Luche De Briand
Era una niña cuando me casé. Tenía dieciséis años. Mi marido había cumplido ya los cuarenta y dos. A pesar de ello, yo estaba muy ilusionada. Albert Briand, duque de Nuartres, era un hombre muy rico, educado, culto, de gustos y maneras refinadas, y aunque mucho mayor que yo, confiaba en que sería cariñoso y considerado conmigo. Pero no fue así. Me instaló en habitaciones separadas de las suyas y me castigó con una absoluta indiferencia. Apenas lo veía durante el día, y por la noche sólo me visitaba cuando creía que estaba en condiciones de concebir. Dada la desgana y frialdad con las que me trataba llegué a creer que era fea y desagradable.
¡Pobre niña! ¡Qué poco sabía de nada! Más tarde descubrí que mi esposo se había casado obligado por la necesidad y el deseo de tener descendencia, y que desde hacía ya muchos años mantenía una relación estable y secreta con su secretario, un hombre serio de su edad que me había demostrado desde el principio una gran antipatía. A mi marido no le gustaban las mujeres y, por supuesto, tampoco le gustaba yo. En cuanto nacieron nuestros dos hijos me instó a que pasara una temporada en Versalles, donde una amiga suya, la princesa de Lamballe, me acogería bajo su protección. Se quedaba con nuestros hijos y se deshacía de mí.
Corría por entonces el año 1783 y ya silbaban entre los cortesanos vientos de descontento con el Régimen, especialmente con María Antonieta, diana de todas las críticas; vientos que volaban sin encontrar obstáculo alguno hasta París, donde se recrudecían y se esparcían por el resto de Francia. Pero a mí, que había permanecido tanto tiempo recluida en la residencia de campo de mi esposo en el Languedoc, de todo aquello no me habían llegado sino lejanos y amortiguados susurros, de forma que cuando apareció ante mí el Palacio de Versalles sólo pude quedarme deslumbrada por su magnificencia y desconcertante ajetreo. Nada tenían que ver aquellos bulliciosos salones y jardines, abiertos a todo el que quisiera y por los que transitaban miles de personas entre visitantes, peticionarios, ministros, secretarios, embajadores, cortesanos, guardias…, con el apacible aislamiento del que había sido hasta entonces mi hogar conyugal.
Y mi destino era, además, el epicentro de aquel torbellino. La princesa de Lamballe era, junto con la duquesa de Polignac, una de las mejores amigas de la reina, así que de pronto me vi trasladada, sin transición ni preparación alguna, de mi pacata soledad al círculo de los privilegiados, envidiados y juerguistas amigos de Su Majestad.
Con mis limitadas experiencias vitales no podía esperarse de mí que me comportara en aquel ambiente como alguien distinta a lo que era a mi llegada: una mujer cohibida y acomplejada, un satélite apagado y deslucido al que todos ignoran en medio de aquellos refulgentes astros. Todas las damas de la corte me parecían impresionantes, infinitamente superiores a mí en todo, y arrancada de la querida compañía y entrañable abrazo de mis hijos me sentía allí sola, insignificante e infeliz.
Pero entonces conocí a Paul Bramont.
Pensé que se había aproximado a mí por iniciativa propia, hasta que, mucho más tarde, supe que lo había hecho a petición de la princesa de Lamballe, quien a su vez lo hizo a instancias de mi marido y no sin antes consultarle. Mi esposo deseaba que mi estancia en Versalles fuera definitiva y no meramente temporal, como me había expresado a mí para convencerme y conseguir que me trasladara sin oponer demasiada resistencia, y para ello pensó que lo mejor sería facilitarme relaciones que, al crearme lazos, me indujeran a permanecer allí. Por otra parte, debió de considerar que el que acabara teniendo un amante era algo inevitable, y al adelantarse eligiéndolo él se aseguraba de que yo no escogiera a alguien inadecuado. Tenía gran preocupación por que su inclinación sexual se mantuviera en el más estricto secreto, y aunque confiaba en mi discreción, garantizada por el bien de mis hijos, temía que mi posible íntimo confidente abriera al conocimiento general la ventana que hasta entonces había estado tan cuidadosamente cerrada. Era necesario alguien que fuera de fiar.
Encontró el hombre ideal en Paul François Bramont, conde de Coboure. Amigo personal de la princesa de Lamballe, por quien le fue recomendado, hijo de los duques de Toulanges, era todo un caballero, elegante, serio, prudente y reservado. Además, era joven y apuesto —mi esposo no olvidaba que tenía que ser de mi agrado—, y estaba disponible o al menos no tenía en aquel momento relación sentimental conocida. Antes de dar su definitiva aprobación, mi marido quiso conocerlo, y con la excusa de visitarme se presentó en Versalles. Paul, que por aquel entonces aún desconocía sus intenciones y lo que de él esperaba, se mostró comunicativo y amable, aunque probablemente estaba extrañado por el interés y afinidad que le demostró aquel desconocido duque de Nuartres. La impresión de mi esposo fue de lo más favorable: el candidato fue aceptado y mi protectora recibió la señal oportuna.
La princesa omitió, en su solicitud a Paul, toda referencia a la voluntad de mi esposo. Su querida amiga, la duquesa de Nuartres, le dijo refiriéndose a mí, era tan desgraciada por haber perdido el amor de su marido, estaba tan triste, apenada y deprimida, que necesitaba con urgencia que alguien le prestara un poco de atención, pues de lo contrario temía lo peor. Si su buen amigo, el conde de Coboure, quisiera hacerle este favor, no sólo se ganaría su agradecimiento, sino que podía tener la seguridad de estar realizando una buena acción. Paul se resistió. No gustaba de ese tipo de encargos. La princesa insistió. Sólo una pequeña temporada, le pidió, un pequeño esfuerzo. Tampoco era necesario que se dedicara a mí con exclusividad.
Ante la insistencia de la princesa, Paul se avino a concederme la oportunidad de agradarle. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer ni estaba interesado en nadie en particular. Por lo que a mí respecta, que un hombre me hiciera objeto de sus atenciones me resultaba tan novedoso que lo recibí con la máxima cordialidad, ignorante como estaba de lo forzado de aquel acercamiento. Paul parecía encontrar agradable mi trato, y yo me esforzaba en que lo fuera, pues, con independencia de cualquier otra emoción que él pudiera inspirarme, yo era plenamente consciente del privilegio que suponía la deferencia de un hombre de sus cualidades y condición, y porque, tengo que reconocer, por entonces ningún otro rivalizaba con él ni había en el horizonte quien pareciera interesado en hacerlo. A pesar de todo, yo no me hacía ilusiones, pues en todos nuestros encuentros no percibía por su parte más que desapegadas muestras de simpatía, y su comportamiento nunca me indujo a pensar que buscara en mí algo más que ligera conversación con que aliviar el tedio de las reuniones sociales.
Por ello me sorprendió el encontrarme de pronto un día en sus brazos y al poco en su cama. Por entonces yo todavía no estaba convencida de mis sentimientos hacia Paul, pues aunque pensaba en él a diario y anhelaba su compañía, me asaltaba la razonable duda de si lo que me alimentaba era más la necesidad de despertar interés en alguien que el interés que ese alguien me inspirara a mí. Pero cuando llegó el inesperado momento le correspondí sin el menor signo de titubeo y me reservé para más tarde la debida reflexión sobre mis verdaderos deseos, pues conociendo el orgullo de Paul Bramont y la tibieza de su pasión por mí, habría bastado un solo inoportuno gesto de rechazo para que me dejara plantada con diligente presteza y no me dedicara en el futuro salvo los buenos días; y eso hubiese supuesto para mí una pérdida que por entonces no me veía capaz de afrontar.
Y aquella primera vez que estuve con Paul me ocurrió algo completamente nuevo: gocé. Con mi marido, que me había disfrutado lo mínimo que su objetivo procreador le exigía, yo ni me había aproximado a ello; de forma que hasta ese momento no sabía que pudiera experimentar algo semejante. El descubrimiento de aquella indescriptible sensación que me sobrevenía después de ser madre de dos niños fue extraordinario, y me dejó, jadeante y conmocionada, inerme sobre las sábanas. Me sinceré con Paul, en quien intuía una sensibilidad y generosidad muy superiores a las que su pose altiva y su sobria reserva permitían vislumbrar, y no dudo de que esa confidencia y lo que ello suponía incrementó su estima por mí, y a mí me dejó en un estado de completa dependencia afectiva de él.
Tras iniciar mi relación con Paul las cosas fueron cambiando poco a poco. Tener un amante de esa categoría era todo un toque de distinción, y a partir de entonces se me prestó mayor atención. Otros hombres se molestaron en cortejarme, y damas de rango superior al mío, que hasta entonces sólo me habían dirigido esporádicamente la palabra por deferencia a la princesa de Lamballe, comenzaron a invitarme a sus veladas y a solicitar mi presencia en sus reuniones. Sedienta de su aceptación, yo me esforcé en imitarlas. Me vestía como ellas, hablaba como ellas y me comportaba como ellas. Y cuanto más como ellas era, más integrada me sentía, hasta que llegó un momento en que no era yo la que necesitaba la aceptación de los demás, eran los demás los que buscaban la mía. Conseguí el cargo de camarera de la reina y pasé a ser un miembro activo de su círculo. Había alcanzado el éxito en la corte, y con él la superación de mis traumas, la apreciación de mi propia valía y mi éxito personal.
A medida que experimentaba esa transformación, también fue evolucionando mi relación con Paul. Nuestros lazos, basados en la confianza, el respeto y el cariño, se fueron estrechando cada vez más, hasta que ambos creímos haber encontrado una estabilidad emocional suficientemente placentera como para propiciarnos mutua felicidad. Durante una temporada, que se extendió a algo más de dos años, fuimos dichosos juntos.
Hasta que apareció André Courtain.
La primera vez que lo vi fue en los jardines de Versalles.
Era el verano de 1785 y acababa de estallar un escándalo mayúsculo que había alterado a todo el mundo y cuyos ecos aún retumbaban: el rey había mandado detener al cardenal de Rohan, acusado por María Antonieta de haber cometido una estafa para apropiarse de un valiosísimo collar de diamantes haciendo creer falsamente a los joyeros que lo adquiría para la reina y en su nombre. El cardenal, que ante la estupefacción de todos había sido arrestado delante de la corte entera, engalanada instantes antes de la celebración de la misa solemne que él mismo debía oficiar, y encerrado en la Bastilla, declinó la gracia de someterse a la clemencia del rey después de haber sido objeto de semejante trato y solicitó hacerlo a la jurisdicción del Parlamento de París.
Ése era el tema de conversación que ocupaba a Paul y a su padre, mientras los tres paseábamos a la caída de la tarde, cuando mi mirada distraída fue atraída por su persona. Estaba sentado en un banco, conversando con una mujer. A ella no hubiese podido identificarla ni un segundo después, pues ni siquiera la miré un instante; mi vista no podía apartarse de él, y en él siguió posada hasta que llegamos a su altura. Puede que entonces él notara algo, porque desvió la suya hacia mí y me saludó con una casi imperceptible inclinación de cabeza. Yo desvié la mía inmediatamente, azorada, como si hubiese sido pillada en falta. Mi consternación duró aún algunos minutos, y aunque al cabo me relajé un poco, no lo conseguí del todo ante la previsión de que pasaríamos de nuevo por el mismo sitio a nuestro regreso. Y así ocurrió, pues dimos la vuelta en cuanto llegamos al final del sendero. Paul seguía conversando con su padre, y yo no pude, ni quise, evitar volver a mirar hacia el banco. Seguía allí, si bien más próximo a su acompañante que minutos antes, y aunque esta vez me preparé para enfrentarme con entereza a cualquier gesto que quisiera dirigirme, se encontraba tan concentrado en su conversación que no percibió mi presencia. Continué mi camino, y antes de llegar al palacio ya lo había olvidado.
Pero volví a verlo pocos días después. Nos cruzamos en las escaleras principales. Él bajaba conversando con un hombre y yo subía sola. Lo reconocí de inmediato. Pasó a mi lado, pero no me dirigió ni una mirada. Yo, por el contrario, no aparté la mía de él mientras descendía hasta que desapareció de mi campo de visión.
Una nueva coincidencia se dio un par de días después, en uno de los salones. Estaba él en compañía de varias personas. Si no hubiera sido por su presencia, yo no me habría detenido, pero aproveché la de unos conocidos míos para unirme a ellos y observarle algo más. Pude, incluso, oír aislados fragmentos de su diálogo, al que estuve más atenta que a la charla de mi grupo. Una semana después, en la ópera, me descubrí buscándolo a través de mis anteojos; encontrarlo me costó media función, y la otra mitad estuve permanentemente pendiente de él.
Era ineludible aceptar que había despertado mi interés, y a éste siguió la curiosidad. Conocer su nombre, título y posición económica me costó bien poco: lo supe en cuanto me lo propuse. Esta última no lo desmerecía, pero tampoco era nada brillante. Era titular de un marquesado, pero modesto, tanto que nadie había oído hablar del marquesado de Sainte-Agnès. Carecía de padrinos o valedores en la corte, en la que no estaba introducido en absoluto, algo que además resultaba obvio por las personas a las que trataba y los sitios que frecuentaba, siempre aquellos, jardines o salones, a los que tenía acceso cualquiera. Supe también que se había instalado en una habitación de alquiler de una casa de huéspedes, lo que evidenciaba sus limitados medios, y que su intención era la de permanecer indefinidamente en Versalles con la esperanza de obtener un buen cargo.
Pronto descubrí, no obstante, sin más recurso que el de observarlo, que si algún día conseguía mejorar su posición sería gracias a un golpe de suerte, porque él no se valía a tal fin de la menor astucia. No le habría resultado difícil lograrlo si hubiera empleado alguna estrategia, pues era obvio que tenía éxito entre las mujeres y un romance apropiado lo hubiera elevado de un plumazo a estratos superiores, pero elegía sus amistades al azar, y a sus damas, todas ellas jóvenes y agraciadas, claramente por inclinación, lo que hasta el momento le había comportado el desperdiciar alguna buena oportunidad sin siquiera darse cuenta. Tres meses después de su llegada se había granjeado cierta reputación de conquistador, pues se le atribuían ya diversos amoríos, pero no había ascendido un ápice, y si seguía comportándose de igual forma, lo que parecía previsible atendiendo al carácter que empezaba a adivinarle, así seguiría.
En cuanto a éste, me refiero al carácter, me fue revelado también sin demasiada dificultad, pues bastaba reparar en él para descubrir trazos no despreciables de su personalidad. Era extrovertido y expansivo, parecía que la timidez o la reserva eran ajenas a él; distraído y nada observador, centrado habitualmente en sí mismo y en sus inmediatas necesidades; actuaba a golpes de impulso y no se detenía en la reflexión; directo en sus formas, no por ello descortés, pero no parecía usar de doblez alguna ni valerse de la hipocresía; llamativo como era, tanto por su físico como por su comporta miento, recibía frecuentes atenciones de las mujeres, a las que él no se resistía, actitud que lo perjudicaba pues le impedía elegir con la debida exigencia, causa tal vez de que sus romances fueran de tan corta duración y más bien pudieran calificarse de aventuras; gustaba de la música, que escuchaba con atención, y tocaba más que correctamente el violín, lo que había podido presenciar por mí misma en alguna ocasión; también leía, aunque a rachas, pues tan pronto pasaba días seguidos absorbido durante horas por esa actividad como durante otros tantos no se le veía ni con un panfleto en las manos.
A mí no me convenía conocerlo. Es más, no me convenía en absoluto. Mi matrimonio con el duque de Nuartres, mi relación con el conde de Coboure, mi amistad con la princesa de Lamballe y mi cargo en la corte me posicionaban muy por encima de él, tan por encima que yo para él era casi inabordable. Por otra parte, mi unión con Paul pasaba por un momento muy dulce y satisfactorio, y no había motivo racional que me aconsejara buscar ningún otro amorío, algo que sólo podía perjudicarme. En aquel momento, mi interés por André Courtain era tan platónico que no dejaba de ser un mero entretenimiento completamente inofensivo, y así debía seguir siendo, y lo sería mientras no cometiera el error de conocerlo.
No obstante, a pesar de mis buenas intenciones, finalmente caí en la tentación.
La ocasión se presentó con motivo de un baile de disfraces que se celebró en el Hôtel de Ville de París. Paul no gustaba de las fiestas populares multitudinarias, odiaba el alboroto, la confusión y los excesos que iban asociados a este tipo de celebraciones, así que no asistió, y aunque yo lo hice acompañada de un grupo de amistades, eran éstas de la clase que permitía independizarse con facilidad. También a mi favor puedo jurar que no lo busqué, primero porque no sospechaba que hubiese acudido y, segundo, porque pretender encontrar a alguien entre aquel gentío en tan inmenso edificio era algo casi ilusorio. Pero la casualidad me jugó una mala pasada, pues lo colocó justo a mi lado, de lo que me percaté no sin sobresalto.
Coincidimos al final de una pieza de baile junto a una columna en la que ambos, y cada uno por su cuenta, nos refugiamos de la marea humana. Él iba disfrazado de pirata y yo llevaba un conveniente antifaz. Estaba recibiendo las disculpas de mi acompañante, que había prometido el próximo baile a otra dama, cuando descubrí que también él se había quedado solo.
—Lamento decirle, caballero, que lleva usted un pésimo disfraz —inicié con desenfado.
Me dirigió una mirada jovial con la que me evaluó de pies a cabeza en un instante, y replicó:
—Nada extraño, señora, pues todo lo hago, en general, pésimamente; aunque le agradecería que me expusiera el motivo de su justa censura.
—Es obvio: el disfraz tiene por objetivo ocultar la identidad. El suyo, por el contrario, no lo consigue; es usted del todo reconocible.
—Es un favor que brindo a cuantos deseen eludirme a tiempo —sonrió cortés—, pero temo que para usted es ya demasiado tarde pues ahora tendrá que permitir que me presente.
—¡Presentarse en un baile de disfraces! —descarté condescendiente—. Pero en su caso ni siquiera es necesario. Le digo que lo he reconocido. Usted es el señor André Courtain, marqués de Sainte-Agnès.
Me miró de nuevo, esta vez fijamente a los ojos a través del antifaz, y hasta levantó el parche negro que cubría el suyo izquierdo para escudriñarme mejor.
—¿Nos conocemos? —dudó.
—Yo a usted, sí; usted a mí, no.
Enarcó las cejas.
—Insoportable desventaja que debe usted equilibrar de inmediato. Descúbrase, señora.
Negué.
—Tendré que deducir, si tanto empeño tiene en ocultarse, que abriga malas intenciones.
—De las peores. —Sonreí, sin poder evitar un inoportuno rubor.
—Qué prometedor —insinuó.
—No pretendo prometerle placeres —enderecé—, sino dispensarle consejos. Considéreme algo así como su ángel de la guarda.
—Eso sí sería decepcionante. Preferiría que fuera usted una mujer de carne y hueso. De todas formas, escucharé agradecido cuantos consejos quiera usted regalarme, siempre que no se ofenda si no los sigo. Soy tan torpe —sonrió burlón— que pudiera ser incapaz de ponerlos en práctica.
—No creo que la torpeza se cuente entre sus defectos, pero sí la imprudencia. Debo advertirle de que su reputación corre peligro.
—¿Mi reputación? —se extrañó risueño.
—Prodiga usted tanto sus favores a las damas —osé soltarle, amparada por el anonimato y el licencioso ambiente que nos rodeaba— que corre el riesgo de perder credibilidad. Debería reservarse para un romance que en verdad le interese.
Me miró con jocoso asombro.
—Confieso que no estoy tan orgulloso de mis actos como para desear que esté usted tan al corriente de ellos. Pero ya que fatalmente es así, dígame —de nuevo el destello guasón brilló en su expresión—: ¿es usted el alma generosa que se ofrece a salvarme de mi errático camino?
—¡No! —descarté con una risa breve—. No me estoy refiriendo a mí misma. Yo no estoy disponible.
—Pues en verdad no puedo saber si lo lamento —dijo inclinándose hacia mí— puesto que no me permite usted ver su rostro. Entonces, ¿cuál es, en su opinión, el romance que me conviene?
—Uno que le ayude a posicionarse bien, naturalmente —concluí, mirándolo de frente.
No respondió a esto porque pareció considerar, por primera vez, y más por el tono que empleé que por las palabras que acababa de pronunciar, que le estuviese hablando en serio. Volvió a evaluarme con la mirada, pero esta vez con intención distinta.
—Intuyo que la bien posicionada es usted —pareció deducir—. ¿Qué he hecho para ganarme su atención?
A esta pregunta, que carecía de socarronería alguna y expresaba una franca curiosidad, era yo quien no podía contestar.
—Soy su ángel de la guarda, ya se lo he dicho —bromeé forzadamente—. Ahora he de irme —me advertí a mí misma.
Me cogió la mano para retenerme. El contacto fue tan inesperado que perdí la serenidad que había conseguido mantener durante toda la conversación. Confié en que el antifaz lo hubiese ocultado.
—No se puede ir así —me musitó al oído, alterándome aún más con su proximidad—. Tiene que decirme quién es usted.
Me solté, alarmada por la turbación que me había asaltado tan súbitamente, y me perdí entre el gentío.
Después de aquel episodio decidí no aventurarme más y olvidarlo para siempre. El pasatiempo había dejado de ser tal; ya no podía observarlo con distanciamiento ni conformarme sólo con eso, y tratarlo más comportaba el riesgo ya experimentado de alimentar en mí unos sentimientos totalmente inadecuados. Pero el seguir viéndolo era inevitable pues era imposible no coincidir en alguna ocasión, y ante el peligro de que me reconociera me obligué con mayor esfuerzo a rehuirlo. Hasta que no transcurrieron al menos dos meses, no volví a sentirme tranquila y segura ante los esporádicos encuentros.
Fue entonces, cuando me creía ya fuera de peligro, cuando cometí el segundo error. Éste fue insalvable y después ya no pude rectificar y perdí todo control de la situación.
También sucedió en un baile, pero esta vez se celebró en Versalles, en el Salón de los Espejos. Yo estaba en un corrillo en el que se encontraba la señora de Polignac. Él se detuvo cerca de uno de los ventanales, el próximo al nuestro, y pronto fue rodeado por tres mujeres. Esto llamó la atención de Yolanda de Polignac, que lo miró.
—Parece que nos estamos perdiendo al individuo de moda —dije, fingiendo no formular más que un comentario malicioso—. Aunque, mirándolo bien —incité—, no entiendo por qué.
Yolanda lo analizó críticamente, le gustó lo que vio y me contestó a la vez que me hacía un guiño:
—Tendremos que averiguarlo.
Unos días después el marqués de Sainte-Agnès recibió una invitación a una cena que celebraba la señora de Polignac. Era un privilegio que para él debía de resultar insólito. Todo el mundo sabía la insuperable posición que la favorita de María Antonieta tenía en la corte, y él no conocía a nadie próximo a ese círculo que explicase tal distinción. Acudió, por supuesto, y yo descubrí su presencia en el mismo convite, pues no se había considerado tal medida de suficiente entidad o interés para mí como para informarme previamente de ello. De todas formas, no me extrañó, pues las palabras de la anfitriona ya me habían hecho suponer que tarde o temprano le caería ese favor.
André Courtain ocupó un sitio en el extremo más alejado de la mesa, en la que había unos treinta comensales, pero los asistentes no alcanzaban el número suficiente como para que su donaire pasara desapercibido, máxime cuando era la novedad que acaparaba el interés de todos. El éxito que cosechó en aquella primera velada le valió una nueva invitación de la camarilla de los favoritos, en la que yo no tuve intervención alguna. Transcurridas otras dos o tres reuniones en las que su ocurrente ingenio quedó fuera de toda duda, se le sometió a la prueba definitiva de presentarlo a María Antonieta. Y a ésta Courtain le gustó, como a los demás; después de todo, tenía los debidos requisitos de juventud, apostura y capacidad para la diversión. Su única posible deficiencia, que ni siquiera podía considerarse un defecto, el hecho de que no fuera rico, era para ella fácil de subsanar. Se le admitió, pues, en el círculo, se le otorgó un cargo de cierta relevancia y escasa dedicación en un ministerio, se le concedió una pensión acorde con los gastos que debería soportar para seguir el ritmo de vida de los demás, y pasó así de ser un don nadie a ocupar una de las posiciones más privilegiadas de la corte.
—Y ello —me dijo un día a media voz, tras una conversación en la que había salido a relucir su fulgurante progreso— sin necesidad de un romance conveniente. Todo gracias a mi ángel de la guarda.
La afabilidad con que pronunció estas palabras es indescriptible, e inaudita en él, o al menos yo nunca había visto que se la dedicara a nadie. Él estaba de paso y continuó su camino sin esperar mi respuesta. Yo quedé aturdida y conmovida, viéndolo desaparecer por la puerta. Habían transcurrido varios meses desde aquel lejanísimo baile en el Hôtel de Ville, y en ningún momento, a pesar de que ahora coincidíamos continuamente, había demostrado que me hubiera reconocido, ni cuando nos presentaron ni en ninguna ocasión posterior.
No pude obviar aquellas palabras y seguir como si nada. Hasta la fecha había mantenido a raya mi tormento personal. Las nuevas circunstancias habían comportado que pasara de verlo de forma esporádica por breves instantes a hacerlo diariamente y durante gran parte del día, y eso tenía su precio, pues estaba ya claro para mí, por su persistencia e intensidad, que mi interés por él no era caprichoso ni vano, que aumentaba cuanto más lo conocía y que no podía esperar que desapareciera sin más. Por ello había evitado volver a tener cualquier conversación privada con él e intentado mantener nuestro trato en el ámbito genérico del grupo.
Ahora, sin embargo, necesitaba una explicación.
Busqué la ocasión propicia, y me costó tres días encontrarla. Paul había salido de caza y Courtain había anunciado la víspera que él no lo haría, pues le molestaba un tendón en la pantorrilla desde la última cabalgata; así que, por la mañana temprano le anuncié con un billete mi inminente visita, y recibí su pronta aceptación de la mano del mismo mensajero que se lo había librado. En menos de media hora me presenté en su casa, un apartamento privado en el principal de un inmueble de la avenida París de Versalles, al que se había trasladado desde que mejorara su situación económica.
Me recibió en el salón principal. Intercambiamos los saludos de rigor, le pregunté por el estado de su pierna, me contestó que mejoraba, y antes siquiera de tomar el asiento que con un gesto de la mano me ofrecía, le solté:
—He venido para que me aclare usted las palabras que me dirigió el otro día.
Él me miró unos instantes, con la misma afabilidad que me dedicara entonces, y respondió:
—Estoy en deuda con usted. Consideré de justicia expresárselo.
Mi asombro fue mayúsculo. Yo por entonces ignoraba el poder que el agradecimiento tenía en él y la exagerada magnitud con la que lo experimentaba.
—No entiendo —dije con sinceridad—. No me debe usted nada.
—Usted es la dama que conocí en el Hôtel de Ville.
Había acudido allí con el firme propósito de negarlo en el supuesto de que avistara la mínima duda en él pero, llegado el momento, me pareció absurdo sostener esa mentira.
—¿Cuándo lo supo?
—Poco después del baile. En cuanto volví a verla.
—¿Y cómo? —me extrañé.
—No era muy difícil. —Sonrió—. La figura, las manos, la boca, la voz… en fin, francamente, lo difícil hubiese sido no reconocerla. —Como yo seguía mirándolo con sorpresa, añadió—: Mi primer impulso fue decírselo, pero comprobé que tenía especial interés en no ser reconocida, de forma que decidí averiguar antes quién era usted. Y una vez lo hube sabido pensé que mi iniciativa podía considerarse interesada, así que me abstuve… hasta el otro día. Supongo que en mi actual situación estoy libre de esa molesta sospecha.
—Comprendo —respondí al fin, superando mi estupor—. ¿Y qué averiguó sobre mí? —me interesé.
—Lo que sabe todo el mundo: su nombre, el de su marido y el de su amante —me miró con malicia—. Entendí por qué me dijo que no estaba disponible: un tercero sería quizá excesivo.
Aspiré aire.
—También he sabido que tiene dos hijos —añadió.
—Sí —admití.
—Ha vivido usted mucho —observó.
No supe cómo tomarme ese comentario.
—Así es —repliqué molesta—. ¿Demasiado para usted?
Rompió a reír.
—Es usted demasiado buena para mí, es cierto —pacificó—. Aun así me atrevo a ofrecerle mi amistad, si se digna aceptarla. Cuando recibí la invitación de la señora de Polignac supe que se la debía a usted.
—No es cierto. Le invitó ella motu proprio.
—Lo que no entiendo —continuó como si no me hubiera oído, o peor, como si no me hubiese creído— es por qué me ayudó usted sin conocerme. ¿Alguien se lo pidió? Si estoy en deuda con alguien más, quisiera saberlo.
—Nadie me ha pedido nada respecto de usted, se lo aseguro —respondí, con una mezcla de alivio y decepción al comprobar que él no intuía la verdadera razón—. La única que quizá merece su reconocimiento es la reina. Su cargo y su pensión se los debe a ella.
—Eso también lo tengo presente —apuntó.
Siguió una pausa en la conversación, pero no en la comunicación. De alguna forma, difícil de definir, seguíamos en contacto a pesar de permanecer en silencio.
—¿Dónde puedo encontrarla cuando el conde de Coboure esté de cacería? —preguntó.
Me alteré ante la inesperada proposición que encerraba esa pregunta. Quizá sí intuía más de lo que yo había supuesto. La decencia me hubiese obligado a responder que en ningún sitio, y que sería feliz de verlo en la estimada compañía del conde que de tal forma se beneficiaría también de su trato; pero teniéndolo ante mí, la tentación fue invencible.
—Aprovecho para pasear o leer en los jardines. —Pequé y enrojecí levemente—. Mi lugar preferido es el estanque de Neptuno.
Me levanté, inquieta, en cuanto hube dicho esto, y esbocé que se había hecho demasiado tarde y debía marcharme. Él aceptó mi despedida, aunque ambos sabíamos que nos veríamos con todos los demás en breve, y que a la mañana siguiente nos encontraríamos a solas y a escondidas en el estanque de Neptuno, donde yo nunca antes había ido ni a pasear ni a leer.
Durante los días siguientes nos estuvimos reuniendo prácticamente cada mañana. Yo llevaba mi libro, que me servía de coartada; él se presentaba con las manos vacías, pues nada parecía necesitar disimular. Conversábamos, a veces sentados, otras paseando. Al principio, André se comportó con una absoluta corrección. Me trataba con respeto y seriedad, como a una buena amiga por quien se siente reconocimiento. No galanteaba, no se tomaba ningún tipo de licencia, guardaba las distancias. Su compañía era sumamente agradable, pues era abierto y expresivo, y con él se podía hablar de cualquier tema, y ninguno, por íntimo que fuera, parecía incomodarlo. La contrapartida era que esperaba lo mismo de su interlocutor y ninguna pregunta era por él considerada como impertinente o incisiva, así que tuve que acostumbrarme a que en el momento más inesperado me hiciera la más embarazosa de ellas sin el menor sonrojo. Nuestra cita no solía durar más de una hora. Después, aunque nos veíamos con los demás, nunca mencionábamos nuestros encuentros, en un tácito entendimiento de mantenerlos en secreto, y ninguno de los dos concedía al otro en público más atención que a los demás.
A mí no dejaba de maravillarme que él acudiera a nuestro rincón. Aunque yo no me consideraba poco agraciada, no creía tener los atractivos que parecían servirle a él de reclamo. Juventud y alegre extraversión eran las cualidades comunes en todas sus elegidas, y yo no sólo había traspasado la treintena, sino que mi carácter era más bien serio y comedido. Y tampoco podía decirse que él no tuviera dónde elegir: las mujeres revoloteaban a su alrededor sin ningún esfuerzo por su parte, a veces incluso sin que pudiera evitarlo. Y teniendo un abanico tan amplio donde elegir, más acorde con sus preferencias, ¿qué hacía acudiendo cada día a nuestro rincón?
El colmo de mi desconcierto tuvo lugar el día en que me contó, sin rebozo, que para reunirse conmigo había abandonado en el lecho a su querida de la noche anterior. La imaginaba desnuda entre las sábanas mientras él salía a hurtadillas para no despertarla. Yo la tenía bien presente; hacía algún tiempo que lo perseguía. Había sido doloroso para mí presenciar cómo ella había ido ganando terreno día a día mientras yo, acompañada por Paul, no podía hacer otra cosa que desviar la mirada y seguir su galanteo de soslayo. Y la estocada había tenido lugar la víspera, cuando, al mirar por la ventana, extrañada por su ausencia en el salón de juegos, los descubrí besándose en el Patio de Mármol. La tristeza que me invadió fue tan devastadora que dudo si conseguí ocultársela a Paul.
Adivinaba lo que había seguido a aquel abrazo, y había estado a punto de no acudir a nuestro punto de encuentro aquella mañana, convencida de que él no asistiría. Al final había ido por si acaso y asombrosamente allí estaba André, ocupando el banco de siempre.
—Pero… —le pregunté perpleja, cuando me hubo confirmado su aventura nocturna— ¿no se molestará ella cuando se despierte?
—No, ya le advertí que tenía que salir temprano. De todas formas —sonrió zumbón—, ¿es el humor de ella lo que le preocupa?
—Bien —admití—, no me preocupa nada en especial, sólo que… me sorprende el comportamiento de usted.
—¿Qué es lo que le sorprende? Hoy yo he hecho lo mismo que hace usted todos los días. También usted deja a Bramont para reunirse conmigo.
Efectivamente. Ese paralelismo es el que me asombraba, porque no creía que sus motivaciones fueran las mismas que las mías.
—Yo no abandono a Bramont —fue lo único que se me ocurrió replicar—. Él está de cacería.
—Yo tampoco a Blanche. Ella está durmiendo —se mofó.
Sonreí y bajé la cabeza. Mi justificación era ciertamente indefendible.
—En realidad —continuó—, también a mí me sorprende que usted deje a Bramont para citarse conmigo. Y creo que con mayor motivo. Después de todo, yo apenas conozco a Blanche, aún no significa mucho para mí. Pero se supone que usted quiere a Bramont, ¿no?
Lo miré analítica.
—¿Le molesta eso? —vislumbré de pronto.
—Supongo que no más que a usted mi amorío con Blanche. —Sonrió mordaz—. ¿Le ha molestado? Le he permitido presenciarlo en toda su parte visible para que tenga la posibilidad de constatarlo.
—¿Ha exhibido su romance ante mí a propósito?
—Digamos que hubiese podido ser más discreto. Pero me pareció interesante que usted experimentara lo que se siente desde mi perspectiva habitual.
Mi pasmo fue tal que creo que hasta me olvidé de parpadear.
—De todas formas —agregó con un destello tunante—, la explicación a nuestros encuentros es muy simple. Lo que nos une a usted y a mí es la amista. —la palabra la pronunció con ironía reconocible—, porque usted cree en la amistad pura entre hombre y mujer, ¿verdad?
—Veo, por su tono, que usted no.
—Oh, sí, desde luego que sí. Siempre que ninguno de los dos quiera acostarse con el otro.
André no solía abusar del descaro, pero sabía esgrimirlo cuando la ocasión lo requería. Si había querido dar un golpe de efecto que me delatara, lo consiguió. Enrojecí y apenas pude contener una sonrisa de excitación.
—En ese caso —le pinché—, no debe de tener usted muchas amigas.
—¿Y usted? ¿Tiene muchos amigos? En lo que de ellos dependa —me halagó—, lo dudo mucho. —Me miró sobrio—. Créame. Mucho.
Tuve que tragarme otra sonrisa de complacencia, pero creo que se me escapó por la comisura de los labios.
—¿Puedo, al menos, contar con la de usted? —quise comprobar.
—Sin duda menos que yo con la de usted —devolvió sugerente.
Ahora ya no disimulé. Me reí quedamente de satisfacción. André Courtain me deseaba, al menos tanto como a cualquier otra. Fue para mí un descubrimiento dichoso, como lo fue también el saber que le importaba mi relación con Paul y que había deseado despertar mis celos. Todo aquello superaba con mucho lo que yo había esperado, y aunque no era bastante para que me arrojara a sus brazos, sí lo fue para alimentar mis ensoñaciones y mis ilusiones.
A partir de esa conversación nuestro trato ya no fue el mismo. André me acababa de anunciar que iba a cambiar el paso en su danza conmigo, y si había querido tantearme, mi reacción no debió de desalentarlo. Los juegos de seducción, que él sabía practicar con gracia arrebatadora, irrumpieron de pronto, ganando mi alma y mi mente pedazo a pedazo, día a día. Hasta que llegó un momento en que nada más me importaba, ni en nada más pensaba, que en André Courtain.
Y ocurrió lo inevitable: nuestra complicidad se manifestó fuera de nuestra hora privada, bajo la mirada de los demás. André era cada vez menos comedido, tampoco tenía ningún interés en serlo; tal vez yo bajé también la guardia, y los demás empezaron a notar algo y fijaron su atención y sus comentarios en nosotros, y también, por verse claramente afectado, en Paul.
Éste se mostraba cada vez más serio y más sombrío. Las reuniones con su padre, magistrado del Parlamento, habían aumentado de frecuencia a medida que avanzaba la instrucción del caso del cardenal de Rohan por el asunto del collar. Las investigaciones parecían apuntar hacia la inocencia del cardenal y hacia el craso error de la reina al acusarlo injustamente. A lo anterior se añadía la preocupación por un déficit público cada vez mayor, que la política del ministro Calonne no estaba en la línea de combatir. Y yo, con la ingenuidad y escasa perspectiva que proporciona la implicación directa, atribuía a esas preocupaciones lo brumoso del ánimo de Paul.
—¿Saldrás mañana de caza? —le pregunté un día en que había estado lloviendo toda la tarde.
—Sí, claro —me respondió con voz neutra, sin mirarme—. Así tendrás ocasión de encontrarte con Courtain. Por cierto, salúdalo de mi parte.
Me quedé clavada en el suelo mientras oía cerrar la puerta.
Aquella noche no pude dormir. Al día siguiente me enteré de que alguien nos había visto en nuestro escondite y había esparcido la noticia, y de que se hacían cábalas sobre si Paul lucía ya cornamenta o sobre cuánto tiempo tardaría en hacerlo.
—Me encanta su aroma —me dijo André un día, inclinándose sobre mi nuca—. Pasaría horas cerca de usted aunque sólo fuera para olerlo.
Cerré los ojos, trastornada.
—Vamos a tener que dejar de encontrarnos aquí —acopié valor para decirle.
Se enderezó. Quizá se lo temía.
—¿Por qué? —preguntó seco, aunque sabía la respuesta.
—Todo el mundo se ha enterado. Es… violento.
—A mí no me violenta lo más mínimo que se sepa ni que se deje de saber. Pero supongo que los problemas los tiene usted —añadió con acritud, en clara alusión a Paul.
—Sí —confirmé—. Yo no puedo continuar así. Es insostenible.
—¿Y entonces?
—Pues… nada. Nos veremos con todo el mundo, y ya está.
—Ah, ¿ya está? —disintió resentido.
No contesté, pero desvié la vista. Permanecimos en silencio durante algunos minutos. La contrariedad de él era palpable. Al cabo, pensando en que no tenía sentido prolongar aquella agonía, me levanté dispuesta a marcharme. Él me cogió la mano, algo que hacía con frecuencia, aunque yo no había conseguido superarlo y el contacto continuaba emocionándome.
—Aquello que me dijiste una vez —me tuteó de pronto—, que no estabas disponible… ¿es irremediable?
Se me paró el corazón ante esa insinuación. No era del todo inesperada. Hacía días que existía el riesgo de que cayera en cualquier momento, y si André se había refrenado era sin duda por la inseguridad que le producía la solidez que atribuía a mi relación con Paul. Se lanzaba ahora que sonaba la última nota, pero él y yo no escuchábamos la misma melodía. Era imposible que André fuera consciente de la intensidad de mis sentimientos hacia él. Nadie que no los haya experimentado puede comprenderlos, y yo estaba convencida de no significar para él mucho más que aquella Blanche con la que había terminado apenas una semana después de intimar. Probablemente a él le bastaba una breve aventura a espaldas de Paul, pero yo no podía jugar a eso: ni por la consideración que le debía a éste, ni por lo que sentía por el propio André. Pero tampoco olvidaba que yo había estado tolerando, y hasta incentivando, su devaneo conmigo, y no soportaba que considerara mi comportamiento incoherente o veleidoso, o que se sintiera desdeñado. Tenía que hacérselo comprender.
—¿Por qué me haces esa pregunta? —le pregunté con calidez—. ¿Estás, acaso, enamorado de mí?
Quedó mudo. La pregunta le sonó a dulce amonestación, y lo era, porque yo no esperaba respuesta, sino sólo indicarle que no iba a permitir que me tomase a la ligera. Simplemente no podía. Me destrozaría. Como suponía, él no supo qué decir, y su silencio y visible confusión confirmaron mi suposición.
Después de aquello me preparé para vivir un infierno. Suprimidas nuestras citas, no sólo iba a tener que soportar el pesar de privarme del que había sido el momento más pleno de mis últimos días, sino que supuse que él pasaría página sin mucho lamento y me sustituiría bien pronto en sus atenciones. Sin embargo, pronto comprobé que no lo conocía cuanto creía. Su reacción no fue la esperada. El André que vi horas después, y el que se mostró en los días sucesivos, parecía otro. Alicaído, apático, poco participativo, desinteresado…; era una sombra de sí mismo. No era posible que él estuviera más afectado que yo, pero así como yo intentaba ocultarlo y sobreponerme ante los demás, él no hacía ningún esfuerzo en ese sentido. Su estado de ánimo, de visible abatimiento, dominaba su conducta por completo. Y, por supuesto, todo el mundo se percató de ello. Él no lo hacía con este objetivo, pero tampoco tenía el contrario; simplemente le importaba bien poco que los demás supieran lo que sentía o cómo se sentía, o quizá es que no podía evitarlo por carecer de toda capacidad de disimulo. Y así, como yo hacía esfuerzos por ocultar mis penas y él las mostraba sin tapujos, todos me atribuyeron a mí su depresión, y empezaron a preguntarse, y hasta a preguntarme a mí, qué le había hecho al pobre marqués para dejarlo tan desolado.
Obviamente, Paul por aquel entonces ya se había dado cuenta de que algo grave ocurría. Pero éste, la perfecta antítesis de André, era la opacidad absoluta. Nada me preguntaba, apenas nada insinuaba; era imposible saber lo que pensaba o lo que sentía. Todo lo que podía percibir de su interés era su persistente observación, su gravedad y la agudización de su introversión.
Transcurrieron así un par de eternas semanas, hasta que un día, tras la celebración de una misa en la capilla real, aprovechando que ambos nos habíamos quedado los últimos en el cortejo de salida, André interrumpió mi paso tomándome por el brazo y llevándome hacia un lado. Yo me sentí apurada, pues sabía que Paul notaría que no había salido detrás de él, y que tampoco lo había hecho André, y que al poco lo notarían también todos los demás; pero no podía desasirme tan fácilmente de él porque hacía siglos que no intercambiábamos en privado dos palabras y casi lo necesitaba para sobrevivir. De forma que me encontraba así, nerviosa y angustiada por la situación, cuando me espetó, sin preámbulo alguno, en tono apremiante:
—¿Y tú? ¿Estás enamorada de mí?
Me quedé desconcertada. André me miraba con intensidad, exigiendo una respuesta inmediata. Su pregunta, al contrario que la pareja que yo le había formulado en su momento, no tenía matiz ninguno. Era lo que aparentaba: una simple pregunta. Necesitaba saberlo, despejar esa duda.
Me olvidé de todo, de los que estaban dentro y fuera de la iglesia, de quién nos veía y quién no, del tiempo y del lugar; sólo lo tenía presente a él y contesté:
—Sí. Pero quiero olvidarte.
Registró las dos respuestas y preguntó:
—¿Y por qué?
—Primero porque tengo pareja y pretendo serle fiel. Y segundo porque no me correspondes en igual medida.
—¿Qué peso tiene el primer considerando? Si el segundo fuera falso, ¿qué peso tiene el primero?
—Mucho. Pero no sé por qué me haces estas preguntas si aún estás conjeturando sobre el segundo.
—Te echo de menos. Estas semanas he estado intentando dejarte en paz, pero no puedo seguir. No puedo retenerme más. No puedo actuar contra mis propios impulsos, me destruye.
—Que eches de menos a la amiga no significa que ames a la mujer.
—Por favor —me contradijo—, no digas tonterías. Pienso en ti constantemente. No soy feliz así. Estoy amargado. —Se aproximó más a mí, hasta que su rostro casi rozó el mío—. Lucile —pidió—, necesito estar contigo.
Su sinceridad era manifiesta. La emoción me embargó y tuve que apoyarme en la pared. Él se inclinó hacia mí para mantener la cercanía, e intuí que me hubiera besado si no hubiera sido por respeto al lugar en el que estábamos.
—¿Y qué puedo hacer? —dije mientras me sentía desfallecer.
—Rompe con Bramont.
Apenas lo hubo pronunciado, una figura próxima a nosotros nos sobresaltó y nos volvimos. Era Paul. Estaba detenido a escasos pasos. Sentí un ahogo. Era posible que hasta nos hubiera oído.
—¡Ah! —exclamó, sin dirigir una mirada a André—. Estás aquí. Creía que te había perdido. ¿Vienes?
Dio a la pregunta un aire casual, pero su rígida expresión me reveló su carácter requirente y su doble sentido. La incisiva mirada de André sobre mí instándome a que me quedara me demostró que él también la había entendido así. Aquélla fue la primera vez que hubo un enfrentamiento entre ambos por mi causa.
No contesté, pero sin dirigir yo tampoco una mirada a André, salí del templo con Paul.
Es de comprender el profundo trastorno que me produjo aquella conversación. La idea de que me correspondía, que fue germinando y ganando magnitud paulatinamente en mi interior, me abrumó y me desequilibró. Durante los días siguientes no estuve en mí. No sabía lo que hacía, ni cuándo lo hacía. A ello se unió el reto de enfrentarme a la situación, para lo que me faltaba la serenidad de ánimo necesaria. Romper con Paul no era para mí una decisión trivial. Mi matrimonio me había sido impuesto y fue desafortunado; Paul era la única verdadera relación que había tenido en mi vida. Por otra parte, André, con su facilidad para iniciar y finalizar relaciones, me inspiraba inseguridad. Dudaba de que para él la nuestra tuviera la trascendencia que merecería mi ruptura con Paul. Pudiera ser que su carácter apasionado e impaciente le hiciera creer en la veracidad de su declaración, pero que su afecto no tuviera consistencia ni constancia.
De todas formas, la iniciativa no quedó en mis manos. La tomó André. Entró en acción, y cuando él entraba en acción no valía la pena desgastarse pensando, porque nadar contra su corriente era casi imposible. Pasó a cortejarme tenaz y ostensiblemente delante de Paul, delante de todos. Se acabaron toda prudencia y toda discreción. Entabló abiertamente batalla contra Paul por mí. Como tenía la fortuna o desgracia de carecer de sentido del ridículo y de no conceder importancia a lo que los demás pudieran opinar de él, Paul, mucho más orgulloso, reservado y celoso de su intimidad, se vio en desventaja en esta guerra. Paul era incapaz de disputarse con André, ni con nadie, el hecho de ocupar un sitio a mi lado en la mesa, o hacerse molesto en un paseo con quienes me acompañaran hasta quedarse a solas conmigo, o imponer su voluntad de que formáramos pareja de juego aun obligando a otro a cambiar la suya. Paul no tenía la desvergüenza de hacer todo esto; ni siquiera la falta de amor propio necesaria para demostrar que concedía alguna importancia a las acciones de su rival. De esta forma, André tenía las de ganar en sus objetivos, que yo creía eran dos: uno, que no lo olvidara como yo le había dicho que pretendía, y desde luego, esto lo consiguió plenamente; dos, llevar la situación a un extremo tan insostenible que yo me viera empujada a terminar mi relación con Paul.
Por mi parte, apenas podía hacer nada por aliviar tal escenario. La complacencia por las atenciones y la compañía de André apenas compensaban el malestar y remordimiento que soportaba intuyendo el sufrimiento de Paul, que a menudo se veía sometido a escenas violentas y casi afrentosas causadas por el descaro del primero. Aquello no podía sostenerse. Debía tomar una decisión.
Pero esta vez fue Paul quien se me adelantó.