Capítulo VI

Marionne Miraneau

Sólo un trimestre. No conseguiría vender el negocio en sólo un trimestre. Ni quizá en dos, ni en tres. Nadie estaba interesado. El abogado había sido amable con nosotras: se había ofrecido a gestionar el traspaso, pero no había tenido éxito. Y yo no podía reprocharle nada. Él creía que me había abandonado en sus manos, mas yo no me había cruzado de brazos. Me había desgastado las suelas de los zapatos yendo a visitar a todos los empresarios del gremio. A todos les había trasladado la oferta. Sólo estaban dispuestos a comprarme las telas y el material almacenado. Pero con lo que me ofrecían por ello no podríamos subsistir ni cuatro meses.

¿Cómo era posible que mi vida hubiese dado un vuelco semejante de repente y sin la mínima advertencia? Nunca había pensado en la pobreza como algo que pudiese llegar a afectarme. Ser pobre para mí significaba simplemente no ser rico. Pero ahora ésta se alzaba ante mí amenazadora, como un monstruo descomunal capaz de devorarme, de arrasar toda mi vida, y la de mi madre, y la de mi hermana. En aquellos momentos, mientras salía del despacho de maître Desmond, ubicado en un elegante inmueble de la isla de Saint-Louis, el pánico me estrangulaba el alma.

Si hubiese nacido hombre todo esto no me estaría ocurriendo. Mi padre me habría enseñado el negocio y yo hubiese podido continuarlo, asegurando mi propio bienestar y el de mi familia. Pero ¿qué sabía yo del negocio? Nada. Creo que sólo había pisado el taller un par de veces en mi vida. Incluso aunque la empresa hubiera ido mal hubiese podido buscar un trabajo digno. Quizá habría estudiado alguna carrera. Quizá sería médico o abogado o boticario o notario; o habría aprendido un oficio: el de carpintero, curtidor, tapicero, albañil o… qué más da. Algo con lo que ganarme la vida. Pero ¿qué podía hacer yo si no tenía profesión ni oficio, si no sabía nada del comercio? Doncella o dama de compañía era lo mejor a lo que podía aspirar. O tal vez pudiera ocuparme como camarera en una taberna, u obrera en un taller. Pero sólo tal vez.

Porque, lo más desalentador era que, a pesar de las duras condiciones de trabajo y de lo escaso del salario, los que tenían un empleo podían considerarse afortunados. No había en la ciudad grandes fábricas que contrataran a numerosos obreros. Había algunas pocas, como la fábrica de papeles pintados de Réveillon, que empleaba unos cientos, o la Manufactura Real de Tapicería, o la cervecería Santerre, que ocupaba a un centenar…, mas, en general, la mayoría eran talleres pequeños, como el de mi padre. Pero ni las fábricas ni los pequeños talleres estaban necesitados de tantos trabajadores como demandantes de empleo había y que llegaban, día tras día, a engrosar el número de los que pasaban de ilusionados solicitantes de trabajo a parados desesperados, para acabar, en la última fase, como desgraciados mendicantes durmiendo en las calles o suplicando en la puerta de las iglesias.

Los pobres… Nunca había creído que pudiera ser uno de ellos.

¿Qué le diría a mi madre? Ella estaba segura de que traspasaríamos el negocio por una abundante suma que nos permitiría mantener nuestro nivel de vida al menos hasta que una de nosotras se casara. Mi madre no había asimilado nada bien la muerte de mi padre. Lloraba a menudo. Mi hermana y yo le habíamos ido ocultando objetos y recuerdos personales de papá para que su visión no la atormentase tanto. Quizá aquel proteccionismo no era lo más indicado. Quizá si le ponía al corriente de nuestra espantosa situación reaccionara como había tenido que hacer yo. Pero me resultaba muy duro hacerle eso. ¿Qué le diría?

Vivíamos en la calle Saint-Denis, en el barrio de Les Halles, el gran mercado de la ciudad; en el principal de un inmueble de tres plantas. Entré en el vestíbulo y me dirigí hacia la puerta que conducía al salón principal, donde esperaba encontrar a mi madre; pero un apelante «chis, chis» me hizo volver la cabeza. Mi hermana Edith estaba en el otro extremo del pasillo dirigiéndome enérgicas y silenciosas señas para que me acercara.

—¿Qué ocurre? —le pregunté cuando estuve a su lado, sorprendida por su enigmática actitud.

Sin decir palabra, me tomó de la mano y me obligó a entrar en su habitación, cerrando luego la puerta tras de mí con mucho cuidado de no hacer ruido.

—Pero ¿se puede saber qué ocurre? —protesté intrigada.

Edith me miró con la excitación y trascendente preocupación de quien se cree en posesión de un secreto de vital importancia. Sin mediar palabra, se acercó a su cómoda y, tirando con fuerza de dos manillas de bronce, abrió el primer cajón y sacó su joyero, una delicada caja de cerámica de gres decorada con flores esmaltadas. Lo abrió y extrajo de su interior un trozo de papel doblado.

—No sabía qué hacer —susurró—. No sabía si debía enseñárselo a mamá o no.

—¿Qué es?

—Lo encontré esta tarde en el recibidor. Alguien debe de haberlo introducido por debajo de la puerta.

Me tendió el billete con gran ceremonia. Lo tomé con cierta cautela. Edith había conseguido transmitirme que se trataba de algo muy importante, o cuanto menos muy misterioso. Lo desplegué. Eran unas cuantas líneas escritas a mano. Decían lo siguiente:

Señora de Miraneau:

He tenido conocimiento, a través de unos amigos comunes, de que padece ciertas dificultades económicas. Pláceme comunicarle que tengo una oferta que quizá sea de su interés.

La espero a las diez de esta noche en el bar Marie. Sólo me identificaré si acude sola.

Mientras tanto, reciba la expresión de mis saludos más distinguidos.

UN AMIGO

Bajé el escrito y lo apreté contra mi pecho, sobresaltada. ¿Qué era aquello, un milagro? Volví a observarlo, tras suspirar hondo un par de veces. No estaba firmado. ¿De quién podía ser y qué podía pretender? Era evidente que no se trataba de una oferta para adquirir el negocio. Nadie que tuviera esa intención hubiese enviado un anónimo, ni hubiese citado a solas a mi madre por la noche en un local de mala reputación como era aquel Marie. ¿De qué se trataba, entonces? No era un cualquiera quien lo había escrito. El estilo de la letra era depurado, la redacción denotaba un nivel cultural alto y el papel era de buena calidad. Un caballero. Pero ¿por qué un hombre de buena posición tenía que ocultar su nombre y recurrir a una cita a escondidas?

—¿Qué te parece? —me preguntó Edith.

—Muy extraño.

—¿Vas a decírselo a mamá?

—¡No! —negué—. Has hecho muy bien en enseñármelo a mí primero.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Iremos?

—Yo iré. Y ni una palabra a mamá. ¿Estamos? —Mi hermana me miró con angustia—. Tranquila —la alivié—. No pasará nada.

Ignoro si conseguí tranquilizarla, pero a mí el nerviosismo me estranguló el estómago durante toda la cena impidiéndome pasar bocado. El bar Marie se encontraba bastante cerca de mi casa, en la calle Aux Fers, a apenas diez minutos andando. La nocturnidad la tornaba solitaria y la cubría de sombras inquietantes, pero tenía que ir. Una oferta. Fuera cual fuese, merecía la pena escucharla.

Me escabullí después de cenar, cuando mi madre se hubo retirado a dormir. Me había cubierto con una capa negra con capucha y anduve a paso acelerado por la calle desierta, con la vista baja e intentando no mirar ni a derecha ni a izquierda, como si al evitar ver a los demás me volviese yo misma invisible. A pesar del temor y la aprensión, conseguí llegar a la entrada del Marie sin ningún contratiempo. El local en cuestión era un sótano al que se accedía desde la calle tras descender unos cuantos peldaños. Abrí la puerta con cierto resquemor. Ninguna mujer decente entraba allí, ni siquiera acompañada. Era un bar de alterne, dedicado a los transportistas del mercado.

El ambiente estaba cargado; olía a vino, cerveza, tabaco y humedad rancia. Era una nave de paredes de piedra desnuda y techo abovedado. Había sido una bodega tiempo atrás. En cada una de las mesas descansaba una vela, pero sólo lucían encendidas las ocupadas, seguramente para economizar, de forma que el local estaba casi en penumbra, pues había muy poca gente: tan sólo un grupo de cinco oseis individuos bastante ruidosos que ocupaban las del fondo, y un hombre solo en una próxima a la puerta. Deduje que ése era el individuo en cuestión.

Me acerqué a él. El hombre se levantó al verme, con modales exquisitos, propios de persona de calidad que no sabría comportarse de otra forma. Era joven, de apariencia agradable. No se había quitado la capa, pero se sintió obligado a descubrirse, y al quitarse el sombrero pude verle bien el rostro. Era un caballero, sin duda. Su aspecto me tranquilizó en gran manera.

—La señorita Miraneau, imagino —me recibió—. Esperaba a su madre.

—Soy yo quien se ocupa de todos los asuntos concernientes a mi familia.

—Está bien. Siéntese, haga el favor.

Lo hice. Él entonces ocupó su sitio, enfrente de mí, al otro lado de la mesa. Extraje la misiva que había recibido y la dejé sobre ella.

—¿Es esto suyo?

Cogió el escrito, y sin leerlo ni desdoblarlo lo enrolló y prendió su extremo con la llama de la vela. Esperó a que se consumiera y luego dejó caer las cenizas al suelo, que deshizo con su bota. Aquella presurosa destrucción no me dio buena espina.

—¿Puedo saber quién es usted? —le espeté.

—Señorita Miraneau —dijo con tono pacificador—, si hubiese querido identificarme, ya lo hubiese hecho antes. Verá, necesito algo de usted, y estoy dispuesto a pagar por ello.

—¿Qué es? Por la forma que tiene de conducirse supongo que no es nada honrado. Yo no quiero problemas con la Justicia —repuse tajante.

—Puede elegir entre arriesgarse a tener problemas con la Justicia, o asegurarse problemas con el dinero —añadió en el mismo tono tranquilo—. Verá, vamos a hacer lo siguiente: yo voy a exponerle lo que estoy dispuesto a ofrecerle, y si a usted le parece interesante le explicaré lo que pretendo a cambio. No se inquiete. No hay compromiso alguno. Si no le interesa, se marcha tranquilamente y yo ya buscaré a otra persona.

—¿De qué me conoce usted? ¿Quién le ha hablado de nosotras?

—No voy a contestar ninguna pregunta de esa índole. Lo siento, es una de las condiciones. Pero puede irse si lo desea.

Me miró con seguridad y cierta sorna, sabedor de que no iba a moverme. ¿Cómo hacerlo sin haberme enterado de nada?

—Hable de una vez.

—Estoy dispuesto a entregarle en este momento quinientas libras, en oro.

La suma me impresionó. Quinientas libras me permitirían un cierto desahogo durante algunos meses. Pero a su vez me asustó. Si alguien estaba dispuesto a pagar quinientas libras debía de tratarse de algo importante.

—Quinientas libras puede ser mucho o poco, dependiendo de lo que se pida a cambio —repuse con espíritu negociador—. Y desde luego, no solucionan mi vida.

—Pocas cosas solucionan la vida —dijo, esbozando una sonrisa plácida—. Aunque yo puedo ofrecerle una.

Hizo una pausa para provocar mi impaciencia y dar más efecto a sus palabras. Disfrutaba de su superioridad, de saberme desesperada. O me lo pareció a mí, que en realidad lo estaba.

—Tengo entendido que su padre tenía un negocio bastante próspero —dijo—. Es una pena que se vean obligadas a traspasarlo. Por mucho que les ofrezcan, nunca equivaldrá a los beneficios que podrían obtener si lo explotaran ustedes mismas.

—Pero ¿cómo sabe todo eso? —exclamé sorprendida. Luego, recordando su advertencia, suspiré y le aclaré—: Mi padre ya tuvo un encargado hace tiempo y lo único que hizo fue robarle. No conocemos a nadie de confianza a quien encomendar esa gestión.

—Claro, claro. Lo comprendo. Pero queda otra opción.

Hizo otra pausa. Estaba empezando a ponerme nerviosa.

—¿Ha pensado en ser usted misma la que regente el negocio? —me dijo al fin.

—¿Yo? Yo no sé nada de nada.

—Podría aprender. Conozco a un empresario del mismo ramo que estaría dispuesto a tomarla a usted como aprendiz el tiempo necesario, sin cargo alguno. Con las quinientas libras podría hacer frente a sus gastos mientras tanto. Y luego, se acabarían los problemas, si es que no le asusta trabajar.

La luz. Por fin una luz al final del camino. Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no podía aprender yo? La industria era próspera, desde luego.

No había más que ver el nivel de vida que habíamos mantenido. Mi padre no había conseguido ahorrar, pero no había dejado ni una deuda. El negocio estaba saneado. ¿Por qué no?

—No aceptará a una mujer como aprendiz —opuse, pero con la esperanza de que me lo rebatiera.

—La aceptará. Este hombre está en deuda con un amigo mío que a su vez quiere hacerme este favor a mí. Aceptará, no lo dude.

—¿Y qué garantías tengo yo de ello? Si hago lo que usted espera, ¿qué garantías tengo de que cumplirá su palabra? Ni siquiera sé quién es usted, ni su amigo, ni el amigo de su amigo.

—Tendrá que confiar. Nada es perfecto.

El dueño del local, un hombre grueso de mediana edad que no debía de haberse mudado de camisa desde hacía semanas, dejó una jarra de barro y dos vasos ante nosotros. Mi contertuliano escanció el vino.

—Bien. ¿Qué quiere? —pregunté cuando el hombre se hubo alejado lo suficiente para no oírnos.

—Algo muy fácil. Sólo necesito su local una noche. Está vacío, ¿verdad?

—Sí —repuse a media voz. No llegaba a comprender. ¿Mi local?

—Necesito que un día determinado usted se asegure de que no haya nadie en el local, que deje allí un camastro con sábanas, mantas y una palangana de agua, y que me facilite una copia de las llaves para que quien yo quiera pueda acceder allí ese día en concreto. Nadie deberá entrar en él desde las nueve de la mañana de ese día hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Eso es todo.

Las llaves, el camastro, el local vacío…

—¿A quién van a esconder allí? —pregunté.

—No puedo decirle nada más. Es incluso mejor para usted no saber nada más. Como ve, es algo muy sencillo.

—No puedo aceptar sin saber de qué se trata.

Él se encogió de hombros.

—Usted misma. Hay muchos otros locales en París. Yo encontraré cualquier otro, y a usted, ¿qué le espera si no acepta? No conseguirá traspasar el negocio, supongo que ya lo sabe.

—¿Y si le digo que sí, tomo el dinero y luego me arrepiento?

—Sabré dónde encontrarla —amenazó con suavidad.

Tomó un sorbo de vino. Yo lo probé también. Estaba aguado.

—¿Y bien? —preguntó.

—Creo que no tengo alternativa —repuse.

Dejó el vaso y me extendió su mano derecha a la vez que me miraba fijamente. Esperaba que se la estrechase. Dudé unos instantes. Si lo hacía, me metería en un buen lío, lo intuía. Pero si no lo hacía, era el desastre. Se la tomé. Noté su apretón. Luego él sacó del interior de su capa una bolsa pequeña de cuero que sonó a monedas y la dejó sobre la mesa.

—Las quinientas libras —me dijo—. Puede contarlas si lo desea.

No tenía intención de contar dinero en aquel lugar. Cogí la bolsa y la oculté rápidamente.

—No hace falta. Estoy segura de que es correcto.

—Esta noche deje la llave del local bajo el felpudo de su puerta. Mañana la encontrará en el mismo sitio; yo ya habré hecho una copia. Un día de éstos recibirá una pequeña nota. Sólo pondrá una fecha. Ése será el día. No recibirá ningún otro mensaje hasta al cabo de otros tres; indicará un nombre y una dirección. Es la del empresario que la tomará como aprendiz. Es inútil que le hable a él de todo esto porque no sabe nada. Sólo sabrá que tiene que aceptarla como aprendiz. ¿Lo ha entendido?

Asentí con la cabeza.

—Bien. Perdone que no la acompañe, pero no creo conveniente que nos vean juntos. He elegido este sitio pensando en la proximidad de su casa.

Comprendí que habíamos terminado y que me estaba despidiendo. Me levanté. Él también lo hizo, pero fue sólo por educación.

Y no pretendía moverse del sitio. Esperaba que yo me fuera primero, sin duda para asegurarse de que no lo siguiera. Eso precisamente me dio la idea contraria.

Nada más pisar la calle miré a ambos lados. Ahora me sentía fuerte, renovada. Ya no tenía miedo. Había superado la enigmática entrevista, había salido sin daño aparente de aquel indecente lugar, llevaba quinientas libras encima y perspectivas de un trabajo que me permitiría regentar mi negocio. Percibía que mi vida había dado un nuevo vuelco y que el mundo volvía a pertenecerme. Tendría problemas sí, seguramente, pero me sentía capaz de afrontarlos. El monstruo aterrador de la pobreza se alejaba y yo volvía a ser persona.

Así que miré a ambos lados, sin temor, con decisión. No era nada probable que un caballero como ése hubiese venido hasta allí andando, ensuciándose sus lustrosos zapatos con las inmundicias que la gente arrojaba por la ventana y las heces de los caballos. Su carruaje debía de estar esperándolo en algún sitio. Pero no se veía.

De pronto oí un relincho. No podía ver el coche, pero sin duda estaba allí, oculto a la vuelta de la esquina. Me escondí en el entrante de una portería. No me había detenido a calcular las posibilidades de que me descubriera o a sopesar las consecuencias de que ello ocurriese, pero era consciente del riesgo y por ello estaba nerviosa y el corazón me martilleaba.

Al cabo de unos minutos oí el chirriar de la puerta al abrirse y el portazo que dio al cerrarse. También oí unos pasos subiendo los cuatro peldaños hasta el nivel de la calle, una pausa, y los mismos pasos alejándose hacia el vehículo. Todavía no me moví. Esperé que éste se pusiera en movimiento, cruzara la travesía y quedara oculto por el muro de la esquina de enfrente. Entonces corrí hacia allí. Me pegué contra la pared y asomé la cabeza con precaución. El coche estaba ya casi llegando a la calle Saint-Honoré. Lo fui siguiendo con cautela, siempre arrimada a la pared, con cuidado de no dejar que me tomara demasiada ventaja ni de acercarme más de lo imprescindible. No obstante, la carrera empezaba a ser muy fatigosa para mí. Mi perseguido avanzaba ahora a mayor velocidad, y mi corsé apenas me dejaba respirar, provocándome un dolor intenso en el costado. Cuando llegué a la altura del Palais Royal, aquél era tan agudo que casi ya no podía dar ni un paso más. Por fortuna la carroza se detuvo entonces.

Volví a ocultarme en una portería. Observé que mi misterioso perseguido descendía del vehículo y se adentraba en el Palais Royal. Aquello suponía una gran contrariedad. Ese lugar era por la noche uno de los mayores focos de atracción para los que buscaban diversiones, algunas de no muy excelente reputación. Así que ni tenía la seguridad de poder seguirlo a cualquiera de los lugares que las propiciaban, ni de no perderlo entre el gentío que los frecuentaba, ni, aun consiguiendo ambas cosas, de no encontrármelo de frente en cualquier giro inesperado. Era mucho mejor no perder de vista su coche. Tarde o temprano volvería a él. La cuestión era cuánto tiempo debería yo permanecer allí, en medio de la calle a esas altas horas de la madrugada. En aquel momento me detuve a pensar que estaba corriendo un riesgo evidente. París no era nada segura por la noche. Había muchos pordioseros, y parados desesperados, y maleantes. Y yo llevaba quinientas libras encima. ¿Y si me asaltaban?

—¿Puedo ayudarla?

Me sobresalté. Un hombre se había acercado silencioso hasta mí, avanzando por mi espalda. Lo miré con el corazón encogido. Era un mendigo. Estaba sucio y apestaba.

—No. Márchese —le dije con brusquedad, intentando no traslucir mi temor.

—He observado que viene siguiendo a ese carruaje —dijo acercándose más a mí y mareándome con sus emanaciones corporales—.

Estaba sentado aquí, en la esquina, y la he visto correr detrás del coche.

—Márchese o gritaré —le contesté.

—No me hable así, señorita, se lo ruego. Hace dos días que apenas pruebo bocado. Sólo necesito unas monedas, unas pocas monedas. Haré lo que quiera por unas pocas monedas. Era aparcero en el campo hasta hace un mes. Estoy fuerte y sano. Si me lo propongo puedo seguir a ese carruaje hasta Calais.

Lo volví a mirar, aún con profundo recelo. En la penumbra sólo podía distinguir los ojos brillantes de mi «asaltante», adivinar su silueta y poco más. Era una locura confiar en un desconocido de ese aspecto. No obstante, ¿podría yo seguir el vehículo hasta donde fuese con ese corsé que me estaba asfixiando y con ese dolor en el costado?

—No llevo dinero encima.

—Tiene usted cara de honrada, señora. Dígame dónde puedo encontrarla mañana y yo me fío de que me pague.

Sacudí la cabeza y desvié la mirada.

—¿Por qué le sigue usted? —El mendigo no cejaba en su empeño—. ¿Quiere saber a dónde va? Yo le diré todo su recorrido, con pelos y señales. ¿Quiere saber con quién habla? Le daré su nombre y apellidos. Averiguaré lo que sea. Para usted es sólo una libra. Para mí es mi supervivencia.

—Quiero saber dónde vive y cómo se llama —cedí al fin. Yo no podría seguirle larga distancia, debía ser realista. Y la noche era peligrosa y atemorizante, y quizá la espera sería larga. Largas horas en la soledad y oscuridad expuesta a ser abordada por cualquier otro individuo que tuviera intenciones más aviesas que las que se adivinaban en mi actual interlocutor. Deseaba volver a casa.

—Conforme. Mire, me quedaré aquí hasta que salga, aunque tarde tres horas. Y luego lo seguiré. ¿Dónde quiere que la encuentre mañana?

—¿Cómo puedo fiarme de ti? —Pregunté al fin—. ¿Y si te quedas dormido mientras esperas? ¿Y si me mientes mañana?

—Tengo tanta hambre, señora, que es imposible que me quede dormido. Y si teme que le mienta, mañana podemos ir juntos a comprobarlo antes de darme el dinero. Yo también me arriesgo: ¿y si pierde el interés y mañana no aparece?

—Apareceré, te lo aseguro. Mañana a las diez, delante de la iglesia de Saint-Merri.

Al día siguiente acudí puntual a mi cita. Pero no tuve que esperar. Sentado en las escaleras de la iglesia estaba mi investigador privado. Se levantó nada más verme. A la luz del día su aspecto era igual de sucio y andrajoso, pero más inofensivo, con su rostro juvenil y sus ojos claros y de mirada nítida. Ciertamente parecía un buen muchacho. Un buen muchacho sin suerte, como muchos otros.

—¿Ha traído el dinero? —fue lo primero que me preguntó.

—Sí. ¿Y tú? ¿Has averiguado algo?

—Le dije que lo haría —contestó orgulloso—. Soy de fiar yo, a pesar de mi apariencia.

—Está bien, venga, suéltalo ya.

—Es un tipo importante, ¿sabe? —Repuso, dejando escapar un silbido—. Vive en un palacio fabuloso, en el Faubourg Saint-Germain. Es el conde de Coboure. Se llama Bramont, Paul François Bramont.

El conde de Coboure… El propietario de mi local…

Confieso que no lo había sospechado, pero encajaba perfectamente. Ni mi familia ni yo teníamos contacto alguno con personas de la elevada clase social a la que parecía pertenecer el individuo del bar Marie, y el conde de Coboure podía saber de mi existencia, de la del local y estar al corriente de nuestra apurada situación a través de los informes de su abogado.

De todas formas, todo seguía siendo bastante confuso. No acababa de imaginar para qué lo necesitaba el conde, ni por qué pagaba tanto por una sola noche, sobre todo teniendo en cuenta que siendo de su propiedad y adeudándosele ya dos meses de renta podía desahuciarnos y recuperar su posesión. Quizá calculaba que el desalojo forzoso requeriría tiempo y necesitaba el local en breve. Pretendía ocultar a alguien. Casi me lo había confesado. Pero ¿para qué? ¿Y por qué precisamente ahí?

—¿Está satisfecha de mi actuación? —me preguntó el mendigo. Aún estábamos frente a la puerta de la iglesia de Saint-Merri.

Ya casi me había olvidado de él.

—Sí —le dije, mientras extraía una libra de mi bolso de mano y se la tendía—. Pero ahora vas a llevarme a esa dirección. Quiero saber exactamente dónde vive.

—Eso le costará otra libra.

—La fuente dineraria ya se ha agotado, amiguito —le dije, en un tono que no hubiese esperado de mí misma—. Te diré lo que te daré a cambio: una comida caliente.

—Preferiría una libra.

—Ya. A mí unas cuantas tampoco me irían nada mal.

—Está bien —se resignó—. Una comida caliente.

Atravesamos París a pie hasta la orilla izquierda del Sena y hasta el Faubourg Saint-Germain. La residencia del conde de Coboure se encontraba en una rica travesía salpicada de palacios. Observé con curiosidad las ventanas de la fachada, mas de pronto me inquietó la idea de que pudiera verme, así que no me entretuve. No consideré conveniente arriesgarme a que supiera tan pronto que había descubierto su identidad. Más adelante… quizá. Quizá algún día acabaría cruzando la puerta de aquellos muros.

Volví a casa en compañía de mi amigo mendigo, que me seguía como una sombra. Cuando llegamos frente a la entrada miré con cierta aprensión el felpudo. La noche anterior había dejado debajo las llaves de mi local para que el conde pudiera hacerse una copia. Me pregunté si las habría devuelto ya. Era casi mediodía. Lo levanté suavemente con la punta del pie. El corazón me dio un vuelco. Allí estaban las llaves, y junto a ellas una pequeña nota. Permanecí inmóvil, mirando el trozo de papel como si se tratara de una serpiente venenosa.

Mi acompañante, que dijo llamarse Daniel Lacroix, y que sin duda debía de estar más que asombrado tanto de los objetos encontrados bajo el felpudo como de mi reacción, se agachó, cogió ambos y me los tendió. Desplegué el escrito frente a mí, de forma que él no pudiese leer el contenido. El mensaje era muy escueto: «Mañana, a partir de las nueve». Sentí un súbito vacío en el estómago. ¿Mañana? ¿Tan pronto? ¿Y si la noche anterior le hubiese dicho que no? ¿Hubiese tenido tiempo de encontrar otro sitio? ¿Tan seguro estaba que iba a aceptar?

—¿Se encuentra bien? —Me preguntó Daniel—. Se ha puesto pálida. ¿Malas noticias?

Tendría que llevar aquella misma tarde el camastro que me habían pedido. ¿Cómo llevarlo yo sola? Imposible. Necesitaba ayuda. ¿Iba a confiar lo ocurrido a mi hermana o a mi madre? No: si las cosas iban mal sería mucho mejor que no estuvieran involucradas. ¿Y no llamaría la atención trasladar una cama a un taller? Sería preferible llevar sólo un colchón enrollado y cubierto con una manta o una sábana. Parecería un rollo grande de tela. Dado el tipo de negocio que tenía mi padre sería mucho más discreto.

¿Y después? ¿Me limitaría a esperar noticias en mi casa sin saber lo que estaba ocurriendo en mi local? No. Era evidente que me convenía estar informada a tiempo por si ocurría algo que no debiera ocurrir. Tendría que vigilarlo. Pero ¿cómo hacerlo sin ser vista?

Miré a Daniel. Él me ayudaría.

Daniel Grounard

La Miraneau cumplió su palabra. Me llevó a su casa, me presentó a su madre y a su hermana, que me miraron como si yo fuera una aparición de ultratumba y a ella como si fuese una desquiciada por traer allí a alguien tan nauseabundo, y bajo la estupefacción de ambas me condujo a la cocina y me sirvió un plato de lentejas y una buena ración de pan. Engullí sin levantar cabeza, mientras notaba a las otras dos mujeres observándome con curiosidad desde el pasillo, como si el acercarse más comportara peligro de infección. Oí que la madre cuchicheaba frases con la Miraneau que me parecieron de reprimenda, pero yo seguí centrado en la ocupación de llenar mi estómago con toda la celeridad que pude, no fuera a ser que alguien de pronto cogiera una escoba y me echara de allí como a una cucaracha.

Sólo después de haberme bañado y mudado con las ropas limpias que la Miraneau me dejó, percibí que era contemplado por las habitantes de la casa como un ser humano.

—¡Qué cambio!, ¿eh? —me animé a decir con satisfacción mientras me observaban boquiabiertas de hito en hito como si no pudieran creer que fuera la misma persona que habían visto antes.

Era cierto que el cambio era espectacular. No sólo ya no apestaba, cuestión importante para evitar provocar aversión, sino que, al deshacerme de mi barba mugrienta y de la porquería solidificada de mi cabello, mi rostro lampiño se había hecho visible. Y yo sabía, porque así me lo había dicho siempre mi madre, que tenía cara de no haber roto un plato en la vida. Mientras analizaban mi nuevo ser, les obsequié con la más amable e inocente de mis sonrisas.

—Sí… —murmuró la hermana, que se llamaba Edith, y que me pareció, lo juro, que se ponía colorada.

—Bien —continué, algo turbado por la reacción de la muchacha—. Han sido muy amables conmigo, pero no quiero abusar más. Me iré.

—No, por favor —exclamó la chica precipitadamente—. ¿No quiere tomar un poco de café?

La madre y la Miraneau la miraron con pasmo.

—Eh… si no es demasiada molestia… —atiné a carraspear.

La Miraneau nos miró alternativamente con mezcla de alarma y contrariedad.

—No hay tiempo —interrumpió autoritaria—. Tienes que ayudarme a trasladar un colchón a un local.

—¿Un colchón? —Contesté sin borrar mi sonrisa—. ¿Es para nosotros dos? ¿No cree que es demasiado pronto? Aún no nos conocemos lo suficiente…

Miré a la muchacha, llamada Edith, para demostrarle que la broma se la dedicaba a ella, y recibí en recompensa una risa tintineante que me sonó de maravilla. La moza era bien bonita, y además simpática.

—Ven —me ordenó la Miraneau con sequedad.

La seguí a regañadientes, no sin antes lanzar a Edith una mirada de disculpa que recibió con una prometedora sonrisa. ¡Vaya!, me entusiasmé, ¡eso sí era suerte! Aún estaba embobado cuando la Miraneau me arrastró a un dormitorio y me explicó sus planes esforzándose en captar mi distraída atención. Había allí una cama cuyo colchón quería que trasladara a un local cercano. Eso me pareció medianamente cuerdo y acepté sin pedir nada a cambio. Pero después pretendía que al día siguiente me apostara en la calle y vigilara el lugar veinticuatro horas seguidas, y eso ya entraba de lleno en una excentricidad similar a la de perseguir de madrugada carruajes de condes desconocidos, así que me negué, y nos enzarzamos en un regateo que acabó con su promesa de permitirme dormir allí a partir de entonces si aceptaba. La tentación de tener un techo sobre mi cabeza —y de poder volver a ver a la chica, por qué negarlo— era irresistible y me avine, a pesar de que imaginé que nadie encarga a otro que vigile su propio local si no es que espera que ocurran cosas anormales.

Quitamos las ropas de la cama y enrollamos el colchón. Lo cubrimos con unas sábanas y una manta. Era pesado, grueso, relleno de lana. Me lo cargué al hombro, mientras la Miraneau trasladaba una palangana y una jarra de agua. El taller estaba dividido en tres dependencias: una nave de trabajo con mesas de costura, un almacén al fondo lleno de telas y utensilios, y una habitación destinada a despacho. La mujer entró en esta última, arrimó la mesa escritorio a la pared, y me indicó que dejara el colchón en el espacio que había quedado libre. Luego lo cubrió con las dos sábanas y la manta, como si fuera a servir de lecho. Yo me limité a seguir sus instrucciones y no hice pregunta alguna. No quería saber nada de nada. Bastantes problemas tenía yo.

No me llamaba Daniel Lacroix, como le había dicho. Tampoco era cierto que fuera aparcero, ni que llevara ya un mes en París. Le había mentido. Pero mis asuntos eran cosa mía, igual que los de ella eran cosa suya. Ni yo le preguntaba sobre sus cosas, ni quería dar explicaciones de las mías.

La Miraneau me permitió dormir en su local aquella noche, pero a las ocho de la mañana vino a buscarme para asegurarse de que lo dejaba todo en orden y ocupaba mi puesto de vigilancia. Quería que pareciera un vagabundo dormitando en una portería, a fin de no llamar la atención, así que me obligó a vestir nuevamente mis ropas sucias. Todo aquello era de lo más rarillo, pero yo seguí sin preguntar, no fuera a ser que me contestara, y me acomodé sin chistar lo mejor que pude frente al inmueble, preparado para pasar un día aburrido y otra noche en vela.

Yo soy de un pueblo llamado Villefont, situado en el sudeste de Borgoña, que forma parte de una baronía. El castillo del barón estaba situado justo en la plaza mayor, adosado a la iglesia. Era un edificio muy adusto, que a mí me parecía frío y feo, quizá porque su sombría presencia nos recordaba constantemente que teníamos un amo. En teoría ya no éramos sus siervos, pero de hecho el barón era dueño de todo. Era el dueño de la mayoría de los campos, del agua del río y hasta del molino. Para pasar por sus caminos teníamos que pagar un peaje. Nadie excepto él podía cazar ni cortar leña en los bosques. Los campos, en puridad, se habían ido vendiendo a los campesinos, pero a cambio de unas rentas perpetuas fijas, tanto si la cosecha era buena como si no, bajo pena de ser desposeídos de las tierras e incluso prendidos si no las pagaban.

Nosotros pagábamos por todo. Pagábamos los impuestos estatales, los locales, los diezmos a la iglesia, los derechos de peaje, el impuesto sobre la sal y los derechos del barón, y encima teníamos que prestar nuestro trabajo forzoso para las obras públicas y aportar hombres para el ejército. Mientras, el barón vivía ricamente, preocupándose tan sólo de recaudar aquí y allá, de contar su dinero y de ir de caza con otros nobles ricachones que como él también estaban exentos de pagar impuestos. Por todas partes se hablaba de la corrupción de los funcionarios y de los agentes de la Corona, pero la mayor corrupción era aquella legal que se desplegaba diaria e impunemente delante de nuestras narices.

Yo, por suerte, no era campesino. Era el hijo del panadero. Mi padre era el único panadero de la población. Hacíamos panes de diversos tipos. El mejor, hecho con la flor de la harina y con levadura de cerveza, era para el barón. Luego otro pan de calidad algo inferior, mezcla de harina blanca y sémola, era el que vendíamos a la mayoría de nuestros vecinos. Por último, el pan hecho con harina de cebada y con los restos que sobraban de la masa, era para los que no podían pagar el anterior.

El pan era la base de nuestra alimentación. Nada más levantarnos desayunábamos pan remojado con leche, o rebanadas tostadas untadas con mantequilla. Los campesinos, cuando iban a trabajar, se llevaban un buen pedazo que engullían a mediodía con queso, o si no tenían o no podían adquirirlo, refregado con ajo y cebolla. Al volver de los campos ingerían un caldo de legumbres en el que rehogaban migas de pan, o, cuando podían, trozos de carne que cortaban encima de rebanadas para que el jugo no se perdiese y las empapase. No se concebía un día sin pan. El pan mataba el hambre. Sustituirlo por otro tipo de alimentos en cantidad suficiente para llenar el estómago estaba al alcance de muy pocos. No había día más largo que un día sin pan.

El barón de Villefont, con no sé qué motivo, quiso organizar una gran fiesta, una fiesta que durase todo el sábado y todo el domingo. Iban a asistir nobles ricos e importantes no sólo de la comarca, sino de toda la provincia. Esperaba por lo menos unos sesenta invitados. Todo el pueblo estuvo patas arriba durante la semana anterior. La baronesa quería que su vetusto castillo medieval luciera como el oro, y necesitaba manos. La mayoría de las jóvenes del pueblo tuvieron que ayudar a cambio de una paga mísera y de descuidar sus campos o sus otras tareas. Pero el follón no estalló hasta que el barón le dijo a mi padre que iba a necesitar todo el pan para los banquetes con los que pensaba agasajar a sus invitados. ¡Todo el pan! ¿Cómo todo el pan? ¿Y los demás qué? ¿Qué íbamos a comer los demás mientras duraran la juerga y diversiones aristocráticas?

Se armó un buen revuelo. La mañana de la víspera a que llegasen los foráneos nos reunimos en la taberna, y comenzamos a maldecir, y a insultar al barón y a toda su familia y a todos sus invitados y a las autoridades y al rey y a todo el mundo. Estábamos furiosos. ¡No vamos a dejar que nos quiten el pan! Eso gritábamos, y al final nos pusimos de acuerdo y fuimos en comandita hasta el molino. Rompimos la cerradura, entramos en tropel y lo saqueamos. Nos hicimos con toda la harina y con los granos que aún no habían sido molidos. Lo dejamos vacío. Mientras cargábamos con los sacos alguien vino corriendo a advertir que el barón había enviado un mensajero a Mâcon para pedir auxilio a las autoridades. Nos dispersamos como por arte de magia, pero no soltamos el botín, que desapareció en los sótanos, buhardillas, cocinas y corrales. Algunos hasta lo enterraron. Cuando llegaron las fuerzas del orden, varias horas después, registraron todas las casas, pero no encontraron ni un solo grano, ni un solo saco de harina.

El barón quería encarcelar al pueblo entero. El juez de Mâcon, sin embargo, le hizo razonar. Le dijo que le señalara a los cabecillas o que escogiera unos cuantos de entre los más revoltosos, que eso bastaría para dar una buena lección a los demás. Mi prima trabajaba como ayudante de cocina en el castillo. No sé cómo se enteró de que yo estaba en la lista negra, pero vino a advertirme de que al día siguiente vendrían a prenderme.

No esperé a que amaneciese. Huí aquella misma noche hacia París. De eso hacía diez días. Llevaba tan sólo tres en la capital. Me llamo Daniel Grounard. Pero Daniel Grounard debe de estar siendo buscado por la policía, así que, a partir de ahora, me haré llamar Daniel Lacroix.

La verdad es que no sabía lo que la Miraneau esperaba que viese. En cuanto se abrieron las tiendas y tenderetes del mercado, el tráfico y el bullicio fueron considerables. El desfile de vehículos y carros por la calle Saint-Denis era constante. De la portería que conducía al patio interior donde estaba el local de la Miraneau, común con otros locales y viviendas, entraba y salía gente con frecuencia. ¿Era todo aquello normal? ¿Había algo que debiera remarcar?

Un carro descendía en aquellos momentos por la calle Saint-Denis. Era grande, de cuatro ruedas, tirado por dos caballos robustos. Lo conducía un hombre barrigón, vestido pobremente, que ocultaba su rostro bajo un sombrero de paja, aunque no así las greñas canosas que le sobresalían cubriéndole el cuello. Transportaba cajas de verduras. No podía distinguir muy bien de qué tipo de alimentos se trataba, pero yo diría que eran lechugas, o coles, o algo por el estilo.

Se detuvo frente al edificio en cuestión, echó el freno y bajó del vehículo. Abrió los portalones de la portería de par en par y volvió a subir al pescante, interrumpiendo mientras tanto el tráfico. Intentó entonces entrar, pero no efectuó una maniobra lo suficientemente amplia y el carro se encalló contra la esquina de la pared. Refunfuñó y bajó de nuevo para examinar el terreno. Los conductores de los demás coches, que se habían detenido a causa de su maniobra, empezaron a protestar con gritos e insultos. El individuo volvió a tomar las riendas y obligó a los caballos a retroceder, despertando sus relinchos que armaron un buen escándalo. Pero no reculó en la dirección apropiada y sólo consiguió volver a topar con la misma esquina. Se oyó el crujir de alguna tabla de madera al ceder por el golpe. Aquel individuo sabía tanto de conducir carros como yo de bailar el minué. Los demás conductores, impacientes y exhibiendo un humor de perros, iniciaron maniobras para soslayarlo, y el hombre tuvo que esperar a que la calle volviese a despejarse. Dudé unos instantes, pero al final, aunque sólo fuera para que dejara de armar jaleo, me levanté y me dirigí hacia él.

—¡Eh, amigo! —le dije—. ¿Te echo una mano?

—Pues… si tiene la bondad…

«Si tiene la bondad…» Vaya forma de hablar. Supuse que el extraño sujeto formaba parte de los líos de la Miraneau, pero seguí sin hacerme cábala alguna. Subí al vehículo y conseguí hacerlo pasar por el umbral hasta el patio interior comunitario del inmueble. La puerta del local de la Miraneau estaba a la izquierda, pero yo me hice el loco. No tenía por qué saber nada más. El individuo me dio las gracias y me ofreció unas monedas, gesto que me confirmó que no era un carretero corriente. No había pensado en cobrarle nada, pero no se me ocurrió rechazarlas. Salí y oí cerrarse los portalones detrás de mí, y sin mirar volví a ocupar mi antigua posición.

Caía la tarde. Ya cerraban los puestos del mercado. Me acurruqué envuelto en mi manta, dispuesto a pasar allí el resto de la noche. Quizá me adormecí un poco después de cenar el pan con queso que me había dado la Miraneau. Me desperté intermitentemente durante la madrugada, sólo para constatar lo incómodo que estaba, la soledad de la calle, y la ausencia de movimiento en la portería en cuestión.

Al amanecer el vecindario recuperó su actividad. Ya transitaban los carros que venían de los campos para descargar en el mercado. También salió mi amigo, el rico vestido de pobre, conduciendo el suyo. El cargamento estaba igual que la víspera. Pasó por delante de mí, pero no me hizo señal alguna. Yo fingí que dormitaba.

Aunque las instrucciones que había recibido habían sido muy imprecisas, supuse que mi misión había terminado. Me levanté, me desperecé y fui en busca de la Miraneau. A pesar de que la hora era muy temprana, estaba despierta y vestida. Llevaba el mismo atuendo que el día anterior. Creo que no había llegado a acostarse.

—Durante el día entró y salió gente constantemente. También entró un carro de verduras, que salió hace unos diez minutos. Eso es todo.

—¿Quién iba en el carro?

—Un hombre.

Se precipitó a la calle, sin ni siquiera ponerse un chal. La seguí de mala gana porque, a pesar de mis cabezaditas, estaba muerto de sueño. Fuimos hasta el local.

—¡No entres! —exclamó cuando llegamos a la puerta.

Obedecí y permanecí en el umbral. Ella, sin embargo, entró. Trazó una trayectoria anormal, avanzando arrimada a la pared, como evitando pisar el suelo por el centro. Cuando estuvo a cierta distancia, se arrodilló y pegó la cara al pavimento. Pobre mujer, estaba como una regadera, pensé.

—Hay huellas de dos personas aquí. Mirando el polvo a contraluz se distinguen —dijo de pronto, enderezándose.

—Mire, a mí no me líe. En el carro había sólo un hombre.

—Di mejor que tú sólo viste a un hombre —me corrigió.

—Bueno —repuse con desinterés—, como quiera. ¿Puedo dormir ahora?

Me miró sin verme, pensando en sus cosas. Luego avanzó hacia donde me encontraba y cuando estuvo a mi lado, asintió mudamente sin detenerse y salió.

Yo me adentré hasta el cuartito donde sabía que estaba el colchón. Al lado de la palangana descubrí, tirado en el suelo, un pañuelo oscuro, de esos que las mujeres se ponen para cubrirse la cabeza. No estaba allí el día anterior.

Marionne Miraneau

Al tercer día, tal y como el conde me había prometido, encontré en el buzón de mi puerta una nota que me indicaba un nombre y una dirección. El nombre era Richard Bontemps, y la dirección, calle Saint-Marc, entre las calles Richelieu y Montmartre.

Fui hasta allí. A mitad de travesía descubrí un gran taller de confección, que debía de ser, por lo menos, tres o cuatro veces más grande que mi local. Sus puertas abiertas, dos enormes hojas de madera maciza, daban directamente a la calle. Encima del umbral colgaba un letrero que rezaba: «Bontemps e hijos.» Pregunté por el dueño y me indicaron las oficinas situadas en el primer piso de la portería contigua. Subí y llamé a una puerta en la que lucía una placa de bronce con el mismo nombre.

—¡Está abierto! —respondió una voz ronca.

Abrí con cautela y entré. Era una estancia de un solo ambiente, que se abría al exterior mediante tres ventanas desnudas, de cristales sucios. En medio de la sala, separadas entre sí y enfrentadas la una a la otra, había dos mesas escritorio, tan desgastadas y saturadas de papeles como las librerías que las rodeaban. Tras cada una de ellas había sentado un hombre. Uno de ellos, el mayor, debía de rebasar los sesenta. Era voluminoso, de ojos oscuros, algo hundidos, enmarcados en un rostro redondeado por unas mejillas gruesas y colgantes. Su afeitado no era apurado y en su piel brillaban reflejos canosos. Llevaba puestas unas lentes de montura fina de oro, sujetas con una cadena del mismo metal. El otro, el más joven, debía de estar próximo a los cuarenta. Ambos tenían un notable parecido físico que revelaba su relación paterno-filial. No había nadie más en las oficinas de Bontemps e hijos.

Los dos hombres me miraron expectantes. Decidí dirigirme al padre.

—¿El señor Bontemps? —pregunté.

—Servidor —repuso mientras bajaba la cabeza para poder examinarme de arriba abajo por encima de sus lentes.

—Mi nombre es Marionne Miraneau —me presenté.

Desvió la mirada y reanudó su actividad de apuntar números en una libreta.

—Lo sé —dijo secamente—. Hoy estoy muy ocupado. Vuelva dentro de quince días.

¿Quince días? Pero ¿qué decía aquel buen hombre? Cada día sin ingresos resultaba demasiado caro para que quince no se convirtieran en una verdadera catástrofe para mi economía familiar. Miré consternada al joven, sin querer aceptar que estaba siendo despachada. Éste esbozó una semisonrisa relajada y arqueó las cejas señalando a su padre, como animándome a que insistiera.

Avancé unos pasos, hasta que la falda de mi vestido rozó la mesa.

—Supongo que el conde de Coboure le ha hablado de mí —tanteé.

Levantó la vista de su tarea, con expresión de contrariedad.

—¿El conde de qué? —gruñó—. No conozco a nadie que se llame así.

—Pero… —respondí confusa— alguien le ha hablado de mí, ¿no?

Dejó la pluma y cruzó sus manos encima de la mesa.

—Ya le he dicho que vuelva dentro de quince días.

—No puedo esperar quince días —insistí.

—Y yo no puedo atenderla ahora, señorita —se irritó él.

Había una silla junto a la mesa y me senté en ella, o, mejor dicho, me dejé caer en ella mientras lo miraba con determinación.

—Entonces esperaré hasta que pueda hacerlo.

—Pero ¿qué hace? —Protestó, mientras era víctima de un acceso de tos, una tos que removió algo turbio en sus pulmones y que le congestionó el rostro—. ¡No puede quedarse aquí!

—Lo que no puedo hacer es marcharme, señor Bontemps —le contesté, suavizando el tono para no provocar innecesariamente su enojo, que parecía de fácil efervescencia—. No sé si está usted al corriente de mi situación…

Tosió un poco más, carraspeó y se quitó las lentes, dejando que reposaran sobre su nutrido pecho, colgando de su cadenilla. Lanzó un suspiro con el que intentó imponerse tolerante paciencia y abrió un cajón de su escritorio, del que extrajo una pequeña caja de rapé esmaltada y montada en plata.

—Sí, señorita. Estoy al corriente de su situación —dijo, mientras golpeaba dos veces la caja cerrada—. Y, como soy mucho más viejo y tengo mucha más experiencia que usted, voy a darle un consejo desinteresado: vuélvase a casa. —Abrió la cajita y llegó hasta mí el reconocible aroma del tabaco—. Vaya a ayudar a su madre y busque un marido que cuide de usted. Es joven y guapa. Si mi mujer encontró uno —añadió, sonriendo por su sagacidad—, usted no tendrá problemas.

También sonreí amablemente, agradeciéndole la simplicidad de su consejo, pero repuse:

—Créame que si tuviera otra opción no estaría aquí.

—Quien pensó en introducirla a usted en este oficio —continuó en tono de reprimenda— ni lo conoce, ni tiene idea alguna de cómo funciona. ¡Sólo así se explica que se le haya ocurrido semejante disparate! Esto no es como reunirse a tomar el té con otras señoras a cotillear sobre las tendencias de la última moda, ¿sabe usted? —expuso mientras comprimía los polvos con una pulgarada y pellizcaba luego el rapé con el índice y el pulgar—. Éste es el mundo de los negocios, de la competencia, de la rivalidad. Todo son problemas: los obreros quieren más sueldo, los proveedores aumentan los precios, la competencia intenta quitarte los clientes, éstos no pagan, las máquinas se estropean y los bancos piden intereses desorbitados por los préstamos. —Se llevó el pellizco que había mantenido entre los dedos a la nariz y sorbió por ambas ventanillas con fuerza, arrugándola y moviéndola después, intentando minimizar sus muecas. Cuando recuperó la paz con su atacada pituitaria, me miró, satisfecho de su elocución, y añadió, con tono paternal—: Váyase a su casa y dentro de unos meses me lo agradecerá. Todo se arreglará, ya lo verá. Dios aprieta, pero no ahoga. Tenga confianza.

—Y la tengo señor —repuse persistente—. Tengo confianza en que podré sacar adelante el negocio de mi padre.

Frunció nuevamente el ceño.

—¿Cree que todo el mundo sirve para esto? ¡Pues se equivoca! Ahí tiene, por ejemplo, a mi hijo —añadió señalándolo acusadoramente—. He intentado que mame este negocio desde que nació, y a pesar de ello es un auténtico inútil. Si le dejara al frente de esto, nos arruinaría en una semana. Y si mi propio hijo no sirve, ¿qué se puede esperar de una mujer? ¡Váyase a casa, le digo!

Miré al otro Bontemps, aturdida por aquella inesperada y, a mi parecer, innecesaria humillación a la que su padre lo había sometido. No obstante, aquél no parecía afectado. Se limitó a encogerse de hombros.

—Lo que a mí me gusta es escribir —aclaró con voz pausada.

—¡Escribir, escribir…! —Refunfuñó el viejo, mientras extraía de su bolsillo un pañuelo manchado con restos de rapé y se sonaba con él para expulsar el que ahora tenía en la nariz—. Tú lo que quieres es ser un muerto de hambre, eso es lo que quieres ser —continuó mientras terminaba de limpiarse y volvía a guardar la usada prenda—. ¡Bueno, ea, se acabó la conversación!

Volvió a tomar la pluma, agotada ya toda la paciencia de la que parecía capaz, y se concentró en su trabajo, intentando ignorarme. Me acordé entonces de las palabras que me había dicho el conde de Coboure en el bar Marie.

—Creo que estaba usted en deuda con una persona —me atreví a decir con calculada contención—. ¿He de entender que no va a saldarla?

Me miró como si acabara de abofetearlo. Se levantó con energía, tanta que hizo caer la silla a sus espaldas con gran estrépito.

—Pero ¿cómo se atreve? —rugió enrojeciendo—. ¡Yo no le he negado mi ayuda, señorita! ¡Sólo he intentado evitar que pierda usted miserablemente el tiempo y que cometa un grave error!

—Se lo agradezco —repuse, levantándome a mi vez para permanecer a su altura. De hecho, yo era un palmo más alta que él—. Pero ya le he dicho que no tengo otra opción.

—Testaruda, ¿eh? Muy bien. ¡Usted lo ha querido! Vamos a ver, ¿qué sabe usted hacer? —interpeló—. ¿Sabe leer y escribir?

Casi me ofendí.

—Por supuesto, señor —contesté—. Sé leer y escribir incluso en latín. He estudiado música y solfeo, arte, literatura e historia. Y he leído a los clásicos.

—¡Bah! ¡Todo eso no sirve para nada! —Cogió enérgicamente un trozo de papel, untó su pluma en el tintero y garabateó unos números. Luego me tendió la hoja, sacudiéndola delante de mí—. ¡Sume esto!

Cogí el folio. Había escrito una columna de tres números, de tres cifras cada una de ellas. Hice el cálculo, razonando con torpeza bajo la presión de la severa y enojada supervisión del señor Bontemps. Luego se lo presenté, sonrojándome ante el advenimiento de la previsible reprobación. Le echó un rápido vistazo y repuso:

—Ha tardado usted mucho y el decimal no es un nueve, sino un ocho. Lento y mal. Ahora hágame usted a mí la misma prueba.

—Estoy segura de que debe de hacerlo muy bien, señor —contesté molesta.

—Escriba tres números de cuatro cifras y súmelas. Asegúrese esta vez de que están bien sumadas. Luego cántemelas y yo, calculando de memoria, le daré el resultado. ¡Vamos, no se duerma!

Suspiré con contrariada resignación e hice como me pedía. El hombre se había vuelto de perfil a mí y esperaba con las manos cruzadas a la espalda, balanceándose sobre sus pies, con la cabeza alta, impaciente por exhibir sus habilidades.

—¿Ya está?

Le canté los números. Elevó la vista hacia el techo, subió y bajó mecánicamente sobre sus talones un par de veces y al cabo se giró hacia mí y me dio una cifra.

—¿Es correcta? —preguntó.

—Sí.

—Y rápido, ¿eh? —exclamó reventando de orgullo.

—Estoy impresionada, señor.

Levantó la silla que había dejado caer anteriormente y se sentó de nuevo, con expresión de satisfacción.

—Bien —concluyó—. ¿Ve aquella mesa auxiliar de allí? —dijo, señalándome una pequeña, llena de papeles, que estaba arrinconada frente a una ventana—. Pues siéntese y practique sumas, restas, divisiones y multiplicaciones. Cuando haya conseguido la suficiente agilidad mental, pasaremos a la siguiente lección.

—Pero… —protesté.

—¡Vamos, vamos…! —Me increpó ventilando su mano—. ¡Que no tengo todo el día, yo! Ya me ha hecho perder bastante tiempo.

Consideré oportuno obedecer y no replicar. A su manera me había aceptado, que era lo esencial. Así que me senté en el pequeño pupitre. Reconozco que mi formación en matemáticas y cálculo había sido muy deficiente. Al día siguiente el señor Bontemps me sometió a una nueva prueba, y no encontrando el resultado satisfactorio me volvió a desterrar a mi rincón, dejándome sola otra vez con los números. ¡Aquello era infernal! Llegué a sospechar que pretendía desalentarme y que me mantendría en esa ocupación poco molesta para él por tiempo indefinido. Pero finalmente, un día pasé su examen.

Entonces me inició en la teneduría de los libros de contabilidad. Era un trabajo más distraído que el anterior, pero muy minucioso. También me familiarizó con los efectos de comercio, las letras de cambio y los pagarés. Cuando tuviera todo eso dominado, me dijo, cuando conociera al dedillo todo el trabajo de despacho, bajaríamos a planta y me enseñaría a distinguir las diferentes clases y calidades de telas y de materiales, y a conocer en profundidad la producción. Y sólo cuando supiera todo eso, me permitiría tratar directamente con sus proveedores, sus clientes y sus bancos. Me enseñaría a negociar y a olerme los engaños, me dijo, lo más importante de todo.

Quizá para él eso fuera lo más importante. Para mí lo esencial era que aquel buen hombre me estaba dando una verdadera oportunidad de salir adelante, y que bajo sus maneras gruñonas y malhumoradas latía un mal disimulado orgullo e íntima satisfacción de poder transmitir cuanto sabía a alguien que lo valoraba y lo agradecía con toda el alma.