André Courtain
La víspera había recibido una enigmática citación para comparecer ante el secretario de la reina. Tuve que esperar algunos minutos en la antesala de la biblioteca del rey, donde iba a tener lugar la reunión. Uno de sus balcones estaba abierto y para pasar el rato me asomé a él. Proyectaba sobre el patio principal del palacio. El día estaba nublado y cargado de humedad.
—Marqués, puede pasar —me anunció el ujier.
Entré. No había estado antes en aquella estancia. Era amplia, clara, revestida de librerías en todas sus paredes, excepto en la zona reservada a la chimenea, que estaba encendida. Había una mesa escritorio y otra de consulta, redonda, amplia.
Mi asombro fue mayúsculo al comprobar que no sólo estaba presente el secretario de la reina, sino también ésta misma, el rey y el jefe de policía de París, Thiroux de Crosne. Luis estaba de pie, detrás de su escritorio; María Antonieta, sentada junto a la chimenea. Su secretario y el jefe de policía permanecían derechos entre ambos monarcas. Los cuatro formaban un semicírculo abierto que me observaba con gravedad mientras el ujier cerraba las puertas al salir de la estancia.
—Le agradecemos que haya acudido a nuestra llamada con tanta prontitud —dijo Luis en cuanto las puertas se cerraron—. Ha ocurrido un acontecimiento que consideramos grave y preocupante. ¿Quiere tomar asiento? —me invitó, mientras él hacía lo propio.
Me senté en una butaca, frente a la reina, intentando superar mi estupefacción. Los otros dos nos imitaron.
—Por favor —continuó Luis dirigiéndose a Thiroux de Crosne—, ¿puede poner al marqués al corriente de los hechos?
—Con vuestra venia, sire —introdujo éste, y luego, dirigiéndose hacia mí, anunció altisonante—. Jeanne de Saint Rémy La Motte se ha fugado de la casa de corrección de mujeres de la Salpêtrière.
Dicho esto me observó, esperando mi reacción. Reflejé sorpresa y moderada conmoción, mientras cavilaba qué tendría que ver todo eso conmigo.
—Si este suceso nos preocupa tan gravemente, marqués —intervino Luis—, no es por el hecho en sí mismo de la fuga de esta mujer, sino por los calumniosos y pérfidos rumores que personas malintencionadas han extendido por todo París y que apuntan a que la reina ha sido la artífice de semejante maniobra presuponiendo su intervención en ese enojoso asunto del collar. Su honor está comprometido y nuestro deber como rey y como esposo es aclarar lo antes posible todo este asunto y acallar de una vez por todas a los calumniadores.
—Puede creerme si le digo —moduló María Antonieta con ojos vidriosos— que soy muy desgraciada. Ya sólo me encuentro a gusto recluida en las habitaciones de mis hijos. La última vez que acudí al teatro fui recibida con silbidos e insultos. La señora Vigée Lebrun no se ha atrevido a exhibir en público el último retrato que me hizo por miedo a que fuese ultrajado. El jefe de policía, aquí presente, me ha sugerido que no vuelva a dejarme ver por París porque no podría garantizar mi seguridad. En estos mismos salones y pasillos de Versalles se me gira la cara. Ya ni siquiera guardan las formas y me afrentan abiertamente. En mi tocador, en mi escritorio, entre las ropas de mi cama o en la servilleta de mi mesa, encuentro panfletos que me insultan y me calumnian despiadadamente. Por todas partes siento el odio, marqués, un odio que me hostiga sin compasión.
Y no contentos con eso quieren acabar de poner a toda la opinión pública en mi contra involucrándome en la fuga de esa mujer. Contésteme usted si puede, ¿qué les he hecho yo?, ¿qué quieren de mi?[6]
Siguió un consternado silencio. Era evidente que María Antonieta no esperaba de mí la respuesta a esa pregunta y a nadie se le ocurrió palabra alguna de consuelo que no sonara a falsa u oportunista, porque era cierto que el descontento general se estaba ensañando especialmente con ella.
—Deseamos que dirija usted la investigación de este asunto —reveló Luis.
Me quedé atónito. Ya me temía algo semejante por el rumbo que había tomado la conversación, pero me había resistido a darle crédito. Miré al jefe de policía, que era a quien correspondía esa competencia. No parecía sorprendido. Sin duda ya se le había informado antes de mi llegada.
—Será para mí un honor serviros, sire —repuse sumamente inquieto por la grave responsabilidad que me caía encima—. Pero no sería honesto si no confesara que no tengo la más mínima experiencia en asuntos de esta índole y que desconfío de mi propia capacidad para concluir con éxito una investigación tan complicada y delicada.
—Evidentemente contará con la incondicional e inestimable colaboración del jefe de policía y de todo el cuerpo —reafirmó Luis mirando a éste con intención.
—Por supuesto —se apresuró a contestar el interpelado.
—Bien —exclamó Luis levantándose—. Pues eso es todo. No quisiéramos robarle más tiempo —continuó, dirigiéndose de nuevo a Thiroux de Crosne.
Éste se dio por aludido y se levantó rápidamente. Yo iba a hacer lo mismo, pero Luis interrumpió mi acción diciendo:
—Le rogamos que se quede unos minutos más, marqués. Aún tenemos otro asunto que tratar con usted.
De Crosne me miró con una expresión de sorpresa que, no obstante, supo corregir. Hizo una profunda reverencia al rey y a María Antonieta, y tras despedirse del secretario y de mí con una inclinación de cabeza, se retiró de la estancia.
Cuando se hubo cerrado la puerta, aún prevaleció el silencio durante algunos instantes. Luego Luis salió de detrás de su escritorio. Con movimientos lentos y pausados tomó una de las sillas que descansaba junto a la mesa redonda y la colocó frente a la chimenea, cerca de María Antonieta y de mí. Se sentó. El secretario de la reina hizo otro tanto. No distábamos unos de otros más que escasos palmos.
—Debe de haberle extrañado que le confiemos a usted esta misión —comenzó Luis.
No me pareció oportuno contestar con una rocambolesca frase cortesana, y repuse llanamente, con sinceridad:
—Así es, sire. Creo que no soy la persona más adecuada.
—Se equivoca —repuso Luis con cierto deje cansino—. Hay otra complicación que por el momento preferimos guardar en la más estricta confidencialidad, porque aún tenemos la esperanza de poder evitarla, pero que ha arrojado una clara luz en todo este asunto.
Luis hizo una pausa y miró de soslayo al secretario invitándolo a intervenir.
—Hemos sabido —me informó éste— que en cuanto La Motte llegó a Londres un editor británico le ofertó una importante suma de dinero a cambio de sus Memorias, que han de hacer especial hincapié en su amistad con la reina.
—¡Su amistad conmigo! —Resopló María Antonieta con reprimido gesto de desesperación—. ¡En mi vida he intercambiado una sola palabra con esa horrorosa mujer! ¡Tiemblo de pensar en las mentiras y calumnias que es capaz de inventar!
—Estamos convencidos —continuó el secretario— de que su fuga de la prisión y esta propuesta para que edite sus Memorias no son dos actos independientes, sino que todo ello ha sido organizado por las mismas manos con el propósito de desprestigiar a la reina.
—Tenemos el convencimiento —me dijo Luis con calma—, de que la huida de esta mujer ha sido organizada desde arriba, por personas muy próximas a Nos, y por móviles políticos. Es por eso que lo hemos llamado.
—Perdonad, sire —farfullé confuso—, pero no acabo de entender…
—He solicitado a la duquesa de Polignac —intervino María Antonieta— que se traslade a Londres a entrevistarse con esa mujer para intentar convencerla, contra entrega de una importante suma de dinero, de que desista de publicar esas pretendidas Memorias. Y si he recurrido a una amiga tan querida para que realice tan ingrata labor es porque ya apenas si puedo fiarme de nadie, ni siquiera de muchos que antes alardeaban de ser mis amigos y que me han abandonado en cuanto no han podido seguir aprovechándose de mi generosidad para lucrarse.
Hizo una pausa y posó en mí su mirada humedecida. Me impresionó el drástico cambio que se había operado en aquella mujer. Cuán distinta era la María Antonieta que ahora tenía delante de mí de la que yo había tratado antes de que comenzara el proceso contra el cardenal de Rohan. Había desaparecido de su rostro aquella expresión alegre y liviana, aquella coquetería galante y jovial. Su porte, su vestimenta, sus maneras, sólo traslucían ahora tristeza y gravedad.
—Deseo descubrir a los autores de esta conspiración —continuó—, pero, sobre todo, deseo que queden desenmascarados ante la opinión pública. Que el pueblo sepa que ha sido utilizado y manipulado por unos desaprensivos y que yo nunca tuve nada que ver con este escandaloso asunto del collar. Y para ello necesito que alguien de mi estricta confianza, alguien que me sea fiel y leal, alguien que no pueda ser blanco de presiones políticas o de despreciables maquinaciones, ponga su celo en esta investigación y se asegure de que no van a destruirse o a ocultarse las pruebas de mi inocencia.
Inclinó su cuerpo hacia adelante, extendió su brazo derecho y me tendió la mano. Respondí a su invitación, tomándosela con la mía izquierda. Noté sus dedos fríos y secos.
—Usted, amigo mío, ha defendido públicamente mi nombre aún sabiendo que ello le acarrearía la enemistad de muchos. Intervino activamente para intentar evitarme esta humillación que me ha infligido el Parlamento. Me ha demostrado su lealtad y confío en usted. Por ello he solicitado al rey que le encargue la investigación de este asunto. Le ruego que no me defraude cuando más lo necesito.
Me oprimió la mano para reforzar su petición, una petición tan personalísima que, viniendo de ella, tuvo la virtud de conmoverme profundamente.
—Le doy mi palabra, Señora, de que pondré en este asunto todo mi empeño —repuse.
—Bien, bien —aprobó Luis—. Sabíamos que podríamos contar con usted.
Ahora sí que la reunión había terminado. Hice una reverencia al rey y a la reina y me dirigí hacia la puerta. Cuando casi estaba a punto de traspasarla, Luis me dijo:
—Marqués, es posible que en este asunto estén involucradas personas a las que conozca personalmente o con las que, incluso, tenga relaciones de amistad. Aunque así fuera, sea inflexible.
Me pregunté si se refería a alguien en concreto o si sólo era una advertencia. De cualquier forma, repuse:
—Lo seré.
Marionne Miraneau
La noticia de la evasión de Jeanne de La Motte no tardó en extenderse por todo París provocando el consecuente torrente de rumores, comentarios, debates y hasta artículos en octavillas que las propias vendedoras del mercado facilitaban bajo mano a sus buenas clientas. Cuando llegó a mi conocimiento, quedé paralizada en medio de la calle, con la mano crispada sobre el papel cuya comprensión me dificultaba la impresión que me había llevado. ¡La Motte! Quizá la fugitiva más famosa de los últimos años, la más célebre, en realidad, que yo recordara en toda mi vida. ¡La Motte! Tuve que buscar un sitio apartado donde sentarme, porque las piernas me flaqueaban. Lo hice descuidadamente sobre unas cajas amontonadas y arrimadas a una pared junto a la salida de un almacén de carne, mientras el trasiego de transportistas, comerciantes y consumidores continuaba delante de mí.
La Motte. Había sido ella. Era ella, sin duda, la que se había ocultado en mi local. No era necesaria una aguda perspicacia para llegar a esa conclusión. Eran demasiadas las coincidencias para que se debieran meramente al azar. Después de que Daniel me enseñara el pañuelo que había encontrado en el local, que no era mío ni de mi madre ni de Edith, era evidente que quien había pernoctado allí había sido una mujer. Ambos acontecimientos, la fuga de La Motte y la misteriosa visita a mi local, habían tenido lugar el mismo día. El hecho de que sólo se hubiera podido ver al conductor del carro demostraba que la mujer iba oculta en su interior, pues no pudo haber entrado de ninguna otra forma, y, por tanto, si debía esconderse, que se trataba de una prófuga. Y el que fuera una persona de tanto renombre como ella explicaba la intervención de alguien de la talla del conde de Coboure. No cabía pues duda alguna de que yo, sin saberlo, había participado en la huida de esa mujer.
La noticia había sido tan sorprendente e impactante que tardé en recuperar mi serenidad de ánimo. No obstante, a medida que la iba aceptando, empecé a pensar que, paradójicamente, el hecho de que se tratara de La Motte, y no de cualquier otro criminal corriente, debía tranquilizarme en lo que a mi seguridad se refería. Era sabido por todo el mundo que esta fuga había sido auspiciada por la reina, en recompensa por haber silenciado la condenada su intervención en el asunto del collar. Así pues, estando la reina detrás, no era de temer que las autoridades iniciasen investigación alguna en aras a descubrir a los culpables. El propio maître Desmond me había dicho que el conde de Coboure había sido amigo íntimo de la reina, lo que corroboraba la teoría de la intervención de ésta, pues sin duda el conde había actuado bajo su beneplácito o siguiendo sus propias directrices. Y si él había actuado por orden de la soberana, yo, indirectamente, también, de forma que, en contra de las apariencias, yo estaba del lado de la autoridad. Aquella reflexión hasta me arrancó una sonrisa de alivio, y levantándome ligera y recompuesta, volví tranquilizada a mi casa.
André Courtain
Inicié las investigaciones de inmediato.
Empecé por visitar la prisión, para conocer las circunstancias exactas en las que había tenido lugar la evasión. Fue sorprendente descubrir que la fugada no se había valido de agujeros en la pared ni de cerraduras forzadas; se había limitado a salir de su celda y de la propia prisión sin encontrar impedimento alguno y sin que, al parecer, nadie se percatara inmediatamente de ello.
Tal facilidad demostraba que la presa había contado con la connivencia de alguien interno, así que solicité de la Oficina Policial de Cárceles y Correccionales la lista completa del personal de la Force de la Salpêtrière a fin de saber quiénes habían tenido la ocasión de colaborar en la huida; y de someter, a éstos y al resto, a un interrogatorio.
—¿Cuál era su actividad la noche en cuestión?
Era ya el sexto trabajador que interrogaba y comenzaba a perder la esperanza de obtener algún tipo de información que me resultara provechosa. Todos decían no saber nada y no haber visto nada, con más temor en sus semblantes que sinceridad. Por de pronto sólo había podido averiguar que dos de los empleados no se habían vuelto a presentar a sus puestos a partir de aquella fecha; es decir, habían huido también, y fácil era deducir de ese hecho su participación en el caso. Uno de ellos era la celadora de la galería donde estaba la celda que ocupó la prisionera. El otro era el vigilante de la puerta de entrada a la prisión. No había duda de que la fuga la había propiciado el soborno de los dos desaparecidos.
—Señor, yo soy un pobre desgraciado —me respondió encogiéndose sobre sí mismo para hacer más creíble aquella afirmación— que da gracias al cielo por este humilde trabajo que su señoría debe de considerar despreciable pero que a mí me concede la dignidad de poder alimentar a mi familia. Mi labor consiste en algo tan burdo, pero a la vez tan necesario, como recoger los desperdicios de la cocina y trasladarlos a uno de los vertederos que hay en las cercanías de la ciudad.
—¿Y no viste salir a nadie que te llamara la atención?
—No, ilustrísima. Habitualmente no permanezco en la calle más tiempo del necesario para cargar los sacos de desperdicios en el carro, y luego vuelvo a la cocina para buscar los restantes. Voy y vengo, voy y vengo, ¿comprende? Y mientras estuve allí, no vi salir ni entrar a nadie; antes al contrario, ni siquiera entró quien parecía que debería haberlo hecho.
—¿Qué quieres decir? ¿A quién te refieres?
—Oh, a nadie, señoría, a nadie. A nadie importante. No era más que un carro de verduras.
—¿Un carro de verduras? ¿Y qué tiene de particular?
—Bien —repuso bajando la voz—, a mí me pareció inhabitual. Claro que yo, con mi poco entendimiento, no lo relacioné con este asunto. Pero ahora que su señoría, con su gran perspicacia, me hace reparar en ello… Sí, es extraño en verdad, porque se detuvo delante de la puerta y el cochero permaneció sin moverse, cuando lo normal hubiera sido que entrara en el patio o descargara la mercancía. ¿Acaso esperaba a alguien? —Arqueó las cejas.
—¿Viste subir a alguien en el carro?
—Ay, ilustrísima, ya hubiese querido yo tomarme un pequeño descanso para recuperar el aliento, pero el trabajo me reclamaba y no me quedé allí para observar. Ahora lamento haber sido tan diligente. Si, por el contrario, hubiese sido un vago holgazán, habría permanecido allí ocioso mirando las estrellas y al misterioso carromato y ahora le podría ser de mucha más utilidad.
—Tienes mucha verborrea para ser tan ignorante como pretendes. ¿Tienes algo más que decirme, que no sea mera charlatanería?
—No excelencia, salvo que ningún cargamento de verduras fue conducido a la cocina, y en realidad, nadie allí lo esperaba. Si se me permite la deducción, yo diría que se fue igual que llegó.
No obtuve más información de los demás. Nadie más pareció haber visto o recordar el carro de verduras, y, en cuanto a las visitas que había recibido La Motte en los días previos a su fuga, habían sido tantas que era imposible deducir nada de ellas. Al parecer, toda la aristocracia había ido a verla, hasta lo había intentado la propia princesa de Lamballe, quien además tuvo que pasar la vergüenza de que la presa no quisiera recibirla.
De momento había conseguido dos pistas: los vigilantes desaparecidos y el carro. Tenía, pues, la misión de descubrir si los dos primeros aún permanecían en París y el itinerario del segundo.
La ficha policial de los empleados me condujo hasta la vivienda de éstos. Como era de esperar, ambos habían desaparecido sin dejar señas. El vigilante de la entrada a la prisión era de origen inglés, nacido en Birmingham, y quizá hubiera regresado a su tierra, y de la celadora no se sabía nada. Eso me privaba, por el momento, de seguir aquella pista y opté por centrarme en la del carro.
Recientemente se había levantado en torno a París una muralla que pretendía asegurar el pago de impuestos sobre las mercancías que entraban a la capital. Esta muralla, sin ningún valor defensivo y con único objetivo impositivo, se abría mediante barreras aduaneras que estaban vigiladas por efectivos de la Compañía de Infantería de la Guardia de París, que dependía, en su escalafón superior, del jefe de policía. Gracias a su autorización recabé el listado de los que habían estado de guardia el día de la fuga, y todos ellos fueron interrogados. Ninguno recordaba ningún carro de verduras pasado el mediodía, que era cuando se había descubierto la fuga. Pudiera ser que no repararan en algo tan poco llamativo, pero el tránsito de mercancías solía tener lugar a primera hora de la mañana, cuando llegaban los proveedores de la ciudad o cuando salían los parisinos que abastecían las poblaciones vecinas. Claro que también los vigilantes de la puerta en cuestión podían haber sido sobornados, pero al menos ninguno de ellos había huido como los vigilantes de la Salpêtrière.
Cabía, por tanto, la posibilidad de que La Motte hubiese pernoctado en la ciudad. No era descabellado. De haber salido inmediatamente se arriesgaba a que la noticia de su fuga hubiese llegado a las puertas de la muralla antes que ella y a que los guardias estuviesen alertados, con el consiguiente peligro de ser descubierta. Lo cierto es que la diligencia en dar la alarma había sido tan deficiente como todo lo relacionado con ese asunto, así que sin duda las hubiese pasado sin dificultad, pero no podía saberlo y hubiese sido imprudente. Habría sido más cauto ocultarse aquella noche en cualquier barrio de París y salir a la mañana siguiente escondida en el carro de verduras, fácilmente camuflada entre el gran volumen de carruajes que a aquella hora entraban y salían de la capital, cuando ya todos la supondrían huida la víspera en carruaje o en barco por el Sena.
Todas las suposiciones eran posibles, pero decidí estudiar la segunda opción, porque si había salido inmediatamente de París, poco más iba a aportarme la pista del carro. Por el contrario, si se había ocultado aquella noche en la ciudad, descubrir dónde podía ser sumamente ilustrativo.
Marionne Miraneau
Permití que Daniel siguiera durmiendo en el local hasta que tuviera ingresos con los que sufragarse un alojamiento propio. Y lo cierto es que no tardó en conseguir trabajo en el mercado. Primero fueron faenas temporales y esporádicas: cargaba y descargaba mercancías, limpiaba almacenes, hacía recados… Le pagaban por horas, que tenía que negociar cada vez que le hacían un encargo. Pero era un chico desenvuelto y extrovertido, y esas cualidades, junto a la ventaja de su extrema juventud, le habían hecho ganarse la simpatía de la mayoría de los comerciantes. Se detenía a conversar con ellos y había logrado que lo conocieran en todo el barrio. Al cabo de unas semanas nos dio la buena noticia de que el señor Martin, el panadero, lo había tomado como ayudante. Al parecer, en algún momento de su misterioso pasado, Daniel había conocido el oficio de panadero.
Poco después de encontrar empleo en la panadería, Daniel dejó el local sin que yo tuviera que pedírselo, lo que me alivió en grado sumo, y se trasladó a una buhardilla de un inmueble de la calle Aux Fers, un habitáculo minúsculo que compartía con otro muchacho llamado Gérard con el que había entablado amistad.
El recinto resultaba extremadamente pequeño para ellos dos, porque, además de ser de reducidas dimensiones, el tal Gérard, no sé por qué medios, había conseguido una aparatosa imprenta y la tenía allí instalada. Con ella imprimía folletos y panfletos que distribuía gracias a la intervención de un librero ambulante de muy dudosa reputación conocido como señor Hugot. Gérard solía acudir a las inmediaciones del Palais Royal y ofrecía a escritores desconocidos la posibilidad de publicarles sus trabajos. Tanto podían ser artículos de contenido político como poemas e incluso anuncios y textos de contenido erótico. A todos les cobraba por ello. Luego entregaba las publicaciones al señor Hugot, y si se vendían éste le ofrecía una parte de los beneficios que obtenía.
En puridad, sólo podían venderse aquellas publicaciones que hubiesen pasado el control de la censura y tuvieran la autorización de la policía. La libertad de prensa no existía. Cualesquiera otras eran ilegales y podían ser decomisadas en cualquier momento. Pero las publicaciones clandestinas eran tantas que en la práctica ya habían dejado de serlo. De hecho, al señor Hugot lo mejor que le podía ocurrir era que las autoridades declarasen prohibida alguna obra, porque desde ese momento ésta adquiría tal fama que podía venderla bajo mano triplicando y cuadruplicando su precio. De esa forma, con ese tráfico ilegal, era como obtenía sus mayores beneficios.
En definitiva, el compañero de Daniel actuaba fuera de la ley imprimiendo y distribuyendo publicaciones no autorizadas; su socio, el señor Hugot, la violaba directamente vendiendo libros prohibidos, y mucho me temía yo que Daniel colaboraba con ambos para conseguir mayores ingresos.
Pero lo peor es que los trabajos preparatorios de dichas actividades tenían lugar en mi casa, donde se reunían Daniel, el tal Gérard, un amigo de éste llamado Jacques y mi hermana, que no había dudado un instante en zambullirse en la empresa con fervoroso entusiasmo. Y es que, desde que Edith conoció a Daniel, había cambiado mucho. Dejó de ser una niña despreocupada y desocupada para convertirse en una activista política que transpiraba entusiasmo y rebeldía, probablemente influida por sus nuevas relaciones, pero también porque ya despuntaba la mujer que había en ella, y porque Edith nunca había sido ni tímida, ni sumisa, ni conformista.
Además, sospechaba que entre Daniel y Edith había más de lo que ambos declaraban, pero ella no me había dicho nada y yo no quería preguntar. Me hacía la desentendida, a fin de evitar convertir su relación en oficial. No es que tuviese nada personal contra él, pero reconozco que lo consideraba insuficiente para lo que mi hermana merecía. También había omitido hacerle comentario alguno a Edith en ese sentido, porque una vez que lo había insinuado me había acusado agriamente de tener prejuicios clasistas. Y sí, era cierto, los tenía. Puede que estuviera mal, pero no lo podía evitar. Aquel muchacho era agradable, incluso para una muchacha de la edad de Edith, hasta atractivo, pero apenas si sabía leer y escribir, no tenía ninguna educación ni parecía tener aspiraciones de adquirirla, y, por el momento, no tenía ningún porvenir.
Una tarde en que Alain, el hijo del señor Bontemps, me acompañó a casa en coche, lo invité a subir. Le había comentado con despreocupación que uno de los amigos de mi hermana tenía una imprenta, y desde entonces estaba loco porque se lo presentara. Deseaba publicar alguno de sus escritos y estaba dispuesto a pagar, dijo, lo que le pidieran. Le sugerí que no se mostrara tan desprendido o se aprovecharían de ello, pero no me pareció que valorara en mucho mi consejo.
Cuando entramos en la vivienda, el entusiasmo de la cuadrilla volcada sobre la mesa redonda del salón era superior al habitual. Habían traído gran cantidad de papeles de diferentes tamaños y caligrafías que habían esparcido sin orden aparente por encima de la mesa, en torno a la que se agrupaban todos.
—¡Marionne! —Exclamó mi hermana con expresión exaltada en cuanto atravesé la puerta—. ¡El Parlamento de París se ha opuesto al registro de los nuevos impuestos y ha vuelto a reclamar la convocatoria de los Estados Generales! ¡Míralo! —Exclamó hundiendo sus manos entre los papeles—. ¡Todas las plumas se han puesto a escribir sobre ello! ¿No quieres leer algún artículo? Los hay que son formidables.
Yo no había seguido de cerca los acontecimientos políticos. Demasiados problemas y preocupaciones personales había tenido en los últimos meses, que aunque parecían encarrilados en modo alguno estaban aún solucionados. Todavía no había iniciado la explotación del negocio, no teníamos ingresos de clase alguna, las quinientas libras habían empezado a menguar y en su mayor parte serían necesarias para la inversión inicial, y no sabía si después de tanto esfuerzo el negocio sería o no rentable tras el cierre temporal y habiendo entrado en vigor el acuerdo que liberalizaba el comercio con Inglaterra y que restaba competitividad a nuestros productos textiles. No sabía si aquella casa que Edith parecía considerar un valor seguro seguiría siendo nuestra al cabo de un año o si habría tenido la necesidad de venderla. De forma que, ¿qué me importaba a mí el Parlamento de París y sus actuaciones? Lo doloroso era que, si bien había sido yo misma la que había intentado que mi familia sufriera lo menos posible, comprobaba día a día que me encontraba absolutamente sola en mi angustia, y esa soledad cada vez me costaba más de sobrellevar. Mi hermana y mi madre se comportaban como si todo estuviese solucionado y todavía disfrutáramos de los prósperos tiempos en los que vivía mi padre, y me veían a mí como la aguafiestas que había decidido caprichosamente agriarse el carácter.
No obstante, las noticias políticas habían llegado a mis oídos, como a los de todo el mundo. Después de la disolución de la Asamblea de Notables, el Gobierno había presentado las reformas rechazadas por ésta a los parlamentos; pero el de París se había negado al registro de las relativas a los nuevos tributos y había solicitado la convocatoria de los Estados Generales argumentando que eran los únicos que podían aprobar nuevos impuestos. Así que el rey se había visto obligado a imponer el registro por la fuerza mediante un lit de justice. sesión que permitía al monarca ordenarlo directamente supliendo de tal forma la omisión del Parlamento. Cabe entender que estos lit de justice. como actos extraordinarios que eran de imposición de la voluntad regia sobre la de los parlamentos, no despertaban ninguna simpatía.
—Lo siento amigo —dijo Jacques a Alain tras las oportunas presentaciones, señalando con un gesto de cabeza todo el material que tenían esparcido sobre la mesa—, pero en este momento lo que nos sobran son escritores. —Miró a los demás y continuó—. No vamos a poder imprimir todo eso. Tendremos que hacer una selección. Y pensar que hace unos meses teníamos que buscarnos la vida por los cafés del Palais Royal, y ahora no damos abasto con tantas peticiones.
Paseé una mirada observadora por el mueble. Ciertamente estaba cubierto por numerosos manuscritos desparramados sin orden alguno. Un documento me llamó la atención, pues estaba impreso. Lo cogí.
—Es el acta de la sesión del Parlamento, del lit de justic. de ayer —me informó Jacques—. He conseguido una copia.
Señores:[7] […] Es siempre con pena que me decido a hacer uso de la plenitud de mi autoridad y a no recurrir a las formas ordinarias; pero mi Parlamento me constriñe a ello hoy, y la salud del Estado, que es la primera de las leyes, me obliga a ello.
¡Eran palabras del rey!, descubrí con sorpresa. Era el discurso que el rey había pronunciado ante los magistrados del Parlamento, trascrito en aquella acta. ¡Vaya! ¿Qué le dice un rey a un Parlamento díscolo que se niega a aceptar sus leyes? Seguía el discurso del guardasellos:
Así, reducido a la triste necesidad de aumentar las imposiciones, el rey ha de preferir que los tributos sean pagados a su Tesoro por la clase más acomodada de sus súbditos.
Elevé la vista hacia Jacques.
—¿Estamos seguros de que queremos oponernos a esto? —dije—. ¿Ahora estamos en contra de que los ricos paguen impuestos?
Jacques sonrió con suficiencia, y examinando rápidamente el papel por encima de mi hombro, señaló con su índice unas líneas y leyó:
—«Pero considera [el rey] que por la constitución de la monarquía él es el único administrador de su reino; que debe transmitir su autoridad a sus descendientes tal y como la ha recibido de sus augustos ancestros.» A esto es a lo que tenemos que oponernos. —Me miró—. Nosotros no estamos en contra de la imposición de la subvención territorial; estamos en contra de la monarquía absoluta. Pero tenemos que aprovechar la oposición que se ha puesto en marcha con motivo de aquélla, subirnos al carro, ¿comprendes?, incluso empujarlo, aunque de momento lo estén conduciendo las clases privilegiadas. Y cuando ellas quieran pararlo, que querrán hacerlo mucho antes que nosotros, deberemos seguir empujándolo hasta llegar donde a nosotros nos interese llegar.
—Caramba, ¡qué clarividencia! En fin, espero que sepáis lo que hacéis.
—Vale la pena que leas las palabras del presidente del Parlamento, que pronunció su discurso después del guardasellos… mira, aquí: «En la imposibilidad en que se encuentra, sire, vuestro Parlamento de votar por unas imposiciones tan opresivas, no puede sino reiterar las más vivas instancias al efecto de suplicar a Vuestra Majestad, por el mantenimiento de su autoridad […]» ¡Fíjate en el reto! «que le plazca acordar la convocatoria de los Estados Generales […].»
—¡Pero Marionne…! —me reclamó Edith—. ¿Cómo puedes quedarte tan impasible? ¿No te das cuenta de lo que significa? ¡Es lo más emocionante que le ha pasado a este país en años… qué digo en años, en décadas, en siglos, en milenios! ¡Los Estados Generales! ¡Por fin vamos a poder meter baza nosotros, nosotros, y no sólo los privilegiados!
—¡Eh, eh! —exclamó Jacques—. No echemos tan pronto las campanas al vuelo. El Gobierno no va a aceptar, así como así, la convocatoria de los Estados Generales. Tenemos que estar preparados para movilizarnos. El rey tiene al ejército y a la policía, pero el Parlamento ha de tenernos a nosotros. Hay que estar dispuestos a salir a la calle en su defensa, si es necesario. Hemos de publicar los artículos que inciten a la acción, los que enfaticen la necesidad de no dejar pasar por alto esta ocasión. Aquí tenemos material más que de sobra. Sólo se trata de que lo seleccionemos bien. Venga, manos a la obra. Mañana deberíamos repartir un buen número de ejemplares.
—Si me lo publicáis, soy capaz de escribir un artículo tan incendiario como me pidáis —intervino de pronto Alain.
—Marionne —sonrió Jacques—, ¿tienes pluma y tintero?
Al día siguiente, Alain tuvo la satisfacción de ver publicado por vez primera un artículo suyo, y de observar cómo éste era leído por decenas de personas en los cafés y clubs del Palais Royal, al que se trasladó para poder presenciar en persona el reparto de los folletos. Se sentía feliz. Parecía que después de aquello considerara que ya lo había conseguido todo en la vida y que podía morir en paz.
—Entonces, ¿ha valido la pena? —le pregunté.
—¿El qué?
—Venderse. Venderse por una publicación.
Me miró ofendido.
—No me he vendido. Creo en lo que he escrito.
Alain y yo no volvimos a hablar sobre el tema. Supuse que seguía encontrándose con Daniel, Jacques y Gérard, pero por unos días evitó hacerlo en mi casa. Le había ofendido porque había acertado en mi reproche. Puede que Alain creyera en lo que había escrito, pero no en cómo lo había escrito. Él era un hombre centrado y razonable, y su artículo estaba sobrecargado de incitación a la rebelión. Era lo que Daniel y Jacques querían y lo que él nunca hubiese redactado por propia iniciativa.
Al primer artículo siguieron otros. Ahora que no tenían que buscar material como antes, sino que éste los buscaba a ellos, dejaron de ceder la venta de su folleto al señor Hugot y lo repartieron ellos mismos. Los acontecimientos políticos reclamaban cada vez más la atención popular, así que vendían publicaciones a porrillo. La imposición por la fuerza del registro del edicto estableciendo la subvención territorial y de la declaración sobre el impuesto del timbre exacerbó la indignación de los parlamentarios, que declararon el registro nulo e ilegal; y hasta acusaron al antiguo ministro Calonne de malversador de fondos públicos y ordenaron su detención. El Gobierno anuló esta orden, pero tal era ya la incertidumbre de en quién residía realmente la autoridad, que hasta el propio ex ministro decidió refugiarse en Inglaterra.
Yo, por mi parte, intentaba continuar con mi propia vida, y todo cuanto ocurría en las altas esferas me parecía demasiado alejado de mí como para que tuviera que preocuparme seriamente. Incluso consideraba el interés de los demás por los acontecimientos políticos como mero entretenimiento, pues ¿qué nos importaban a nosotros, en realidad, las peleas entre el Parlamento y la Corona? Nuestra vida estaba en nuestras casas, en nuestros trabajos, en conseguir el pan de cada día. Y a ese fin yo seguía acudiendo al taller del señor Bontemps y trabajaba con ahínco para aprender cuanto pudiese, e, interiormente, iba concibiendo ya mis propios planes para la próxima inauguración de mi taller, mientras mi hermana se divertía correteando por las calles para vender folletos con sus amigos.
André Courtain
—Señor, con todos mis respetos, lo que pide es imposible.
Era el comisario principal del barrio de Les Halles. La entrevista tenía lugar en sus oficinas, y el hombre estaba cómodamente reclinado en el sillón que se ocultaba tras su mesa impoluta. Era gordo y panzudo, y tenía aquel aire de inflexible superioridad que los cargos importantes provocan en los individuos mediocres.
—No debe de haber reparado —continuó— en que éste es el gran mercado de la ciudad, señor. Decenas y decenas de carros de verduras recorren diariamente sus calles. ¿Cómo pretende que alguien recuerde el recorrido de uno en concreto, del que, además, no facilita dato alguno de identificación? Ni aún con la mejor voluntad es posible una labor de esa índole. Lo lamento.
—Antes de perder toda esperanza se podría preguntar a los componentes de la patrulla nocturna que estuvieron de guardia aquella noche. Quizá alguno de ellos recuerde algo.
—La patrulla, señor —repuso el hombre en el tono del que habla con quien es incapaz de entrar en razón—, está para vigilar que no haya alborotos ni desórdenes, no para fijarse en pacíficos carros de verduras estacionados en mercados.
—Tengo entendido que la policía también cuenta con la colaboración de observadores, de… ¿cómo los llaman?
Lanzó un enorme suspiro y elevó los ojos a las alturas, en un gesto de impaciencia.
—Supongo que ya sabe —continué, siendo yo el que empezaba a perder el buen humor— que esta misión me la ha encomendado Su Majestad el rey personalmente. Excuso decir que será informado de la colaboración que me preste usted en este asunto. Si se consiguiera alguna pista importante gracias a ella, qué duda cabe que se tendrá en cuenta a la hora de sopesar posibles futuros ascensos. Pero lamento decirle que es también mi obligación informarle de lo contrario, si no encuentro la necesaria.
Me miró largamente.
—Infórmese sobre mi influencia en la corte, comisario —añadí, al comprobar que mi primer aserto había hecho su efecto—. Estoy seguro de que no quedará defraudado. —Me levanté y aduje, con seca autoridad—: Volveré dentro de una semana. Espero que tenga un informe preparado que refleje el interés que sin duda le merece este asunto.
Contestó con la misma mirada, seria y concisa, mientras observaba silencioso e inmóvil cómo salía de su despacho.
Volví transcurrida una semana, tal y como había prometido. Me recibió alegre y jovial, con una amplia sonrisa, y hasta tuvo la cortesía de hacerme una reverencia.
—Pase, pase, excelencia. —Ahora ya me designaba con esa dignidad—. Podrá informar a Su Majestad de que no hemos escatimado esfuerzos para servirle.
—¿Tiene noticias?
—Así es, así es. Un milagro. ¡Un verdadero milagro! Tenía razón, no hay que perder nunca la esperanza. Pero deje que se lo explique con todo detalle —añadió mientras tomaba asiento en su sillón— para que comprenda el gran despliegue que hemos organizado. Como usted sugirió interrogamos a los guardias de la patrulla nocturna que estuvo de servicio aquella noche, pero ninguno recordaba nada. Luego citamos a todos nuestros informadores, los del barrio, se entiende, también con resultado infructuoso, hasta que uno de ellos que vive en la calle Saint-Denis nos comentó que un día, mientras comía en su casa, le llamó la atención el relincho de unos caballos en la calle, pues al parecer armaban un buen escándalo. Se asomó a la ventana y vio un carro cargado de verduras que intentaba entrar en la portería del inmueble que tiene enfrente. Se había encallado contra la esquina de la pared, de ahí que los animales armaran alboroto. Le pareció extraño porque dice que en esa portería sólo hay dos locales: una pescadería y un taller textil que estaba inactivo desde que falleció su titular, y que nunca antes había visto entrar allí mercancías de esa clase. También he de decirle, antes de lanzar las campanas al vuelo, que el hombre no recordaba la fecha con exactitud, pero nos dijo que podría haber sido ese día. En fin, luego hemos hecho averiguaciones sobre ese inmueble. Tiene un patio en su interior, en el que convergen tres puertas en la planta baja: la pescadería y el taller textil que, efectivamente, está inactivo, y la entrada a una casa de siete viviendas, una en el principal y dos en sus restantes tres pisos. Hemos confeccionado una lista con el nombre de todos los propietarios e inquilinos. Aquí la tiene usted.
Me alargó un papel, que tomé. Antes de examinarlo, le pregunté:
—¿Los ha interrogado?
—No —repuso, enrojeciendo levemente como si le hubiese sorprendido cometiendo una negligencia—. No quise alarmar al vecindario antes de hablar con usted. Me dijo que era un asunto reservado, que debía llevarse con discreción…
—Así es, así es —lo tranquilicé—. Ha hecho un buen trabajo. Subrayaré a Su Majestad la ayuda que me ha prestado y lo haré constar en mi informe.
Sonrió complacido y cruzó las manos sobre su vientre, con satisfacción.
Examiné la lista. Pasé nombre tras nombre, sin que ninguno de ellos me dijese nada especial. Hasta que de pronto, al llegar al del propietario del taller textil, me sorprendí. Reconozco que todavía no había barajado ningún nombre en concreto, pero precisamente él…
—¿Algún conocido, marqués?
«Es posible que en este asunto estén involucradas personas a las que conozca personalmente o con las que, incluso, tenga relaciones de amistad», me había dicho Luis. En el listado constaba el nombre de Paul François Bramont, conde de Coboure, como propietario del local textil. «El propio Voltaire dijo que la mejor forma de Gobierno era la república…» «No hay que tener tanto miedo a las revoluciones…» «Quizá tome en consideración sus palabras y me convierta en lo que usted llama un hombre de acción. Y puede que entonces se arrepienta de lo que me ha dicho hoy aquí.»
No, no había que precipitarse. Después de todo, sólo tenía un carro de verduras que un día indeterminado había entrado en un edificio en el que Bramont tenía un local en propiedad. La fugitiva pudiera no haberse ocultado en el carro. Pudiera, además, no ser el mismo carro. Y pudiera no ser el día. Y Bramont debía de tener propiedades esparcidas por todo París.
En cualquier caso, era una pista, y no podía descartarla. De forma que salí de la comisaría en compañía de los dos alguaciles y me dirigí hacia la vivienda de los inquilinos del taller textil.
—¿La señora Miraneau? —inquirí, consultando la lista, a la joven que me abrió la puerta.
—Es mi madre —me contestó abriendo los ojos como platos ante la visión de los dos hombres uniformados que me acompañaban—. ¿Quién pregunta por ella?
—André Courtain, marqués de Sainte-Agnès —anuncié—. Se trata de una visita oficial. Tengo que hacerle unas preguntas.
Marionne Miraneau
Una noche, al llegar a casa, mi madre y mi hermana me salieron al encuentro en el mismo recibidor, antes incluso de que pudiera desprenderme de la capa, como si me hubiesen estado esperando con impaciencia. Fue entonces cuando me lo dijeron, con expresión mezcla de inquietud e incomprensión. Me contaron que aquella mañana se habían presentado dos alguaciles en nuestra casa, en compañía de un tal marqués de Sainte-Agnès, que había querido visitar y examinar nuestro local mientras les interrogaba sobre un carro de verduras que presuntamente había entrado en él ocultando a un prófugo de la Justicia.
¡La policía en mi casa…! Lo que tanto había temido, el motivo por el que había hecho que Daniel pasara en la calle la noche en cuestión, había ocurrido después de casi tres meses sin ninguna noticia ni novedad, cuando ya creía conjurado cualquier peligro.
—¿Y qué contestasteis? —pregunté, todavía agarrotada por el impacto de la noticia.
—¡Y qué íbamos a decir! ¡Que se trataba de un error, por supuesto! —exclamó mi madre.
—¿Y se fueron?
—Sí, claro, supongo que comprendieron que se habían confundido. ¿Sabes tú algo de esto, Marionne?
Negué en silencio, aturdida. Luego me encerré en el despacho. Necesitaba ocultarme a su vista, o mi madre acabaría dándose cuenta de mi angustiosa preocupación. Permanecí unos momentos absorta, apoyada en la puerta que acababa de cerrar tras de mí. ¿Era posible que se llevase a cabo una investigación, a pesar de todo? Dios mío, entonces, mi suposición contraria había sido errónea. Pero ¿cómo habían llegado hasta mi casa y sabían del local y del carro de verduras? Me senté tras la mesa, con el alma aterida. Entonces una carta que había sobre ella llamó mi atención. Era de maître Desmond. La cogí y la abrí. Con una redacción depurada y recargada, me recordaba que estaba próximo a expirar el trimestre de condonación de las rentas y que debería reiniciar el pago a su término, o, en caso contrario, hacer entrega de la posesión del local.
¡Qué rápido había pasado el tiempo! Ya dicen que las desgracias nunca vienen solas. Tenía que pagar ya el alquiler. Calculé rápidamente. No estaría preparada para retomar el negocio hasta, como mínimo, unos tres meses más. Las quinientas libras habían desaparecido en parte, a pesar de nuestros esfuerzos por economizar. Tenía que mantener a mi familia durante ese período en que no tendríamos ningún otro tipo de ingreso, y, además, para reiniciar la actividad necesitaría hacer una inversión inicial. Claro que podría pedir un préstamo, pero ofreciendo el piso como garantía, y si las cosas no iban bien, ¿qué sería de nosotras? Nos veríamos literalmente en la calle. La vivienda era lo último que me quedaba, el último recurso, y no podía arriesgarla. Tardaría unos cuantos meses en conseguir que el taller empezara a rendir, y mientras tanto tendría que soportar los costes del alquiler, personal y suministros, sin ingresos. Era imposible. Quinientas libras no daban para tanto.
El pánico volvió a hacer presa en mí. Hacía apenas una hora mi horizonte estaba despejado y veía mi porvenir con optimismo y esperanza. Pero esta visión se había basado en una falsa representación de la realidad. Las quinientas libras habían sido sólo una bocanada de aire, y la perspectiva de poder regentar el negocio sólo una ilusión, pero en verdad seguía estando en el fondo del negro pozo. No conseguiría salir adelante. Iba a perder el local en breve, y tendría que vender el piso, por lo que nos veríamos obligadas a malvivir en uno de aquellos miserables áticos amueblados. Y no era cierto que la fuga de La Motte no fuera a ser investigada y yo estuviera segura. Lo estaba siendo, y yo ya era sospechosa, y acabarían por detenerme, juzgarme y posiblemente condenarme. Mi situación no sólo no había mejorado desde mi entrevista en el bar Marie, sino que había empeorado, pues ahora no sólo me amenazaba la pobreza, sino algo mucho peor, a pesar de la atrocidad de la anterior.
¡Menudo engaño había perpetrado sobre mí el conde de Coboure!, sonreí con amargura. Qué ingenua y estúpida había sido. Qué poco le había costado inducirme a caer en la trampa. Él, por su posición, debía de saber que se llevaría a cabo una investigación, que la participación de la reina iba a ser ocultada y disimulada en lo posible ante las propias instituciones y autoridades del reino, y había buscado una cabeza visible tras la que parapetarse. Yo. Una pobre desgraciada en difícil situación económica dispuesta a todo por un poco de dinero y que nada sabe y de nada va a enterarse. Me convence con el cebo de las quinientas libras y la esperanza de poder continuar regentando mi negocio, y me presenta ciertamente a quien pueda enseñarme, pero no amplía el plazo completamente insuficiente de carencia en el pago del alquiler porque se reserva la intención de recuperar el local y rentabilizarlo lo antes posible, ya que en realidad no piensa esperar a que yo esté en condiciones de hacerlo, ni siquiera confía en que en alguna ocasión llegue a estarlo. Ha cumplido escrupulosamente su palabra, pero sólo en la forma, no en el fondo, como el Diablo, con quien nunca se puede pactar, pues por mucho que se concreten las condiciones siempre acaba engañando sin que se le pueda reclamar. De manera que el conde lo consigue todo: la fuga de la evadida con el consecuente agradecimiento de la reina por el servicio prestado, la inmunidad ante las autoridades pues soy yo la incauta que ocultó a la evadida, y la recuperación del local para volverlo a alquilar. Por mi parte, me hundo en la ruina, en la miseria y en la penuria, pero ése no es su problema.
Ése no, pero el conde sí tiene otro que desconoce. Desconoce que descubrí su identidad y que sé quién está al frente de la investigación. Desconoce que puedo presentarme ante el marqués de Sainte-Agnès y declarar y atestiguar en un posible posterior juicio que fue el conde quien me pidió la posesión del local la noche de la evasión. Desconoce que mi suerte y mis actuaciones no le son tan indiferentes como cree y que el insecto pisoteado tiene un aguijón con el que él no contaba.
Había llegado el momento de hacerle una visita al conde de Coboure.