Capítulo V

1

Carta de Claire de Brezé a Lucile de Briand

Querida hermana:

[…] ¿Sabes la última? Corre el rumor de que el ministro Calonne ha planteado al rey una reforma fiscal consistente en imponer una contribución territorial a todos los propietarios, sin excepción. Oséase, pretende abolir las exenciones fiscales de nobleza y clero, y de tal forma conseguir mayores ingresos con los que paliar el enorme déficit.

¡Puedes imaginar cómo ha caído la noticia! Muchos son muy liberales y progresistas mientras no les suponga ningún sacrificio, pero ahora no hacen más que criticar el despilfarro de la corte, la pésima administración del gasto… En fin, que el avispero está bien agitado. Y aún se agitará más, porque Calonne ha tenido otra idea, ésta aún más original: como teme, con todo fundamento, que los parlamentos se opongan al registro de la medida, quiere someterla previamente a la consideración de una Asamblea de Notables. ¿Y qué es eso? Confieso que yo tuve que preguntarlo, pues parece que la última tuvo lugar durante el reinado de Luis XIII, ¡imagina la de libros y papeles que ha tenido Calonne que desempolvar para resucitarla.

Bueno, el caso es que la cuestión podría afectarte a ti indirectamente, pues parece que varios diputados de los Estados Provinciales formarán parte de esa Asamblea, y como tu esposo, el duque, lo es de los del Languedoc, es muy probable que lo nombren y tenga que trasladarse a París, con lo que, al menos por un tiempo, tendrás mayor libertad para estar con tus hijos.

Quisiera no tener más que esa buena noticia que darte, pero lamento tener que hacerte también una advertencia, aunque independiente de lo anterior: Courtain te está buscando. Vino a visitarme, y él mismo me lo ha dicho, rogándome que te traslade su petición de entrevistarse contigo. Él creía que estabas en casa de tu esposo, y allí te ha escrito (adivino que el duque no te habrá informado), pero como le eran devueltas todas las cartas sin abrir fue hasta Nuartres mismo, y por fortuna para ti ni te encontró ni le dijeron dónde podía hacerlo (imagino que de esto tampoco te ha informado el duque). Pero ahora sospecha ya que estás en casa de nuestros padres, y me ha preguntado sus señas, que me he negado a facilitarle, como puedes imaginar. No olvides, Lucile, lo que has sufrido por su causa. Aun así me creo en la obligación de decirte, por si no lo sabes, que desde la memorable excursión no se le volvió a ver con la señora de Fontseau y, en realidad, desde entonces no se le ha visto con ninguna otra.

Carta de S. M. el rey al duque de Nuartres[1]

Señor:

Habiendo estimado que el bien de mis asuntos y de mi servicio exige que las medidas que me propongo […] sean comunicadas a una Asamblea de personas de diversas condiciones y de las más cualificadas de mi Estado, he considerado, atendiendo al rango del que usted goza, no poder hacer mejor elección que la de su persona, y estoy seguro de que en esta ocasión me dará nuevas pruebas de su fidelidad y de su adhesión. Fijo la apertura de esta Asamblea para el 29 del mes de enero próximo de 1787, en Versalles, donde se presentará usted al efecto, a fin de asistir a dicha apertura y escuchar lo que será propuesto por mi parte […].

Escrito en Versalles, el 29 de diciembre de 1786

Firmado: LUIS

Carta de la baronesa de Ostry a Lucile de Briand

Querida niña:

Tu esposo, el duque, ya está en París, y ha tenido la gentileza de aceptar mi invitación a hospedarse en mi casa. Pero esperaba que vinieras con él. ¿Se puede saber, niña, qué haces todavía en el Languedoc? ¿Es que aún no has descubierto que el campo se creó para las bestias y los insectos? A estas alturas, hija mía, debes de estar ya muerta de hastío y repleta de picaduras. ¡Espero tu regreso inmediato! ¿Crees que puedo aguantar yo sola al duque? ¡La apertura de la Asamblea se ha retrasado hasta el 22 de febrero! ¿Qué quieres que haga mientras tanto yo sola con tu esposo ocioso? Excepto la lectura y la música, nada más le divierte. ¡Ni siquiera juega a las cartas! ¿Concibes a alguien más aburrido que un renegado de las cartas? Me culparás a mí por haberlo invitado, y no te falta razón, pero habiendo sido amigo de mi difunto marido me sentía obligada. Yo, en el fondo, soy así, una sentimental.

En realidad, fuentes de diversión no faltan por aquí. El duque tiene una inmejorable ocasión para empaparse del descontento general y participar de la envalentonada oposición que se agita por todas partes. Querida, antes confiaba en identificar a los exaltados, pero ahora proliferan tanto que estoy completamente rodeada. Los peores son esos jóvenes con la cabeza llena de pájaros saltimbanquis que quieren el Parlamento de los ingleses y una nueva Constitución. ¡Menudo disparate! ¡Nos van a llevar a la perdición con sus ideas extravagantes! Pero yo, que me tengo con todo fundamento por un modelo de ecuanimidad, debo decir asimismo que, de la misma forma que critico a los exaltados, reprocho al Gobierno el que haya permitido que lleguemos hasta esta situación. Porque lo que tampoco es de recibo, amiga mía, es que después de lo mal que lo ha hecho, ahora se pretenda que los platos rotos los paguemos sólo nosotros, la nobleza y el clero, a base de renunciar a nuestros privilegios económicos, y no ellos, la Corona y el Gobierno, que son, en definitiva, los responsables, y que no parecen dispuestos a renunciar a nada. ¡Si unos tenemos que repartir dinero, otros tendrán que repartir poder, digo yo! Y en eso es comprensible el enojo de muchos y el vendaval de oposición que se ha levantado. ¡Pero sin perder el buen juicio! Calma y serenidad, calma y serenidad. ¿Será tan difícil?

CATHERINE

Extractos de las Memorias del duque de Nuartres

22 de febrero de 1787

HÔTEL DES MENUS-PLAISIRS, VERSALLES

SESIÓN INAUGURAL DE LA ASAMBLEA DE NOTABLES[2]

—Señores —pronunció el rey ante todos: príncipes de sangre, nobles, consejeros, miembros del alto clero, presidentes de parlamentos, miembros de la Cámara de Cuentas, de la Cour des Aides, diputados de los Países de Estado, lugartenientes civiles y jefes municipales de diversas villas; en total ciento cuarenta y cuatro notables—, los he escogido de entre los diferentes órdenes del Estado para hacerles partícipes de mis proyectos […]. Los proyectos que les serán comunicados por mi parte son grandes e importantes. […]. Como todos ellos tienden al bien público, […] cuento con que […] ningún interés particular se levantará contra el interés general.

—Debo reconocerlo, no me he cuidado de disfrazar nada —confesó el ministro Calonne posteriormente—, el déficit anual es muy considerable.

Siguieron estólidas explicaciones sobre las causas del insostenible déficit, ninguna de las cuales se debían, según su versión, a su política errática de gastar a manos llenas para intentar incentivar la economía. Gasto de unos fondos que el Tesoro no tenía y que el ministro había tenido que obtener recurriendo a la misma desastrosa solución que sus antecesores: la emisión de empréstito tras empréstito que no se podía reembolsar sino con la emisión de otro nuevo para cubrir el anterior más sus correspondientes intereses, en una sucesión fatal que nos ha llevado prácticamente a la bancarrota.

—Es imposible dejar al Estado en el peligro inminente al cual le expone un déficit como el existente —siguió Calonne—; […] imposible hacer ningún bien, de seguir ningún plan de economía, de procurar a las gentes ninguno de los alivios que la bondad del rey les destina, mientras subsista este desorden. […]. Su Majestad se ha sensibilizado vivamente de la necesidad de […] aportar el remedio. Pero ¿cuáles pueden ser estos remedios?

Nos removimos inquietos en los asientos. No conocíamos las medidas exactas que iba a proponer Calonne, pero sí su orientación.

—Tomar más dinero a préstamo —introdujo— sería agravar el mal y precipitar la ruina del Estado. Aumentar los impuestos sería castigar a las gentes que el rey quiere aliviar. Economizar hace falta sin duda: Su Majestad lo quiere, hace, y hará, cada vez más; […] pero el economizar sólo […] no será suficiente […]. ¿Qué queda que pueda suplir todo lo que falta […] para el restablecimiento de las finanzas?… los abusos. Sí, señores, ¡es en los abusos mismo donde se encuentra un fondo de riqueza que el Estado tiene derecho a reclamar y que debe servir para restablecer el orden! ¡Es en la proscripción de los abusos donde reside el solo medio de subvenir a las necesidades!

Ahora los asientos ya nos quemaban. ¡Llamar abusos a nuestros ancestrales privilegios pecuniarios!

—Tales son los abusos cuya existencia pesa sobre la clase productiva y laboriosa —siguió alegando en un ambiente que ya no atendía a sus razones—; los abusos de los privilegios pecuniarios, las exenciones a la ley común, y tantas exenciones injustas, que no pueden liberar a una parte de los contribuyentes sin agravar la suerte de los otros […]. Su Majestad se ha volcado […] en establecer el mismo principio de uniformidad y de igualdad proporcional en el reparto del impuesto territorial, sin admitir ninguna excepción […]. ¡Recordad —terminó diciendo a un público que se le había vuelto completamente hostil— que se trata de la suerte del Estado, y que los medios ordinarios no pueden ni procurar el bien que el rey quiere procurarle, ni preservarlo de los males que quiere prevenir […]!

Carta de la baronesa de Ostry a Lucile de Briand

Querida niña:

No quieras saber cómo está París. Si no quieres dejar el campo por miedo a añorar a los animales, pierde cuidado, aquí los encontrarás de todas clases, especialmente asnos. Tengo los oídos sordos de tanto oír rebuznar. Principalmente esos exaltados, el marqués de La Fayette, al que llaman el héroe de la independencia americana, que ojalá se hubiese quedado allí, y otros varios de su calaña, a quienes Calonne ha tenido el dudoso tino de nombrar miembros de la Asamblea. Si esperaba encontrar un rebaño de ovejas mansas, se ha encontrado con uno de cabras locas. Uno se levanta para tildar el tributo de ilegal, el otro para exigir el presupuesto exacto de la nación, el siguiente para denunciar la mala gestión del Gobierno… Lo importante es oponerse, y el que primero toma la palabra envalentona al siguiente, y éste al otro que la dice un poco más gorda, y así cada vez el discurso y los ataques a Calonne suben de tono. Hoy hay más gente en los clubes y en los cafés que en el teatro, tal es la agitación reinante. Y la moda es oponerse, oponerse y oponerse. ¡Si vieras la de panfletos que revolotean por toda la ciudad ridiculizando a Calonne y a los notables!

¡Ah!, y tengo que hablarte del duque de Orleans sin falta. ¿Sabes cuál es su último escándalo? ¡Durante una cacería persiguió a un ciervo por toda la ciudad, con todo su séquito y jauría de perros incluidos, hasta la misma plaza Luis XV! ¿Puede imaginarse semejante extravagancia? ¡Y en ése es en quien los exaltados ven un posible nuevo rey, un sustituto para Luis XVI! ¿Puedes creerlo? ¡Bonito cambio! No es que Luis me entusiasme, pues sin duda le faltan luces y sobre todo carácter, pero a aquél le falta seriedad y responsabilidad.

Cambiando de tema, no puedo tampoco privarme de mencionarte al joven Courtain, que vino a visitarme con el principal objetivo de preguntarme tu dirección actual, dato que le he negado. Espero, querida, haber respetado con ello tu voluntad, aunque te confieso que tanto empeño me enternece, ¡Hasta se la ha preguntado al joven Bramont! Puedes imaginar la cara que habrá puesto éste… No sé, ¡digo yo que tanto tesón debe de basarse en sentimientos auténticos!; ¿estás segura de que no quieres replantearte tu postura? En fin, a mí no me hagas caso; como te dije, soy una vieja sentimental incorregible. Tú haces muy bien en mantenerte firme, aunque eso te haga desgraciada. ¿Qué importa la felicidad, después de todo?

Bien niña, te dejo ya, que mi vista se cansa si la fijo mucho rato. Espero verte en París y en mi casa en la celebración de mi cumpleaños, ¡y date por amenazada con la pérdida de mi amistad en caso contrario!

Agrega mis mejores sentimientos y besos para ti y para tus encantadores hijos.

CATHERINE

Extracto de las Memorias de Paul François Bramont, conde de Coboure

25 de mayo de 1787

Inicio, a sugerencia de mi padre, este Diario —que no será personal ni tampoco escribiré diariamente, por lo que acabará perdiendo tal nombre— para consignar los acontecimientos que considere de relevancia política y de los que tenga conocimiento directo por el cargo que ostento en el Parlamento de París, a fin de continuar la similar labor que mi padre ha realizado durante todos sus años de magistrado, y por si la misma pudiera servir algún día para mejor ilustración de la Historia o de quienes la estudien y reconstruyan, si es que se me puede perdonar tan ambiciosa pretensión.

Principio en el día de hoy, 25 de mayo de 1787, por ser la fecha en que ha sido disuelta la Asamblea de Notables convocada a instancias del ministro Calonne; pues no quiero privarme de exponer mi visión de lo que ésta ha sido y ha representado.

La Asamblea se dividió en siete comisiones para estudiar las propuestas de Calonne que éste presentó en forma de informes.[3] «Indefinido, desproporcionado y dispendioso» es como calificó la comisión presidida por el duque de Orleans el llamado impuesto territorial. La presidida por el príncipe de Conti exigió «antes que nada, la remisión de las cuentas de 1786 y 1787 y de las economías propuestas». La oposición fue general. La verdad es que resulta incomprensible la negligencia con la que el ministro ha llevado todo este asunto. La idea de convocar una Asamblea de Notables había surgido para combatir la esperada oposición de los parlamentos, y su ventaja consistía en que sus miembros podían ser escogidos por la Corona y de tal forma asegurarse su adhesión. Pero parece que Calonne creyó cumplido su objetivo con la sola ocurrencia de su convocatoria, olvidando que la Asamblea le tenía que ser afín. Podría haber tanteado a los posibles candidatos para nombrar a los que le fueran adeptos, o, como mínimo, podría haber tenido la astucia de evitar que la Asamblea estuviera dominada por las clases privilegiadas, pero, asombrosamente, nada de esto hizo. ¿Qué diferente reacción esperaba de una composición tan o más conservadora que la de los propios parlamentos?

Sin embargo, a pesar de la soliviantada oposición que provocó su propuesta de reforma, lo que lo enterró definitivamente fue su famoso Manifiesto.

—Pienso[4] —había pronunciado el hermano del rey, conde de Provenza, en la segunda sesión tenida en la Asamblea de Notables, que se celebraba a puerta cerrada—, que sería bueno (…) guardar el secreto de lo que pase tanto en nuestras asambleas generales como en nuestras asambleas particulares. Es la conducta que yo pienso seguir, y no puedo, señores, sino exhortarles a actuar de igual forma.

Pero Calonne, quebrando este general entendimiento de guardar reserva sobre lo que se debatía, enrabiado por la oposición que estaba encontrando, difundió públicamente las medidas que pretendía aplicar en un Manifiesto en el que acusaba a los notables de poner trabas a su proyecto progresista simplemente por defender sus privilegios.

Y esto ya no se lo perdonaron. A partir de este momento, Calonne estaba acabado. Sin duda tenía razón: el motivo de fondo es ése, pero unido al descontento por un régimen que había entrado en decadencia y que exigía nuevos sacrificios sin perspectivas de mejorar la política ni la administración, algo que obviamente silenció el ministro. Calonne pidió al rey la disolución de la díscola Asamblea, pero en el pasillo contiguo los influyentes pidieron exitosamente a Luis la destitución de aquél.

Para sustituirlo en el cargo, los notables apoyaron a uno de los suyos, Loménie de Brienne, arzobispo de Toulouse, pero éste, sin saber cómo combatir el déficit, modificó en algo la propuesta de su antecesor y se presentó ante la Asamblea para pedir como ministro la aprobación del plan que como notable había combatido. Aquéllos se sintieron decepcionados de que uno de los suyos, que había accedido al ministerio gracias a ellos, defendiera el maldito impuesto por el que habían hecho frente a Calonne, pero ahora no podían arremeter contra su defendido como habían hecho contra aquél, de forma que buscaron otras formas de oposición.

Y la más trascendente fue la planteada por el sector liberal.

—Afortunadamente para la Asamblea[5] —pronunció el marqués de La Fayette ante la Comisión de la que formaba parte, presidida por el hermano menor del rey, el conde de Artois—, no es ella la que sancionará nuevos impuestos. Este derecho imprescriptible de determinar las cargas públicas pertenece solamente a los representantes de la nación […] —esta idea, en sí misma revolucionaria, no era aceptada por la Corona—, la época es tal que debemos suplicar a Su Majestad […] la convocatoria de una asamblea nacional.

—¡Cómo, señor! —exclamó asombrado el conde de Artois—. ¿Pide la convocatoria de los Estados Generales?

—Sí, señor, e incluso algo mejor que eso.

El silencio acogió sus palabras, pero éstas no cayeron en saco roto. Los Estados Generales del Reino eran una institución histórica que había reunido ocasionalmente, a iniciativa del rey, a los tres estamentos del Estado: clero, nobleza y comunes, para someterles a consideración determinadas cuestiones. Pero La Fayette había hablado de algo «incluso mejor»; había hablado de una asamblea nacional auténticamente representativa… que decidiría en materia de impuestos…, es decir, por tanto, con poder legislativo; y esa idea no iba a ser fácilmente olvidada.

Dado el cariz que tomaban las cosas, Brienne propuso la disolución de la Asamblea de Notables, que ha tenido lugar en el día de hoy. Ahora el debilitado Gobierno presentará la reforma fiscal a los parlamentos para su registro, ahora que ya ha sido rechazada por una primera institución y se ha fortalecido y alentado la oposición.

Y la cuestión es, ¿qué hacer? Los magistrados sólo tendremos dos opciones: o la aceptamos, o siguiendo la idea lanzada por el marqués de La Fayette exigimos la convocatoria de los Estados Generales. La primera sería la conservadora, la segunda la liberal y arriesgada, pues no sabemos a dónde podría llevarnos invitar a los comune. a esta fiesta.

2

Paul Bramont

Cada año la baronesa de Ostry organizaba un baile para celebrar su cumpleaños, a pesar de que las fechas variaban entre sí hasta meses, de forma que nadie sabía a ciencia cierta el día exacto de la efeméride, y mucho menos la edad de la veterana dama. Y yo asistí, por supuesto, como medio París. ¿Quién iba a atreverse a lo contrario?

Aquel día mi principal preocupación no era la Asamblea de Notables, ni el Parlamento, ni los Estados Generales del Reino. Pensaba en Lucile. Su esposo, el duque de Nuartres, había iniciado el viaje de regreso al día siguiente de la disolución de la Asamblea. No se había quedado ni siquiera a la fiesta, a pesar de haber sido huésped de la baronesa, pero a la anfitriona no parecía importarle, lo que me dio a entender que la convivencia entre ellos había llegado ya al límite y que ambos se alegraban de perderse mutuamente de vista cuando todavía se podían seguir llamando, sin reservas ni rencores, «amigos». Quizá su ausencia había decidido a Lucile a acudir, y así me lo había anunciado, insistiéndome en su deseo de hablar conmigo.

¿Qué querría comunicarme que no pudiera anticipar por carta? Algo tan personal que no deseara plasmarlo en un papel. Sólo podían ser dos cosas: o había decidido volver conmigo, o había elegido a Courtain.

—Conde —me estaba diciendo Desmond—, tengo que hablar con usted sobre un tema profesional.

Lucile apareció en ese instante en la verja del jardín, que yo vislumbraba desde mi posición en el salón destinado a comedor. Iba acompañada de su hermana Claire y del marido de ésta, el vizconde de Saltrais.

—¿De qué se trata?

—Por cierto, Desmond —interrumpió mi primo Didier, que estaba conmigo—, ¿no necesitáis otro abogado en vuestra firma?

—Somos un bufete pequeño, de sólo dos socios. No tendríamos suficiente trabajo para alguien de su nivel —lo agasajó—. Lo lamento, porque sería un honor poder contar con su colaboración.

Mientras Didier se sobreponía del amable rechazo, yo observaba a Lucile, que se había detenido junto a la fuente para saludar a unos conocidos.

—Bien, verá —intentó recuperar mi atención Desmond—. Supongo que sabe que es propietario de un inmueble en la calle Saint Denis, a la altura del mercado de Les Halles.

—¿Ah, sí? —repuse sin ningún interés.

—Sí. En la planta baja hay un local que se lo tenía alquilado a un hombre llamado Miraneau. Éste había instalado en él un taller de confección, especialmente de ropa para el hogar, ya sabe, colchas, mantas, sábanas…, cosas así.

—Ya, ¿y?

—Ha fallecido y no tiene hijos varones. Sólo tiene dos hijas… —En esos instantes Lucile estaba saludando a la baronesa de Ostry en el vestíbulo, que yo veía a través de las sucesivas puertas abiertas de doble hoja—. ¿Me escucha, conde?

—Le estoy escuchando… sólo tiene dos hijas.

—El caso es que hace poco la mayor vino a verme al despacho. Es una familia burguesa que siempre ha vivido sin dificultades pero que apenas tiene patrimonio, excepto el piso en el que vive. Todos sus ingresos provenían del taller de confección, pero ni la viuda ni sus hijas tienen idea de llevar el negocio. Así es que las pobres están desesperadas. Se ven en la ruina.

—Tendrán algún pariente que las ayude —respondí.

—Sólo un hermano de la viuda. Un campesino de un pueblo cerca de Rennes. Pero su posición es casi peor que la de ellas. Lo que pretende la viuda es traspasar el negocio y, con lo que consiga, intentar sobrevivir ella y sus hijas hasta casar a alguna de éstas.

—Ya. ¿Y qué pretende, Desmond —me mofé con dejadez—, que me case con una de ellas?

Lucile estaba a punto de entrar en la sala.

—Perdone, maître —lo corté—; ya me lo contará más tarde. Tengo que saludar a una persona.

Ella había traspasado el umbral de la puerta del salón y paseaba inquieta la mirada entre los asistentes. Salí a su encuentro.

—Hola, Paul —me susurró tenuemente.

—Hola —contesté, sin ningún tipo de ceremonia. Me di cuenta, con sorpresa, de que estaba nervioso—. ¿Cómo estás?

—Bien… —inició con embarazo—, ¿por qué no vamos a un sitio más aislado, donde podamos hablar con tranquilidad?

Acepté su sugerencia y la conduje hacia la biblioteca, que imaginé debía de ser, en aquellos momentos, la habitación más desocupada. Mientras nos abríamos paso entre la concurrencia para llegar a nuestro destino, entablé con ella una conversación amable y frugal que nos entretuvo hasta que, detenidos ambos en un rincón de la sala, junto a la balconada que comunicaba con el jardín, consideré llegado el momento de abordar el tema:

—Bueno, Lucile, tú dirás. Yo mantengo la proposición que te hice cuando dejé Versalles. Para mí nada ha cambiado en lo que a nosotros se refiere. Desearía volver contigo, y creo que tú ya has tenido tiempo suficiente para decidir lo que quieres hacer.

Ella parpadeó, azorada. Esa indecisión me anticipó que su respuesta iba a ser negativa.

—Verás Paul, quisiera poder explicártelo de forma que…

—No hay nada que explicar, Lucile —la interrumpí, molesto por el esbozo de conmiseración—. Lo que tienes que decirme se dice en dos palabras. Y cuanto más directas mejor. No necesito circunloquios.

Me miró, y viendo mi expresión, soltó:

—No voy a volver contigo. Estoy enamorada de André Courtain.

Fue como si me hubiera arrojado un cubo de agua helada en pleno rostro. Ni siquiera el sospecharlo consiguió paliar el efecto de aquella verdad desnuda, salida de la propia boca de Lucile. Me pasé la mano por la cara, como si realmente precisara secarla.

—¿Es así como querías que te lo dijera? —dijo ella pesarosa, con la mirada velada.

Luego guardó silencio, con la cabeza gacha. Yo también. Estuvimos uno frente a otro sin pronunciar palabra durante unos momentos.

—Paul…, lo siento; no se me ocurre qué más decir.

—¿Estás con Courtain? —quise saber.

Negó con la cabeza.

—Creí que podría hablar con él también esta noche. He venido expresamente a París para hablar con ambos. La baronesa me ha dicho que lo ha invitado; pero no lo he visto aún. Tú tampoco, supongo.

No, pero no contesté. Estaba empezando a desear que aquella lamentable conversación terminara.

—¿Cómo están tus hijos? —pregunté, para zanjar el tema.

El ardid no hubiese sido necesario, pues Lucile no me escuchaba ya. Estaba con la mirada absorta fijada en un punto situado más allá de la balconada.

Me volví con curiosidad y yo también lo vi. Courtain estaba sentado en uno de los bancos que rodeaban el ornamental pozo del centro del jardín, junto a una mujer con la que departía, tête à tête. con visible agrado. Tenía la mano de ella entre las suyas y estaba vuelto hacia la joven, en una pose corporal que demostraba que le estaba prestando toda su atención.

Reparé en la faz de Lucile. Estaba blanca y petrificada.

—¿Sabe que has venido? —pronuncié.

Negó con la cabeza, aunque apenas la movió, traumatizada.

—Es un bastardo —vomitó ella, sin quitarle sus inyectados ojos de encima.

—No te precipites; a lo mejor es su hermana.

Courtain no tenía hermanas; ambos lo sabíamos. Ella me miró con odio, aunque no era yo quien se lo inspiraba. En ese momento vimos a la pareja levantarse del banco que ocupaba. La mujer se colgó con confianza del brazo de Courtain y juntos avanzaron hacia el interior del edificio.

—He de marcharme —anunció Lucile, súbitamente apremiada—. Por favor, no le digas que me has visto ni que he estado aquí.

—Descuida.

—¡No quiero volver a verlo en mi vida! —Rechinó, con los ojos velados por las lágrimas—. Si te reconforta, Paul, tú me hiciste feliz.

Ten la seguridad de que quien más ha perdido con lo que ha pasado he sido yo.

No opiné al respecto. Lucile solicitó a un sirviente que le trajera su capa, y esperó la prenda retorciéndose las manos de impaciencia, temiendo que Courtain pudiera descubrirla en cualquier momento. Estaba al borde de una crisis de nervios y de llanto, y casi me compadecí de ella. En ese momento me resultó evidente que estaba enamorada; quizá, reconocí con pesar, más de lo que nunca lo había estado de mí. Estuve a punto de pronunciar alguna frase exculpatoria referente a Courtain a fin de consolarla, pero el conato murió en mi garganta. No iba a ser yo quien posibilitara el emparejamiento de ambos, ni tampoco quien apostara por su comportamiento en tema de faldas.

Por fin llegó la capa. Lucile se cubrió con ella apresuradamente. En su desgracia, sintió de pronto un ramalazo de afecto hacia mí y me besó en la mejilla.

—Adiós, Paul. Escríbeme, por favor. Me quedaré a vivir en casa de mis padres, ya lo he decidido. No voy a volver a París.

—De momento… —maticé—. Nada es para siempre.

No replicó. Se cubrió la cabeza con la capucha y desapareció como una sombra, avanzando veloz por el jardín hacia la salida.

Me quedé mirándola mientras se alejaba. Ella no me quería cuando me fui de Versalles, no me había querido estos últimos meses en que yo había alimentado la esperanza de recuperarla. Lo amaba a él. Estaba confirmado. La idea se fue haciendo cada vez más y más corrosiva en mi alma, hasta que el deseo de abandonar aquella estúpida fiesta se hizo irresistible. ¿Qué demonios hacía allí?

Pero en ese momento se anunció una audición de fragmentos de ópera que se iba a interpretar en la sala de baile. Faltar era impensable, pues sin duda la baronesa estaría tomando nota mental de los ausentes para no volver a invitarlos jamás. Entré segundos antes de que el lacayo se dispusiera a cerrar la puerta, en un salón que estaba ya lleno a rebosar. La orquesta y los cantantes esperaban al fondo sobre una tarima, y la baronesa estaba sentada junto a ésta, orientada al público en lugar de hacia los músicos, vigilándonos a todos con semblante autoritario en clara advertencia de que le declararía la guerra al primero que se atreviera a abandonar la sala, a hacer ruido, a silbar o a llevar a cabo cualquier acción que entorpeciera el concierto. Y no era, en realidad, en balde tal medida, pues las piezas de ópera elegidas por la baronesa eran nada menos que de Orfeo y Eurídice. del maestro alemán Gluck, el antiguo profesor de clavicordio de María Antonieta cuando ésta era todavía archiduquesa de Austria, el gran protegido de la reina cuando estrenó en París su ópera Ifigenia. y su defendido a ultranza cuando se entabló el encendido enfrentamiento entre los defensores del tradicional Piccinni y los del reformista Gluck. Era por tanto éste el compositor favorito de María Antonieta, y de ahí que la baronesa lo hubiera escogido y nos obligara a todos a escucharlo sin toser, en reprimenda por la reciente actitud de rebeldía hacia la Corona y el Gobierno de sus exaltados invitados.

Cuando después de la última nota se acallaron los débiles aplausos —pues una cosa era ofender a la baronesa y otra renunciar a los propios principios— y los lacayos abrieron la puerta para dejar salir a los prisioneros, seguí la corriente de los evacuantes y me dirigí nuevamente a la biblioteca. Mi intención era deslizarme por su abierta balconada, tal y como había hecho Lucile minutos antes, pues era una salida mucho más discreta que la principal. Atravesé las diversas estancias, cuidando de no posar la vista en alguien que pudiera verse animado a saludarme, y llegué sin tropiezos a mi meta. Allí estaba, por fin, el balcón abierto y despejado, invitándome a ir en pos de la soledad y de la tranquilidad de la noche, y me lancé contenida y disimuladamente hacia él.

—¡Bramont!

Me detuve en seco.

Era el vizconde de Saltrais. Estaba sentado en el extremo de un confortable sofá Luis XV ubicado frente a la chimenea, en compañía de Desmond, que ocupaba el otro extremo, y de Didier, que lo hacía en una butaca del mismo estilo. Los tres me observaban sonrientes, invitándome con su expresión a unirme a ellos. Pensé en alegar cualquier excusa para marcharme, pero hacerlo a tan temprana hora hubiese despertado su curiosidad, y no deseaba especulaciones ni comentarios sobre mi persona. Sólo me hubiese podido ir de haber pasado desapercibido.

—Siéntese, por favor —dijo Saltrais—. Estoy poniendo en práctica un experimento, y lo necesito.

—Usted dirá —respondí sin interés, mientras hacía como me pedía.

—Estábamos hablando de la señora de La Motte —introdujo Saltrais.

—¿La señora de La Motte? —pregunté extrañado. Hacía tiempo que no oía hablar de ella—. ¿La del collar?

—Sí, la del collar.

—Creía que ese tema había quedado ya resuelto.

Saltrais esbozó una semisonrisa y se recostó satisfecho en el respaldo, demostrando que era la respuesta que esperaba.

—¿Lo veis? —exclamó—. ¿Qué os decía? Ahí lo tienes. Ya nadie habla de ello. Pero si no se habla de ello, se olvidará. ¿Y qué habremos conseguido con esa sentencia? Hemos de aprovechar ahora que la opinión pública está sensibilizada para acabar de movilizarla. El Gobierno presentará la reforma fiscal al Parlamento, y éste necesitará del apoyo incondicional de aquélla. Pero la reforma fiscal es un tema muy árido y demasiado técnico para despertar el interés popular. Necesitamos otro más vulgar. Y el asunto del collar lo es, y no deberíamos desaprovecharlo. Durante y después del proceso, todos estaban entusiasmados. Aún se prolongó un poco el interés gracias a la colecta que organizó el duque de Orleans a favor de La Motte, y todo el mundo se volcó a visitarla a la prisión. Pero hace tiempo que no ocurre nada nuevo. La gente, para mantenerse interesada, necesita espectáculo, espectáculo constante. ¿Os imagináis que ahora la reina liberase a La Motte? ¡Qué gran acontecimiento sería! Una fuente constante de espectáculo. Primero, todas las suposiciones apuntarían a que La Motte protegió a la reina a cambio de inmunidad. Y después, ¿os imagináis a esa pájara guardando secretos? Extendería la mano al primero que estuviera dispuesto a pagarle por contar la verdad, o mejor, «su verdad». La verdad de La Motte puede ser muy explosiva y terriblemente beneficiosa para nosotros.

—Pero Saltrais —lo ridiculizó Desmond—, la reina no va a liberar a la señora de La Motte sólo para que usted tenga el placer de aniquilarla políticamente.

—Hay muchas formas de conseguir que la reina libere a la señora de La Motte —dijo Saltrais con aire enigmático.

—¿Formas? ¿Qué formas? —Inquirió Desmond—. Ninguna legítima, sin duda. Ha sido condenada por el Parlamento. La reina no está legitimada para liberarla.

—¿Legítimas? —Despreció Saltrais—. Amigo mío, estamos hablando de política, ¿entienden? De política. ¿Qué tiene que ver la legitimidad con la política? ¿Es legítimo que estemos sometidos a la autocracia de una reina que sólo mira por su interés personal y no por el de su reino, y al de un rey cuyo mal gobierno ha llevado al país prácticamente a la bancarrota? ¿Qué es más ilegítimo? ¿Intentar derrocar ese sistema para sustituirlo por otro mejor, o seguir sosteniéndolo aun a sabiendas de que es dañino y perjudicial? A mí me hace mucha gracia la gente que se llena la boca con las palabras Libertad e Igualdad y que después no está dispuesta a hacer nada por conseguirlas.

—Yo no soy de ésos. ¡Haría cualquier cosa por ello! —prorrumpió Didier con calor.

—¿Cualquier cosa? —Ahondó Saltrais, subrayando sus palabras—. Eso está muy pronto dicho. Piénselo bien. ¿Qué estaría, en realidad, dispuesto a hacer? ¿Estaría, por ejemplo, dispuesto a transgredir la ley? ¿A convertirse en un fugitivo de la Justicia? ¿A tenerse que exiliar? ¿A perder su fortuna o su vida?

—Póngame a prueba y lo sabrá —repuso Didier.

—¿Y usted, conde? —me preguntó directamente—. ¿Qué estaría dispuesto a hacer?

—¿Qué está usted tramando, Saltrais?

—¿Yo? Nada. Yo soy sólo un pensador. Me limito a incentivar malas acciones en los demás —replicó con cinismo.

—Por cierto —interrumpió Desmond, como si acabara de recordar algo—. Tengo que acabar de explicarle aquel asunto, conde.

—¿Qué asunto? —Rememoré—. ¡Ah sí!…, ¡el de la viuda! —Suspiré con cansancio—. Lo último que recuerdo es que querían traspasar el negocio. Lo que no acabé de captar es qué pinto yo en todo esto.

—Es que si no lo consiguen no podrán pagar el alquiler. Necesito su consentimiento para condonarles el pago hasta que encuentren un nuevo inquilino.

—¡Ah! El alquiler… —desdeñé. ¿Sólo se trataba de eso? Pero Desmond me observaba con tanto interés que hice un esfuerzo por fingir que me tomaba en serio la cuestión—. ¿Siguen trabajando en el local?

—No. Está vacío e inactivo. Despidieron a todos los trabajadores. No podían pagar los sueldos.

—¿Y de qué período de tiempo hablamos, aproximadamente?

—Indefinido. Me temo que por el momento no hay nadie interesado.

—Aquí hay algo que yo no acabo de entender, si permiten que me inmiscuya —intervino Saltrais—. Lo habitual es que cuando un inquilino no paga la renta se le desahucie, ¿no es así? Entonces, ¿qué es lo que tiene de especial este caso? ¿Acaso la viuda le ha enternecido el corazón porque es joven y guapa?

Desmond enrojeció de tal manera que comprendí que estaba a punto de perder la paciencia.

—Un trimestre —resolví para concluir—. Les doy un trimestre para que consigan el traspaso. Si en ese tiempo no hay perspectivas de ello, que desalojen el local. ¿Conforme?

Desmond asintió con la cabeza, lanzando una contrariada mirada a Saltrais, que se la devolvió jocoso.

Estaba ya pensando en deshacerme del grupo y ensayar otra vez mi plan de fuga, cuando apareció la baronesa intempestivamente para requerirnos a todos los caballeros que estábamos allí refugiados que nos presentáramos de inmediato y sin excusa alguna en el salón de baile, donde éramos del todo necesarios para hacer honor a dicho divertimento. Era imposible zafarse de la distinguida dama, que se quedó allí marcial comprobando la ejecución de sus órdenes. En escasos instantes sus presas fuimos conducidas, cual manso rebaño azuzado por su cayado, hasta la sala en cuestión, donde vinimos a reforzar los efectivos masculinos existentes en el lugar, ciertamente minoritarios. Y una vez allí, armándome ya de absoluta resignación, tuve que cumplir con el deber social de someterme al tedio de participar en tres piezas de baile seguidas.

Entre vuelta, paso y giro descubrí a Courtain, también dedicado a la danza. En una ocasión su pareja fue la joven desconocida del jardín, pero en las demás distribuyó sus atenciones equitativamente entre otras, jóvenes y no tan jóvenes, incluida la propia baronesa, a la que con su desvergonzada insistencia consiguió arrastrar al centro del salón, mérito remarcable teniendo en cuenta que la pobre mujer no bailaba ya nunca, y hasta tal extremo fue apreciada la excepción que, tras el baile, el esfuerzo de la anciana, acalorada y risueña, y por extensión, el logro de su galán, fueron premiados con calurosos aplausos.

Después de ese glorioso momento, que sin duda fue el culminante de la fiesta, la orquesta hizo un descanso, y tuve ánimos para aproximarme a Courtain y felicitarlo por su atenta hazaña. Tras intercambiar con él algunas frases triviales, pasó cerca de nosotros la joven causante del disgusto de Lucile.

—¿Quién es? —no pude resistirme a preguntarle.

—Lo siento, conde —repuso—; si ha despertado su interés debo advertirle que es de las pocas mujeres casadas que conozco que es feliz en su matrimonio.

—Esa deducción, ¿se debe a que no ha sucumbido a las artes seductoras de usted?

—No. —Sonrió—. Yo ya no ejerzo, Bramont; ya tengo el corazón robado, como usted bien sabe. Nos hemos encontrado por casualidad; no sabía que estaba en París. Es una amiga de la infancia, casi de la familia; fue la prometida de mi hermano mayor.

Callé. Su hermano había muerto en la guerra de la independencia americana.

El conocimiento de la equivocación de Lucile acabó de arruinar aquella nefasta velada, así que esta vez decidí marcharme a pecho descubierto, dispuesto a batallar contra cualquiera que intentara impedírmelo. Rehuí a la baronesa, aun a riesgo de ganarme su enojo, y sin despedirme de ella, ni de nadie, salí con paso ligero y directo por la puerta principal.