Silverio Aguado Guzmán no dejó de pensar en aquellas máquinas durante el resto de su vida.
Muchos años después de verla dibujada en tinta china, consiguió localizar en un catálogo antiguo una multicopista doble, idéntica a la que Rita había copiado del natural. Se trataba de una patente japonesa fabricada en el Perú, un modelo con cuatro rodillos en la parte superior y otro encajado en el fondo que formaba parte de un mecanismo secundario, destinado a canalizar las hojas que se imprimían de dos en dos pero se recogían de una en una, en las bandejas situadas a cada lado. Unos días más tarde, el representante que había rescatado aquel cuadernillo del trastero de un almacén le contó que aquella novedad no había tenido éxito, porque la complejidad del diseño multiplicaba las averías y el quinto rodillo no giraba a la velocidad suficiente para evitar los atascos de papel. El fabricante original había dejado de producirlas antes de que cumplieran un año en el mercado, pero su filial de Lima siguió intentándolo durante algún tiempo. Silverio supuso que el Partido las habría comprado allí, probablemente muy rebajadas, y comprobó que había acertado en todo lo demás. A esas alturas, aquello era lo de menos, y sin embargo se puso tan contento que hasta le dio vergüenza exteriorizarlo ante su mujer. Cerró el cuadernillo sin hacer aspavientos, esperó hasta que se acostaron, y por fin lo comentó en el tono de las cosas sin importancia, como si ella no se hubiera dado cuenta de que todos los días se traía un par de catálogos del trabajo, como si no le hubiera visto estudiarlos después de cenar, como si no supiera lo que estaba buscando.
—Habrían funcionado, ¿sabes?
Manolita dejó caer el libro que estaba leyendo, giró la cabeza y le miró.
—Las multicopistas, ¿no? —su marido asintió—. Nunca lo he dudado.
—Pues yo no estaba tan seguro, porque… —ella se echó a reír y le pegó con el libro en la coronilla.
—Silverio, por favor… —él cedió a la risa mientras se cubría la cabeza con un brazo, a tiempo de parar el segundo golpe. Luego cayó fulminado por un sueño instantáneo, tan benéfico como el de un bebé.
El mecanismo de aquellas multicopistas le había obsesionado durante años, y sin embargo, al despertar comprobó que había explotado en el aire como una burbuja de jabón, sin hacer ruido ni dejar rastro. La solución del problema al que había dedicado tantas horas de su vida desencadenó un vacío misterioso, casi físico, porque tenía forma de agujero, tan redondo como si las ilustraciones de aquel catálogo le hubieran perforado el estómago mientras dormía. Fue una sensación contradictoria pero sobre todo efímera, porque la experiencia de la dictadura, dentro y fuera de la cárcel, le había convertido en un militante muy distinto del ingenuo mecánico de Porlier, aquel muchacho de veinticuatro años que desconocía por completo las reglas de la clandestinidad. Sólo eso, y que su trayectoria política se hubiera desarrollado bajo el paraguas de una legalidad casi ininterrumpida, pudo explicarle a principios de los años cincuenta la serenidad con la que había aceptado el plan de Antonio, que siempre había sido el único insensato de los dos. Así y todo, aquel era un misterio muy menor en comparación con el proceso que le había llevado a enamorarse de una chica que nunca le había gustado.
Ni siquiera podía recordar cuándo la había visto por primera vez. Manolita siempre contaba que aquella tarde de primavera de 1934 en que su hermano le llevó a la tienda para que arreglara la registradora, le había visto desmontar la carcasa como si pellizcara sus tornillos con unos dedos mágicos, porque la herramienta que usaba era tan pequeña que ni siquiera asomaba entre sus yemas. El detalle con el que su mujer evocaba aquella escena, le convenció de que aquel día tenía que haber estado allí, pero por mucho cuidado que pusiera en sonreír y asentir con la cabeza mientras la escuchaba, la verdad era que nunca consiguió situarla detrás del mostrador. En aquella época, Manolita tenía doce años pero parecía más pequeña, y aún tenía los rasgos borrosos, intercambiables, de los niños que no llaman la atención ni por su físico, ni por su gracia, ni por su carácter. De eso sí estaba seguro, porque cuando estalló la guerra y su hermano empezó a convocar reuniones casi a diario en el salón de su casa, se fijó en que se había convertido en una mujer sin haber llegado nunca a dar un buen estirón. Y hasta que se la encontró en el locutorio de Porlier, en mayo de 1941, apenas había vuelto a reparar en ella.
Antes de acostumbrarse a mirarla a través de una alambrada, Manolita representaba para él una presencia familiar, tan insignificante a la vez como los muebles que veía todas las tardes en aquella habitación, una chica sin suerte, embutida entre la belleza consumada de su hermano mayor y la explosión que prometía el cuerpo de Isabel. A los cinco años, Pilarín, que corría a sentarse en sus rodillas apenas le veía, para enroscar los brazos en su cuello y ofrecerle matrimonio a cambio de que le rascara la espalda, era mucho más seductora. En aquel cubil de serpientes tentadoras, Manolita parecía una figurante, esa actriz que en todas las compañías de teatro hacía varios papeles pero sólo decía una frase, vestida casi siempre de doncella, señor, la mesa está servida, aunque él llegó a detectar algo más. Mientras la veía deambular por el pasillo, impermeable a la pasión que incendiaba su casa, un mellizo encajado en cada cadera y el gesto perpetuamente hosco que la había convertido en la señorita Conmigo No Contéis, pensaba que quizás se había ganado ese apodo por razones más complejas, más peligrosas que los reproches de su hermano. Nunca se lo dijo a nadie, pero se fue convenciendo poco a poco de que Manolita, ni perezosa, ni egoísta, ni indiferente, era en realidad una facha emboscada, que todas las noches encendía una vela para arrodillarse en el suelo y pedirle a una estampita de la Virgen que Franco llegara cuanto antes a la Puerta del Sol.
Si él hubiera vuelto a pasear por aquella plaza, si hubiera podido volver a su barrio de vez en cuando con un permiso para dormir en su cama, como todos los demás, habría podido ahorrarse una sospecha que después le colorearía las mejillas muchas veces. Pero Silverio, sin haberse movido de la provincia de Madrid en toda la guerra, apenas había pisado las aceras de su ciudad desde el mes de febrero de 1937.
—¡Aguado! —el timbre de aquella voz no le asustó, porque aquel energúmeno sólo sabía hablar a gritos.
—¡Aquí, mi cabo! —contestó sin levantarse.
—Pues mueve ese culo de una vez, ¡coño!
Aquel día, el sector del frente del Jarama ocupado por su compañía estaba tranquilo, pero el cabo les había explicado muchas veces que con independencia de que los fascistas dispararan o no, lo último que había que hacer dentro de una trinchera era levantarse. Aquel animal, que sólo sabía tirar de pistola para imponer disciplina, tenía enfilado a Silverio desde que le vio con un libro de Machado entre las manos. Desde entonces, le arrestaba con el menor pretexto, se burlaba de él ante los demás y no desperdiciaba la ocasión de censurar la blandura de los jefes de un ejército que admitía en sus filas a señoritas aficionadas a la poesía. No sólo era despreciable. También era peligroso, y por eso, aquella mañana, el lector corrió agachado, sorteando cuerpos como un conejo en su madriguera, hasta que lo tuvo delante.
—¿Tú tienes un amigo en la Sexta que se apellida Perales? —le preguntó sin más preámbulos.
—Sí —entonces fue cuando Silverio se asustó—. ¿Qué ha hecho?
—Nada, hombre —aquella bestia sonrió con una esquina de la boca—, pero tienes que venir conmigo. El mando quiere verte.
Le siguió hasta una tienda de campaña donde un comandante, un teniente coronel y el comisario jefe de su sector dejaron de discutir alrededor de un mapa para estudiarle con la expresión propia de los miembros de un tribunal de oposiciones ante un nuevo candidato.
—Vamos a ver… —pero el examen resultó asombrosamente fácil—. ¿Tú eres el que sabe arreglar cualquier máquina con una goma y dos horquillas?
—Bueno, mi teniente coronel, a veces necesito algo más.
—¿Como por ejemplo?
—Pues, no sé, un destornillador o una llave inglesa, según…
—Muy bien, pues ahora mismo te vas a Madrid con el capitán Vélez. Que te lo vaya explicando por el camino.
Silverio Aguado Guzmán era un mecánico sumamente habilidoso y un chico muy inteligente, pero no sabía nada de la guerra. Cuando llegó al frente del Jarama y aprendió que, al cesar el fuego, todos los soldados y hasta los suboficiales tenían que recoger los casquillos desperdigados por el suelo, para llenar con ellos unos sacos idénticos a los que llegaban cada día con balas nuevas, creyó que eso era lo normal, lo que hacía también el enemigo, todos los ejércitos en todos los frentes estabilizados del mundo. Si el capitán que mandaba la compañía de Antonio Perales no hubiera sido el encargado de reaprovisionar aquel sector, tal vez nunca habría llegado a enterarse de la verdad. Pero aquella mañana, a su amigo le había tocado ir a buscar munición y no encontró nada que canjear por los casquillos.
—¿Como que canjear? —miró al capitán y él correspondió con una expresión que no supo interpretar—. ¿Pero eso no se compra?
—Los fascistas, sí —Vélez suspiró—. Nosotros no podemos.
Al principio creyó que era una broma. Todos los días oía hablar del embargo contra la República, de la barrera que las democracias habían levantado para impedir las importaciones de armas del gobierno, de los tanques y aviones bloqueados en la frontera francesa que nunca llegarían a las unidades para las que habían sido comprados, pero el armamento pesado era una cosa, pensaba, y las balas, tan pequeñas, tan baratas, otra muy distinta.
—No te lo crees, ¿verdad? —el capitán lo leyó en sus ojos—. Pues no te preocupes, vas a verlo ahora mismo.
Lo único que vio cuando se bajó del coche fueron las obras de los Nuevos Ministerios, el desolador efecto de los bombardeos sobre los edificios a medio construir, una doble ruina que Vélez atravesó a buen paso. El soldado le siguió en silencio hasta un patio interior que no parecía distinto de los demás, pero al cruzarlo, distinguió al fondo una acumulación vertical de cascotes que no podía ser fruto del azar. Al otro lado de aquella muralla improvisada había una estructura de hierro con cuatro postes alrededor de un hueco cuadrado. En uno de ellos estaba atornillado un botón rojo que el oficial pulsó para desatar de inmediato el ruido inconfundible de un motor asociado a algún tipo de engranaje. Silverio nunca había estado en una mina, pero antes de que la plataforma alcanzara el nivel de sus pies adivinó que iba a viajar hacia el subsuelo en un montacargas semejante a los que usaban los mineros.
—¿Qué es esto, mi capitán? —preguntó de todas formas.
—Ahora, una fábrica subterránea. Antes eran las obras del metro.
A la luz de un farol enganchado a la estructura, Silverio distinguió unas marcas de almagre pintadas en la pared y contó seis, seis metros, antes de que la plataforma se detuviera en un vestíbulo donde un soldado custodiaba una puerta de metal. El capitán Vélez le conocía, y respondió a su saludo antes de traspasar el umbral para conducir al soldado Aguado hasta un lugar extraordinario, el único milagro verdadero que contemplaría en su vida.
A finales de 1936, cuando se cerró el cerco sobre Madrid, el secretario general del sindicato metalúrgico de la CNT de la capital se acordó del túnel de siete kilómetros de longitud que había sido perforado sólo unos meses antes, para conectar la línea de metro que partía de Atocha con la futura estación de los Nuevos Ministerios. Se llamaba Lorenzo Íñigo y sólo tenía veinticuatro años. Después de inspeccionar aquella obra, tuvo también una idea luminosa.
—Fui convenciendo a los dueños de los talleres, uno por uno, de que trasladaran su maquinaria, garantizándoles la propiedad y ofreciéndoles un salario por trabajar aquí, con sus propias máquinas —él mismo se lo explicó al recién llegado, que se limitó a mirar a su alrededor con la boca abierta, disfrutando por anticipado de aquel paraíso terrenal de la mecánica—. Excavamos el terreno por el lado sur para construir una rampa por la que transportamos todo lo que no cabía en el montacargas, y cerramos el paso después con un muro de piedra cubierto por un terraplén. Así entraron aquí los camiones. Y como los huecos de ventilación ya estaban hechos…
La bóveda había sido explanada en el centro para crear una pista por la que circulaban camionetas que trasladaban piezas o materiales de un lugar a otro. Todo lo demás eran máquinas, agrupadas por su naturaleza y perfectamente alineadas contra los muros. Entre ellas, a intervalos regulares, unas paredes de ladrillo delimitaban espacios cerrados que se utilizaban como talleres y dormitorios, porque las normas de aquella fábrica comprometían a los trabajadores a dormir en el subsuelo y salir a la superficie lo menos posible.
—Como comprenderás, a seis metros de profundidad no tenemos ni idea de lo que está pasando arriba, y esto está tan alejado del centro que ni siquiera en la calle se oyen mucho las sirenas. El mecánico que se ocupaba de las reparaciones tuvo mala suerte. Se le ocurrió escaparse para dormir en su casa en el instante en el que estaba comenzando un bombardeo y ni siquiera llegó a salir del recinto. Lo dejaron frito allí mismo. Por eso estás aquí, pero no te voy a obligar a quedarte. En el túnel todos somos voluntarios, así que tú decides.
Silverio miró a su alrededor una vez más antes de fijar la vista en los ojos de su interlocutor.
—Yo me quedaría de mil amores, pero hay un problema —y señaló con el dedo las insignias prendidas en la guerrera de Lorenzo—. Soy comunista.
—Eso me da igual —aquel chico sonrió y abrió un brazo para abarcar el espacio que le rodeaba—. Aquí hay gente de todos los partidos porque no hacemos política. Sólo obuses.
—Cojonudo —Silverio extendió una mano que Lorenzo estrechó con una sonrisa más vigorosa que sus dedos—. ¿Por dónde empiezo?
Ni siquiera preguntó dónde podía dejar el macuto. Con él a cuestas, siguió a su nuevo jefe hasta una pulidora con una palanca atascada que le dio la oportunidad de demostrar sus habilidades, porque no necesitó pedir herramientas para arreglarla. Con las que llevaba en el bolsillo, dentro de un cubilete de caramelos de café con leche, tuvo de sobra.
—Ya está —informó tres cuartos de hora después—. Con este apaño, tira una semana como mínimo. Luego, cuando lleguen los repuestos, sería bueno limar las varillas para…
—Silverio.
—Que no se sobrecargue el eje central, porque el problema ha sido…
—¡Silverio!
Estaba tan absorto mientras dibujaba en el aire el mecanismo que se le acababa de ocurrir que sólo cuando Lorenzo le interrumpió por segunda vez se detuvo a mirarle, y no comprendió la expresión de su rostro.
—No van a llegar nunca. Aquí trabajamos sin repuestos.
Sacudió la cabeza, como si temiera no haber oído bien, pero el fundador de aquella fábrica no se inmutó.
—Así que no hay repuestos —repitió, muy lentamente.
—No.
—¿Y un torno, tenemos?
—Eso sí.
—Pues entonces, habrá que fabricarlo —la sonrisa de Lorenzo se ensanchó—. Ahora, en un momento…
—No. Ahora tienes que ir a mirar una troqueladora que se ha roto esta mañana. Ven, por aquí…
Cuando tuvo un momento libre para fabricar la pieza que necesitaba aquella pulidora, llevaba más de cuarenta y ocho horas bajo tierra y no había llegado a dormir ocho en total. La maquinaria concentrada en aquel túnel llevaba casi cuatro meses funcionando sin interrupción, porque los operarios estaban organizados en tres turnos que se relevaban entre sí para no detener jamás la producción, y hasta los equipos que al llegar eran nuevos se resentían de aquel esfuerzo, por mucho mimo con el que los trataran sus propios dueños. Silverio nunca había trabajado con la intensidad que le exigió el mantenimiento de aquella fábrica singular y subterránea, pero aún se arrepintió menos de haberse quedado. Sabía que en ningún otro lugar habría sido más útil, ni habría tenido la misma sensación de estar haciendo todo lo posible para ganar la guerra, sobre todo después de resolver el misterio que rodeaba a aquel lugar, cuya admirable existencia representaba un secreto aún más incomprensible.
—I can’t believe it…
El día que Sally bajó a buscarle, llevaba viviendo en el túnel casi dos meses y en ese plazo no había visto por allí a ningún civil. Ya había aprendido por qué se recogían los casquillos después de los combates, y que se canjeaban por otros rellenos de plomo gracias a las máquinas que él mismo mantenía en funcionamiento. Aquel constante cambalache de munición le daba la oportunidad de subir a tomar el aire y charlar un rato con Antonio cada dos o tres días, pero aún no sabía que el frente de Madrid era el único sometido a aquella penuria de balas usadas. Eso fue lo primero, pero no lo más importante, que descubrió gracias a Sally Cameron.
—Al principio no me gustabas nada, ¿sabes? —la primera vez que se acostaron juntos, le miró como si no le conociera y se echó a reír—, porque como no pareces español…
—¿Ah, no?
—No, eres demasiado… Rubio no, pero… —asomó la punta de la lengua entre los labios mientras cerraba los ojos, como siempre que necesitaba buscar una palabra—. No pareces gitano.
—Vaya, hombre…
Silverio conocía sus gustos desde el verano de 1936, una de esas sofocantes noches de agosto en las que Antonio y él sacaban a pasear sus impolutos uniformes de pipiolos de retaguardia. Su abuelo se había ofrecido a militarizar la imprenta familiar para impedir que lo movilizaran, y eso hacía su destino aún más humillante que el de su amigo, que al fin y al cabo ocupaba una mesa en Capitanía. Por aquel entonces, los dos estaban convencidos de que la guerra iba a durar un suspiro y de que se la iban a perder, y no envidiaban a nadie tanto como a Puñales, que se había alistado con sus hermanos en un batallón sindical y andaba por la sierra pegando tiros. Allí lo situaban cuando se lo encontraron de madrugada en la plaza de Santa Ana, sentado en un banco con una chica pelirroja, enorme, que le sacaba casi la cabeza, aunque en aquel momento no se fijaron en su estatura. Su pecho proyectaba a la luz de las farolas una sombra tan monumental que ni siquiera la miraron a la cara hasta que Vicente se la presentó.
Sally era escocesa, tenía veintiún años y estaba completamente loca, aunque no tanto como su hermano mayor, Sean Cameron, corresponsal en España de una agencia de noticias británica y otra norteamericana, que la había invitado a pasar el verano en su casa. Los dos tenían previsto celebrar su reencuentro con un largo, soleado y pintoresco viaje por Andalucía, pero cuando estalló el golpe de Estado aún no se habían movido de Madrid. En ese momento, y en lugar de enviarla de vuelta a Escocia por cualquier medio, como habría hecho cualquier persona sensata, a Sean no se le ocurrió nada mejor que pedir una credencial de prensa a su nombre para llevarla consigo a la sierra del Guadarrama, armada con una cámara fotográfica, un corazón inflamado y, eso sí, un español mucho mejor que el suyo. La señorita Cameron había estudiado la lengua castellana en un internado de Surrey donde compartió habitación durante varios años con dos hermanas cordobesas, hijas de un aristócrata, exquisito propietario de una ganadería de reses bravas. Ellas le habían prometido un irresistible programa de fiestas, ferias y capeas si se animaba a visitarlas en una de sus fincas, y cuando llegó a Madrid, nada le apetecía más que cumplirlo. Pero a fines de julio, tan influida por las opiniones de su hermano como por el fervor revolucionario que estimulaba su producción de hormonas en una asombrosa proporción, decidió que sus antiguas compañeras no eran más que unas fachas asquerosas. Y nunca se arrepintió de haber rechazado su oferta.
—Pues qué quieres que te diga… La conocí ahí arriba, hace un par de días. El capitán nos destacó a unos cuantos para volar un puente y cuando quisimos darnos cuenta se había venido detrás. Lo del puente salió bien y en el camino de vuelta empezó a hablar conmigo, a tocarme el pelo, a juntar su mano con la mía para que viera lo blanca que es y a decirme que parezco torero, ya ves… Total, que esta mañana, cuando me han dado permiso, me ha dicho que se venía conmigo a Madrid, y… aquí estamos.
Mientras el Puñales, piel aceitunada y el pelo lacio, tan negro como el ala de un cuervo, iba contándole todo esto, Sally bajaba por la calle de Prado emparejada con Antonio aunque su cabello castaño fuera más claro que el de Silverio, casi rubio en verano. Cuando se separaron, ya empezaba a amanecer pero aún no se había decidido. Besó a los dos en los labios antes de parar un taxi y el Manitas, del que se despidió con un simple gesto de la mano, creyó que nunca la volvería a ver. En septiembre se enteró de que había vuelto a la sierra con Vicente sólo para perderle de vista enseguida. A cambio, cuando su hermano decidió quedarse una temporada en la ciudad, fue a buscar a Antonio a Capitanía, y él pensó que su pelo rojo y sus tetas descomunales la hacían muy indicada para darle celos a Eladia.
—¿Tú quieres que yo te enseñe a una miliciana anarquista peligrosa de verdad?
Estaban los tres sentados en la barra de un café, y Silverio vio cómo relucían los ojos de la reportera mientras un sabor amargo, cuyo origen no logró precisar, le trepaba de pronto por la garganta.
—¿Es famosa?
—Claro, porque es bailaora de flamenco —y por si ese anzuelo fuera poco, lanzó otro más—. Y creo que nadie le ha hecho fotos todavía…
Cuando ella dejó de besar, abrazar y agradecer al soldado Perales aquella oferta por todos los medios aceptables en aquel local, se levantó para ir al baño y Silverio decidió que había llegado el momento de marcharse.
—Pero, bueno… —su amigo le conocía demasiado bien como para dejarle ir sin más—. ¿Y a ti qué te pasa?
—Eso debería preguntártelo yo a ti —le replicó, sacudiendo el brazo para desprenderse de la mano que pretendía retenerle—. Porque no entiendo cómo puedes ir ofreciendo a Eladia por ahí, igual que si fuera un mono de feria.
—¿Un mono de feria? —Antonio se echó a reír—. ¡Vamos, no me jodas! ¿Y para qué se disfraza todas las tardes, si no?
No encontró una buena respuesta para esa pregunta. Tampoco acertó a explicarse por qué el día siguiente, a las siete y media de la tarde, se quitó una bata azul estampada con manchas de todos los colores y anunció a sus compañeros que iba a salir a dar una vuelta. La escena que contempló en el portal del número 19 de la calle Santa Isabel le enseñó, sin embargo, algunas cosas de sí mismo que aún ignoraba.
—Mira, ahí la tienes.
Cuando llegó, Eladia empezaba a subir la cuesta, pero incluso a esa distancia los detalles de su atuendo, la gorra, las botas, el correaje, eran lo suficientemente llamativos como para persuadir a Sally de que no tenía un minuto que perder.
—No dirás que te he engañado, ¿eh? —Antonio se recostó plácidamente contra la fachada mientras su invitada ocupaba el centro de la calle a ciegas, un ojo guiñado y el otro clavado en el visor de su cámara.
—No —respondió ella sin dar importancia a la reacción de su modelo, que frunció el ceño antes de pararse en medio de la acera para calibrar lo que estaba pasando—. Es una maravilla… Maravillosa…
Aunque aquel prodigio apretó el paso, su velocidad no resultó suficiente para detener una hemorragia de instantáneas que sólo cesó con el fin del carrete destinado a inmortalizarla. Cuando llegó a su altura, la fotógrafa ya tenía otro en la mano y sonreía como si se prometiera una sesión más relajada aunque Antonio, que conocía a Eladia mejor que nadie, se apresuró a escoltarla en actitud de alerta.
—Oye, monada… —su enemiga, y el amor de su vida, ni siquiera le miró mientras escogía un tono correcto, incluso cortés, para dirigirse a la escocesa—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro —Sally sonrió para que Antonio se tensara un poco más, y hasta Silverio presintió que aquel acento era un caramelo envenenado—. Pero no te preocupes. Ya te avisaré…
—No, si no es eso —puso los brazos en jarras y avanzó hacia ella muy despacio, contoneando las caderas como si ejecutara un paso de baile—. Es que, estaba yo pensando… —hasta que la tuvo delante, y levantó la barbilla mientras hinchaba el pecho igual que una gallina—. Y tú, ¿por qué no retratas a tu putísima madre?
—Yo… —Sally miró a su alrededor como si acabara de darse cuenta de que estaba perdida en un planeta desconocido—. Pero…
Eladia aprovechó su desconcierto para lanzar un zarpazo hacia la cámara, pero Antonio consiguió agarrarla antes que ella.
—Y a ti… —la bailaora apretó los puños y los levantó en el aire como si pretendiera descargarlos sobre el salvador de su rival, que ya no lo parecía tanto, porque había usado la cámara como punto de apoyo para empujar a Sally hacia atrás con mucha más fuerza de la necesaria para protegerla.
—A mí… —Antonio sonrió, se acercó a Eladia, pegó la cabeza a la suya como si estuviera a punto de besarla—. ¿Qué?
En ese momento, todo cesó. Silverio fue más consciente de la parálisis que congeló a los tres personajes de aquella escena que de haberla provocado él mismo. Sally le miraba, la cámara entre las manos, la cara todavía pálida del susto, con una expresión de perplejidad absoluta y desprovista de matices, pero el rostro de Eladia reflejaba un estupor distinto, animado por una luz de reconocimiento, un indicio de complicidad que él nunca había visto en aquellos ojos. Antonio se mostró indeciso durante un instante. Luego se echó a reír, y su carcajada devolvió el movimiento a las dos mujeres que le acompañaban, para lograr a cambio que Silverio dejara de aplaudir.
—Te ha gustado, ¿eh? —le preguntó entonces, intentando aprovechar la situación para enlazar la cintura de Eladia, sin conseguirlo.
—Pues sí —él respondió en voz alta y tampoco comprendió la serenidad que desprendía su voz—, porque a mí también me ha tocado mucho los cojones este safari, ya te lo dije anoche. La próxima vez que esta quiera hacer fotos exóticas, llévala a la Casa de Fieras, mejor.
Giró sobre sus talones sin detenerse a apreciar el efecto de su declaración y empezó a subir la cuesta a buen paso, pero no tan deprisa como Eladia, que se paró un instante a su lado para ponerle una mano en el hombro y mirarle mientras asentía con la cabeza. Hasta aquel momento, él había estado seguro de que el motivo de su reacción habían sido los celos, pero en las chispas de sus ojos percibió el rastro de un orgullo tan feroz que sobrepasaba el nivel de su propia indignación. No llegaron a cruzar ni una palabra, porque ella volvió a ponerse en marcha enseguida para coronar la cuesta casi corriendo, sólo unos segundos después de haberse detenido. En ese brevísimo plazo, Silverio se reconcilió íntimamente con su amigo. Esos pocos segundos bastaron para darle la oportunidad de comprender por qué Antonio el Guapo había perdido el seso por aquella mujer, y si hubiera podido estar a solas con sus pensamientos un rato más, quizás habría llegado incluso a envidiar el grado de enajenación que tanto le había asombrado hasta aquel momento. Pero Eladia no era la única mujer capaz de correr que había en la calle Santa Isabel aquella tarde.
—Un momento —antes de que alcanzara la de Atocha, Sally le cortó el paso con las mejillas coloreadas por la carrera, los ojos muy abiertos—. Así que tú también eres español, ¿eh?, a pesar de las pecas… —él no se molestó en contestar mientras ella señalaba a su cara—. Un hidalgo.
—No —a eso sí respondió, porque aquella palabra le tocó los cojones todavía más que la sesión fotográfica—. No soy hidalgo, soy impresor. Y tengo mucho trabajo, así que si no te importa…
Cruzó Antón Martín esquivando los coches sin volver la cabeza, aunque ella no dejó de llamarle desde la esquina donde la había dejado plantada. Cuando volvió a ponerse la bata, no podía imaginar que el rasgo más acusado de su carácter fuera la tenacidad. A la mañana siguiente, el chaval que atendía el mostrador entró en el cuarto de la Minerva para anunciarle que tenía una visita y tampoco se le ocurrió que pudiera ser ella.
—Salud —pero ahí estaba, con la cámara colgando del cuello y una libreta en la mano derecha—. He venido a entrevistarte. Creo que eres muy interesante, ¿sabes?, para el público británico. El hidalgo impresor. El orgullo del proletario. Nosotros no…
—Mira, guapa —se limitó a decir—, vete a tomar un rato por el culo.
Sally no se inmutó, porque estaba demasiado familiarizada con el registro coloquial del español que hablaban los madrileños como para dejarse impresionar por esa frase.
—Pues si no te gustan esos títulos, pongo otro, pero quiero hablar de ti, comprender por qué la solidaridad internacional… —no paró de hablar, ni Silverio de escucharla hasta que el ruido de la máquina inundó sus oídos como una caricia.
Una vez más, pensó que no volvería a verla, y una vez más, se equivocó. Aquella misma noche aprendería que dos rechazos consecutivos no eran suficientes para desanimar a aquella mujer.
—No he traído nada.
Eso fue lo primero que oyó al salir de la imprenta. Al levantar la cabeza, la vio avanzar hacia él con las manos en alto y la misma expresión desvalida con la que habría intentado apelar a su compasión si la estuviera apuntando con una pistola. Aquella mirada estableció entre ellos una relación de fuerzas tan peculiar que Silverio llegó a sentirse desagradable, incluso cruel por no haber atendido a su petición, aunque lo único que pretendía era que le dejara tranquilo. Pero Sally parecía afectada de verdad, y por eso, él también se rindió, y dejó caer los brazos mientras ella se acercaba con precaución.
—No tengo cámara. No he traído pluma, ni libreta, nada de entrevista… Sólo quiero que me lo expliques.
—Que te explique, ¿qué?
—No sé, dónde he metido la pata. Por qué me insultáis, tú y esa… —cerró los ojos y apretó los párpados con tanta fuerza que sus sienes se llenaron de arrugas—. Esa horrible mujer.
—¡Uf!
Aquella exclamación condensó a la perfección su estado de ánimo. Aquella noche, Silverio estaba muy cansado y no era una novedad. Todas las noches salía de la imprenta tan consumido que al pisar la calle ni siquiera se acordaba de comparar su cansancio con el de los soldados que dormían vestidos dentro de las trincheras. Cuando Sally fue a su encuentro, lo último que le apetecía era dar una conferencia en la mesa de un café para una oyente exclusiva y pesadísima, pero un instinto sin nombre le disuadió de contestar deprisa. Después de advertirse a sí mismo que lo que quería era irse a casa, cenar y meterse en la cama, asintió con la cabeza, la cogió del brazo y empezó a caminar a su lado, porque había adivinado a tiempo dos cosas. La primera era que no le resultaría difícil acostarse con aquella chica. La segunda, que Sally Cameron no sería la mujer de su vida.
Nunca lo eran. Unas horas más tarde, cuando volvió a abrir la imprenta, y guio a la escocesa a tientas hasta la máquina más grande, y la encaramó en un reborde plano de dimensiones ideales, lo bastante ancho como para que ella pudiera sentarse y rodear su cintura con las piernas, ni tan bajo como para que él necesitara agacharse, ni tan alto como para que tuviera que estar de puntillas mientras la penetraba, Silverio no había cumplido aún veinte años, pero ya había desarrollado un sistema propio para fracasar con las mujeres.
En realidad eran las mujeres quienes fracasaban con él, porque siempre empezaban ellas. Desde que la Luisi, la hija de la portera de los Perales, le trincó una tarde por el brazo, le arrastró hasta el chiscón y le preguntó a bocajarro si era marica para posterior regocijo de Manolita, que se partía de risa cada vez que imaginaba aquella escena, Silverio nunca se había atrevido a tomar la iniciativa con una chica. Siempre había sido muy tímido, pero había algo más y él lo intuía, aunque no acababa de entenderlo. Con el tiempo llegó a vislumbrar que el origen de aquella dificultad no era el defecto, sino el exceso de sus expectativas. Las mujeres le gustaban demasiado, tanto que no podía soportar la facilidad con la que le decepcionaban. Mientras sus amigos se lanzaban como perros hambrientos sobre la primera que amagara con dejarse, él siempre se quedaba un paso por detrás. Nunca se atrevió a contarles que prefería esperar la aparición de una compañera definitiva, porque se daba cuenta de que aquel sentimiento de idealismo exacerbado, estrictamente romántico, era incompatible con su ideología marxista. Eso le hacía sentirse todavía peor, aunque se consolaba pensando que el padre de Marx no había abandonado a su familia por la taquillera de un cine de la Gran Vía.
El suyo le regaló el juguete más bonito que llegaría a tener en su vida cuando cumplió nueve años. Era un autobús de hojalata pintado a mano, en el que la poderosa tracción de las ruedas, capaces de impulsarlo por el pasillo a toda prisa, competía con la gracia de los pasajeros, figuritas también de hojalata, también pintadas a mano y cada una con su propio aspecto. Había dos parejas, una joven y otra de ancianos, una madre con un niño, una señora gorda, un campesino, un cura tocado con una teja y, en los asientos libres, cestos y paquetes semejantes a los que se amontonaban en la baca del techo. Todos los pasajeros estaban vueltos hacia las ventanas excepto el conductor, y como la trasera estaba cerrada, aquella extravagante perspectiva ocultaba la endeble condición de sus cuerpos planos. Mientras hacía girar entre sus manos aquel vehículo tan exótico como el nombre de la línea, México-Cuernavaca, escrito en sus dos flancos, Silverio comprendió que nadie le había hecho nunca un regalo que le gustara tanto, y abrazó a su padre con todas sus fuerzas. Él lo levantó del suelo y le besó muchas veces, como si quisiera compensarle por su ausencia en todos los cumpleaños que le quedaban.
Aquella noche, se llevó el autobús a la cama, lo escondió bajo las sábanas hasta que su madre le dio las buenas noches, y encendió la luz de la mesilla para seguir mirándolo. Durante la cena, había descubierto unas pestañitas de metal en la base de la plataforma. No se había atrevido a levantarlas delante de testigos, pero después, a solas, empujó una hacia arriba con la uña y mucho cuidado, y aunque estaba muy dura, no hizo nada peor que un clic. Repitió el procedimiento una vez, y otra, hasta que el chasquido de la cuarta pestaña coincidió con el ruido que hacía la puerta de la calle al cerrarse. No era muy tarde. Silverio pensó que sus padres habrían salido a dar una vuelta y levantó la carcasa del autobús por un lado para comprobar que el suelo también estaba pintado. En su excitación, no fue capaz de interpretar otro portazo, que sonó dentro de la casa, y el eco de un ruido más extraño, sordo, sofocado. A toda prisa, con la destreza de la experiencia, levantó todas las pestañas del lado opuesto y se maravilló al comprobar que los pasajeros de su autobús tenían piernas, faldas, pantalones, zapatos dibujados sobre las primorosas láminas de metal que los constituían. Al cerrar de nuevo todas las pestañas, paladeó por adelantado el placer que sentiría al compartir con su padre aquel prodigio, y cayó fulminado por la alianza del cansancio y la emoción.
A la mañana siguiente, su madre no se levantó a hacerles el desayuno. En la cocina estaba sólo Primi, que era apenas unos meses mayor que su hermana Marta pero se empeñaba en tratarle como a un crío. Aquel día tenía los ojos hinchados y suspiraba más de la cuenta, pero eso no era una novedad o, al menos, él no quiso verla, ni preguntarse por qué parecía más empeñada que nunca en acariciarle la cabeza como si fuera un bebé. La gozosa perspectiva de enseñar el autobús en el patio del colegio, con y sin carcasa, le absorbía por completo, tanto que logró arrinconar los portazos de la noche anterior en el desván de los recuerdos sin importancia. Hasta que se encontró con Ernestina, la mujer que cuidaba de su abuelo Silverio desde que se quedó viudo, en la puerta del colegio.
—¿Qué haces tú aquí?
Ella no le contestó enseguida. Antes, le acarició la cabeza con la misma detestable conmiseración que Primi había exhibido en el desayuno, y después le cogió de la mano para guiarlo en una dirección distinta a la que recorría todos los días. Sólo cuando Silverio la soltó, Ernestina accedió a explicarse.
—Hoy vais a comer en casa de tu abuelo.
—¿Quiénes?
—Todos.
Aquella palabra le tranquilizó porque aún no era capaz de interpretarla. Pero cuando llegó a la imprenta, y siguió a Ernestina hasta la trastienda donde siempre había creído que vivía su abuelo, encontró una mesa puesta con dos cubiertos menos de los que esperaba. Su madre no tenía ganas de comer, le dijeron. De su padre, nada.
Silverio nunca volvió a aquel piso de la calle Preciados que seguramente no era tan grande, ni tan bonito, ni tan luminoso como lo recordaría durante el resto de su vida. A partir de entonces, vivió con su madre y con su hermana en la casa de su abuelo, un tercer piso del mismo edificio donde estaba la imprenta y cuya existencia había ignorado hasta aquel día. La primera noche, durmieron los tres juntos en una cama grande, porque la casa había estado cerrada desde que su abuela murió, antes de que él naciera, y Ernestina sólo había tenido tiempo para limpiar un dormitorio de aquel hogar que al niño le pareció un almacén de bultos cubiertos de sábanas sucias, un destierro inhóspito, helado y polvoriento. Las contraventanas habían estado cerradas a cal y canto durante más de una década, pero a lo largo de aquella semana volvieron a abrirse una por una para que Silverio comprobara que el sol también sabía atravesar unos visillos finísimos, desgastados por la oscuridad de tantos años, y entrar en aquellas habitaciones tan tristes por las rendijas que dejaban las cortinas oscuras, pesadas como la madera de los muebles. Era, sin embargo, un sol distinto, más pálido, casi frío, quizás porque su madre también había perdido calor, y color, desde que se resignó a contemplarlo a través del balcón de su dormitorio.
—¿Y ahora vamos a vivir aquí?
Sólo se atrevió a hacer esa pregunta cuando se cumplió una semana de la misteriosa enfermedad que la retenía en la cama durante la mayor parte del día, aliviando a sus hijos de la inquietud de verla vagar por el pasillo con pasitos de anciana, la cara tan blanca como los vaporosos volantes de su bata.
—Sí —aunque su voz fina, quebradiza, parecía haber retrocedido hasta la infancia.
—¿Y por qué?
—Pues para hacerle compañía al abuelo.
—¿Y papá?
—Ha tenido que irse de viaje.
—¿Y se ha marchado así, sin despedirse?
—Sí, es que tenía mucha prisa.
—¿Y por qué?
—¡Ay, Silverio, hijo mío! —sólo entonces su madre volvió a ser ella, su voz la de antes cuando abrió los brazos para invitarle a tumbarse a su lado—. No me hagas más preguntas, por favor te lo pido…
Siete años después, Laura Guzmán volvió a pedirle a su hijo que no le hiciera preguntas. Para aquel entonces, Silverio tenía ya dieciséis y creía que lo sabía todo, que su padre se había largado con una taquillera, que su abuelo siempre había sabido que acabaría pasando algo así y que su madre había cometido el error de su vida al casarse con un señorito.
Cuando se mudaron a la calle de San Agustín, el abuelo repetía a todas horas que Rafael les había destrozado la vida. Le llamaba así, por su nombre de pila, como si no quisiera recordar a los niños que hablaba de su padre, y Silverio pensaba que tenía razón, porque su madre no acababa de levantarse de la cama, no se vestía, no se peinaba, no salía a la calle, y aquella tristeza sin límite le estaba cambiando hasta la cara, la piel arrugada, seca como los pétalos de una flor mustia. Hasta que un día se cansó de estar acostada y volvió a parecer la misma de antes, aunque no lo era, porque la pena no la abandonó. Seguía estando ahí como un velo transparente, una sombra de melancolía en los atardeceres, un brillo húmedo que sólo afloraba a sus ojos cuando estaba sola y su gato se acomodaba en su falda para que lo acariciara hasta que llegaba alguien. En ese instante, los dos, el gato y aquella pena domesticada, casi confortable, se esfumaban a la vez. Silverio se acostumbró a verla así, y a echar de menos a su madre de la calle Preciados, aquella chica joven, guapa, graciosa, que cantaba muy bien, y bailaba sola, y se reía todo el rato. Por eso no entendió por qué, cuando el proceso de recuperación de Laura Guzmán la devolvió a esa alegría que era su auténtica naturaleza, el abuelo volvió a repetir a cada paso que Rafael le había destrozado la vida.
—Bueno, ¿qué? —entró en su cuarto hecha un figurín, y su hijo pensó que ninguna taquillera de la Gran Vía podría competir con ella aquella tarde—. ¿Vas a convidarme a merendar o me busco a otro acompañante?
El curso 1932-1933 acababa de terminar y la tarde anterior, al verle volver del instituto con el título de bachiller entre las manos, Laura le había regalado diez duros con esa condición. Él sabía que le tocaba invitar, la estaba esperando y se había arreglado para salir con ella. Lo que nunca se habría atrevido a esperar fue la naturaleza de la conversación que sostuvieron frente a frente, en una terraza del paseo del Prado.
—Mira, Silverio, yo quería hablar contigo porque… —sacudió la cabeza como si no le gustara aquel principio, y escogió otro—. Me ha dicho el abuelo que quieres trabajar en la imprenta. ¿Es verdad?
Él frunció el ceño. Estaba seguro de que su madre ya conocía sus planes, pero le miraba con tanta atención que se lo confirmó con palabras.
—Sí, eso es lo que quiero. Me gusta mucho, ya lo sabes.
—Lo sé —ella asintió con la cabeza—, y me parece estupendo. Es un trabajo precioso, vas a tener el mejor maestro del mundo y, además, lo lógico sería que acabaras heredando el negocio, así que… Tendrías la vida resuelta.
Silverio también había pensado en eso, porque su madre tenía una hermana que no había tenido hijos, y un hermano que vivía en Valencia y había montado allí su propia imprenta, pero la expectativa de la herencia no había influido en su decisión. Él quería trabajar en la imprenta por la misma razón por la que conservaba, pese a todo, el autobús que le regaló su padre cuando cumplió nueve años, porque nada le gustaba más. Era muy fácil de entender, pero ella se resistió a aceptarlo y levantó las cejas antes de volver a la carga.
—Yo lo único que quiero es que lo pienses bien, porque… Bueno, tu padre es abogado, lo sabes, ¿no? A él le gustaría… Le habría gustado que fueras a la universidad, y lo que me da miedo…
Volvió a detenerse, y esta vez fue su hijo quien levantó las cejas. La pausa anterior, con su correspondiente corrección del tiempo verbal, no le había pasado desapercibida, pero aunque percibía el nerviosismo de su madre, el esfuerzo que le costaba deshacer los silencios para seguir hablando con naturalidad, aún estaba tranquilo.
—Verás, hijo, yo… Voy a ser sincera contigo. Lo que te ha contado siempre el abuelo no es verdad. Tu padre no es un cabrón, ni un golfo, nada de eso. A mí siempre me trató muy bien, fue un buen marido, yo le quería con el alma y fuimos muy felices hasta que conoció a aquella mujer. Entonces ya no hubo remedio, aunque tampoco te creas, porque no duraron ni un año… De todas formas, yo sabía que eso podía pasar, que hasta podría haberme pasado a mí, los dos lo sabíamos, lo teníamos muy hablado. Pero como tu abuelo…
En aquella pausa, Silverio ya estaba más nervioso que ella y, sobre todo, muy asustado. El insospechado elogio de su padre había reventado en sus oídos como una blasfemia terrible, una fuente de temor situada más allá del asombro, una grieta recién nacida que amenazaba con partir el mundo, su mundo, por la mitad. Lo que pasaba era más fácil y mucho más difícil, pero todavía no había empezado a sospecharlo.
—En fin, ya sabes cómo es, estricto, inflexible, muy honrado, eso sí, muy bueno, pero también muy puritano, a su manera, desde luego, aunque en el fondo… —Laura sonrió, y dejó escapar una risita antes de continuar—. Si me oyera, nunca me lo perdonaría, pero la verdad es que es como un cura, ¿no? De la iglesia de los obreros socialistas, eso sí, pero un cura. Si fuera por él, yo no saldría de casa, no podría trabajar, ni arreglarme, ni hacer nada, tendría que estar todo el día encerrada, cosiendo en mi habitación, por estar separada, por haberme atrevido a desafiarle. Él quería que me casara con un oficial de la imprenta, un trabajador igual que él, decía, como si los abogados no trabajaran. Eso lo sabes, ¿no? —Silverio asintió, aunque aún no se había dado cuenta de todo lo que sabía—. Y eso que tu padre también es socialista, son del mismo partido, pero claro, tenía el pecado original de haber nacido en una familia burguesa, de haber ido a la universidad, y por eso quiero estar segura de que si renuncias a seguir estudiando es por tu voluntad, por tu propia voluntad, y no por las ideas que el abuelo te haya metido en la cabeza.
—Pero yo voy a seguir estudiando, mamá —contestó muy despacio, como si le trajeran sin cuidado la palabras que decía, o necesitara toda su voluntad para bloquear las que empujaban ya desde el fondo de su garganta—. Aunque me quede en la imprenta, tendré que estudiar, aprender muchas cosas, ¿no?
—Sí, supongo que sí, y además eres muy joven. Tienes mucho tiempo para rectificar, pero yo… —le miró, sonrió, y en ese momento Silverio vio la verdad en sus ojos con tanta claridad como si un haz de luz hubiera bajado del cielo para iluminarle—. Quería estar segura, y no por mí, sino por tu bien. Lo entiendes, ¿verdad?
—Claro —buscó una transición, una forma de enlazar la conversación que acababa de expirar con la única que le interesaba, pero no la encontró—. Oye, mamá, ¿puedo hacerte una pregunta?
Laura Guzmán levantó la vista de su plato con la boca llena de tarta, miró a los ojos de su hijo, masticó lentamente, se limpió los labios con la servilleta antes de contestar, y a lo largo de aquel proceso, Silverio se dio cuenta de que ella también disponía de su propio haz de luz celestial.
—No —pero sonrió, y su hijo halló fuerzas en la curva de sus labios para llegar hasta el final.
—Tú le ves, ¿verdad?
Ella volvió a empuñar el tenedor, cortó una porción de tarta demasiado grande, la embutió en su boca, se manchó los labios de merengue y los dos se rieron a la vez.
—¡Ay, Silverio! —se limitó a decir después—. Con lo orgullosa que estoy yo de ti, tan inteligente, tan estudioso, tan responsable… ¡Qué lástima que estés tan sordo, hijo mío!
Una mañana de marzo de 1935, cuando su hijo acababa de cumplir dieciocho años, Laura Guzmán se levantó temprano, se bañó, se arregló, estrenó un sombrero que se había comprado la tarde anterior, advirtió que no la esperaran para comer, tiró de la puerta y nunca volvió. Pasaron más de veinticuatro horas hasta que su familia empezó a preocuparse. A los cuarenta y tres años, la ausente seguía manteniendo con su padre el mismo feroz pulso por su independencia que había jalonado la vida de ambos, pero ahora ganaba todos los asaltos. Cuando se recuperó de su abandono y encontró un misterioso trabajo que la requería algunas tardes, otras no, para imponerle a cambio viajes aún más misteriosos, que la obligaban a dormir fuera de casa cada dos por tres, a veces una noche, a veces más, a veces una semana entera, contaba con una baza de la que había carecido en su adolescencia. Mira, papá, ya soy muy mayor, así que si me obligas a vivir como cuando era una cría, me voy y me llevo a los niños… El día que desapareció ni siquiera le había hecho falta recurrir a esa amenaza. A aquellas alturas, su hija se había casado, su hijo ganaba su propio sueldo, y estaban todos tan hartos de broncas que ni Laura pedía permiso ni su padre amagaba con negárselo. Silverio esperó hasta el atardecer del día siguiente para denunciar la desaparición. Su abuelo se empeñó en ir con él, pero no insistió en acompañarle al Anatómico Forense, donde se custodiaba el cadáver de la víctima de un accidente de tráfico cuya descripción coincidía con la de Laura.
Cuando llegó, el horario de atención al público estaba a punto de expirar. En la comisaría le habían recomendado que se diera prisa, lo peor es la incertidumbre, musitó el agente que les atendió. Por eso cogió un taxi, corrió hacia la puerta, y al cruzarla se fijó en un señor que parecía a punto de marcharse. Ya tenía el abrigo puesto, debía de haberse parado a contarle algún chiste al portero, porque los dos se reían con muchas ganas hasta que le vieron entrar, desencajado por el miedo y la carrera. Después, el hombre del mostrador siguió riéndose solo. Su interlocutor, repentinamente serio, se dirigió al visitante con la mano extendida en el aire.
—Lo siento mucho —Silverio la estrechó por un acto reflejo, sin atreverse a interpretar aquel saludo—. Uno de mis ayudantes está todavía con él —se volvió hacia el portero, que ya había recuperado la circunspección propia de su oficio—. Avisa a Camilo, ¿quieres? —y empujó al visitante con suavidad hacia un pasillo—. Por aquí, siga hasta el fondo y doble a la derecha. Es la segunda puerta a la izquierda, la sala 3 B, ¿se acordará?
Lo que estaba a punto de pasar habría pasado igual si el forense que acababa de examinar el cadáver de Rafael Aguado Betancourt no hubiera levantado la liebre. Pero las cosas sucedieron así, aquel médico le reconoció, le saludó y podría no haberlo hecho, podría haberse marchado a su casa tres minutos antes, o después, de que el único hijo varón del último cadáver de su turno entrara en el vestíbulo, pero lo que pasó fue lo contrario. Al llegar a la mitad del pasillo, Silverio se volvió para comprobar que seguía allí plantado, mirándole como si no albergara duda alguna de quién era, ni del parentesco que le vinculaba al cadáver que le había convocado a sus dominios. Su aplomo le abrumó de tal manera que ni siquiera se atrevió a decir que él no había venido a identificar a ningún hombre, que buscaba a una mujer morena, de estatura y complexión medianas, ojos castaños, un lunar en el pómulo izquierdo, cuarenta y tres años de edad. No abrió la boca, porque ya intuía que ninguna de esas palabras podría cambiar las cosas.
—Lo siento mucho…
Camilo, estudiante del último curso de medicina legal, no era mucho mayor que él, pero reaccionó igual que el forense. Con un gesto contenido, levemente contrito, que debía de formar parte del aprendizaje de su profesión, cogió a Silverio por el codo con la fuerza justa para dirigirle y sostenerle a la vez mientras tiraba con la otra mano del asa de un cajón que se deslizó mansamente sobre unas guías de acero, dejando a la vista el bulto de un cuerpo cubierto con una sábana. Cuando la levantó para descubrir la cabeza, Silverio lo entendió todo y dejó de entender lo que estaba pasando.
La última vez que vio a su padre, tenía exactamente la mitad de su edad, pero le identificó con la misma aplastante certeza con la que habría reconocido su propia imagen en un espejo. Tenía el pelo un poco más oscuro, los hombros más anchos, el cuello grueso y una sombra de papada adecuada a su edad aunque había seguido siendo un hombre delgado, pero mientras lo miraba, su hijo pensó que se estaba mirando a sí mismo al cabo de treinta años, y durante un instante no se le ocurrió nada más.
—Murió a mediodía, en una curva de la carretera de El Pardo —Camilo malinterpretó su anonadamiento y se lanzó a hablar como si pudiera levantar un dique de palabras capaces de protegerle de la realidad que contemplaba—. Por la hora y el lugar, lo más lógico es pensar que iba a comer a algún merendero y se salió de la carretera. Quizás iba distraído, o patinó por culpa de la lluvia, o se le cruzó algún animal, eso no lo sabemos, pero estamos seguros de que fue un accidente. Hemos examinado el cuerpo a fondo porque su partido nos ha pedido que descartáramos un atentado… No se preocupe por mí, quédese con él todo el tiempo que quiera.
—No.
Cuando retuvo al ayudante del forense, Silverio Aguado Guzmán estaba llorando, pero no sabía muy bien por qué, ni por quién lloraba. Las lágrimas brotaban simplemente de sus ojos mientras pensaba que su padre, sin haber sido nunca guapo, era menos feo que él. Intentaba averiguar la razón, descubrirla en sus rasgos, en sus proporciones, y lloraba, y se daba cuenta de que su pensamiento iba por un camino y su llanto por otro, pero no podía reunirlos en un solo punto, no podía evitar la acción de sus ojos ni la de su cerebro. Tampoco había olvidado el motivo de su presencia en aquel lugar.
—Iba con una mujer, ¿verdad? —el sonido de su voz, eco de una humedad viscosa, gruesa y apagada, le sorprendió más que la respuesta.
—Sí, pero no la hemos identificado todavía porque… Está mucho peor. Él se rompió la nuca por el golpe, pero el coche volcó, y se incendió por el lado del acompañante. Aunque la lluvia apagó el fuego antes de que los rescataran, tiene medio cuerpo quemado.
—¿Puedo verla?
—Claro, aunque… —tiró de otra asa, abrió otro cajón, descubrió otro cadáver, pero antes de destapar su rostro le hizo una advertencia—. ¿Cree que la conoce? —Silverio asintió y los labios del forense se contrajeron en una mueca—. Pues prepárese, porque puede ser muy desagradable.
Los acontecimientos que se desencadenaron a partir de aquel momento marcarían para siempre el carácter de Silverio Aguado Guzmán, pero él nunca logró recordarlos en orden, con la serenidad con la que evocaría después otros hechos trascendentales de su vida. El cuerpo de su madre olía a carne quemada pero en una esquina de su rostro, el amasijo de bultos carbonizados, sanguinolentos, que ofrecía una gama completa de tonos entre el rosa claro y el negro, sobrevivía aquel lunar que ella resaltaba con un lápiz marrón. Su hijo tuvo la certeza de que hasta sin aquella pizca de su personalidad la habría reconocido, pero todo lo demás era dudoso, una borrosa sucesión de imágenes difuminadas, temblorosas, que se desvirtuaron mucho antes de convertirse en recuerdos, porque se agitaban ya en él, con él, cuando su cuerpo se dobló por la acción de una náusea violentísima. Vomitó sobre las baldosas de la sala 3 B, y el ayudante del forense volvió a decirle que no se preocupara. En algún momento, él pensó que aquel chico no sabía decir otra frase, pero no supo si eso fue antes o después de que le hiciera una pregunta, ¿la conoce? Sí, es mi madre, son mi padre y mi madre, respondió. Aquella fórmula le pareció tan extraña que añadió otra más corriente, son mis padres, y aquel plural, después de tantos años, le resultó más raro todavía.
Luego hizo muchas cosas, no dejó de hacerlas durante largas horas, pero siempre las recordaría como si le hubieran pasado a otro, un desconocido con su rostro y con su cuerpo, el fruto de un estupor tan puro que logró sacarle de sí mismo, mantenerse intacto en su interior mientras un doble repentino, repentinamente eficaz, tomaba decisiones para las que él no estaba preparado. Camilo le preguntó cómo quería organizarlo todo y no lo sabía. Por eso no contestó, pero su silencio no llegó a inquietar a aquel joven de bata blanca cuya prioridad parecía consistir en privarle de toda preocupación, porque no sólo no repitió aquella pregunta, sino que la contestó él mismo unos segundos después. ¿Los llevamos a Eguilaz número 6, principal derecha? Silverio no conocía a nadie que viviera en aquella dirección, ni siquiera sabía que existiera esa calle, pero al volverse vio una caja de cartón, una cartera de hombre abierta entre las manos de Camilo. Le preguntó si eran las cosas de su padre y él contestó que sí, que de su madre no había quedado nada. Silverio retuvo esa frase en la memoria porque antes de salir del Anatómico Forense ya había adivinado hasta qué punto era errónea. De su madre le quedarían siempre demasiadas cosas, tantas que no podría resolverlas en su vida.
Nunca llegó a saber qué había pasado, cómo, cuándo, por qué sus padres escogieron rehacer su vida sin él, sin su hermana, aunque se fue enterando de detalles sueltos, fragmentos de un relato que jamás lograría completar del todo, una asombrosa historia que aquella misma noche empezó a generar otras muchas historias asombrosas. La primera comenzó en su propia voz, que dispuso el traslado de los cadáveres a una casa desconocida pero se acordó de pedir un margen de una hora para avisar a sus familiares, y continuó en los dedos que sostenían una pluma de laca negra y baquelita verde, estilizada y elegante, ajena y propia, con la que firmó un montón de formularios, el último un recibo de la cartera que se guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, al lado de la suya y de aquella pluma tan bonita. En otros bolsillos repartió un mechero, unas gafas, una cédula personal, una nuez y dos juegos de llaves.
—No quiero saber nada —después de escucharle, su abuelo se secó los ojos y no volvió a llorar—. Ni se te ocurra traerla aquí, no quiero verla —se levantó, le miró y él sintió que no le conocía—. No deberías llevarlos a ninguna parte. Deberías dejar que se pudrieran en medio del campo, porque eso es lo que se merecen, que se los coman los buitres —y mientras le dejaba solo, murmuró algo más—. Una ingrata sinvergüenza y un hijo de la gran puta, eso es lo que son…
Si Silverio hubiera tenido la oportunidad de alimentar su propio rencor, quizás todo habría sido distinto. Si no le hubieran dejado a solas con los cuerpos de su padre y de su madre, tal vez su reacción habría sido más semejante a la de su abuelo, a la de su hermana, a la de su tía. Ninguno de ellos quiso acompañarle a la calle Eguilaz, como si todos supieran lo que él ignoraba, lo que Laura no había querido contarle aquella tarde que pasaron juntos, merendando en una terraza del paseo del Prado.
—Marta lo sabía —le confirmó Ernestina unos días después—. Tu madre habló con ella hace un par de años, porque era la mayor, porque iba a casarse. Le parecía que por eso lo entendería mejor y que su boda era una buena ocasión para que volvierais a ver a vuestro padre. Pero tu hermana opinó lo mismo que tu abuelo, que si Laura había vuelto con Rafa no se merecía nada, y él menos, que no tenía derecho a perdonarle después de lo que os había hecho, que ella no quería volver a verle en su vida, en fin…
—¿Y yo qué? ¿Conmigo no pensaba hablar?
—Pues… —Ernestina sonrió—. Supongo que sí, pero tú no le preocupabas, Silverio. Ella sabía que no eres como tu hermana. No sé decirte por qué, yo no he tenido hijos, pero te conocía bien, desde luego, porque has hecho exactamente lo que tu madre esperaba que hicieras.
Cuando los insultos de su abuelo, aquella maldición abrupta e incompleta, le paralizaron en la trastienda de la imprenta, Silverio notó que alguien le tocaba en un brazo y se asustó. Al volverse, descubrió a Ernestina, vestida de luto, con un pañuelo negro en la cabeza. Salieron juntos a la calle y sólo allí le anunció que iba a acompañarle. Después, en el taxi, le explicó a un conductor que tampoco sabía cómo llegar, que Eguilaz era una calle pequeñita, que estaba entre Sagasta y Luchana.
—Alguien tenía que estar al corriente, ¿no? —añadió después, en un susurro—. Por si algún día pasaba lo que acaba de pasar…
Ante el portal encontraron una pequeña multitud, dos docenas de personas que fumaban y charlaban para hacer tiempo hasta que el taxi se paró ante ellos. Silverio comprendió que le estaban esperando, y experimentó una extrañeza tan profunda que hasta le inspiró los síntomas de una borrachera ficticia, su cabeza flotando como si acabara de separarse de su cuello mientras aquellos hombres y mujeres a quienes no conocía de nada le abrazaban y le besaban con ojos húmedos de pena auténtica. Volvió a sentir que aquello no podía estar pasándole a él, sino a otro, otro hijo de otros padres diferentes, hasta que distinguió, tras el hombro de una mujer muy perfumada, una presencia que parecía llegar desde otro mundo, un lugar que sí le pertenecía, el aroma del chocolate y los picatostes de los domingos en un piso grande, bonito, luminoso, de la calle Preciados.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó cuando llegó a su lado, y Silverio asintió, porque le recordaba. Había engordado, ya no llevaba bigote, era más viejo y parecía más cansado, pero seguía siendo el mismo que le dejaba comerse las patatas fritas cuando su padre le llevaba a tomar el aperitivo, el que traía unos pasteles riquísimos cuando su madre le invitaba a comer, el que los domingos, si había suerte, se lo llevaba al Metropolitano a ver jugar al Atleti.
—Claro que me acuerdo —su cómplice de antaño empezó a sollozar y se abandonó entre los brazos de Silverio, obligándole a retroceder un par de pasos para equilibrar su peso y no caerse, pero aquel esfuerzo rescató un nombre propio de un lugar de su memoria que no había visitado en mucho tiempo—. Tú eres Paco —y al pronunciarlo sintió que volvía a ser uno solo, él y su doble, Silverio Aguado Guzmán, huérfano de padre y madre—, Paco Contreras.
—Sí… —él se rehízo lo justo para mirarle y darle la razón con la cabeza—. Yo era el mejor amigo de tu padre.
Entonces llegaron los coches fúnebres. Silverio se lanzó sobre las escaleras, subió mirando los dos manojos de llaves que llevaba en el bolsillo, y después de estudiar la cerradura del principal derecha, escogió dos. La primera no abrió, la segunda sí, y mientras Ernestina pasaba a su lado a toda prisa, él se quedó parado un instante con los pies sobre el felpudo, indiferente a la cola que se estaba formando a su espalda.
Aquel había sido un día frío, lluvioso, pero la lámpara encendida sobre el escritorio, en un gabinete con la puerta abierta, parecía desmentir el cielo blanco de una noche de perros. Pero, Rafa, ¿otra vez? Eres peor que los niños, te lo digo en serio… Su padre era muy despistado. Todos los días perdía algo, la cartera, las llaves, las gafas, y todos los días su mujer lo encontraba antes que él mientras le regañaba por dejarse las luces encendidas, las puertas de par en par. Silverio lo había olvidado, pero lo recordó en el umbral de una casa que tenía todas las persianas levantadas, los visillos entreabiertos, las cortinas replegadas sobre los muros para que el sol entrara hasta el centro del pasillo en días templados y felices, o como una contraseña, un indicio conmovedor e irremediable de lo que ya no volvería a pasar en su interior. La pantalla de aquella lámpara esparcía una luz cálida, dorada como un tesoro lejano, un espejismo que apenas duró un instante, el que Ernestina tardó en encender los apliques del pasillo, aunque Silverio alcanzó a interpretarlo. Aquel podría haber sido el momento del rencor, de la amargura de un niño condenado a vivir exiliado de la luz, pero esa rabia no llegó a nacer, no tuvo tiempo. Durante muchas horas, Silverio estuvo solo, rodeado de gente y solo, en una casa que aún se aferraba a la vida, pero no encontró un momento para dejar de amar a su madre, para empezar a odiar a su padre, porque esa tentación no resistió la competencia de otras sensaciones, la fantasía de imaginar a Laura riendo siempre, cantando y bailando sola mientras Rafael la miraba desde una butaca, imágenes de una felicidad verdadera y ficticia que le reconfortaba en contra de sus propios intereses mientras seguía llegando gente, y más gente que insistía en decirle que le acompañaba en el sentimiento, como si eso fuera posible aquella noche en la que ni siquiera él podía entender lo que sentía.
Sólo una cosa escapó a su confusión. A las siete de la mañana, la luz entraba a chorros en el comedor donde reposaban los ataúdes de sus padres. Ernestina se le acercó para sugerirle que convendría bajar un poco las persianas, y él le dijo que no, pero aceptó una segunda sugerencia. Deberías ir a casa, a lavarte un poco y ponerte un traje, le había dicho, sólo faltan tres horas para el entierro.
La imprenta estaba cerrada, pero en aquel piso oscuro como una cueva no había nadie. Él tampoco permaneció allí mucho tiempo. El traje que había estrenado en la boda de Marta se le había quedado pequeño antes de que tuviera ocasión de volver a ponérselo, pero su madre se había empeñado en comprarle otro, por si las moscas, le había dicho, un traje siempre viene bien… Al quitarle la etiqueta, comprobó que ya no podía llorar más, pero el agotamiento que secó su llanto no le nubló la vista al estudiar su aspecto en la luna del armario. Estaba viendo algo que no había visto nunca, y aún no era la orfandad. Veinticuatro horas antes, al vestirse con su ropa de todos los días, no se le había ocurrido mirarse en ningún espejo, pero si lo hubiera hecho, habría visto a un adolescente, casi un niño, cargado todavía con el blando peso de su niñez. Después de vestirse para enterrar a sus padres, lo que contempló fue la imagen de un adulto. En una sola noche, se había convertido en un hombre, y se dio cuenta. Luego pensó que los hombres no necesitan juguetes.
Volvió a la calle Eguilaz llevando consigo una bolsa de papel por cuyo contenido ni siquiera Ernestina le preguntó. Cuando llegaron los empleados de la funeraria, les pidió que levantaran un momento la tapa del ataúd de su padre. Creyeron que quería besarlo, pero ni siquiera se inclinó sobre él. Las personas que le rodeaban vieron que dejaba algo junto al cuerpo y nadie le dio importancia. Nadie excepto Paco Contreras, que reconoció aquel viejo autobús de la línea México-Cuernavaca y comprendió lo que significaba. Por eso, cuando llegó el momento, trató a Silverio como a un hombre.
—Me imaginaba que estarías aquí.
La aguda insistencia de los timbrazos que le despertaron incrementó su desorientación para provocarle una sensación peculiar. Al abrir los ojos, creyó que había tenido una pesadilla, pero miró a su alrededor y sólo reconoció el aroma de una almohada impregnada con el perfume favorito de su madre. Pensó que seguía soñando, que despertarse tras una pesadilla formaba parte de la propia y verdadera pesadilla, pero el timbre volvió a sonar y se incorporó, extendió los brazos para palpar los límites del lugar donde se encontraba, su mano derecha encontró algo que parecía una perilla, oprimió el botón, se encendió una luz y por fin comprendió que todo era verdad. Estaba viviendo una pesadilla y acababa de despertarse en la cama de sus padres.
—¡Voy! —gritó mientras buscaba sus zapatos.
Después del entierro había vuelto solo a la calle Eguilaz. Necesitaba habitar esa casa a la que nunca había sido invitado, recorrer despacio todos los cuartos, abrir los armarios, los cajones, sentarse en un sofá, coger un vaso y beber agua del grifo. Durante un par de horas no hizo nada más, nada menos que eso, extrañar algunos objetos, estremecerse al reconocer otros, contemplar su propio rostro adolescente en una fotografía enmarcada e imágenes de todas sus edades en otras sueltas, guardadas en una caja, revisar papeles, documentos, mirar, pensar, tratar de comprender. Había dejado el dormitorio para el final. Aquel cuarto le daba miedo, pero no encontró allí nada temible ni desagradable, sólo una cama grande, dos mesillas de madera y mármol, un reloj de pulsera, muy bonito, sobre una de ellas. Se sentó en la cama para mirarlo, comprobó que era de hombre, se lo puso y sólo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba. Llevaba despierto más de veinticuatro horas. Se tendió sobre la colcha, cerró los ojos y sintió frío. No va a ser más que un momento, se dijo a sí mismo mientras se quitaba la chaqueta y abría la cama para acostarse vestido en ella. Se quedó dormido casi al instante y durmió muchas horas, hasta que el timbre de la puerta le despertó.
Al salir al pasillo, le sorprendió la oscuridad. Se preguntó qué hora sería, recordó que tenía un reloj y comprobó que eran las ocho y media. El timbre sonó otra vez antes de que tuviera tiempo de preguntarse de qué día, y cuando abrió la puerta se encontró a Paco Contreras, con una bolsa de papel en una mano y una bandeja de pasteles en la otra.
—También me he imaginado que no habrías comido —respondió sin que él le hubiera preguntado nada—, y que podríamos cenar aquí, los dos juntos.
—O sea, que es de noche… —Paco asintió—. El entierro ha sido esta mañana —volvió a asentir—. Me he quedado dormido, ¿sabes?, he debido dormir un montón.
—Has hecho muy bien.
El amigo de su padre sonrió, y él retrocedió para dejarle entrar.
—Es verdad que no he comido —reconoció mientras cerraba la puerta—. Y anoche tampoco cené, así que…
Fue al baño, se lavó la cara, y al entrar en la cocina encontró la mesa puesta, una hogaza de pan, una tabla con embutidos, un cucurucho de papel repleto de calamares fritos y dos botellas de un Rioja tinto, muy bueno y bastante famoso. Paco señaló una silla con la mano mientras abría la primera, y Silverio recuperó una confidencia remota e infantil, la voz de su padre diciendo que, si le hubieran bautizado, aquel hombre habría sido su padrino.
—¿Quieres vino? —mientras elevaba el vaso hacia él, aquel recuerdo le reconfortó—. ¿Cómo estás?
—Mal —le respondió, y apuró el vaso, y pidió otro—. Muy mal, porque… Es que ni siquiera puedo estar triste, ¿sabes? —sus ojos se llenaron de lágrimas mientras lo decía—. Me gustaría, pero como no sé nada… No sabía nada, y… No lo entiendo. Estoy hecho una mierda, la verdad.
Paco Contreras era periodista, encargado de la crónica de espectáculos en dos o tres diarios y alguna radio. Por eso, él la vio primero, su rostro enmarcado como un retrato por la ventanilla de un cine de la Gran Vía. Se llamaba Dolores, estaba más cerca de los treinta que de los veinte, y reunía la lozanía de una juventud todavía plena con una misteriosa madurez de mujer baqueteada por la vida, un cansancio prematuro por las cosas que alentaba en el rictus amargo de unos labios rotundos, rotundamente pintados. No estaba buena, precisó. Estaba buenísima, pero de una manera tan poco convencional que para explicarlo tuvo que ponerse lírico, evocar el atractivo de una flor oscura, aterciopelada pero espinosa, que prometiera un sabor intenso, tan amargo como el que dejan en el paladar los licores fuertes. Era puro truco, sólo maquillaje, pero eso no lo descubriría él, sino su amigo Rafa, que tuvo más y mucha menos suerte con ella.
—Una noche, fui al cine y no la encontré. Un acomodador me contó que la habían echado de la noche a la mañana. Ahí podía haberse terminado todo, pero me la tropecé por la calle un mes y medio después…
Era muy temprano y llevaba la cara lavada, pero tenía una sombra violácea bajo los párpados, tan tenue que hasta le favorecía, los labios enrojecidos de tanto mordérselos. El empresario la había echado porque no había querido acostarse con él, resumió. Lo que tú necesitas es un abogado, chica, Contreras fue igual de conciso, y yo tengo un amigo que te representaría sin cobrarte un céntimo. Dolores no tuvo tiempo para dudar, él no se lo concedió, podemos ir ahora mismo, si quieres, trabaja aquí cerca…
—Yo lo que quería era tirármela, como comprenderás, pero aquella misma mañana me di cuenta de que los tiros no iban por ahí. Cuando salimos del despacho, me tendió la mano, me dio las gracias con mucha formalidad y se me escurrió enseguida, diciendo que tenía prisa. No conseguí que me diera una cita ni señas donde buscarla, así que me dediqué a otras cosas, y no volví a pensar en Dolores hasta que tu padre me preguntó si me molestaría mucho que tuviera algo con ella.
»En cualquier otro momento no habría pasado nada. Un año, incluso seis meses antes, el abogado se habría acostado con su clienta una vez, o dos, o ninguna, para matar el gusanillo o ni siquiera, pero en la primavera de 1924, los arrumacos de Dolores, irresistible en la distancia corta, insípida en la larga, pillaron a Rafa en muy mal momento. Y no te lo vas a creer, pero la culpa, en el fondo, fue de Primo de Rivera.
»Tu padre estaba, literalmente, hasta los cojones. Y con razón. La indignidad de que los socialistas colaboráramos con una dictadura que había ilegalizado a todos los demás partidos de izquierdas nos había partido en dos mitades, y nosotros estábamos en la de los encabronados, desde luego. Pero para tu abuelo, Largo Caballero era Dios, y lo que decía iba a misa, cuando acertaba y cuando se equivocaba. En el 24 se equivocó, y así empezó todo. Largo aceptó la oferta del general, tu padre tomó la palabra en el Comité de Madrid, tu abuelo le replicó, y se lio una bronca monumental. Laura se puso de nuestra parte y su padre renegó de ella. Esa ya no es mi hija, dijo delante de todo el mundo. A tu madre le dolió mucho, claro, y a partir de ahí, las cosas sólo podían ir a peor.
Silverio Guzmán era muy orgulloso. Su yerno, más todavía. Laura, atrapada entre dos fuegos, intentó mediar entre dos hombres que tenían muchas cosas en común, pensando que su condición de compañeros de partido a la fuerza pesaría más que su enemistad política. Ella también se equivocó, porque nunca pudo concebir que un amigo de Largo Caballero y un amigo de Indalecio Prieto pudieran llegar a odiarse tanto. Volvió a equivocarse al calcular que le resultaría más fácil conseguir que Rafa diera su brazo a torcer, porque no sabía que cuando empezó a pedirle algún gesto de reconciliación, la taquillera más seductora de la Gran Vía ya se pintaba los labios sólo para él. Y así consiguió que su marido cerrara el círculo de las equivocaciones.
—Cuando me dijo que se iba de casa, no me lo podía creer. Tú a lo mejor no te acuerdas, pero yo, que nunca me he casado, ni ganas, solía decirle a tu padre, mira, Rafa, si alguna vez me ves con una y la misma cara que se te pone a ti cuando vas con Laura por la calle, haz el favor de avisarme para que empiece a arreglar los papeles… Eran la pareja ideal, y te lo digo de verdad, no porque hayan muerto. También se lo dije a tu padre cuando dejó a tu madre, y que la iba a cagar. Cuatro meses después, él me citó en una terraza de Rosales para tomar el aperitivo y me dijo eso mismo, Paco, la he cagado…
Durante los tres años siguientes, todo lo que hizo Rafael Aguado fue buscar desesperadamente la manera de volver con su mujer. Ella no se lo puso fácil. Cuando Paco Contreras reunió el valor suficiente para hacerle una visita, sólo después de comprobar que don Silverio estaba trabajando en la imprenta, ni siquiera salió a verle al descansillo de la escalera. Ernestina le echó de allí sin contemplaciones, aunque unos días después recibió una nota de Laura por correo. «Déjalo, Paco», decía. «Para mí, Rafa no está solamente muerto. A estas alturas, ya se lo han comido entero los gusanos». Su marido leyó esas palabras y sonrió. Cuando su amigo le preguntó si le molestaría explicarle por qué, volvió a sonreír y dijo, bueno, ha contestado, ¿no? Si de verdad no quisiera nada conmigo, no habría escrito esta nota. Luego anunció que iba a aceptar la oferta que el PSOE acababa de hacerle.
—Tu padre sabía que le convenía marcharse de Madrid por algún tiempo para neutralizar la influencia de tu abuelo, y se fue a vivir a Marruecos, con la misión de reactivar la organización en el Protectorado. A mí me pareció una locura, sobre todo porque seguía llevándose a tiros con la dirección, pero él lo tenía todo muy bien pensado. No era un puesto cómodo, porque se pasaba la vida viajando de una ciudad a otra, no era un puesto lucido, porque no se salía en los periódicos, y sobre todo, era un puesto muy peligroso, porque los moros habrían podido cargárselo en cualquier momento, así que nadie lo había querido. Al aceptarlo, tu padre quedaba como un socialista ejemplar, un hombre dispuesto a purgar sus pecados, evitaba que tu abuelo le fuera a Laura con el cuento de que si le habían visto aquí o allí, bebiendo, o comiendo, o corriéndose una juerga, y de paso, la tenía con el corazón en un puño, sin saber si estaba vivo o muerto.
Aquel puesto estaba además muy bien pagado, y Rafa necesitaba el dinero. Antes de romper con su suegro, su ideología le había costado ya una ruptura con sus padres y siempre había vivido con lo justo. Don Silverio, pese a reprocharle a toda hora sus orígenes burgueses y sus estudios universitarios, tenía mucho más dinero que él. Para impedir que Laura dependiera económicamente de su padre, Rafa le enviaba a Paco Contreras cada mes, desde Tetuán, un sobre con más de la mitad de su sueldo y una larga carta destinada a su mujer. Él reenviaba aquellas misivas para recibir otra a vuelta de correo. Laura le devolvía las cartas de Rafa y se quedaba con el dinero, pero a partir del tercer envío, el periodista se dio cuenta de que la solapa del sobre procedente de Marruecos volvía siempre arrugada, con pliegues o pequeñas roturas que no tenía al llegar a sus manos. Tu madre las abría con vapor, le contó a Silverio, las leía y volvía a recomponer el sobre con pegamento. Así estuvieron las cosas hasta que Rafa volvió a Madrid, sano y salvo, en el invierno de 1926.
—Pero tu madre era dura de pelar, y todavía tuvo que cortejarla durante casi un año. Al principio, ni siquiera consentía en verle. Era yo quien le llevaba el dinero, y tu padre esperaba en la calle para verla salir del café donde hubiéramos quedado. Hasta que empezó a ir él en persona. La primera vez, Laura salió huyendo. La segunda, cogió el dinero sin decir nada. La tercera, empezaron a hablar. Y luego…
Al llegar a ese adverbio de tiempo, Paco Contreras miró a su ahijado, volvió a llenarle el vaso y se encogió de hombros. Silverio comprendió que para su interlocutor la historia terminaba en ese punto, justo en el comienzo de la única parte que a él le interesaba. La ruptura y la reconciliación de sus padres había sido sólo asunto suyo, de Rafa y de Laura, pero la decisión de mantener su relación en secreto, como una aventura, un amor clandestino, peligroso y emocionante, le había cortado en dos, abandonándole en una orfandad sin respuestas después de haberle robado a su propio padre durante la mitad exacta de su vida. Te voy a decir una cosa, conseguiría arrancarle a Ernestina unos días después, tu madre estaba loca por tu padre, eso es verdad, pero también estaba bastante loca por su cuenta… Paco, que la había querido y la había perdido, que también se sentía huérfano de su mejor amigo, fue menos tajante, más piadoso.
—Ella decía que era mejor esperar a que os hicierais mayores… Era difícil, Silverio, eso es verdad, porque vosotros vivíais con vuestro abuelo, que seguía odiando a Rafa, que le habría odiado aún mucho más si hubiera sabido que tu madre había vuelto con él. Reconstruir su vida, volver a montar una casa, llevaros allí, os habría costado a todos una ruptura completa con don Silverio, que al fin y al cabo os había acogido, había cuidado de vosotros durante muchos años y te iba a dejar en herencia la imprenta…
Al escuchar esa explicación, el heredero negó con la cabeza, repartió el vino que quedaba entre su vaso y el de Paco, y este se dio cuenta de que no había sido suficiente.
—Laura le tenía mucho miedo a su padre. Ya sé que parece mentira, pero es verdad. Y, luego, además… —hizo una pausa para mirarle a los ojos y prosiguió en un acento manso, cauteloso—. Tú eres muy joven todavía y a lo mejor no puedes creerlo, pero… a los dos les gustaba mucho esto, comportarse como si fueran adúlteros, tenerse mutuamente en vilo… No sé explicarlo de otra manera —mentía a medias, aunque Silverio nunca le reprocharía que no quisiera pasar de ahí—, pero así eran felices, fueron muy felices… A lo mejor, cuando seas mayor, lo entenderás.
Tienes que prometerme una cosa, Silverio… Cuando lo entendió, todavía no había cumplido treinta años, pero había pasado tres en una guerra y llevaba cinco en la cárcel, una trayectoria idónea para madurar antes de tiempo. Prométeme que no vas a pensar mal de mí… Si aquella noche de 1935 hubiera podido contemplar la escena que fulminó su entendimiento en mayo de 1944, tampoco la habría creído. Sintió que no podría volver a creer en nada, nunca más, hasta que Paco Contreras le dio un abrazo en la puerta de la casa de su padre, y después de estrecharle con fuerza, se separó de él como si acabara de darle un calambre.
—Dime una cosa —por su gesto, parecía importante—. ¿Sigues siendo del Atleti?
Él se echó a reír y respondió con la frase que el propio Paco le había enseñado cuando tenía seis, o siete años.
—Hasta el último aliento.
—¡Así me gusta! —su padrino volvió a abrazarle—. Entonces podemos volver a ir juntos al campo, ¿te parece?
Durante algo más de un año y medio, hasta que Varela se plantó en las puertas de Madrid, Silverio sólo creyó en el Atleti y en el afecto sin nombre de Contreras. Paco cuidó de él igual que si se hubiera comprometido a hacerlo ante una pila bautismal hasta el verano de 1936, cuando se fue de vacaciones a su pueblo, una aldea de Zamora de la que desapareció sin dejar rastro. Silverio intentó animarse pensando que habría logrado escapar a Portugal, pero le echó mucho de menos. Con él perdió, además, la única fuente fiable de la que disponía para descifrar un enigma que le perseguiría durante el resto de su vida.
—¿Y a ti qué te pasa?
Dos semanas después del entierro, subió a casa de los Perales a buscar a Antonio y cuando bajaban tranquilamente por la escalera, Luisi se asomó a la puerta del chiscón, dejó pasar al hombre de sus sueños, trincó a Silverio por el codo y le metió en la portería.
—Tú es que eres marica, ¿o qué? —al fondo, en la butaca donde solía sentarse la señora Luisa, Cecilia hacía que lloraba con la cara tapada, mientras contemplaba la escena por las ranuras de sus dedos—. ¿Te parece bonito lo que le has hecho a la pobre chica?
—¡Silverio! —Antonio gritó desde el portal—. ¿Dónde te has metido?
Él aprovechó la ocasión para zafarse del brazo de Luisi y largarse de allí, pero si su amigo no le hubiera rescatado a tiempo tampoco habría dicho nada, mucho menos la verdad. No podía evitar sentir lo que sentía, aunque ni siquiera se atrevía a pensar en lo que le pasaba. Que desde que descubrió la verdad sobre su padre y su madre, Cecilia, que siempre le había gustado, se había vuelto misteriosamente transparente, inodora, incolora e insípida como el agua. Que no tenía fuerzas para luchar contra las imágenes que le asaltaban a traición y a todas horas, su madre entrando en el piso de Eguilaz con el abrigo desabrochado y esa media sonrisa de niña gamberra que se le pintaba en los labios cuando se divertía, su padre esperándola detrás del escritorio, dos zapatos de tacón volando por los aires, primero uno, después el otro, y un reguero de ropa marcando el pasillo como una fila de miguitas de pan. Que por más que se dijera que se lo estaba inventando, que no podía saber cómo habían sido en realidad las cosas, él sabía que habían sido así y esa certeza le gustaba, le excitaba, le daba calor. Mucho más que su novia.
Por eso había dejado a Cecilia, poniendo como excusa que el trabajo político le absorbía cada día más. Por eso decidió fracasar con las mujeres, esperar a la única, concentrarse en el milagro improbable de llegar a ser algún día un hombre atrapado en una historia feroz, vertiginosa, tan puntiaguda como la que había hecho a su padre feliz, y desgraciado, y más feliz todavía durante tantos años. Y como no podía pensar en el sexo de sus padres, por más que su propio sexo lo hiciera en su lugar, se obligó a pensar en el amor. Así se convirtió en un romántico tan ingenuo, tan candoroso, tan paciente que hasta le daba vergüenza explicarse en voz alta. Prisionero en una paradoja demasiado compleja como para pretender que cualquier otro llegara a entenderla, Silverio cultivaba una inocencia ficticia para protegerse de una perversión real, que era en sí misma inocente, peligrosa a la vez. Mientras tanto, se dejaba llevar por las mujeres que la vida le iba poniendo en el camino, sin tomar jamás la iniciativa, dando lo justo y prometiendo nada. Con eso, y la incomprensible devoción que le inspiraba ese orgullo de hidalgo que debía de haber heredado de su padre, o de su abuelo, o de los dos, Sally Cameron tuvo bastante para convertirse en la más duradera y esforzada de sus amantes.
—Hey, man! —cuando oyó su voz desde debajo de la camioneta a la que le estaba mirando las tripas, creyó que estaba teniendo una alucinación—. Don Quijote proletario, sal de ahí… —llevaba dos meses viviendo en el túnel de los Nuevos Ministerios y hacía más de tres que no la veía—. Come on!
Impulsó hacia atrás el carro sobre el que estaba tumbado y la vio del revés, de abajo arriba, primero los zapatos, luego los tobillos, unos pantalones marrones, una blusa blanca y los brazos abiertos de par en par.
—¡Sally! —ella se le tiró encima a pesar de que estaba lleno de manchas de grasa—. ¿Pero qué haces tú aquí?
Le besó en la boca en lugar de contestarle, mientras dejaba que otra voz conocida se encargara de aquella tarea.
—Para eso estamos los amigos, ¿no?
Cuando se apagó la urgencia del primer beso, apartó un momento la cabeza para comprobar que había acertado, y volvió a celebrar la compañía de la escocesa hasta que los comentarios de los hombres que empezaban a hacerles corro le animó a buscar un lugar más discreto. Antes de pensar cuál podría ser, fue hacia él y le dio un abrazo.
—Joder, macho —Roberto pegó la boca a su cuello para hablarle en un susurro—. Qué tía más pesada… Por no oírla, se da dinero.
Sally Cameron, que era incapaz de entender la palabra «no» en cualquiera de los idiomas que conocía, había ido a la sede de la JSU de Antón Martín cada día, por la mañana y por la tarde, para averiguar el paradero de Silverio. El Orejas lo sabía gracias a Antonio, que se había pasado a verle durante su último permiso, pero intentó desanimarla alegando que su amigo estaba recluido en unas instalaciones estratégicas donde no se admitían visitas de civiles, y ni siquiera lo decía por quitársela de encima, sino porque estaba convencido de que era verdad. Ni él, ni ningún otro dirigente de cualquier organización madrileña, había oído hablar jamás de aquella fábrica subterránea, pero Sally no iba a darse por vencida con tan poco. Después de someterle durante veinte días a la tortura de su inagotable tenacidad, aquella mañana había entrado en su despacho con una sonrisa triunfal, había apoyado las manos en su mesa para inclinarse sobre él como si quisiera asfixiarle entre sus tetas, y había proclamado con un acento casi furioso que el mismísimo Rojo le había confirmado que las visitas al túnel de Nuevos Ministerios no estaban prohibidas. Pobre coronel, pensó Roberto, como si no tuviera bastante con defender Madrid, tener que aguantar a esta, encima… Me ha dicho que no puedo ir de reportera, precisó a continuación, pero sí de particular. Pues entonces voy contigo, concedió él al final, porque tú, otra cosa no, pero particular eres un rato, guapa.
—Y como he pensado que, además, debes estar más salido que el pico de una plancha… —el mecánico asintió sin dejar de reírse mientras el Orejas miraba a su alrededor—. ¿Y dónde se ha metido esta ahora?
Desde aquel día y hasta el fin de la guerra, Sally fue a los Nuevos Ministerios todas las semanas para ver a Silverio, pero ni un solo día dejó de maquinar una manera de desobedecer las instrucciones del coronel Rojo.
—¿Y por qué no se puede contar esto?
Cuando el Orejas la echó de menos, ya había empezado a preguntárselo. Silverio la descubrió a su espalda, la rodeó con sus brazos y no supo darle una respuesta. Voy a presentarte al jefe de la fábrica, a ver qué nos dice. Lorenzo estuvo muy simpático con Sally, pero no les aclaró gran cosa. Él no tenía inconveniente en que hiciera todas las fotos que quisiera, pero dudaba mucho que pudiera publicarlas. Ella le preguntó por qué, él se encogió de hombros y enseguida, a la velocidad precisa para evitar más preguntas, les aconsejó que subieran a la superficie. En la planta baja del Ministerio de Fomento hay algunos cuartos que siguen en pie y resultan muy acogedores. Además, añadió, mirando el reloj, estas no son horas de bombardeos…
Silverio disfrutó mucho de Sally aquella tarde. Disfrutaría de todas sus visitas mucho más que de los encuentros que habían tenido antes, fuera del túnel, porque seguía estando seguro de que la reportera Cameron no era la mujer de su vida, pero en aquella situación, encarnaba a la vez a todas las del mundo y a la única posible. Enseguida descubrió que representaba algo más, una grieta por la que Rafael Aguado iba a volver a colarse en su vida.
—No lo entiendo —Sally fue a su encuentro con una expresión que él nunca había visto—. Mi reportaje no ha pasado censura —la cara de la impotencia, de la derrota de una mujer indoblegable—. ¿Y cuál es el motivo? Para una cosa que funciona bien en la República… ¿No dicen siempre que es injusto que sólo se cuente lo malo? Una fábrica como esta, sin huelgas, sin apagones, con obreros de todos los partidos del Frente Popular trabajando juntos… Y no me dejan publicarlo. ¿Por qué?
Silverio nunca le contó la verdad. Le dolió ocultársela, porque había trabajado mucho, había hablado con trabajadores de todas las especialidades, todos los orígenes e ideologías, había gastado un montón de carretes en retratar por igual hombres y máquinas. Pero no puedo arriesgarme a que se entere, le advirtió Lorenzo, no podemos, insistió, implicándole en aquel plural, porque lo publicaría. Y es lo que se merecen esos cabrones, ni más ni menos, pero tal y como va la guerra, no nos lo podemos permitir.
—Cuando se me ocurrió la idea de aprovechar el túnel, me fui a ver al general Miaja…
Lorenzo hizo una pausa para sacar un pitillo, le ofreció otro, encendió los dos, y a la luz de la llama del chisquero, Silverio vio en sus ojos oscuros la misma sombra de desolación que había enturbiado aquella mañana el verde claro, azulado, de los ojos de Sally.
—Él me escuchó con mucha atención y le gustó la idea, así que le pedí que hablara con el ministro de la Guerra, para informarle de lo que queríamos hacer. Miaja fue, se lo explicó, y Prieto le preguntó quién había sido el demente al que se le había ocurrido esa gilipollez. Cuando me lo contó, le miré a los ojos y le dije, mi general, usted sabe mejor que nadie cómo estamos en Madrid, así que dígame, ¿quién le parece a usted más gilipollas, el ministro o yo? No se lo pensó ni un segundo. Siga adelante, Íñigo, me dijo, tiene usted mi permiso. Así que… —hizo una pausa para tirar la colilla y la pisó con tanta fuerza como si tuviera debajo el cuello de alguien—. Cuando todo estaba en marcha, lo volví a intentar. Ya producíamos obuses más baratos que los que salían de las fábricas oficiales, abastecíamos de sobra a los frentes de los alrededores, y trabajando en condiciones, fabricando balas en lugar de perder el tiempo rellenando casquillos con plomo todos los días, podríamos haber producido armamento para otros frentes, porque no nos afectaban los bombardeos, porque no había huelgas, porque en Madrid no existía la retaguardia y la moral de los trabajadores era muy alta, porque trabajábamos veinticuatro horas al día, sin parar. Pero cuando yo mismo se lo conté a Prieto, se puso como una fiera. Que el gobierno no contemplaba Madrid como sede de una fábrica de armamento, me dijo, que las únicas autorizadas eran la de Barcelona y la de Valencia. Entonces, ¿qué hago?, le pregunté, ¿la desmonto? No se atrevió a decirme que sí, porque eso era lo mismo que regalar la ciudad, pero insistió en que no estaba dispuesto a comprar repuestos ni maquinaria para una fábrica insumisa, eso mismo me dijo, que éramos unos insumisos.
Hizo una pausa para valorar la reacción de Silverio, y él no le defraudó.
—Me cago en todos sus muertos.
—Ya —Lorenzo sonrió—. Yo también he hecho eso un millón de veces, pero no cambia nada… El caso es que a tu novia no le dejan publicar su reportaje porque no quieren que se sepa lo que nos están haciendo.
Para un hombre español nacido en 1917 y apellidado Aguado Guzmán, militar en una organización de izquierdas no era una opción, sino el único destino natural. Eso no impidió que, en 1934, al pasarse a las Juventudes Comunistas, Silverio se sintiera culpable de darle un disgusto a su abuelo. Cuando Paco Contreras le contó lo que había pasado diez años antes, se alineó políticamente con él, con sus padres, para afirmar que Caballero no había sido otra cosa que un colaboracionista con Primo de Rivera. Cuando llegó al frente, el cabo a cuyas órdenes le tocó servir le demostró que tenía camaradas que no merecían ese nombre. Cuando conoció a Lorenzo, se arrepintió de haber pensado siempre mal de todos los anarquistas con la única excepción de su amigo Julián. Y cuando Lorenzo le contó que Indalecio Prieto, el amigo de su padre, el hombre que le había abrazado con lágrimas en los ojos en aquel piso de la calle Eguilaz, el que había cantado la Internacional con el puño en alto en el entierro, era además el responsable de que se recogieran los casquillos de las balas usadas en los frentes de Madrid, supo que la República iba a perder la guerra.
No se esforzó menos por eso. Siguió trabajando con el mismo ahínco y mejores resultados, porque cuando triunfó aquel pronóstico ya conocía la maquinaria del túnel como si fuera una extensión de su propio cuerpo y cada tornillo, cada tuerca, cada palanca, un molde hecho a la medida de sus dedos. Sólo unas semanas antes de que Lorenzo y él se despidieran con un abrazo interminable, entre sollozos tan impropios de su edad como del milagro que habían logrado mantener en pie, vivo hasta el final, Sally le dijo, también llorando, que se marchaba de Madrid.
—Yo ya sé…
Cuando terminó de hipar, se revolvió entre sus brazos en el sofá que alguien había llevado a lo que debería haber sido la conserjería del Ministerio de Fomento, un mueble resistente, ancho y cómodo, que cada trabajador del túnel recubría con su propia manta y, hasta en eso, una admirable disciplina cada vez que tenía visita. Estaba cayendo el sol, y a través de los ventanales, de los agujeros que sus cristales habían creado al estallar, Silverio vio un cielo azulísimo, digno de un verano perfecto que nunca llegaría, rindiéndose poco a poco al cansancio de la luz, los últimos rayos de un sol cumplido envolviendo los contornos de todas las cosas en un vapor sedoso, triste y tierno. Mientras se dejaba envolver por aquella belleza aérea, efímera, capaz sin embargo de prestar a aquel edificio exhausto de bombas la noble apariencia de una ruina clásica, se dijo que no habría podido desear un decorado mejor para una despedida. No sospechaba que aquella tarde tendría que hacer algo más que decir adiós.
—Yo lo sé todo… —volvió a repetir Sally—, pero he pensado…
Se acurrucó entre sus brazos, escondió la cabeza en su pecho y cerró los ojos antes de seguir hablando.
—Esto ya se ha acabado, y ha acabado muy mal, pero si tú quisieras… Si quisieras casarte conmigo, tendrías pasaporte británico y podríamos marcharnos juntos. He hablado en la embajada y me han dicho que sí… En Aberdeen hace mucho frío, pero podríamos vivir en Londres, claro, que allí tampoco… En fin, que si tú quieres…
Levantó la cabeza y le miró. Silverio vio en sus ojos que estaba enamorada, comprendió que él era el destinatario de su amor y le costó trabajo creerlo. Siempre había sabido que su relación con Sally era desigual, que ella tenía mucho más interés en él del que él había llegado a sentir por nadie, pero jamás habría creído que su amante estuviera dispuesta a llegar tan lejos. Hasta aquel momento, él habría definido su relación como un azaroso fruto de la guerra, la catástrofe que había ido tomando por ellos todas las decisiones que les habían llevado hasta aquel atardecer, el admirable cielo que contemplaban juntos, desnudos y abrazados, desde un edificio en ruinas. Al comprobar que estaba equivocado, que aquella mujer tenaz, generosa y completamente loca había abrigado fuerzas, ganas, el deseo suficiente para enamorarse de él en el vértice de la desesperación, se conmovió tanto que la abrazó con todas sus fuerzas y la besó en la boca. Cuando sus cabezas se separaron, la sonrisa radiante que contempló en su rostro le demostró que dejarse llevar por aquel impulso no había sido una buena idea.
Que no podía seguirla, le dijo. Que su deber era quedarse en Madrid, afrontar la suerte de sus camaradas. Que cuando las cosas se tranquilizaran, iría a verla a Aberdeen, a Edimburgo, a Londres, donde hiciera falta. Y ella, tan roja, tan revolucionaria, tan enamorada de él y de los rojos españoles, aguantó el tipo y le dijo que lo entendía, que estaba orgullosa de esa decisión. No esperaba menos de un hidalgo, añadió al final, tragándose las lágrimas, y él se sintió cobarde por no haberle contado la verdad, por no haberse atrevido a decirle que ella no era la mujer que esperaba. Muy pronto tendría motivos para arrepentirse de aquella decisión.
—¡Manitas! —a mediados de junio de 1939, el Orejas llamó con los nudillos a la puerta de su casa—. ¿Cómo estás?
—Estoy —por aquel entonces, esa palabra significaba más que nunca—. ¿Y tú?
El secreto cargado de culpas que el gobierno de la República había decretado sobre el túnel de los Nuevos Ministerios le había favorecido. Cuando excavaron el terraplén, los franquistas hallaron las instalaciones desiertas y ninguna pista sobre la identidad de los trabajadores que habían pasado la guerra bajo tierra. Silverio ni siquiera fue a la cárcel. Soldado raso sin responsabilidades conocidas, cuando el Orejas fue a buscarle acababa de volver a Madrid después de la primera fase de su servicio militar, dos meses de instrucción en un campamento de Guadalajara donde su habilidad como mecánico había brillado lo suficiente como para que le trasladaran.
—Me alegro mucho por ti —Roberto asintió con la cabeza al enterarse de que su amigo había recobrado el oficio de impresor en el Servicio de Publicaciones del Ministerio del Ejército—, sobre todo porque los camaradas están cayendo como chinches, y por eso… Bueno, desde luego puedes decirme que no. No te lo reprocharía, porque tal y como están las cosas… Pero como yo también estoy fuera y era ya el responsable del radio… Me gustaría hacer algo para movilizar a los nuestros, para que sepan que seguimos existiendo, que estamos dispuestos a resistir…
Al despedirse, el Orejas le rogó que tuviera mucho cuidado porque sospechaba que había un traidor entre los trabajadores del túnel. No lo creo, Silverio negó con la cabeza y tanto ímpetu como si pretendiera desprenderla de su cuello, pero su amigo insistió con la misma vehemencia, alegando que entre los hombres de Lorenzo también habían empezado a proliferar las caídas. Cuarenta y ocho horas más tarde, le llevó el texto que debía imprimir, un centenar de octavillas que él mismo recogió a medianoche. Todo salió muy bien, y dos semanas más tarde se arriesgaron a repetir la operación. Silverio siempre recordaría que cuando la policía tiró la puerta de la imprenta, la Minerva todavía no estaba caliente. Le llevaron a una celda de Gobernación donde el Orejas le estaba esperando, y allí pasaron juntos una semana, hasta que Paquita, aquella chica retrasada, tan rara, que siempre había estado loca por Roberto, convenció al facha de su padre para que intercediera por él. Silverio se quedó solo y sin el consuelo de envidiar a su amigo, porque él había tenido su propia oportunidad, una ocasión inmejorable para escapar, y la había desperdiciado.
En los primeros meses de su estancia en Porlier, mientras el destino de España dejaba de ser una incógnita y Francisco Franco el nombre de un general, Silverio imaginó a todas horas cómo sería su vida si estuviera viviendo en Londres, con Sally, y no dejó de reprocharse amargamente aquella equivocación ni un solo instante. Ante él se extendía, en el mejor de los casos, una larga existencia carcelaria, treinta años de encierro y días iguales, una tristeza dolorosa e inútil, formulada en una interminable sucesión de tristes, dolorosas e inútiles jornadas. Ese era el premio que había conquistado su insensatez, aquella absurda fantasía romántica, la maldita herencia de Rafael Aguado y Laura Guzmán. Eso creyó, que la ausencia que había destrozado su infancia iba a arruinar lo que le quedaba de vida, hasta que sucedió algo extraordinario. El 8 de mayo de 1941, contra todo pronóstico, recibió una nueva oferta de matrimonio.
—Me voy a poner celosa, Silverio, cualquiera diría que tienes más novias…
Cuando Manolita Perales le anunció que iban a casarse, no le pidió su opinión y él no quiso pensar, no habría podido. El hacinamiento, el hambre, los piojos, las diarreas, la sed, la suciedad, la pestilencia y el miedo habían suplantado su pensamiento. Algunos días, ya ni siquiera se acordaba de Sally. La nostalgia, la rabia, el arrepentimiento eran lujos que sólo estaban al alcance de los presos afortunados, los que tenían visitas, los que recibían paquetes, palabras de aliento a través de una alambrada, razones para sobrevivir a aquel infierno. Él pertenecía a los otros, a los que no tenían nada, si acaso el deseo de morir durmiendo para acabar de una vez, sin enterarse. Su hermana Marta, cuyo marido se las había arreglado para hacer buenos contactos en el nuevo Régimen, no fue a verle nunca. Al principio, Ernestina le llevaba comida varias veces a la semana, pero en el invierno de 1940, cuando murió su abuelo, Marta le dio quinientas pesetas para que se volviera a su pueblo y vendió la imprenta sin contar con la opinión de su otro heredero. Desde aquel día, Silverio estuvo completamente solo y cansado de pensar. Ponía mucho cuidado en disimular esa debilidad ante sus compañeros, pero a veces, cuando se daba un golpe por azar, se asombraba de no haber perdido la capacidad de sentir dolor. Se masturbaba con frecuencia y un afán casi científico, para medir la intensidad, la velocidad de las respuestas de su cuerpo.
Y entonces llegó Manolita, tan menuda, tan joven, tan desarmada, muy poca cosa para todo lo que tenía dentro. Y llegaron sus paquetes, tan bien escogidos, tan primorosamente preparados, tan elocuentes de su condición de experta en cárceles. Y llegó el día de su boda, aquel vestido tan blanco, aquellos labios pintados, aquellos tacones altos y la confusión, su torpeza, la habilidad con la que aquella jovencita inexperta fue capaz de devolverle el aplomo, la fe, el aprecio por sí mismo y una ilusión vaga, inconcreta, minúscula pero suficiente para que volviera a sentir que estaba vivo. Gracias a ella, Silverio resucitó en el mecánico que arreglaba cualquier cosa con una goma y dos horquillas, en el clandestino que iba a hacer funcionar dos multicopistas aunque fuera lo último que hiciera en su vida, en un hombre que fue feliz en el locutorio de una cárcel durante el verano de 1941 y después desgraciado al asistir a la desesperación de una chica sin suerte, mucho más al perderla.
La secuencia de su suerte y su infortunio deberían haberle dado alguna pista, pero no fue capaz de descifrarla. Sin embargo, cuando volvió a ver a Manolita en la explanada de Cuelgamuros, casi dos años y medio después de marcharse de Porlier, fue muy consciente de lo que sentía, una misteriosa combinación de sensaciones entre las que destacaban dos opuestas entre sí, la alegría y el miedo. Cuando la despidió en la puerta de la camioneta, descubrió que la segunda era más fuerte. Tenía tanto miedo de que no volviera que se embarcó sin pensar en el proyecto de una casa insensata, una isla desierta en el pico de un monte, un hogar confortable en un campo de prisioneros, el château Aguado, como lo llamaba Matías, todo un cañón para matar moscas. Aquella vez no dudó, no se escandalizó, no desautorizó su propia ambición como había desautorizado tantas veces la de su amigo Antonio. Una parte de él sabía lo que estaba haciendo porque al final resultó que era hijo de su madre, una mujer que ya estaba bastante loca por su cuenta antes de volverse loca por un hombre.
—Quiero que me prometas una cosa, Silverio.
El 15 de mayo de 1944, cenó a toda prisa y subió corriendo hasta la que a partir de aquella noche sería también su casa. Mientras caminaba hacia la puerta le llamó la atención el silencio, al empujarla, el resplandor de muchas velas encendidas que no parecían colocadas al azar. Iluminaban a Manolita, que le esperaba de pie, ante una manta tendida en el suelo, cerca de la chimenea. Llevaba puesto el abrigo aunque estaba descalza. Aquel detalle le sugirió que estaba asistiendo a alguna clase de representación, pero no se atrevió a imaginar su argumento.
—Prométeme que no vas a pensar mal de mí…
Cuando lo hizo, ella avanzó hacia él, dejó caer el abrigo y le enseñó su cuerpo desnudo a la luz de las llamas. Él sintió muchas cosas a la vez, pero todas eran la misma emoción, una intensidad que le invadió por completo para acariciarle por dentro y por fuera, implicando a su corazón, su memoria, tanto como a su sexo y su piel. Sólo tenía una hora y media, pero en ese plazo volvió a nacer. Su renacimiento fue tan absoluto que ni siquiera necesitó hablar, compartirlo con aquella chica que nunca le había gustado hasta que se abrió el abrigo como Laura Guzmán habría abierto el suyo tantas veces, en el pasillo de un piso de la calle Eguilaz. Manolita le miraba, le tocaba como si se diera cuenta de que estaba pasando algo que no comprendía, algo que estaba en ella y muy lejos a la vez, y tampoco habló, no hasta el final, cuando dijo exactamente lo que tenía que decir.
—¿Sabes que eres el segundo hombre que me ve desnuda? —todavía estaban tumbados sobre la manta, pero en lugar de esconderse, se incorporó para mirarle a los ojos mientras se lo contaba—. El primero fue Jero, el panadero tonto de la calle León, ¿te acuerdas de él? —él asintió con cautela, ella sonrió—. Al principio me daba un pistolín si le enseñaba las tetas, pero como fue subiendo los precios… No te lo vas a creer, pero en Porlier, cuando iba a verte y metía los dedos en la alambrada para tocarte sin tocarte, siempre me acordaba de él y me daba mucha rabia.
—Qué bien, qué suerte he tenido —él la abrazó, la besó—. Si algún día vuelvo a verle, le daré las gracias por ser tan cabrón.
Eso fue todo. Ninguno de los dos necesitó decir nada más para justificarse, para explicarle al otro o a sí mismo lo que había pasado antes, lo que iba a pasar después. Silverio volvió al campamento con la piel erizada, marcada en cada poro por la herencia de aquel placer complejo, que saciaba y alimentaba su deseo a partes iguales, una avidez que se apoderaría por completo de cada minuto del día siguiente para llegar a la noche intacta y aún más poderosa. No sabía lo que esperaba, pero al descubrir a Manolita vestida sintió una punzada de decepción que no sobrevivió a la peculiar, elocuente sonrisa que le dio la bienvenida.
—Ven aquí, anda, que me da vergüenza hablarte de lejos.
Él se acercó, se sentó en una silla, y en ese instante, Manolita se levantó de la que ocupaba para sentarse a horcajadas encima de él.
—Primero tienes que decirme si te gustó lo de ayer —él asintió, se rio, ella rodeó su cuello con los brazos para hablarle al oído—. Ya me lo había parecido, por eso… Es que me he acordado de una cosa que hacía Martina… —se enderezó, le miró, sonrió—. Pero hoy es todavía mucho más importante que me prometas que no vas a pensar mal de mí…
Aquella frase se convirtió en un sinónimo de viejas persianas levantadas, visillos que al abrirse dejaban entrar el sol hasta el pasillo y la contraseña de una felicidad rotunda e improbable, un amor tan difícil que sólo podía crecer de hora y media en hora y media, tan fácil que cada noche le sobraba tiempo para imponerse por sí mismo, sin contrapartidas, sin deudas, sin condiciones.
—Yo no sé lo que me pasa, de verdad. A mí esto no me pega nada, pero es que no puedo parar, ni siquiera cuando estoy dormida. Anda, que si te cuento lo que soñé anoche… Lo que no sé es qué vas a pensar de mí.
Así, en el lugar menos propicio, Silverio Aguado Guzmán descansó de la tarea de compararse a todas horas con su padre, de comparar a todas las mujeres con su madre, y ya no volvió a acordarse del color del pasaporte de Sally Cameron, ni de su propia derrota.
—Le he pedido a Lourdes que invite a Isa a comer, porque… ¿Has visto que buen día hace? Pues se me ha ocurrido… Pero prométeme que no vas a pensar que soy una… Bueno, igual un poco puta sí que me estoy volviendo, ¿no?, porque… ¿A que no parezco yo? Al final, mira por dónde, he salido a mi padre. No te rías, que lo digo en serio.
En invierno y en verano, en días de lluvia y de sol, con temperaturas frías y sofocantes, dentro y fuera de la casa, embarazada y sin esperar a nadie más que a él, Manolita le miraba, sonreía, le daba la risa, se ponía colorada y, sin más herramientas que su cuerpo, inventaba mecanismos capaces de suspender el tiempo y la historia, de desmentir la cárcel y la muerte, de disolver las sentencias de jueces que no la conocían y de convertir el placer, las caricias, los besos, en una barricada.
—¡Ay, ay, ay! Yo me estoy volviendo loca, Silverio. Para bien, no te digo que no, pero estoy como una jaula de grillos. Me pasan unas cosas que hasta me da vergüenza contártelas… El caso es que yo te pediría… No, no, déjalo, que después de lo de ayer, a ver qué vas a pensar de mí.
Así, Silverio Aguado Guzmán, trabajador penado del destacamento penitenciario del monasterio de Cuelgamuros, se convirtió en un hombre libre rodeado de esclavos. Sus guardianes, sus jefes, sus compañeros lo ignoraban, pero él sabía que aunque no pudiera decidir dónde quería vivir o para quién quería trabajar, aunque no tuviera derecho a cobrar por su trabajo ni a expresar sus ideas en voz alta, su destino y su uniforme, su número de expediente y su condena carecían de poder para someterle. Mientras estaba abajo, recordando el ángulo exacto de los muslos de su mujer, riéndose solo y poniendo mucho cuidado en no accidentarse, porque durante los primeros días, la novedosa sensación de ser feliz le había costado varios dedos machacados, él sabía la verdad y que su trabajo no implicaría sumisión, renuncia alguna, mientras siguiera existiendo una isla desierta, una casa en el monte, una mujer, un amor en el que atrincherarse y resistir.
—Hay que ver… ¡Qué cabeza tengo! No me lo creo ni yo, pero esta mañana, en el trabajo, me he acordado de lo del domingo pasado, lo que hicimos en la poza, ¿te acuerdas?, lo he visto como si fuera una película y me ha dado un… No sé cómo llamarlo, pero me he mareado y todo, te lo juro. Y tú estarás pensando… Mira, no quiero ni saberlo.
Así, a ratos, sin contar con el festín semanal de los domingos, pasó el tiempo como si no pasara. Nació una niña, después un niño, el frenesí de los primeros meses se remansó para volver a aflorar con la violencia de un torrente subterráneo, y Silverio ni siquiera necesitó pararse a pensar que estaba absolutamente ligado a Manolita, que era incapaz de concebirse a sí mismo, de concebir su vida sin esa mujer. Aquel sentimiento era tan fuerte que a veces la perspectiva de su verdadera libertad le daba miedo, y aunque se escandalizara de su pensamiento, al acercarse el final de su condena empezó a preguntarse si en Madrid lograrían ser tan felices a tiempo completo como lo habían sido en Cuelgamuros de hora y media en hora y media. La oferta de don Amós resolvió todas sus dudas.
—No.
—No, ¿qué? Si ni siquiera me has dejado que te explique…
—No voy a trabajar en un monumento llamado el Valle de los Caídos por mi propia voluntad.
—Pues otros lo hacen.
—Ya, pero yo no.
Ninguno de los dos dijo más, pero después de medirse con los ojos un buen rato, el jefe de su destacamento se empeñó en ir a hablar con su mujer. Estaba seguro de que ella, con ese sentido común propio de su género, sabría apreciar una oferta tan ventajosa, pero Manolita le decepcionó en la misma medida en la que alimentó el orgullo de su marido, un hombre que sólo volvió a sentirse preso cuando se despidió de ella en la puerta de una casa a la que nunca volvería.
—No te desanimes, Manolita.
—¿Yo? —ella se rio, le abrazó un poco más fuerte—. ¿De qué? Con lo guapo que estás detrás de una alambrada…
La última estación del expediente penitenciario de Silverio Aguado Guzmán fue la cárcel de Yeserías, tres meses largos como años enteros hasta que un funcionario entró en su celda, pronunció su nombre y añadió tres palabras, a la calle. Por aquel entonces, abril de 1950, habían pasado casi once años desde que aquel prisionero pisó una calle de su ciudad por última vez. La certeza de que estaba a punto de volver a hacerlo le inspiró una urgencia tan irreprimible que casi pasó de largo por la garita.
—¡Eh, tú! Ven aquí, que tienes que firmar —un funcionario le reclamó con acento airado y él retrocedió con una sonrisa en los labios, porque su abogado debía de haberse enterado antes que él y Manolita estaba en la verja con los niños, esperándole—. Aquí, y aquí… —siguió el rastro del dedo de aquel hombre—. Y espérate un momento, que te voy a dar tus cosas.
Un cinturón acartonado. Un monedero del que ni siquiera se acordaba. Un mechero barato, que le había regalado Sally. La pluma de su padre. Un cubilete de caramelos de café con leche lleno de…
—¿Y esto qué es? —el funcionario que anotaba la descripción de los objetos devueltos le miró con extrañeza mientras lo agitaba en el aire igual que un sonajero.
—Mis herramientas. ¿Puedo irme ya?
—Cuando firmes el recibo.
Cruzó el patio tan deprisa como podía hacerlo sin correr, mientras su mujer avanzaba hacia él con los brazos abiertos.
—¿Y usted adónde va, señora? —el guardia de la puerta extendió el suyo para cortarle el paso—. ¿Qué quiere, quedarse dentro?
—Uy, no, perdone, son los nervios…
Después le miró, le sonrió y le esperó tan cerca como se lo consintió aquel hombre. Tenía los pies juntos y los ojos húmedos, aunque al colgarse de su cuello se estaba riendo a la vez. Sólo mientras la abrazaba, Silverio aceptó que estaba fuera, que podía ir a donde quisiera. Había pasado tanto tiempo encerrado que durante un instante sintió algo parecido a un mareo, pero Manolita le sostenía y no le soltó.
—Vives en la calle de San Andrés. En el número 26, segundo exterior derecha. Tengo los balcones reventando de geranios. ¿Te acuerdas de los esquejes que cogí antes de marcharme de casa? —él asintió con la cabeza y dejó de verla bien—. ¿Te apetece andar un poco, coger el tranvía? Los taxis están carísimos, pero hoy merece la pena. ¿Qué quieres hacer?
—Te quiero a ti.
—Ya lo sé, tonto.
Luego añadió que prefería andar un trecho. Hacía un día frío y luminoso, gobernado por un sol radiante que no calentaba, pero creaba un benévolo espejismo de calor. El suelo frío de la acera también le pareció caliente, tan blando como si estuviera recubierto de espuma, y todo más bonito, la ciudad, los edificios, los rostros de sus hijos.
—Dime una cosa, papá…
Llevaba a Laura en brazos, y lejos del Guadarrama tenía la sensación de hacerlo por primera vez.
—¿Qué? —por eso la apretó contra sí y la besó en el pelo muchas veces.
—¿Es verdad lo que dice mamá? ¿Que vas a vivir con nosotros, pero durmiendo, y desayunando, y todo, y todo, todo el rato?
—Sí, es verdad —ella separó la cabeza para mirarle, le cogió la cara con una mano y levantó las cejas—. ¿Qué pasa, no te gusta la idea?
—Sí, sí me gusta, pero es que… Es muy raro, ¿no?
Silverio Aguado Guzmán sonrió, volvió a besar a su hija y no le llevó la contraria.