Cuando Lourdes vino a buscarme, no me encontró.
—Estoy aquí —levanté en el aire las tijeras de podar—. No tardo nada.
—¡Manolita! —avanzó hacia mí con la cabeza inclinada, atisbándome entre las macetas—. ¿Pero qué haces?
—Cortar unos esquejes, ¿ves? —señalé hacia una cesta de mimbre que estaba casi llena mientras plantaba el último con cuidado en un cucurucho de papel lleno de tierra—. Voy a llevármelos de recuerdo. ¿Quieres alguno?
Se lo pensó un rato antes de rechazar mi ofrecimiento. Mientras tanto me levanté, me quité el delantal, lo coloqué junto con las tijeras dentro de la cesta y seguí a mi amiga sin volver la cabeza. Pero al borde del primer peldaño, me volví para mirar por última vez mi casa. Ya no podía llamarla de otra manera, aunque seis años antes Silverio hubiera escogido otra palabra.
—Tienes que conseguir un Libro de Familia, eso lo primero —al escucharlo sonreí, como si después de haber logrado que me aceptara, cualquier requisito representara un contratiempo más liviano que la ruina de mis medias—. Supongo que podrás pedirlo con el certificado del cura de Porlier, aunque igual tienes que untar a algún funcionario… Necesitarás una partida de nacimiento tuya y otra mía. Eso es más fácil, pero entre unas cosas y otras, tenerlo todo te llevará dos o tres meses. Tampoco importa mucho, porque no me darán permiso para traerte hasta que haya construido una chabola donde puedas vivir. Hemos hecho muchas, entre varios, pero eso también lleva su tiempo porque hay que agenciarse los materiales, convencer a los encargados para que nos den lo que sobra, negociar con los contratistas para que nos vendan baratos los excedentes y birlar lo que se pueda. La mano de obra no es problema. Yo he ayudado a muchos compañeros y ellos me ayudarán a mí, eso aquí es sagrado, pero sólo podemos trabajar en nuestro tiempo libre y casi no tenemos. Oficialmente, el campamento no existe. En Redención de Penas hacen la vista gorda, pero los permisos dependen de la empresa, porque la concesión abarca el terreno donde viven las familias, y a ellos sólo les interesa ganar dinero. El negocio que hacen con nosotros es demasiado bueno como para arriesgarse a perderlo. Si echaran a las mujeres, habría protestas, motines, nos devolverían a la cárcel y se les acabaría el chollo, así que, por ese lado, no hay peligro. El jefe de mi destacamento es un buen hombre, aunque conviene que se acostumbre a verte por aquí. Lo mejor es que vengas a misa los domingos, que te vean comulgar, eso es muy importante, y que me abraces en la explanada antes de irte como si se te estuviera partiendo el corazón… —hizo una pausa, me miró, sonrió, y no encontré nada ingenioso que decir—. No has traído comida, ¿verdad?
Aquel inesperado colofón me pilló con la boca abierta. Nunca había escuchado hablar a Silverio durante tanto tiempo seguido, y la duración de su discurso me afectó más que su fluidez. Aquel día no llegué a detectar sus titubeos, la velocidad a la que cambiaba de rumbo para sortear los obstáculos, las pausas apenas perceptibles que le daban la oportunidad de buscar un sinónimo cada vez que presentía que iba a trabarse en la primera sílaba de una palabra. Había aprendido a dominar aquella técnica como si su lengua fuera una máquina averiada que se pudiera arreglar con una goma y dos horquillas, una proeza que me conmovería muchas veces antes de que el tiempo la hiciera imperceptible para mis oídos, pero aquel día ni siquiera me di cuenta. Estaba demasiado preocupada por la sensación de que era la primera vez que hablaba con él.
Hasta aquel momento, estaba segura de que conocía bien a Silverio. Le había visto tantas veces que ni siquiera habría sabido contarlas, primero en mi casa, en mi barrio, luego en la cárcel, lunes tras lunes. Allí, con dos alambradas y un pasillo de por medio, habíamos hablado de todo, mi vida, la suya, la muerte, cosas insignificantes como sus indigestiones y mis problemas en el trabajo, graves como las ausencias que habían ido dejando huecos que nunca se rellenarían por más que sobraran presos para aplastarse contra la verja. Pero en Cuelgamuros, al aire libre, mientras era consciente de que me bastaría con alargar los brazos para rodear su cuello, con inclinar mi cabeza para besarle, me sentía mucho más lejos de él que en el locutorio de Porlier. Era como si todo lo que habíamos vivido juntos no contara, como si los muros de la cárcel hubieran encerrado en un gigantesco paréntesis una realidad aparte, una irrealidad ajena a la frescura del aire del Guadarrama en una fría y soleada mañana de marzo, como tantas que habían existido antes de aquella, como tantas que existirían después, con o sin nosotros. Aquella pradera, el cielo azul, la colosal estatura de los pinos, no nos necesitaban para existir, para construir un tiempo y un lugar auténticos, indiferentes a nuestra voluntad, a mi ánimo o sus preocupaciones, una categoría en la que Porlier nunca había llegado a encajar. Allí, ¿cómo estás?, bien, ¿y tú?, bien, me alegro de verte, más me alegro yo, gracias por el paquete, de nada, ¿estaban buenas las magdalenas?, estaban riquísimas, hablar era fácil, y la dificultad que parecía envolver cada palabra, un puro espejismo. Dos años antes, yo había estado dispuesta a entregarme a Silverio sin condiciones, había hecho cuanto estaba a mi alcance para acostarme con él durante una hora en el suelo de un cuarto asqueroso, infestado de cucarachas, había perdido la vergüenza, la dignidad, lo poco que tenía, en aquel empeño y no lo había logrado, pero tampoco dudaba de que habría llegado hasta el final, de que habría apurado hasta el último instante el fruto de mi esfuerzo, el deseo de un hombre al que en realidad ni siquiera conocía.
Si en aquel momento no le hubiera mirado, esa certeza me habría aplastado. Si él no hubiera percibido mi extrañeza, si no la hubiera malinterpretado, si no hubiera vuelto a coger mi cara entre sus manos para levantarla hacia la suya, seguramente nuestra historia no habría pasado de ahí. Pero lo hizo, y así pude ver sus ojos castaños, limpísimos, una mirada amable, risueña como una promesa de armonía, solemne como una alianza.
—Pero no te pongas así, por favor, que no pasa nada…
A nuestro alrededor, otros presos comían con las mujeres que habían venido conmigo en el autobús. No los veía, pero oía un rumor inconfundible, el chasquido de los broches de las tarteras, el eco de los cubiertos y los platos de metal que chocaban entre sí, el ruido sordo de los sacacorchos que liberaban los cuellos de las botellas, y sabía que Silverio hablaba de la comida, que me estaba absolviendo por haber llegado con las manos vacías, y al mirarle, me daba cuenta de que seguía siendo más bien feo, de que tenía la nariz muy grande, la cara demasiado larga, y eso no me sorprendía porque nunca me había gustado, pero no podía apartar mis ojos de los suyos porque nadie me había mirado como me miró él aquella mañana, desde fuera y a la vez dentro de mí. En cualquier realidad ajena al locutorio de una cárcel, Silverio y yo no nos conocíamos, y sin embargo, en aquel momento me reconoció como si los dos fuéramos la misma cosa. Eso leí yo en sus ojos, que se volvieron misteriosamente claros, casi líquidos, sin renunciar a su verdadero color, y aquel misterio evocó otro, una escena vergonzosa, Martina y yo pegándonos en plena calle, el desdén con el que me miró una mujer que no quiso pagar por mi turno. Él lo sabe, pensé, en la cárcel se sabía todo, y aquel pensamiento, en lugar de avergonzarme, me tranquilizó. Él tenía que saberlo, pero eso no le impedía mirarme con aquellos ojos transparentes, acuáticos, como recién nacidos. Por eso dominé el impulso de salir corriendo y me quedé a su lado, pero no aproveché la oportunidad de hacer las cosas bien.
—Ya —dije solamente—, es que yo no…
No me he atrevido. Esa era la verdad y lo que debería haber confesado, que no quería que pensara que lo daba todo por hecho, que después de dos años sin verle, aparecer con una cesta para que comiéramos juntos sobre una manta me parecía demasiado descarado, que por eso sólo llevaba en el bolso un bocadillo de queso que me había hecho en el último momento para no hacerme ilusiones y tener algo que llevarme a la boca si no le encontraba, si le encontraba con otra, si me decía que no. Eso era lo que debería haberle explicado, pero no fui capaz, porque no estábamos en el locutorio de Porlier y ningún obstáculo nos separaba.
—No he traído comida —respondí por fin—. Lo siento.
—No importa —él me sonrió, se levantó, desenrolló con delicadeza el chaquetón con el que me había abrigado los pies y me ofreció una mano para ayudarme a bajar de la roca—. A mí me han invitado a comer unos amigos. Seguro que se alegran de verte y además, así verás el sitio donde vas a vivir.
No me puse los zapatos para no acabar de estropearlos. Al posar los pies en el suelo, el frío de la hierba me sobresaltó y dejé escapar un grito pequeño, casi infantil, que le hizo sonreír.
—¿Quieres que te…?
En ese pronombre le llegó el turno de la vergüenza. La sensación de irrealidad que me había asaltado antes que a él, se desplomó de golpe sobre su cabeza como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de lo que yo le había pedido, de lo que él acababa de concederme, una casa para vivir juntos, para aparentar al menos que vivíamos juntos. Yo lo percibí con tanta claridad como si lo estuviera viendo, y presentí que en aquella confusión tan parecida a la mía, todo estaba a punto de extinguirse, su sonrisa, la serenidad que había demostrado desde que me vio en la explanada y hasta la fluidez con la que había hablado hasta aquel momento.
—N-no, na-ada.
¿Quieres que te coja en brazos? Había empezado a estirarlos hacia mí cuando comprendió que entre nosotros ninguna acción inocente lo parecería del todo. Mientras los retiraba a toda prisa para meterse las manos en los bolsillos, me puse colorada y comprobé que él estaba más colorado que yo.
Nadie había contado con eso. Mientras María Pilar se volvía loca, mientras las mujeres de la cola de Yeserías jaleaban su locura, mientras arreglaban entre todas mi vida, la de Isabel, lo único que importaban eran las normas, los plazos, los reglamentos, Silverio y yo no. Nadie había pensado en él excepto para calcular si me diría que no, si me diría que sí, si se habría echado una novia, si le gustaría más que yo, si no le gustaría tanto. Nadie había pensado en mí, ni siquiera yo. Aquel disparate me había vuelto loca a mí también, deteniendo el tiempo en un beso muy largo, muy corto, cinco minutos que se estiraron de pronto como un puente infinito, capaz de salvar cualquier distancia. A mí no había vuelto a pasarme nada bueno, pero aunque él se encontrara en la misma situación, para los dos había pasado el tiempo y no iba a ser fácil. Silverio y yo habíamos ido demasiado lejos sin haber llegado nunca a estar demasiado cerca, y mientras las plantas desnudas de mis pies hollaban el frío de la hierba, un frío distinto, nacido del impecable razonamiento con el que Andrea zanjó la discusión que ella misma había provocado, se apoderó de mi estómago. ¿Y por qué va a decirte que no, mujer? Aunque te casaras con él sólo para ponerle en contacto con tu hermano, ¿qué más le da? Si luego no quiere nada contigo, con no ir a verte cuando vivas allí, arreglado…
—Ponte los zapatos —Silverio sólo volvió a hablar cuando llegamos a la carretera.
—Es que me los voy a cargar.
—No, ahora tenemos que andar un buen trecho por el asfalto —extendió un brazo para señalar la cuesta por la que habíamos subido antes y me apoyé en él para ponerme un zapato, después el otro—. Luego, cuando haya que trepar, te los quitas otra vez.
En la cola de Yeserías no había querido entrar en detalles, pero cuando salimos del locutorio, María Pilar no me dejó en paz hasta que le hablé de las multicopistas, y aquella historia pasada, una operación clandestina tan inocente, tan chapucera que recordarla en voz alta me dio hasta vergüenza, precipitó el retorno a sus viejos cuarteles en un país donde, de nuevo, sabía moverse como pez en el agua.
—Y esos Arroyo, tus jefes… No serán los que vivían en Serrano, que casaron a una hija con el pequeño del conde del Asalto, ¿verdad?
Cuando fui a buscarla a la estación, la encontré tan frágil, tan desorientada e indefensa como en el penal de Segovia. Allí había sufrido mucho, y la libertad, poder abrazar a los mellizos, volver a andar por la calle, respirar el aire de Madrid, dulcificó su gesto, la inmutable sonrisa con la que lo dio todo por bueno. Antes de entrar en casa, leyó el aviso de derribo clavado en el portal pero no dijo nada. Al llegar arriba, se puso tan contenta de volver a ver sus muebles, que los acarició con dedos temblorosos de emoción, y hasta me dio un beso por haberlos salvado.
—Lo demás… —añadió, mirándose en la pobreza en la que vivíamos—. Bueno, una casa es, y bien limpia que la tienes, desde luego.
Aquella conformidad no duró más que un par de días. El tercero empezó a preguntarse en voz alta quién le habría dicho a ella que algún día iba a vivir en un piso sin puertas, sin baldosas, sin lámparas, con ese aspecto de carromato de gitanos que, perdona que te lo diga, hija mía, era todo lo que yo había conseguido en los años en que había faltado de casa. A partir de aquel momento, no volvió a pronunciar la palabra cárcel ni siquiera para hablar conmigo, que la había visto entre rejas tantas veces. Prefería decir que había estado fuera, ausente, lejos de Madrid. Nunca llegué a saber cuál de esas expresiones escogió cuando fue a hablar con doña María Luisa sin tomarse la molestia de avisarme. A través de sus viejos contactos había descubierto que, en efecto, la nuera más joven del conde del Asalto era su cuñada, y la señora condesa, que en los buenos tiempos de la monarquía había sido amiga íntima de la familia para la que trabajaba como cocinera, había tenido la bondad, así lo dijo ella, de hacerle una carta de recomendación.
—Anda que… —fue Aurelia, mi jefa, la que me informó de su visita—. ¡Qué tontas somos las mujeres! Fíjate tu madre, tan buena, tan trabajadora, y que se metiera en líos por el sinvergüenza de tu padre… Pobrecita, doña María Luisa ha dicho que no se merece lo que le ha pasado, desde luego.
Que ella no había tenido la culpa de nada, eso contó. Que estaba loca por su marido, que estaba ciega, que no veía más que por sus ojos, que él la obligó, que fue él, con sus contactos en la Guardia de Asalto, quien montó aquella red de desvalijadores de pisos, que le daba hasta el último céntimo que sacaba porque la tenía amenazada, porque sabía que andaba con unas y con otras, porque le dijo que la abandonaría si no colaboraba, y ella le quería tanto que se le cortaba la respiración sólo de pensarlo, porque estaba loca por él, porque estaba ciega, porque las mujeres somos tan tontas, tan tontas… La condesa del Asalto era además tan chismosa que para ensalzar a la señora de Arroyo, una santa, le había contado que su marido le había puesto un piso a una modista monísima en la calle Arenal. Por eso, cuando consiguió prender en los ojos de doña María Luisa una chispa de comprensión, a medio camino entre la caridad cristiana y la solidaridad de las infidelidades compartidas, María Pilar sacó del monedero una foto de mi padre y se la enseñó.
—¡Qué barbaridad, hija! Pues sí que era guapo… —y levantó la vista para posarla en su compañera de fatigas—. Da hasta miedo mirarlo.
Esa complicidad resultó decisiva para que mi patrona la colocara en el guardarropa de un restaurante que estaba a punto de abrir en la calle Alcalá, un trabajo cómodo, mucho mejor pagado que el mío, al que se incorporó el primer día de marzo, una semana antes que los clientes. Después, su carácter, aquella simpatía servil que la había hecho tan popular en las cocinas de los grandes de España, incrementaría sus ingresos en la misma proporción que los claveles que, a la hora de las propinas, sabría colocar en solapas masculinas y femeninas sin equivocar nunca los apellidos y aún menos los tratamientos, excelencia, mi general, señora embajadora, señor magistrado… Así, el cuarto interior derecha del número 7 de la calle de las Aguas iría asemejándose poco a poco a aquel piso de la de Santa Isabel que ella nunca dejó de llamar su casa. El lugar donde vivía no lo era, pero tampoco lo abandonó, porque después de informarse sobre los precios de los alquileres, decretó que era una insensatez renunciar por el momento a un acuerdo tan ventajoso como el que había arreglado yo con don Federico.
—No podré recibir visitas, claro, pero en un par de años, como mucho, habré ahorrado lo suficiente para marcharme de aquí, y de eso se trata.
Aquella decisión puso el punto final al retorno de María Pilar. En veinte días no había conseguido solamente un buen trabajo, sino también restaurar las condiciones de su vida pasada, el reflejo de una riqueza ajena con el que se adornaba como si fuera una joya propia. Impaciente por lucirla lo antes posible, el lunes 28 de febrero me anunció que quería acompañarme a Yeserías, a ver a Toñito.
—Luego no voy a poder, porque cuando empiece a trabajar, como comprenderás… Lo tuyo es distinto, tú no tratas con los clientes, pero yo… No puedo arriesgarme a que nadie me reconozca en la cola de una cárcel.
Me pregunté si mi hermano se alegraría de verla. Cuando entramos en el locutorio ni siquiera me fijé en eso, porque Andrea había detonado ya la bomba que iba a poner mi vida boca abajo.
—Agárrate, anda, que sólo falta que te caigas y te rompas una rodilla.
Mientras bajaba la cuesta cogida del brazo de Silverio, vigilando sin hablar la distancia que mediaba entre nuestros cuerpos rígidos, inmóviles como estatuas, recordé la silenciosa explosión de euforia que había convertido el locutorio de Yeserías en otro distinto, modificando los rostros, los cuerpos que veía al otro lado de otra alambrada para devolverme a un verano remoto que de repente me pareció tan próximo como si respirara pegado a mi sombra. Aquel espejismo me impidió valorar las condiciones de una felicidad que a cualquier otra chica de mi edad, en tiempos buenos, incluso malos, le habría parecido miserable, tan triste que aún le habría dado más pena evocarla. Pero yo había sido feliz en el locutorio de una cárcel en los tiempos peores, y eso habría bastado si María Pilar me hubiera dejado a solas con mi certeza, o si yo hubiera tenido la precaución de no contarle toda la verdad.
—¿Qué es eso de que te casaste de mentira? No sabía nada…
La noticia de que Silverio estaba tan cerca me absorbió hasta el punto de que no presté atención a lo que iba diciendo, y cuando mi madrastra reaccionó, tardé mucho tiempo en procesar lo que acababa de escuchar.
—Desde luego, yo tan tranquila, en Burgos, pensando que no tenía de qué preocuparme, y tú arriesgándote como una imbécil. ¿Y si te hubieran detenido? ¿Qué habría pasado con tus hermanos? ¡Qué decepción, Manolita! No me podía figurar que fueras tan irresponsable, tan…
En ese momento, la miré y se calló. En ese momento, la miré pero no la vi, porque estaba viendo una silueta escuálida, un traje raído, un pañuelito rojo y la sonrisa de la Palmera cuando se sacaba de los bolsillos aquellos paquetes de papel de estraza, blanquecinos de sal. La memoria de la desesperación encendió en mis ojos una luz salvaje, que tan pequeña como era yo, como había sido siempre, bastó para amedrentar a María Pilar. Su silencio resultó sin embargo una recompensa mezquina, incapaz de colmar su ingratitud. No hay derecho, pensé, no tiene derecho a hablarme así. No lo dije, porque cuando aún no había logrado ver del todo la cara de Jero el tonto babeando delante de mis tetas, recordé que yo sí había recibido visitas en el número 7 de la calle de las Aguas. Habían venido Rita y la Palmera muchísimas veces, habían venido Martina y Tasio, había venido Jacinta, y la señorita Encarna, que lloraba a mi padre como a la única cosa buena que le había pasado en muchos años. María Pilar tenía razón, pero no la tenía. Haberme arriesgado sin pensar en los mellizos había sido una irresponsabilidad. No hacerlo habría sido algo mucho peor, tanto que ni siquiera acerté a ponerle nombre.
Por mí y por todos mis compañeros, recordé, y todas las cosas buenas que me habían pasado en el infierno de Porlier, pestilencia, cucarachas y tristeza, pero también Rita, la emoción, la compañía, aquella sensación de formar parte de algo mucho más grande que yo, una fantasía muy parecida al amor. Mi madrastra no era consciente del proceso que había puesto en marcha, y sin embargo, la insoportable arbitrariedad de su comentario acababa de explicarme en qué país me había tocado vivir y algo aún más importante, quién era yo, en qué clase de mujer me había convertido. Porque existen hambres mucho peores que no tener nada que comer, intemperies mucho más crueles que carecer de un techo bajo el que cobijarse, pobrezas más asfixiantes que la vida en una casa sin puertas, sin baldosas ni lámparas. Ella no lo sabía, yo sí, y nunca me arrepentiría de haber tomado el camino que me lo había enseñado, que me había mostrado la dignidad despojada e incólume de la viuda del doctor Velázquez y otras maneras de sobrevivir, chistes, recetas, remedios caseros para caminar en una cuerda floja sobre el cuchillo de la desgracia sin tropezar jamás, anda y que os den, palabras para gritar que no, maneras de decir que nunca, jamás, podréis contar conmigo.
En 1944, en un vagón de metro que circulaba entre Acacias y La Latina, comprendí que aquel era un viaje sin retorno. Lo que el Orejas no había conseguido en los tiempos heroicos de la victoria posible, lo habían logrado las mujeres de la cola de Porlier en el pozo sin fondo de una derrota absoluta. Con ellas había aprendido que renunciar a la felicidad era peor que morir, y que el anhelo, el deseo, la ilusión de un porvenir mejor, aunque fuera tan pequeño como el que cabe entre una pena de muerte y una condena a treinta años de reclusión, era posible, era bueno y legítimo, era digno, honroso hasta en aquella sucursal del infierno donde había hecho cola todos los lunes del mejor verano de mi vida. Aspirar a ser feliz en una cárcel era una forma de resistir, y eso, aunque mi madrastra jamás lo entendería, no era una renuncia a la normalidad, a la comodidad, al destino apacible de la gente corriente, sino una elección libre y soberana. El fruto de la única libertad que me quedaba.
Yeserías estaba mucho más cerca de mi casa que Porlier. Entre Acacias y La Latina sólo había dos estaciones, pero bastó con que las puertas del vagón se cerraran una vez para que me encontrara pensando en el futuro, la vida a la que una chica como yo podía aspirar, un trabajo aburrido, mal pagado, un noviazgo arduo y eterno, de lunes en lunes, con un muchacho triste y acobardado, una boda con cura y sin convite, una existencia dócil, mansa, carente por igual de riesgos y de brillos. Esa era, en apariencia, la vida que yo había deseado tantas veces mientras miraba a las mujeres jóvenes y embarazadas que recorrían las calles de Madrid al mediodía con una tartera y dos cucharas. Pero eso había sucedido en otra ciudad, otro país donde la pena y la alegría se formulaban en otras condiciones, con reglas diferentes que implicaban la oportunidad de escoger una vida entre muchas posibles.
En 1944, para una chica como yo sólo había una vida disponible, y antes de salir del metro decidí que no la quería. La única elección a mi alcance era negarme a aceptarla, escoger la dureza, la miseria, las dificultades de una existencia sujeta a las reglas de una prisión. No me engañaba. Sabía muy bien lo que me esperaba, era toda una experta en el sistema penitenciario español, en el frío, en la miseria, en el hambre, en la pestilencia y la insalubridad de las cárceles. También en su calor, ¡ohhh, mira a los tortolitos!, en la entereza de las mujeres desnutridas que se quitaban la comida de la boca para alimentar a sus presos, en la fortaleza de los brazos que sostenían a las que se venían abajo y la intensidad de las pocas, pequeñas alegrías que se multiplicaban hasta hacerse inmensas en el número de las sonrisas que las compartían. Al salir a la calle, la nostalgia de aquella luz posaba sobre todas las cosas un reflejo pálido, dorado, tan débil y tenaz como el último rescoldo de una vela casi consumida, dispuesta pese a todo a seguir ardiendo. Cuando entré en mi casa, sentí que no lo era, que aquel piso ya no era un hogar, ni siquiera un refugio para mí, por más que yo lo hubiera encontrado, por más que lo hubiera pintado con mis propias manos, por más que aún recordara el precio de las esteras y las cortinas, de cada grifo y cada cristal. Estaba entrando en casa de María Pilar, y si no salía corriendo enseguida, sólo lo haría muchos años después para casarme con un muchacho triste y cobarde. Eso sentí, después de que mi madrastra me enseñara lo que no había querido aprender en los últimos cinco años, y en aquel momento, mientras me dejaba arrebatar por el orgullo de haberme atrevido a ser feliz en el centro de la capital de la tristeza, todo me pareció muy sencillo.
Seis días después, Silverio me recomendó que me quitara los zapatos para subir por un sendero apenas esbozado entre las rocas y esa sencillez estaba en el centro de todas las dificultades. La realidad se nos había caído encima y hacía daño, pero a mí me dolían más las palabras que no me atrevía a decir en voz alta, que no podía volver a Madrid, a una casa que ya no era mi casa. A aquellas alturas, Isabel estaba tan lejos como si nunca hubiera vuelto de Bilbao. Su salud, la fragilidad de aquel pajarito consumido y pálido cuyo aspecto me estrujaba el estómago cuando la miraba, ya no era importante. Nadie habría podido creerlo, yo tampoco. Llevaba tantos años pendiente de mis hermanos que pensar en mí me parecía una monstruosidad de egoísmo imperdonable, pero Isa de repente no importaba, no importaban Pilarín ni los mellizos, sólo Silverio, que caminaba en silencio, a mi lado, sólo yo, que no me atrevía a mirarle mientras vigilaba el suelo para no clavarme una piedra en las plantas de los pies. Así, atrapada en una encrucijada insoluble, un laberinto donde mi existencia dependía de la voluntad de un hombre que no sabía cómo salvar el abismo que le separaba de mí mientras caminaba a mi lado, como no sabía yo atravesar el desierto que le mantenía tan lejos mientras escuchaba el ritmo de su respiración, levanté la cabeza y miré a mi alrededor.
El paisaje que me rodeaba era grandioso y feísimo, unas cuantas casuchas desperdigadas, paredes de ladrillo o listones de madera, techos improvisados con un toldo recubierto de ramas de pino, a ambos lados de un sendero apenas aplanado, miseria y suelos de tierra en la ladera de una montaña majestuosa e inhóspita, una belleza perfecta donde hasta entonces sólo habían vivido las águilas. Era un pésimo escenario para un final feliz. Era también la vida que me esperaba si las cosas iban bien, y aunque no había previsto nada mejor, hundí los dedos en la manga de Silverio sin darme cuenta. Esta vez, él ni siquiera necesitó mirarme. Pasó su brazo derecho por mis hombros, los apretó, y murmuró una frase ambigua, una orden camuflada en el tono de una súplica, cuatro palabras que hallaron un camino para penetrar en mí y supieron hacerse fuertes para fortificarme por dentro.
—No te desanimes, Manolita.
Percibí que aquellas palabras eran importantes, pero no logré entender por qué. Tampoco que aquel día decisivo, agotador y extraño, se estaba deslizando hacia un nuevo terreno, un paisaje más abrupto que las montañas que nos rodeaban, habitable sin embargo como una paradoja con dos caras, una helada, la otra cálida, incluso confortable. No te desanimes, Manolita. Eran sólo cuatro palabras, una frase amable, corriente, que expresaba más de lo que decía porque Silverio jugaba con ventaja. Él sabía que la verdad que nos había aplastado un rato antes no era definitiva porque no era plana, simple, sino un poliedro con muchas más caras de las que se apreciaban a simple vista. Estábamos a punto de entrar en otra versión de la realidad, una cárcel sin rejas y sin guardias, pero una cárcel, un lugar donde sí nos conocíamos, donde él era otro hombre al que le dolían las mandíbulas de tanto sonreír, y yo una novia de Porlier, de esas que podían con todo.
Allí había sido fácil y a la vez muy difícil. Aquí sería mucho más duro, pero posible, y él lo sabía. No te desanimes, Manolita. Ante aquella fila irregular de chabolas construidas de mala manera, Silverio mantuvo su brazo sobre mis hombros hasta que yo deslicé el mío alrededor de su cintura. Sólo después sentí el cansancio de aquella mañana, mis pies maltratados por la caminata, y mi cabeza se apoyó sobre su hombro como si estuviéramos estudiando un plano a la luz de un ventanuco. Acababa de cerrar los ojos para apurar esa breve tregua cuando una voz de mujer gritó su nombre.
Miré en su dirección para descubrir a una chica morena, delgada y graciosa, más guapa que yo, pensé en aquel instante, y mayor, más hecha, más cuajada… Antes de que extrajera otras conclusiones, una mancha blanca, como un brochazo de inesperada claridad en una superficie muy oscura, atrajo mi atención con el reclamo de una imagen remota, familiar. Julián, el primogénito de los lecheros de la calle Tres Peces, aún no había terminado de crecer cuando le brotó un manojo de canas encima de la frente, y ahí seguía.
—¿Dónde te habías metido? Ya estábamos preocup…
Al fijarse en mí renunció a terminar la frase. En su lugar abrió mucho los ojos mientras chocaba las manos para expresar su asombro con una palmada. Después, pronunció mi nombre como si fuera el de una actriz famosa.
—¡Manolita Perales! —e hizo una pausa que no supe rellenar—. Pero bueno, ¿qué haces tú aquí? ¿Cómo estás? Me alegro mucho de verte…
Yo también me alegré de verle, de saber que estaba bien y con Silverio, los dos juntos, a salvo de la cuenta que a aquellas alturas seguía sumando como un grifo averiado, incapaz de cerrarse del todo, el número de los chicos de Antón Martín que habían muerto desde julio de 1936. Pero todavía me alegró más la fórmula con la que me presentó a aquella chica morena después de abrazarme.
—Mira, esta es Lourdes, mi mujer… —ella se adelantó y me dio dos besos, como si no fuera la primera vez que nos veíamos—. Y Manolita… Bueno, ya sabes quién es.
Había conocido a Julián mucho antes que a Silverio. Él fue el primer amigo que hizo Toñito en Madrid y durante años le había visto a diario, en el colegio Acevedo primero, y en la puerta de mi casa, cuando empezó a encargarse de los repartos de la lechería, después. Quizás por eso, al oír que daba por sentado que su mujer ya me conocía, capté en su voz un eco risueño, una hebra de complicidad que me excluía y sin embargo le vinculaba con ella, con su amigo, alrededor de mí. Al mirar a Silverio, le encontré sonriendo para el suelo con las mejillas ligeramente coloreadas, y comprendí que les había hablado de Porlier, de nuestras bodas, pero una vez más, la memoria de aquel noviazgo extraño, tan chapucero como la operación de la que había nacido, me tranquilizó en lugar de avergonzarme. Había empezado a sospechar qué significaba conservar el ánimo en aquel lugar, y aquel empeño iba a absorber todas mis capacidades.
La casa donde entramos no tenía puerta. Una tabla apoyada en la fachada debía servir para cerrarla cuando no había nadie dentro, pero entretanto sólo una cortina de una tela muy rara, de un color impreciso, entre el gris y el verde, la separaba de un camino que ni siquiera merecía ese nombre. Al entrar en su interior sentí sobre todo frío, la humedad penetrante del cemento fresco, ese olor tan triste, a musgo y tierra mojada, que perfuma los edificios en construcción. Era una habitación cuadrada y no muy grande, con una sola ventana que proporcionaba luz suficiente para vislumbrar un cable blanco, sujeto con clavos al techo de madera, del que colgaba en vano un casquillo desnudo y bailarín. El suelo estaba seco, misteriosamente mullido, e hizo un ruido pequeño, crujiente como el de las hojas secas, para quejarse de mis tacones. Al mirarlos, me asombró comprobar que se apoyaban en una especie de alfombra confeccionada con la misma tela que colgaba del hueco de la puerta, las lonas enceradas que cada semana llegaban a Cuelgamuros por docenas, envolviendo las varillas metálicas que se utilizaban para construir los pilares. Los presos las guardaban debajo de sus colchones hasta que a alguno le hacían falta, recortaban los bordes para que sus ángulos encajaran con las esquinas de cada chabola, y como eran largas pero estrechas, las empalmaban con un sistema muy ingenioso, abriendo en el borde de cada tira una hilera de agujeros rematados con arandelas corrientes, que se superponían para clavarlas en el suelo con piquetas de metal, igual que el suelo de una tienda de campaña. Las mismas piquetas recorrían los extremos de los muros para tensar un revestimiento de varias lonas superpuestas que aislaban los pies del frío y la humedad de la tierra.
—Adivina a quién se le ocurrió —me dijo Julián cuando me vio seguir con los ojos aquellas pintorescas costuras de clavos.
—Y porque no me hacen caso —Silverio me miró con un gesto de desánimo—, porque haciendo dobles los tabiques y forrando el interior con la misma lona, se aislarían muy bien las paredes, incluso el techo.
—Sí, hombre —su amigo se echó a reír—, pues no faltaba más, con lo que cuesta levantar una…
—Pues ya verás en invierno, cómo os acordáis de mí.
No te desanimes, Manolita. A pesar de que dos de las paredes y un tercio de otra estaban revocadas pero sin pintar, los ladrillos a la vista en el resto, la campana de la chimenea era larga, cónica y tan perfecta como el hogar, fabricado con tres hileras de ladrillos refractarios, muy bien dispuestos. A su alrededor, en el suelo, un zócalo de madera hecho con tablones iguales que los del techo, resultaba hasta bonito, porque alguien se había tomado el trabajo de biselarlos, en lugar de colocarlos en ángulo recto.
—Otro invento de Silverio —me aclaró Julián cuando estaba a punto de preguntar—, para que no prenda una chispa y se incendie la lona.
El fuego estaba encendido, y en una rejilla, sobre las brasas, había una cazuela que olía muy bien, a ajo, a pimentón y a tocino. Aparte de eso, el mobiliario consistía en una mesa pequeña, tres sillas muy viejas, el asiento de anea tan gastado que la paja asomaba por debajo como el flequillo tieso de una bruja, y una cama sin armazón de ninguna clase, un somier con cuatro patas y un colchón encima, pero tan bien hecha que una moneda habría podido surcarla de punta a punta sin tropezar en ninguna arruga, las mantas remetidas con tanto primor que me explicaron mejor que Silverio cómo era posible mantener el ánimo en aquella implacable y amorosa penuria.
—Pero pasa, siéntate, por favor… —Lourdes quitó una pila de ropa de una silla y la colocó sobre la cama—. Aquí, ven, cerca del fuego. Esto no es muy acogedor, que digamos, pero todavía no nos hemos mudado, ¿sabes?
—¿Y cómo es que has venido? —Julián se sentó frente a mí—. Le habrás dado a Silverio una buena sorpresa.
—Sí… Yo… Bueno… No… No sabía dónde… Y… —ya está bien, me dije a mí misma, y lo afirmé con la cabeza para soltar el resto de un tirón—. Mi hermana Isa está muy enferma. El clima de Madrid no le sienta bien, y estamos pensando en venirnos a vivir aquí.
Julián levantó en el aire el cuchillo con el que estaba a punto de cortar media barra de pan y me miró con la boca abierta, no tanto como su mujer, que soltó el cazo con el que removía el guiso para volverse hacia mí sin darse cuenta de que seguía dando vueltas hasta que el mango desapareció dentro de la cazuela. ¿Qué he dicho?, pensé, y busqué a Silverio con los ojos pero no le encontré, porque se había acuclillado ante el fuego sólo por darme la espalda.
—Bueno, esto… —Lourdes me miró como habría mirado a un novillo en la puerta del matadero—. Esto es muy duro, ¿sabes? Aquí no hay nada, ni agua, ni luz, ni alcantarillas, así que…
Pero Julián dejó escapar una carcajada a tiempo.
—Mira qué suerte, Manitas, que ocasión más buena vas a tener de aislar las paredes de una casa.
Silverio no se movió, no dijo una palabra, ni siquiera nos miró hasta que añadí algo más con la esperanza de que comprendiera que estaba hablando con él, para él, aunque me dirigiera a Julián en apariencia.
—Y el techo —no voy a desanimarme tan fácilmente—. Si él quiere…
Al escucharme se quedó quieto. Luego levantó la cabeza, se puso de pie y me miró como si de repente hubiera brotado una alambrada entre su cuerpo y el mío. Habíamos pasado juntos casi tres horas, pero hasta ese momento no volví a ver al hombre que sonreía para darme la bienvenida al locutorio de Porlier.
—Pero, no entiendo… ¡Coño! —Lourdes había intentado pescar el cazo con los dedos, se quemó, soltó el mango al mismo tiempo que el taco y volvió a intentarlo con un tenedor—. No entiendo nada, porque las lonas son demasiado estrechas y en una pared… ¿Cómo vas a clavar las piquetas?
—De ninguna manera —Julián volvió a reírse—. No lo va a hacer con piquetas. Va a atarlas, me lo ha explicado un montón de veces.
—Claro —Silverio se acercó a ella, muy animado, para devolverme el gesto, porque me estaba contando a mí lo que aparentaba explicarle a Lourdes—. Es el mismo sistema, los agujeros, las arandelas, pero en lugar de las piquetas se mantienen unidas con dos sogas entrecruzadas, igual que las velas de algunos barcos. En las cuatro esquinas se deja una arandela vacía para sujetarla a un gancho fijado con cemento al primer muro, se tensan bien y luego se levanta otra pared en paralelo. No es tan difícil.
—Anda que, lo que no se le ocurra a este hombre… —Lourdes me tendió un plato de judías blancas con tocino—. Ya verás qué ricas. Las ha hecho mi madre, que siempre se trae un saco cuando va a Turégano, a ver a una hermana que tengo casada allí.
Mientras la veía repartir el guiso en tres platos, me dije que tenía un nombre muy raro para ser hija de un rojo. No lo era, pero eso sólo me lo explicó después de decidir cómo íbamos a organizarnos, Silverio sentado en el suelo con un plato para él solo, Julián y ella frente a mí, compartiendo una ración que no llegaba al doble de las demás, y yo con plato y una silla propios, porque para eso eres la invitada y ni se te ocurra llevarme la contraria, me advirtió con el dedo levantado.
—Mi padre está aquí con un contrato de la empresa encargada de las obras del monasterio. Tenía un taller metalúrgico en La Granja, y hace un par de años, cuando pidieron herreros, nos vinimos de allí. Vivimos en la colonia de abajo, ¿la has visto?
Negué con la cabeza mientras deducía de la sonrisa de su marido, la sorna con la que se quedó mirándola, los motivos que la habían impulsado a escoger un eufemismo tan laborioso, y hasta la discusión que iba a provocar.
—En la colonia de los hombres libres —al escuchar ese nombre, Lourdes estudió la cuchara con tanta concentración como si estuviera leyendo un mensaje escrito en ella—. Se llama así, ¿no?
—Sí, la llaman así —hasta que vació su contenido y se la pasó a Julián, como si de pronto hubiera perdido el apetito—, pero es un nombre muy feo.
—No estoy de acuerdo —Silverio discrepó desde el suelo—. A mí me parece un nombre bonito.
—Bueno, no empecemos…
—Si la que empieza siempre eres tú, Lourdes —Julián volvió a mirarla, a sonreír con una expresión distinta, tierna y melancólica, amorosa, pero un poco triste también—. Estar libre no es ninguna deshonra, sino una cosa estupenda. Ojalá estuviéramos libres nosotros —llenó la cuchara, la acercó a su boca y golpeó con la punta sus labios cerrados hasta que consiguió que sonriera—. Come, anda, que estás muy malcriada…
El suegro de Julián habría preferido que su hija no se enamorara de un preso, porque él siempre había sido gente de orden y su ideología política se reducía a que el gobierno de turno garantizara la paz, el trabajo que a él nunca le había faltado. Casado con una católica ferviente que había bautizado a sus tres hijas, Fátima, Guadalupe y Lourdes, con nombres de vírgenes célebres y milagrosas, no se había movido de La Granja en su vida, y desde allí, donde el triunfo del golpe de Estado del 36 había aislado su vida de los horrores de una guerra lejana, había seguido con alegría los avances del ejército franquista, abanderado del nuevo orden que iba a devolverle a España la paz y el trabajo. Con esa convicción había llegado a Cuelgamuros, dispuesto a dar lo mejor de sí mismo por el salvador de la patria.
—Hasta que se calló —su hija lo recordó en voz alta mientras yo descubría lo ricas que estaban las judías que hacía su madre—. Ahora ya no habla de Franco. Sólo cuenta los días que le faltan para marcharse de aquí.
El padre de Lourdes era una persona de orden. Por eso no aprobaba que dos hombres que hacían el mismo trabajo no cobraran el mismo sueldo. Ni que a los presos les descontaran, en concepto de alojamiento y manutención, las cuatro quintas partes de un jornal que no llegaba a la mitad del mío. Ni que el precio de la comida que les daban, legumbres, patatas y arroz, jamás huevos, ni carne, ni fruta, ni pescado, representara una mínima parte de esas dos pesetas diarias por hombre y día con las que más de uno se estaba forrando. Ni que los obreros penados tuvieran que comprarlo todo, tabaco, papel de carta, medicinas o un par de alpargatas nuevas, a través de guardias y capataces que les cobraban lo que les daba la gana para forrarse ellos también. Ni que los picadores que perforaban una montaña con cartuchos de dinamita y un simple pico, trabajaran las mismas horas que los demás, sin huecos de ventilación ni rutas de emergencia. Ni que las mujeres de los presos criaran a sus hijos en chabolas construidas a toda prisa al borde de un barranco, en condiciones semejantes a las madrigueras de los animales. En Cuelgamuros, el padre de Lourdes dejó de entender, de aprobar tantas cosas que su concepto del orden se hizo más complejo en la misma medida en que su ideología política se simplificaba para resumirse en un único punto. Si son peligrosos, que los metan en la cárcel, y si no lo son, que les paguen por su trabajo y les dejen vivir como personas.
Cuando su hija menor le escuchó repetir aquella frase media docena de veces, dejó de mantener su noviazgo en secreto. Todas las noches, poco después de las nueve, Julián iba a buscarla a la puerta de su casa y paseaba con ella hasta que sonaban las sirenas que obligaban a los presos a volver a sus barracones para estar acostados antes de que se apagaran las luces. Su madre se disgustó mucho, porque había planeado casar a Lourdes con un cuñado de su hermana Lupe, la que vivía en Turégano, pero una noche de invierno, cuando estaba empezando a nevar, su marido salió a la puerta y le dijo a Julián que entrara. Era su jefe desde hacía más de un año, había visto cómo miraba a su hija, cómo sonreía ella al pasar a su lado cuando bajaba a la obra a llevarle la comida y cómo se las arreglaban para cruzar un par de frases a la menor ocasión. También sabía que era un buen chico, así que sólo le hizo una pregunta que no era la que él esperaba. Al padre de Lourdes no le inquietaban las intenciones con las que cortejaba a su hija, sino cómo era posible que teniendo su familia una lechería en Madrid, un negocio suficiente para vivir con holgura, se le hubiera ocurrido hacerse republicano.
—¿Republicano? —pregunté, muy sorprendida.
—Sí —Lourdes se echó a reír—. Es que le hemos dicho que Julián era de Azaña, así que cuando le conozcas, ándate con ojo, porque como se entere de que es anarquista, para qué queremos más…
—Vete a saber —su marido le llevó la contraria con suavidad—. Tu padre es un buen hombre.
En aquella comida aprendí muchas cosas, pero la más importante fue que acababa de arribar a un mundo extraño, como un islote que se hubiera desprendido de la tierra firme para navegar a la deriva, una comunidad donde las cosas no eran lo que parecían y que tampoco se parecía a ningún otro lugar donde yo hubiera estado antes. Cuelgamuros era un rompecabezas defectuoso, formado por demasiadas piezas que nunca encajarían por más que las hubieran acoplado a martillazos para fundar en el mismo espacio una cárcel y una obra pública, un campo de trabajos forzados y una oportunidad de escapar de la miseria, un proyecto de reeducación que funcionaba en más direcciones de las previstas y un negocio redondo para empresarios bien relacionados, un monumento al fascismo y un nido de antifascistas que trabajaban hombro con hombro con quienes, como el padre de Lourdes, habían acudido a la llamada de su Caudillo con el corazón atiborrado de propaganda y de gratitud, buenos hombres que no habían sido de los nuestros, pero que en muchos casos tampoco eran ya exactamente de los suyos.
Cuelgamuros tenía sus propias reglas, distintas de las elaboradas por el Patronato de Redención de Penas, y las mujeres de los presos no cabían en ninguna, pero estaban allí desde el verano de 1942, cuando una chica que llegó en el autobús de las visitas, plantó una tienda de campaña en el monte, frente al barracón donde dormía su marido, y se negó a marcharse. El Cuelgamuros de las mujeres también era un poblado complejo, con normas propias y dos versiones, la colonia de los hombres libres, casas humildes pero bien construidas, situadas cerca de una fuente de agua potable y de un lavadero, provistas de cocinas de carbón y luz eléctrica desde la puesta del sol hasta las once de la noche, y lo que se llamaba el campamento por llamarlo de alguna manera, un puñado de casuchas que apenas tenían cuatro paredes y un techo. Allí, por no haber, ni siquiera había cimientos, y sin embargo, en cada anochecer se llenaban de muchas cosas, tantas que compensaban el vacío que dejaban los hombres al marcharse.
—Yo estoy en medio —me explicó Lourdes, mientras comía con Julián de un solo plato, una sola cuchara que usaron por turnos equilibrados al principio, después, cuando ya se podían contar las judías que flotaban sobre la loza, más parcos y tramposos, porque él tomaba las legumbres de una en una, y ella las alternaba con cucharadas de caldo—, con un pie en la colonia y otro aquí. Cuando esto esté mejor, me gustaría mudarme, pero de momento, duermo abajo y vengo sólo por las tardes, y los domingos, claro, aunque siempre podré irme a casa de mis padres cuando empiecen las heladas, y traerme de allí la comida y el pan. Pero las que no pueden hacer eso lo pasan fatal, sobre todo en invierno. Lo aguantan, claro, porque sus pueblos están muy lejos. Si no se hubieran venido, nunca verían a sus maridos, pero tú vives a dos pasos…
—Ya, pero mi vida en Madrid también es dura —al decirlo, sonreí sin saber por qué—. No tengo muchas cosas que echar de menos.
No tendría muchas, sino muchísimas, buenas y hasta malas, la gente, las aceras, el bullicio, las tiendas, el alumbrado, el ruido, los lavabos, los grifos, los serenos, los carros de los basureros, las terrazas, los bares, los escaparates, los mercados, los teléfonos, el metro… Todo eso me iba a faltar pero en ese momento no lo creí, porque ya no tenía frío, porque podía hablar con Lourdes como si fuera una vieja conocida de Porlier, porque su compañía, la de Julián, habían disipado mi confusión, aquella mezcla de miedo y de vergüenza que ya no me impedía mirar a Silverio y a él le permitió mantener sus ojos en los míos mientras me hablaba.
—De todas formas, en verano da gusto vivir aquí. No hace demasiado calor, refresca por las noches y hay muchas pozas para lavar, y para bañarse. A tu hermana le sentará bien.
—Sí, seguro que se le abre el apetito.
Después de decir eso, Julián nos miró, miró hacia la cama y volvió a mirarnos, pero fue su mujer quien nos señaló un camino para dejarlos solos.
—Bueno, pues ya que estás tan decidida… ¿Le has enseñado tu sitio a Manolita, Silverio? —él negó con la cabeza y ella empezó a recoger los platos—. Llévala ahora, todavía tenéis tiempo. Yo voy a avisar a Mariluz, para que se lo explique todo cuando bajéis…
Porque antes había que subir, dejar atrás las últimas casas, coronar una cuesta suave pero muy larga, subir todavía más para bordear por la izquierda un peñón de granito, y seguir subiendo. El último repecho era el peor, porque ascendía muchos metros en muy poca distancia, y aunque alguien había labrado la roca para crear una serie de espacios donde poner los pies, aquellos peldaños eran demasiado toscos e irregulares como para considerarlos una escalera. La recompensa, a cambio, era espectacular.
—Todos los domingos, después de comer, subo hasta aquí —Silverio miró a su alrededor y abrió los brazos—. Es lo más parecido a estar libre que he sentido en cinco años.
Una pared rocosa, ligeramente cóncava y no tan alta como para tapar el sol del mediodía, le daba la espalda al norte para abrigar una pradera natural donde había crecido una milagrosa encina rodeada de pinos. Desde allí, sólo se veía la inmensidad del cielo, las montañas, y a lo lejos, las obras de la basílica, tan diminutas e inocentes como un juego de construcciones. Las rocas que se habían desprendido del monte habían sido acarreadas para levantar un muro que ocultaba los tejados del campamento aunque estuvieran muy cerca, justo debajo de nosotros. Aquel era el sitio de Silverio, y era muy hermoso.
—Antes de que empezaran a construir el monasterio, al principio de todo, el jefe del puesto de la Guardia Civil de El Escorial vino por aquí. Le habían encargado que buscara un sitio alto, llano, para instalar una torre de transmisiones, y como debía de ser bastante bruto, decidió que este era perfecto —hizo una pausa para mirarme, y me di cuenta de que estaba esperando a que me riera, pero no pude complacerle porque no entendía el chiste—. Una torre de transmisiones aquí, ¿te das cuenta?, con ese pedazo de peña ahí encima… Total, que limpiaron el terreno, hicieron la tapia y empezaron la obra, pero enseguida llegaron las constructoras y los ingenieros pararon aquel disparate. Al final, pusieron la antena en ese cerro, ¿lo ves? —seguí la dirección de su índice para descubrir a mi espalda una torre de metal en una cota despejada, más alta que el lugar donde estábamos, y ante ella, a un soldado que debía estar viéndonos tan bien como nosotros le veíamos a él—. Por eso, la escalera está a medio hacer, sin embargo…
Le seguí hasta una pequeña calva y descubrí que el suelo allí era gris. Pensé que era roca, pero Silverio limpió una esquina de la mezcla de pinaza y tierra que lo había cubierto con el tiempo para mostrarme un agujero redondo, profundo, con una expresión de júbilo a la que tampoco supe cómo responder.
—¿Lo ves?
—Sí —asentí con la cabeza sólo para moverla en sentido contrario un instante después—. Lo veo, Silverio, pero no te entiendo. Es que yo… Yo también debo ser bastante bruta, ¿sabes?, y no sé nada de antenas, ni eso.
—Esto es hormigón, Manolita —lo golpeó con el tacón de su bota, como si quisiera probarme su dureza—, y las perforaciones son los huecos para los pilares, con sus esperas y todo. Llegaron a cimentar, ¿lo entiendes? —volví a asentir sólo por no darle un disgusto—. Aquí arriba se podría hacer una casa de verdad, mucho mejor, más sólida que las de abajo…
Después de decir eso, siguió hablando. Durante más de media hora habló y habló sin tropezarse en ninguna palabra, moviéndose alrededor de aquel suelo de hormigón como si bailara al ritmo de una música que sonaba sólo en su cabeza para impulsarle a abrir las manos, a mover los brazos, a girar alrededor de sus talones mientras sus dedos levantaban en el aire las cuatro esquinas de una casa imaginaria. Yo, sentada en una piedra, le miraba, le escuchaba como una niña boba o muy pequeña escucharía un cuento de hadas, iba la lechera al mercado con un cántaro de leche, hasta que la misma música, una melodía enigmática, muda y armoniosa, brotó dentro de mí. No tenía ni idea de lo que significaban las palabras que iba diciendo, pesos, arrastres, estructuras, troncos de árbol en lugar de vigas de hierro, y por aquí, y por allí, ¿lo ves?, me decía, ¿lo ves?, pero asentía con la boca abierta hasta que lo vi, empecé a verlo y ni siquiera sabía lo que estaba viendo, pero lo vi. Sucumbí al delirio benéfico y templado que levantaba del suelo los pies de aquel chico tan inteligente que lo tenía todo pensado, tan paciente que había analizado los problemas muchas veces, tan habilidoso que había hallado más de una solución para cada uno, hasta que a mí también me entraron ganas de bailar. Por eso me levanté, me acerqué a él como si hubiera contagiado su ingravidez a mis piernas, y me volqué entera en cada punto que señalaba, el cielo, el suelo, el viento del norte, y la lechera caminaba hacia el mercado por un camino liso, cada vez más llano, porque Silverio fulminaba, una por una, las piedras en las que mis pies no tropezarían, y esto ya lo he hablado con uno de los aparejadores de abajo, y el padre de Lourdes opina que sí aguantaría, y un capataz me dijo que le parecía asombroso que nunca hubiera estudiado nada de esto, pero es que él nunca ha estado preso, claro, no sabe la cantidad de tiempo que tenemos los presos para pensar…
Lo que más me asombró aquella tarde no fue aquel proyecto, ni siquiera el talento de Silverio, su seguridad, el aplomo con el que dibujaba muros en el aire. Lo más asombroso para mí fue sentir que nadie, ni siquiera Dios, tenía poder para apretar, para ahogarme, mientras estuviera con él allí arriba. No tenía mucho donde comparar, no había sido feliz demasiadas veces en mi vida, pero en la casa imaginaria que habité durante treinta, quizás cuarenta minutos, lo fui tanto, tan completamente, que la sensación llegó a marearme.
—Y si este sitio es tan maravilloso —le pregunté cuando aún podía recelar de mi suerte—, ¿cómo es que nadie se ha hecho una casa aquí?
—Porque no saben. No tienen imaginación, no confían en sí mismos y no han leído Robinsón Crusoe —en aquel momento, nuestras cabezas estaban tan cerca que creí que iba a besarme—. ¿Tú has leído Robinsón Crusoe?
—No. Sólo los Episodios Nacionales, algunos muchas veces.
—Da igual —entonces me besó.
Mientras sus labios se posaban en los míos, sonó una sirena en algún lugar, por debajo de nuestros pies. Parecía un signo del universo, un clamor de la tierra que se resquebrajaba de emoción, pero era sólo el aviso de que los autobuses para Madrid saldrían media hora después, la señal de que el hombre al que estaba besando era un preso, el lugar donde nos besábamos, una colonia penitenciaria, y sin embargo, ni siquiera aquella oscura evidencia logró arruinar lo que me estaba pasando.
—Tenemos que irnos pitando —aún me abrazaba y me besó en los labios otra vez—, o te vas a quedar aquí antes de tiempo.
—Hay que ver —murmuré, mientras mis brazos se resignaban a soltarle.
—¿Qué?
—No, nada, nada…
Hay que ver lo mal que atino con el tiempo, era la frase que había estado a punto de escapar de mis labios antes de que descubriera que bajar por aquel simulacro de escalera era mucho peor que subirla.
—¿Y aquí no podrías poner una barandilla?
Se rio y estuve a punto de resbalar al escucharle. No me contestó porque controlaba los tiempos mucho mejor que yo y sabía que no teníamos plazo ni para eso. Bajamos la cuesta muy deprisa, y apenas se detuvo cuando una mujer salió a nuestro encuentro. Era muy bajita, tan menuda que de lejos parecía una niña de doce años, pero a pesar de su aspecto, y de que su edad rozaba a duras penas una década más de la que aparentaba, ella había sido la pionera, la novia que llegó un domingo en el autocar con una vieja tienda de camuflaje, y la plantó en el monte, y allí se quedó. No voy a marcharme, le dijo con una sonrisa al capataz que había subido con la intención de echarla, y él se quedó tan perplejo que no halló una manera de llevarle la contraria. Desde entonces era la encargada de las mujeres, no tanto una jefa como una experta en vivir en Cuelgamuros.
—Manolita, ¿verdad? —su casa estaba pintada de blanco y una hilera de macetas de geranios adornaban la fachada como un zócalo de llamas rojas y rizadas—. Yo soy Mariluz, bienvenida.
—Muchas gracias —le tendí la mano pero ella me cogió de los hombros para plantarme dos besos, igual que había hecho Lourdes antes—. Qué…
—Nada —Silverio me interrumpió antes de que pudiera alabar sus flores—. Ve contándoselo por el camino porque si no, va a perder la camioneta.
Cuando llegamos abajo, atravesó la explanada corriendo para pedirle al conductor que me esperara. Yo le seguí tan deprisa como me lo consintieron los tacones y me monté en el autocar con el motor ya en marcha. Sólo entonces me acordé del paquete que llevaba en el bolso, y lo busqué para tirarlo por la ventana de la primera fila de asientos.
—Es un bocadillo de queso —le grité a Silverio—. Me lo había traído para comer, por si no querías saber nada…
Él se agachó para recogerlo, y mientras el conductor empezaba a dar la vuelta, sonrió y gritó a su vez.
—Confía en mí, Manolita.
Una hilera de sonrisas me escoltó y me bendijo al mismo tiempo hasta que gané el fondo del autocar. Todas las mujeres sentadas cerca de aquella ventanilla y las que mejor oído tenían entre las demás, celebraron nuestra despedida con la misma complicidad, a medias romántica, a medias maternal, que yo había recibido y entregado tantas veces en las colas de las cárceles. Como había llegado tan tarde, tuve que ocupar el peor sitio, en el centro de la última fila, a la derecha de una anciana tan flaca que me dio miedo aplastarla en una curva, a la izquierda de una campesina colorada y lo suficientemente gorda como para aplastarme a mí sin pretenderlo, pero cuando cerré los ojos y acomodé la nuca en el borde del respaldo, me quedé dormida casi en el acto. Antes de que la espuma sonrosada de una fatiga tibia y confortable triunfara sobre el último resquicio de la vigilia, pensé que todo aquello era un disparate, una locura, una fantasía sin pies ni cabeza hecha a la medida de la chica más ridícula y tontorrona del mundo, porque sólo a ella, a mí, se le ocurriría la barbaridad que estaba a punto de hacer, dejar un trabajo fijo, un piso ruinoso pero medianamente confortable, una ciudad grande y llena de oportunidades, para irse a vivir al pico de un monte. Ese pensamiento, lejos de inquietarme, me arrulló como una nana infantil, una canción familiar, mil veces repetida. En el verano de 1941 había tenido tiempo para aprenderme de memoria todos los versos de aquella letanía y a no hacerles ni caso, así que sólo volví a abrir los ojos cuando la mujer gorda y la anciana flaca entre las que me había encajado, se levantaron para bajarse en Moncloa.
—¿Qué tal te ha ido? —cuando llegué a casa, María Pilar sonrió, sin sospechar la efímera condición de su alegría.
—Muy bien, pero tenemos que hablar de dinero.
La cola de los paquetes no había cambiado. Ante la fachada trasera de la cárcel de Porlier, una pequeña multitud de desconocidas avanzaba despacio con una caja de cartón entre las manos, la misma gama de actitudes, de expresiones, que yo había visto en otros rostros cada tarde, mientras fui la Manolita, una más entre todas. Jóvenes y maduras, alguna anciana, alguna niña, las menos caminaban con la vista fija en una acera que tenía el ingrato don de reflejar las preocupaciones como un espejo. Las demás seguían hablando como cotorras, intercambiando recetas, direcciones, remedios caseros, tú abrígale bien, ponle tres mantas encima y que lo sude… El funcionario que atendía detrás de la ventanilla tampoco había cambiado. Su bigote seguía siendo igual de negro, sus dientes tan amarillos como cuando me cacheó por primera vez. No te desanimes, Manolita.
—Nombre —ni siquiera me miró mientras hacía una nueva rayita en el libro de actas que usaba como inventario.
—No, yo no traigo ningún paquete —levantó la cabeza, las cejas fruncidas de extrañeza—. He venido a hablar con usted. ¿Se acuerda de mí?
Me miró con más atención, sin atreverse a avanzar una respuesta, y me apresuré a ponérselo fácil.
—Yo me casé aquí dos veces, en 1941, con un preso que se llama Silverio Aguado Guzmán, aunque todos le llamaban el Manitas porque es muy habilidoso. ¿De él sí se acuerda?
Hice una pausa para mirarle y me estrellé con un gesto de piedra, un rostro tan inexpresivo como una máscara, pero Mariluz también me había prevenido contra eso. A algunos no les gusta que se lo recuerden, porque tienen miedo. Están pringados en un asunto ilegal y no se fían de nadie, pero si el que te toca es de esos, baja la voz y explícate deprisa. En cuanto oiga hablar de dinero, ya verás cómo cambian las cosas.
—Ahora está en Cuelgamuros y me gustaría irme a vivir allí, con él. Sé que el capellán hace muchas obras de caridad, y si pudiera hacerme un certificado de matrimonio, yo haría una donación —volví a mirarle para comprobar que Mariluz tenía razón—. Pagaría lo que me pidiera, puede usted estar seguro.
—Espera por aquí cerca —respondió en un susurro—. Cuando se acabe la cola, hablamos.
Quedaban siete mujeres y calculé que no tendría que esperar más de un cuarto de hora, pero cuando volví al mostrador, negó con la cabeza.
—En Padilla esquina con Torrijos hay una taberna con azulejos en la fachada —murmuró antes de cerrar la ventanilla—. Espérame allí, no tardo nada.
Estuve casi media hora sentada en un banco hasta que le vi aparecer, vestido de paisano y mucho más tranquilo, casi sonriente.
—¿Por qué no has entrado? Aquí hace frío.
—Bueno, yo… No estoy acostumbrada a entrar sola en los bares, ¿sabe? Además, no tengo sed, ni dinero para gastarlo alegremente.
—Pues eso es un problema, porque lo que quieres no sale barato… Entra, anda. Yo voy a tomarme una cerveza, tú puedes pedir un vaso de agua.
Nos sentamos en una mesa del fondo, lejos de la ventana, y todavía me preguntó de parte de quién venía. Cuando pronuncié el nombre de Mariluz, asintió con la cabeza, y me informó de unas condiciones que ya conocía, con una sola excepción que valía diez duros.
—Pero Mariluz me dijo… —él no me dejó acabar la frase.
—Ya, pero desde que nos mandó a la última, han pasado casi seis meses y el precio ha subido. Está todo por las nubes, ya sabes.
Era un trato sencillo. Por ochocientas pesetas, una cantidad que en mi caso representaba el sueldo de casi ocho meses, él me entregaría un Libro de Familia auténtico, relleno fraudulentamente con mis datos y los del que sería mi marido por obra y gracia de la firma que el capellán de la cárcel estamparía en la página correspondiente.
—Las partidas de nacimiento te las puedes ahorrar —sonrió con la misma condescendencia casi paternal con la que me había animado a pedir un vaso de agua—, porque, total, con que me apuntes en un papel los datos de los dos y qué día queréis que ponga que os habéis casado… El lunes que viene, aquí mismo, a las siete en punto, me traes ese papel y treinta duros de señal. Por menos de eso, el páter no descuelga el teléfono, así que no te descuides.
Confía en mí y no te desanimes, Manolita… Me marché a casa andando, más por ahorrarme el metro que para seguir el ritmo de la lechera del cuento, y no tropecé con ninguna piedra. El reencuentro de mi boca con la de Silverio, tan breve, tan leve, tan emocionante, me había devuelto a aquella ansiedad que no conocía antes de besarle por primera vez. Entre dos besos, había llegado a olvidar que la naturaleza de la ambición es la insaciabilidad, desear más, siempre más, temer cada vez más lo que más se desea. Aquel abismo rojizo, absorbente, se extendió sobre las calles como una alfombra de colores intensos, una marea espesa que me llamaba, y me asustaba, y volvía a llamarme, susurrando mi nombre como la fórmula de una promesa incumplida mientras yo avanzaba haciendo equilibrios sobre la punta de un pie. Frente a ese vértigo hirviente, frente al hielo que lo acechaba, ochocientas pesetas no eran nada, un poco de dinero solamente. Y al llegar a casa con los pies dos veces machacados, por los tacones del día anterior y por el peso del cántaro que había paseado por medio Madrid, reproduje para María Pilar un cálculo poderoso, la compleja secuencia aritmética que iba a permitirme triunfar, comprar una casa con las ganancias de unos litros de leche.
—Yo tengo ahorrados casi diez duros y le puedo pedir a la encargada un anticipo de veinte más sobre el sueldo de marzo. Con eso, y unas pesetas que pida prestadas, tengo para la señal. No podré ayudarla con los gastos de la casa, pero como ahora usted trabaja y gana más que yo, si reduzco mis gastos al precio del autobús de los domingos, y no me compro nada, y voy y vengo andando al trabajo todos los días, podré ahorrarme casi entero el sueldo de abril. Eso haría, en total, unas doscientas sesenta, con suerte doscientas setenta pesetas. Si usted me prestara un poco del dinero que le han pagado por redimir pena, llegaríamos a las trescientas, y todavía podría trabajar en mayo, por lo menos un par de semanas. Con eso, y lo que me liquiden…
—Te seguirían faltando casi quinientas —concluyó ella—, casi el doble de lo que tendrás si haces todo eso que dices.
—Sí —admití, con un buen humor para el que no tenía motivo—. Esas también voy a tener que pedirlas prestadas.
—¿Y quién te va a prestar a ti quinientas pesetas, criatura?
Era una buena pregunta. Tan buena que cuatro días después, antes de apoyar el dedo en el timbre de la puerta de Eladia, el Sagrado Corazón de Jesús que coronaba la mirilla desde un óvalo esmaltado en colores feos, chillones, me miró con los ojos de mi madrastra, y casi pude ver su altiva sonrisa de gran señora de pacotilla en la mansedumbre de los labios rosados, perfilados y llenos como los de una muñeca, que brillaban más de la cuenta en aquel mal retrato de un hombre barbudo.
—Ya he hablado con ella —la tarde anterior, al salir del trabajo, me encontré a la Palmera en la puerta del obrador—. Ve a verla mañana a estas horas, pero no tardes, que luego tiene que hacer.
Eladia seguía viviendo a dos pasos del tablao, en el mismo piso que había compartido con Toñito. No quería hacerla esperar, así que hice un dispendio y cogí el metro hasta Sol, pero para recorrer los dos pasos mal contados que separaban la calle Carretas de la de la Victoria, tuve que imponer mi voluntad a la de mis nervios, que estrujaban mi estómago como las manos de una lavandera experta retorcerían una sábana recién lavada. Bobadas, había dicho Paco muy tranquilo, en la merienda de emergencia a la que había invitado también a Rita, le pides el dinero a tu cuñada, y andando… Aquella palabra me extrañó tanto que le pregunté a quién se refería. Él me contestó con otra pregunta, ¿cuántas cuñadas tienes tú, a ver?, y mientras me explicaba que Eladia era la estrella del espectáculo, la que ganaba más y la que gastaba menos, porque sólo salía de casa para ir a trabajar o a Yeserías, intenté hacerme a la idea de aquel parentesco. El viernes, cuando llamé al timbre de su puerta, no lo había logrado todavía.
Si en el mundo existían dos clases de mujeres, las que podían entrar en una cárcel para acostarse con un preso sin desentonar, y las que no, la novia de Toñito y yo seguíamos estando en los extremos opuestos del planeta. Más allá de la República, de la guerra, de la derrota y hasta de aquel uniforme de miliciana que le sentaba tan bien como los trajes de faralaes, quinientas pesetas seguían siendo un dineral y Eladia, la diosa plebeya que reventaba cada tarde las aceras de la calle Santa Isabel, un modelo de perfección tan inalcanzable que no admitía imitaciones. Si hubiera tenido algo que apostar, me lo habría jugado a que saldría de aquella casa con las manos vacías y habría perdido. Cuando me abrió la puerta estaba recién peinada, maquillada y vestida como si la hubiera sorprendido a punto de salir, pero era la misma mujer que cinco años antes había venido a decirme, con la cara lavada y un pañuelo en la cabeza, que mi hermano estaba bien porque estaba con ella.
—Entra, corre, no tenemos mucho tiempo…
No se paró a besarme. No me dio un abrazo, ni me preguntó cómo estaba, ni me dijo que se alegraba de verme pero eso no me sorprendió, porque Eladia siempre sería Eladia, tan tierna como el borde de un adoquín. Y sin embargo, algo en ella, por encima de la fugaz sonrisa de sus labios pintados o el decidido repiqueteo de sus tacones sobre las baldosas, me transmitió sin palabras el calor de una bienvenida.
Antes de entrar en su dormitorio, se volvió a mirarme y me di cuenta de que estaba nerviosa. Después, sin perder un segundo, abrió el armario, apartó las perchas con las dos manos y sacó una pequeña caja de caudales de su escondite. Ese era el objeto de mi visita y la solución a todos mis problemas, pero ni siquiera me volví a mirar qué hacía con ella. Oí a mis espaldas el tintinear de un llavero, el chasquido de una lengua de metal que encajaba en el hueco de una cerradura, el ruido que hizo al girar hasta que los vástagos que sostenían la tapa se movieron dentro de sus bisagras, pero no vi nada de eso. Una manga larga de tejido desgastado, su color ya impreciso por el paso del tiempo pero tan familiar, tan inconfundible como la voz de un ser querido que ha estado ausente muchos años, me reclamó desde una percha. Me acerqué un poco y tiré del puño para contemplar el resto de la prenda, una blusa abierta que dejaba ver unos pantalones del mismo color, doblados con cuidado sobre el travesaño. Alrededor del gancho, un pañuelo rojo abrigaba el cuello de madera igual que habría adornado alguna vez el de una mujer, pero incluso sin la minuciosa perfección de ese detalle, habría identificado sin vacilar lo que estaba viendo, un error monstruoso, peligroso, tan imposible como si la Tierra se hubiera desprendido de su eje para empezar a girar al revés, a su aire. Era un uniforme de miliciana, y los ojos de aquel Cristo tan feo que había en la puerta, me miraron a su través para hacerme tiritar de frío y de calor, mientras mis dedos lo tocaban con el mismo respeto, el mismo temor con el que habrían tocado una mortaja.
—Deja eso, por favor…
Eladia los desprendió con suavidad, volvió a colocar la manga en su sitio y la acarició, como si cubriera el brazo de una persona, antes de empujar la percha hacia el fondo. Al mirarla, comprendí que aquella ropa estaba allí por alguna razón, y que esa misma razón era la que temblaba en sus ojos.
—Lo siento —ni siquiera sabía lo que sentía, ni por qué mis ojos temblaban como los suyos—. Lo siento mucho, yo…
—No pasa nada —su voz, dulce como nunca, volvió a ser la de siempre cuando cerró el armario—. Ven, anda, vamos a acabar con esto.
La caja de caudales estaba abierta sobre la cama, junto a un fajo de billetes manoseados, de distintos valores. Me parecieron demasiados, pero ella me cogió una mano para ponerlos encima y apretó con las suyas para cerrar mis dedos a su alrededor.
—Toma, ochocientas pesetas. Eso es lo que cuesta, ¿no?
—Sí, pero… Esto es mucho dinero, Eladia, yo sólo necesito quinientas, lo demás…
—Ya —sonrió mientras negaba con la cabeza—. Ya me lo ha contado Paco, que vas a ir andando a todas partes, que no te vas a comprar ni un triste par de medias y que vas a hacer huelga de hambre… Pero así y todo, necesitarás una cama, ¿no? Una mesa, dos o tres sillas, sábanas, mantas y cacharros para guisar. Porque si no comes durante mucho tiempo, te vas a morir, y si te mueres, ya me contarás tú para qué habrá servido todo esto —entonces sonreí yo—. Cógelo, Manolita, no es más que dinero, una mierda… Ya me gustaría a mí que en Yeserías hubiera un cura tan sinvergüenza como el de Porlier, que me casara todos los meses con tu hermano.
Después de decirlo, como si no hubiera nada más que añadir, cerró la caja y volvió a meterla en el armario. No había tenido tiempo de darle las gracias cuando sonó el timbre.
—¡Hostia! —durante un instante se quedó tan paralizada como si hubiera olvidado hasta la manera de respirar—. Será cabrón…
Volvió hacia mí una cara tan blanca como si la sangre hubiera salido huyendo despavorida de sus mejillas, las mandíbulas a cambio apretadas, tan firmes como si fueran de piedra.
—¿Se me ha corrido la pintura de los ojos?
Negué con la cabeza mientras se daba unos golpecitos en los pómulos con las yemas de los dedos hasta que el timbre volvió a sonar, esta vez con más impaciencia, un timbrazo largo al que contestó con un grito después de asomarse a la puerta.
—¡Voooy!
Se acercó a mí, me besó en la mejilla y salió al pasillo a toda prisa para darme instrucciones en un susurro frenético y sereno a la vez, como si su cabeza circulara en una dirección opuesta a la que marcaban sus pies.
—Tú ahora te callas, ¿entendido? Me dejas hablar a mí, me sigues la corriente sin poner caras raras, das las buenas tardes y te esfumas.
Cuando ya había descorrido el cerrojo, se volvió a mirarme durante un segundo, el plazo que necesité para asentir con la cabeza. Luego abrió la puerta y me dejó ver a un hombre inmenso, tan alto que tuve que levantar la barbilla para mirarle a la cara. Su ceño fruncido me persuadió de que me convenía volver a bajarla, y mantuve los ojos fijos en sus descomunales zapatos mientras Eladia sacaba de alguna parte una voz cantarina que no logró encubrir del todo su nerviosismo.
—¡Alfonso! Pero… ¿son ya las siete? ¡Qué barbaridad! Se me ha pasado el tiempo volando. Pasa, por favor, no te quedes ahí —retrocedió unos pasos para franquear la entrada a aquel coloso y me puso una mano en el hombro como si quisiera anunciarme que estaba a punto de entrar en escena—. Esta es Milagros, una costurera que vive aquí al lado. Me está haciendo un traje y ha venido a tomarme las medidas, ¿sabes?
—Mucho gusto —me limité a decir para que él correspondiera con un simple movimiento de cabeza—. Yo ya me voy, Eladia, gracias por todo.
—De nada —me tendió la mano y se la estreché como si acabara de conocerla—. Llámame para la prueba, ¿quieres? Y si te hace falta volver, por lo que sea, déjame recado en la portería.
Mientras salía al descansillo, sentí su mano abierta sobre mi espalda. Las yemas de sus dedos me apretaron ligeramente para esbozar una caricia ambigua, que pretendía echarme de allí pero también protegerme de lo que fuera a pasar detrás de aquella puerta, en unos dominios donde el Cristo que reinaba sobre la mirilla carecía de jurisdicción. Bajé la escalera corriendo, como si escapara de un peligro sin nombre, y al llegar al portal cerré los ojos para respirar el aire de una noche de invierno. La peste del cubo de la basura se mezclaba con el humo de los coches y el lejano tufo de una freiduría para elaborar un aroma cotidiano que siempre me había resultado desagradable. En aquel momento me pareció tan perfumado y balsámico como los vapores de un jarabe medicinal, pero la sensación de peligro no se disipó, el miedo tampoco. El corazón me galopaba en el pecho a un ritmo desenfrenado, más inquietante aún porque era absurdo, incomprensible su agitación en aquel portal iluminado, tranquilo, donde no me acechaba enemigo alguno. Quizás por eso aquel tumulto de latidos no se detuvo cuando salí a la calle. Me acompañó hasta la Puerta del Sol, retumbó entre mis costillas mientras cruzaba la plaza y apenas cedió a las cuchilladas del viento de la sierra que me escoltó de vuelta a casa.
Mi corazón sabía más que yo. Había visto lo que yo no supe ver, había interpretado lo que yo no comprendía, y aunque no quiso compartir su sabiduría conmigo, era mi corazón y no podía ignorarle. Él decretó la tristeza sin condiciones que me recubrió como un manto de musgo frío, húmedo, cuando me encerré en el baño para contar a solas aquellos billetes desgastados, marcados por las huellas grasientas de todos los dedos que los habían tocado, un botín que debería haberme hecho feliz pero acentuó aquella súbita melancolía. Tres años después, cuando la muerte pudo una vez más con tanto amor, la Palmera me contó la historia que mi corazón intuyó, yo no, aquella tarde de marzo de 1944. Para aquel entonces ya le había devuelto casi setecientas pesetas, pero aunque Eladia hubiera vivido para cobrar los veinte duros que le faltaban, nunca habría podido pagar la deuda que contraje con ella aquel día, una moneda con dos caras, el dorso brillante, luminoso, de una generosidad que puso en mis manos más que dinero, el revés siniestro de un conocimiento oculto por las puertas de las casas de la gente. Las pequeñas vilezas individuales engrosaban, día tras día, la vileza colectiva de un país donde se hacía de todo por unos cuantos billetes, pero donde también vivían personas capaces de entregar cuanto tenían sin exigir recibos de ningún tipo. Sentada en el retrete de un piso ruinoso, tras una puerta cerrada sobre la que los nudillos de Pilarín repiqueteaban cada vez con más insistencia, no fui capaz de imaginar las precisas condiciones del pacto que había sometido a la mujer más indómita de cuantas conocía a la oscura voluntad de un hombre gigantesco, pero cuando salí al pasillo para que mi hermana pasara a mi lado como una exhalación, ya había empezado a sospechar que tal vez mis fantasías no fueran tan descabelladas como parecían. Quizás fuera más dulce, más indoloro vivir en el pico de un monte, en una casa sin baño, sin agua, sin luz, que disfrutar de un bienestar que se pagaba en la moneda de la propia dignidad. Antes de comprobar por mí misma la compleja calidad de aquella intuición, conté con la ayuda de un amigo inesperado.
—Espera un momento, Rita…
La Palmera ya se había ofrecido a hablar con Eladia para que me prestara el dinero y ella, después de aprobar con entusiasmo aquella gestión, había añadido que le encantaría ayudarme, aunque no se le ocurría qué podría hacer. A mí tampoco se me ocurrió hasta que la vi con el chaquetón puesto, a punto de marcharse.
—¿Tú no tendrás un libro que se titula Robin no sé qué?
—¿Robin de los Bosques?
—Pues no sé. ¿Ese de que va?
—De uno que roba a los ricos para dárselo a los pobres —terció la Palmera desde el primer peldaño de la escalera—. Lo que nos haría falta aquí, poco más o menos…
—¿Y se hace una casa? —al escuchar aquella pregunta, los dos me miraron con la boca abierta.
—No sé —Paco respondió primero—, yo sólo he visto la película.
—Mujer, una casa se hará, pero…
—No, no… En el libro que yo digo, la casa es lo más importante. Tiene que tratar de alguien que se hace una casa en un monte.
—¡No! —Rita se echó a reír—. No es en un monte, es en una isla desierta. El libro que dices es Robinsón Crusoe.
—Sí, ese… —sonreí al reconocer las dos palabras que habían precedido al silencio en el que Silverio me había besado—. ¿Lo tienes?
—Sí, pero era de mi padre, así que tienes que prometerme que lo vas a cuidar mejor que los zapatos —los levantó en el aire y cerré los ojos para no ver los tacones despellejados, acuchillados por mi torpeza—. No te pongas así, chica, que era una broma.
El domingo siguiente, cuando volví a Cuelgamuros, no había avanzado mucho. Aquel relato cuajado de apellidos extranjeros y barcos que atravesaban océanos remotos para arribar a continentes de los que apenas había oído hablar, me resultaba tan ajeno que estuve a punto de abandonarlo. No era ya que nunca hubiera estado en Inglaterra o en Brasil, sino que en los veintidós años de mi vida ni siquiera había llegado a pisar una playa. Pero Robinsón Crusoe era un náufrago, eso decían las solapas de aquel volumen antiguo y bien cuidado en el que el padre de Rita había escrito su nombre cuando era un muchacho, y yo había tenido bastante con la ría de Bilbao para convertirme en una experta en naufragios. Aun así, no habría seguido leyendo si Silverio no me hubiera enseñado que las islas desiertas también podían existir, para lo bueno y para lo malo, en la cima de un monte. Y que la extravagante historia de aquel náufrago inglés iba a explicar la mía mucho mejor que el cuento de la lechera.
—Bueno, a ver… ¿Dónde quieres la puerta?
Aquel día, los dos lo habíamos hecho todo mucho mejor, aunque a mí me seguían pesando los dos pares de calcetines que llevaba debajo de unas alpargatas corrientes e intentaba ocultar, sin mucho éxito, bajo la falda más larga que tenía. Para compensar aquella calamidad, me pinté los labios de rojo justo después de comulgar y al terminar la misa, cuando le vi venir derecho hacia mí, intenté prevenirle.
—No me mires las piernas, anda —eso fue lo primero que hizo, lo segundo, sonreír—, que estoy horrible…
La primera vez que besé a Silverio, el contacto de mi lengua con la suya trastornó mi carácter y una buena parte de las ideas sobre el mundo que había elaborado a lo largo de mi vida. La segunda vez me besó él, y sus labios actuaron como una garantía de las palabras que habían pronunciado antes, no te desanimes, Manolita, y de las que pronunciarían después de posarse sobre los míos. La tercera vez ni siquiera supe quién había empezado.
—Pero, bueno, ¿y a vosotros no os da vergüenza? —era un chico muy joven, y al mirarle vi sus mejillas ardiendo, un escapulario con una cinta morada sobre la guerrera—. ¡Que acaban de llevarse al Altísimo! Largo de aquí…
Hasta que aquel soldado nos interrumpió, no me pregunté qué estaba haciendo, ni recordé que Silverio nunca me había gustado, ni me esforcé por averiguar cuál de las varias chicas más o menos ridículas y tontorronas que había encarnado desde que entré en Porlier por la puerta de atrás, se besaba con él en el centro de aquella explanada. Pero la benéfica y blanda indolencia que me consintió disfrutar de aquel beso como si fuera el primero, y un simple beso, no resultó lo más extraordinario, ni lo mejor de aquel domingo.
A pesar de la generosidad de Eladia, los filetes empanados, incluso de cerdo, me parecieron un lujo injustificable, así que estuve todo el sábado pendiente de un experimento de doña María Luisa que no había tenido éxito. Las empanadas de pulpo eran tan raras para los madrileños que el jueves se hicieron cuatro y aún quedaban dos en el escaparate. Una se vendió de milagro aquella misma tarde y la otra me la llevé yo, muy rebajada, en una bolsa de papel que me vino muy bien para despistar tres huevos cuando nadie miraba. Al llegar a casa, cogí otro de la despensa para hacer una tortilla de patatas mediana, lo suficientemente grande como para no quedar mal si Lourdes y Julián volvían a invitarnos a comer, lo bastante pequeña como para que no sobrara demasiado si al final comíamos solos al aire libre. En la cesta metí también un mantel, dos tazas de hojalata, dos tenedores, un cuchillo y el Abc que María Pilar se había traído del restaurante la noche anterior. Así, cargada con el equipo de las veteranas, me levanté antes de que amaneciera el día siguiente para irme andando a Moncloa.
—Pero, bueno, menudo festín… —Lourdes se llevó las manos a la cabeza cuando vacié la cesta sobre la mesa—. No deberías haber traído nada, mujer, si tengo yo aquí unas lentejas muy ricas que ha hecho mi madre.
—Pues si no os importa —Silverio la miró, miró a Julián después—, voy a bajar a avisar a Matías para que se venga a comer. Como me ha ayudado tanto estos días…
—Claro, pero dile que se traiga su cuchara, que aquí sólo hay cuatro.
Salió tan deprisa que creí que no le había oído, pero volvió enseguida con un chico alto y muy delgado que enarbolaba una cuchara en el aire como si fuera un gallardete. Tenía una cara curiosa, casi confusa, extranjero el cuello, las mandíbulas, incluso la nariz, de ahí para arriba los ojos oscuros, las cejas pobladas, la frente más bien estrecha y el pelo castaño de un español corriente.
—¡Manolita! —para acabar de complicarlo todo, hablaba con acento ligeramente andaluz—. Ya tenía yo ganas de conocerte…
Matías, o Matthias, Burkhard Rodríguez, hijo de un ingeniero prusiano que encontró trabajo después de la Gran Guerra en la dársena de Puerto Real, y de la hija menor de un bodeguero de Sanlúcar de Barrameda que habría dado cualquier cosa por evitar aquella boda, había empezado a estudiar Arquitectura en el curso 1940-1941. Su padre, socialista, había muerto unas semanas antes del 18 de julio de 1936. La viuda huyó del calor de la capital con su dolor a cuestas justo después del entierro, y pasó la guerra en Puerto Real, donde le quedaban algunos buenos amigos, para volver a Madrid sólo cuando su primogénito se matriculó en la Universidad Central. Allí, en la puerta de un aula, lo detuvieron una mañana de noviembre de 1943 junto con otros miembros de la FUE. Su madre fue a verlo a la Puerta del Sol y le preguntó qué quería que hiciera. Matías sabía que no había vuelto a ver a sus padres desde antes de su boda, y que Queipo de Llano era el principal admirador de la joya de la bodega familiar, un amontillado muy viejo, tan caro que él nunca lo había probado, del que su abuelo le enviaba un par de cajas todos los meses para que nunca lo echara de menos. Por eso le dijo que no hacía falta que hiciera nada. Ella, a pesar de todo, movió los hilos necesarios para que su hijo redimiera condena en Cuelgamuros, trabajando como auxiliar en el estudio que el arquitecto Pedro Muguruza, un buen hombre que no era de los suyos, mantenía abierto a pie de obra. Todo eso lo fui aprendiendo después. El día que le conocí, el placer de la comida le absorbió tan completamente que durante más de un cuarto de hora ni siquiera despegó los labios, y cerró los ojos en cada cucharada para apreciar mejor su sabor hasta que tuvo tiempo de rebañar todos los platos.
—¡Qué rica, Lourdes! Nunca había comido empanada de pulpo.
—Ya, pero no la he hecho yo. La ha traído Manolita.
—¿Y has subido arriba? —me preguntó entonces, con una gran sonrisa—. ¿Te ha gustado el château?
—¿El qué?
—No lo ha visto todavía —le aclaró Silverio—. Ahora subimos.
—Si queréis, voy…
—No, no hace falta —y le interrumpió con tanta urgencia que volvió a sonreír—. Luego te cuento.
La curiosidad me empujó hacia arriba como si estuviera ascendiendo por una escalera ancha, cómoda, pero la transformación de aquella pradera la rebasó con creces para dejarme a solas con un estupor que paralizó a la vez mi mente y mi cuerpo, mis piernas y mi imaginación. Silverio me miraba como si estuviera pendiente de mi opinión, pero yo no podía dársela, ni siquiera podía saber si lo que estaba viendo me gustaba o no, porque no era capaz de interpretarlo. Alguien había barrido el suelo para dejar a la vista un cuadrado de hormigón muy grande, que se elevaba unos centímetros sobre el nivel de la hierba y tenía tres perforaciones equidistantes en cada lado. En el interior de aquella plataforma, ocho estacas de madera, rodeadas a media altura por una cuerda para dibujar un cuadrilátero más pequeño, sobresalían de otros tantos agujeros. Entre dos de las estacas había un espacio abierto, y en el lado que quedaba a su derecha, otra cuerda, sujeta con dos piedras, marcaba sobre el suelo una línea recta que cruzaba el espacio en sus dos terceras partes. Miré todo aquello muy bien mientras buscaba algo que decir, pero no lo encontré. Cuando volví a mirar a Silverio, comprendí que no hacía falta.
—No lo entiendes, ¿verdad? —negué con la cabeza y él sonrió—. Pues va a ser tu casa, así que… Te lo voy a explicar.
Un día, al salir de su cabaña, Robinsón Crusoe se fijó en un tallo verde, frágil, que apenas asomaba de la tierra, muy cerca de la puerta. El cuadrilátero exterior mide ocho por ocho metros, es demasiado grande, pero el interior, el que hicieron para anclar la torre, tiene veinticinco metros cuadrados y esa superficie es asequible… Aquel tallo le resultó familiar, pero no supo explicarse por qué, y se limitó a estudiarlo día tras día hasta que distinguió las yemas de las que brotarían unas hojas muy finas, casi plumas. Matías dice que con vigas de madera tenemos de sobra para levantar un edificio de una sola planta, y como trabaja en el estudio de Muguruza, conoce al hombre de El Escorial que se encarga de vender la tala comunal… Robinsón limpió la tierra que rodeaba aquella planta recién nacida, tan frágil todavía, y buscó la forma de protegerla para ayudarla a crecer. Esa madera sale más barata que la que traen los contratistas, y además, como otros ya han comprado listones en el mismo aserradero, si encargamos ocho vigas cuadradas tampoco llamaríamos mucho la atención… Sólo cuando se alzaba ya unos centímetros sobre el suelo, el náufrago se atrevió a identificar aquella planta como una mata de trigo, y a creer en su suerte. Hay que pedir permiso, claro, aquí hay que pedir permiso para todo, pero don Amós me debe un favor, porque le arreglé un reloj de cuco hace unos meses, y tampoco soy el primero, no me va a negar a mí lo que les ha concedido a los demás… Durante muchas semanas, Robinsón vigiló la planta, la regó, la abonó como pudo, y esperó. Luego, sólo necesitaríamos los ladrillos y aquí mismo hay un horno donde los fabrican, porque hacen falta para construir los chalés de los ingenieros, las casetas de las carreteras, los almacenes de material, ahora ya no hacen tantos como al principio pero allí sigue trabajando gente y algunos son camaradas… Cuando el tallo se elevó y las hojas empezaron a cuajarse de granos verdes, Crusoe rezó a su Dios para que no le enviara a traición un temporal de lluvias torrenciales, y su Dios le escuchó. Ya les he avisado, y me han dicho que harán lo que puedan, decir que una partida ha salido defectuosa, guardarme tres o cuatro de cada hornada, a partir de mañana iré por allí todas las noches, en el rato que tenemos libre después de cenar, para ir escondiéndolos en algún lugar seguro… El sol hizo madurar la espiga, y cuando sus granos estaban dorados, llenos, Robinsón la cosechó con manos temblorosas de emoción. El resto habrá que comprarlos, pero he estado echando cuentas y debo tener ahorradas en el peculio más de doscientas pesetas, porque ya llevo aquí catorce meses y no he gastado casi nada, sólo en picadura… Separó los granos con cuidado, uno por uno, y los sembró en una pequeña parcela que había rodeado con una empalizada de estacas afiladas, lo suficientemente altas como para que ningún animal pudiera traspasarlas. Con eso debería haber de sobra, pero si pasa cualquier cosa, también puedo pedirlo de fiado, porque seis años más aquí no me los quita nadie, para saber eso no necesito ni hacer cuentas… Aquel trigal minúsculo prosperó en una isla tropical tanto como la ambición de su propietario, que después de unos días de descanso se dedicó a fabricar y secar al sol los adobes con los que pensaba construir un horno. He calculado que dentro de un mes, más o menos, estará todo, así que lo primero que voy a hacer es una polea de manivela, para subir los materiales y para que tú sigas usándola después para subir el agua, la compra, lo que haga falta… Y cuando la cosecha estuvo a punto, Robinsón la separó en dos mitades, una para sembrarla y ampliar el trigal, la otra para moler el grano y hacer harina. Matías y yo hemos encontrado un sitio donde se puede salvar el desnivel sin que las cadenas rocen en ninguna roca, y con unas ruedas de hierro de cualquier carretilla vieja, si el padre de Lourdes me dejara fabricar los soportes y las varillas de transmisión en su taller, que me dejará, sólo voy a necesitar que me compres unos metros de cadena corriente en una ferretería, ya te diré el diámetro que hace falta… Y con la harina, un poco de agua y una pizca de la sal que obtenía decantando el agua de mar, Crusoe hizo una masa sin levadura y la dejó reposar mientras encendía el horno. Lo único que no hemos decidido todavía es dónde vamos a poner la puerta, porque lo lógico sería colocarla lo más cerca posible de la polea, tal y como está, ¿ves el hueco?, para que no tengas que cargar peso más de lo imprescindible… Después aplastó la masa para darle forma de tortas y las introdujo en el horno de adobe, teniendo cuidado de que no se quemaran. Pero Matías dice que los tres metros de hormigón que rodean la casa por cada lado serían ideales para hacer un porche con una lona, porque podríamos aprovechar los agujeros de fuera para sujetarla con tres estacas, y que lo mejor sería orientarlo al sur, porque aquí nunca hace mucho calor en verano, pero en otoño y en primavera, cuando salga el sol, será muy agradable estar fuera… Las tortas que salieron del horno de Robinsón, planas y tostadas, eran semejantes al pan ácimo de los judíos, pero estaban muy ricas. El problema es que la polea estará más cerca de la fachada que da al este, y lo que quiero preguntarte es si no te importaría que el porche estuviera a su izquierda, o sea, que no te lo encuentres al entrar y al salir, aunque te haremos un tejadillo sobre la puerta para protegerla de la lluvia, y sobre todo de la nieve, que aquí es peor… Y cuando las probó, el náufrago lloró de alegría, y dio gracias a su Creador por tanta magnificencia. Otra idea de Matías es hacer un tabique que no llegue hasta el techo allí, donde está esa cuerda, ¿la ves…? Desde entonces, Robinsón Crusoe comió pan, pero nunca supo cómo había llegado la primera semilla, un simple grano de trigo, hasta la puerta de su casa. Porque si hacemos la chimenea en el ángulo, aunque el tiro esté en la pared de carga, el fuego calentará el tabique, y como el calor tiende a subir, también pasará por encima, así que si colocas la cama pegada a la pared, te llegará calor por dos vías distintas sin el peligro de dormir al lado de la chimenea, respirando humo… Durante mucho tiempo, mientras comía el pan hecho en su propio horno, con su propio trigo, el habitante de aquella isla desierta repasó muchas veces la disposición de las mercancías que viajaban en la bodega del barco hundido. Así, además, tendrás un dormitorio separado del resto de la casa aunque el tabique no tenga puerta, que según Matías tampoco pasa nada, porque en muchas casas modernas hay tabiques de estos, como biombos, que no se cierran aposta… Hasta que concluyó que aquel grano de trigo se habría pegado por casualidad en el fondo de un saco o de un cajón de los muchos que había transportado desde el barco hasta la isla. Así que, bueno, la chimenea estaría aquí, el tabique iría por allí, el dormitorio tendría unos dos metros por cinco, lo justo para poner una cama de matrimonio y una mesilla en el testero, y lo demás, ya lo ves, sería bastante grande… Y volvió a dar gracias a su Dios, porque el azar que había transportado y sembrado aquel grano de trigo en la puerta de su casa sólo podía interpretarse como un milagro de su Divina Providencia.
—¿Qué? —cuando terminó de hablar, se me quedó mirando—. ¿Te gusta?
—Claro que me gusta. Me encanta, pero… Todo esto va a ser muy caro, Silverio. Va a costar mucho dinero, mucho trabajo, y… —acerqué la cabeza a la suya, cerré los ojos, volví a abrirlos—. ¿Y si luego la que no te gusta soy yo?
—Tú me gustas mucho, Manolita.
—Eso no lo sabes.
—Claro que lo sé —se inclinó sobre mí y nos besamos durante muchos minutos, más de cinco, hasta que sonó la sirena que anunciaba la partida de mi autobús—. Lo sé.
El 15 de mayo de 1944, el hermano pequeño de Julián se ofreció a llevarme a mi nueva casa en la camioneta de la lechería. En Cuelgamuros no se celebraba el día de San Isidro, y cuando llegamos todo el mundo estaba ocupado. Las mujeres que no trabajaban limpiando y cocinando para los trabajadores, se habían montado a las ocho en punto en la camioneta que bajaba todas las mañanas hasta El Escorial para recoger a algunos capataces y obreros libres que vivían en el pueblo. Por eso, cuando Abel aparcó su furgoneta en la colonia, donde terminaba la carretera, sólo la madre de Lourdes y algunas de sus vecinas salieron a darnos la bienvenida.
El domingo anterior me había llevado a Madrid el carro de mano que Silverio había hecho para mí. Abel consiguió otros dos y así, dando varios viajes, transportamos mi ajuar hasta el final de la cuesta. No estábamos solos. Él había reclutado a dos de sus primos, que se apuntaron para poder pasar un rato con Julián, y yo había aportado a Rita y a Pilarín, que transportaron los bultos más pequeños. Isa las siguió con las manos vacías, y me di cuenta de la decepción que le inspiraba el aspecto del campamento, pero no le advertí que no se desanimara para que nuestra casa le gustara aún más.
—¡La madre que lo parió! Será hijo de puta —al llegar hasta la polea, Abel me miró mientras negaba con la cabeza—. No me podía imaginar… —y se echó a reír—. Desde luego, genio y figura.
—¿Has visto? —yo me sumé a sus carcajadas ante un coro de mujeres atónitas, cuyo estupor se acrecentó al verme colocar el contenido de mi carro de mano sobre una plataforma de metal soldada a las cadenas de aquel artefacto—. Toma, ponle tú las cuerdas y yo subo…
—No, no —me interrumpió caballerosamente—. Lo hacemos nosotros, tú quédate aquí.
Aseguré la carga con la destreza que había adquirido después de repetir la misma operación con paquetes y paquetes de ladrillos, y esperé a que Abel me preguntara si estaba todo listo. Cuando le dije que sí, las maletas y las cajas subieron solas, gracias a las dos cadenas que giraban en sus respectivas ruedas, ancladas al suelo por soportes de hierro fijados con cemento.
—Pero ¿esto qué es? —me preguntó Isa con cara de susto.
—Una polea —respondí con tanto desparpajo como si llevara toda la vida usándolas.
Cuando la última remesa llegó hasta arriba, fijé mi carro de mano a un eslabón con un candado, lo cerré con una de las llaves que a partir de entonces llevaría siempre colgadas del cuello, y encabecé la ascensión con una advertencia.
—Agarraos a la barandilla, que los escalones no están bien hechos.
Las estacas de madera bordeaban muy aproximadamente los peldaños tallados en el granito, porque Silverio sólo había podido clavarlas en los lugares donde se había acumulado una cantidad de tierra suficiente sobre la roca. El conjunto parecía una línea recta trazada por un borracho, pero los troncos de pino que servían de pasamanos hacían la subida más cómoda, la bajada mucho más segura. Creí que aquel sería su último regalo, pero cuando me acerqué a la casa distinguí en el porche una construcción nueva y pequeña, adosada al muro.
Yo ya sabía que un domingo entero daba para mucho, porque el día que construyeron mi casa había estado allí, dando de beber a los cincuenta hombres que ejecutaron impecablemente, en unas pocas horas, un plan de trabajo que a mí me había parecido un delirio.
—Claro que se puede, Manolita —Matías asintió con la cabeza antes de explicarme por qué estaba tan seguro—. Vas a tener la mejor mano de obra de España. Un buen obrero es, por definición, un hombre inteligente, y nueve de cada diez obreros inteligentes son trabajadores con conciencia política. Aquí, de esos hay a montones, y están deseando demostrar lo que valen para que se jodan los de abajo, no por otra cosa. Tu casa, a estas alturas, es lo de menos. Esto va a ser un acto de propaganda, y por eso va a salir bien.
Tenía razón. Aquel domingo, todos se sintieron casi libres mientras se repartían el trabajo como si cada uno fuera una tuerca, un tornillo de una máquina admirable, y cuando se pusieron en marcha sentí que estaba viendo una película proyectada demasiado aprisa, imágenes que se atropellaban entre sí a una velocidad superior a la capacidad de mis ojos. Un tercio, distribuido en grupos de tres hombres, fue levantando las paredes a la vez mientras otros montaban los andamios que don Amós les había prestado sólo por un día, para subirse encima y colocar las vigas, las traviesas del techo. Lo hicieron todo muy bien, muy deprisa, pero a media tarde, cuando salió el autobús, la casa sólo era un cubo con paredes de ladrillo a medio rematar y un techo plano de madera. Una semana después, comprobé que en las cuatro horas restantes habían levantado los pináculos que coronaban dos de las fachadas para colocar las vigas que sostendrían el techo definitivo, también de madera, pero a dos aguas, y habían enlucido las paredes, por dentro y por fuera. Aquel día, Silverio, Julián, Matías, Lourdes y yo las pintamos turnándonos una escalera de mano y nos sobró tiempo, pero ni así me habría atrevido a esperar tanto.
—¡Manolita! ¿Qué haces ahí? —cuando Isa vino a buscarme, seguía acariciando los ladrillos que formaban aquella hache mayúscula como si fueran seres vivos, capaces de agradecer el tacto de mis manos—. ¿La has visto por dentro? Es precio… ¿Y esto qué es?
—Una cocina.
Unas varillas de hierro atravesadas a media altura, entre la zona reservada al fuego y el final de los muretes de ladrillo, servían de parrilla, y una superficie de ladrillos planos, que prolongaban el travesaño de la hache y estaban sustentados por dos columnas del mismo material, formaban una mesa recubierta por tablones de madera. Debajo, en todos los huecos había leña, troncos redondos en los extremos, y palitos y piñas, buenas para encender el fuego, en el central. En la casa de Villaverde donde había vivido de pequeña había una cocina muy parecida, y sin embargo, al verla sólo pude pensar en el horno de Robinsón Crusoe. Por eso, Isa no entendió que me hubiera emocionado tanto al descubrirla. Tampoco que la echara de casa justo después de cenar.
—No, si yo me quedo —intentó corregirme mientras me veía abrazar a Rita, a Pilarín, mientras las dos me prometían que vendrían a verme de vez en cuando—, como no vuelvo a Madrid…
—No, tú te vas. Por favor, Isa… Bájate a casa de Lourdes y así ves un poco todo esto. Luego, cuando Silverio se marche, bajo con él y te recojo.
—Pero es que, subir de noche… —intentó resistirse hasta que me miró—. Hija, tampoco es para ponerse así.
Aunque la chimenea estaba encendida, después de extender una manta en el suelo encendí algunas velas más. La última acababa de prender cuando se abrió la puerta igual que se abriría, a las nueve y cinco más o menos, todas las noches a partir de aquella.
—¿Y tu hermana? —Silverio me miró, miró a su alrededor, le extrañó encontrarme sola, descalza y con el abrigo puesto, pero no dijo nada—. Qué bien tira la chimenea, ¿no?
—Sí, es que está muy bien hecha —me acerqué a él, le cogí de la mano y nos acercamos al fuego—. Tienes que prometerme una cosa, Silverio.
Él respiró hondo y asintió brevemente con la cabeza.
—¿Qué?
Me desabroché los botones sin apartar los ojos de los suyos, pero mantuve el abrigo cerrado con las manos.
—Prométeme que no vas a pensar mal de mí.
Antes de responder me dirigió una mirada concentrada, casi solemne. Luego sonrió.
—No voy a pensar mal de ti —y empecé a separar las solapas de mi abrigo muy despacio—. Te lo prometo.
Un instante antes de dejarlo caer en el suelo, me di cuenta de que tenía los pies helados. Sin embargo, al quedarme desnuda ante él no sentí frío. Estaba segura de que en aquel momento iba a cerrar los ojos, pero no lo hice porque Silverio siguió mirándolos, porque mantuvo sus ojos fijos en los míos antes de recorrer mi cuerpo con ellos. No era la primera vez que me quitaba la ropa delante de un hombre, pero en la trastienda de Jero, donde hasta mi aliento se congelaba en cada respiración aunque la caldera estuviera echando humo, sólo había escuchado el efecto de mi desnudez, sin llegar a contemplar nunca su reflejo. Silverio no hacía ruido. Me miraba con los labios cerrados, sin moverse, sin jadear, y pude verme en sus ojos muy abiertos, mirarme con ellos mientras avanzaba hacia mí tan despacio como si le diera miedo asustarme. Cuando sus manos se posaron en mis pechos frunció un instante el ceño, y quizás sólo fuera un síntoma de su concentración, pero en aquel instante recordé las mismas manos, el mismo gesto en el cuartucho de Porlier, y volví a escuchar su voz, ¿pero qué pasa?, y la mía, ¡que estás tolay, eso es lo que pasa! Para ahuyentar aquellos ecos, recubrí sus manos con las mías, las apreté contra mi pecho y sin saber por qué, porque no estaba triste y no sentía dolor, vergüenza o rabia, porque no tenía miedo y nada en aquella escena me daba lástima, se me llenaron los ojos de lágrimas.
Aquella noche sólo estuvimos juntos una hora y media, pero en ese plazo aprendí muchas cosas. Que los ojos representaban una parte muy pequeña del cuerpo. Que el órgano del gusto era la lengua, y por eso la piel no sabía llevarle la contraria. Que la suerte de mi piel estaba echada desde que mi lengua decidió por mí en la dulce y confusa ceremonia de mi segunda boda fraudulenta. Que la piel de Silverio lo sabía, y sabía que entonces también habría llegado hasta el final sin una casa como una isla desierta de por medio. Que ni su piel, ni su lengua, ni su cuerpo podrían pensar mal de mí porque ya no podían pensar, porque ninguno de los dos pensó mientras estuvimos juntos y abrazados encima de aquella manta. Que el placer era un misterio con color, con tacto y con sabor, brillante como la cola de un pavo real, sedoso como la caricia de una pluma, tan sólido que podía masticarse en el aire. Que una hora y media era larga como un día entero de espera, tan corta a la vez como un suspiro. Y que no había aprendido nada de la ambición, de su insaciable naturaleza, hasta que Silverio se separó de mí para marcar mi piel con la llaga imaginaria de su ausencia. Pero antes que eso, aprendí algo más.
—Lo de que no pensaras mal de mí no era sólo por lo de acostarnos, ¿sabes? —él levantó la cabeza para mirarme desde la fina línea que separa el recelo de la extrañeza—. Es también por esta casa, porque no quiero que pienses que soy una aprovechada y…
No me dejó terminar la frase y así, el último beso de aquella noche me enseñó lo más importante. Que nada, ni los hielos del invierno, ni las borrascas del norte, ni el Patronato de Redención de Penas, ni Franco, ni lo que había hecho con España, ni siquiera ese Dios torpe y tullido que acababa de quedarse manco y ya no tenía fuerzas para apretar, para ahogarme a la vez entre sus dedos, iba a impedir que yo fuera feliz en Cuelgamuros.
Mi hermana Isa me dejó sola cuando empezó el invierno. A lo largo de la esplendorosa primavera que engendraría un verano ideal, fresco, soleado y seco, su cuerpo se recuperó al mismo ritmo que su espíritu. El secretario de la oficina, un preso que se llamaba Miguel Rodríguez, le enseñó a leer y a escribir mientras el aire de la sierra la fortalecía, y desde que encontré trabajo como camarera en un hostal de El Escorial, su única ocupación consistió en arreglar la casa, hacer los deberes y tomar el sol. Por la tarde, cocinábamos juntas en el porche y después de cenar se iba a dar una vuelta sin que tuviera que pedírselo. Su vida fue un veraneo sin límite hasta que el otoño acortó los días y deslizó un escalofrío en cada ráfaga de viento.
Sólo entonces me enteré de que se había echado un novio. Alfredo Ramírez era amigo de Miguel y cacereño, como Taña, pero no se fijó en él por eso, sino porque era músico. Silverio me había contado que todas las noches, al subir, se cruzaba con mi hermana. Baja tan deprisa que un día de estos se va a escoñar, me dijo, pero cuando le pregunté adónde iba, sólo me contó que había conocido a un chico que sabía tocar el piano, que leía partituras y que tenía un acordeón.
—Deberías bajar conmigo a escucharle —y movió los brazos con las manos abiertas, pulsando el aire con los dedos para crear una melodía imaginaria a la que acompañó con todo el cuerpo—. Toca muy bien, ¿sabes?
—Sí, bueno, ya veremos…
Yo tenía mejores cosas que hacer por las noches, y no me enteré de nada hasta que Isa empezó a toser. A primeros de noviembre, su catarro se convirtió en una bronquitis. Ella se empeñó en quitarle importancia, pero el domingo siguiente, el acordeonista subió a verme.
—Es que, verá, yo quería decirle… —sólo cuando me trató de usted, comprendí que compartía con mi hermana algo más que el amor a la música—. Tiene usted que conseguir que Isa se vaya a Madrid. Aquí va a ponerse cada vez peor. Yo ya he intentado convencerla, pero no me hace caso.
A mí tampoco me lo hizo hasta que Alfredo consiguió que un tío suyo, empleado en la sede central de la constructora, le reservara una plaza en Madrid para cuando le pusieran en libertad. No iban a tardar mucho porque hacía ya un par de meses que había redimido toda la pena.
—Pero no quiero una novia tísica —le dijo a Isa cuando empezó a helar por las noches—, así que como no te vayas y me esperes en tu casa, me vuelvo a Cáceres. Tú verás lo que te conviene…
Aquella era una preocupación muy común entre los presos de Cuelgamuros. Aunque sabían que su situación no era diferente de la del ganado al que sus amos cuidan y alimentan para obtener el mayor rendimiento posible de su explotación, se sentían unos privilegiados por no pasar hambre, por trabajar al aire libre y descansar los domingos. Pero esas condiciones, aplicadas a la vida de sus mujeres, les parecían tan crueles que vivían permanentemente divididos entre la alegría de verlas a diario y la culpa de haberlas condenado a vivir en la cárcel sin muros de aquel paraje inhóspito. Yo lo aprendí enseguida, porque cuando se fue Isabel y el invierno cayó sobre nosotros, Silverio empezó a decirme que yo también podría volver con mi familia, pasar en Madrid lo peor, regresar en primavera.
—¿Es eso lo que quieres? —le pregunté una noche y no me contestó—. ¿Preferirías que me marchara? —estábamos desnudos, abrazados junto al fuego, y me apretó tan fuerte que tuve que usar los codos para separar mi cabeza de la suya, porque necesitaba mirarle a los ojos—. Dime la verdad.
—No —a aquellas alturas, todavía se puso un poco colorado—. Yo te quiero. Y quiero que te quedes.
Así que me quedé. Llegaron las tormentas, luego las nevadas, y seguí viviendo en el pico de un monte como una reina con poder y sin gobierno, la emperatriz de un mundo aparte, un planeta innombrado donde los calendarios contaban los días de la Edad Media mientras los relojes marcaban el ritmo de la Revolución Industrial. Mi casa, pequeña y bonita, no tenía luz eléctrica pero todas las noches, a las nueve en punto, resplandecía como una catedral profana, porque Silverio había fabricado cuatro grandes fanales de cristal y hojalata para colgarlos del techo, porque cada uno incluía cinco soportes para velas gruesas como los cirios de iglesia, y porque cuando los encendía todos, al atardecer, reflejaban una luz más poderosa que las llamas.
Vivía en una isla desierta, una playa sin mar, sin río, sin tuberías, sin grifos, pero me las arreglé para cultivar un jardín, y un huerto más fértil que el de Robinsón Crusoe. Todos los domingos, Silverio y yo bajábamos hasta la fuente de la colonia con el carro de mano para llenar de agua potable varios bidones de cinco litros, que vertíamos después en los dos grandes cántaros que reposaban en un soporte de madera, en el rincón más fresco de la casa. Pero el resto, agua para regar, para fregar, para lavarme, era un regalo del cielo. Un aljibe adosado al muro que daba al norte, recogía para mí la nieve y la lluvia, y al llegar el deshielo, mi huerta se regaba sola con los regatos de agua que bajaban por la peña que nos protegía del viento en invierno. Allí cultivé patatas, cebollas, repollos, calabacines, pepinos, lechugas y berenjenas, hasta tomates en verano, pero también planté flores, rosales de pitiminí, que aguantan bien las heladas, muchos geranios y dos cerezos, que explotaban en capullos sonrosados al llegar el mes de abril.
Allí crie también a mis dos hijos mayores, Laura, que nació en Madrid, en marzo de 1945, y Antonio, que dos años después me costó una bronca con su padre, porque llegó en julio y no quise irme de Cuelgamuros para parirlo. Aquella vez fui yo la que le pidió un favor a don Amós, y mi hijo nació en casa igual que un príncipe, con cuatro médicos para nosotros solos, dos ginecólogos y dos pediatras, todos presos, alrededor de mi cama. Cuando Silverio lo vio, cuando lo cogió en brazos recién nacido como no había podido coger a su hermana, se puso tan contento que ni siquiera se acordó de darme la razón. Y aquel mismo verano le añadió a nuestra casa una habitación más, para que nuestros hijos tuvieran su propio dormitorio.
Así viví seis años, así crie a dos niños, así sembré, coseché, y a veces lo pasé mal, aunque fui muy feliz muchos días y todas las noches. Pero nunca me acomodé a vivir en Cuelgamuros. Nunca, ni por un instante, olvidé qué clase de naufragio me había arrojado a aquella roca, ni oteé el horizonte para distinguir las velas del barco que no vendría a rescatarme. Todos los días, cuando dejaba a los niños en la guardería que una vecina había improvisado en la colonia para irme a trabajar, veía a lo lejos las obras del monasterio, recordaba el nombre con el que otros lo conocían, y lo que significaba. Todas las noches, cuando Silverio se marchaba para llegar a tiempo a su barracón, recordaba que le habían condenado a treinta años de cárcel por imprimir unas octavillas. Cada día y cada noche pensaba en todo esto y al principio me sentía incómoda, casi traidora por la razonable placidez de mi vida en el epicentro de tanto dolor, aquel monumento a mi propia derrota. Sin embargo, con el tiempo comprendí que la alegría era un arma superior al odio, las sonrisas más útiles, más feroces que los gestos de rabia y desaliento.
Para las mujeres de Cuelgamuros la felicidad era una consigna, el grito mudo que recordaba a los de abajo, día tras día, que su victoria no había sido bastante para acabar con nosotras, que preferíamos vivir en los márgenes, en casas sin agua y sin luz, edificadas con nuestras propias manos, a habitar en el centro que habían levantado sobre nuestra ruina. Por eso me acostumbré a sonreír siempre, a toda hora, con motivos o sin ellos, para que entendieran que no podían herirme, ya no, y mis sonrisas, las de las demás, se fueron infiltrando poco a poco en mi interior, moldeando mi carácter para hacerme cada vez más fuerte. A finales de 1949, mientras Silverio seguía trabajando de propina, porque había redimido ya toda la pena, murió Muguruza. Cuando su sucesor anunció que no quería más presos políticos en su monasterio, ni siquiera tuve que cruzar una palabra con mi marido para darle una respuesta a don Amós.
—Vengo a ver si convences a este, Manolita, que es más terco que una mula…
El 24 de diciembre ya me había despedido del trabajo. Los dueños del hostal cerraban hasta Año Nuevo, y estuvieron de acuerdo conmigo en que no merecía la pena que me reincorporara para una semana. Eso no significaba que estuviera de vacaciones. Tenía mucho que empaquetar, porque todos sabíamos que los presos se irían de Cuelgamuros antes del 10 de enero, pero aquel día, cuando Silverio apareció con don Amós a media mañana, estaba fuera con los niños.
—Hace un día tan bueno que no aguantaba dentro —les expliqué, aunque no me habían preguntado nada—. La verdad es que voy a echar de menos esto.
—¿A que sí? —don Amós me sonrió y se volvió hacia Silverio—. ¿Lo ves? —pero él también sonrió mientras negaba con la cabeza.
Luego, mientras tomábamos un vaso de vino cerca del fuego, me contó que la empresa le había ofrecido a Silverio un puesto de obrero libre, muy bien pagado, para retenerle en las obras del monasterio.
—Y yo le he dicho: pero, hombre, con lo que habéis trabajado tu mujer y tú aquí, con esa casa tan bonita que tenéis, ¿por qué no quieres quedarte? En Madrid no dejarás de ser un ex presidiario, tendrás que volver a empezar, y a lo mejor las cosas no te van tan bien como crees… —entonces se volvió en la silla para dirigirse a mí—. Imagínatelo, Manolita, imagínate lo que sería vivir aquí con agua corriente, con luz, como en las casas de la colonia pero con un sueldo mejor que el del padre de Lourdes. Tú ni siquiera tendrías que trabajar y…
En ese momento se calló, porque me vio sonreír y adivinó la sonrisa que había provocado la mía.
—¿Te das cuenta de que he acabado siendo un buen partido?
—Y que lo digas…
Don Amós no entendió la pregunta de Silverio, ni mi respuesta, ni las carcajadas en las que desembocaron nuestras sonrisas, pero negó con la cabeza varias veces, como si ya hubiera escuchado bastante.
—Pues vas a ir a una cárcel —le advirtió a Silverio—. Va a ir a la cárcel —me advirtió a mí—, tres o cuatro meses como mínimo, hasta que le arreglen los papeles. ¿Eso queréis? —él no dijo nada, yo tampoco—. No lo entiendo. No entiendo qué pretendéis demostrar con esto.
—Hombre, pues no es tan difícil, don Amós…
Cuando Silverio intentó explicárselo, movió la mano en el aire, como si no quisiera saber nada, se levantó y le dijo que no hacía falta que volviera a la obra, que se quedara en casa hasta después de cenar. Luego se despidió de mí, de los niños, y fue hacia la puerta, pero no la traspasó.
—La verdad, Aguado —dijo desde allí—, es que no te entiendo. Tampoco sé si darte un abrazo o un par de hostias.
Silverio y yo nunca volvimos a hablar de aquella oferta. Pero tampoco olvidamos aquella casa en la que, a despecho de la derrota, de nuestro destino y de la omnipotente voluntad de un dictador, habíamos conseguido ser felices.
Robinsón Crusoe recogió muestras de su isla antes de abordar el barco que le devolvería a Inglaterra. Yo también me llevé algunas semillas, y esquejes de todos mis geranios, que viajaron hasta Madrid en unos cucuruchos de papel rellenos con su propia tierra, la tierra de Cuelgamuros que rellenaría las macetas donde los planté unos días después.
Y sin embargo, mientras me volvía a mirar mi casa desde el asiento trasero de la camioneta de Abel, no pensé en el náufrago, ni en su isla, ni en su travesía de regreso, sino en mi hermano Toñito, que por aquel entonces vivía muy lejos, en los arrabales de París. Porque en enero de 1950, alejarme de Silverio me dolía más que el dolor y la esperanza de dormir con él una noche entera, y otra, y otra más, hasta perder la cuenta antes de que acabara el invierno, era una promesa más dulce que la primavera.
Eso significaba que, después de todo, las multicopistas que llegaron desde América diez años antes habían funcionado, aunque no hubieran servido para imprimir ni una triste octavilla.