quería verlo. Hablar con él solo podía inducirme a caer de nuevo en otra agria decepción. Aunque sus sentimientos hacia mí fueran sinceros, subsistía el insoslayable problema de que para él éstos eran compatibles con mantener relaciones o devaneos con otras mujeres, y para mí eso era incompatible con mi felicidad. Yo no podía ni quería soportar una relación como la que mi hermana tenía con su marido, el vizconde de Saltrais, que la engañaba constantemente. Había presenciado las desgarradas lágrimas de Claire demasiadas veces para trivializar la desesperación de amar a un hombre infiel. No. Eso ya me hubiese resultado insoportable con Paul, pero con André podía hundirme en la miseria espiritual; podía destrozarme aún más que mi desgraciado matrimonio con el duque.

Fue después de comer, lo que hicimos en tensa espera, cuando la inmóvil estampa del camino, enmarcada por la ventana del salón, sufrió de pronto una súbita y esencial variación. Un carruaje apareció a lo lejos. El terreno era llano, y en la planicie el objeto y la estela de polvo que dejaba a su paso se divisaban a varias millas de distancia.

—Ahí está —murmuró mi madre.

Sin decir palabra, mi padre acabó su plato sin prisas, se vistió su casaca y salió calmadamente al exterior. Mi madre y yo seguimos la escena parapetadas en la invisibilidad propiciada por los visillos traslúcidos. El carruaje se detuvo frente a la casa, sobre el suelo empedrado, y mi padre le salió al encuentro. Contuve el aliento cuando se abrió la portezuela y su pasajero descendió del vehículo.

Sí. Era él. Era André Courtain.

Verlo después de tanto tiempo me hirió a traición. Se quitó el sombrero para saludar a mi padre. Intercambiaron varias frases. Vi su expresión de extrañeza, contrariedad y decepción. La conversación se alargó. Él insistía, mi padre negaba con la cabeza. Finalmente se despidieron, y André volvió a desaparecer en el interior del coche. Mi padre le había dicho que me había ido una temporada a casa de unos parientes y que no esperaba mi regreso en breve.

Estuve observando alejarse el vehículo hasta que desapareció.

Al día siguiente la rutina se reanudó. Pero al despertar pensé en André, como había hecho durante toda la víspera y como haría durante toda esa jornada y las sucesivas. Ya me conocía a mí misma en estos trances, y sabía que mi obsesión me martirizaría un mínimo de un par de semanas antes de perder algo de intensidad y convertirse en algo tolerable.

Por eso me ofrecí a llevar yo las vacas a pastar aquella mañana. Lo había hecho con frecuencia de niña, y ese día necesitaba alejarme de todo y quedarme a solas con mis martilleantes pensamientos.

Cuando los animales llegaron a su prado habitual, me senté en una roca que, algo elevada sobre un terraplén, ofrecía una hermosa panorámica sobre la llanura. El paraje era fresco, pues estaba situado en una colina, pero el bosque circundante lo resguardaba del viento. El sol todavía no se había elevado lo suficiente para deshacer la escarcha, y el aire olía a pino, musgo y tierra húmeda.

Llevaba ya allí sentada un buen rato, cubierta con mi chal, con la vista perdida en el horizonte, cuando me llamó la atención un sonido en el linde de la arboleda. Era un sonido como de algo al caer. Lo atribuí al movimiento de algún animal pequeño, tal vez un pájaro o una ardilla, pero cuando dirigí mi mirada hacia su origen, tuve un sobresalto mayúsculo.

Era una figura humana la que se movía, y a quien descubrí, con un vuelco de corazón, fue a André. Estaba sentado en un tronco caído y se entretenía lanzando con energía pequeñas piedras contra el árbol que tenía enfrente.

Yo estaba tan asombrada que no fui capaz de moverme. Pero tampoco él lo hizo, a pesar de que sin duda me había visto; era incluso seguro que me había seguido. Permanecimos así, cada uno en su posición, durante varios tensos y silenciosos segundos, hasta que de pronto se levantó, avanzó a largas zancadas hasta donde yo me encontraba, me miró de frente con la mandíbula contraída, y después, sin mediar palabra, como si yo no fuera digna de ello, descendió en dos pasos el abrupto desnivel que separaba aquel prado del contiguo, y siguió su camino. Se alejaba ya, ventilando su cólera, que parecía ondear al viento como su casaca abierta, cuando con un brusco movimiento dio media vuelta y, superando de un salto el empinado y resbaladizo desnivel, llegó hasta mí y espetó:

—¡¿Tan monstruoso soy que necesitas esconderte de mí hasta el extremo de obligar a tu padre a mentirme?!

No esperó mi respuesta. Su indignación era tal que parecía tener dificultades para respirar con regularidad. Con movimientos abruptos dio de nuevo media vuelta y descendió otra vez el terraplén. Allí se detuvo, dándome la espalda, la vista perdida en el horizonte y las manos en jarras suspendidas en sus caderas. Estaba fuera de sí. No lo había visto jamás en ese estado. Se adivinaba que su temperamento permitía explosiones de ira como la que ahora le asaltaba, pero eran tan poco frecuentes que yo nunca había sido testigo de una. Ahora era la causante.

—Si no quieres verme —gritó ladeando la cabeza—, ¿por qué no me lo dices a la cara? —Se volvió del todo hacia mí—. ¡¿Qué demonios temes de mí para no atreverte a decirme lo que sea a la cara?! —se desgañitó.

Subió de nuevo las tres gradas naturales e irregulares, congestionado.

—¿Sabes cuánto tiempo hace que te busco? —me reprochó—. ¿Sabes a cuántas personas he molestado para averiguar dónde estabas? ¿Qué se supone que hubiese hecho yo si no hubiese descubierto tu mentira? ¿Seguir buscándote? —Respiró, esforzándose en recuperar el aliento—. ¿Sabes lo que te pasa? —espetó, encendido—. ¡¡¡Que tienes miedo!!! ¡Tienes miedo de desafiar a tu marido y de apostar por mí! ¡Es más seguro esconderse aquí, en el hogar paterno, con la pensión de tu esposo, que aventurarte conmigo! ¿Sabes lo que eres? ¡¡¡Eres una cobarde!!! Y te digo más: ya no me importa si me quieres o no; ¡¡¡ya no me importa porque soy yo quien empiezo a pensar que no me mereces!!!

Dicho esto dio media vuelta, y se alejaba de nuevo cuando yo, que había tenido tiempo de superar mi estupefacción, grité a mi vez, vomitando toda la rabia que llevaba acumulada en mi interior:

—¡Te vi!

Se paró en seco.

—Te vi, André —repetí la acusación—, en la fiesta de la baronesa…

Se acercó lentamente a mí.

—¿Estuviste en París, en la fiesta de la baronesa? —preguntó atónito—. ¿Y no…? —La sorpresa le impedía articular las palabras—, ¿…Y no me dijiste nada? ¿Estuviste allí y ni siquiera me saludaste?

—Sí, y te vi.

No me escuchaba. Se había llevado las manos a la cabeza.

—¡Estuviste allí y no me dijiste nada…! —murmuró para sí mismo, como si estuviera ya ante el acabose.

—Te vi.

—¡¿Qué es lo que viste, maldita sea?! ¡¿Qué es eso tan terrible que viste?! ¡A ver, a ver, explícamelo! ¿Qué demonios viste que te impidió hasta hacerme saber tu presencia?

—Lo sabes perfectamente.

—¡No sé nada, Lucile! ¿Es que no ves que no sé nada? ¿De qué cuernos estás hablando?

—¡Esa mujer! —Exploté yo, alzándome de pie sobre la roca en la que había permanecido sentada—. ¡Esa mujer a la que cortejabas en el jardín, junto al pozo, a la vista de todo el mundo! Fui a París a hablar contigo, pero ¡te vi!; ¿lo entiendes?; ¡te vi y me marché!

—¿Martha? —balbució con ojos como platos—. ¿Estás hablando de Martha?

—¿Me preguntas su nombre? ¿Crees que me importa su nombre? ¡Estabas galanteando con ella! ¿Lo niegas? ¡Di tú ahora! ¿Lo niegas?

André no dijo nada. Su ira se había transmutado en consternación. Se apartó de mí y necesitó algún tiempo para superar su estupor y reaccionar. Yo bajé de la roca, y esperé, agitada y con el alma en vilo. Al cabo volvió hacia mí, sin levantar la cabeza.

—¿Sabes? —me dijo rezumando un rencor contenido y amargado—, ahora me doy cuenta de que la última vez que hablamos, durante el picnic, yo no te entendí. Creí que simplemente estabas enfadada y que lo único que tenía que hacer yo era corregir mi error y volver a intentarlo. Pero tú hablaste de credibilidad…; y ahora lo entiendo. Ahora entiendo lo que quisiste decir. Pero eso es mucho más difícil de arreglar Lucile…; sinceramente, yo no sé cómo hacerlo…

—¿Lo niegas? —volví a preguntarle con suavidad. De pronto algo en su actitud me había hecho temer el haberme equivocado.

—¡Tú no puedes pasarte la vida sospechando de mí cada vez que le dirijo la palabra a una mujer…!, ¡y yo no puedo pasarme la vida negando tus sospechas! —objetó acertadamente—. Tú lo dijiste, Lucile, y tenías razón: es cuestión de credibilidad. ¡Pero yo no puedo hacer nada más de lo que ya hago para que creas en mí! —protestó ácido—. Y por lo visto, no es suficiente.

Me miró con pesaroso encono, como si todo estuviera perdido y él no pudiera hacer nada por remediarlo. Había también en su mirada un destello acusador: la culpa era mía, parecía decirme; él era noble e inocente, y yo malpensada e injusta, y él no podía evitar eso. Me dio la espalda y descendió, esta vez sin vuelta atrás, por el transitado terraplén.

Tardé tres días en asumirlo. Me había equivocado. Estaba segura. Su actitud había sido más reveladora que si me lo hubiese dicho con palabras. Tenía miedo de haber errado en mi juicio y de que ese error me hubiese llevado a perderlo injustificada e irremisiblemente. Algo esencial se había roto con aquel episodio. Su enojo no había sido mero arrebato; tenía calado hondo, yo lo había percibido con toda claridad. ¿Qué hacer? No podía resignarme a que todo acabara así, con la duda implantada en mí y el rencor en él.

Fui hasta la posada de Bonlieu. La señora Canner me informó de que había partido el mismo día de nuestra conversación. No me extrañó, no confiaba en que permaneciera allí. Ya debía de estar en París, o casi a punto de llegar. No me quedaba más remedio que seguir sus pasos.

Tras tres días de fatigoso viaje, y aún peor, de horas y horas de no tener nada más que hacer en la móvil soledad del carruaje que darle vueltas a las ideas en la cabeza, llegué a Versalles, y apenas me hube acomodado y descansado algo, me dirigí hacia el edificio donde estaba su apartamento. Cuando traspasé el umbral de la portería, estaba nerviosa. ¿Qué había pasado para que de pronto me sintiera deudora suplicante en lugar de acreedora ofendida? Ni siquiera sabía qué iba a decirle si perduraban en él el enfado y el resentimiento que me había demostrado.

No lo había avisado. Mientras subía las escaleras, suspiré hondo, cargándome de coraje. Había cruzado por mi mente la idea de que estuviera con otra. No podía evitarlo. No podía evitar la sospecha. Por eso no bastaba una disculpa… porque versaría sólo sobre lo anecdótico. El problema de fondo seguía existiendo.

Llamé a la puerta. Se abrió. Me salió al encuentro su mayordomo.

—Lo siento, señora —me dijo—. El señor no está. Partió ayer hacia Londres.