Capítulo III

Paul Bramont

Cuando me instalé en mi nueva residencia de la capital, la expectación por el proceso del collar estaba en pleno apogeo, tanto que las casas de huéspedes y los albergues de la ciudad estaban llenos a rebosar para acoger a la gran cantidad de forasteros que se habían trasladado desde provincias para seguir de cerca aquel acontecimiento. Por todas partes se hablaba de ello, cada cual con su propia versión de los hechos, especulando sobre la inocencia del cardenal y sobre el papel que la reina había tenido en todo aquel asunto. Los discursos de la defensa de Rohan se habían distribuido bajo la columnata del palacete Soubise en medio de tal muchedumbre enloquecida por hacerse con un ejemplar que las fuerzas del orden se habían visto obligadas a intervenir para evitar un tumulto.

En verdad la historia en sí tenía tales dosis folletinescas que despertaba la máxima curiosidad popular, y tales grados de inverosimilitud que la natural incredulidad del público había propiciado las más variadas versiones, suposiciones y rumores. Pero la importancia de este escándalo iba mucho más allá de lo anecdótico; lo importante era su trascendencia política, de consecuencias todavía insospechadas.

Existía la generalizada sensación de que era necesario un cambio, de que la gran rueda que debía ayudar a avanzar al país había dejado de funcionar, y que por su culpa una Francia rica, pujante e ilustrada había quedado atascada sin poder prosperar. Una corte inútil despilfarraba en placeres, favores a escasos privilegiados o en mala gestión los fondos del Tesoro Público, sin que nadie supiera cuál era su finalidad o su objetivo. Un rey bondadoso pero débil, inhibido en su autoridad por su inseguridad y complejo ante sus propios cortesanos, que a pesar de su incapacidad para gobernar con mano firme y mente despierta se arrogaba para sí el poder absoluto, del que no sabía hacer uso. Junto a él, una reina que sólo se interesaba por su propia diversión y que gastaba dinero a manos llenas en frivolidades y en engrandecer el patrimonio de sus elegidos. Y unos ministros que dejados de la mano de tales monarcas, sin más apoyo que sus muchas o pocas luces, su mucha o poca energía o su mucho o poco sentido de la responsabilidad, rodeados de la misma intrigante y frívola corte, sin una dirección política clara, carecían de la capacidad e incentivo necesarios para acometer reformas en profundidad y, salvo contadas y escasas excepciones, se limitaban a sobrellevar la maquinaria pesada, oxidada y lenta de la burocrática administración del país.

Y en medio de ese sentir general, más o menos compartido por todos, se alzaban las voces de los más progresistas, que ganaban cada vez más adeptos: la soberanía no reside en el monarca, proclamaban, sino en la voluntad general de los ciudadanos, hombres nacidos libres e iguales en la Naturaleza, y sólo a través del Pacto Social han delegado el poder en el soberano, que únicamente será legítimo mientras sirva al interés público y no a su interés particular. Las máximas del ensalzado Jean Jacques Rousseau se repetían con convicción y adoctrinamiento. La monarquía absoluta no es la única forma de gobierno posible. Ya la antigua Grecia conocía la democracia. América, esa nación nueva y joven, llena de dinamismo y de fuerza, era un ejemplo real que demostraba que podía existir otro régimen. Allí se habían sacudido el yugo del poder absoluto. No había reyes, no había corte, no había privilegiados por capricho regio. Allí imperaba la democracia y la igualdad.

Pero, por defectuoso que sea el sistema, ¿cómo atacarlo? ¿Cómo despertar al rey y al Gobierno de su parálisis, atrincherados como están en la tradición de su sagrada soberanía absoluta?

Hasta la fecha, de ninguna forma. Mas, sorpresivamente, el propio trono nos ofrecía una oportunidad. Había lanzado a la luz pública, al dominio público, y lo que no era menos importante, a la jurisdicción del Parlamento de París, una estafa millonaria en la que estaba involucrado de lleno el nombre de la reina y que permitiría ventilar con impunidad en los estrados de su tribunal los escándalos de la corte, e, indirectamente, juzgarlos. Un tribunal formado por pares y magistrados pertenecientes a la nobleza, profundamente descontentos también por el escaso, por no decir nulo, papel político que les concedía la Corona, y que debían juzgar a un cardenal que era también, y no por casualidad, todo un príncipe de Rohan, perteneciente a una familia de la más elevada nobleza de Francia. O sea, uno de los suyos, a quien la reina, esa austríaca vástago de los Habsburgo que había despreciado sistemáticamente a la gran nobleza del país, se había atrevido a humillar, a deshonrar, a mancillar, como si cualquiera, por muy reina que fuese, pudiese arrastrar por el lodo y encerrar a uno de los grandes señores feudales de Francia.

El espectáculo estaba servido: ¿se atrevería el Parlamento de París a enfrentarse a la reina declarando inocente al cardenal?; ¿desafiaría el Parlamento la voluntad regia, la acusación directa y personal de la mismísima reina?; ¿se abriría por fin una brecha en el blindado poder de la Corona?

En cuanto a la historia en sí, nadie podía negar que fuera de lo más sugestiva e inaudita.

Para empezar, la protagonista principal era una auténtica descendiente de los Valois, antiguos reyes de Francia, aunque, eso sí, por vía ilegítima, de tal forma que su desfavorecida rama familiar había venido tan a menos generación tras generación que de niña se había visto obligada, prácticamente, a mendigar el pan por las calles; hasta que la rueda de la Fortuna la puso bajo la protección de una buena dama, la marquesa de Boulainvilliers, quien, enternecida por la triste suerte de la niña de regio abolengo y escandalizada de que una descendiente de reyes se viera en tales circunstancias, se convirtió en su benefactora y le costeó una buena educación. Años después, la niña, transformada en una bella joven, se casó con un teniente llamado La Motte.

La buena de la marquesa, que conocía al cardenal de Rohan, posibilitó el conocimiento entre éste y su protegida, que tras su matrimonio se hacía llamar condesa de La Motte Valois. La reciente condesa, que se había dejado ver en diversas ocasiones en Versalles, presumía a menudo de ser íntima amiga de la reina, y el cardenal, que contaba con el disfavor de ésta y ansiaba conseguir su gracia, creyó y confió en esa supuesta amistad. De tal forma se inició una correspondencia secreta entre la reina y Rohan a través de su íntima amiga, la condesa de La Motte Valois, que actuaba de correo entre uno y otro. Avanzada ya su relación a través de esa secreta correspondencia, la reina pidió al cardenal, siempre mediante la intermediación de la condesa de La Motte Valois, que comprara para ella el valiosísimo collar de diamantes de los joyeros Böhmer y Bassenge con la máxima discreción, es decir, sin que el hecho llegara a conocimiento del rey. El cardenal, que todavía no había intercambiado personalmente una sola palabra con la reina, pidió una entrevista con ella, y la reina se la propició una noche, a escondidas, en un oculto rincón del jardín de Versalles. Tras dicha supuesta entrevista, el cardenal, ya convencido, firmó el contrato de compra del collar, que lucía asimismo la firma de la propia reina en señal de conformidad y aceptación, y entregó el collar en mano a la condesa de La Motte Valois para que ésta se lo entregara a su vez a la soberana. Al cabo de unos meses venció el primer plazo, y cuando los joyeros reclamaron el pago a la reina, ésta negó tener conocimiento alguno de esta historia.

La principal cuestión era si había existido o no esa supuesta amistad entre la reina y la condesa de La Motte Valois, pues si existió tal amistad y el collar había sido entregado a la reina, no habría habido estafa, sino a lo sumo impago de una cuantiosísima deuda. Por el contrario, si no hubo tal amistad y el collar nunca había sido entregado a la reina, la estafa era clara y la cuestión a dilucidar sería, entonces, quiénes habían sido sus partícipes y si el cardenal de Rohan se encontraba entre ellos.

Las declaraciones vertidas en el juicio eran categóricas: dicha supuesta amistad nunca había existido. La reina no conocía a La Motte. En consecuencia, la presunta correspondencia entre el cardenal y la reina era falsa: las supuestas cartas de la reina habían sido falsificadas por otro de los acusados, Rétaux de Villette, amante de La Motte. De igual forma había sido falsificada la supuesta firma de la reina que constaba en el contrato de compra del collar. En cuanto a la secreta entrevista en el jardín de Versalles, había sido otra patraña. En la causa estaba implicada una joven, una mujer pública llamada Oliva, de cierto parecido físico con la reina, quien había confesado haberse hecho pasar por la soberana en dicha ocasión. En consecuencia pues, según las pruebas vertidas durante el juicio, era concluyente que la reina no había tenido ningún conocimiento de este asunto y que se había abusado de su nombre para cometer una estafa.

Respecto al cardenal, a quien la reina había creído en un principio autor voluntario, motivo por el que lo había acusado y hecho prender, había quedado asimismo acreditado que no se había quedado con el collar, el cual, por cierto, había sido desmontado y sus piedras preciosas vendidas en Inglaterra por el esposo de La Motte, sino que Rohan se lo había entregado a ésta en la confianza de que se lo daría a su vez a la reina. Por tanto, era de igual modo concluyente que el cardenal simplemente había sido engañado y utilizado por la pandilla de estafadores para ganarse la confianza de los joyeros, y que no era coautor del delito de estafa.

Ahora los magistrados deberían decidir el grado de culpabilidad de los diferentes partícipes, la pena que a cada uno se debía aplicar, y en lo concerniente al cardenal de Rohan, si, a pesar de no poder ser considerado coautor, era culpable de imprudencia temeraria por haber creído que la reina había estado manteniendo correspondencia secreta con él, se había entrevistado con él a escondidas y le había pedido que intermediara en la compra de un collar sin conocimiento del rey; es decir, si haber creído que la reina era capaz de tal desvergonzada conducta había sido una negligencia merecedora de sanción, o si, por el contrario, dado el habitual comportamiento de ésta, el cardenal estaba plenamente excusado de su involuntaria participación. En el primer caso, se salvaba el honor de la reina, en el segundo se la humillaba públicamente.

Pero, en cualquier caso, el juicio de los magistrados no sería el juicio del pueblo. Éste quería creer en la culpabilidad de la reina y nadie lo convencería de lo contrario. La imaginación popular suponía a María Antonieta amante a la vez de su amiga La Motte y del cardenal, y aseguraba que ambos estaban encubriendo a la soberana a cambio de inmunidad o de favores que les concedería una vez acabado el proceso. Y como no confiaba en la independencia e imparcialidad de las instituciones, el pueblo no daba crédito tampoco a la versión de la policía relativa a que el collar había sido desmontado con objeto de intentar vender sus piedras en Londres, sino que lo suponían en poder de la reina. La opinión pública atribuía a la reina toda la culpabilidad, y no perdonaría a su Parlamento que condenase a Rohan. Si así lo hacía, no volvería a obtener su apoyo frente a la Corona y quedaría barrida cualquier posibilidad de aumentar su influencia política.

Aquel día, 31 de mayo, era el señalado para la deliberación y pronunciamiento del Tribunal. Hoy, mi padre, junto con el resto de sus sesenta y tres miembros, debería emitir su voto. En pro o en contra del cardenal. En pro o en contra de la reina.

En aquellos momentos nos dirigíamos hacia el Palacio de Justicia. Mi padre estaba sentado a mi lado, en el interior de la carroza, con semblante grave y silencioso. Había recibido muchas visitas durante los días anteriores. Visitas de representantes de la familia Rohan, de otros magistrados que ya tenían decidido su voto y de adeptos al duque de Orleans, el primo del rey, conocido por su oposición a la Corona. Había recibido muchas presiones y estaba preocupado.

—¡Cochero! —exclamó mi padre contrariado—. ¿Qué ocurre?

El vehículo se había detenido. Un agente a caballo se nos había acercado.

—Las calles están colapsadas —informó—. No se puede seguir en coche.

—Soy el duque de Toulanges —anunció—. Soy magistrado del Parlamento. Comprenderá que he de llegar allí como sea.

—Le aconsejo que vaya andando. Es la única forma. Yo le abriré paso.

—¡Pero cómo es posible! —protestó indignado—. ¿Cómo no han previsto esto? ¿Quién es el responsable del orden?

Los tres —mi primo Didier venía con nosotros— bajamos del vehículo.

Didier Durnais había sido el pariente que aquella ola de curiosos había traído a la ciudad, en este caso a mi misma casa. Era un joven abogado que había querido trasladarse a París para seguir de cerca el proceso y, sospechaba yo, también para intentar situarse ventajosamente en la capital, dado que había ya terminado su pasantía en su ciudad natal, Rennes; de forma que mi recién ganada independencia se había visto pronto aderezada con la compañía de mi huésped, por tiempo, me temía, indefinido.

Observamos el panorama. Desde el muelle podía distinguirse la oleada humana que convergía hacia la Cité desde la otra orilla del Sena y la muchedumbre que se iba acumulando en ambas. Era un espectáculo asombroso. Asombroso especialmente por el motivo que había impulsado a toda aquella gente a lanzarse a la calle. No recordaba ninguna ocasión en que el veredicto de un Tribunal hubiese levantado tanta expectación.

—¡Es fabuloso! —exclamó Didier, dándome un codazo cómplice—. ¡Hoy es un día histórico, Paul! ¡Hoy es un día histórico!

Hacía algunos años que no había visto a Didier, y me había reencontrado con un entregado idealista que defendía con pasión las máximas más progresistas. Aunque yo pudiera compartir en esencia sus ideas, reconozco que estaba lejos de sentir la efervescencia que dominaba a mi primo, tan encendida que a menudo provocaba la sonrisa de sus contertulianos, y que si no llegaba a caer en el ridículo era sólo porque su ingenuidad y buenas intenciones resultaban tan patentes que invitaban más a la indulgencia que a cualquier otro sentimiento despectivo.

Siguiendo al jinete, nos hundimos en la masa de gente. Los más próximos miraron con curiosidad a mi padre, que llevaba puesta su peluca blanca y su solemne toga de magistrado, y se fueron apartando respetuosamente a su paso. De pronto, uno de ellos exclamó:

—¡Viva el Parlamento!

Fue la señal para que prorrumpieran en un estruendo de aplausos y de ovaciones como «¡Viva el Parlamento!», «Rohan libre», «¡Abajo la tiranía!», que nos fue ensordeciendo y encogiendo el alma mientras avanzábamos por aquel pasillo humano. Aquélla era la primera vez que mi padre se sentía objeto de la ovación popular y me consta que el hecho lo impresionó y conmovió profundamente. Fue quizá la mayor presión que había sufrido hasta entonces.

En Francia existían hasta trece parlamentos distribuidos en diversas provincias. No eran instituciones legislativas, sino meramente judiciales, y no prevalecía una sobre las demás. El Parlamento de París era sólo uno de los trece parlamentos, la instancia judicial más alta, eso sí, pero sólo respecto de su propia demarcación territorial, y aunque la del Parlamento de París era con diferencia la más extensa del reino, no abarcaba ni con mucho la de toda Francia. La única facultad política que correspondía, en puridad, a los parlamentos era la de registrar los edictos, reglamentos y ordenanzas reales, y las únicas disposiciones que podían dictar eran las de orden público. Más de una vez el Parlamento se había negado a registrar las disposiciones reales aplicando un derecho de veto que la Corona no reconocía y que había acabado, en diversas ocasiones, con la disolución forzosa del Parlamento disidente. Ése era el gran pulso entre la Corona y los parlamentos. El pulso histórico por el poder.

Entramos en el edificio y lo recorrimos hasta llegar a la Grande Salle. Era ésta un amplísimo vestíbulo dividido en dos naves por anchas columnas. Constituía la antesala de la sala de deliberaciones, la Grand’Chambre, donde se reunirían los magistrados para deliberar y dictar su sentencia.

A diferencia de la calle, las caras que allí se veían no eran anónimas. Se distinguían, resaltando de entre todos los demás por sus túnicas encarnadas, los magistrados del Parlamento. Aquí y allá habían algunos desperdigados que conversaban con otros individuos. Su primer presidente, el marqués d’Aligre, se contaba ya entre ellos.

Otro foco de atención lo constituían diversos miembros de las familias Rohan, Soubise, Marsan y Brionne, todas ellas emparentadas con el principal acusado, el cardenal de Rohan, y cuyo linaje nada tenía que envidiar al de los propios Borbones. Se habían apostado cerca de la puerta de acceso a la sala de deliberaciones y esperaban allí el paso de los magistrados con el semblante adusto, marcial y altivo de grandes señores profundamente heridos en su dignidad. Para evitar que algún mal observador no apreciase suficientemente su estado de ánimo, iban vestidos de riguroso negro, como sombríos y amenazantes guardianes del honor ultrajado de su legendaria casta. La grave y solemne presencia de los miembros de aquellas familias que formaban parte de la más alta y antigua nobleza de Francia, que estaban allí para manifestar con su acusatorio silencio que esta vez el rey se había pasado de la raya, impresionó a todos los presentes, y sin duda también fue una influencia de considerable peso en el ánimo de los magistrados.

Por supuesto, también estaba presente el equipo de los abogados de Rohan, con Target a su cabeza; Doillot, el defensor de La Motte, los abogados de los demás implicados y el fiscal general, Joly de Fleury. No faltaban tampoco diplomáticos de diversas embajadas que a no dudar correrían a informar a sus soberanos en cuanto se conociera la sentencia. Estaba claro que cualquiera que fuera ésta se extendería desde allí hasta el último rincón de Europa.

Llegada la hora, los miembros del tribunal se dirigieron a su sala en medio de la reverencia de los asistentes, que guardaron silencio hasta que el ujier cerró la puerta. Eran las seis de la mañana. Se iniciaban las deliberaciones.

Paseando distraídamente la mirada, divisé a unos conocidos míos, maître Desmond y el vizconde de Saltrais. Opté por unirme a ellos. Intercambiamos los correspondientes saludos y les presenté a Didier.

—Bien, conde —comentó Desmond—; veo que al final tenía usted razón y que la reina no tuvo nunca el collar.

Desmond era abogado. Era un individuo de trato correcto y agradable, pero bastante gris. Tenía un rostro redondo y blando, de ojos pacíficos y opacos, un cuerpo que tendía a la obesidad y un tono de voz algo aflautado y uniforme. Trabajaba en el bufete Desmond et Bernier, aunque el Desmond de la firma no era él, sino su padre. Si no hubiese sido por tradición familiar posiblemente no hubiera sido letrado. Pertenecía a ese tipo de familia burguesa adinerada que transmite las profesiones de padres a hijos durante generaciones. A su despacho era al que mi padre, y yo mismo por imitación, teníamos encomendados nuestros asuntos legales, en especial la administración de todos los inmuebles y fincas que poseíamos en París. El condado de Coboure y mi patrimonio personal los había adquirido de mi abuelo materno, ya fallecido. Por esa causa ambos éramos, para ellos, clientes diferenciados.

—Eso es lo que han dicho —intervino Saltrais con la sonrisa amable y condescendiente que se dirige al ingenuo.

—Bajo juramento —reafirmó Desmond.

—Sí, sí. —Rió con suavidad Saltrais, como si eso supusiera garantía alguna.

—En realidad —intervino Didier—, ¿qué importa que el collar lo tenga la reina, La Motte o Rohan? ¡A mí eso me da igual! Lo importante, lo verdaderamente importante, es que unos joyeros, proveedores habituales de la reina, se lo ofrecieran porque creyeran que ella podría haberlo comprado, porque todo el mundo sabe que es una despilfarradora, que ha gastado millones en sus jardines de Trianon y en otros palacios, y en regalos para sus amigos, y que una mujer frívola e irresponsable elige ministros y distribuye los cargos públicos entre unos favoritos que son tan frívolos e irresponsables como ella, mientras crece el déficit, aumentan los empréstitos y el dinero tiene cada vez menos valor. ¡Este sistema está podrido, absolutamente podrido, y el collar ese es sólo una muestra pestilente de la porquería que hay detrás! ¡El cardenal de Rohan ha de salir absuelto, absuelto sin tacha ni cargo alguno para vergüenza de la reina y de todo su podrido sistema!

El discurso de Didier había ido ganando en acaloramiento, en una tónica a la que yo ya estaba acostumbrado pero que sorprendió a Desmond y a Saltrais. Este último, en especial, lo miró con displicente interés, lo que animó a Didier a añadir, como colofón:

—¡Sólo así habrá una oportunidad de introducir en este país un régimen diferente!

—¿Y a qué régimen se refiere usted? —Saltrais parpadeó con desdeñosa cortesía.

—¡A la monarquía parlamentaria, por supuesto! —proclamó—. A la separación de poderes. Sin duda conoce usted las teorías de Montesquieu.

—Sin duda —confirmó Saltrais, sonriendo con suficiencia—. Veo que es usted un hombre muy… fervoroso. Interesante.

Al contrario que a Desmond, al vizconde de Saltrais le podía ser aplicado cualquier calificativo excepto el de hombre gris. De unos cuarenta años, aire mediterráneo y discreto señorío en todo su porte, de él era destacable su carácter fuerte e impositivo, su mente rápida y sagaz, y su brillante capacidad para el razonamiento y la oratoria. Su aplomo y dominio de sí, unido a una inteligencia apreciable gracias a su facilidad de comunicación y a una virilidad que tenía mucho más de calidez que de agresividad, le conferían cierto innegable carisma que atraía tanto a hombres como a mujeres. Saltrais era escuchado y respetado donde fuera, y tal era su poder de convicción que hasta sus errores pasaban a menudo por aciertos. Había formado parte del círculo próximo a María Antonieta durante los primeros años del reinado de ésta, pero según las malas lenguas, que en este caso parecen dignas de crédito, fue expulsado por tomarse excesivas familiaridades con la reina. Su esposa era la hermana de Lucile, y eran incontables las veces que Claire había llamado a nuestra puerta anegada en lágrimas al enterarse de alguna de las numerosas infidelidades de su marido, a pesar de lo cual se consideraba, incomprensiblemente, incapaz de dejar de quererle.

—Veo que la corte ha enviado a su secuaz —moduló Saltrais con una mueca descalificadora.

Todos volvimos nuestra atención hacia donde miraba él.

Contemplé a Courtain, que permanecía solo en la entrada. Aunque todos los que estaban cerca lo conocían, fue evidente que fingieron no haberlo visto para evitar saludarlo. Courtain tenía, en realidad, muy pocos enemigos, pero en aquellos momentos constituía un símbolo con el que nadie quería verse identificado. Se sabía que había defendido activamente la posición de la reina y que había visitado a algunos magistrados —a mi padre entre ellos— para intentar convencerlos de que su reputación no debía salir perjudicada de aquel asunto. Nadie, pues, se le acercó.

Aún permanecí inmóvil unos segundos, esperando la reacción de alguien o que Courtain, ante la incómoda situación, se marchase; pero cuando su mirada se encontró con la mía cedí al impulso de saludarle. Honestamente reconocía mérito al valor que había demostrado defendiendo una causa perdida que sólo podía granjearle antipatías y enemistades. Y por otra parte, las noticias que tenía de Lucile habían atenuado bastante mi indisposición contra él. El pronóstico que le anunciara en Versalles se había cumplido en parte: ella, en verdad, había partido ese mismo día, apenas unas horas después que yo; Courtain, por el contrario, había permanecido en Versalles. Corolario de lo anterior es que ellos dos no estaban juntos ni lo habían estado; pero aún había más: él, quizá por lo que yo le dije o por cualquier otro motivo, se había dado por vencido y con una prontitud desconcertante había iniciado ya una relación con otra mujer.

Así pues, en aquella ocasión me acerqué a él con un ánimo mucho más predispuesto al diálogo que en nuestro último encuentro.

—Esta vez es usted el que está en terreno hostil —lo saludé.

—Intercambiamos los papeles, ¿eh, conde? —respondió.

—No todos —me desquité.

Me captó, y como no esperaba el golpe, lo acusó en su rostro.

—No, no todos —tragó—. Les deseo, a usted y a ella, mucha felicidad.

—Gracias. —Sonreí—. Muy amable de su parte. También yo a usted, aunque vista la rapidez con la que se rehace de los desengaños no creo que necesite muchos votos en ese campo.

—Prefiero no hablar de ese tema.

—Qué novedad. Por mi parte no hay inconveniente. ¿Cómo han ido sus sondeos? —Cambié de asunto, refiriéndome a las entrevistas que había mantenido—. ¿Viene confiado?

—Algo —repuso sin demasiado entusiasmo—. Entre los magistrados las opiniones parecen bastante divididas. Pero cuento con el voto favorable de la mayoría de los quince eclesiásticos. Ya sabe que no le tienen demasiada simpatía al cardenal.

Hizo una pausa y luego añadió:

—Es inaudito cómo la opinión pública ha elevado a ese individuo a la categoría de héroe. Un vividor, un derrochador y un mujeriego. Sabrá usted que cuando estuvo de embajador en Austria montaba un escándalo tras otro, hasta que la emperatriz María Teresa suplicó a Francia que la libraran de ese libertino. Eclesiásticos como ése son un desprestigio para la Iglesia. Por eso creo que los demás prelados votarán en su contra.

—Pero ha estado encerrado en la Bastilla —señalé—. Eso despierta muchas simpatías.

—Desde luego no basta para despertar las mías. Si estuviera usted en la posición de su padre, ¿votaría a favor de la absolución de Rohan?

—Confieso que estaría tentado.

—Y supongo que eso le parece muy progresista; pero es un grave error. Además, usted se ha visto beneficiado con la amistad de la reina; ¿qué hay de su lealtad hacia ella?

—¿Y qué hay de la lealtad de usted a Francia?

—Siendo leal a la reina, soy leal a Francia.

—Mucho me temo que el error no es mío sino suyo, Courtain.

Guardamos silencio porque había comenzado a esparcirse un rumor que aumentaba de intensidad a medida que se iba extendiendo. Observé intrigado al grupo formado por Didier, Desmond y Saltrais. Alguien se había acercado a ellos y les estaba diciendo algo. Saltrais, al oírlo, blandió una amplia sonrisa.

—Los magistrados Robert de Saint Vincent y Dionys de Séjour han solicitado la pena de muerte para la señora de La Motte —nos informó Didier.

—No puede ser —murmuró Courtain palideciendo—. Estuve hablando con Joly de Fleury —añadió refiriéndose al fiscal general—. Me aseguró que en este caso no cabe la pena capital.

De pronto se abrieron las puertas de la Grand’Chambre. Los que estaban apostados cerca se apartaron a un lado y se hizo el silencio. Al cabo vimos desfilar a algunos magistrados que abandonaban la sala. Eran los eclesiásticos. A pesar de la postura oficial de Roma respecto a la aplicación de la pena capital, no querían participar en un juicio en el que la misma se había propuesto.

Miré de reojo a Courtain, que parecía muy tenso, y después a Saltrais que, en contraposición, se mostraba satisfecho. Me pregunté si ya había tenido previo conocimiento de aquella propuesta que no podía tener otro objetivo que el de disminuir el número de los magistrados contrarios a Rohan. Mi mirada y el reciente triunfo debió de decidirlo a acercarse a nosotros.

—¿Qué hace usted aquí, marqués? —Fue el agraviante saludo que dirigió a Courtain—. ¿Viene en representación de la corte?

—No. He venido a informarme, igual que usted.

—Para correr a informar a la reina —lo acusó.

—Supongo que no le negará el derecho a ser informada.

—Que yo sepa —continuó Saltrais sibilino—, a la reina no se le ha privado todaví. de ningún derecho. Al menos hasta ho..

—¿Me está provocando, vizconde?

—Eso depende de la facilidad con la que se deje usted provocar. Simplemente le hago notar que hoy no es bienvenido aquí.

—Esto no es su casa y no necesito su bienvenida —contestó encendido Courtain—. Si desea que me marche tendrá que utilizar la fuerza. Pero le advierto que yo haré otro tanto. Y si éste no es lugar adecuado, podemos arreglarlo donde usted quiera y a la hora que usted diga.

—Bueno, señores —zanjé contundente, para evitar la réplica de Saltrais—, es muy temprano. Las deliberaciones pueden durar muchas horas, así que será mejor que todos nos tranquilicemos. Vizconde, ¿qué es eso que lleva bajo el brazo?

Saltrais quedó en suspenso unos segundos, lapso en el que pareció considerar si valía la pena mantener el enfrentamiento con Courtain. Finalmente se impuso su sentido común, y ahogando un suspiro de indulgencia, me ofreció:

La Gaceta de Ámsterda..

—Gracias. Se la devolveré. Con permiso —manifesté, y tras hacerles una leve reverencia me aparté del grupo para buscar un sitio tranquilo donde leer.

Me senté en un banco próximo e intenté concentrar mi atención en la lectura, mas al poco me vi de nuevo interrumpido. La puerta de la sala de deliberaciones había vuelto a entreabrirse y un nutrido grupo se había concentrado a su alrededor. Me levanté y me mezclé entre los curiosos, en busca de noticias. Los rumores iban esparciéndose y llegaban fragmentados. Parecía que a La Motte no se la condenaría finalmente a la pena de muerte, sino a cadena perpetua. Luego corrió un clamor más intenso porque la noticia era también más espectacular: además de con la pena de prisión, sería castigada a ser azotada y vapuleada en público y a ser marcada en el hombro con un hierro candente con la inicial de la palabra «ladrona».

Los comentarios sobre aquella resolución no duraron en exceso. Se presuponía ya de antemano que La Motte sería declarada culpable, y una vez descartada la pena de muerte, cuál fuera el castigo era de interés menor comparado con una posible absolución del cardenal de Rohan. Pero según las impresiones que circulaban a mi alrededor, la discusión sobre esa importante cuestión que tenía a medio mundo en vilo aún se haría esperar. Llevaba ya mucho rato allí y estaba cansado. Decidí salir a dar una vuelta para despejarme. Con esa intención me dirigí hacia el vestíbulo de entrada. En mi trayectoria pasé cerca de una de las columnas, junto a la que se encontraba Courtain conversando con unos diplomáticos extranjeros.

—¡Cómo! —me interpeló—. ¿Se va usted?

—Volveré —le informé—. Voy a comer algo.

—¿Adónde?

No lo había decidido aún, pero adivinando su intención lo hice en ese momento:

—Al Café de Foy.

Me despedí con un gesto de cabeza y salí al exterior. Cuando llegué al local, situado en las galerías del Palais Royal, me senté a una mesa visible. Estaba seguro de que Courtain vendría.

El Palais Royal había sido en sus orígenes el Palacio Cardenalicio, que el cardenal Richelieu legó a su muerte a Luis XIII, y su sucesor Luis XIV a su hermano Felipe, y éste a sus descendientes, por lo que, a pesar de su nombre, no pertenecía al rey sino a su primo, el duque de Orleans. El nuevo dueño se había embarcado en la construcción de tres nuevas hileras de edificación que circundaban su amplio jardín, y que en su planta baja adoptaban la forma de galerías abiertas de columnas bajo cuyos pórticos se podía circular. La reforma arquitectónica resultó tan costosa que el duque se había visto en la necesidad de poner en alquiler y venta los recientes inmuebles, y sus nuevos ocupantes instalaron en ellos tiendas, cafés, restaurantes y locales de reunión y diversión de diversa índole. De esta forma, la vida de la ciudad había inundado el Palais Royal convirtiéndolo en uno de los espacios más populares de París; y no precisamente el de mejor reputación: como el palacio y el jardín seguían siendo propiedad privada del duque de Orleans, la policía no tenía acceso a su interior, y en él se refugiaban jugadores, agitadores, se vendían libros prohibidos, y los opositores políticos encontraban el lugar más favorable para exponer sus opiniones. Todo ello constituía un foco de atracción para miles de ciudadanos de toda condición e ideología, que lo hacían brillar de ambiente y animación desde la mañana hasta bien entrada la madrugada.

El Café de Foy era uno de los locales más conocidos y concurridos del Palais Royal. Me senté a una de sus mesas exteriores, bajo los frondosos castaños. Estaba observando distraídamente el ir y venir de los transeúntes cuando lo distinguí entre ellos.

—Que aproveche —saludó Courtain, cuando llegó frente a mí—. Tiene un aspecto excelente —comentó observando las viandas que me habían servido.

—No se prive usted, se lo ruego —lo invité—. Siéntese, lo estaba esperando.

—¿Ah, sí? —Sonrió mientras tomaba asiento—. Entonces supongo que también sabrá usted a qué he venido.

—Es posible —contesté.

Se rió. Esta vez no fue una carcajada, sino una risa natural, sosegada.

—Bien pues, dígalo, ¿a qué he venido?

—No quedaría bien que lo expusiera yo —objeté.

Me miró y alzó una ceja, con escepticismo. Luego una sombra mudó su expresión y manifestó:

—He venido a agradecerle su intervención. Si no hubiese sido por usted, ahora tendría una cita de madrugada con el vizconde de Saltrais en el bosque de Boulogne.

—Exagera —respondí con convicción—. Saltrais no es ningún descerebrado. Pero si así hubiese sido, de usted habría sido la culpa. No le dejó muchas salidas.

—La de retractarse —me punzó.

—En efecto. No es que me importe —añadí—, pero si no permite a sus adversarios otra opción que la de retractarse o batirse en duelo, le auguro una corta vida.

—Tengo mucho que aprender de usted, conde.

—Si yo quisiera enseñarle…

Rió de nuevo, quedamente, con sincera simpatía. De pronto, no obstante, pareció darse cuenta de la inconveniencia de aquel inesperado e involuntario chispazo de mutuo entendimiento y bajó la vista. Yo también velé la mía. El pasado era demasiado reciente y sus secuelas demasiado vivas para que pudiéramos olvidarlo.

Cogí la botella de vino y escancié el líquido en el segundo vaso que había pedido en previsión de la llegada de Courtain.

—Bien, conde —dijo—, ahora que estamos tranquilos, explíqueme por qué considera que absolver a Rohan será un beneficio para Francia.

—Yo no he dicho tal cosa. Sólo he dicho que estaría tentado de hacerlo. Estaría tentado porque necesitamos un revulsivo. Las cosas van mal, supongo que estará de acuerdo. Pero convengo en que desprestigiar a la reina no es positivo, a no ser que se quiera prescindir de la monarquía.

Me miró con expresión de asombro.

—¡Vaya Bramont!, con usted voy de sorpresa en sorpresa. ¡Supongo que no será republicano!

—¿Y por qué se escandaliza? El propio Voltaire dijo que la mejor forma de gobierno es la república. La verdad es que la forma de gobierno me tiene sin cuidado, mientras funcione. Y la que no funciona es la actual. Mire las instituciones que tenemos. Se las podría criticar todas, desde la primera a la última.

Así lo hice, en un razonado alegato. Courtain me escuchó, e iba asintiendo, como si me diera la razón. Pero luego expuso su opinión. Estaba de acuerdo con los males, pero no en que se acusara de todos ellos al Gobierno. Hizo un vehemente alegato de defensa del rey exponiendo todos los cambios que ministros anteriores habían pretendido llevar a cabo con su apoyo y que habían fracasado por la oposición de las clases privilegiadas que ahora se alzaban contra él. Manifestó su temor a que se atacara el poder del monarca porque, según él, ello llevaría al desorden y a la anarquía, y sólo a través de su autoridad se podían conducir de una forma prudente y controlada las reformas necesarias.

Yo disentí.

—Luis no tiene la energía necesaria para llevarlas a cabo —le rebatí—. Y no conseguirá el consenso necesario. Sólo con la promulgación de una Constitución y con la instauración de un Parlamento representativo se podrá lograr. Luis y María Antonieta jamás apoyarán con decisión ese cambio.

—Bien, entonces, ¿qué propone? ¿Les cortamos la cabeza, como hicieron los ingleses con Carlos I, e instauramos en su lugar una república u otro rey educado en las nuevas ideas? Luis es un buen hombre. Es justo y es honrado. Y si no lo apoyamos a él, ¿qué nos queda? El desastre. ¿Es que no lo ve? No puedo simpatizar con esta corriente de agitación que no hace más que tambalear los cimientos sin tener ni un rumbo, ni un proyecto, ni un plan preconcebido. Hace años que Chesterfield dijo que en nuestro país se dan todos los síntomas para que estalle una gran revolución. Y si abandonamos a Luis, es lo que ocurrirá.

—Yo no creo en los visionarios. Lo que vaya a ocurrir no lo sabe nadie y quien acierte lo hará por pura suerte. Pero, en cualquier caso, no hay que tener tanto miedo a las revoluciones. Inglaterra tuvo la suya, y ahora está mucho mejor que antes. Las colonias americanas soportaron su guerra por la independencia, y el resultado ha sido positivo.

—Bramont —me recriminó Courtain negando con la cabeza—, está usted loco. Es un loco teórico, como la mayoría de los reformistas que corren por ahí. Las revoluciones quizá sean buenas para las generaciones que las siguen, pero para las que les toca vivirlas es desastroso. Violencia, caos, anarquía, miseria… Y la guerra. Estamos rodeados de monarquías absolutas. ¿Cree que nos dejarían tranquilos mientras derrocamos a Luis e instauramos una república democrática? Eso quizá funcione en América, porque está muy lejos y es una civilización nueva, sin Historia. Pero nosotros estamos en el centro de Europa. Antes me ha citado usted a Voltaire. Permita pues que le cite yo a Montesquieu: no hay forma de gobierno que en sí misma sea superior a las demás, la mejor es aquélla que mejor se acomoda a la nación a la que se quiere aplicar. Y aquí no podemos instaurar de golpe una república democrática. Todo lo más una monarquía parlamentaria y con el derecho de voto restringido a las clases ilustradas. Y eso, siempre y cuando se actúe con mucho tiento.

—Bien. —Sonreí—. Ya me ha concedido usted algo. Empecemos por una monarquía parlamentaria e ilustrada. Ahora sólo hay que proponérselo al rey. Un simple trámite. ¿Quiere ser usted el mensajero?

Acogió mi broma con una sonrisa breve.

—Pues aunque no lo crea, me prestaría a ello, llegada la ocasión.

—Sí, sí que lo creo. —Reí socarronamente—. Lo creo capaz de todo.

—Usted, por el contrario, no haría nada. Usted es un indolente, Bramont. Tendría que haberse visto sentado en aquel banco leyendo, como si estuviera en el entreacto de una obra de teatro esperando que continuase la función, mientras yo tanteaba a los diplomáticos extranjeros para saber cómo reaccionarían en caso de una posible absolución de Rohan. Es usted un contemplativo. Pero es tiempo de ser prácticos y de luchar por los propios intereses. Nos empujan por detrás. Ellos también quieren su parcela de poder. Y a eso es a lo que se reduce todo, a la lucha por el poder y por la riqueza. Todas esas bonitas disquisiciones sobre la libertad, y la igualdad, y la soberanía popular serán instrumentalizadas por unos y por otros según su conveniencia. O entramos en acción, o nos barrerán como clase. Con o sin revolución.

—Bien, Courtain —repuse molesto por su juicio sobre mi persona, que además no consideré acertado—. Quizá tome en consideración sus palabras y me convierta en lo que usted llama «un hombre de acción». Pero puede que entonces se arrepienta de lo que me ha dicho hoy aquí. Y ahora, con su permiso —dije levantándome—, regreso al Parlamento. ¿Usted se queda? —insinué.

—Sí —asintió—. Comeré algo más. Temo que mi estómago es más difícil de satisfacer que el suyo.

Volví al Palacio de Justicia, meditabundo. La conversación con Courtain me había dejado una cierta sensación de desazón.

—Ya han empezado con el cardenal de Rohan —me comunicó mi primo Didier—. El fiscal general ha propuesto, a lo que puedo recordar, que sea sentenciado a presentarse aquí dentro de ocho días a declarar públicamente que ha sido culpable de temeridad criminal, de falta de respeto a los reyes y de haber contribuido al engaño de los joyeros, que pida públicamente excusas al rey y a la reina y que sea despojado de todos sus cargos y desterrado de las residencias reales. El decano de la Asamblea ha pedido la absolución pura y simple.

Permanecimos de pie esperando y esperando. Cuando ya desesperábamos, entrada la noche, después de diecisiete horas de deliberaciones, por fin hubo pronunciamiento. La puerta se abrió y alguien, precipitándose entre el gentío que apenas le dejaba paso, gritó:

—¡La sentencia! ¡La sentencia! ¡Ya se ha dictado la sentencia contra el cardenal de Rohan!

André Couriain

Salir del Palacio de Justicia había sido una auténtica odisea. Nada más conocerse el fallo estallaron en la Grande Salle eufóricas manifestaciones de celebración y entusiasmo. Los asistentes se agolparon en torno a los magistrados a medida que iban saliendo de la sala de deliberaciones, lanzando vítores y aplausos, estrechándoles las manos, llenándolos de felicitaciones. La noticia corrió como reguero de pólvora por pasillos y ventanas, por el aire mismo que se extendía por todas partes, y el gentío que esperaba en el patio y escaleras exteriores, exultante de alborozo, se lanzó hacia el interior. Apenas había tenido opción de elegir mis movimientos. Me había tenido que limitar a dejarme arrastrar por la marea humana y a abrirme paso, muy dificultosamente, hasta la calle. Por fortuna mi altura me permitía respirar. Luego la riada, que no cesaba de gritar «¡Viva el Parlamento!» y de agitar pañuelos, y de vociferar, y de vitorear, me arrastró hasta el Pont Neuf.

A medida que me iba alejando del centro el camino se fue despejando, pero aun así las calles estaban rebosantes de animación. Parecía que todo París se había lanzado a ellas. La noticia pasaba de boca en boca en medio de manifiestas expresiones de júbilo. Se abrazaban unos a otros, exhalaban gritos de entusiasmo, lanzaban vítores desde los balcones. Si hubiesen tenido cañones, hubieran lanzado salvas. Estaban todos como borrachos de alegría, como si acabáramos de ganar una gran guerra.

Me adentré por las callejuelas interiores. Había dado instrucciones a mi criado de esperarme con un caballo en el cruce de las calles Saint-Honoré y Saint-Denis. Me calcé las botas, monté y salí galopando hacia Versalles. Tenía la esperanza de ser el primero en informar a María Antonieta.

Cuando llegué era tal mi prisa e impaciencia que ni siquiera llevé mi montura a las caballerizas. Me limité a saltar del cansado animal y a dejarlo a la dudosa confianza de un desconocido mozo que podía ser tal o un simple ladronzuelo. Luego corrí hacia el palacio y recorrí a toda prisa escaleras y salas hasta la antesala del dormitorio de la reina.

—Tengo que hablar con Su Majestad —jadeé ante el ujier que guardaba la puerta del Gran Gabinete tras mi fatigosa e impaciente carrera—. Traigo noticias importantes del Parlamento de París.

—Su Majestad ya las conoce —dijo con el tono cortante y altivo de quien no está dispuesto a atender súplicas ni razones—, y no quiere ser molestada.

Me hundí en la decepción. Había pasado dieciocho horas en el Palacio de Justicia, había luchado contra el gentío, había cabalgado a toda velocidad por el polvoriento camino de París a Versalles, y todo para nada. Permanecí aún unos segundos delante de mi interlocutor, intentando asimilar el fracaso. Tan evidente debía de ser mi abatimiento que el hombre, que también me conocía y me sabía perteneciente al círculo próximo a María Antonieta, se atrevió a decirme, con mayor amabilidad:

—Lo siento, marqués; pero a la reina le ha afectado mucho la noticia. Es mejor que se retire usted.

Comprendí que no podía hacer nada más. Volví sobre mis pasos, apesadumbrado. ¡Qué silencio reinaba entre aquellas paredes! En las salas, en las escaleras, en el patio, sólo habitaba la soledad y el silencio. Ahora lo percibía con su peso abrumador. No era el silencio de la tranquilidad, de la paz, del sosiego. Era el silencio del abandono, del rechazo, del aislamiento. Un silencio funesto y amenazador. En especial si se lo comparaba con el júbilo y la alegría que dominaban París, donde todo eran cánticos, flores, vino y fiesta. Todavía resonaban en mis oídos los vítores de la gente al conocer que el cardenal había sido absuelto sin cargo alguno. Tenía grabada en la memoria la expresión de triunfo de Didier Durnais y la mirada soberbia que Saltrais me había dirigido. Sólo Bramont había sido cortés conmigo. «Lo siento», me había dicho. Y era para sentirlo. Después de todos los esfuerzos que había hecho, de todas las personas a las que había visitado para intentar convencerlas… ¡qué desastre! Veintisiete votos contra veintidós. Si no hubiesen echado a los eclesiásticos con aquella pérfida maniobra…

Qué sola estaba la corte. Y qué sola estaba la reina. Ahora se apreciaba estremecedoramente.