Eladia Torres Martínez, carne de cañón, odió en su vida a dos hombres con todas sus fuerzas. Pero aún quiso más al único al que amó.
Mientras se arreglaba para asistir a aquella cita, no pensó en su amor, sino en su odio, una pasión vieja, casi tan larga como su vida y poderosa como un árbol cuyas raíces se hubieran ramificado para invadir sus venas, sus huesos, hasta penetrar en el último resquicio de su cuerpo. Fue el odio, aquel armazón de leña dura, lo que le sostuvo el pulso mientras se pintaba los ojos, los labios, con tonos escogidos con cuidado, en el límite de intensidad que una mujer decente no traspasaría para salir a la calle a media mañana. Después se puso una falda ceñida, no demasiado, y una chaqueta que por delante dejaba ver el casto, plano triángulo que la nueva España había impuesto a los escotes. Los tacones eran finos, pero no muy altos, una opción del odio que también escogió por ella el bolso, el sombrero, los guantes. Sin embargo, cuando se miró en el espejo por última vez, fue su amor lo que la empujó hacia la calle.
El ministerio no estaba lejos, pero al respirar el aire tierno de aquella mañana de abril de 1945, la primavera apoderándose del color del cielo, de los brazos desnudos de las muchachas y la brisa que agitaba con suavidad las hojas de los árboles, paró un taxi. Aquel día cálido y luminoso no era para ella, pero vendrán otros, pensó. De eso se trataba, de comprar otros días, feos o lluviosos, sofocantes, helados, claros o nublados, pero distintos, y dos billetes de tren, una estación remota, un andén desconocido en cualquier lugar del mundo, cualquier clima, cualquier temperatura, cualquier mes de cualquier año. Con esa determinación, pagó al taxista, atravesó la verja, cruzó el jardín y pronunció su nombre sin titubear ante el soldado que controlaba las visitas.
—Aquí está —consultó una lista, asintió con la cabeza—. Tercera planta, segundo pasillo a la derecha —y sonrió como si adivinara sus motivos, los mismos que habían llevado hasta allí, en los últimos años, a una pequeña multitud de mujeres guapas, jóvenes y desesperadas—. El teniente coronel la está esperando.
Cuando otro soldado abrió la puerta de aquel despacho para invitarla a pasar, tomó aire y se dispuso a representar el papel que tenía asignado desde su nacimiento, el mismo que había esquivado con tesón, una voluntad feroz, durante toda su vida. Al traspasar el umbral, su memoria resucitó un coro de voces infantiles, ni puras ni inocentes las niñas que habían empezado a atormentarla cuando no sabía cómo defenderse de sus palabras. No se detuvo en ellas. Alfonso Garrido la recibió tras un escritorio elevado sobre unos tacos de madera, para que sus piernas cupieran en el hueco abierto entre dos columnas de cajones. Sus hombros ocultaban el respaldo de la butaca en la que estaba sentado, acentuando la impresión de que aquel hombre era demasiado grande para los muebles de su oficina. En otro momento, aquella imagen tal vez le habría parecido cómica. Aquella mañana no. Aquella mañana, mientras Garrido la repasaba con los ojos, una avidez fría tensando sus labios, sólo encontró fuerzas para pensar que lo que iba a pasar nunca sería peor que lo que ya había vivido. A esa convicción se aferró para sostenerle la mirada.
—Vaya, vaya, qué tenemos aquí… —el militar sonrió, echó la butaca hacia atrás, volvió a mirarla—. La Reina de Saba en persona, ¡cuánto honor! Y si no me equivoco, vienes a pedir un favor, ¿verdad?
Ella asintió con la cabeza, pero él no se movió, no dijo nada, como si un simple gesto no fuera suficiente.
—Sí —por eso se lo confirmó con palabras—. Vengo a pedirle un favor.
—Pues entonces… —se levantó, rodeó la mesa muy despacio, se recostó en ella y apoyó sus dos inmensas manos sobre el tablero—. De momento, ponte de rodillas, ¿no?
Eladia cerró los ojos, dobló una pierna, luego la otra, y se arrodilló.
—Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija…
De pequeña, le gustaba mucho ir al colegio. Era una alumna dócil, aplicada, y tenía muchas amigas con las que jugar en el recreo. Entonces, su abuela era todavía joven, una mujer atractiva, próspera, que andaba muy derecha y se vestía con elegancia. Aunque se pintaba demasiado, todos los tenderos la trataban con el doña por delante, y su aspecto no difería del de otras señoras del barrio. Su casa sí, pero en aquella época, ni ella ni sus compañeras sabían interpretar la naturaleza de esas excepciones.
Las otras niñas tenían padres, Lali no. Ella vivía con su abuela y con Fernanda, su tata, una mujer gorda, hombruna y dulce a la vez, que era su padre y su madre. La única persona que las acompañaba, por lo general los martes y los viernes, siempre por la tarde, era don Evaristo, un señor mayor que vestía de negro, desde las botas hasta una chistera tan flamante como pasada de moda, excepto por el blanco inmaculado de la camisa y una leontina de oro de la que colgaba un reloj del mismo metal. Don Evaristo era juez del Tribunal Supremo, y un hombre amable que de vez en cuando dejaba unos caramelos para la niña en la mesa del recibidor antes de marcharse, porque no solían coincidir. Los martes y los viernes, Fernanda iba a buscarla al colegio y se la llevaba a hacer recados hasta que daban las siete. Después, todavía remoloneaban un rato en la calle, y ni la adulta daba explicaciones ni la niña las pedía. Lali tardó mucho tiempo en conectar las visitas de don Evaristo con la furibunda afición por las aceras que se apoderaba de Fernanda dos días a la semana, quizás porque a veces, al volver a casa, encontraba al amigo de su abuela sentado con ella en el salón, tomando café. Entonces, el juez le enseñaba su reloj y le dejaba pulsar un resorte que hacía brotar música, la alegre melodía de un vals vienés en unas notas tenues, metálicas, tan mágicas como si un hada diminuta se hubiera despertado para tocar un xilófono escondido dentro de la caja.
En aquella época, Lali era una niña feliz y no echaba nada de menos. Tenía dos apellidos, como todo el mundo, pero no sabía que compartía los suyos con su abuela y con su madre. Ni siquiera estaba segura de que las dos no fueran la misma mujer. Ella siempre había llamado a su abuela mamá, porque no tenía cerca a nadie más a quien designar con esa palabra, y no dejó de hacerlo cuando Fernanda empezó a corregirla a espaldas de su señora, que recibía con placer un tratamiento que la rejuvenecía, aunque su edad no hacía imposible que hubiera parido a su nieta. Cuando Lali conoció a su madre, tenía siete años y su abuela aún no había cumplido cuarenta y ocho.
—¡Mi niña! —al volver del colegio, una desconocida le abrió los brazos en el salón de su casa—. Ven aquí, que te vea bien. ¡Qué barbaridad, cómo has crecido! Qué guapa y qué mayor estás…
La niña pensó que aquella señora, aparte de una sobona, era una mentirosa, porque ella no era guapa, ni siquiera alta. Nunca había sobresalido por su estatura, mucho menos por su belleza, con aquellas cejas negras que parecían una sola sobre unos ojos demasiado juntos, la piel mate, renegrida, el cuerpo tan flaco que sus piernas eran puro hueso y los hombros en cambio anchos, cuadrados como los de un muchacho. En el colegio nunca la elegían para la función de Navidad, y en las fotos de fin de curso la ponían siempre en una esquina, lejos de las rollizas muñecas rubias y morenas que posaban de cuerpo entero al pie de la escalera. Por eso, no entendió qué encontraba en ella aquella señora tan guapa, ella sí, que la acariciaba, y sonreía, y parecía al mismo tiempo a punto de llorar.
—¿Quién es usted? —preguntó después de un rato.
—Yo… Yo soy tu madre, cariño.
Cuando la escuchó, se desasió de sus brazos para retroceder unos pasos, frunció las cejas y analizó aquella respuesta como si fuera un problema de aritmética. La mujer que la miraba con la misma expresión que un reo dirigiría a su tribunal, era demasiado joven para ser su madre. Tenía la boca sonrosada y llena, las mejillas mullidas de una muchacha, pero además parecía extranjera, quizás por su ropa, suntuosa y extraña. Hasta que vio sus piernas, largas y esbeltas como las que aparecían dibujadas en los figurines de París, Lali nunca había tenido cerca a ninguna mujer que se atreviera a enseñarlas. En 1925, en la calle San Mateo, las más audaces se destapaban como mucho media pantorrilla, y al cruzarse con ellas, Fernanda las llamaba marimachos por querer ser iguales que los hombres. La recién llegada parecía aspirar a todo lo contrario, pero a la niña le resultó tan ajena que no supo qué hacer, si ir hacia ella o salir corriendo, hasta que su abuela entró en el salón.
—Díselo tú, madre. Díselo tú, que no se lo cree…
Lali nunca se había tomado muy en serio las advertencias de Fernanda pero, aunque no la echaba de menos, había fantaseado alguna vez con la clase de madre que le gustaría tener, una mujer guapa y divertida que pudiera jugar con una niña sin cansarse, que fuera un poco gamberra, y se riera en voz alta, y comiera regaliz sin miedo a que se le ensuciaran los dientes, una madre joven, ágil, con brazos lo bastante fuertes para remar en el estanque del Retiro y tiempo libre para perderlo con ella, para pintarle las uñas, para enseñarle bailes, canciones. Esa, la compañera ideal para compensar el cariño, constante e incondicional uno, caprichoso, voluble el otro, que sólo había recibido de dos mujeres mayores, era la madre que Lali quería. En su primer viaje, Mili superó todas sus expectativas.
—¡Tú estás mal de la cabeza, Emiliana!
Cuando volvían de la calle, cargadas de paquetes, Fernanda ponía los ojos en blanco mientras bloqueaba el umbral con su corpachón.
—Me estoy cansando de decirte que no me llames así, ¿sabes?
—¿Ah, sí? Pues, que yo sepa, no tienes otro nombre, y te voy a decir algo más… Mejor harías ahorrando para cuando vengan mal dadas, en vez de malcriar a la niña, que a este paso no va a haber quien la meta en cintura.
Mili no se la tomaba en serio. Miraba a su hija, ella le devolvía la mirada y las dos se echaban a reír antes de replicar a coro.
—Eres una vieja cascarrabias, tata.
Aquel festival duró once días. Durante once días, Emiliana Torres Martínez, un hada, un milagro, una reina de cuento, salió todas las tardes con su hija para comprarle tres veces de todo, tres abrigos, tres capotas, tres pares de zapatos, el doble de vestidos y de ropa interior. Durante once días, no le negó nada, ni siquiera el capricho de andar por una acera de la calle y no por la contraria. La undécima noche, la vistió de punta en blanco, le rizó el pelo con sus propias tenacillas, le adornó las orejas con dos perlas montadas en oro y la llevó a cenar a un restaurante con grandes arañas de cristal y paredes recubiertas de espejos, donde unos camareros con frac la llamaron «señorita» sin dejar de sonreír, desde que su madre les informó de que aquel día había cumplido ocho años. La niña fue tan feliz que no le preguntó a Mili por qué se había puesto dos alianzas doradas en el dedo, como si estuviera viuda, igual que nunca se había atrevido a preguntarle por qué había tardado tanto tiempo en venir a verla. Ella esperó a que terminara la tarta, antes de contarle que al día siguiente volvería a marcharse.
—Pues me voy contigo.
—No, cariño, no puede ser… —y se echó a reír, como si su partida fuera un accidente sin importancia—. Pero volveré pronto, ya lo verás.
—Pero… —la niña sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas mientras contemplaba la radiante, incomprensible sonrisa de su madre—. Pero la última vez… Porque la tata me lo ha contado, que si no… Ni siquiera me acuerdo.
—¡Oh! —Mili echó la silla para atrás, la reclamó con los brazos, la sentó sobre sus rodillas—. No llores, vida mía, por favor, te prometo que volveré muy pronto —y la besó muchas veces antes de mirarla a los ojos—. Estos años he estado muy lejos, en América, ya lo sabes. ¿Te acuerdas de las postales que te regalé? Nueva York, Buenos Aires… Desde allí no se puede volver, pero ahora pienso quedarme aquí, en España, en una ciudad con mar, ¿y sabes una cosa? Este verano igual te mando un billete para que te vengas a pasar unos días conmigo, a la playa. La tata puede venir también, ¿qué te parece?
Después, Lali se deslizó entre las sábanas de su madre cuando todavía estaba despierta. Ella se dio la vuelta, la abrazó y cantó en voz muy baja, arrullándola hasta que se quedó dormida con la certeza de que no podría marcharse sin que se diera cuenta. Pero cuando Fernanda la despertó a las ocho y cuarto, como todos los días, en la otra mitad de la cama no había nadie.
Aquella mañana dejó que le desenredara el pelo sin quejarse, pero no fue capaz de acabarse el desayuno. Estaba muy triste, pero aún más asustada, aunque no se explicaba por qué. Siempre se había sentido segura en el pequeño mundo donde habitaba, la casa, el colegio, las calles de su barrio, y sin embargo, mientras oía a la maestra sin atender a lo que decía, la vuelta a la rutina le dio miedo. La esplendorosa aparición de su madre, la fugaz felicidad de haberla tenido para ella sola, el desconcierto de volver a perderla tan pronto, parecía haber anulado el tiempo que había vivido antes de conocerla, como si su propia vida no le correspondiera, como si Mili hubiera abierto una puerta hacia una realidad mejor, más justa y más feliz, sin enseñarle el camino para que la atravesaran juntas. Sentada en su pupitre, absorta en el misterio de la nostalgia, un sentimiento nuevo para ella, dejó pasar las horas con las manos pegadas a las orejas, sus yemas palpando sin cesar las perlas que adornaban los lóbulos para probar que su madre existía, que la quería, que volvería. Pero aquel día no fue especial sólo por eso. Al salir de clase, se encontró con la abuela esperándola en el patio.
—Tengo que ir a casa de Mari Paz, a probarme —era lunes, pero doña Eladia nunca iba a recogerla—. He pensado que igual te apetecía venir conmigo.
—Bueno —le dio la mano sin añadir nada más, y las dos se dieron cuenta de que cualquier otra tarde, la niña se habría entusiasmado ante la perspectiva de hacerle una visita a la modista, pero la adulta tenía una carta en la manga.
—Me estoy haciendo dos vestidos, y he pensado… —apretó la mano de su nieta para atraer su atención y sonrió—. ¿Qué te parece si le pedimos a la oficiala que nos busque unos cuantos retales grandes y bonitos, para que la tata le haga un vestuario bien elegante a tus muñecas nuevas? —siguió adelante, como si no hubiera visto abrirse los ojos de la niña—. Ella cose muy bien, ya lo sabes, y como Mari Paz tiene muchas clientas, puede hacerles trajes de noche, y de chaqueta, y batas de seda iguales que la mía, vestidos parecidos a los que te ha regalado mamá…
—¿En serio?
—En serio —y se paró delante de La Bearnesa—. ¿Quieres que te compre un bollo para merendar?
—¿Puede ser con nata?
—Pues claro, el que tú quieras.
Aquella tarde, Lali se divirtió tanto como si nunca hubiera conocido a su madre, y cuando volvió a casa con un paquete repleto de pedazos de tela de todas las clases y colores, Fernanda la cubrió de besos sin regañarla por los cercos blancuzcos que la nata había dejado en la pechera de su uniforme. Después de bañarla, se sentó con ella en la mesa de la cocina, y la abuela las acompañó mientras probaban los retales sobre los cuerpos de las tres muñecas, proyectando blusas, faldas y vestidos.
—¿Y los zapatos? —la tata dejó el último detalle para la hora de la cena, sopa de fideos y un filetito empanado, nada de verdura aquella noche—. ¿Cómo los quieres? No tenemos piel, pero puedo hacérselos de tela y llevárselos al zapatero de Churruca, que es muy mañoso, para que les pegue unos palitos que figuren como tacones.
—Entonces negros —y al decirlo, Lali sintió una punzada de dolor en el pecho—. Como los de mamá.
—Pues negros, ya verás qué bien nos van a quedar…
Aunque había fregado los cacharros y los mármoles, aunque había sacado incluso las cenizas del fogón, Fernanda siguió haciendo como que trajinaba con una bayeta en la mano sin perder a la niña de vista. No quería dejarla sola, porque mientras limpiaba sobre limpio, descontaba minutos del plazo de una pregunta inevitable.
—Mamá va a volver —y cuando llegó aquel momento, a ella también le dolió el corazón—, ¿verdad, tata?
—Pues claro que va a volver, lucero —luego hizo lo que tenía que hacer, acercarse a Lali, cogerla en brazos, sentarse con ella en las rodillas y besarla sin parar—. ¿Cómo no va a volver, si te quiere más que a nada en el mundo? —abrazarla muy fuerte y repetir una retahíla que había aprendido de memoria muchos años antes—. Si tú eres su tesoro, su princesa, lo único que hay en el mundo para ella, ¿cómo no va a volver, vida mía? —aguantar el tirón del llanto de otra niña—. Y ya verás cuántos regalos te va a traer, ya te estará echando de menos, lo estará pasando peor que tú —y volver a tragarse sus propias lágrimas, tantos años después—. Mamá tiene que trabajar, si no fuera por eso nunca se habría marchado, hazme caso, que la conozco muy bien, lo sé mejor que nadie —hasta que encontró un resquicio para distraerla—. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Pero que no se entere tu abuela, ¿eh? ¿Quieres que durmamos juntas? Ahora nos acostamos y te cuento historias de esas de mi pueblo, de crímenes y de aparecidos, que te gustan tanto…
Al día siguiente, Lali pensó que la abuela y la tata tenían celos de su madre, que por eso la mimaban tanto, pero se equivocaba. Lo que pretendían no era recuperar su favor, sino desintoxicarla, deshabituarla, neutralizar las consecuencias de la visita de Mili, amortiguar su recuerdo hasta convertirlo en una imagen dudosa. Fernanda tenía mucha experiencia, porque había jugado ese papel con Emiliana durante mucho tiempo, todo el que pasó hasta que don Evaristo se encaprichó con su madre y le puso un piso. Gracias a eso, las tres habían podido abandonar el burdel de la calle Flor Alta donde Eladia y Fernanda se habían conocido en 1896, cuando la primera acababa de cumplir dieciocho años y a la segunda le faltaba menos de un mes para alcanzarla.
Cuando atravesaron juntas el portal de aquel edificio, Fernanda decidió que no volvería a gastarse un céntimo en lotería, porque no aspiraba a tener más suerte en la vida. Aquel piso amplio y con balcones a la calle San Mateo, donde por la mañana se oía el barullo de una calle transitada, el reclamo del afilador, el del lechero, las voces de los niños que jugaban a la pelota, por la noche nada, fue para ella una versión privada del Paraíso. Por aquel entonces, hacía ya muchos años que había abandonado un oficio que no se le daba bien y para el que tampoco le sobraban condiciones aunque, como solía decir doña Victoria, en una casa como esta, tiene que haber de todo.
—Los paletos, para Fernanda.
Ella no era guapa ni tenía buen tipo, pero sí la virtud de parecer exactamente lo que era, una chica de pueblo con las piernas gordas como troncos, las caderas anchas y la cara colorada, un producto del campo, decían sus compañeras, sin refinar, sin desbastar, impermeable a cualquier intento de sofisticación. Cuando la conoció, la dueña no tardó ni dos minutos en clasificarla, pero concluyó que, mientras fuera joven, no tenía por qué irle mal. A ella le gustaba presumir de que su casa era un establecimiento de categoría y de que allí no entraba cualquiera, pero eso era sólo una verdad a medias. La calle de la Flor Alta estaba al borde de la Gran Vía, demasiado cerca de la calle Ceres como para resistir una competencia feroz sin hacer concesiones.
En los primeros días de la semana, en el perchero de la entrada sólo se veían sombreros y gabanes, pero a partir del jueves se colaba alguna gorra de paño, ricos de pueblo, tratantes de ganado dispuestos a celebrar una buena venta, campesinos con tierras que acudían a la capital a estrenarse y, a menudo, también sus padres. Su dinero era tan bueno como el que más, pero ellos parecían ignorarlo mientras avanzaban hacia el salón con timidez, incómodos en sus trajes de domingo. Todo les amedrentaba, el espesor de las alfombras, las impasibles cortinas de terciopelo púrpura cerradas al resplandor de las farolas, la fragilidad de las patas de los veladores y los grandes divanes donde se recostaban unos señores a los que habrían cedido el paso si se los hubieran cruzado en una acera. Cuando comprendían que su camino no tenía marcha atrás, que cualquier retirada sería una huida, y la huida un ridículo espantoso, se arrepentían de haber ido hasta la capital a echar un polvo en lugar de quedarse en el burdel de su pueblo, tan ricamente, y no sabían qué hacer, qué bebida pedir, dónde sentarse, mucho menos escoger una mujer en aquella pecera repleta de sirenas plateadas que los miraban con una sonrisita en la que la compasión se transparentaba tras la desgana. Hasta que se fijaban en Fernanda.
Antes o después, descubrían a Nadine, o más bien a Nadín, como decía ella, aquella criatura milagrosa que estaba tan incómoda, tan fuera de lugar como ellos mismos, porque más allá de las gasas, de la purpurina y de aquel nombre francés, tan falso como sus joyas, era una habitante de su propio mundo. Ella les devolvía el aplomo, la confianza, y se sentían tan aliviados al recobrarlos que, mientras avanzaban en su dirección, ni siquiera advertían que, bien mirada, no estaba tan buena. En su pueblo habrían podido conseguir una puta con mejor cuerpo, pero eso les daba igual, porque ellos habían ido a Madrid a echar un polvo y eso era lo que iban a hacer, lo que harían más de una vez, porque si volvían a aquel burdel, irían derechos a por aquella chica corriente, que sabía escucharlos, hablarles con naturalidad, sin la altivez que les impedía acercarse a las demás por mucho que las desearan. Así, algunos viernes, algunos sábados, Nadine llegó a hacer más caja que las veteranas, pero nunca dejó de pasarlo mal.
—¿Y tú por qué tardas tanto? —le preguntaban las otras en el comedor, mientras cenaban de madrugada—. ¿A ti no te han explicado lo que hay que hacer? Mira, cuando la tengas dentro, tú aprietas el coño como si…
—¡Ay, ay, ay! —ella ponía cara de asco, cerraba los ojos, se tapaba los oídos con las manos—. ¡Déjame, déjame! No me lo cuentes, no quiero saber…
—Hija mía, para la pinta de bruta que tienes… ¡Hay que ver, qué delicadita eres!
Pero no era eso. Fernanda sabía que no era delicada, que no era aprensiva ni melindrosa. Nunca le había asustado trabajar con las manos, meterlas en lejía, empuñar una guadaña o rellenar tripas en las matanzas, y ni siquiera le daban asco los insectos. La verdad era mucho más simple, y ya se la anticipó ella a su tía cuando la llevó por primera vez a aquella casa.
—Mire usted que yo para puta no voy a valer.
—¡Qué tontería! —ella llamó al timbre sin volverse a mirarla—. Para eso valen todas, ¿no vas a valer tú? Peor es pasar hambre.
Fernanda había pasado mucha mientras vivía sola con su abuelo, labrando un pedazo de tierra que no les daba para comer, ofreciéndose para ganar un jornal en lo que fuera, aceptando jornadas de limpieza extenuantes en casas donde apenas le pagaban unos céntimos. Por eso, al día siguiente del entierro de su abuelo, había seguido a su tía hasta Madrid. Por eso se quedó en casa de doña Victoria y mientras conservó fresca la memoria del hambre, el grito sordo y constante de sus tripas, se comportó como la más dócil de sus trabajadoras, la única que nunca se encaprichó con un cliente y jamás trabajó de balde, ni tenía ataques de celos, ni se escapaba de vez en cuando para correrse una juerga por cuenta propia. Cuando no estaba ocupada, se quedaba en su habitación, cosiendo su propia ropa, y bajaba de vez en cuando a la cocina para hacerse un flan chino y tomárselo entero, a cucharaditas. Al principio, le parecía mentira que nadie la regañara, y más increíble aún que su flan permaneciera intacto, esperándola, en una cocina tan transitada como aquella, pero así era. Se hizo tantos flanes, que una tarde descubrió que estaba empachada y abandonó el último por la mitad. Se le había olvidado lo que era acostarse sin cenar, y empezó a pasarlo todavía peor.
—¿Pero qué es lo que te pasa a ti, Fernanda?
Doña Victoria le había asignado un cuarto de segunda categoría, pequeño y con dos camas, una mesilla, un armario, una sola ventana que comunicaba con una habitación exterior. Durmió allí sola durante dos semanas, hasta que llegó otra muchacha de su misma edad, que también había nacido en un pueblo de la sierra de Lozoya y llevaba el hambre pintada en la cara. La primera Eladia Torres Martínez parecía una réplica de su compañera de cuarto, pero Fernanda descubrió muy pronto que era mucho más espabilada, y cuando empezó a comer tres veces todos los días, apuntó una diferencia aún más decisiva. Aquella chica de piel oscura, mate, y cuerpo huesudo, con las piernas llenas de costras y tan peludas como el entrecejo, absorbió el oficio con la misma facilidad con la que respiraba. La mejora de su alimentación rellenó sus pechos, sus caderas, y abrillantó su piel, tersa, luminosa sobre la grasa que mullía sus curvas en la proporción justa, pero todo lo demás lo puso ella misma, observando a las demás, imitándolas, reproduciendo sus gestos, sus sonrisas, su manera de moverse, hasta que aprendió a depilarse, a peinarse, a maquillarse sola con una pericia que multiplicaba por muchas cifras las capacidades de su compañera de habitación. Unos meses después, su belleza peculiar, irregular y afilada, más salvaje que exótica, llegó a su plenitud para hacer saltar por los aires todas las alarmas, las del deseo masculino y las de la envidia femenina, en aquella casa. Para aquel entonces, las dos eran ya tan amigas como para que una se preocupara por la tristeza de la otra, y para que esta le confesara, sólo a ella, la verdad.
—Pues qué me va a pasar, Eladia, es que… No sé, llamar cabritos a unos tíos y acostarnos luego con ellos, pues… No me parece bien.
—Pero, Fernanda… —la primera vez que escuchó aquel discurso, se levantó de su cama para sentarse en la de su amiga—. ¿Pero cómo me dices eso a estas alturas, mujer? ¿Tú no sabes todavía de qué va este negocio?
—Pues sí que lo sé, claro que lo sé, ¿qué te crees? Seré bruta, pero no tanto. Lo que pasa es que yo… Yo… —se paró a buscar unas palabras que no iba a encontrar, porque sabía de antemano que su amiga no podría entenderla, y vivía su malestar como una tara, un defecto personal, imperdonable—. Que yo no valgo para puta, Eladia. No sé por qué, pero… No me hago a esta vida, chica, qué quieres que te diga.
Otras pupilas de doña Victoria iban a misa los domingos, rezaban antes de acostarse, se confesaban y se arrepentían antes de volver a pecar. Fernanda no. Ella no era religiosa ni provenía de una familia burguesa venida a menos, no se había escapado de casa, ni tenía una madre que lloraba por ella, ni un hijo pequeño al que no estaba viendo crecer. No se sentía culpable, no tenía que darle explicaciones a nadie ni había desperdiciado ninguna oportunidad, pero no valía para puta y no sabía por qué, pero esa era la verdad, que no valía. Cuando sus clientes eran jóvenes, acababa preguntándoles qué hacían allí, con ella, en vez de buscarse una novia de su edad. Cuando eran mayores no decía nada, pero pensaba que más les valdría haberse quedado en casa con su mujer. Había algo más, pero no sabía cómo llamarlo, porque sólo conocía su cuerpo e ignoraba el de las demás, aunque estaba segura de una cosa. A ella no le atraían las mujeres, pero tampoco le gustaban mucho los hombres. A Eladia, más que comer con los dedos.
—¿Te puedes creer que me he corrido y todo? —Fernanda sabía que no mentía cuando la veía algunas noches con una sonrisa embobada y el cuerpo blando, aflojado por un misterioso mecanismo del que el suyo carecía—. Él se ha dado cuenta, claro, y yo le he dicho que no, que ni hablar, pero al final… Mientras le veía vestirse, me ha dado hasta pena que se fuera, fíjate.
Ella no sentía nada mientras estaba en la cama con sus clientes y sólo alivio, sin excepciones, cuando se levantaban para marcharse. Por eso, al enterarse de que la mujer de la limpieza se volvía a su pueblo, se ofreció para cubrir el puesto. Doña Victoria se la quedó mirando como la primera vez, y tardó casi el mismo tiempo en responder a su oferta.
—Vas a ganar mucho menos.
—Ya, pero… No me importa.
Al día siguiente, Fernanda se mudó a una buhardilla, una habitación sin espejos, sin batas transparentes, sin memoria de Nadine. Nunca se arrepintió, aunque al principio se sentía sola. Pero en el verano de 1902, cuando Eladia volvió a quedarse embarazada y tres médicos distintos le advirtieron que su vida peligraría con otro aborto, su situación le permitió acogerla, cuidar primero de ella y después de su hija, criar a la niña cerca, y lo más lejos posible de su madre, hasta que las tres pudieron instalarse en una casa decente gracias a don Evaristo. Sólo entonces Fernanda volvió a rezar. Todas las noches se arrodillaba al lado de su cama, y sin dirigirse a ningún dios en particular, les pedía a todos los que pudieran oírla que aquel santo no se le muriera.
—Sí, sí, santo… —su amiga se echaba a reír—. Anda que, si yo te contara…
—Eso no me importa, Eladia.
Y no le importaba. Para Fernanda, aquel hombre siempre fue una bendición del cielo, viviera quien viviera allí arriba, y lo único que lamentaba era que hubiera llegado tan tarde, cuando Mili ya no tenía remedio.
—¿Cómo está, don Evaristo? —por eso, desde que nació Lali, aún se esmeró más en hacerle la vida agradable—. Deme el abrigo. He encendido la chimenea del dormitorio porque, hay que ver, ¡qué día de perros!, y que estemos ya en abril…
—A ver, Fernanda —el juez conocía bien el carácter de aquellos prolegómenos—, ¿qué es lo que pasa?
—Es que, verá usted, me gustaría que hablara con la señora, porque…
Don Evaristo Fernández Salgado se había quedado viudo antes de cumplir treinta años y no tenía hijos, apenas familia, ningún compromiso más allá del que le vinculaba con las habitantes de aquella casa, la mujer que le había sorbido el seso después de quince años de soledad, cuando ya parecía garantizado para siempre, y su extraña criada, la puta decente cuya historia le había divertido tanto antes de conocerla, después no. El juez estaba encoñado sin remedio con una, pero volcaba sobre la otra una deferencia que excedía el trato corriente con el servicio, porque aunque Fernanda no supiera leer ni escribir, le parecía la única sensata y, con mucho, la más sensible de las dos. Por eso, rara vez le negaba los favores que le pedía.
—Pues para qué va a querer ir la niña a la escuela, Eladia, no seas animal, joder… ¡Para educarse! ¿Te parece poco? Para aprender a leer, y a escribir, y matemáticas, y geografía, para defenderse sola el día de mañana, para encontrar un buen trabajo, un buen marido. ¿O qué quieres, que se escape de casa a los quince años para volver preñada a los dieciséis, dejarte el crío y lanzarse a dar tumbos por el mundo, igual que su madre?
Fernanda sabía que estaba muy mal escuchar detrás de las puertas, pero permanecía con la oreja pegada a la cerradura del dormitorio hasta que don Evaristo convencía a su amante de que vacunara a su nieta, de que la sacara a tomar el aire, de que llamara al médico, de que la llevara al colegio.
—Bueno, pero tú no te enfades… —y sólo la despegaba al reconocer el acento almibarado, vagamente infantil, que su amiga adoptaba para complacer a su amante—. Mira, ven, que voy a enseñarte una cosita…
Un santo, repetía entonces para sí mientras se alejaba sin hacer ruido, un santo varón, un santo del cielo, sea lo que sea lo que esté haciendo con lo que esa tarasca acaba de enseñarle, un bendito… Luego, al marcharse, don Evaristo le guiñaba un ojo con disimulo, y Fernanda volvía a bendecirlo por dentro sin atreverse a sonreír, prevenida para la explosión que estallaría cuando Eladia le viera salir a la calle desde el balcón.
—Pues nada, que ahora hay que llevar a Lali al colegio porque al señor se le ha puesto en los cojones —aunque hacía mucho tiempo que no la veía tan furiosa como aquella noche—. ¿Qué me dices?
—Mujer —respondió con cautela—, pues no es mala idea, la verdad.
—No. La que es mala es la gente, y tú lo sabes.
—Lo sé, pero ya no vivimos en Flor Alta, Eladia, aquí es distinto, no nos conoce nadie, nadie tiene por qué saber…
—La gente es muy mala, Fernanda —volcó sobre ella una mirada más oscura que la pintura que emborronaba sus ojos—. Y si no, al tiempo.
Después, las dos se fueron a dormir, la una muy preocupada, la otra muy contenta de haberse salido con la suya. Fernanda sabía que Eladia no pretendía perjudicar a Lali, sino protegerla, mantenerla a salvo de las cuchillas de la verdad, pero creía que se equivocaba tanto, o más, de lo que se había equivocado con su madre. Cuando Mili tenía cinco años, ella se ofreció a llevársela al pueblo, pero Eladia no quiso resignarse a verla sólo de vez en cuando y su hija creció en el burdel, aprendiendo el oficio antes de tiempo. Por eso, más que corregirse, se había propuesto hacer con Lali todo lo contrario, pero ya no había razones para limitar la vida de su nieta.
Durante muchos años, el tiempo le dio la razón. Lali empezó a ir al colegio más tarde que la mayoría de sus compañeras, pero se adaptó muy bien a la rutina de las clases y los madrugones. Fernanda siempre estuvo pendiente de ella, y se esforzó por hacer amistad con las mujeres a las que se encontraba cada día en la puerta, y a las que se presentaba como la criada de una viuda acomodada que criaba a su nieta desde de que su hija había tenido que seguir a su marido al extranjero. Ninguna levantó una ceja al escucharla y ella nunca vio en sus rostros expresiones de recelo o sonrisas compasivas, ni al principio ni después, cuando Lali se empeñó en que la llevara a jugar por las tardes a los jardines que daban la espalda al Hospicio. Y hasta que a su madre se le ocurrió cruzar el Atlántico, en la vida de Lali no pasó nada oscuro, nada extraño, capaz de desmentir la apacible monotonía de sus días.
Fernanda habría preferido que Mili se quedara para siempre en la otra punta del mundo, pero neutralizó sin mucho esfuerzo las consecuencias de su visita. Lali ni siquiera se dio cuenta de que la intensidad de los mimos iba disminuyendo gradualmente, hasta que un día su tata volvió a enfadarse por lo sucio que traía el uniforme y ni siquiera le extrañó. Desde entonces, todo pareció igual que antes. Ya no lo era, porque la vida de la niña nunca volvió a encajar en un molde que durante algún tiempo se definiría por la ausencia de su madre. Todos los días pensaba en ella al despertar, al vestirse, al salir a la calle y después, cuando se ponía el camisón sin dejar de mirar sus pendientes en el espejo. Las adultas la estudiaban a distancia, sin decirle nada ni comentarlo entre ellas. Ambas sabían que se había abierto una grieta en la sólida muralla que habían fabricado para protegerla, pero pensaban que una mano de argamasa y un poco de pintura bastarían para cerrarla. No fue así.
—Tata, ¿qué es una puta?
Cuando Lali le hizo aquella pregunta, ya tenía diez años y había pasado más de uno desde que viera a Mili por segunda vez, aunque aquella mujer flaca y mal vestida, sin abrigo, sin joyas y con los nervios de punta, no parecía la misma, ni su visita aquel festival que nunca tendría una segunda edición. El hada de antaño sólo durmió en casa de su madre dos noches, las que tardó en sacarle dinero, y la niña se dio cuenta de que no había cambiado sólo por fuera, sino también por dentro. Estaba distraída, como ausente, y la miraba como si no la viera desde el otro lado de unos ojos perpetuamente empañados, las pupilas reblandecidas, vidriosas. Ni siquiera la encontró tan guapa, y aunque ella misma no pudiera creerlo, se alegró de verla marchar.
—Mamá está enferma —la abuela fue a buscarla al colegio por la tarde, de todas formas—. No ha querido decírtelo para que no te pongas triste, pero tiene que ir a ver a unos médicos, para curarse, ¿sabes?
Lali aceptó aquella versión con mucho mejor ánimo que la anterior. El retorno a la normalidad no evitó que se sintiera culpable por aquel bandazo sentimental, pero desarrolló una consecuencia más sutil, que moldearía su carácter en una proporción decisiva. A los nueve años, Lali se convirtió en una adulta precoz, aunque aquel proceso se desarrolló en la dirección contraria a la que había hecho madurar a Mili antes de tiempo. Desde que descubrió que no sabía qué hacer con su madre, si quererla o no, desear su regreso o celebrar su ausencia, sería una niña extrañamente cauta, silenciosa, que se guardaría a sí misma, lo que pensaba, lo que sentía, lo que creía, como si no tuviera otra posesión más valiosa. Mientras tanto, Eladia le mandaba dinero a su hija para que no volviera y Fernanda estaba mucho más tranquila, lo estuvo hasta que Lali le soltó aquella pregunta a bocajarro una tarde, al volver del colegio.
—¿Una puta? Pues no sé —y tenía preparada la respuesta, pero no se atrevió a levantar los ojos de la cebolla que estaba picando—. Debe de ser una cosa muy mala, ¿no? La gente ordinaria dice, por ejemplo, cállate de una puta vez, quédate con el puto vestido, esa es la puta verdad… Y cosas por el estilo.
—Sí, pero… Una madre puta, ¿qué es?
—¡Ah! Pues todo lo contrario —paró el cuchillo, miró a la niña, siguió picando—, una cosa muy buena, fíjate qué raro, pero es así. Esta comida está de puta madre, por ejemplo. Eso quiere decir que está muy rica.
—No, pero lo que yo digo… —Lali se quedó pensando, negó con la cabeza, se resignó a contarlo todo—. Es que unas niñas, en el patio, me cantan una canción… Bueno, no es una canción, es como un refrán, no sé…
Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija. Fernanda le contestó que era una frase horrorosa, que no tenía ni idea de lo que significaba, que lo más seguro era que esas niñas tampoco lo supieran y, sobre todo, que no les hiciera ni caso, mientras un sudor frío, espeso y sucio como un pegote de barro helado, le empapaba la nuca. No le contó nada a Eladia por no darle la razón, pero tampoco perdió el tiempo. Al día siguiente era martes, y don Evaristo adivinó que había pasado algo malo sólo con mirarla a la cara.
—Bueno, mujer, no te preocupes. Ya falta poco para que acabe el curso, ¿no? Que no vaya al colegio esta semana y el próximo año la mandamos fuera de Madrid, a un internado o… No sé, ya se me ocurrirá algo.
Lo que le ocurrió fue la muerte.
El golpe que Fernanda temía más que el fin de su propia vida acabó con él a traición, en la última semana de mayo de 1928. Cuando se despidió de ella, ya tenía un dolor agudo en el vientre, pero se negó a ir al hospital. Seguro que no es nada, dijo, ahora me voy a casa, me meto en la cama… No podía andar derecho y Fernanda insistió, pero no le hizo caso. A la mañana siguiente, se enteró de que estaba en el hospital. A la hora de las visitas, ya había muerto. Acababa de cumplir sesenta y nueve años y lo había dejado todo arreglado, pero ni siquiera su generosidad, el testamento en el que le dejaba a su amante el piso donde vivía y una asignación mensual que le habría permitido vivir con holgura y serenidad hasta su propio final, evitó una debacle cuya magnitud desbordó las peores previsiones de Fernanda.
—Pero bueno… ¡Qué madre tan joven tienes, Mili! —giró en su mano la que Eladia le había tendido para besarla en el dorso—. Parecéis hermanas.
Tenía treinta y cinco años, y era alto, guapo, apuesto y tenebroso, uno de los hombres más temibles que Fernanda había conocido en su vida, el más peligroso que Lali conocería jamás.
—Se llama Trinidad —Mili lo trajo consigo tres meses después de la muerte de don Evaristo, como si los dos hubieran olfateado el dinero—. Nos conocemos desde hace tiempo y… Bueno, somos novios.
Desde que se mudaron a la calle San Mateo, en aquel piso tranquilo, de apacibles rutinas, nunca había vivido un hombre. Cuando Trinidad empezó a recorrerlo desnudo de cintura para arriba, la armonía se disipó tan deprisa como si nunca hubiera existido.
—Eladia, por Dios y por la Virgen, que es el novio de tu hija.
—¿De mi hija? El novio de Mili es la morfina, Fernanda. Lo único que la importa es la jeringa y tener algo que meterle dentro…
Lali nunca detectó los indicios que provocaron estas conversaciones, pero la aparición de Trinidad no la desordenó menos que a su abuela. Ella había ido al colegio y sabía manejar un diccionario. No tuvo ninguna dificultad para seguir el rastro de la palabra puta, ver ramera, ver meretriz, ver prostituta, mujer que comercia con su cuerpo, ver comercio, negociación que se hace comprando y vendiendo géneros y mercancías. Al interpretar esas palabras, sintió un fuego líquido, un miedo incomparable, una vergüenza que la mantuvo en cama, verdaderamente enferma, y le dio a Fernanda la excusa ideal para alejarla del colegio. No le contó nada, ni a ella ni a nadie, y por eso se equivocó. Mientras respondía lo mismo a todas las preguntas, ya me encuentro mejor, gracias, y camuflaba con una sonrisa mecánica el incendio que devoraba sus ilusiones sin llegar a quemarlas ni agotarse jamás, en su cabeza sólo había espacio para una frase, una oración breve y contundente como una consigna. Yo no, jamás, yo nunca, jamás, yo no, nunca jamás. Se creía tan lista que se confundió como una tonta. Era tan pequeña, la verdad tan grande, que concluyó mal y que su abuela era su modelo, el único clavo al que podía agarrarse. Eladia siempre se había comportado como una señora, una mujer madura, con recursos, que salía poco a la calle y no daba que hablar. Fernanda era una criada analfabeta, Mili, una puta que ya ni siquiera echaba el cerrojo cuando se quedaba en la cama tumbada, como muerta, la sonrisa de un cadáver curvando sus labios. La niña decidió que sólo tenía un camino y escogió a su abuela, la mantuvo al margen de los cantos de sus compañeras, cultivó su amor mientras el que había sentido por su madre se transformaba pronto en rencor, luego en desprecio. Y sin embargo, dolía. Le dolía tanto que no pudo resistir la tentación de salvar algo de aquel naufragio.
—Dime una cosa, Trinidad —él era guapo, era simpático, joven, y no trabajaba, por eso siempre tenía tiempo para ella, para llevarla por la acera que más le gustara a ver escaparates, a tomar una horchata en una terraza, o a dar un paseo en barca—. ¿Tú conoces a mi madre desde hace mucho tiempo?
—¡Uf! —la miró, sonrió y levantó las cejas, como si hubiera perdido la memoria de una fecha tan remota—. Pues claro.
—¿Desde antes de que yo naciera?
—Desde que abultaba lo que tú, poco más o menos.
Así fabricó Lali su propio laberinto, un círculo concéntrico del infierno que se instalaría en aquella casa antes del aniversario de la muerte de don Evaristo.
—Eladia, por lo que más quieras…
—Tú no lo entiendes, Fernanda, para ti es muy fácil, claro, a ti no te gustan los hombres, pero para mí es muy importante, es mi última oportunidad.
—Pero, mujer, que tienes cincuenta años y lo único que quiere ese tío es chulearte, piensa con la cabeza, por favor te lo pido…
Al principio, todavía la dejaba hablar, expresarse con la confianza que siempre se habían tenido, pero después del verano, él la hizo florecer por última vez y cuando se miró en el espejo, ya no quiso saber nada más.
—Te voy a decir una cosa, Fernanda, cállate. Date un punto en la boca porque no tienes ni idea de lo que dices. Tú puedes sentirte una vieja si te apetece, pero yo todavía soy una mujer joven, ¿o es que no me ves? —la veía, la estaba viendo y no se lo creía, no entendía cómo podía haber rescatado su antigua belleza del desván polvoriento donde languidecía desde hacía tantos años, cómo podía haberse vuelto tan tonta, tan loca a la vez—. Mi dinero es mío, y me lo gasto como me da la gana, pues no faltaba más.
Después se maquillaba, se cardaba el pelo, se metía a presión en un vestido de diez años antes, se colocaba el pecho lo mejor posible dentro del escote, usaba una estola para disimular el grosor de su cintura, e imponente para su edad, cada noche un paso más cerca sin embargo de la patética frontera de las viejas repintadas, iba a buscarle.
—Ya estoy —anunciaba desde la puerta, perfilándose siempre en la distancia, la penumbra que más la favorecía.
—¡Qué guapa! —él avanzaba hacia ella mordiéndose el labio inferior, como si no resistiera el deseo de darle un mordisco, y Fernanda sentía que se la llevaban los demonios y la impotencia de no saber qué hacer, qué agujero tapar, adónde dirigirse.
Ella sólo tenía dos brazos, sólo dos manos, y no podía sostener sin ayuda un edificio que se estaba derrumbando por sus cuatro esquinas. No fue capaz de repartirse entre las dos niñas de su vida y escogió a la mayor porque era la más frágil, la más desamparada, pero todo le salió al revés. Mili nunca le perdonó que la hubiera arrancado del espeso letargo donde dormitaba sin vivir, sin querer saber. Flaca y avejentada, con la piel grisácea, la voz pastosa, invirtió las últimas fuerzas que le quedaban en arremeter contra su madre con una furia que sólo sirvió para afirmar el poder de Trinidad sobre ambas. Lo que tú tienes que hacer es curarte, cariño, fue todo lo que Eladia logró decirle, te hemos buscado un sanatorio en la sierra, es lo mejor para ti… Él gastó menos saliva, mírate, Emiliana, estás hecha una mierda, das asco. Después le ofreció dinero y la certeza de que no podía elegir. Mili se marchó poco antes de la Navidad de 1929. Lali nunca la volvió a ver.
Su partida reinstauró cierto equilibrio, una paz precaria en la que su madre apuró su extraña plenitud, aquella exaltación erizada de púas, sombría de pronósticos, que se parecía a la felicidad pero llegaba demasiado tarde, y soportaba demasiadas culpas, y tenía fecha de caducidad, un límite visible, demasiado inminente como para vivirla a medias. Mientras se entregaba a ella por completo, se desentendió de todo lo demás, un término impreciso que incluía también a su nieta. Lali se encontró con su propia vida entre las manos cuando aún no sabía qué hacer con ella. A principio de curso, se había negado a volver al colegio, se había asombrado al comprobar que Fernanda no le llevaba la contraria, y desde entonces, se dedicaba a acostarse tarde, a levantarse más tarde todavía, y a no hacer nada entremedias. A los doce años, su cuerpo había empezado a cambiar, no tanto como su carácter. Agria y arisca, solitaria, violenta consigo misma y con los demás, no se gustaba ni le gustaba el mundo. Aquella confusión acentuó los rasgos más oscuros de su carácter, y sin dejar de ser hosca, desconfiada, se convirtió en una criatura triste. Aunque no se lo dijera a nadie, a veces se sentía además muy pequeña, frágil como una niña perdida, abandonada a su suerte en un tablero donde los adultos jugaban a un juego cuyas reglas no comprendía. Tampoco entendía lo que le había pasado, cómo era posible que su existencia, antes tan regular, tan ordenada, se hubiera puesto boca abajo en tan poco tiempo. Sentía nostalgia de la disciplina, el fecundo aburrimiento de los madrugones y los deberes, pero la única persona de la que habría podido provenir un nuevo orden ya no tenía autoridad suficiente para imponérselo.
—¿No quieres ir al colegio? Muy bien, ya eres mayor y no necesitas trabajar, pero haz algo, Lali, dibuja, pinta, aprende a cocinar, a coser, o estudia otra cosa, francés, música, corte y confección, lo que más te guste…
—Que me dejes en paz, tata.
Fernanda se lo perdonaba todo, pero se desesperaba al comprobar que el abismo que se había abierto entre ellas no cesaba de crecer, y no se resignaba a que el hilo que las unía se hubiera roto sin remedio. Lali ya no la buscaba, no se confiaba a ella, no confiaba en nadie, pero prefería la compañía de Trinidad a cualquier otra, y cuando los veía juntos, su tata sucumbía a un miedo sin forma, una alarma instintiva en la que ni siquiera se atrevía a pensar. Cuando su madre tenía la edad de Lali, ella había adivinado antes que nadie que no iba a heredar la belleza de Eladia, y el tiempo le había dado la razón. Mili siempre había sido mona, resultona mientras fue joven, nada más, pero su hija era otra cosa. De la crisálida de aquella niña fea y achaparrada, con las piernas larguísimas, el tronco corto, amontonado, y el cuello hundido entre los hombros, iba a emerger una mariposa tan bella como su abuela no había sido jamás. Fernanda estaba segura de eso, y los depósitos de grasa que deformaron su cuerpo un poco más con la primera regla, sólo vinieron a confirmar su intuición. Desde entonces, lo único que se atrevió a pedirle a su suerte fue que nadie más la compartiera, pero los inconcretos dioses a los que había vuelto a rezar ya no escucharon sus súplicas.
—¡Hija de mi vida! —un día se le olvidó comprar el pan, y Eladia se asustó al ver a su nieta con lo primero que había encontrado antes de bajar corriendo a la calle—. Pero si ese vestido ya no te lo puedes poner, si lo vas enseñando todo. ¡Qué barbaridad, estás hecha una mujer!
—Natural —Trinidad miró a la niña, sonrió—. ¿Qué quieres? Con doce años… A esta le voy a hacer yo la horma.
Fernanda estaba cortando el pan. Al escuchar a aquel hombre que destruía todo lo que tocaba, experimentó una extraña calma, una serenidad blanca, fría, que espesaba el aire mientras el tiempo se impregnaba de gravedad. Una lentitud que brotaba de sí misma obligaba a cada segundo a detenerse un instante antes de desaparecer para darle la oportunidad de verse desde fuera, una mujer adulta, tranquila, que levantaba el cuchillo y avanzaba un paso, luego otro, sin descomponerse, sin mostrar a nadie la blancura despiadada, deslumbrante, del fuego helado que ardía sin quemarla en su interior.
—Escúchame bien, Trinidad, porque no lo voy a repetir —blandió el cuchillo como una espada y percibió aquella voz neutra, serena, que también era blanca, que tampoco parecía suya—. Vuelve a decir eso y te mato. Aunque sea lo último que haga en esta vida. Aunque me lleven presa, aunque me den garrote, aunque me pudra en una cárcel, antes te mato. Que no se te olvide.
Aquel deslumbramiento cesó de golpe. Fernanda se extrañó de volver a ser ella, de tener el cuchillo en la mano, y cuando regresó a la tabla donde le esperaba la barra a medio cortar, la voz de Lali pulverizó el silencio de piedra que había sucedido a sus palabras.
—¿Pero qué es lo que ha dicho, tata?
Fernanda la miró, abrió la boca, volvió a cerrarla, y Eladia aprovechó su indecisión para dejar escapar una carcajada hueca, artificial, tras la que se dirigió a su nieta como si le hablara desde un parapeto.
—Nada, cariño, una broma —pero no se atrevió a mirarla a los ojos.
Después clavó los ojos en el mantel para dejar a su último hombre a solas con su amiga más antigua. Ella no se arrugó. Él tampoco.
—¡Mira esta! —aunque su sonrisa no logró disimular del todo su inquietud, porque él sabía mucho de amenazas y se había dado cuenta de que aquella iba en serio—. Para ser una marmota, tienes tú muchos humos, me parece. Que no se te olvide a ti que yo soy el señor de esta casa —Fernanda le respondió con una carcajada y él se volvió hacia su amante, le dio un golpe en el brazo para reclamar su atención—. ¿Es o no es, Eladia?
Ella volvió a sacar de alguna parte el esqueleto hueco de su risa y asintió con la cabeza.
—A ver —concedió—, si no hay otro…
—No —Trinidad volvió a sacudirla hasta que logró que se volviera hacia él—. Así no. ¿Es o no es? Porque si no pinto nada aquí, cojo la puerta y me voy.
—Es, Trinidad, es —y volvió a estudiar el mantel mientras su cara, pálida como la cera, alumbraba los colores de la vergüenza.
Nadie le explicó a Lali lo que había pasado, y aquella vez, el diccionario, horma, molde con el que se fabrica o se forma algo, no la ayudó. Su abuela no necesitó consultarlo, pero se comportó como si el significado de aquella expresión representara un enigma igual de irresoluble para ella.
—Pero si no significa nada, mujer, es un simple comentario, una tontería, de mal gusto, eso sí, pero nada más —y mientras lo decía, siempre encontraba algo que hacer, un cajón que ordenar, una planta que regar, cualquier cosa para tener las manos ocupadas—. Deja de sacar las cosas de quicio.
—¿Pero cómo puedes decirme eso? —Fernanda iba a por ella, la cogía de los brazos, hablaba encima de su cara, pero ni así conseguía que la mirara—. Estás ciega, no ves nada, ese hombre te está volviendo loca.
—Sí, estoy loca por él, ¿qué quieres que te diga? —hasta que un arrebato de orgullo moribundo levantaba su cabeza, su barbilla, con una arrogancia más cruel consigo misma que con nadie más—. Y él por mí, él por mí, porque… Tú no sabes nada de los hombres, Fernanda, tú no te acuestas con él, no tienes ni idea… Y además, a quién se le ocurre que teniendo a una mujer como yo, Trinidad pueda fijarse en Lali, que no es nada, una chiquilla a medio hacer todavía, eso sólo puedes pensarlo tú, que le tienes ojeriza…
—Eres tonta, Eladia, escúchame bien. Estás ciega y te has vuelto imbécil, mema perdida, eso es lo que pasa.
—Oye, sin faltar.
—¿Sin faltar? —y se apretaba las manos entre sí por no estrellarle los puños en la cara—. Desde luego, no hay peor ciego que quien no quiere ver.
A partir de ahí, todo lo que pasó estaba cantado. Fernanda supuso que Trinidad cargaría contra ella, y acertó. Sospechó que Eladia no dudaría en sacrificarla al capricho de aquel hombre, y volvió a acertar. En el invierno de 1930, su vieja amiga debutó como patrona, y no dejó pasar una semana sin comentar que el dinero se le escurría entre los dedos, que Lali ya podía cuidar de sí misma, que bien mirado, no necesitaban criada. Fernanda se atrincheró en la cocina y pronto descubrió que no aguantaba sólo por la niña, sino también por su abuela. Mientras replicaba que no tenía otro lugar adonde ir, que para ella aquel piso era un hogar y no un trabajo, que tenía ahorrado casi todo el dinero que le había pagado don Evaristo, brotó en su interior una compasión tierna, limpia, por la suerte de aquella vieja tonta y enamorada, aquella loca impúdica y sin suerte que se marchitaba a marchas forzadas, como una flor tardía, sin porvenir posible. Alguien tendrá que sostenerla cuando esto termine de mala manera, pensaba Fernanda, y cada día sentía más piedad por Eladia, cada día la encontraba más débil, más vulnerable, tan indefensa como las niñas a las que había acunado en sus brazos, o más. Pero en aquella casa estaban pasando muchas cosas, y una se le pasó por alto. Cuando descubrió que había estado tan ciega como Eladia, ya era tarde.
—¿Quieres que nos vayamos juntas, lucero?
Mira, hija, así no podemos seguir… Una tarde de otoño de 1930, Eladia le pidió a Trinidad que se llevara a Lali a dar una vuelta y puso las cartas boca arriba. Yo tengo muchas cosas que agradecerte, y te tengo cariño, ya lo sabes, pero ahora vivo con un hombre, aunque a ti no te guste, Trinidad es mi hombre y esto va de mal en peor, no puedo con tanta bronca… Fernanda la escuchó en silencio, fijándose en las arrugas paralelas, repetidas como los flecos de una alfombra, que marcaban su labio superior, en las que se desplegaban como las varillas de un abanico en la juntura de sus pechos torturados por el corsé. Es una vaca vieja camino del matadero, pensó, pobrecita mía, mientras la escuchaba sin hablar, sin gesticular, y no movió una ceja hasta que se le ocurrió aquella idea. Muy bien, Eladia, si quieres, yo me marcho, pero deja que me lleve a la niña. ¿A la niña…? Antes de que tuviera tiempo de recopilar razones para negarse, le ofreció motivos suficientes para aceptar. Sí, a la niña, porque cuando yo me vaya, quieras que no, tendrás que ocuparte de ella, y Lali estará siempre en medio, estorbándote. Si lo que quieres es vivir a tus anchas con Trinidad, déjame a la niña y yo te la traeré todas las semanas, vendré a buscarla cuando tú digas y las tres estaremos mejor, piénsalo, Eladia…
—Pero yo no puedo irme de aquí, tata.
La había tenido en brazos más tiempo que nadie. Le había enseñado a andar, a hablar, a comer sola. La había consolado cuando estaba triste, se había reído con ella cuando estaba alegre, la había acompañado cuando estaba sola. La conocía tan bien como a las líneas de sus manos, y aunque en los últimos tiempos cada vez la entendía menos, detectó al instante la sombra que proyectaba aquella respuesta.
—Claro que sí, tesoro —pudo medir su longitud, calibrar su espesor, anticipar un futuro espantoso—, claro que puedes. No hace falta que sea para siempre, ni que nos marchemos de Madrid, si no quieres. Podemos irnos una temporada, venir a comer todos los domingos, podemos…
—Yo no quiero que te vayas, tata, pero no puedo irme contigo —cuando ya no había remedio, Fernanda descubrió lo que no había sabido evitar y que no habría sido tan complicado—. Esta es mi casa, es mi familia.
Aquella palabra alumbró la oscuridad, la iluminó para hacerla más negra, más opaca, para deslumbrar a su vez los ojos huecos, inútiles, de una mujer que sólo entonces comprendió la monstruosa condición de su ceguera.
—No es tu padre, Lali.
—Eso no se sabe, tata.
—Sí, yo lo sé —y sus ojos ciegos se llenaron de lágrimas—, lo sé, maldita sea su estampa, ese cabrón no es tu padre, no es tu padre, Lali, no lo es…
La había tenido en brazos más tiempo que nadie. Volvió a cogerla en brazos aquella noche y la abrazó, la besó, la meció contra su cuerpo mientras se enfrentaba al problema más difícil que afrontaría en su vida, un dilema envenenado, con dos soluciones malas, ninguna buena. Habría podido ser valiente y fue cobarde. Habría podido ser sincera y no se atrevió. No mintió, pero tampoco le dijo la verdad, que todas las mujeres con las que había vivido desde que nació habían sido putas alguna vez, puta su abuela, puta su madre, puta ella también hasta sin vocación, sin condiciones. Podría haberle dicho que por eso sabía que Trinidad no era su padre, aunque hubiera sido él quien dejó preñada a Mili a los quince años, que eso daba igual porque los hijos de las putas nunca tenían padre. Podría haberle contado todo eso y que lo único que quería aquel maldito era prolongar la dinastía con carne fresca, pero no se atrevió y estuvo toda la noche en vela, abrazada a la niña, mirándola dormir, sintiéndose incapaz de escoger el menor entre dos males mientras se sentía culpable hasta de haber conspirado para mandarla al colegio. Aquella noche se preguntó si no habría sido mejor que Lali no hubiera tenido amigas, ni habilidad para consultar un diccionario, y se encontró rezando al único santo que había conocido en su vida, para que amparara a su niña, para que la protegiera, para que hiciera un milagro capaz de ponerla a salvo.
Dos semanas más tarde, no le quedó más remedio que marcharse sola. Eladia la acompañó a la puerta, asistió en silencio a su partida, cerró los ojos a sus últimas palabras.
—Como algún día me encuentre con Lali haciendo la calle, te mato a ti.
Desde entonces, y hasta que don Evaristo premió sus súplicas con un ángel de la guarda maricón, con los ojos pintados y sombrero cordobés, la vida de la niña volvió a estar sujeta a un orden riguroso, una disciplina tan firme como la que tuvo una vez. A los doce años, la segunda Eladia Torres Martínez aprendió lo que era el terror sin consultar ningún diccionario.
Todas las noches, cuando la pareja salía a dar una vuelta, iba a la cocina y cenaba algo frío, de pie, deprisa, antes de entregarse al laborioso protocolo de la fortificación. No tenía fuerza para empujar la cómoda con todo su contenido, así que sacaba los cajones, los ponía sobre la cama y arrastraba el esqueleto del mueble para atrancar la puerta con él. Luego volvía a colocarlos, uno, dos, tres, cuatro, y repetía la misma operación con las mesillas, apuntalando la cómoda con ellas para asegurarse de que Trinidad no podría desplazarla. Por último, y aunque él había intentado abrir la puerta varias veces sin lograrlo, tampoco cometía el error de dormir. Completamente vestida, se recostaba en la cama, aferraba con las dos manos el mango del cuchillo que Fernanda usaba para picar carne, y en la oscuridad, con los ojos abiertos, miraba pasar el tiempo hasta que oía el ruido de la puerta, el repiqueteo de los tacones de su abuela sobre las baldosas, el eco más pesado de los pasos de su amante y su voz, primero franca, sonora, acuéstate, Eladia, que ahora voy, después un susurro entrecortado, jadeante.
—¿Estás ahí, cachorrito? —Trinidad fruncía los labios al hablar, como si quisiera besar al aire, y al escucharle Lali aguantaba la respiración y se quedaba quieta, tan inmóvil que a veces le daba miedo que él pudiera oír desde el pasillo la frenética galopada de los latidos de su corazón—. ¿No quieres que tu papi entre a darte un beso de buenas noches? —luego se reía con una risa gruesa, grasienta, más temible que los insultos—. Qué mala eres conmigo, con lo que yo te quiero, y como se me ha hecho tarde, seguro que te has estado consolando tú solita, ¿no? Qué pena, estarás tan cansada… —hasta que la niña percibía en su voz, a través de la puerta, un tono distinto, denso y sucio—. ¡Uy! ¿A que no sabes lo que tengo en la mano? Es toda para ti, ya lo verás. Antes o después te pillaré, y te vas a enterar de lo que es bueno.
Al principio lloraba. Los primeros meses, cuando Trinidad se rendía, al escuchar el eco de sus pasos alejándose, se echaba a llorar y se metía un puño en la boca para que él no la oyera. Hasta que un día no lloró más, porque el terror se había infiltrado en su piel, había encontrado un hogar bajo sus uñas, entre los resquicios de sus dientes, y Lali ya no podía existir sin él, y el terror ya no podía vivir sin ella. Los dos formaban una sola cosa, un solo cuerpo, una sola mente, una naturaleza seca, insensible, con dos ojos que servían para acechar caminos por donde escapar, no para producir lágrimas. Después, Lali echó el llanto de menos, pero pasaron muchos años hasta que pudo volver a llorar.
—¿Qué te pasa, Eladia?
La conciencia de su cuerpo desnudo, la proximidad de otro cuerpo desnudo bajo las sábanas, la despertaba a veces en mitad de la noche. Aunque siempre dejaba una luz encendida para ahuyentar a los fantasmas de la oscuridad, antes de ver a Antonio reconocía su olor, el aroma reconfortante, delicioso y pacífico, que brotaba de la piel caliente de un hombre joven, dormido. Luego le miraba, le admiraba, seguía con los ojos las líneas del brazo que emergía del embozo, la forma perfecta del hombro, la fragilidad robusta de la nuca, y se conmovía tanto al ver todo aquello que olvidaba las noches en las que había deseado morir, y comprendía que no quería morir nunca, no mientras él estuviera en su cama, tan hermoso, tan deseable, tan bueno para ella que mientras deslizaba los brazos bajo los suyos, y se pegaba completamente a él, y le besaba en la espalda, sentía la inmortalidad como si fuera una cosa, como si pudiera tocarla, morderla, bebérsela. Entonces sucedía. El llanto retornó a sus ojos sin que ella lo buscara, en los pliegues más dulces de las mejores noches, y las lágrimas vencieron a la memoria del dolor sin desterrarlo nunca del todo.
—¿Qué tienes, amor mío? —Antonio se despertaba, se daba la vuelta en la cama, la miraba, la apretaba contra sí con los brazos, con las piernas, pegaba la cabeza a la suya, le acariciaba el pelo—. No me asustes.
—Que te quiero mucho —ella no quería llorar y lloraba, pero quería sonreír, y sonreía—. Te quiero tanto que a veces me da miedo.
—Yo también te quiero, cariño. Te quiero, te quiero, te quiero… —la besaba, y volvía a besarla, y la besaba más, y después, a veces hacía otra pregunta sin esperar respuesta—. ¿Qué pasó, Eladia, quién te hizo daño?
Nunca se lo contó. No quería recordarlo pero, sobre todo, no estaba segura de poder ofrecer un relato verosímil, una historia que alguien distinto de sí misma pudiera creer. No era fácil de explicar, porque Trinidad era un gran profesional, un hombre admirablemente dotado para su oficio. Tenía la paciencia de un cazador y la astucia de un superviviente, el despiadado instinto de los depredadores y el olfato de un perro de presa. Olía a una puta mucho antes de que a ella se le ocurriera que peor era pasar hambre y cuando le clavaba los dientes, no la soltaba jamás. Mientras tanto, era el amante que cada mujer quería que fuera, tierno o violento, amable o desdeñoso, apasionado o frío, porque dominaba todos los registros y nunca se dejaba atrapar en cepos sentimentales. Era un miserable, y lo sabía, pero eso no le impedía convivir en armonía consigo mismo. A los treinta y cinco años, cuando Mili se enteró de que su madre había heredado un piso y una buena renta, estaba orgulloso de no haber tenido que dar un palo al agua en su vida, pero también un poco preocupado. Para tener éxito en su trabajo era fundamental cuidarse, estar en forma, mantenerse atractivo y en condiciones de cumplir regularmente en varias camas distintas, pero a él le gustaba beber, bebía demasiado, y su cuerpo ya no era el de antes. De repente, patearse la calle todas las noches le daba tanta pereza como madrugar para presentarse en el tajo a las ocho en punto de la mañana, y la vieja era pan comido. Ni siquiera tuvo que masticar para tragárselo. Podría haberse conformado con eso, pero Lali era un botín demasiado tentador como para dejar que lo encontrara otro.
Esta niña va a tener un polvo mortal de necesidad, pronosticaba mientras la veía, tan fea, tan peluda, tan desproporcionada aún pero con esas piernas largas, esbeltas, y la carne apretada como la de un melocotón recién cogido. Su olfato, que nunca le había engañado, se empeñó en llevarle la contraria, pero su memoria registraba hazañas legendarias, suficientes para alentar sus esperanzas. Lali no podía oler a puta porque todavía estaba tierna como un polluelo, y sujeta a la nefasta influencia de Fernanda. Lo principal era quitarse a la marmota de encima, y cuando lo consiguió, se comportó durante algún tiempo como el más amoroso y seductor de los padres.
—¿Quieres que me quede un rato contigo? —todas las noches entraba a darle un beso, y de vez en cuando, se tumbaba a su lado—. Hazme sitio, anda.
Ella le quería. Eso era lo peor, lo que más le dolió, lo que no se podría perdonar después. Le quería porque tenía que querer a alguien, porque su madre ya no servía para eso, porque su abuela le daba vergüenza, porque Fernanda ya no estaba, porque nunca había tenido un padre, porque desde que Mili se marchó por primera vez, nadie se había preocupado tanto por ella, por hacerla feliz.
—A ver… ¡Uy, qué tetas tan bonitas te están creciendo, cachorrito!
Al principio era como un juego. Trinidad se tumbaba a su lado y le contaba historias fascinantes o divertidas de las cosas que había hecho, las ciudades donde había vivido, la gente que había conocido, deslizándose con cautela, poco a poco, hacia los terrenos que más le convenían. La niña tenía los ojos muy abiertos y comprendía la realidad que le habían ocultado durante años, pero prefirió pensar que su relación con Trinidad estaba al margen, porque tenía que querer a alguien. Él interpretó su necesidad, la encarnó con paciencia y generosidad, dosificó la temperatura, la intensidad de sus caricias y le enseñó a jugar a las cosquillas.
—Es la guerra —decía mientras se lanzaba sobre ella, moviendo los dedos en el aire—, a ver quién gana…
Hasta que una noche, cuando se rindió, Lali estaba tan arrebolada, tan desprevenida de su desnudez, el camisón arrebujado en la cintura, las bragas al aire, que se atrevió a avanzar un dedo, sólo un dedo que acarició sus ingles muy despacio, siguiendo el contorno de las gomas, y ella no se quejó, porque le resultaba agradable, pensó él, porque formaba parte del juego, pensó ella. Cuando ese dedo se metió debajo de la tela, cuando empezó a hurgar en la carne blanda y caliente que nunca había formado parte del territorio de las cosquillas, Lali se puso rígida, cerró las piernas, uso las dos manos para empujar el brazo de Trinidad hacia fuera.
—¿Qué haces?
—No seas tonta, espera un poco, ya verás…
—No, déjame, no me gusta, me haces daño, me estás haciendo daño…
—¡Qué va! —él sonrió, negó con la cabeza, apartó la mano enseguida—. No te estaba haciendo daño.
Lo peor era que ella le quería, que necesitaba querer a alguien y le había escogido a él, y por eso, aquella noche, cuando se quedó sola, quiso confundirse, echarse las culpas, censurarse a sí misma por haberse portado como una tonta. Era verdad que él no le había hecho daño. Su dedo había activado una alarma caliente y rojiza, la conciencia física de un peligro que no llegó a consumarse. La reacción de Trinidad, que en los días siguientes ni siquiera le habló y pasaba de largo por su cuarto cada noche, terminó de convencerla de que estaba equivocada y de que él tenía motivos para sentirse ofendido. Le pidió perdón, y él se lo concedió sin vacilar, te perdono, una pura fórmula, la cáscara vacía del fruto al que Lali aspiraba.
—¿Qué te pasa? —le preguntó unos días después, al comprobar que el perdón no había bastado para que él volviera a sonreír, a llevarla de paseo, a ir a verla por las noches.
—¿Pues qué me va a pasar? —la miró con el desamparo de un perro apaleado—. Que yo te quiero mucho, y me da mucha pena que no me quieras.
—¡Pero si yo te quiero! —a la niña se le llenaron los ojos de lágrimas—. Te quiero muchísimo —y se lanzó sobre él, y él la abrazó, y la besó en el pelo.
—¿De verdad? —Lali se lo confirmó moviendo la cabeza, los brazos cruzados aún alrededor de su cuello—. Pero piensas mal de mí, piensas que quiero hacerte daño, y no es eso. Si me quieres, tienes que confiar en mí, porque yo sólo quiero hacerte feliz. ¿Vas a dejar que te haga feliz?
Si Fernanda no la hubiera echado a perder, se consolaría Trinidad durante el resto de su vida, aquel chollo no se le habría escapado. Pero la niña había ido al colegio, había leído libros, había aprendido que hay cosas que los padres nunca hacen con sus hijas. El resto, esa fiereza que la revestía como una coraza, debía de haberla heredado del cabrón que la hubiera engendrado, que a saber quién habría sido. Él, desde luego, no.
—Como des un paso más, te lo hundo hasta el mango.
La primera vez que encontró un mueble contra la puerta, pudo desplazarlo con facilidad, pero al entrar en el dormitorio se encontró a Lali esperándole con un cuchillo más grande que ella entre las manos.
—No hay huevos —apostó, dando un paso en su dirección.
—¿Que no? —ella sonrió mientras avanzaba hacia él—. Atrévete a probar.
No se atrevió. Habría podido hacerlo, era muy fácil. El cuchillo era largo y afilado, pero ella sólo una niña de doce años. Habría bastado con darle un sopapo para desarmarla, y sin embargo, al mirarla a los ojos, se quedó clavado en el suelo, porque tuvo miedo, lo que vio en sus ojos le dio miedo. Él tenía treinta y siete, llevaba casi veinte viviendo de las putas, no era la primera vez que le amenazaban, otras le habían arañado, le habían pinchado y no las había temido, pero aquella noche no dio un paso más.
—¡Abuela! —la niña empezó a chillar sin soltar el cuchillo, sin dejar de mirarle—. ¡Abuela, ven! ¡Corre, abuela!
—Pero ¿qué pasa…? —una voz somnolienta, perezosa, intentó zafarse desde el otro lado de la pared—. No puede dormir una…
—¡Que vengas de una vez, abuela!
Cuando escuchó el ruido del somier, Trinidad empezó a andar hacia atrás mientras intentaba llegar a un trato.
—Vamos a llevarnos bien, anda. Esconde ese cuchillo, y a otra cosa…
Ella no cedió, porque estaba segura de que su abuela vería, comprendería, la ampararía. Pero su abuela vio, comprendió, y renegó por igual de sus ojos y de su entendimiento.
—¡Ay, por Dios, pero qué chiquillos sois! Trinidad, parece mentira… ¿Tú te crees que estas son horas de jugar? Dame el cuchillo, Lali, y a la cama, todos a dormir, que es tardísimo, vamos…
Aquella noche la niña no pegó ojo, pero tampoco logró creer del todo en lo que había pasado. Su abuela siempre había sido una señora madura, discreta, con recursos para mantener su casa, que salía poco a la calle y no daba que hablar. Desde que Trinidad vivía con ellas, había cambiado, iba vestida de una manera ridícula y se pintaba más, pero la mujer que Lali recordaba no podía haberse disuelto así como así. Por eso, a la mañana siguiente, intentó hablar con ella como si aquel hombre no estuviera delante.
—Abuela, lo he estado pensando y quiero irme a vivir con la tata —Eladia cerró los ojos, los apretó muy fuerte, encogió los hombros como si el techo fuera a caérsele encima—. Ella me lo ofreció. Seguro que le parece bien.
—Ni hablar —Trinidad se levantó, se acercó a ellas.
—No estoy hablando contigo. Estoy hablando con mi abuela —pero Eladia no intervino, no respondió, no les miró, y Trinidad se acercó un poco más.
—Pues yo sí hablo contigo y te digo que ni lo sueñes. Tú no vas a moverte de esta casa —y una sonrisa esquinada se atravesó entre sus labios—. Tengo grandes planes para ti, y además, es ley de vida. ¿Quién nos va a mantener, si no, cuando seamos mayores?
Antes de contestar, Lali le sostuvo la mirada mientras un demonio que ya nunca la abandonaría le inspiraba las palabras que necesitaba.
—Tu puta —e hizo una pausa, como si quisiera regodearse en sus palabras— madre.
Trinidad le dio un golpe con el dorso de la mano y la tiró contra una esquina. Lali se chupó la sangre que le había brotado de la comisura de los labios y se marchó a la calle. Durante los tres años siguientes, el orden de su vida se intensificó hasta convertirse en una nueva rutina. Su abuela le daba dinero a escondidas, le decía a qué hora tenía que irse, a qué hora le convenía volver, y nunca mencionaba los motivos. Mientras se convertía en la belleza que había presentido Fernanda, en el polvo mortal de necesidad que había olido Trinidad, Lali dormía por las mañanas en una habitación fortificada, vagabundeaba por Madrid todas las tardes, y hacía guardia por las noches con un cuchillo entre las manos. Se acostumbró a que los hombres silbaran al verla, a que los coches frenaran en seco para dejarla pasar, a que los desconocidos la abordaran para ofrecerle lo que quisiera, como quisiera, cuando quisiera, pero no vaciló. Se había hecho amiga de los golfos más violentos de su barrio, les había enseñado que podía ser tan valiente como ellos y se sentía más segura en la calle que en casa. Su vida no le gustaba, pero era capaz de vivirla porque al cumplir trece años se había juramentado consigo misma y estaba dispuesta a respetar aquella promesa por encima de todo. Durante mucho tiempo, Eladia Torres Martínez estuvo segura de que nunca, jamás, volvería a querer a nadie.
Ya tenía veintisiete cuando se arrodilló en el suelo de un despacho del Ministerio del Ejército, en una mañana de abril tan luminosa que el sol entraba hasta el centro de la habitación mientras el teniente coronel Alfonso Garrido eyaculaba en su boca. Comercio, recordó, negociación que se hace comprando y vendiendo géneros y mercancías.
—Ya puedes levantarte —el militar volvió a su escritorio, abrió una carpeta, sacó un papel mecanografiado con una firma autógrafa al pie—. Siéntate, por favor. Vamos a ver qué pone aquí… —y empezó a leer—. Aval presentado por don Alfonso María Garrido Fernández, teniente coronel del Ejército de Tierra, condecorado con tal y tal medalla, destinado en tal y tal sitio, a favor de Antonio Perales García, condenado a muerte por el delito de rebelión militar en consejo de guerra celebrado en Madrid, el día tal de tal… Es esto lo que quieres, ¿no?
—Sí —todavía tenía la boca impregnada del sabor de su semen, pero no le tembló la voz—, eso es lo que quiero.
—Muy bien, pues… Vamos a negociar —y le dedicó una gran sonrisa—. Porque no voy a arriesgar mi prestigio por una triste mamada, como comprenderás.
Aquella mañana, Eladia Torres Martínez no fue consciente de que en las condiciones de aquel trato se cruzaban los dos hombres que habían marcado su destino. Aquella mañana incumplió su promesa más antigua, yo no, jamás, yo nunca, jamás, yo no, nunca jamás, porque antes había incumplido la más reciente, no volveré a querer a nadie nunca más, un propósito que quizás habría permanecido intacto si el hermano de Garrido no hubiera hecho una oferta tan generosa por su virginidad. Pero cuando salió del Ministerio del Ejército no pensó en eso, ni en el instante en el que toda su furia, la rabia acumulada durante años, cobró sentido.
—Vámonos ya, niña, que estoy hecho pedazos.
—Calla, Palmera, que no me dejas oír.
Él tuvo la culpa, por empeñarse en arrastrarla al palacio de su amigo después del último pase. Ella también estaba cansada, agotada de prohibirse a sí misma pensar en Antonio, harta de luchar contra su propio olfato, su propia piel y la memoria de aquel error gigantesco, la incomparable dulzura que sólo unas noches antes, cuando la probó por primera vez, le había parecido tan pequeña, un placentero accidente que sin embargo crecía en cada minuto para desbordar todo lo que creía, lo que sabía, lo que quería. Porque no quería volver a verle pero le veía en todas partes, su rostro pintado en los techos, en las paredes, en cada esquina del cielo azul que la saludaba por las mañanas, en cada matiz de la oscuridad que la despedía por las noches, en el interior de sus párpados cuando cerraba los ojos. Hasta allí dentro, como grabado a fuego veía su rostro, su cuerpo en el de todos los hombres con los que se cruzaba y en ninguno, porque no lograba compararle con otro. Tampoco quería volver a tocarle, pero le tocaba al tocarse, al peinarse, al ponerse las medias, como si los dedos de Antonio hubieran suplantado a sus dedos de antes, como si nunca más pudiera recuperar una sensibilidad genuina, ajena a la fantasmal tiranía de su amante de una noche, aquella catástrofe que la perseguía desde dentro de sí misma como un enemigo imposible de combatir. Por eso estaba tan cansada, porque después de hacerlo entre sus brazos, no había vuelto a dormir bien, porque apenas comía y estaba pálida, marchita, poseída al mismo tiempo por una fuerza oscura, una energía desconocida, tan absorbente que apenas logró ofrecer resistencia cuando la Palmera la vio salir del camerino y se la quedó mirando como si no la conociera.
—Vente conmigo a casa del marqués, anda, y así te distraes.
Hoyos le había invitado a una reunión y él no había entendido bien de qué clase de reunión se trataba. Al llegar, le extrañó no ver coches aparcados, ni escuchar música a través de las ventanas, pero aún le sorprendió más que la puerta estuviera cerrada. Llamó al timbre y no acudió el portero, sino Narciso, uno de los nuevos protegidos de su amigo, un chico muy guapo al que ni siquiera se llevaba a la cama. Él les guio por una escalinata poco iluminada, sin los candelabros que chisporroteaban en las grandes fiestas. Aquella noche, todas las luces ardían en la biblioteca, pero él las contempló sin inmutarse. Eladia, en cambio, se empapó de aquella luminosidad nueva, deslumbrante, hasta que sus ojos la reflejaron como dos espejos frente a las llamas.
—Ha pasado el tiempo de las componendas —Hoyos, alto y magnífico, estaba de pie, hablando con una voz grave, potente, impregnada de la fe que le había convertido en otro hombre—, y no podemos ceder ni un milímetro a la ofensiva de la reacción. Este mundo viejo e injusto, caduco, ha de perecer, sucumbiendo al empuje de la razón del pueblo. La revolución es nuestro deber y nuestro horizonte, porque sólo después de arrasar hasta la raíz esta realidad odiosa, sobre la tierra quemada brotará la esperanza de una vida mejor.
—¡Joder! —cuando estallaron los aplausos, la Palmera movió la cabeza con un gesto de desaliento—. Menudo coñazo, si lo llego a saber…
—Que te calles, Palmera.
Después del marqués, tomaron la palabra otros hombres y algunas mujeres que hablaron peor que él, pero siempre de lo mismo, revolución, revolución, revolución, destruir, arrancar, remover la tierra para sembrar un mundo mejor. Eladia, asombrada primero, conmovida después, se entregó a la emoción de aquellas voces puras, ingenuas en su insobornable pureza, hasta que sintió que su cuerpo se convertía en una caja de resonancia, un fragmento de una máquina tan vasta como la Humanidad, un engranaje destinado a albergar, a acrecentar y extender las palabras que estaba escuchando. La Palmera se asustó al mirarla, al verla tan viva otra vez, repentinamente recobrada de la herida de aquel amor que se negaba a admitir por razones que él no comprendía, como no comprendía casi nada de lo que hacía aquella chica a la que ya quería como si nunca hubiera tenido más hermanos.
—No sé por qué pones esa cara de Juana de Arco, hija mía, porque, total, todos dicen lo mismo y tampoco hay quien entienda…
—¿Que no? —Eladia se volvió a mirarle como si la hubiera ofendido—. Yo sí les entiendo, Palmera. Les entiendo de sobra.
A tomar por culo el mundo, eso fue lo que entendió tan bien aquella noche. A tomar por culo las putas, los que explotan a las putas, las dueñas de los burdeles y sus clientes, todo y todos ellos, mi madre, mi abuela y Trinidad, los hombres como él, las mujeres como ellas, a tomar por el culo de una vez y para siempre. Si se hubiera levantado a decirlo en voz alta, la habrían aplaudido tanto como a los demás. No lo hizo, pero tampoco ocultó su emoción, y asintió, y aplaudió, y gritó, hasta que se levantó de la silla convertida en una mujer distinta de la que había llegado hasta allí. A partir de entonces, pocas cosas asombrarían a la Palmera tanto como su vehemencia.
—Verás, Eladia, es que yo creo que el anarquismo no te va a sentar bien, porque… A tomar por culo todo, pues muy bien, yo estoy de acuerdo, pero ¿por qué no te haces de los del requesón? Los comunistas son más ordenados, más disciplinados, a ti te convendría más…
—No quiero nada con el requesón, Palmera.
—Eso ya lo sé —el hombre que la conocía mejor que nadie sonreía—. Con el requesón lo quieres todo, hasta casarte y tener hijos, mira lo que te digo.
—¿Ah, sí? Pues si yo quisiera…
—Eso es lo que no entiendo, que no quieras.
Él no podía entenderlo, ni siquiera ella lo entendía muy bien, pero todas las niñas del mundo que escondían cada noche un cuchillo debajo de su almohada tenían que ver con Antonio, con un futuro en el que ningún hombre, ninguna mujer pudiera explotar a sus semejantes, un mundo distinto donde el amor no fuera ya una debilidad, el arma más poderosa de los explotadores. Eso sentía Eladia, y que ella no podía amar porque odiaba demasiado, porque antes de entregarse a aquel hombre tenía que resolver sus cuentas con el odio, echarlo fuera, desprenderse del peso que le encogía el corazón y le impedía confiar en nadie, aquel estigma que la obligaba a sospechar de cualquiera, que la impulsaría a recelar también de él, de sus sentimientos, de sus intenciones, para arruinarlo todo aunque ninguno de los dos lo mereciera. Eso esperaba ella de la revolución, que barriera de la faz de la tierra su infancia y a todos sus habitantes, que allanara los montes, que colmara las hondonadas, que creara un planeta plano, un tablero igual para todos los jugadores, el escenario donde no existirían más las putas ni sus hijos, donde todos los niños tendrían padre y todas las niñas podrían dormir a oscuras con la puerta abierta, donde una mujer como ella podría abrazar cada noche a un hombre como Antonio Perales sin ver al mirarle a un chulo en potencia. Sólo allí, sólo entonces, podría ir hacia él y decirle la verdad, que le quería, que al cumplir trece años se había jurado a sí misma no volver a querer a nadie nunca más y había fallado, que él la había hecho fracasar y que su amor había crecido más y más mientras lo negaba, mientras intentaba arrancárselo sin lograr otra cosa que despedazarse por dentro, destrozarse poco a poco sin pausa y sin piedad, sin alcanzar tampoco a rozarlo con los dedos, tan profundo estaba, tan hundido en el centro de sí misma. Hasta ese momento, ella no podría vivir con Antonio sin contarle la verdad, sin torturarse pensando que él ya la conocía. Hoyos tenía razón, había pasado el tiempo de las componendas. Mientras tanto, estaba mejor sola.
Eladia lo esperaba todo de la revolución, pero lo que llegó fue la guerra, una guerra larga y cruel con su incesante cosecha de cadáveres, chicos como Antonio, de su barrio, de su edad, volviendo a casa muertos, día tras día. La soledad dejó de ser entonces una compañía agradable, su amor, una debilidad que no podía permitirse, y la revolución, la prioridad. Que no lo maten, eso era lo único que importaba ya, que no lo maten, lo único que era capaz de pensar, que no lo maten… Antonio no murió, pero ella tampoco encontró la manera de reconstruir todo lo que había roto, una estrategia para liberarle, para liberarse a sí misma de aquel trato que se había convertido en una jaula sin puertas, de barrotes tan apretados que nunca la dejarían escurrirse entre ellos. Y le acechaba en secreto, vigilaba su casa, preguntaba por él, le veía volver del frente, su ceño cada vez más grave, su cuerpo más delgado, su expresión un poco más trágica en cada permiso, y era incapaz de hablarle, de tocarle, de pedirle perdón. No sabía cómo hacerlo, no lo supo hasta que una noche de invierno de 1938, el azar fue piadoso con ella, y fue cruel.
Cuando lo descubrió al otro lado de la puerta de aquella taberna, percibió su desprecio y se sintió despreciable. Ya no esperaba la revolución, ni siquiera la victoria, pero comprendió a tiempo que ninguna derrota sería peor que aquella. Antonio estaba en la calle, sucio, quebrantado, herido, con el frío de todas las noches que había dormido al raso pintado en la cara, y la miraba. Eladia se vio a través de sus ojos, con su uniforme de miliciana de opereta, un vino en la mano y un hombre sonriente a cada lado, le vio negar con la cabeza, marcharse despacio, y supo que ya no bastaría con conjurar su muerte a todas horas. Vivir con su desprecio no merecía la pena. Por eso, aquella noche no durmió y a la mañana siguiente fue a buscarle. No sabes nada de mí, le dijo entonces. Se lo contaría casi todo un año después, cuando otro golpe de Estado, aquí me tienes, Eladia, haz conmigo lo que quieras, le dio la oportunidad de ser feliz como nunca, bailando en el filo de un cuchillo afilado.
—Mi madre y mi abuela eran putas, por eso las tres nos apellidamos igual —estaban en la cama, él la abrazaba, y sus brazos no se aflojaron, su sonrisa no cedió, sus ojos no se ensombrecieron—. Ahora ya lo sabes.
—Te quiero, Eladia.
Esa fue la primera vez que Antonio le dijo que la quería, y ella percibió un crujido imposible, el silbido metálico de una coraza que se resquebrajaba, una grieta en un muro, la sonrosada blandura de algo nuevo y tierno filtrándose por debajo para asomar a la luz. En los treinta y dos días que duró aquella fiebre, una epidemia de inmortalidad tan sólida que podía tocarse, comerse y beberse como si fuera una cosa, Eladia se resignó al amor, la maldición que había convertido a su abuela en un títere desvencijado, y descubrió que estaba equivocada. Su amor no la hizo más débil, sino mucho más fuerte, más valiente y poderosa, más entera, capaz de soportar cualquier desgracia. Cuando detuvieron a Antonio, le había dicho muchas veces que le quería, y había probado el efecto mágico de aquella bendición sobre su espíritu. Cuando hizo por él, por su vida, lo que nunca jamás iba a hacer en la suya, salió del Ministerio del Ejército pisando con fuerza, con la espalda tiesa y la cabeza muy alta. Al salir a la calle, le compró a una pipera un caramelo de menta y paró un taxi. Aquella mañana, entró sonriendo en el locutorio de Yeserías.
—¡Qué contenta estás hoy, Eladia! Me gusta mucho verte así.
—Te quiero mucho, Antonio —y ni siquiera aquel día fue más verdad que otras veces—. No sabes cuánto te quiero.
Antonio Perales García tampoco llegó a saber nunca cómo había conseguido que le conmutaran una sentencia de muerte por treinta años de reclusión. Que le concedieran la redención de pena antes de que hubiera tenido tiempo para pedirla, no fue mérito de Eladia, sino de su nuevo dueño, que prefirió mandarle cuanto antes lo más lejos posible de Madrid.
—Pero… —la primera vez que recibió aquella orden, no la entendió—. ¿Por qué quieres que me vista de miliciana?
Garrido se las arregló para mirarla desde muy arriba, con un aire displicente, cargado de superioridad, aunque estaba sentado en una butaca y ella de pie, en la mano la botella de la que acababa de servirle una copa.
—¡Ah! —y hasta se tomó la molestia de sonreír—. ¿Y desde cuándo tengo que darte yo explicaciones sobre lo que quiero y lo que dejo de querer?
—No, no —Eladia se apresuró a humillar la voz, y la barbilla—, si no es eso. Es sólo que… Me extraña.
—Pues… —Garrido se relajó—. La naturaleza humana es tan inescrutable como los caminos del Señor. A muchos hombres les excita la lencería negra y digamos que yo soy más original —cuando la vio alejarse, añadió algo más—. Y, hablando de lencería, nada de ropa interior, ¿eh? Vamos a hacerlo bien.
Cuando abrió el paquete, le temblaban las manos, porque ya sabía lo que iba a encontrar. En las tiendas no se vendían disfraces de miliciana, así que Garrido había conseguido ropa usada, auténtica, unos pantalones, una camisa, unas botas, un cinturón que alguna vez había llevado una mujer de verdad, de su misma talla. Mientras se la ponía, Eladia pensó en aquella extraña compañera sin nombre y sin memoria que seguramente habría muerto de hambre, de tuberculosis o contra la tapia de un cementerio, sin sospechar el extraño vínculo que las uniría al otro lado del tiempo y la derrota. En cada visita del militar, antes de ponérsela, acariciaba esa ropa y sentía una extraña ternura, la tentación de imaginarla, de adjudicarle una cara, un acento, una forma de andar. Y al salir del dormitorio, vestida, armada y entera, lo hacía también por ella, para poder recordarla en la hora de su venganza.
Aprendió a dosificar la sumisión y la rebeldía en la exacta proporción que a él le permitía follársela como si en cada polvo volviera a ganar la guerra entre sus piernas. Descubrió sus gustos muy deprisa, y cómo darle cuerda para acortársela después, al ritmo que más le convenía, pero eso no fue lo único que él le enseñó. Mientras duraba su juego, el teniente coronel podía llegar a ser brutal, pero antes y después era un hombre educado, mucho más amable que Trinidad, y a veces, después de recobrarse de la furia con la que la insultaba, con la que la zarandeaba y la tiraba al suelo, se la quedaba mirando con un vestigio de aquella devoción casi virginal que ella había contemplado tantas veces desde el escenario del tablao. Eladia sospechaba que Garrido sentía por ella algo más que el mecanismo que activaba sus erecciones, una pasión confusa, imperdonable, en la que la limpieza de un enamoramiento juvenil coexistía con una excitación sucia y culpable, la sangre hirviendo a borbotones entre sus sienes mientras ella le apuntaba con una pistola descargada y le decía, te voy a matar, fascista hijo de puta, antes de comprobar que no tenía balas y arrastrarse por el suelo para besarle los pies, para rogar por su vida. En la segunda mitad de los años cuarenta, Madrid estaba lleno de mujeres guapas, jóvenes, antiguas anarquistas, socialistas, comunistas que habrían estado dispuestas a hacer ese papel a cambio de sobrevivir, o ni siquiera eso, sólo por comer caliente todos los días, pero a Garrido no le satisfacía ninguna otra. Garrido la quería a ella, la quería por completo, en propiedad y para siempre. Eladia lo sabía, y a veces, no conseguía ocultarlo.
—¿Por qué me miras así?
—¿Yo? —y se apresuraba a bajar la cabeza—. Te miro como siempre.
—No seas insolente conmigo, Eladia. Ten cuidado, o te vas a arrepentir.
Pero él no podía mancharla. Podía pegarle, podía insultarla, podía atarla, obligarla a andar a gatas o eyacular encima de su cara, y ella seguiría emergiendo igual de limpia, igual de íntegra, de todos los frutos podridos de su imaginación. El amor de Eladia era mayor que la perversión de Garrido, aquella adicción que le esclavizaba como una necesidad, las cadenas que no podía romper sin ser desdichado y que tampoco le hacían feliz, porque vivía su relación con ella como un secreto infame, un peligro, una amenaza. El día en que alguien se entere de lo que hacemos aquí tú y yo, tu novio va al paredón, ¿está claro? Al escucharle, ella veía en sus ojos una luz casi suplicante, que la persuadía de que la única felicidad a la que él podía aspirar estaba fuera de su alcance. Ella jamás se sometería por su propia voluntad, nunca se ofrecería como un regalo. Garrido podía jugar a poseerla, podía imponerle el ritual de la posesión, pero ella jamás le pertenecería, y los dos lo sabían igual de bien. Por eso, a veces se le escapaban aquellas miradas que traicionaban lo que estaba pensando, menuda vida de mierda te has buscado, pobre imbécil… Y si Antonio no hubiera pasado por la suya, si no le hubiera enseñado lo que eran la paz, la alegría, el placer, tal vez habría llegado a apiadarse de él. Pero todo en ella, lo que hacía, lo que pensaba, lo que sentía, era obra del amor de Antonio, y por eso acabó odiándole con todas sus fuerzas.
A medida que pasaba el tiempo, cada vez le costaba más trabajo complacerle. La conquista de la técnica la dejó a solas con una realidad en la que aquel hombre disponía de ella como si fuera un objeto, y la pericia con la que logró no parecer otra cosa, lejos de ayudarla a soportarlo, la hizo más consciente del papel que representaba. Eladia descubrió entonces, como Fernanda una vez, que pese a la tradición familiar ella no valía para ese oficio, y el teniente coronel, que no era tonto, tampoco tardó mucho en darse cuenta. Sus exigencias evolucionaron al mismo ritmo que la conciencia de su presa, y llegó un momento en el que ya no le bastó con poseer el cuerpo de Eladia. Aspiraba a poseer también su espíritu y ella lo adivinó a tiempo, pero nunca se descompuso. Aprendió a reflejar la pasión de su amante, a mirarle como él la miraba, a fingir, más que placer, una turbulencia oscura y poderosa, destinada a sugerir que él había despertado en ella una pasión perversa, una ansiedad secreta que residía en regiones de sí misma que nunca había visitado antes de conocerle. Cuando él se ponía el abrigo para marcharse, se quedaba sentada en el suelo, las manos abandonadas sobre el regazo, mirándole como a un dios mientras calculaba qué iba a hacerse para cenar, pero no olvidaba extender un brazo en su dirección con un gesto patético, como si pretendiera rozarle con la punta de los dedos antes de perderle. No se movía hasta que dejaba de oír el eco de sus pasos por la escalera. Luego se levantaba de un salto, abría los grifos de la bañera, encendía el fogón y se sentía ridícula, pero nada peor. No se arrepintió, no pensó en huir, nunca perdió el norte porque sabía lo que estaba haciendo y por qué, para qué lo hacía. Eladia Torres Martínez tenía un plan, y estaba dispuesta a llevarlo a cabo a cualquier precio.
—Jacinta, tengo que hablar contigo —cuando llegó el momento, no le tembló la voz—. Después del último pase, en el vestuario.
A principios de 1947, ya había reunido una cantidad más que suficiente. En eso tampoco se parecía al resto de las chicas del tablao. Antes de la guerra, ya era la que más ganaba y la que más ahorraba, no porque le gustara tener dinero, sino porque no se le ocurría en qué gastarlo. No era caprichosa ni presumida, no le gustaban las joyas y la miraban demasiado por la calle como para que la preocupara salir con unos zapatos y un bolso de distintos colores. Lo único que le gustaba era Antonio y mientras pudo, se gastó el sueldo en él, con una sola excepción.
En marzo de 1944, pidió un anticipo para darle a Manolita las ochocientas pesetas que costaba un Libro de Familia falso. Era mucho dinero, pero no le pesó desprenderse de él. Creyó que no lo echaría de menos, porque Antonio, el preso mejor alimentado de Yeserías, seguía esperando un juicio cuya demora parecía conectada con el curso de la guerra mundial. Tres años más tarde, aunque todos sus cálculos hubieran fallado, el éxito que Manolita había obtenido con aquel préstamo le garantizó que aún se podría comprar cualquier cosa con dinero, en la trastienda de los comercios y en la del Estado. Con esa convicción se reunió con Jacinta, y fue derecha al grano.
—Quiero que Antonio se fugue del campamento ese en el que está.
—¿Ah, sí? ¿Y a mí qué me cuentas?
—Todo. Te lo cuento todo porque quiero que me ayudes a organizarlo.
Jacinta volvió a mirarla, negó con la cabeza, le pegó un empujón a los trajes que dividían la habitación en dos y se dedicó a recorrerla de punta a punta, como si la inutilidad de aquel paseo la compensara por los gritos que no podía dirigir a la mujer que le sonreía desde el centro de la habitación.
—Sí, hombre, tú no sabes lo que dices, esto era lo que me faltaba por oír, pues sí que están las cosas…
—Venga ya, Jacinta —Eladia la dejó cansarse, y sólo intervino cuando sospechó que se estaba aburriendo de andar—. Lo hacéis todas las semanas.
—¿Que lo hacemos…? —se sentó en una butaca, encendió un cigarrillo y se lo fumó casi entero antes de reunir la calma suficiente para terminar las frases que empezaba—. No, hija, eso no es así. Todas las semanas se fugan presos de los destacamentos, es verdad. Todas las semanas y hasta todos los días, porque no hay guardias suficientes para vigilarlos a todos, así que con pillar a uno distraído y echar a andar… Pero fugarse es una cosa, y llegar a alguna parte otra muy distinta —hizo una pausa para mirar a Eladia, y al comprobar que seguía sonriendo, atacó con más fuerza—. Todos los días detienen a presos que se han fugado el día anterior, ¿y sabes lo que pasa? Que los vuelven a juzgar y les echan otro montón de años encima, así que…
—Porque no lo hacen bien. Porque no tienen documentación, ni dinero, ni medios de transporte, ni ropa adecuada, ni un lugar donde esconderse.
—Efectivamente —Jacinta aprobó con la cabeza—. Porque hacerlo bien es casi imposible.
—No. Hacerlo bien es muy caro, pero yo tengo dinero —y durante un instante los ojos de Eladia brillaron más de la cuenta—. Llevo años ahorrando para sobornar a funcionarios, para comprar billetes de tren, para alquilar un piso, para pagar a un guía. Todo se compra y se vende, ya sabes…
—Menos el cariño verdadero —completó la cantaora con un suspiro.
—Ahí lo tienes.
—¡Ay, Eladia, Eladia! Podrías haberlo pensado antes. Tantos años tratándole como a un perro para esto… —se levantó, fue hacia ella, le dio un abrazo—. Voy a ver qué se puede hacer. Pero no me metas prisa, ¿eh? Hacerlo bien cuesta dinero pero, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo.
Eladia le prometió que sabría esperar, pero no llegó a cumplir del todo su palabra. La perspectiva de volver a ver a Antonio, de regresar al cuerpo que sabría borrar el tacto, y el olor, y el sabor de Garrido de su piel, de su memoria, endureció todavía más las condiciones de su trato. Las visitas del teniente coronel ya no eran tan regulares como al principio, y a temporadas llegaban a escasear, pero de vez en cuando, por motivos a los que ella no podía anticiparse, su pasión reverdecía y se hacía más exigente, más áspera, más compleja. Si le dejaba adivinar que algo era distinto, no podría saber qué, pero sí quién estaba inspirando aquel cambio. Por eso, se obligó a reaccionar como una amante celosa, y le preguntaba si había encontrado a otra que le gustara más que ella, para que la cara de Garrido resplandeciera de satisfacción en cada retorno. Así, aparte de proteger su plan, logró sentirse cada vez peor.
—¡Eladia! —Jacinta resoplaba cada vez que la abordaba en el pasillo.
—Ya, ya lo sé… Pero no puedo más, te juro que no puedo más.
La cantaora le daba ánimos e información con cuentagotas. Él ya lo sabe, están pensando cómo se puede hacer, todavía no han tanteado a ningún funcionario… Y pasó el invierno, y llegó la primavera, más tarde el calor. Cuando empezó a refrescar por las noches, Jacinta fue a buscarla.
—A ver, ¿dónde está ese dineral que tenías ahorrado?
Tras una larga negociación, había llegado a un acuerdo con su partido. Con el dinero de Eladia escaparían cuatro presos, pero Antonio tendría un plan de fuga exclusivo. Viajaría a Madrid en tren con un documento falso, pasaría la noche en un piso franco, y al atardecer del día siguiente se montaría en un expreso con destino a Jaén. Allí tomaría un autobús hasta Martos y alguien le recogería y le llevaría al monte, a un campamento guerrillero.
—Pero… —la sonrisa de Eladia se congeló al escuchar este epílogo—. A donde yo quiero que vaya es a Francia, no a Jaén.
—Ya lo sé —Jacinta siguió sonriendo, sin embargo—. Pero si va derecho a los Pirineos mientras su foto esté en todas las comisarías, lo más fácil es que le cojan antes de pasar. Eso también ocurre todas las semanas. Como la frontera está cerrada, tienen que ir monte a través, y como no conocen el terreno, antes de contactar con el guía acaban metiendo la pata, preguntando a alguien, bajando a un pueblo… Es más seguro esconderlo en el interior una temporada, hasta que se olviden de él, y que lo intente cuando mejoren las condiciones. Ahora que, si tú no quieres…
—No, no. Yo lo que quiero es lo mejor para él.
Eso fue lo único que quiso hasta la víspera de la fuga de Antonio, pero sólo porque no se le ocurrió que al día siguiente pudiera querer algo más.
—Enhorabuena —Jacinta le dio dos besos cuando se encontraron en el pasillo de los camerinos.
—Gracias, compañera —ella la abrazó y le susurró una pregunta al oído—. ¿Dónde está?
La cantaora negó con la cabeza y se escabulló sin responder, pero Eladia se vistió a toda prisa para irse a aporrear la puerta de su camerino como si estuviera ardiendo el edificio entero.
—¿Pero tú te has vuelto loca o qué?
—No puedes hacerme esto —Eladia empujó la puerta como si quisiera derribarla y la dueña del camerino no tuvo más remedio que abrirla.
—Claro que puedo —luego volvió a cerrarla, echó el pestillo, cruzó los brazos y le dirigió una mirada severa—. Puedo, y debo. Tú quieres que esto salga bien, ¿no? Pues lo mejor es que no sepas dónde está.
—No, eso no puede ser, porque yo… Tú siempre has querido saber cómo le salvé la vida a Antonio, ¿verdad? Pues siéntate, que te lo voy a contar…
Cuando Eladia concluyó su relato, Jacinta decidió olvidar lo que sabía. Media hora después, Carmelilla de Jerez salió al escenario con una bata de cola de color verde botella con lunares negros, grandes y, alrededor de los ojos, un cerco rojizo que el maquillaje no había logrado tapar del todo. Las huellas del llanto no la perjudicaron, porque aquella noche volvió a bailar como si saliera de la tierra. Después, hizo exactamente lo mismo, de la misma forma y en el mismo orden, que cualquier otra noche.
—Hasta mañana, Palmera —Paco seguía acompañándola, aunque viviera sola y a dos pasos del tablao. Ni siquiera a él le contó que aquella noche iba a dormir con Antonio.
Subió las escaleras con el corazón en la boca, pero el exhaustivo control sobre sí misma que había adquirido en los últimos tiempos, le permitió llegar hasta arriba sin ningún rasgo visible de agitación. Sacó un fajo de billetes de uno de los cajones de su cómoda, lo metió en una bolsa que tenía preparada, y volvió a bajar con la misma impasible serenidad. Antes de salir, se escondió en el portal y entreabrió la puerta para mirar a la derecha, después a la izquierda. Eran las cuatro menos cuarto de la mañana, y no vio a nadie. Sin embargo, el sereno seguía apostado en la esquina del pasaje Matheu desde donde la veía entrar en su casa todas las noches.
José Sansegundo López se lo debía todo al Orejas, el camarada que le había encargado que vigilara a Eladia después de ofrecerle un trabajo tan valioso como un seguro de vida. Los dos se habían conocido en el salón de Santa Isabel 19, y por eso, Sansegundo no se extrañó de verle en el velatorio de su suegro. Vamos a hacernos un favor el uno al otro, Pepe, por los viejos tiempos… Se lo llevó aparte y le preguntó si le interesaba ocupar el puesto que el difunto había dejado vacante. ¿Por qué pones esa cara? En Sol, cerca de aquí, y sin cansarte… ¿No te conviene? Claro que sí, Roberto, admitió, me conviene mucho, pero con mis antecedentes… ¿Tus antecedentes?, el Orejas sonrió. ¿Tú qué te crees, que soy tonto? Tenemos un contacto en la Brigada de Investigación Social. No es de los nuestros, pero le gusta el dinero y sabe cobrar sin hacer preguntas. Ya le he hablado de ti y tu expediente no está en ningún archivo, puedes estar seguro…
En octubre de 1947, Sansegundo llevaba más de cuatro años trabajando como sereno en la abigarrada retícula de callejuelas donde estaba incrustada la calle de la Victoria. Vigilar a Eladia no era su único cometido. El Orejas le había encargado que le tuviera al corriente de los pasos de otros enemigos del Partido, pero ninguno de aquellos traidores potenciales trasnochaba tanto como la bailaora. Desde que la seguía, jamás había vuelto a salir. Aquella noche lo hizo, y tan pronto que no le dio tiempo a acabarse el pitillo que encendió al verla entrar.
Veinte minutos después, volvía a pasear su chuzo y su manojo de llaves por su circuito habitual, satisfecho de comprobar que nadie le había echado de menos. Eladia no estaba lejos. Sin bajarse del taxi, la había visto salir de otro y abrir con llave un portal en la calle Fernando VI. No se encendió ninguna luz en los pisos altos pero tampoco averiguó nada más y volvió a su rutina murmurando que había hijos de puta con suerte. Estaba tan seguro de que Eladia había ido hasta allí a follar con uno de ellos, que estuvo a punto de irse derecho a casa, pero era un buen militante. Así que se acercó a la tienda de los Garbanzos, escribió una nota y la metió por debajo de la puerta.
Aquella mañana, el Orejas llegó a su despacho más tarde de lo habitual. La noche anterior se había entretenido con un detenido y Paquita no quiso despertarle para darle el papel que había traído Chata. Cuando lo leyó, eran más de las once y media, pero no perdió el tiempo. Seguía sabiéndolo todo de aquel recluso, hasta el número que tenía asignado en un destacamento que construía carreteras en la provincia de Soria. En el Ministerio de Justicia le confirmaron que, en efecto, Antonio Perales García faltaba de su puesto desde el recuento de la mañana anterior. Colgó el teléfono sólo para volver a descolgarlo, ya sabe que no me gusta molestarle, mi teniente coronel, pero tenemos novedades y no son agradables…
A las doce y media de la mañana del viernes 10 de octubre de 1947, Alfonso Garrido tocó el timbre del bajo derecho de un edificio situado en la esquina de Fernando VI con Campoamor, y conoció a una anciana que vivía con siete gatos. En el bajo izquierda, Eladia masticaba la inmortalidad mientras los dedos de Antonio recorrían su espalda lentamente. Los dos habían aprendido a la vez que las resurrecciones eran más felices que los nacimientos y estaban igual de asombrados por la intensidad que concentraba y expandía cada segundo para convertirlo en una razón para vivir, para morir después de haber vivido. El último fue idéntico a todos los que se habían repetido desde que volvieron a estar juntos, el mejor que habían probado jamás. Después, sonó el timbre de la puerta.
—Vístete —Eladia reaccionó primero.
—Pero —su amante todavía posó en su cuello el último de una larga cadena de besos— ¿qué…?
—Vístete, Antonio, corre.
Cuando terminó de decirlo, ya se había levantado. Como si una voz instalada en su cabeza le explicara exactamente lo que tenía que hacer, abrió su bolsa, sacó una bata, se la puso y atravesó el pasillo descalza, para no hacer ruido. No necesitó abrir completamente la mirilla para reconocer una nariz, una boca, el cuello de un uniforme, y volvió corriendo al dormitorio.
—Tienes que irte, Antonio, ahora mismo, corre, tienes que irte…
El timbre sonaba sin interrupción, y Eladia volvió a salir al pasillo, carraspeó, improvisó una voz serena y somnolienta mientras pensaba a una velocidad que la habría admirado si hubiera sido capaz de prestar atención a su pensamiento.
—¡Ya va! Menudo escándalo… ¿Quién es?
Y pensó que Garrido iba armado, que si no le abría, tiraría la puerta abajo, que si encontraba el cerrojo echado, dispararía contra la cerradura, que en ese caso entraría con la pistola en la mano y que eso no le convenía.
—Abre la puerta, Eladia.
—¡Alfonso! —descorrió el cerrojo y empezó a entretenerle—. ¿Pero qué haces tú aquí?
—Abre la puerta o la tiro ahora mismo.
—Dos minutos. Espera dos minutos, que me dé tiempo a vestirme…
—¡Eladia!
Volvió corriendo al dormitorio, vio cómo la miraba Antonio mientras se ponía la americana y sonrió como una tonta antes de regañarse a sí misma por perder el tiempo en sonrisas. Después cogió el dinero, se lo puso en la mano y le echó de la habitación.
—Vete —le iba diciendo mientras le empujaba por el pasillo—, vete ahora mismo, corre, vete y no te preocupes por mí, ya nos veremos…
—No —él se volvía a mirarla a cada paso, y ella sentía que esas miradas se clavaban en su pecho como puñales—, vístete y vete…
—¡Que no!
Aquella vivienda tenía dos puertas. Una daba al portal del edificio, la otra a un patio trasero con el que comunicaban tres locales comerciales. Uno de ellos era el motivo de que el PCE hubiera alquilado aquel bajo dos años antes. El dueño de aquella cestería a la que los clientes entraban desde la calle Campoamor era camarada y muy mayor. Él mismo fabricaba los objetos que vendía y no tenía dependientes. Por eso, sus vecinos no se extrañaban de que cerrara la tienda de vez en cuando, para ofrecer una salida segura a cualquier clandestino en apuros. Antonio lo sabía. El chico que le había llevado hasta allí, le había dado instrucciones y dos llaves, una para abrir la puerta que comunicaba la cestería con el patio, la otra para salir del local por Campoamor si la policía montaba guardia en Fernando VI. Eso mismo le había contado Jacinta a Eladia, y ella no vaciló ni un instante.
—Vete, Antonio —abrió la puerta que daba al patio—. Yo no estoy presa, no me he fugado, pero no pueden encontrarme contigo. Hazme caso, por lo que más quieras. Lo mejor para los dos es que te vayas.
Al otro lado del pasillo, el hombro del teniente coronel Garrido cargó contra la puerta principal, y ambos lo oyeron.
—Te quiero, Eladia —la emoción esmaltó sus ojos, y ella se sintió afortunada pese a todo—. Te quiero, te quiero, te quiero…
—Y yo te quiero a ti —rozó su cuello con los labios mientras le empujaba hacia el patio—. Te quiero más que a mi vida.
—No me digas eso, por favor —Antonio se sacó una pistola del bolsillo y se la dio mientras Garrido cargaba por segunda vez—. No me digas eso.
—Vete, Antonio.
Cogió la pistola con la mano derecha, cerró la puerta con la izquierda y volvió al dormitorio. Desde allí, oyó cómo cedía la cerradura de la entrada principal, y algo más.
—Tú quédate aquí —el teniente coronel se dirigió a alguien mientras avanzaba por el pasillo—. Prefiero entrar solo.
Eladia comprendió en ese momento el significado de lo que acababa de decir, y en qué consistía querer a alguien más que a su propia vida.
—Cierra la puerta.
Garrido entró con la mano derecha sobre la culata de su arma, pero ella ya le estaba apuntando.
—He dicho que cierres la puerta.
El teniente coronel la miró un momento, el preciso para que ella calculara que Antonio habría podido entrar en la cestería, que quizás había tenido tiempo incluso para echar la llave desde dentro.
—No te tengo miedo, Eladia.
Ella estudió sus ojos un momento y sonrió.
—¿No? Pues deberías, porque esta pistola no es de juguete, ¿sabes?
Era una Luger, un modelo semejante al que ella había visto durante la guerra, así que apostó a que se cargaría de la misma manera y acertó. La primera bala produjo un chasquido al entrar en la recámara y las cejas de Garrido se fruncieron, aunque después se esforzó en sonreír.
—Ya lo veo, y por eso deberías soltarla antes de hacerte daño.
—Yo no voy a hacerme daño —Eladia dejó escapar una risita, mientras calculaba que Antonio estaría saliendo ya a la calle Campoamor—. Lo que voy a hacer es matarte, fascista hijo de puta.
Los dos sonrieron a la vez al escuchar aquella frase, y él la complació con el comentario que ella había buscado al pronunciarla.
—No tengo ganas de jugar ahora, Eladia… —se paró a pensar, dio un taconazo en el suelo, la miró con un gesto de impotencia—. Por el amor de Dios, esto es ridículo. Te estás buscando una ruina sin necesidad.
—¿Sin necesidad? —ella sonrió, y a Antonio ya no le faltaría mucho para doblar la esquina, para llegar a Génova, para salvarse—. No entiendes nada, Garrido. No puedes entenderlo, porque a ti nadie te ha querido nunca como quiero yo a ese hombre. Siempre he pensado que no eres más que un pobre imbécil, ¿sabes?, tantos años creyéndote el amo, mientras te conformabas con las migas de un pastel que sólo se ha comido otro —aquel comentario le enfureció tanto que dio un paso hacia ella, pero Eladia alargó el brazo para detenerle con la pistola por delante—. No des un paso más, porque no quiero disparar antes de tiempo. Necesito explicarte por qué vas a morir. Sé la clase de cabrón que eres, y no voy a arriesgarme a que me arranques la piel a tiras, a que me rompas todos los huesos para sacarme una confesión. Para mí, eso sería peor que morir. Así que prefiero matarte, y matarme después.
En ese momento, Alfonso Garrido comprendió que Eladia hablaba en serio. En ese momento, y Antonio estaría ya bajando hacia Colón, sus ojos reflejaron la misma luz que paralizó a Trinidad cuando era una niña de doce años. La situación del teniente coronel era distinta. Él no ganaba nada quedándose quieto, y por eso desprendió el corchete que cerraba la tira de su cartuchera, cogió su pistola y afianzó sus dedos en ella, pero no pudo sacarla de su funda. Antes de intentarlo, había recibido un tiro en la garganta, otro en el cuello, otro en la clavícula. Eladia avanzó hacia él mientras disparaba a quemarropa, para no errar el tiro, pero le había matado con la primera bala.
Antonio no oyó el sonido de ninguna. Cuando Garrido se desplomó en el suelo, estaba comprando el Abc en un quiosco de la calle Almagro. A despecho de los cálculos de Eladia, al salir a Génova había cruzado la plaza de Alonso Martínez sin ninguna razón especial, excepto que su tren no saldría de Atocha hasta las ocho en punto, y lo único que le sobraba era tiempo. Habían pasado más de ocho años desde la última vez que paseó por su ciudad, y ya que no podía pasar con Eladia las horas que tenía por delante, se propuso aprovechar la oportunidad, pero no la disfrutó. Fue hasta el Retiro por el camino más largo y no dejó de pensar en ella ni un instante.
A las seis y media de la tarde, le dolían tanto los pies que se sentó en un banco de la calle Alfonso XII para hacer tiempo. Allí, tan cerca, volvió a verla subiendo la cuesta de Santa Isabel, pisando como si las baldosas de la acera se disolvieran de placer bajo sus pies, y se arrepintió de haberle abierto la puerta, de haberla metido en su cama y, sobre todo, de haberle dado la pistola. Intentó tranquilizarse recordando de qué clase de mujer estaba enamorado. Eladia era muy rápida, muy lista, y tan guapa que cualquier hombre se lo pensaría dos veces antes de disparar contra ella. Si había podido usar su pistola para huir, la habría limpiado antes de tirarla a una papelera, y de lo contrario, no la habrían pillado con ella encima. Por si acaso, había dejado encajadas en el marco, pero abiertas, las dos puertas de la cestería. Eso también había sido una temeridad, aunque estaba dispuesto a afrontar las consecuencias. Estaba dispuesto a dar, a hacer, a asumir cualquier cosa por Eladia. Por eso se había asustado tanto al escuchar que ella le quería más que a su vida.
A las ocho menos veinte, se caló el sombrero, entró en el vestíbulo de la estación y se dirigió a la consigna. Abrió una caja, sacó una maleta y dejó en su lugar dos pares de llaves, las del piso y las de la cestería, y una nota para que alguien fuera a cerrar las puertas de la tienda. Después subió al tren en un vagón de primera clase y le advirtió al revisor que no tenía ganas de cenar. Estaba muy preocupado y seguro de que no pegaría ojo, pero llevaba dos noches seguidas durmiendo a ratos, y mientras el traqueteo del tren empezaba a mecerle, cerró los ojos. A las cinco y media de la mañana, cuando el revisor le despertó, ya había llegado a Linares-Baeza. El único contratiempo del viaje fue el frío que pasó hasta que llegó el tren de Jaén y después, hasta que a las nueve y media cogió la camioneta que le dejaría en Martos. Allí, todo se torció.
—Antonio Perales, ¿verdad? —un teniente de la Guardia Civil fue derecho a por él—. Bienvenido a esta provincia.
Y un instante después, mientras los demás pasajeros le esquivaban como si estuviera apestado, le puso las esposas murmurando una advertencia en un tono apenas audible.
—Esto no es lo que parece —dijo, o al menos, eso fue lo que Antonio creyó oír.
No se fio de sus oídos, porque tenía demasiado miedo. Han detenido a Eladia, se dijo, la habrán molido a golpes hasta hacerla hablar, y es todo culpa mía, culpa mía… Se lo habría preguntado al teniente, pero él ya estaba hablando con un hombre que parecía esperarle a su pesar, a juzgar por cómo le miraba desde la cochambrosa furgoneta en la que estaba apoyado.
—Aquí ya hemos terminado, Cuelloduro —le habló en un tono cortés, seco a la vez—. Nos llevas a Fuensanta, ¿verdad?
—A ver… —miró a Antonio y movió la cabeza con tristeza—, ¿puedo negarme?
—Ya sabes que no.
—Pues entonces no sé para qué pregunta tanto —abrió la puerta de la furgoneta y la sostuvo para que entraran—. Pasen.
—No —el tono del guardia se endureció—. Abre atrás.
—¿Atrás? —hizo una pausa para volcar sobre su interlocutor una mirada airada—. No, teniente, atrás viajan las cosas y este hombre es una persona.
—Este hijo de puta es un enemigo del Estado y viaja atrás porque lo digo yo, y no me toques los cojones, Cuelloduro, que sabes que no te conviene.
El dueño del vehículo respondió a aquella advertencia con una efímera mirada de desafío y abrió la puerta trasera para hacer un hueco entre sacos y cajas de botellas antes de colocar en él una manta doblada dos veces. Antonio se acomodó sobre ella, y desde allí volvió a escuchar al militar.
—Déjanos en el cruce del molino viejo, que van a venir a buscarlo desde la comandancia de Alcalá la Real.
Pero cuando bajaron de la furgoneta y la vieron perderse en el horizonte, el teniente le pidió que echara a andar monte arriba y empezó a subir tras él. Antonio obedeció porque no podía resistirse, aunque estaba seguro de que no iba a llegar al final de la trocha.
—Me vas a pegar un tiro, ¿verdad?
—Que no, coño, que ya te he dicho que esto no es lo que parece —su voz había cambiado tanto que parecía otra—. Pero nadie puede darse cuenta, así que tira para arriba, con cara de miedo y calladito.
Antes de que coronaran la cuesta, una extraña pareja empezó a bajarla hacia ellos. Antonio reconoció a Pepe el Olivares y sonrió, pero al guardia civil no le hizo ninguna gracia la estatura de su acompañante.
—Hay que joderse con el puto niño… —y se adelantó para tapar con su cuerpo el de su prisionero—. Métete las manos en las mangas como si tuvieras mucho frío, que no vea las esposas.
Avanzó unos pasos, se giró para comprobar que Antonio le había hecho caso, y volvió a cambiar de voz.
—¡Nino! ¿Ya has hecho rabona otra vez? Anda, que tienes a tu madre contenta…
El niño se asustó, abrió mucho la boca, más los ojos, y bajó corriendo un trecho antes de contestar.
—Pero que no he hecho rabona, Sanchís, si no hay clase hasta el lunes que viene…
—Pues algo habrás hecho, porque acabo de encontrármela y te iba llamando por la calle a grito pelado. Yo que tú me iba a casa ahora mismo, porque la que te va a caer, va a ser pequeña.
—¡Ay! —el niño le miró, miró a Pepe, y Antonio le calculó unos nueve años, una devoción por su acompañante sólo comparable al pánico que le inspiraba la autoridad materna—. ¡Ea, pues me voy! —y cuando ya había empezado a correr, se dio la vuelta—. ¡Mañana vengo y vamos a por cangrejos!
—Claro, Nino, aquí te espero.
Levantó un brazo en el aire para decirle adiós y se volvió para mirar al guardia civil con una sonrisa cómplice.
—¡Joder, Miguel, lo tienes frito! Pobrecito mío, me lo vas a matar a disgustos…
—La culpa es tuya, Portugués, que pareces su niñera, no me jodas, todo el día pegado a tus pantalones. Cuando menos te lo esperes, el disgusto nos lo va a dar él a nosotros.
—¿Nino? Qué va, hombre, si es mi amigo… —y por fin se volvió hacia Antonio—. Y hablando de amigos, quítale las esposas a este, anda, que tengo ganas de darle un abrazo.
—Hasta que el jodido crío se pierda de vista, no —en ese momento, Nino se volvió para saludar con la mano desde la última curva del camino—. ¿Lo ves?
Sólo después Antonio pudo abrazar a Pepe, y el teniente sonreír mientras los miraba.
—¿Cuándo os vais a ir para arriba?
—Esta misma noche.
El oficial asintió antes de despedirse de su prisionero.
—Salud, camarada —fue lo que le dijo—. Que tengas suerte.
Diez días más tarde, cuando Antonio ya había conocido a Elías el Regalito y estaba más o menos aclimatado a la vida en el monte, Pepe subió a verle y no quiso contarle la verdad.
—No detuvieron a nadie —porque El Guapo, como habían empezado a llamarle los de arriba, no ganaba nada con saberla—. Tu novia debió de escapar.
En cierto sentido, era verdad.
Cuando comprobó que había matado a Garrido, Eladia sonrió. Mientras se dirigía a una miliciana desconocida, esto ha ido también por ti, compañera, sintió que su cuerpo se aflojaba, como si se ablandara por dentro. Aquella sensación la devolvió a la cocina de San Mateo, una sopa de fideos, el delantal de Fernanda, su propia risa a los seis, a los siete, a los ocho años. Eladia Torres Martínez acababa de matar a un hombre y, con él, a la rabia que la poseía desde que aquella niña creció. Al liberarse de aquel peso se sintió asombrosamente liviana, pero esa bendición no le impidió recordar que Garrido no había llegado solo. Tampoco había cerrado la puerta. Su cadáver estaba atravesado en el centro de la habitación, su cabeza a unos centímetros de la hoja entreabierta. Fuera quien fuera la persona que estaba al otro lado, no había acudido a auxiliarle, y eso significaba que aún tenía una oportunidad.
Dispuesta a aprovecharla, cargó la pistola, la dejó al alcance de su mano y empezó a recoger su ropa para meterla en la bolsa. Sus movimientos eran tranquilos, precisos, sus ideas tan claras y ordenadas que cuando encontró las bragas ni siquiera se las puso, tampoco los zapatos. Los dejó en el suelo, a un lado, para salir descalza por la puerta trasera. Ya me los pondré en la calle, se dijo mientras cogía el vestido para darle la vuelta. Sólo le faltaba eso, cubrir su desnudez y huir, cuando alguien más entró en la habitación.
Roberto el Orejas no era un hombre valiente. Al oír los tiros, se había acercado al dormitorio lo justo para ver el cadáver de Garrido y retroceder a toda prisa. Se escondió tras la esquina del pasillo para asistir a la huida de Antonio sin ser visto, pero al ver que nadie salía de aquella habitación, se fue acercando a la puerta muy despacio y se asomó para ver a Eladia como jamás se había atrevido a imaginar que llegaría a verla algún día.
Su belleza le paralizó. Sus pechos, sus caderas, sus piernas desnudas le deslumbraron de tal modo que ni siquiera se acordó de disparar mientras la miraba. En ese plazo, Eladia le descubrió y su serenidad se esfumó tan misteriosamente como había nacido. Tiró el vestido al suelo, cogió la pistola, apuntó y erró el tiro. El policía, en cambio, acertó a la primera.
Eladia Torres Martínez, carne de cañón, odió a dos hombres con todas sus fuerzas, pero dio la vida por el único al que amó. Cuando se acuclilló a su lado para acariciar su piel mullida, lujosa, Roberto el Orejas celebró que su cuerpo aún estuviera caliente.