(Un final: La trayectoria de un ejemplar servidor del Estado)

Roberto Conesa Escudero nace en Madrid en 1917.

Respecto a sus orígenes, sólo podemos conjeturar que no debe pertenecer a una familia acomodada, porque empieza a trabajar a los quince años como chico de los recados en una tienda de ultramarinos situada en la calle del General Lacy, una bocacalle de Méndez Álvaro próxima a la glorieta de Atocha, en un barrio popular, y por entonces no demasiado boyante, del centro de la ciudad. Cabe suponer, por el carácter de tal empleo, que el domicilio familiar no estaría muy distante de su lugar de trabajo.

Tampoco se tienen noticias de los inicios de su militancia política, aunque se sabe con certeza que en su adolescencia se afilia a la Juventud Socialista Unificada, organización a la que sigue perteneciendo en el Madrid republicano hasta el final de la guerra. Muchos años después, cuando se hace famoso, numerosos socialistas y comunistas madrileños de su edad le reconocen como un militante más entre los que frecuentaban la sede de su organización, situada en la calle del General Oraa.

A pesar de la curiosa insistencia con la que el callejero madrileño, tan prolífico en nombres de generales, marca sus primeros años, ninguno de sus conocidos recuerda haberle visto con uniforme militar. Teniendo en cuenta el papel que está llamado a desempeñar en la historia del franquismo, la ausencia de información acerca de su participación directa en el conflicto parece indicar que esta no llega a producirse. Esto no significa que el joven Roberto, a quien su edad habría librado de la movilización forzosa en 1936, se desentienda de su organización. Al contrario, resulta verosímil suponer que sigue estrechamente vinculado a la dirección de la JSU en la retaguardia porque, de lo contrario, no habría podido entregar, en el plazo de un mes y medio, a la responsable del PCE y a la cúpula de la propia JSU.

No existen datos acerca de las circunstancias en las que Roberto Conesa entra en contacto con la policía franquista, que no lleva ni una semana operando en Madrid cuando recibe el primer regalo de su nuevo confidente. Sin embargo, considerando su militancia en una organización del Frente Popular, y la tenebrosa fama cosechada por los represores del bando vencedor en los territorios ocupados con anterioridad, no parece muy probable que acuda a ofrecerse por su propia voluntad. Resulta más verosímil pensar que, tras ser detenido, se anima a vender información a cambio de su libertad. En cualquier caso, a partir de ese momento, su vida cambia radicalmente.

El chico de los recados de la tienda de la familia Arranz, conocida en el barrio por el mote de «los Garbanzos», contrae pronto matrimonio con la hija de su antiguo patrón, Francisca. Es un buen partido, porque su padre se convertirá pronto en un pequeño potentado que triplica su negocio, gracias a dos nuevos ultramarinos, en una ciudad que se muere de hambre. Tan súbita prosperidad sólo se explica por las excelentes relaciones que Arranz mantendría con los vencedores, amistad utilísima para su flamante yerno. A la inversa, sin duda, el tendero sale perdiendo. En un río tan revuelto como el Madrid de la primera posguerra, emparentar con un rojo, por muy arrepentido y chivato que se haya vuelto, representa un riesgo considerable que, quizás, los Arranz sólo afrontan porque no pueden evitarlo. Quizás el amor de Francisca consolida la salvación de su novio.

Aunque Dios no quiere bendecir su unión con ninguna descendencia, el Régimen sí sabe recompensar la abnegación del recién casado, que se muda con su mujer a un barrio mucho más caro, más seguro también para él, tras ingresar en la Brigada Político Social —cuerpo represor por excelencia del nuevo régimen— en el mismo año de su fundación, 1941. Naturalmente, no se conocen las circunstancias que permiten que Roberto Conesa deje de ser un simple confidente para convertirse en agente de la ley, pero sí su domicilio, situado en un ático del número 48 de la calle Narváez, en el distrito de Salamanca, la más significativa y clamorosa «zona nacional» de la capital.

Para Roberto Conesa es muy importante mantenerse lejos de su antiguo barrio y esquivar los encuentros casuales con viejos conocidos. Por una parte, no le conviene nada que sus compañeros de la Brigada descubran que ha formado parte de la Antiespaña durante la guerra civil. Por otra, la ocultación de su identidad resulta esencial para su trabajo, porque su primera especialidad en la policía política son las infiltraciones. Su trayectoria como militante de la JSU le ha permitido mantener el contacto con los comunistas madrileños, a quienes va diezmando implacablemente a lo largo de los años cuarenta. Aunque hay constancia de que ya entonces interviene en los interrogatorios, aliñados con eficaces sesiones de tortura, que se producen en los sótanos de Gobernación, debe escoger muy bien a los detenidos a quienes les enseña la cara. Quienes ya lo conocían, sólo deben tener el dudoso placer de volver a verle cuando su muerte está decidida de antemano, porque de lo contrario no habría logrado sobrevivir a las misiones que sus superiores le encomiendan muy pronto.

Se sabe que Conesa cruza los Pirineos tres veces en la primera mitad de los años cuarenta, para intentar infiltrarse en la organización guerrillera sostenida por la dirección del PCE en Toulouse. Según el testimonio que aportan algunos supervivientes, al menos una de ellas tiene lugar en 1942. El 7 de noviembre de ese año, el policía franquista, que habría desempolvado su identidad juvenil para entrar en Francia como un exiliado comunista, es el responsable de la detención y posterior ejecución de diez guerrilleros españoles que planeaban la voladura de una fábrica de material de guerra nazi en la localidad de Fumel, en el departamento de Haute-Garonne. A lo largo de su vida, a Conesa le gusta alardear de esta experiencia y presumir de que tuvo que salir a tiros de Toulouse. Es probable que no exagere, porque los riesgos que corre en Francia son muy graves. Un encuentro casual podría haber arruinado su cobertura en un instante aun cuando la guerra mundial hubiera impedido el contacto entre los comunistas españoles a ambos lados de los Pirineos, pero no es así. Los del exilio cruzan la frontera con la misma frecuencia con la que lo hacen quienes han conseguido huir del monte, de la cárcel o de los destacamentos penales, tejiendo una red que resulta mortal para la mayoría de los infiltrados franquistas. Entre ellos se cuenta un policía que, al parecer, trabaja codo a codo con Conesa en uno de sus viajes. Se apellida Otero y es ejecutado por los guerrilleros en cuya organización logra infiltrarse.

Con la victoria aliada, se acaban las excursiones por el extranjero y Roberto Conesa vuelve a concentrarse en los comunistas del interior. Después de participar, en 1942, en la caída de la dirección de Heriberto Quiñones, tiene un papel estelar en la desarticulación de la presidida por Agustín Zoroa en 1945. Pero muy pronto comprueba que, a pesar de las torturas —en el caso de Quiñones tan salvajes que le rompen la columna vertebral, y tienen que atarlo a una silla para ejecutarlo en la tapia del cementerio del Este—, los fusilamientos masivos y los infiltrados que mantiene en su organización, los comunistas se han vuelto a recuperar. Formula entonces la tesis de que la anatomía de los grupos clandestinos es semejante a la de las lagartijas. Si sólo les cortan la cola, se reproducen una y otra vez. Es imprescindible cortarle la cabeza al PCE. Y él mismo decide asumir en persona esa tarea.

En el otoño de 1946, Roberto Conesa Escudero ingresa en la organización clandestina del Partido Comunista de España. El celo con el que ha ocultado su pasado, su obsesión por no ser fotografiado, el cambio de barrio, de circuitos, de costumbres, y el hermetismo en el que ha sabido envolverse como en una capa desde el final de la guerra, revelan al fin su admirable utilidad. Probablemente, sus años de militancia en la JSU le resultan provechosos, quizás su experiencia francesa también lo sea. El caso es que permanece en la clandestinidad, como un militante modélico, hasta que en mayo de 1947, él mismo provoca una caída que le permite experimentar un nuevo sistema.

Conesa, que se las arregla para no despertar sospechas entre sus «camaradas», desarticula la cúpula de la organización, pero se detiene en los eslabones inferiores. Escarmentado por tantos éxitos clamorosos que después resultan no haberlo sido tanto, en esta ocasión deja cabos sueltos, rabos de lagartija a través de los que pretende llegar, una vez más, a la cabeza del Partido. Esta ha desaparecido en la consabida tapia, pero después de unas semanas, afloran aquí y allá militantes de base a los que la policía ni siquiera ha molestado. Solos y perdidos, desconectados de cualquier estructura, se dedican a buscar información y se van enterando poco a poco de que en la calle San Bernardo existe una chocolatería donde sus camaradas vuelven a reunirse. La dueña de este establecimiento se llama Pilar C., ha pertenecido al Partido y se dedica a ayudar a los presos políticos. Es una mujer muy hermosa —«como una modelo de Rubens, pero sin grasa», en las felices palabras de un pintor español y comunista que frecuenta el local en aquella época—, pero su marido, también camarada, no debe tenerla muy contenta, porque muy pronto estrena amante. Este, por supuesto, es un hombre bajito, poco agraciado, pero generoso y muy divertido, que se llama Roberto Conesa.

No se sabe si Pilar llega a conocer la verdadera identidad del policía, ni si monta el negocio por sugerencia suya o por su propia iniciativa, pero a pesar de la oscuridad que sigue envolviendo esta etapa, parece que actúa de buena fe y que su culpabilidad se extingue en el adulterio. En todo caso, la chocolatería de San Bernardo representa una fecunda fuente de información para Conesa hasta que el marido de su amante, ignorante siempre de su infidelidad, empieza a sospechar a cambio de su lealtad. Él mismo recomienda al conocido como «grupo de San Bernardo» que abandone el local. Es una medida bienintencionada pero inútil. Conesa ya lo sabe todo, y cuando le viene bien, octubre de 1952, los manda detener en una cafetería de la calle Alcalá.

Con este nuevo éxito comienza la década más comprometida y menos brillante de la trayectoria policial de Roberto Conesa Escudero. Seis años después de haber logrado infiltrarse personalmente en el PCE, y tras haber alternado asiduamente con sus militantes, el policía está quemado para el trabajo callejero. No le queda más remedio que recluirse en los sótanos de la Puerta del Sol, y quizás por eso, no comprende muy bien los cambios que se están produciendo en la superficie.

En 1953 comienzan las negociaciones para la instalación de bases norteamericanas en España, un proceso que en realidad comporta el perdón de los aliados hacia el régimen presidido por el único amigo del eje Roma-Berlín que sigue en el poder después de 1945. Una de las condiciones que Estados Unidos impone para sentarse a negociar es que el franquismo se lave la cara, que renuncie a la simbología y parafernalia fascista que ha constituido su seña de identidad política. Evidentemente se trata de una transformación cosmética, superficial, como Franco se apresura a garantizar a los falangistas que se sienten traicionados por él una vez más. Hay que cambiarlo todo para que nada cambie o, en un lenguaje menos solemne, conviene levantar un poco el pie del pedal, lo justo para engañar a los norteamericanos. El problema de Conesa es que el pie que oprime ese pedal es precisamente el suyo y le gusta pisarlo hasta el fondo.

La oposición clandestina también ha empezado a cambiar, y él tampoco es capaz de asimilarlo. Acostumbrado a reclutar confidentes entre los prisioneros que no resisten sus torturas, su mentalidad está anclada en la lógica de la guerra civil. Sin embargo, en la revuelta estudiantil de febrero de 1956 se enfrenta por primera vez a un nuevo modelo de militante subversivo. Los calabozos se le llenan hasta los topes de jóvenes que no han hecho la guerra, que estudian en la universidad, que han crecido en el seno de familias burguesas y que, en muchos de los casos, son hijos de héroes de la Cruzada o nietos de los ideólogos del Movimiento Nacional.

Aquella novedad le desorienta completamente. Después de que sus superiores le adviertan que es imprescindible tratar a los detenidos con guante blanco, comprueba que aquellos niños bien, cultos, educados, políglotas y seguros de sí mismos, no sólo no se dejan impresionar por sus técnicas, sino que se comportan con la certeza de que, de un momento a otro, una llamada de algún viejo amigo de su familia va a ordenar su puesta en libertad. Así es en muchos casos. En otros, Conesa hace el ridículo. El escritor Jesús López Pacheco recuerda años después que tiene que morderse los labios para no reírse mientras un policía bajito, radicalmente despistado, le propone trabajar para él como confidente. No lo consigue ni en su caso ni en ningún otro. De hecho, después de haber desarmado con tanta facilidad las direcciones comunistas en los años cuarenta, Conesa ni siquiera llega a enterarse de que todos aquellos jóvenes de buena familia han sido reclutados por Jorge Semprún —nieto, por cierto, de don Antonio Maura—, en su condición de dirigente clandestino del Partido en Madrid. Aquella es la nueva cabeza de la serpiente a la que jamás logrará degollar, y que duplica su testuz en 1957 con la llegada de Francisco Romero Marín.

La trayectoria de estos dos clandestinos modélicos revela hasta qué punto los dirigentes del PCE han evolucionado hacia la perfección. Jorge Semprún, que vuelve a Madrid en 1953, pasa los años más felices de su vida en su ciudad natal, hasta que en 1962 la dirección de su Partido le retira del cargo contra su voluntad. La situación más comprometida que tiene que resolver en una década de trabajo clandestino consiste en que, al poco tiempo de llegar, entra a tomarse una caña en uno de esos bares de tapas que le gustan tanto y asiste en silencio a una discusión sobre el juego del Real Madrid entre el dueño del bar y algunos parroquianos. Cuando el primero le pregunta ¿y qué opina usted de Di Stefano?, no sabe qué decir. Al preguntar quién es Di Stefano, todos los clientes del local se le quedan mirando con la misma extrañeza. Semprún comprende que debe ponerse al día en la Liga española de fútbol y, cumplido ese requisito, no vuelve a sentirse en peligro nunca más.

Paco Romero Marín, no en vano apodado «el Tanque» —mote cuya paternidad adjudican algunas fuentes a Dionisio Ridruejo—, sigue viviendo en Madrid hasta su única detención, en abril de 1974. Hasta entonces, trabaja en la clandestinidad durante diecisiete años ininterrumpidos, y aunque la policía le sigue de cerca, escapa a tiempo de todas las trampas. Sus amigos temen por él porque, lejos de aceptar la plácida monogamia que garantizaría su seguridad, practica una peligrosa promiscuidad sexual, y no elige a sus amantes entre las camaradas. Le gusta ligar en la calle, cambia de pareja con frecuencia y las simultanea más de una vez. Sin embargo, sabe escoger a sus mujeres, porque ninguna le denuncia. Y cuando por fin le echan el guante, le condenan a treinta años, pero sólo cumple dos, porque se beneficia de la amnistía de 1976. A Roberto Conesa no le debe de gustar nada enterarse.

Tampoco le habían gustado los detenidos de 1956, entre quienes se cuentan personajes que alcanzarían después tanta relevancia en los ámbitos de la política y la cultura españolas como Javier Pradera, Enrique Múgica, Ramón Tamames, Gabriel Elorriaga o Fernando Sánchez Dragó. Todos ellos perciben en Roberto Conesa una hostilidad que brota de un profundo complejo de inferioridad. El policía, poderoso pero inculto, alude con rencor en los interrogatorios al nivel de vida y los estudios universitarios de sus prisioneros. Quizás por eso no les pierde de vista.

Conesa es muy listo y poco inteligente. Su astucia se desarrolla con brillantez al nivel del suelo, pero su débil capacidad de reflexión no es capaz de elevar su pensamiento hacia las agudezas de la política. Por aquel entonces, esta se centra en una difícil negociación que dará sus frutos en 1959, cuando el presidente Eisenhower visite Madrid para proporcionar a Franco el respaldo internacional que ha perseguido obsesivamente desde que los aliados ganaron la guerra mundial. Aquel encaje de bolillos resulta demasiado sutil para un perro de presa que sólo recibe información desde abajo, gracias a los confidentes que mantiene infiltrados en la oposición clandestina. Así se entera de que un grupo de dieciocho jóvenes españoles, entre los que se encuentran varios de sus detenidos del 56, asiste en el verano del año siguiente al VI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes en Moscú, y no pierde el tiempo. A su regreso, los hace detener, y entre diciembre de 1957 y enero de 1958, impulsa un expediente que representa el mayor error de su carrera. A pesar de que dispone de pruebas contundentes, fotografías que muestran a los detenidos en la capital soviética, posando entre otros comunistas tan jóvenes y sonrientes como ellos, aquella causa permanece estancada en un juzgado hasta que en octubre de 1958, aprovechando la muerte de Pío XII, se archiva para que todos los detenidos sean puestos en libertad sin cargos.

Este fracaso hace muy incómoda la posición en la Brigada de Roberto Conesa, cuya imagen deja de ser la de un agente celoso e incansable para convertirse en la de un fanático gilipollas, que no se ha enterado de que hay que dejar de tocarles los cojones a los norteamericanos, además de a algunas ejemplares e influyentes familias del régimen que ya sufren bastante con la desgracia de tener un hijo comunista. Nuestro hombre decide entonces poner tierra por medio aprovechando sus propios contactos. En 1954 ha formado parte de la escolta del tenebroso dictador dominicano Leónidas Trujillo en su visita oficial a España, entablando con él cierta amistad. A ella recurre en el invierno de 1958, rogando a Trujillo que solicite a Franco el envío de un experto para perfeccionar su policía política. Conesa permanece en Santo Domingo dos años, adiestrando a los hombres que en 1956, bajo tutela de la CIA, torturaron y ejecutaron a un famoso republicano, el dirigente del PNV en el exilio Jesús Galíndez. A juzgar por los hechos de sus discípulos —que intensifican un terror ya insoportable hasta impulsar el asesinato del dictador en mayo de 1961—, hace un buen trabajo antes de regresar, en 1960, a una España que está volviendo a cambiar, pero esta vez a su favor.

Los primeros años de la década no le resultan sin embargo propicios. Al poco tiempo de su regreso, muere su mujer. Simultáneamente se agrava la úlcera de estómago que padece desde hace algunos años y que ya no dejará de torturar al torturador. Conesa decide entonces dejar al PCE por imposible. Acierta al diagnosticar que la desarticulación del partido más poderoso de la oposición clandestina es una tarea superior a sus posibilidades. ETA, cuyo primer atentado se produce en 1961, y sobre todo, un grupo de disidentes comunistas decididos a escindirse para fundar un nuevo partido pro chino, le ayudan a reorientar con éxito su carrera profesional.

La relación de Roberto Conesa Escudero con el Partido Comunista Marxista-Leninista, fruto de dicha escisión, que se apunta en 1962 para consumarse dos años después, convierte al antiguo especialista en el PCE en un experto en las pequeñas organizaciones comunistas que empiezan a proliferar a la izquierda del gran Partido en los años sesenta, por su discrepancia con la política de reconciliación nacional impulsada por la dirección de este. Algunos de sus compañeros y confidentes cuentan después que Conesa tiene al PC Marxista-Leninista infiltrado desde el primer momento y al más alto nivel. Eso, y que dichas siglas se nutran fundamentalmente de españoles que han emigrado por razones económicas o políticas, explica que el policía se dedique a pasear por Europa durante la década prodigiosa. Ginebra, Bruselas, París y Luxemburgo se convierten en estaciones de paso para el rey de las cloacas de la Puerta del Sol, por donde sólo asoma ya de vez en cuando. No necesita más porque tiene su descendencia asegurada. En aquellos calabozos mandan ahora sus cachorros, entre quienes pronto destaca Luis Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, policía, torturador y asesino, dispuesto a mancharse las manos de sangre para complacer a su maestro, que tiene mejores planes para sí mismo.

A estas alturas, en las esferas de la alta política se han acabado ya las contemplaciones. Por una parte, la alianza con los norteamericanos, que cuentan con cuatro bases militares en suelo español, es definitivamente sólida. Ningún exceso policial puede hacerla peligrar, sobre todo cuando a la izquierda del PCE brotan grupos, como el FRAP, que abrazan la lucha armada dos décadas después de que el Partido renunciara a ella. Paradójicamente, en este momento, ETA resulta una bendición para la Brigada Político Social en general y, en particular, para Roberto Conesa, que tiene sin embargo juicio suficiente como para no meterse en ese jardín. Escoge otros caladeros más fáciles, más cómodos y, sobre todo, más propicios para su éxito personal.

Entonces empiezan a pasar cosas raras. En la primavera de 1966, el consejero eclesiástico de la embajada española en Roma, monseñor Ussía Urruticoechea, es secuestrado por una misteriosa organización presuntamente anarquista, autodenominada Grupo Primero de Mayo, que al reivindicar su captura exige libertad para los presos políticos, así, en general. El 3 de mayo, el diario Madrid publica un extracto de un artículo aparecido en la prensa italiana que dice literalmente: «Este caso no parece que vaya a tener una solución en breve tiempo. En varios sitios se afirma que el gobierno franquista conoce muchos más detalles de los que hace creer». Unos pocos días después, Roberto Conesa viaja a Roma y rescata a monseñor Ussía en una operación tan fácil y limpia que se diría que, sencillamente, ha ido a buscarlo. Al ser liberado, el obispo declara, muy tranquilo: «Siempre estuve seguro de que no me harían nada». Y el agente más famoso de la Brigada Político Social ofrece su primera rueda de prensa, en la que no deja entrar ninguna cámara.

La feliz resolución de secuestros misteriosos se convierte en la palanca que propulsa hasta la gloria a Roberto Conesa, ascendido a comisario en marzo de 1973 de acuerdo con el escalafón, después de que su expediente sufra una curiosa alteración que adelanta en dos años, hasta la inverosímil fecha de agosto de 1939, su ingreso en la Policía. Al parecer, el ya comisario Conesa desempeña un papel determinante en la liberación de Baltasar Suárez, director del Banco de Bilbao, secuestrado en mayo de 1974 por un extrañísimo Grupo Antifascista Revolucionario Independiente (GARI), que cobra un elevado rescate del que nunca se vuelve a saber nada. Quizás por eso en este caso no hay rueda de prensa, ni con cámaras ni sin ellas. Después, el GARI se desarticula solo y, eso sí, con un montón de millones que jamás aparecen.

Contra todo lo que parece lógico, sensato, justo y hasta higiénico, la llegada de la democracia no supone ningún contratiempo para Roberto Conesa Escudero, que alcanzará la cumbre de su carrera dos años después de la muerte de Franco, gracias a otra prodigiosa resolución de un secuestro, doble en este caso.

En enero de 1977, el Grupo Revolucionario Antifascista Primero de Octubre —obsérvense las coincidencias de esta marca con la de los secuestradores de monseñor Ussía, otro Grupo que también recurrió a una fecha para bautizarse, y con la que reivindicó el secuestro del director del Banco de Bilbao, un tercer Grupo que se bautizó con los mismos adjetivos en orden inverso—, más conocido como GRAPO, secuestra a Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado, y al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar.

Esta acción llama poderosamente la atención de la opinión pública por dos razones. La primera es que los dos secuestrados desempeñan cargos de altísimo rango institucional. La segunda es la inoportunidad de aquel secuestro desde el punto de vista de los intereses de la izquierda. Enero de 1977 es un mes negro para el Partido Comunista de España. En sólo una semana, pistoleros fascistas asesinan a cinco abogados en un despacho laboralista de CC.OO. en la calle Atocha, y a un manifestante llamado Arturo Ruiz. Otra chica, Mari Luz Nájera, muere en una manifestación de protesta por la muerte de este último celebrada al día siguiente, porque un antidisturbios le tira un bote de humo en plena cara, a muy corta distancia. Que en este momento, mientras sale a la luz la profunda relación entre los pistoleros ultras que campan a sus anchas y la policía, un grupo izquierdista secuestre nada menos que a Oriol y a Villaescusa, resulta incomprensible. Como otras acciones de los GRAPO, aquella tuvo el resultado de equilibrar una sangrienta balanza, sugiriendo que la policía tenía motivos para actuar como lo hacía. Otras veces sus atentados producirían el efecto aún más contradictorio de enardecer los ánimos de los golpistas repartidos entre la extrema derecha y el Ejército.

En febrero de 1977, el ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, reclama a Roberto Conesa —que había sido nombrado jefe superior de policía de Valencia por su antecesor en el cargo, Manuel Fraga Iribarne, en junio de 1976— y le encarga que se ocupe del doble secuestro. Es una buena idea, porque el comisario libera a los secuestrados el día 11, con tal facilidad que ni siquiera tiene que tirar las puertas de las viviendas donde permanecen recluidos. Tampoco es preciso disparar un tiro, aunque un agente deja escapar uno de manera involuntaria y sin necesidad, puesto que tanto Oriol como Villaescusa están solos, cada uno en un piso vacío. A pesar de lo sencillo que le resulta convertirse en un héroe nacional, Conesa pasa entonces de comisario a superagente, y toca al fin el cielo con las manos.

En la rueda de prensa que se ofrece con posterioridad, se sienta al lado del ministro Martín Villa y posa con naturalidad ante las cámaras mientras sus superiores anuncian su inminente condecoración. Todas las imágenes que se conservan de Conesa proceden de esta rueda de prensa y de un par de entrevistas que concede en los días inmediatos.

Pero, igual que las polillas que se acercan demasiado a una llama terminan quemándose, la gloria de Conesa resulta efímera. Después de recibir la Medalla de Oro al Mérito Policial de manos de Rodolfo Martín Villa en julio de 1977, su estrella se va apagando lenta e inexorablemente. Pronto es apartado de los cargos de responsabilidad y la jubilación le llega sin haber vuelto a desempeñar ningún papel relevante.

Roberto Conesa Escudero muere en Madrid el 27 de enero de 1994, en plena jornada de huelga general contra el proyecto de reforma laboral emprendido por el gobierno socialista que preside Felipe González.

Sus necrológicas recogen el dato de que ningún miembro del gobierno asistió a su entierro. Pero en ninguna aparece el mote con el que Roberto Conesa, alias «el Orejas», fue conocido en su barrio durante su infancia y su juventud.