Capítulo IV

Lucile De Briand

—Lucile, ¿cómo estás, querida? —Era la baronesa de Ostry, una anciana dama a la que debía tributarse toda clase de consideraciones—. Permíteme que me apoye en tu brazo. Este bastón es una absoluta inutilidad. Sólo sirve para demostrar que soy ya una vieja tan inútil como él mismo.

Aquel día se había organizado un picnic con juegos al aire libre en los bosquecillos inmediatos al Palacio de Versalles. Era una excursión informal, que no requería invitación ni contaba con la presencia de ninguno de los miembros de la familia real. Yo había acudido con mi hermana Claire. Habíamos llegado ya al lugar designado para almorzar y pasar el resto del día hasta el atardecer entre paseos y juegos al aire libre. Los vehículos habían sido estacionados y ahora caminábamos por un sendero que atravesaba un extenso prado, verde intenso en aquella época incipientemente estival del año, bajo un cielo azul embellecido por escasas pero espectaculares nubes algodonadas.

—Con mucho gusto —ofrecí, mientras notaba la presión de su peso—. ¿Cómo se ha animado a venir? El paseo podría fatigarla.

—Gracias por tu interés, querida, pero ya he tomado mis precauciones —dijo mirando hacia atrás, donde dos sirvientes la seguían transportando una silla de mano—. Un poco de ejercicio me irá bien. ¿Te dije que estuve en casa de los duques de Toulanges, los padres del joven Bramont? Tienen como invitado a su sobrino, ese muchacho… ¿Cómo se llama?… ¿Lo conoces?

—Me temo que no. Por cierto, le presento a mi hermana, la vizcondesa de Saltrais.

—Encantada, encantada. ¿Saltrais? —Continuó como si hiciera un esfuerzo de memoria—. Me suena ese nombre, pero ahora no recuerdo… En fin, ¿de qué estábamos hablando?

—Me decía que había estado en casa de los duques de Toulanges.

—Eso, sí… ¡Vaya!, ¡malditas avispas! —Protestó mientras abanicaba su mano junto a su oído—. Confieso que me dan pánico desde que un día me picó una en un párpado. ¡Deberían exterminarlas a todas! ¿Conocéis algún otro insecto más abominable?

—No. Las hormigas, quizá —insinué.

—Sí, las hormigas —me apoyó con decisión mi hermana—. Las hormigas también son muy molestas.

—¡Pero no tanto como las avispas! —se reafirmó la baronesa.

—Puede que no —convine, lanzando una mirada de soslayo a mi hermana. No era aconsejable llevarle la contraria a la baronesa.

—En fin, qué importa —continuó—. ¿Así que no conoces a Didier Durnais? ¡Ah, mirad! —exclamó jovial—. ¡Ahora he recordado su nombre! Didier Durnais. Es un joven abogado con la cabeza llena de ideas extremistas. No sé adónde vamos a ir a parar con esta juventud exaltada. ¡El colmo de la desfachatez ha sido la colecta que ha organizado el duque de Orleans para la ladrona esa del collar! ¿Dónde se ha visto que toda la nobleza del país vaya a la cárcel a visitar y hacer regalos a esa sinvergüenza? Una cosa es oponerse al Gobierno, y otra muy distinta alinearse con los delincuentes. Hay que mantener el decoro, digo yo. ¡Supongo que no habréis ido, jovencitas!

—No —me alegré de poder contestar.

—¡Y ni se os ocurra! —gritó la mujer enrojeciendo súbitamente y amenazándonos con su abanico cerrado—. Me he enterado de que la princesa de Lamballe ha intentado visitar a la condenada. ¡La mejor amiga de la reina! ¡Ahora a saber a qué murmuraciones habrá dado lugar por su imprudencia!

Era cierto. La Motte estaba recibiendo numerosas visitas en su celda de la Force en la Salpêtrière. El rey había aceptado la sentencia en cuanto a la puesta en libertad de Rohan, pero había dictado contra él otra lettre de cache. por la que lo destituía de todos sus cargos y lo obligaba a exiliarse de París. La medida había irritado de nuevo a los opositores, pues habiendo sido absuelto Rohan sin cargo alguno no había en su opinión razón de justicia para infligirle ese castigo, no debiendo bastar para aplicar tal pena a alguien el mero resentimiento de otra persona, aunque ésta fuera una reina, lo que demostraba el abuso al que los súbditos estaban sometidos por la autocracia de la Corona. Por otra parte, la ejecución de la sentencia contra la señora de La Motte había sido un lamentable y bochornoso espectáculo que había puesto una vez más en evidencia lo cruel e inhumano del sistema de Justicia. La rea había sido trasladada al patio para aplicarle el castigo corporal al que había sido condenada, pero como se resistiera presa de un ataque de terror e histeria, tuvieron que reducirla a pura fuerza a fin de estamparle en el hombro el hierro candente con la marca de ladrona. Mas al conseguirlo, la torturada se revolvió bruscamente de dolor, de forma que la segunda aplicación del metal al rojo vivo, que tenía por destino el otro hombro, cayó de pleno en su seno, con el consecuente alarido desgarrado de la que apareció a ojos de todos, no ya como una criminal, sino como una desgraciada víctima de la barbarie institucional. La suma de ambos desafortunados sucesos había incitado nuevas manifestaciones de civilizada rebeldía, entre las que se encuadraban las visitas amistosas y compasivas a la condenada a la prisión, y hasta una colecta solidaria que la duquesa de Orleans había organizado a favor de la presa. Y de todas esas visitas, era sin duda la más incomprensible y la que había despertado más murmuraciones y comentarios la de la princesa de Lamballe.

—Se murmura que la reina la envió para que diera esperanzas a La Motte de que pronto quedaría en libertad en cumplimiento de su promesa de protegerla si la encubría —manifestó Claire, con voz cada vez más insegura ante la alarmada mirada de advertencia que le dirigí.

—¡Habladurías! ¡Necedades! —Explotó la baronesa—. ¡Aaah! ¡Ahora recuerdo! ¡Saltrais, el vizconde de Saltrais! ¡Otro exaltado! Ya quedó todo aclarado en el juicio ¿no? Para eso están los juicios ¿no? La reina no sabía nada, el cardenal fue engañado y La Motte esa estafó a todo el mundo y se quedó con el collar. ¡Ha sido condenada y ha de pagar su delito como todos los delincuentes! ¿A qué vienen ahora tantas murmuraciones y cuchicheos y visitas a la cárcel? No, si acabarán convirtiéndola en una mártir. Y todo con el altruista ánimo de ofender a María Antonieta.

—¡Si al menos los verdugos no se hubiesen equivocado…! —aún coleteó, rebelde, Claire.

—Sí, fue un desgraciado accidente —admitió la anciana—. Pero fue condenada a ser marcada. Condenada por el Parlamento, ¡por ese Parlamento que tanto vitorearon los exaltados! Si no se hubiese revuelto como una fiera tendría la marca en el hombro. En todo caso, eso no justifica las conductas fuera de lugar. Paz y orden. Eso es lo que necesitamos todos. Paz y orden, y no alborotadores exaltados.

—Nosotras no somos ningunas exaltadas —intenté aplacarla.

—Lo sé querida, lo sé. —Sonrió la mujer maternalmente—. Sólo quería advertirlas para que no se dejen llevar por las malas influencias. ¡Ah! Por fin nos detenemos. Empezaban a dolerme los pies. Creo que me sentaré a la sombra. ¿Querréis compartir el picnic conmigo? He traído confitura de frambuesas y paté de hígado de oca que he preparado yo misma.

Dejamos elegir a la baronesa, que escogió ubicarse bajo la sombra de un árbol cerca del linde del bosque. Los criados extendieron los manteles y fueron extrayendo los alimentos de las cestas. La baronesa de Ostry se sentó en su silla; nosotras lo hicimos sobre unos almohadones. Otros grupos se fueron acomodando de igual forma por la explanada, excepto los más jóvenes, que organizaron diversos juegos de los llamados campestres y que practicaron delante de los demás, para nuestro entretenimiento.

—Ahí está el conde de Mounard —exclamó la baronesa mientras lo saludaba con la mano invitándolo a que se uniera a nosotras—. ¿Quién es el que va con él? ¡Oh! —exclamó con mezcla de sorpresa y reprobación al reconocerlo—. ¡Dios nos guarde! Creo que es ese exaltado del que os he hablado, el joven sobrino de los duques de Toulanges. Ya he vuelto a olvidar cómo se llama. En fin, esperemos que no se toque la política.

Ambos llegaron hasta nosotras, acudiendo al reclamo de la baronesa de Ostry, y tras los saludos y oportunas presentaciones, se sentaron en el suelo, alrededor del mantel que habíamos extendido.

—Les estaba diciendo a estas jóvenes que sería muy oportuno no estropear un día tan plácido hablando de política —advirtió la baronesa, lanzando una fugaz y severa mirada a Durnais—. ¿Están de acuerdo, caballeros?

—Ya lo creo, señora —repuso Mounard—. Más que hablar, podríamos saborear estos deliciosos manjares.

—¿Qué es esto de aspecto tan turbio? —preguntó Didier Durnais arrugando la nariz.

—¡Nada de turbio, joven! —Rebatió la baronesa levantando el mentón—. Es mi paté de hígado de oca. ¡Lo he hecho yo misma!

—Entonces debe de ser excelente —intervino halagador el conde de Mounard—. ¿Podemos probarlo?

—Por supuesto. No lo he traído para compartirlo con estas molestas avispas —refunfuñó mientras su cabeza rehuía una que le rondaba—. ¿Quieres pasarles a estos caballeros unas rebanadas de pan, querida? —me pidió.

Así lo hice, valiéndome para ello de una bandeja que un criado había preparado. Pero, al levantar la vista, tuve un sobresalto mayúsculo. Allí, paseando a lo lejos, por el camino que minutos antes habíamos seguido nosotras, estaba André Courtain, en compañía de una mujer.

—Querida —pronunció la baronesa, que había seguido atentamente mi mirada—, ahí está tu amigo, el marqués de Sainte-Agnès. ¿Sabes que tiene una nueva amante? —me preguntó con una exclamación escandalizada—. ¡Y todos los que creíamos que bebía los vientos por ti! Debe de ser esa joven —dedujo, entrecerrando los ojos para enfocarla mejor—. De hombres tan inconstantes no hay que fiarse, querida —volvió a mí—. ¡Menos mal que no lo habías aceptado; al menos, puedes ir con la cabeza bien alta!

Nada dije, pues bastantes esfuerzos hacía en superar mi consternación. La baronesa siguió con la mirada puesta en André y su compañera, que parecían conversar amigablemente.

—De todas formas, confieso que me muero de curiosidad por conocerla —continuó la baronesa—. ¿Tienes inconveniente, querida, en que los invite a unirse a nosotros? Jacques —dijo dirigiéndose a su criado, antes de que yo hubiese tenido ocasión de contestar—, ve al encuentro del marqués de Sainte-Agnès y trasládale mis saludos y mi invitación a que nos acompañe en el almuerzo. Rápido, antes de que alguien se nos adelante. ¡Y no te olvides de extender la invitación a su amiga!

Todos me miraron para analizar mi reacción, excepto la baronesa, y yo reprimí un suspiro mientras les devolvía una sonrisa de compromiso antes de concentrarme de nuevo en mi rebanada de paté de hígado de oca. El sirviente cumplió su encargo con la celeridad solicitada y André, tras localizar visualmente a la baronesa, no pareció dudar un momento en aceptar la propuesta.

Cuando llegaron, yo había tenido tiempo de acompasar mi ritmo cardíaco y recuperar el temple. André estaba tranquilo, distendido. Presentó sus respetos a la baronesa, y cuando paseó su mirada por los demás para hacer otro tanto con éstos, me descubrió. Su semblante cambió radicalmente y quedó petrificado, con la vista clavada en mí, como si yo fuese una inesperada aparición.

—Marqués —dijo la baronesa—, le advierto que hay avispas por aquí. Si no cierra pronto la boca puede que tenga un desagradable accidente. ¿Os he explicado que una vez me picó una en un párpado? ¡No quiero ni imaginar una picadura en la lengua! ¡Qué cosa más atroz!

—¿Cuándo has vuelto? —me preguntó André a bocajarro, prescindiendo de todos los presentes, a quienes todavía no había saludado; prescindiendo de su pareja, a la que no había presentado; prescindiendo también hasta de mi deseo de no ventilar todas mis acciones ante los demás.

—Hace unos cuantos días —contesté opaca—. ¿Nos presenta a su acompañante, marqués?

No lo hizo enseguida. Siguió unos instantes con la mirada posada en mí, desconcertado. Finalmente, con absoluta desconcentración y desinterés, nos presentó a Elisabeth de Fontseau. Era una joven espigada, de grandes ojos castaños; bella, por supuesto. Ella tomó asiento junto a la baronesa a petición de ésta, quien se había convertido de facto en la anfitriona del informal picnic, y como era yo la que ocupara hasta entonces ese privilegiado lugar, me aparté para dejar sitio a la pareja, que se colocó entre aquélla y yo, quedando André a mi diestra.

—¿Has venido sola? —me preguntó él, esta vez a media voz por cuanto me tenía a su lado.

—Con mi hermana.

—¿Y Bramont? —preguntó sin pausa.

—No ha venido —contesté, sin entonación y sin mirarlo.

Iba a formular otra pregunta, pero no se decidió. La recién llegada, por la novedad, atrajo la atención de los presentes, en especial de Durnais y del conde de Mounard, que la introdujeron en la conversación preguntándole por las circunstancias personales de su estancia en Versalles. André no participaba en la charla. Parecía absorto, todavía trastornado por la sorpresa de mi presencia; inquieto. Yo en su lugar estaría profundamente avergonzada, pero no estaba segura de que fuera eso lo que él sentía. Por mi parte, fingía ignorarlo; no lo miraba, no hacía ademán alguno de notar siquiera que lo tenía a mi vera; pero la verdad es que estaba tan pendiente de él que hubiese podido contar sus parpadeos.

La señora de Fontseau explicó que se habían entretenido visitando una granja del camino. ¡Cómo gustaba de la Naturaleza exenta de todo artificio, cual ensalzaba Rousseau, su gran maestro! Habían visitado el establo y el corral, y había cogido un conejito de apenas unos días, lo que la había enternecido hondamente, y hasta había querido comprarlo para evitar que lo sacrificaran de adulto, pero desistió de la buena acción por la imposibilidad de tenerlo en su apartamento de Versalles. Apenas había podido contener las lágrimas.

—Ahora, querida —intervino la baronesa—, cuando regrese tome un baño sin falta. Los corrales y establos suelen estar repletos de pulgas y parásitos. Sin duda lleva más de uno incrustado en las ropas. Los insectos son la maldición de Dios. Los creó para recordarnos que este mundo es un valle de lágrimas. ¿Por qué creen que se inventaron las ciudades? ¡Para huir de ellos! Y aun así, no conseguimos librarnos del todo.

La muchacha, palideciendo, miró alarmada su falda y hasta no pudo disimular el rascarse aprensivamente.

—Parece que los jóvenes ya han terminado de jugar —observó Durnais.

—Han hecho una pausa para comer —aclaró la señora de Fontseau—. Luego continuarán y nosotros nos uniremos a ellos —dijo dirigiéndose a André, mientras se apoyaba provocativamente en él, con una confianza que revelaba la intimidad existente entre ambos—. Esta vez no te podrás librar. Pero te prometo que dejaré que me pilles con facilidad —terminó con un guiño.

Bajé la vista, sin saber en qué ocupar mis manos, pues ya había terminado mi rebanada.

¡Pero cómo se podía ser tan canalla!, me sublevé en mi interior. ¡Con el cirio que había montado delante de todos, barriendo a diestro y siniestro como un vendaval como si yo fuera la luz de sus ojos! Cuando pensaba que hasta Paul se había visto obligado no sólo a romper conmigo, sino incluso a abandonar Versalles y su cargo de consejero para no sufrir más su desvergüenza… ¡Y apenas unas semanas después…! Pero Señor… ¿cómo era posible?

Me toqué la frente. Sin duda tenía fiebre. Nadie racional podía pensar en su actuación sin sufrir una enfermedad.

—Me perdonarás —intentó zafarse él, contestando a la invitación de su amante—, pero mi médico me ha prohibido correr durante la digestión, de forma que he adoptado la sana costumbre mediterránea de hacer una buena siesta después de comer.

—¡Oh! —Saltó la baronesa—. ¡Pues yo voy a cambiar de médico! Hace tiempo que pensaba en ello, pero ¡me acaba de decidir usted, marqués! Siestas… ¡He aquí lo que necesito! ¡Y no todas esas pócimas que me receta el mío, que sólo sirven para darme retortijones!

—Al decir luego —aclaró la señora de Fontseau, que no parecía dispuesta a que André la dejara de lado con tanta facilidad—, no me refería a inmediatamente después de comer. Tendrás tiempo de hacer tu siesta. —Sonrió.

Dicho esto se inclinó hacia él y le susurró unas frases al oído, cuyo tema, dado el contexto, podía suponerse.

Aquello colmó la medida.

—¿Un poco más de vino? —pregunté cortés a Andrés, resurgiendo de mis cenizas.

—Sí, gracias —aceptó.

Cogí una botella, tomé su copa y la llené. Pero cuando la tendí hacia él choqué con su brazo y derramé todo el contenido sobre la entrepierna de sus claros calzones de seda. La rojiza mancha se extendió sobre la tela, provocando las carcajadas de todos los reunidos. André se quedó inmóvil, observando el desastre.

—¡Oh, marqués, no sabe cuánto lo siento! —me lamenté—. Ha sido un fatal accidente.

—No tiene importancia —disculpó.

—Quizá la harina podría hacer de secante —dije, mientras cogía un pote de polvos blancos y lo escanciaba sobre André.

—¡Querida! —exclamó la baronesa horrorizada—. ¿Crees que es una idea acertada?

—¡Oh, Dios mío! —Dije con máxima desolación—. ¡Qué torpe soy! ¡No era harina, sino azúcar! Con lo dulce que es usted, es sin duda un condimento que no necesitaba.

Las carcajadas eran estruendosas, y nadie creía ya en mi buena fe. André se levantó y expuso con desparpajo su facha ante todos, mientras él mismo examinaba el pastel que se había formado en su bajo vientre y parte de su muslo izquierdo.

—Espero sepan disculparme, damas y caballeros —anunció con el formulismo debido—. Imperativos visibles me obligan a dejarlos.

Se movió, pero yo me volví en ese instante y tropezó con mi pierna, lo que estuvo a punto de hacerle caer de bruces al suelo. Fue rápido de reflejos y pudo enderezarse, pero el traspié inevitable fue tan cómico que volvió a provocar la risa de todos.

—Lo lamento terriblemente —dije—, ¿está usted bien?

—Todavía. Pero si quiere acabar conmigo, señora —respondió, marcando una reverencia—, hágalo de una vez. No me someta a esta tortura.

Esta sátira renovó las risas y acentuó mi irritación.

—¿Podríamos intercambiar un par de frases? —me invitó él—. Desearía saber por qué me considera usted digno del trato que me está dispensando.

—Por supuesto, faltaría más; pero no se me ocurre que usted pueda ser indigno de nada —concluí de forma mordaz.

Me levanté a mi vez, para lo que él me ofreció su mano.

—¡Ah, no! —Exclamó la baronesa—. ¡No irán a dejarnos! Pelearse en privado es una desconsideración para todos los demás. ¡Con lo que nos estábamos divirtiendo…!

No hicimos caso a esta petición y comenzamos a andar hacia el linde del bosque.

—Pero ¿qué ocurre? —oí a mis espaldas que pronunciaba con incomprensión Elisabeth de Fontseau.

Anduvimos sin pronunciar palabra un trecho entre la arboleda; yo, agitada por la ira y el dolor; él, lo ignoro, pues no lo miré, aunque pudiera ser que también, a juzgar por las zancadas que daba. Cuando la distancia nos permitió perder de vista a todo el mundo y sólo los árboles nos rodeaban, preguntó, molesto:

—Qué, ¿ya te has vengado?

—Todo lo contrario. Le he hecho a usted un favor. ¡Ahora se podrá quitar los calzones, su afición preferida!

Se detuvo en seco.

—Al menos ¡yo no engaño! —me afrentó.

—¡No, desde luego! Se muestra usted tal y como es. Todo el mundo sabe que es un veleta, ¡y ahora lo sé yo también!

Esta embestida le dolió de verdad. Lo noté. Esa percepción me hizo zozobrar un poco. Lo quería, no podía evitarlo.

—Ya que estás decidida a insultarme constantemente, abreviaré lo máximo posible esta conversación. Tan sólo aclárame una cosa: ¿estás con Bramont o no?

—¿Cómo? —me desconcerté—. Pero ¿de qué estás hablando? ¡Claro que no estoy con Bramont!

Me miraba con tanta fijeza que me sentía agredida.

—Desapareciste el mismo día que él —cuestionó.

—¡No desaparecí! ¡Te dejé una nota! Te decía claramente que iba a Nuartres, al cumpleaños de mi hijo.

—¿Y qué sentido tenía eso? ¿Cómo iba a creerlo?

—¿Cómo que cómo ibas a creerlo? —exclamé atónita—. Gracias a Dios tengo un hijo y gracias a Dios cumple años. ¿Dónde está el sinsentido?

—¿Por qué no te despediste personalmente? ¿Qué impresión me podía causar tu desaparición el mismo día de la marcha de Bramont con dos breves líneas escritas aduciendo la primera excusa que te pasó por la mente?

—¡No fue una excusa! Pero, Dios mío, ¿será posible que esté teniendo esta conversación?

Nos interrumpimos ambos, agitados, intentando asimilar lo que estábamos entendiendo.

—¿Así que no te fuiste con él? —Pareció empezar a comprender.

—¿Eso es lo que creíste? —me desesperé—. Y si dudabas de lo que te dije, ¿por qué no lo comprobaste?

—Pues, aunque te parezca mentira, hice más que eso: le pregunté al propio Bramont, y me dijo que te ibas con él. Tonto de mí por creerlo. Debí recordar el dicho: en el amor y en la guerra…

—¡Y lo creíste a él en lugar de creerme a mí!

—¡Los dos os fuisteis el mismo día! —se exasperó—. Habíamos estado juntos la víspera, Lucile, ¿he de recordarte a qué hora acabó la velada?, ¡y ni una sola vez, ni una, hiciste mención ni del cumpleaños de tu hijo ni de que tuvieras intención de emprender un viaje al día siguiente! ¿Debía considerar eso normal?

Callé, impactada por la noticia de aquel desgraciado malentendido.

—Está bien —me rehíce—. Te equivocaste. No me fui con Bramont. Mi nota era cierta. He estado en casa de mi marido celebrando el cumpleaños de mi hijo y pensando en ti. Necesitaba pensar. Por eso me fui. Pero cuando regresé supe que no había nada en lo que pensar. ¡Nada! Todo había sido humo. ¡Una espectacular humareda!

Ahora fue él quien se quedó en silencio, también impactado por el descubrimiento de su confusión, que en su caso tenía la vertiente positiva de saberme, de pronto, libre.

—Así no estás con Bramont… —murmuró.

—No —exhalé.

Hizo un gesto de tocarme, pero yo levanté rápidamente las manos para detenerlo.

—Pero tú sí estás con la señora de Fontseau —le recordé.

—¡Por favor! —Protestó con desdén—. Ella no…

Se interrumpió, tragándose las palabras. Fue consciente, en ese instante, de las consecuencias de su precipitado amorío.

Aspiró aire y se amasó el cabello. Yo esperé. Al cabo me miró de frente.

—Creí que te habías ido con Bramont —repitió.

—Sí. Ya lo has dicho. Te creo. Pensaste que me había ido con Bramont —marqué una pausa y repetí a mi vez—: Pero estabas equivocado.

—No fue culpa mía.

—No —le concedí—. No fue culpa tuya. Tu confusión es comprensible.

—Pero no me perdonas —concluyó.

—Tus motivos no me parecen suficientes para que apenas un mes después estés en brazos de otra —respondí con serenidad—. Lo siento.

Me miró impotente.

—¡No esperarías que me quedara agonizando por tu causa! —se le ocurrió al fin.

—¡No, por favor! —Reí con amargura—. Un mes de celibato, ¡jamás te pediría un sacrificio tan inhumano!

—¡No esperaba tu regreso, Lucile! ¡Creí que me habías plantado…! Me sentí… —Bajó la cabeza, buscando la palabra. Como no la encontró optó por aproximarse a mí—. Yo no puedo quedarme en una habitación oscura esperando que la depresión me aniquile —justificó—. He de combatirla huyendo hacia adelante. Cada uno tiene su forma de ser, Lucile. Me habías dejado, te había perdido, habías escogido a Bramont…, lo soportaba mejor estando con alguien. Es mi manera de defenderme del sufrimiento…

—Tu manera de defenderte… —musité para mí misma, con la mirada nublada—, ¿sabes el dolor que has causado con tu manera de defenderte?

—No hay nada irreparable —declaró, acariciando mi mejilla con su pulgar—. Sigo sintiendo lo mismo por ti.

—¿Y qué sientes por ella? —Levanté la frente, apartando sus manos.

Me miró confuso. Yo me mostraba desafiante, y no estaba muy seguro de la respuesta que debía dar.

—Es… —titubeó— agua pasada.

—¿Agua pasada? —me mofé agria—. Un mes y ya es agua pasada… qué deprisa vive usted, marqués…

—No, no me has entendido… —intentó corregirse.

—¿Y yo? ¿Cuánto tiempo podré mantenerme en la candelera? ¿Podré conservar tu interés dos meses, tres, quizá?

—¡Sabes que nada tiene que ver una situación con la otra! ¿A qué viene eso?

—¿Y cuánto tardará otro malentendido en arrojarte a los brazos de otra mujer para consolarte? No, yo no sé si la situación es o no la misma… Pero no es una cuestión de saber, ¡es una cuestión de creer! ¡De credibilidad! ¿Entiendes? Una persona ha de poder creer que su pareja estará allí, siempre, permanentemente… —clamé—. ¡Ha de poder creer en ella, en su integridad, en su constancia, en su fidelidad!… ¡Y yo he dejado de creer en ti! ¿Lo entiendes o no? —Hizo un movimiento con la mano, para tomar la mía—. ¡Déjame en paz! —lo rechacé.

Esta vez no tuvo palabras con las que replicar. Yo tampoco tenía nada más que decir. Aún nos mantuvimos en silencio uno junto al otro durante algunos momentos, asimilando la ruptura, irremediable. Como sólo me ocurría con él, la comunicación entre ambos se mantenía a pesar de no pronunciar palabra. Al final me decidí a alejarme porque las lágrimas borbotaban ya en mi garganta.

No podía permanecer en Versalles, ni tampoco en París; en ningún sitio donde me lo pudiera encontrar. Debía alejarme hasta olvidarlo. Después reharía mi vida, todavía no sabía cómo ni con quién. Sólo sabía que no podía volver con Paul y no podía confiarme a André.

Decidí ir a casa de mis padres, pues era el único lugar que seguía sintiendo como mi hogar, y estaba lo bastante cerca de la residencia de mi esposo como para poder ver a mis hijos con frecuencia. Esta idea, la de volver a estar con ellos, fue el único consuelo que me sostuvo durante mi largo viaje hacia las templadas y fértiles tierras del Languedoc, dulcemente bañadas por el aire del Mediterráneo. Dejaba a mis espaldas, y en esta ocasión de forma definitiva, mis aposentos en Versalles y mi cargo de camarera de la reina con su correspondiente pensión.

Mi padre ostentaba el título de barón, pero no todos los títulos nobiliarios se sustentan sobre ricos patrimonios, a menudo ni sobre medianos. Mis padres pertenecían a la pequeña nobleza de provincias, descendiente de las ramas no primogénitas o desfavorecidas de fortunas quizá mayores, que con frecuencia tenían menos medios que los burgueses acomodados de su misma comunidad o incluso que campesinos dueños de buenas tierras o de granjas productivas. Ellos, por castillo, tenían una casa rústica rodeada de cultivos, distante no menos de diez millas de la población más cercana. Yo nunca los había visto bailar minués en palaciegos salones, ni pasear por floridos jardines, ni ser atendidos por criados vestidos con librea. Yo nunca había visto a mis padres entregados al ocio ni a diversiones. Siempre los había visto trabajando de sol a sol con sus propias manos, en los campos, en la granja, en el huerto. Gracias a su título, eso sí, tenían el privilegio de no pagar impuestos ni derechos a ningún otro señor, y también de que los llamaran, con cierto respeto, barón y baronesa, pero no disfrutaban, precisamente, del de llevar una vida regalada.

Mis padres estaban al corriente de mis tribulaciones, pero el remordimiento que sentían por el fracaso de mi matrimonio los había hecho desistir, hacía ya mucho tiempo, de darme consejos o formularme reconvenciones. La honda alegría de volver a tenerme en casa fue el único sentimiento que me manifestaron a mi llegada, en forma de calurosos y acogedores abrazos, y ni siquiera un halo de preocupación o de congoja por mi extraña situación planeó ni por un instante en el ambiente.

Por suerte, no había allí mucho tiempo para pensar. Las labores eran tantas y tan inagotables que las horas pasaban en una constante actividad. Cuidar de los cultivos, de la granja y de la casa ocupaba la jornada entera desde el alba hasta el anochecer. Por la noche me acostaba tan agotada del esfuerzo realizado, que conciliaba el sueño en cuanto cerraba los ojos y dormía sin desvelos ni insomnios que mi organismo no se podía permitir.

Los fines de semana eran mis días dichosos, cuando mi esposo permitía que mis hijos, Philippe y Ève, vinieran a visitarme. El duque prefería que ellos fueran a la granja en lugar de que yo me llegara hasta el palacio, según sus palabras para que al tiempo pudieran ver a sus abuelos, pero, a mi parecer, para evitar verme a mí y para que los niños se percataran de la diferencia de clase y de estilo de vida que existía entre sus dos progenitores. Si pretendía que la comparación le beneficiase, erraba en sus cálculos, porque unos niños de siete y cinco años no sabían apreciar las ventajas de comer servidos por lacayos con librea bajo altos techos de hermosos frescos, en vez de por su abuela en una cálida cocina, ni de jugar con sus caros juguetes de madera y peluche en lugar de con animales vivos y reales. Mis hijos adoraban la granja. Les entusiasmaba que las gallinas picotearan la comida de sus manos, y seguir a los patos y asustarlos, y acariciar a los conejos, y subir al carro de su abuelo tirado por el buey, y recoger los tomates directamente de la planta, y untarse las manos con cerezas trituradas al preparar mermelada, y esconderse en el granero, y acompañar a pastar a las vacas, y jugar con el perro. Los domingos no venían hasta antes del almuerzo, porque acompañaban a su padre a misa, pero todo el resto del sábado y del domingo lo pasaban conmigo.

Y así el tiempo iba transcurriendo, semana tras semana, mes tras mes. El recuerdo de André era un castigo; mas mi sufrimiento no hizo sino afianzar mi determinación. Sufriría la enfermedad sentimental que me había tocado padecer, pero la superaría y sanaría, y nunca más volvería a acercarme al causante de ella.