Paul Bramont
Esa determinante noche los había tenido a los dos delante de mí, al otro lado de la mesa. Courtain estaba sentado junto a Lucile, tan junto a ella que permanecían hombro contra hombro. Los tenía a ambos presentes como se tiene presente una daga clavada en el costado. Pero no podía mirarlos directamente. No podía demostrar que estaba más pendiente de ellos que de los demás, de forma que me veía obligado a pasear mi vista de objeto en objeto y de persona en persona, en un bailoteo constante, para que el posarla en ellos no llamara la atención. Primero miraba las copas semivacías, luego las bandejas de dulces, y después, como por accidente, la mano de ella que Courtain acariciaba con la excusa de admirar uno de sus anillos que, por cierto, le había regalado yo. ¡Cuántas veces había esperado de Lucile un gesto de rechazo y cuántas veces me había visto defraudado y ofendido por su complicidad! Así ocurrió también en aquella ocasión. Pero de nuevo tenía que desviar la vista antes de que alguien la captara.
En fin, estaba tan concentrado en ese esfuerzo de ver sin mirar que apenas participaba en la conversación. Y tenía que decir algo gracioso, porque hacía rato que no hablaba, y el resultar aburrido, aunque sólo fuera por una noche, era lo único que se precisaba en aquel círculo para caer en desgracia. Por contra, Courtain estaba exultante. Esta vez le cuchicheó algo a Lucile en la oreja, tan cerca que hubiese podido mordérsela sin apenas moverse. Y ella, ¿se apartó? No, claro. Sonrió. No sólo sonreía con los labios. Toda su piel exhalaba sonrisa.
Por fortuna entró una ráfaga de aire fresco por las puertas abiertas del balcón. El calor que desprendían las velas y el que tenía dentro de mi cuerpo provocado por la comida y la bebida, y por la irritación, lo confieso, me estaban haciendo sudar. Vaudreuil realizó una imitación burlesca del conde de Mounard, que había salido despotricando de la antecámara del rey después de haber pasado dos meses esperando ser admitido en su presencia sin haberlo conseguido. Fue especialmente graciosa la caricatura que hizo de su cojera, que lo había obligado a balancearse a un lado y a otro como un tentempié cuando descendía las escaleras, mientras refunfuñaba hablando solo con la cara roja como un pimiento por la indignación. Había jurado y perjurado que nunca volvería. Vaudreuil ironizó sobre lo lamentable del suceso pues, según dijo, ahora Versalles había perdido a uno de sus más graciosos bufones. Los demás sonrieron para premiarle lo ingenioso de su broma.
—No importa, conde —intervine dirigiéndome a Vaudreuil, refiriéndome a la pretendida pérdida del «bufón»—. Aún le tenemos a usted.
Para mi fortuna, la chanza aún fue más celebrada que la anterior. Salvado de nuevo en el último momento. Había sido arriesgada, por supuesto. Vaudreuil era el amante de la duquesa de Polignac, de la favorita de la reina, y además Gran Halconero del reino. No resultaba muy recomendable ofenderlo. Pero María Antonieta, sentada a la cabecera de la mesa, se rió. En consecuencia, Vaudreuil no podía darse por ofendido o hubiese hecho el ridículo, arriesgándose a que después todo el mundo se burlara de su enojo como él acababa de hacer respecto al conde de Mounard. Así que Vaudreuil también sonrió y me dirigió, por entre medio de dos velas, una mirada de advertencia. Me la devolvería en cuanto pudiera.
Yo también recordaba al conde de Mounard. Un ajuste privado de cuentas entre él y un mariscal, por la disputa sobre ciertas tierras que la resolución de un pleito había declarado de propiedad del conde, había comportado la expulsión de su hijo de la Academia de la Marina de Brest, en la que el mariscal tenía una gran influencia. El conde había acudido a Versalles a pedir justicia y la readmisión de su hijo, cuya expulsión era una bochornosa deshonra para él y su familia. Ni se le había recibido. Con un patrimonio modesto a pesar de su título y sin ningún protector en la corte que lo introdujera, no tenía ninguna esperanza. La historia personal del propio Mounard, que una década atrás había tenido que abandonar la corte ignorado y dejado de lado a causa de la cojera que una caída de caballo le había ocasionado, era otro ejemplo de la cruel indiferencia que reinaba en aquel edén de arbitrarios dones y privilegios. Pero ¿qué nos importaban las desgracias ajenas a aquel grupo de íntimos de la diosa Fortuna, encarnada en la joven y caprichosa veleidad de María Antonieta, en cuyo Olimpo no tenían cabida ni viejos ni tullidos ni aburridos? ¿Qué podían importarnos sus infortunios si no era para despreciarlos socarronamente y divertirnos a su costa?
—Deja ya a toda esa pandilla, Paul —me había dicho mi padre el día anterior—. ¡Si supieras lo que se dice de vosotros! Os pasan a todos por el mismo rasero: frívolos, despilfarradores, aprovechados… son los términos más amistosos que he oído.
Rencor y envidia. ¿Cuál era la causa, si no, de ese descontento tan extendido? «Celos, Señora, le decían, sólo celos porque no les hacéis caso.» Pobre María Antonieta. ¿Es que acaso tenía que ser amiga de todos? ¿Es que no podía elegir a sus propias amistades? ¿Y no era normal que beneficiara a sus amigos? «Por supuesto, Señora, cómo no.» Para mí, en concreto, una renta anual de treinta mil libras. No estaba mal, por no tener otra obligación que la de mantenerme joven, despreocupado, elegante, frívolo y divertido. Sobre todo divertido.
—Te estás idiotizando con toda esa panda de inútiles —me había dicho mi padre—. ¿Es que no sabes lo que se dice de ella? Los más finos aseguran que tiene amantes por doquier y dudan de la legitimidad del delfín. Los más groseros los llaman directamente puta y bastardo. No me gustaría que el nombre de mi hijo apareciera en uno de esos calumniosos panfletos que corren de mano en mano y que se leen entre risillas en los salones. Márchate antes de que la capital te cierre sus puertas. Conviértete en un hombre de provecho del que pueda sentirme orgulloso. Ocupa mi cargo de magistrado en el Parlamento de París cuando presente mi dimisión, tan pronto acabe el proceso contra el cardenal de Rohan.
Courtain apoyó su brazo en el respaldo de la silla de Lucile, y ésta se limitó a sonrojarse mientras notaba su proximidad envolvente. Aquello no había quien lo aguantara por más tiempo. Ya ni siquiera me era dable disimular mi irritación, pues aquella exhibición resultaba tan provocadora que nadie podía creer en mi indiferencia. Aun así, me esforcé en aparentarla y reí otra estúpida gracia que ni tan sólo escuché, mientras ocultaba en mi interior el torbellino de celos y frustración que me corroía.
El conde de Artois, el hermano del rey, explicó un nuevo juego de naipes que había aprendido. Yo no atendí. No me interesaba lo más mínimo. Desvié la mirada y me encontré con la de Lucile. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. La quería.
Luego Courtain soltó una carcajada. Sin duda era la réplica a algo que alguien dijo y que me perdí. Las carcajadas de Courtain eran muy características. Normalmente no obedecían a la risa, sino a la burla.
Aquella risotada removió todo mi hastío que salió ya a flote, ahogándome. Estaba harto. Estaba harto de las carcajadas de Courtain, del cortejo de éste a Lucile, de la rivalidad entre todos los favoritos, de las crueles burlas a los demás, de no poder ser aburrido cuando me viniera en gana. Harto de las cenas y de los juegos de naipes, de las mascaradas, de ver siempre las mismas caras, de rendirle pleitesía constante a la reina. Harto de que la vida se me escapara de las manos sin hacer nada de provecho. Necesitaba un cambio o mi espíritu moriría en el estancamiento de aquel ambiente cerrado, falso, encorsetado, sin libertad, sin principios, sin metas u objetivos que no fuera ganar y conservar lo ganado en aquella constante rivalidad que acababa por pudrir los caracteres más nobles.
—Márchate de Versalles —me había dicho mi padre.
Harto de ver cómo la reina se abandonaba de esa manera a la irresponsabilidad y a las evasiones cuando el Tesoro Público amenazaba con la quiebra y cuando el odio hacia ella se estaba extendiendo como una epidemia. Harto de que no se emprendieran las reformas valientes y decididas que el país necesitaba. Harto de que no se pudiera tratar en aquel círculo tema alguno que fuera mínimamente serio.
Me asfixiaba en Versalles.
La reina se levantó y todos los demás la imitamos. Quería que nos trasladásemos al saloncito contiguo para entretenernos con ese juego nuevo que el conde de Artois había explicado. Courtain le ofreció el brazo a Lucile y ella me miró unos instantes, como pidiéndome permiso para apoyarse en el hombre que deseaba con intensa pasión, algo tan evidente en su expresión que ya ni siquiera pude sentir celos u odio, sino tan sólo tristeza.
Desvié la vista de ella sin hacerle señal alguna y esperé turno hasta que encontré la ocasión de acercarme con discreción a María Antonieta.
—Perdonad, Señora —le dije a media voz—, pero os ruego me permitáis retirarme.
—¡De ninguna manera, mi querido conde! —exclamó jovial, en tono bien audible para todos, mientras me tomaba del brazo—. Si se va seremos número impar y no podremos jugar. Y además, la velada no sería lo mismo sin usted. Le ruego encarecidamente que se quede.
Ahora no podía retirarme sin ofenderla. A la reina le bastaba formular un ruego para ser obedecida, y eso era lo que esperaba.
—Insisto humildemente, Señora —dije mientras me desasía con suavidad de su brazo y le hacía una cortés reverencia—. No me encuentro demasiado bien y sólo haría que estropear la diversión de Su Majestad.
Noté cómo el aire se paralizaba y todas las miradas se concentraban con estupor en mi persona. María Antonieta me miró con un destello de orgullo en el fondo de sus ojos y moduló, ya sin sonrisa en los labios ni signo alguno de familiaridad:
—En ese caso, señor, está usted disculpado. Su salud me es muy querida. Sólo espero que se recupere prontamente.
Volví a hacer una profunda reverencia. Luego, sin mirar a nadie, evitando en especial posar mis ojos en Lucile, me alejé del grupo solo y salí de los jardines del pequeño Trianon sabiendo que había perdido para siempre el derecho de retorno.
Cuando aquella noche llegué a mis aposentos era tarde, pero no sentía deseos de dormir ni de nada en concreto. Perdí la vista a través de los ventanales de mi dormitorio, hacia la oscuridad en la que ellos dos se encontraban, allí afuera, juntos y libres por fin. Había un silencio muy pesado, de los que enturbian la mente a altas horas de la noche, en especial una ligeramente embriagada por el vino, como estaba la mía. Era tal el silencio que hasta oía el zumbido sordo de mis propios oídos.
Tras desvestirme me tumbé en el lecho y cerré los ojos. Extendí el brazo hacia el lado que quedaba a mi derecha y que estaba vacío. La noche anterior habíamos dormido juntos. Y tan sólo eso. Buenas noches y media vuelta. Media vuelta para pensar en Courtain sin que yo la estorbara; para entregarse libremente a ensoñaciones y a deseos que no me tenían a mí por objeto. Ésa era la causa, sin duda, de que hubiésemos intimado tan poco últimamente. Era posible que incluso entonces pensara en él.
Me enderecé. La negrura era absoluta a causa de las cortinas corridas que pendían del baldaquín. Las aparté y me levanté, descalzo sobre el pavimento de madera. Tenía coñac en algún sitio y avancé hacia él, guiándome gracias a la claridad de una luna casi llena que entraba sin estorbo por los amplios ventanales. Cogí la botella de cristal holandés punteado, la destapé de su tapón de aguja y lo vertí en una de sus copas a juego. Las noches eran todavía frescas en aquel mes de mayo y en esa sala la chimenea no estaba encendida, pero no me molestaba el ligero temblor de mis manos mientras bebía. ¿Qué importaba el frío? ¿Qué importaba nada? Al diablo con todo. Vertí otro poco en la copa y me lo bebí de un trago. Tras el primero la garganta se había habituado y ahora pasaba mucho mejor. Un poco más y ya podría dormir.
—Señor conde, señor conde…
Al parecer debía de llevar tiempo llamándome, pues se había decidido a zarandearme con suavidad. Por la claridad comprendí que ya era de día. El sueño debía de haberme vencido por fin la noche anterior.
—¿Qué ocurre? —pregunté malhumorado, percibiendo la amenaza de un ligero dolor de cabeza que prometía agudizarse en cuanto me moviera.
Lucile. Había venido. Lo recordé todo entonces y la desazón volvió a angustiarme. No quería verla. ¿Qué podía decirme que tuviera algún sentido, que pudiese arreglar nada? Hasta era posible que hubiese venido a comunicarme su romance nocturno antes de que me enterara por otras bocas, confiando en que ese alarde de espontánea sinceridad menguara en algo su culpa. No. No quería ni aliviar su conciencia ni tener menos motivo para sentir esa ofensa profunda que mata cualquier resto de amor y que cierra las puertas definitivamente al perdón. No quería oír ni saber nada al respecto.
Me senté en la cama. La luz me hirió en los ojos y la presión en mi cabeza palpitó un par de veces. Tendría que recibirla, era una cuestión ineludible.
Lucile permanecía de pie, detenida frente a la chimenea, que continuaba apagada. Cuando me vio sonrió levemente, pero era sólo una expresión de cortés saludo. La de sus ojos, cuyo enrojecimiento delataba que no había dormido lo suficiente la víspera, no mostraba alegría alguna.
—Buenos días —saludé, pero sin acercarme a besarla como solía.
—Buenos días —respondió ella, conservando también su posición distante.
—¿Tienes frío? —pregunté, percibiendo en ella un ligero estremecimiento—. Permíteme que encienda el fuego.
—No, por favor —me interrumpió—. No te molestes. No estaré mucho tiempo.
La aclaración me hirió y me detuve, permaneciendo erguido y retraído con las manos hundidas en los bolsillos del batín.
—¿Qué ocurrió ayer, Paul? —preguntó, en un tono mezcla de reproche y alarma—. Nunca te he visto cometer una incorrección semejante. ¿En qué estabas pensando? Sabes bien las consecuencias. Si no te disculpas inmediatamente te retirará su amistad, si no lo ha hecho ya. Y ni qué decir de mi humillación cuando me abandonaste delante de todos. ¿Qué ocurrió, Paul?
—Creí que serías tú la que tendrías algo que contarme —corté con calma.
—¿A qué te refieres? —Enrojeció levemente—. Yo no tengo nada que contar. Si no quieres creerme a mí —negó con sobriedad—, cualquiera podrá decirte que mi velada acabó como cualquier otra, salvo que me dejaste humillada y preocupada.
Era sincera, lo creí de inmediato. No había pasado la noche con Courtain. Nada había ocurrido todavía entre ellos. La presencia de los demás lo habría evitado. Mi inesperada retirada, que les señalaba acusadoramente a ambos, había roto la idílica burbuja de inconsciencia en la que habían flotado. Pero esa fidelidad forzada ya no me bastaba. Ahora veríamos hasta qué punto le interesaba Courtain y hasta qué punto yo la había perdido.
—No voy a disculparme —sentencié con calma, refiriéndome a la reina—. Me voy de Versalles.
—¿Qué? —exclamó atónita.
—Voy a trasladarme a mi residencia de Saint-Jacques, en la capital —continué—. Sustituiré a mi padre en su cargo de magistrado del Parlamento de París tan pronto presente su dimisión. Dejo la corte y dejo Versalles.
La sorpresa la dejó muda por unos instantes. Yo le mantuve la mirada, intentando no traslucir ninguna emoción.
—Pero ¿por qué? ¿Qué…? No entiendo nada, Paul.
—Yo creo que sí que entiendes —repliqué contundente—. Ya no me resulta grato permanecer aquí.
—Paul, si es por el marqués de Sainte-Agnès… —se atrevió a pronunciar.
—Es por muchas cosas —interrumpí, deseando evitar que la conversación se centrara en él y que los celos parecieran mi principal motivación—. Ya te lo he dicho. Quiero ocupar el cargo de mi padre cuando él se retire. Quiero trasladarme a París. Estoy harto de esto. La corte casi ni me alienta. Ha perdido todo su protagonismo. Es allí donde está el centro de gravedad. Aquí sólo quedamos los contados favoritos de la reina, que no hacemos más que ganarnos el odio de todo el mundo. Dime, ¿para qué voy a quedarme? ¿Qué hay aquí que me retenga?
—Yo. Espero.
—Tú estarás donde quieras estar. Tampoco hay nada aquí que te retenga.
Era cuanto necesitaba decirle. Ella también podía trasladarse a París si lo deseaba. Su hermana vivía allí, apenas a unas travesías de la que sería mi nueva residencia. Perdería su cargo de camarera de la reina, que le comportaba una pensión necesaria dada la escasa manutención que le pasaba su marido, pero yo podía compensarla económicamente de forma más que generosa. Incluso podía seguir acudiendo a la corte aunque ya no formara parte del círculo íntimo de la reina. Nada la retenía tampoco a ella. Nada excepto Courtain. Pero tendría que elegir. Yo no estaba dispuesto a pasar ni una sola noche más como la de la víspera. Ni una más.
—Sigo sin entenderte, Paul —se resistió, nerviosa—. Aquí tenemos una posición inmejorable. Muchos estarían dispuestos a hacer cualquier cosa por estar en nuestro lugar. La reina puede cometer errores, pero es la reina después de todo. Y toda esa gente poderosa que dices que está descontenta, lo está porque no está donde tú estás. Si estuvieran en tu lugar, te aseguro que no se sentirían descontentos. Así que no puedo entender el motivo que te impulsa a querer echarlo todo por la borda.
—Intento salvarme a mí mismo, Lucile —respondí—. Supongo que eso aún te resultará más incomprensible, pero no me siento capacitado para explicártelo. Sólo puedo decirte que he de marcharme de aquí. No lo aguanto más. Si me quedo, mi reacción de ayer se volverá a repetir en cualquier momento. He llegado al límite, ¿entiendes eso?
Calló y bajó la vista. Ahora era su mente práctica la que trabajaba bajo esa frente blanca, amplia.
—Hace tiempo que lo tienes decidido, ¿verdad? —preguntó.
—Hace tiempo que lo vengo meditando, sí —maticé.
—No me habías dicho nada.
—Te lo digo ahora.
—Y en esos planes de futuro ¿dónde quedo yo? Es decir, ¿dónde quedamos nosotros?
—La decisión es tuya. Puedes venir conmigo si lo deseas.
—Si yo lo deseo… —repitió con una sonrisa triste—. Qué elegante forma de ponerme contra la espada y la pared. Sabes bien que yo no quiero dejar Versalles. Aquí lo tengo todo… o lo tenía hasta hoy. Una posición excelente, una pensión generosa, amistades más o menos sinceras, pero amistades… ¿Qué tengo yo en París? Nada. No puedo vivir abiertamente contigo. No puedo tener residencia propia porque no podré mantenerla. Y vivir con mi hermana…, sabes bien que Claire y yo nos entendemos porque nos vemos poco. Me fuerzas a abandonarlo todo y me lo presentas como un deseo mío.
—Yo no te fuerzo a nada.
—No. Sólo castigas mi decisión. Porque si mi voluntad es quedarme, te perderé. ¿No es eso?
Me acerqué a ella y alargando mi mano, rocé sus dedos. Ante el contacto, me la tomó con firmeza y calor. Eso me animó a decirle, a media voz:
—Ven conmigo Lucile, te lo ruego.
—¿Hay algo que pueda hacer o decir para hacerte cambiar de opinión?
Negué con la cabeza, mirándola a los ojos. Me mantuvo la mirada unos instantes, estudiándome. También ella me conocía lo suficiente como para saber que una vez tomaba una decisión rara vez me echaba atrás.
—¿Cuándo te vas? —preguntó.
—No lo he pensado. Pero cuanto antes. Hoy mismo, de ser posible.
Me soltó entonces la mano y la apoyó en la repisa de la chimenea, de mármol de veteado tono verdoso, mármol cipolino importado del Piamonte por arquitectos italianos.
—Hoy no puedo irme contigo —me dijo al fin, volviéndose hacia mí—. Ni quizá mañana. No estoy preparada para tomar una decisión de esa importancia con tal rapidez e irreflexión. Has de entender que yo no soy una nómada dispuesta a seguirte al simple chasquido de tus dedos.
—Yo no he pretendido… —protesté.
—No sé lo que has pretendido, pero es lo que me pides. Tú llevas tiempo meditando sobre ello, pero yo no. Nunca antes me lo habías comentado, y ahora, sin recabar antes mi opinión, cuando ya tu decisión es irrevocable, me pides que abandone el único sitio donde me he sentido a gusto y he sido feliz.
—Quizá yo he contribuido en algo a que te haya sido tan grato —apunté dolido.
—Naturalmente —replicó de inmediato—. No soy yo la que te pide que te vayas. Eres tú el que se va, contra mis deseos y mi voluntad.
—No sé como lo logras, pero siempre consigues aparecer tú como la víctima. No quiero seguir discutiendo —añadí para acallarla—. No es así como te ganaré y eso es lo único que deseo. Ambos sabemos lo que hay de trasfondo en todo esto y no desaparecerá simplemente por negarlo o silenciarlo. Considero justo que te tomes tu tiempo para meditar con calma qué es lo que quieres. Por mi parte, mis ideas están muy claras: quiero marcharme y te quiero a ti. Lo primero espero conseguirlo hoy mismo; y en cuanto a lo segundo, esperaré el tiempo que precises.
Pareció buscar una respuesta, pero su honestidad se impuso y no replicó. Comprendía bien a qué trasfondo me refería y la inconveniencia de hablar con claridad de ello, porque no podía prometer sin incumplir, ni negar sin mentir.
—¿Es ésta nuestra despedida? —preguntó, con un rastro de melancólica tristeza.
—No veo la necesidad de otra.
Lucile entonces se acercó hasta mí y me besó brevemente en los labios. Tuve el impulso de abrazarla y responder a ese beso que tal vez fuera el último, pero ella se separó antes de que iniciara el movimiento y la ocasión se perdió.
Cerré la puerta tras Lucile y permanecí estático junto a su quicio. Tenía que despedirme de la reina. De María Antonieta. La cortesía también me imponía el hacerlo de otras personas de la corte con quienes tenía amistad, pero era menos indispensable dada la intención que tenía de seguirlas viendo. A ella, sin embargo, no. No volvería a verme agraciado con su trato. Dulce y risueña Señora. Alegre y coqueta, caprichosa y despreocupada, ignorante y juguetona. Diríanse cualidades que podían ser propias de la mujer más vulgar, pero qué carisma conferían esas gracias a una mujer de su poder y elevadísima posición. ¿Quién no aspiraba cada día a conseguir una sonrisa suya, quién no se afanaba por ganar el favor de una de sus palabras? A vos, Señora, os dejo. Ningún rencor os guardo, pues sólo favores de vos he recibido. Y no negaré que en alguna ocasión, en el calor de un baile, en la proximidad de una confidencia, en el licencioso contacto de un abrazo casual, os he deseado. ¿Quién no desea lo que idolatra? Pero nunca os he amado. Ni como mujer, ni como reina. Como lo primero, porque os ha faltado sensatez, responsabilidad y bondad. Y como soberana, porque nunca os habéis comportado como tal.
Me dirigí a la antesala del salón de recepción de María Antonieta, atestado como siempre de aspirantes a ganar el favor de su atención. Entre ellos, el grupo de los favoritos, en el que distinguí la cabeza dorada de Lucile. Estaba en compañía de Vaudreuil, la Polignac y todos los demás, los que antes de la cena de la noche anterior eran mis afines y ahora me miraban de reojo con altivez y me ignoraban con desdén, secreta pero manifiestamente satisfechos de mi caída, como lo habían estado de la de muchos que me habían precedido en similar suerte.
Era obvio que Lucile, por el contrario, había sido calurosamente aceptada. Esa actitud sólo podía obedecer al conocimiento de su ruptura conmigo. Qué rapidez en dar la noticia. Ni un solo día de luto me había guardado, no fuera a ser que su ausencia por tal largo tiempo la perjudicase en el aprecio de aquellas amistades tan profundas y sinceras.
Me aparté hacia uno de los balcones, esperando y deseando que nadie viniese a importunarme. Aparenté interés por lo que pasaba en el exterior, observando el ir y venir de la gente en el Patio de Mármol.
—Buenos días, conde —saludó alguien a mi lado.
Lo observé con un rápido vistazo de soslayo. Me bastó eso para notar la tensión que se ocultaba bajo su aparente cortesía despreocupada. Courtain no era muy ducho en el arte de ocultar sus emociones y estados de ánimo.
—No sabe el disgusto que me ha producido enterarme de que abandona usted Versalles —continuó ante mi silencio.
El sarcasmo tampoco se le daba bien, pero lo ensayaba de vez en cuando.
—Supongo que el mismo que a mí me produce el perderlo a usted de vista —devolví.
—Ya. Pero mejor dejemos de confesarnos nuestro mutuo aprecio o acabaremos echándonos a llorar. —Sonrió con tirantez—. Tengo entendido que va usted a ocupar el cargo de magistrado que ostenta su padre en el Parlamento de París —añadió.
Apreté los dientes y aspiré aire. Al parecer Lucile no había omitido detalle alguno.
—Marqués —intenté deshacerme de él—, no merezco el honor de su atención.
—Es usted en exceso modesto, conde. —Sonrió—. Todo lo contrario, me temo que es usted quien se ve condenado a soportarme durante unos minutos. Tampoco es tan grave. Después de todo, si las simpatías personales fueran el único móvil, ¿quién se hablaría en Versalles?
No repliqué. La persona de Courtain, en realidad, no me desagradaba. Era un hombre con un apreciable empuje interior que lo impulsaba como un resorte hacia adelante sin detenerse ante obstáculos que frenarían a la mayoría y que él ni siquiera parecía ver. Tenía, además, importantes dosis de simpatía, resultante de la combinación de ingenio y sinceridad. Al principio, su presencia en nuestro círculo había sido como una bocanada de aire fresco que yo, cansado de la hipocresía y falsedad de aquel ambiente, agradecí; sus bromas eran las únicas que reía con autenticidad, y sus comentarios no sólo eran inteligentes, sino, lo más inusual, carecían de doblez o de mala intención y nunca pretendían el lucimiento personal ni se basaban en la mofa o en el escarnio de los demás. Mi punto de vista cambió, claro está, cuando descubrí su interés por Lucile.
—Aún no ha contestado a mi anterior pregunta —recordó—. ¿Va a ocupar el cargo de magistrado en el Parlamento?
—Sí —espeté—. ¿Es que tiene usted aspiraciones semejantes?
—¿Yo? —exclamó Courtain casi riendo—. No. Qué ocurrencia. Eso me obligaría a trasladarme a París, y por el momento mis intereses están aquí. Lo que me sorprende es que los suyos ya no lo estén. Supongo que sería excesiva impertinencia el preguntarle a qué se debe el cambio.
—Supone bien —zanjé de inmediato—. Pero no se inquiete por mí. La vida le resultará mucho más placentera en mi ausencia. Por de pronto podrá ocupar mi cargo de consejero, si es que no le importa aceptar lo que otros rechazan.
Sonrió.
—Ciertamente no tengo escrúpulos de esa índole. Le sustituiré con sumo placer.
—Entonces me voy tranquilo.
—¿Y ocupará el cargo antes o después del proceso contra el cardenal de Rohan?
Ahora lo observé con más desconfianza que irritación. En aquellos salones nadie hablaba ni del Parlamento, esa antipática institución de pares y magistrados díscolos que osaban oponerse de vez en cuando a la Corona, ni del proceso que éste debía seguir contra el cardenal de Rohan por el asunto del collar. Si en aquel círculo no podía tratarse tema alguno serio o preocupante, nada que alterase la felicidad de la reina y perturbase su paraíso de alegría y diversiones, ¿quién iba a atreverse a mencionar ese proceso tan inconveniente y tan peligroso para ella?
—Insiste mucho sobre esa cuestión.
—Supongo que no lo apreciará, pero con ello lo distingo a usted de la mayoría de los imbéciles que nos rodean. Con cualquier otro hablaría de la última representación en el «Italien». Pero siempre me ha parecido que usted era susceptible de mantener conversaciones sobre temas de mayor enjundia. Quizá me equivoqué. Le ruego me disculpe —marcó una ligera pausa y continuó, burlón—. Dígame, ¿qué opinión le merece la última representación en el «Italien»?
Suspiré pacientemente.
—Asumiré el cargo una vez termine el proceso. ¿Era este dato de importancia para usted?
—Relativo —contestó—. Como lo son cualquiera de los votos que pueden decidir la condena o la absolución de la reina.
—Querrá decir, de Rohan —corregí, precisamente porque había comprendido la intencionalidad de su pretendido error—. La condena o absolución de Rohan. La reina es la acusadora, no la procesada, marqués.
—Formalmente sí —asintió perdiendo de pronto su esforzada flema, que al ser contraria a su carácter nunca podía mantener durante mucho tiempo—. Pero todos sabemos que lo que está en juego no es sólo la suerte de Rohan, sino el honor de la reina. Si Rohan es absuelto sin cargos, el honor de la reina quedará gravemente maltrecho. Imagino que el Parlamento debe de estar deseando vengarse de la indiferencia con la que lo ha tratado la Corona —continuó ante mi intrigado silencio—. Pero desacreditar a la Corona puede tener consecuencias graves, incluso para el propio Parlamento, que además pueden ser desestabilizadoras.
—Ya me ha oído —interrumpí—. Yo no decidiré sobre esa cuestión.
—Pero su padre sí. Piénselo. Usted tiene la posibilidad de sondear la opinión de los magistrados y de hacérselo comprender antes de que sea tarde.
Sostuvimos nuestras miradas unos instantes. La suya era grave, pero no de enemistad. La mía tampoco debía de serlo. Por unos momentos el asunto personal que nos mantenía enfrentados había pasado a un segundo plano. Courtain demostraba una inquietud que yo compartía, aunque tal vez mi posicionamiento fuera distinto del suyo. Él me pedía que intercediera ante mi padre y los demás magistrados en favor de la reina, cuando mi inclinación era más bien la contraria. Consecuencias desestabilizadoras… Se había llegado a un punto en que ya no las temía más que al poder absoluto, incompetente e inconsciente que estaba llevando al Estado a la bancarrota. Pero, en cualquier caso, no pensaba pronunciarme al respecto ante Courtain.
—No quiero hablar más sobre ese tema. No voy a ser el embajador de la reina entre los magistrados del Parlamento. Voy a mantenerme completamente ajeno a esa cuestión.
Courtain calibró si la insistencia podía reportar algún fruto. Debió de adivinar que no porque, con una sonrisa de compromiso que daba por terminada la cuestión, pronunció:
—Bien. En ese caso, le confieso que tengo otra preocupación, aunque si se la expongo seguramente incurriré en su desagrado.
—Me extrañaría que esa consideración pudiera detenerlo.
—Evidentemente se trata de Lucile de Briand.
Quedé paralizado unos instantes, con sentimiento mezcla de asombro e irritación.
—Supongo que ya se habrá percatado de que siento un vivo interés por esa dama —continuó.
—Pues no —respondí escocido—. No tenía la menor idea.
—Vamos, vamos, Bramont —canturreó Courtain—. He jugado limpio. La he cortejado delante de usted.
—Es usted muy considerado.
—En realidad no debería odiarme por ello, sino compadecerme. En semanas de esfuerzos sólo he conseguido algunas sonrisas amables, fracaso que atribuía a la consistencia de su unión con usted. Imagine por tanto mi confusión al enterarme de que abandona usted Versalles.
—Pues así es, le confunda o no.
—No lo dudo. Pero la cuestión es si esa separación significa que ha finalizado su relación con usted. Ese insignificante detalle es el que me tiene sumido en la incertidumbre.
—Entiendo. —Arqueé las cejas comprensivo.
—Ella ha dado a entender que es así —persistió—; pero para calibrar la libertad de su declaración hay que considerar que de otra forma no sería aceptada tras el proceder de usted de anoche. De manera que mi escepticismo es mayúsculo. —Esperó mi reacción, pero como viera que seguía sin soltar prenda continuó, agravando y bajando la voz—. Es inútil eludir ciertas cuestiones que son evidentes. Tenemos un conflicto de intereses manifiesto, conde, tanto si quiere hablar de ello como si no. Tengo la costumbre o, mejor dicho, la necesidad de atacar los problemas de frente; algo que puede sorprender quizá, dado que no parece la forma de proceder habitual entre estas paredes, pero no sé conducirme de otra. La amo y la quiero para mí, no me avergüenza ni me incomoda el decírselo, y haré lo posible por conseguirla, sin más límite que el de su propia voluntad —marcó una pausa, para asegurarse de que entendía la exclusión que hacía de la mía—. ¿Ha finalizado su relación con ella o no? Es todo lo que quiero saber.
—No —mentí tajante, con toda la alevosía imaginable que me dictó la indignación.
Enrojeció mientras congelaba la mirada.
—¿Se va con usted? —articuló al fin.
—Yo me adelanto, pero ella me seguirá pronto, sí.
Courtain bajó la vista, trastornado. Me había creído a pies juntillas. Inaudito.
—Entonces, ¿a qué viene esta comedia? —preguntó alterado, señalándola a ella—; ¿por qué dar a entender que han roto su relación?
—Usted lo ha dicho —continué, preguntándome hasta dónde daría de sí su credulidad—: para no perder su cargo. Necesita la pensión, y yo ahora soy un proscrito.
—Pero si le sigue a usted, se sabrá pronto —objetó con acierto.
—No necesariamente —fue cuanto se me ocurrió contestar, esperando que no me pidiera detalles de cómo conseguiría evitarlo.
Por fortuna en aquel momento se anunció la entrada de la reina y Courtain no tuvo opción de seguir interrogándome. Todos nos volvimos hacia la puerta que dos ujieres abrían con solemnidad. María Antonieta entró en la estancia y dirigió a la concurrencia, que la observaba expectante, la semisonrisa amable y modesta que se puede permitir quien se sabe admirada y casi divinizada. Saludó a la duquesa de Polignac, a la princesa de Lamballe y a algunos otros de los presentes. Cuando pasó junto a mí, en su trayectoria hacia la sala contigua, carraspeé para llamar su atención.
—¡Ah, conde! —Exclamó con frialdad—. ¿Se encuentra ya mejor?
Hice una profunda reverencia.
—Tener el privilegio de veros, Señora, debería de bastar para curar al más grave de los enfermos —pronuncié con automatismo—. Pero me temo que mi salud está delicada. Si Vuestra Majestad lo permite, me retiraré a descansar una temporada a mi residencia de Saint-Jacques.
—Me entristece saber que su estancia en la corte ya no lo hace feliz —fue su inmediata respuesta, sin entonación alguna que permitiera descubrir más que absoluta indiferencia—. Pero si su bienestar lo requiere, tiene mi venia. ¿Y usted, marqués? —Dijo, volviéndose hacia Courtain y haciendo ostensible que cualquier atención hacia mí había finalizado—, ¿también nos abandona?
—Nunca, Señora —repuso éste—. No hasta que Su Majestad se aburra de mi presencia.
La reina agradeció con un leve gesto la cortesía y continuó su camino. La comitiva desapareció tras ella y la sala quedó vacía. Paseé la vista por aquel espacio, en un acto interior de muda despedida. No obstante, cuando yo mismo atravesé el umbral, algunos minutos después, lo hice con completa tranquilidad de espíritu y el sentimiento de que el cambio sería para mejor. Demasiado tiempo llevaba creyéndome en el mundo por pensar que éste se centraba en Versalles, cuando en realidad el mundo lo había desplazado de su núcleo y pronto lo expulsaría incluso de su círculo.
Lucile De Briand
Cuando Paul marchó, sentí un profundo alivio. Hasta ese momento no me había percatado de hasta qué punto estaba agotada emocionalmente y necesitada de soledad. Ahora, por fin, tendría mi propio espacio, tanto físico como mental, algo que precisaba para rehacerme y recuperar una serenidad que había perdido.
Pero, para ello, debía alejarme también una temporada de André. Él me tenía completamente obnubilada; viéndolo era incapaz de pensar con claridad; hasta la voluntad me tenía subyugada. Y sabía que ahora que Paul se había ido, la impaciencia de aquél exigiría mi entrega inmediata, y yo no me veía capaz de pasar de unos brazos a otros con aquella rapidez. Necesitaba un lapso de tiempo, aunque fuera breve, para poner orden en mis emociones, para aceptar en mi interior el final de ese capítulo de mi vida que se cerraba, y para sentirme libre antes de entregarme a otro.
Eso me hizo forjar la idea de un corto viaje. La medida no era forzada, ya que la semana siguiente era el cumpleaños de mi hijo Philippe, y siempre había acudido a Nuartres en fecha tan señalada. No lo fue, excepto en la premura en su ejecución pues decidí marchar aquel mismo día sin ni siquiera despedirme en persona de André por miedo a que una entrevista con él precipitara lo que yo quería sosegar. Le dejé, eso sí, una nota explicativa en la que le decía escuetamente la verdad: me trasladaba a Nuartres para una breve estancia por el antedicho motivo.
Así que partí, anhelante de la compañía de mis hijos, los únicos seres que podían devolverme la calma que necesitaba. Pero cuando llegué, me esperaba una desagradable sorpresa. Mi marido no me recibió con satisfacción. No era mi presencia lo que le disgustaba, pues había aceptado que ésta tendría lugar de vez en cuando ante mi natural imperativo de ver periódicamente a mis hijos, sino el motivo, que le llegó antes que yo por no sé qué vías. Mi relación con Paul le había resultado muy cómoda y con ella estaba tranquilo, por lo que mi ruptura con él no le causó alegría alguna; pero lo que ya lo llenó de profunda alarma fue la posibilidad de que iniciara un romance con el marqués de Sainte-Agnès. Las referencias que había solicitado y obtenido de su carácter y personalidad no podían ser, desde su punto de vista, más amenazadoras. Un individuo imprevisible e incontrolable. ¿Qué irreflexivas e imprudentes reacciones podía llegar a tener? Desaprobaba por completo que iniciara relación íntima alguna con ese sujeto. Si infringía tal prohibición, no podría poner los pies en su casa, y ya podía despedirme de volver a ver a mis hijos. Y si pretendía reclamar su custodia debía recordar que la fortuna y relaciones le pertenecían a él, y cualquier batalla que yo iniciase en ese sentido la tenía perdida de antemano.
La amenaza me torturó lo indecible, porque con la distancia, lejos de olvidarlo, desesperaba por no verlo. Si mi intención al refugiarme en Nuartres había sido la de aclarar mis ideas, no tenía más que reparar en quién las acaparaba todos los minutos del día. Fueran cuales fuesen las razones que mi sensatez opusiera a tal elección, la volatilidad y multiplicidad de sus amoríos, los limitados medios económicos suyos y míos, la coacción de mi marido…, mi corazón no cejaba en su empeño obsesivo: André, André, André. La serenidad que buscaba no podría encontrarla así. Me enfrentaría a lo que fuera por él, porque no era libre de elegir.
Con esta firme determinación emprendí el camino de regreso a Versalles, y aunque estaba impaciente por llegar, hice escala en París para visitar a mi hermana Claire.
Y fue una suerte, pues gracias a esta decisión pude enterarme, antes de reencontrarme con él, de cuán fundadas eran las advertencias que se me habían hecho, y que me había hecho yo misma, sobre André Courtain.
—Lucile —me dijo mi hermana tomándome por ambas manos—, antes de que te lo encuentres de frente por sorpresa o de que te lo explique cualquier malintencionado, prefiero darte yo la noticia. Es sobre el marqués de Sainte-Agnès.
—¿Qué ocurre? —pregunté intrigada.
—Verás…, el marqués… tiene una nueva amante.
Se me congeló la sangre en las venas.
—No es verdad —me resistí.
—Es muy reciente —continuó Claire con suavidad—. Se empezó a saber la semana pasada. Se llama Elisabeth de Fontseau. Es la esposa de un oficial de un regimiento de dragones —se interrumpió—. Lucile… cariño… ¿te encuentras bien?
No, no me encontraba bien.
—Lo siento —se condolió mi hermana instándome a que me sentara y haciéndolo ella a mi lado—. Pero, si quieres un consejo, olvídalo. Vuelve con el conde de Coboure. Bramont es un hombre consistente y fiable. El marqués no es más que espuma de champaña.
Al día siguiente no volví a Versalles, como había ideado en un principio. La noticia cambió radicalmente mis planes. Permanecí convaleciendo en casa de Claire, encerrada en mi alcoba, sin salir, sin ver apenas a nadie, sin leer, sin escribir, sin hablar, sin hacer nada que requiera presencia de ánimo. Pasaba la mayor parte del tiempo tumbada en la cama o balanceándome en la mecedora del dormitorio, traumatizada.
Hasta el tercer día no pude llorar.