Un grano de trigo
Cuando el monaguillo tocó la campana, comprendí por qué casi todos los fieles llevaban un periódico debajo del brazo. Mientras los más diligentes se arrodillaban a mi alrededor, miré al suelo, después a mis piernas.
—Madre mía…
Nadie me había advertido que la misa sería al aire libre, en una explanada repleta de guijarros, pedacitos de argamasa dispuestos a clavarse en las rodillas de los incautos que se presentaran sin el Abc de la víspera. Yo creía que con llevar un velo en la cabeza sería suficiente, y me había puesto mi único par de medias buenas, de cristal, con unos zapatos de tacón que ya no podría devolver a Rita en el estado en el que me los había prestado. Al bajar del autobús una piedra le había hecho una herida muy fea al tacón derecho, pero ni siquiera entonces se me ocurrió que precisamente allí, donde estaban construyendo una iglesia, las misas de los domingos se celebraran a la intemperie, en medio de las obras.
—¿Pero tu marido no está en Cuelgamuros? —Alicia, una amiga de Teodora con la que había vuelto a coincidir en la cola de Yeserías, se me quedó mirando muy sorprendida, mientras le contaba cómo había vuelto Isa de Bilbao—. Habla con él, mujer. Allí dejan estar a las familias, y seguro que tu hermana, con el sol y el aire de la sierra…
En el invierno de 1944, iba todos los lunes a la cárcel de Yeserías a ver a Toñito, que llevaba más de dos años en prisión preventiva. Eladia se ocupaba de todo lo demás. Visitaba a su novio de martes a domingo y le llevaba un paquete cada tarde, pero mi día libre le daba la oportunidad de ir a la peluquería y hacerse la manicura para cumplir con su rutina semanal de estrella del espectáculo.
El día que me enteré del paradero de Silverio no estaba sola. La Palmera, que no quería sentirse de más en una entrevista de enamorados, me acompañaba todos los lunes desde el verano anterior. Antes, sólo podía venir cuando estaba de guardia un funcionario que cobraba por el despiste de dejarle visitar a un preso con el que no tenía parentesco, pero una mañana de agosto del 43, fuimos juntos a apuntarnos y nos encontramos con dos novedades. La primera era que su contacto había sido trasladado. La segunda, que a partir de entonces, le bastaría con presentar su documentación para solicitar la visita.
Al principio, creí que deberíamos agradecer estas facilidades a un director más generoso que los demás, pero en la cola de Yeserías se sabía todo tan deprisa como en la de Porlier, y enseguida me enteré de que el reglamento se estaba relajando en todas las prisiones. La causa inmediata era el nombramiento de un director general partidario de abrir la mano y no sólo por motivos humanitarios. El razonamiento al que Rita había recurrido para consolarme en otoño del año anterior, ¿tú sabes el dineral que debe estar costándoles tener a tanta gente presa durante tanto tiempo?, tenía más fundamento del que yo había querido otorgarle, pero ni siquiera esos números resultaron tan decisivos como la causa remota. En el verano de 1943, el repliegue de los ejércitos del Eje competía eficazmente con el hambre y sus efectos en todas las conversaciones, dentro, fuera y, sobre todo, en la cola de la cárcel.
—Los nuestros han bombardeado Gelsenkirchen —susurraba con aire de superioridad alguna que había podido oír una radio clandestina, o leer los boletines que la embajada británica hacía circular discretamente por Madrid.
—¿Y eso qué es?
—¿Pues qué va a ser con ese nombre, mujer? —terciaba otra—. ¡Alemania! —y se volvía muy ufana hacia la enterada—. ¿Verdad, tú?
Ninguna de nosotras tenía ni la más remota idea de dónde estaba Gelsenkirchen, no sabíamos si era una ciudad grande o una aldea minúscula, si estaba cerca de una montaña o tenía río, pero nos aprendíamos su nombre para volcarlo enseguida en otros oídos cuyas dueñas se apresuraban a repetirlo después, cada vez más deformado, más irreconocible pero igual de valioso, como si los aliados fueran de verdad los nuestros, como si cada bomba que hubiera caído sobre aquella palabra impronunciable fuera un regalo, una sonrisa, un grito de aliento para las mujeres que hacían cola ante las puertas de una cárcel de Madrid.
—¿Sabéis una cosa? Los nuestros han bombardeado Gilkensirken.
—Mira esta… Eso fue ayer, a ver si te informas mejor.
Italia estaba tan cerca que la invasión de Sicilia nos impresionó mucho más, pero prestábamos atención a todos los frentes y celebrábamos con idéntico entusiasmo los bombardeos de Ploesti y las revueltas en Rangún, la ofensiva soviética sobre el Donetz y el desembarco norteamericano en las islas Salomón. No sabíamos de lo que hablábamos, pero lo sabíamos, porque los aliados avanzaban, avanzaban, avanzaban. Nuestra noción geográfica de Rumanía se limitaba a que estaba a la derecha, detrás de Alemania y delante de Rusia, poco más o menos. Eso era mucho en comparación con lo que sabíamos de otro país, Birmania, que habríamos sido incapaces de situar en un globo terráqueo. Del Donetz, sólo habíamos averiguado que estaba en la Unión Soviética, de las Salomón, ni siquiera el océano que las rodeaba, pero todos esos lugares, marcados con banderitas rojas en el fabuloso atlas de nuestra memoria, nos pertenecían como contraseñas de un idioma propio, un lenguaje secreto que recorría la cola de boca en boca, con la misma alegría con la que circulaban las direcciones donde podía encontrarse bacalao barato. Parecían sólo palabras, pero representaban mucho más que un contrapeso de las mentiras que la prensa franquista publicaba todos los días. Eran las miguitas de pan que trazaban el camino hacia el final del horror y algo más, la frontera entre la vida y la muerte de los hombres encerrados más allá de los muros ante los que sus mujeres, sus madres, sus hermanas, intercambiábamos nombres extranjeros, poderosos como los hechizos de un brujo remoto. España no se juega nada en esta guerra, publicaban todos los diarios desde que los soviéticos pararon a Alemania. Nadie que nos hubiera visto en Yeserías el 26 de julio de 1943 habría podido creerlo.
—¿Os habéis enterado?
Brígida, limpiadora de la embajada de Estados Unidos y tan pendiente de las ofensivas aliadas que en la cola la llamábamos «el altavoz del frente», llegó aquella mañana muy excitada, con los ojos brillantes, las mejillas tan arreboladas como si tuviera fiebre.
—¡Pues atentas, que esta es gorda! —aquella advertencia bastó para que nos arremolináramos a su alrededor—. ¡Ayer detuvieron a Mussolini!
—¿Qué dices?
—Lo que oyes. Sus propios generales se han levantado contra él. Italia se ha rendido y el nuevo gobierno lo ha metido en la cárcel y todo.
—¿En la cárcel? —Valeriana, que tenía un hijo allí y otro en Ocaña, se tapó el escote con las dos manos, como si temiera que su corazón, tan acostumbrado a sobreponerse a las desgracias, ya no fuera capaz de soportar una buena noticia—. ¿De verdad?
—Por mis niños —la mensajera cruzó el dedo pulgar con el índice de su mano derecha, se lo llevó a los labios y lo besó.
Durante un instante, no pasó nada. Ninguna se atrevió a hablar, ni siquiera a mirar a las demás. Todas nos quedamos quietas, inmóviles como estatuas de sal, atentas a los silenciosos engranajes de nuestro cerebro mientras intentábamos procesar el sentido de aquella enormidad, creer en lo increíble, aceptar que, al fin, aquella victoria era nuestra, porque Mussolini no era Gelsenkirchen, no era Ploesti ni Rangún, no era el Donetz, ni las islas Salomón. Mussolini había sido la guerra de España, setenta mil soldados luchando al lado de Franco, tomando Málaga, cañoneando desde el mar a los refugiados que intentaban llegar andando a Almería, bombardeando Valencia desde su base de Mallorca, ocupando Alicante mientras miles de republicanos esperaban en el puerto los barcos que Inglaterra y Francia nunca enviaron para evacuarlos, todo eso había sido Mussolini, nuestro enemigo. Era demasiado grande, demasiado bueno para unas mujeres que llevábamos cinco años peregrinando de cárcel en cárcel, presas nosotras también como moscas en una tela de araña. Estábamos tan acostumbradas a nuestro cautiverio que al principio no hicimos nada, mirarnos por dentro solamente, despedirnos de nuestra tristeza como de una amiga indeseable pero constante, abrir un hueco en nuestro interior para otros huéspedes, la paz, la esperanza, la alegría, tan remotos que habíamos olvidado hasta sus nombres. Quizás por eso, porque ya no creíamos en nuestra suerte, Valeriana empezó a llorar.
—¿Pero os dais cuenta de lo que significa esto? —Brígida fue hacia ella, la abrazó, volvió a decirlo a gritos—. ¡Han detenido a Mussolini!
Alguien estrelló las palmas de sus manos, y de repente, todas estábamos aplaudiendo a la vez. En la cabeza de la cola estalló una ovación clamorosa, tan ferviente y unánime que llamó la atención de las rezagadas para invadir la acera en un instante, con tal estrépito de gritos y de palmas que un funcionario cubierto con una bata blanca cometió el error de abrir una ventana del segundo piso y asomarse a ver qué pasaba.
—¡Es la enfermería, chicas! —gritó una que se dio cuenta, y a continuación, con todas sus fuerzas, para que la noticia traspasara también los muros de la cárcel—. ¡Han detenido a Mussolini! ¡Italia se ha rendido!
—¿Qué? —mientras la ventana se cerraba a toda prisa, un hombre cruzó la calle, se acercó a nosotras—. ¿Qué estáis diciendo?
—¡Han detenido a Mussolini! —a él también se lo contamos a gritos—. ¡Italia se ha rendido! —y nos reíamos, nos abrazábamos, lo repetíamos una y otra vez mientras las lágrimas se asomaban a nuestros ojos, y nuestros ojos sonreían como nuestros labios, y una emoción nueva, antigua, olvidada y recobrada, nos quemaba la garganta—. ¡Han metido a Mussolini en la cárcel!
Hicimos mucho ruido en muy poco tiempo, pero fue suficiente para que otros desconocidos se acercaran a nosotras con los ojos brillantes, los puños apretados, ¿de verdad han detenido a Mussolini?, ¡de verdad! Entonces nos abrazaban, les abrazábamos, hombres y mujeres a los que nunca habíamos visto, a los que no volveríamos a ver, pero que se rieron y gritaron con nosotras mientras otros nos miraban con el ceño fruncido desde la acera de enfrente. Quizás fue a ellos a quienes se dirigió la mujer que se atrevió a decir en voz alta lo que pensábamos las demás.
—¡Mussolini ya está preso y vosotros vais detrás! —y mientras se multiplicaban los gritos, los aplausos, un funcionario que lo había visto todo desde la puerta hizo el amago de correr hacia nosotras.
—¿Quién ha dicho eso? —pero éramos tantas que no llegó a dar más de dos pasos—. A ver, ¿quién ha sido la valiente?
No esperaba que nadie contestara, pero aún esperaba menos el coro de voces masculinas que empezó a tronar por encima de nuestras cabezas, Guadalajara no es Abisinia, desde la ventana de la enfermería, porque los rojos tiramos bombas de piña, abierta de par en par después de que el enfermero, asustado, hubiera ido a dar la voz de alarma, menos fascismo, y más valor, y no les veíamos la cara porque tuvieron la precaución de no asomarse, que hubo italiano que corrió hasta Badajoz, pero escuchamos sus voces y les aplaudimos antes de cantar con ellos, Guadalajara no es Abisinia…
Como sólo nos sabíamos el principio, no pasamos de ahí, pero tampoco pudimos repetirlo más de tres veces antes de que salieran los guardias.
—Se han suspendido todas las visitas. O se van ustedes por las buenas o las echamos nosotros por las malas. ¿Me han oído?
Fue por las malas, pero el insólito detalle de que nos hubieran dado a escoger entre el silencio y las porras bastó para persuadirnos de que, dijeran lo que dijeran los periódicos al día siguiente, estaban tan afectados como nosotras. Por eso, aunque nos disolvieron a golpes, no se atrevieron a detener a nadie. Yo me marché a casa con un porrazo en el hombro, pero no me dolió, porque antes de salir corriendo tuve tiempo de oír a lo lejos un eco atronador, cientos, quizás miles de hombres que gritaban como uno solo que Guadalajara no era Abisinia desde la cárcel de Yeserías.
En noviembre de 1944, cuando ya nadie dudaba del triunfo aliado, se reanudaron los consejos de guerra que habían estado parados más de un año. En febrero de 1945, cuando los aliados tocaban la victoria con la punta de los dedos, fusilaron al hijo de Valeriana. Entonces, los abrazos y los besos, los gritos y el estribillo que me habían hecho tan feliz el 26 de julio de 1943, me dolieron como una herida emponzoñada, que rezumaba un veneno para el que no existía ningún antídoto. Aquella amargura se incrustó en mí como un destino, una condena perpetua, larga como mi vida. Nunca volví a cantar aquella canción porque Guadalajara no era Abisinia, España no era Italia, ni Japón, ni siquiera Alemania. Jamás lo sería. Y sin embargo, antes de que las potencias democráticas consagraran la excepción española de un silogismo universal, comportándose como amigos del amigo de sus enemigos, vivimos un tiempo para creer, un tiempo para esperar un final que ya no podría ser completamente feliz, pero sí mucho menos triste. Franco no va a durar siempre, recordé, y cuando los aliados vuelvan a ganar, cuando comprendan lo que nos han hecho, ni mi padre ni el tuyo estarán aquí… Durante un año y medio, estuve convencida de que Rita llevaba razón también en eso. Y aunque la cola de Yeserías no se volvió a amotinar, aunque suspendieron las visitas durante tres días, y al cuarto enviaron guardias armados a patrullar la acera, cuando volví a ver a mi hermano me enteré de que ni siquiera habían castigado a los presos. En Porlier, entre 1939 y 1941, eso nunca habría podido ocurrir. La incertidumbre en la que los franquistas se asfixiaban se haría aún más evidente para mí unos meses más tarde, cuando el segundo domingo de enero de 1944 acabó con la maldición de las visitas inesperadas.
—¡Niños!
Mientras subía por las escaleras, el volumen de aquel estrépito había ido creciendo, planta a planta, hasta que pude distinguir tras la puerta la voz de un hombre que parecía jugar con mis hermanos. Faltaba poco para que los mellizos cumplieran nueve años. Ya eran lo bastante mayores como para volverse solos a casa los domingos, después de comer en la de Margarita, y no me importaba que trajeran amigos, pero les había insistido muchas veces en que no le abrieran la puerta a ningún desconocido. Por eso me asusté, pero cuando entré en casa y descubrí quién era el hombre que jugaba a las canicas con ellos, me asusté mucho más.
—¡Tasio! —se volvió a mirarme, sonrió y se levantó de un brinco—. Pero ¿qué…? —hay que cerrar las contraventanas, echar el cerrojo de la puerta, preparar un escondite para una emergencia y dejar de armar escándalo, sobre todo eso—. ¿Os queréis callar de una vez? —me puse tan nerviosa que mis hermanos me hicieron caso, y sólo después le abrí los brazos a mi padrino—. Me alegro mucho de verte. ¿Cómo estás?
—Muy bien —me besó en las mejillas y volvió a sonreír—. En la calle.
—Ya lo veo —bajé la voz hasta el volumen de un murmullo—. ¿Cuándo te has escapado?
Se echó a reír, miró a los mellizos y ellos también se rieron.
—No me he escapado, Manolita. Me han soltado.
—¿Qué te han…? —aquello era lo más extraordinario que había oído en mucho tiempo—. ¿En serio?
—En serio. Me juzgaron unos meses después que a Silverio, y sólo me echaron seis años porque tuve mucha suerte, ¿sabes? Como en el 36 vivía en zona republicana, me reclutaron con los de mi quinta. Me afilié al Partido en el ejército, pero el comisario de mi división quemó todos los archivos y sólo estaba lo del comité de huelga de mi pueblo, así que… —resopló, como si fuera una historia demasiado vulgar para contarla—. He estado dos años en Fuencarral, haciendo la vía Madrid-Burgos. Redimíamos dos días de condena por uno de trabajo, y como estuve tres años en preventiva, me he chupado casi uno de más, pero esta mañana, por fin, me han soltado.
—¡Qué bien, Tasio! —volví a abrazarle, y abracé con él algo más que el cuerpo fibroso de un hombre que ya no parecía un preso, una camisa blanca, unos pantalones grises, los músculos de los brazos marcados bajo la piel, la cara curtida por el trabajo al aire libre—. No sabes cuánto me alegro —porque abrazar a Tasio, aquella tarde, fue como abrir una puerta por la que Silverio podría volver a entrar en mi vida.
En los dos últimos años no había dejado de pensar en él, pero a aquellas alturas ya no sabía distinguir entre su recuerdo y otros frutos de mi imaginación. Nuestro noviazgo había sido tan extraño, la distancia después tan implacable, que el paso de los días se había apresurado a desterrarle antes de tiempo a una remota región de mi memoria, el almacén de recuerdos dudosos donde guardaba el olor de mi madre y el de la tierra recién regada de la huerta de Villaverde, aromas ficticios, tan desprovistos ya de existencia real como la imagen de Toñito andando por la calle o el uniforme de mi padre colgado en una percha. La cara de Silverio detrás de una alambrada era sólo un trasto más en aquel desván cerrado, abandonado al musgo polvoriento del exilio, y a veces, cuando recordaba los meses en los que mi vida entera había girado a su alrededor, ya ni siquiera sentía vergüenza, sólo estupor. Veía la cola de Porlier, a Rita y a su madre, a Juani y a Pepa, a sus maridos, a mi padre, a Hoyos, el edificio, el locutorio, las aceras, y no dudaba de que aquel lugar existía, como habían existido las personas que lo poblaban en mi memoria. No dudaba de que yo había estado allí, pero el recuerdo de Silverio era distinto, más pálido y de contornos desvaídos, casi gaseosos, una presencia que parecía más soñada que vivida y envolvía cuanto tocaba en una bruma fantasmal de sombras huecas, el espejismo heredado de la chica ridícula y tontorrona que fui una vez, una pobre fantasía que se venía abajo al contacto con mis dedos de mujer hecha y derecha. Hasta que Tasio pronunció su nombre. Cuando volví a escuchar aquel nombre en aquella voz, el color volvió de pronto a las mejillas de Silverio, las palabras volvieron a sus labios, el volumen a su cuerpo, y si hubiera cerrado los ojos, habría sentido que él también estaba allí, con Tasio y conmigo. Los mantuve bien abiertos pero no pude evitar que mi voz temblara.
—¿Y cómo has venido aquí?
—Es que no he encontrado a Martina.
El destacamento de Fuencarral estaba dividido en dos secciones, que se turnaban para recibir visitas los domingos en el recinto vallado que rodeaba las obras. La semana anterior, Martina había ido a verle y le había contado que su patrón seguía en la cama, con una neumonía muy puñetera. Ella no creía que fuera la última, y sin embargo, aquella mañana, cuando una furgoneta de la empresa le acercó hasta Madrid, Tasio se encontró la puerta cerrada a cal y canto. Una vecina le contó que el cura había muerto el martes anterior, que no sabía nada de la chica que vivía con él. Y Martina no había podido avisarle por carta porque no sabía escribir.
—Pero no se lo cuentes a nadie, por favor, que le da mucha vergüenza.
Necesitaba encontrarla cuanto antes, porque sólo podía pasar una noche en Madrid. A las cuatro de la tarde del día siguiente, tenía que coger un tren para presentarse ante el Comité Local de su pueblo, Tresviso, en el valle de Liébana, antes de veinticuatro horas a contar desde su llegada a Santander. Habían restado el precio de su billete del simulacro de jornal que le habían pagado en los dos últimos años y le habían recomendado que no hiciera tonterías, porque cualquier incumplimiento de estas condiciones le convertiría en prófugo. Mientras bajábamos las escaleras para ir a llamar por teléfono, tuve un mal presentimiento, pero no le pregunté qué clase de libertad era esa que no le dejaba vivir donde y como él quisiera, porque estaba muy contento y no quería echar su alegría a perder.
Rita tenía apuntado el número de una vecina de Julita que tenía teléfono, y resultó que Asun conocía a la cuñada de un primo de Martina que trabajaba en una taberna de la Cava Baja. Él nos envió a la calle Segovia, y fuimos hasta allí dando un paseo. A mitad de camino, me di cuenta de que, después de haberme contado tantas cosas, aún me debía una respuesta.
—Todavía no me has dicho cómo se te ha ocurrido venir a mi casa.
—¡Ah! Eso… —sonrió—. Bueno, pues… ¿Te acuerdas del día que nos conocimos? —asentí con la cabeza, porque aquella misma tarde, al salir de trabajar, no habría estado muy segura, pero en aquel momento no lo dudé—. Tú estuviste un rato hablando con Silverio, le contaste que te habían echado de tu casa, que te habías mudado a un edificio en ruinas. Él te preguntó dónde estaba, tú se lo dijiste… Y yo me enteré.
—¿En serio? —me eché a reír—. Con el trajín que os traíais, ¿estabas pendiente de lo que hablábamos?
—No pude evitarlo —se encogió de hombros y rio él también—. Habría preferido que os callarais, pero como no os dio la gana, los cuatro en aquel cuarto tan pequeño, vosotros dos hablando sin parar… Tu dirección era muy fácil de recordar, calle de las Aguas número 7, y además…
Se paró, se volvió para mirarme de frente y se puso casi serio.
—Si yo me hubiera escapado —hizo una pausa para ponerse serio del todo—, ¿tú me habrías escondido?
—Pues claro, hombre —le respondí en un tono mucho menos solemne—. ¡Qué cosas tienes!
—Lo sabía —y volvió a sonreír—. Por eso nunca he olvidado tu dirección.
Un año y pico más tarde, cuando volvía del mercado, me encontré en el portal con un desconocido. Treinta años, más bien alto, atlético y muy tieso, era un hombre atractivo, pero no me fijé en él por eso. Por el estilo de su ropa, modesta pero con pretensiones, y la cartera que llevaba en la mano, parecía un representante de comercio, y a nadie se le habría ocurrido entrar a vender nada en una casa como la mía, con la fachada apuntalada y un aviso de demolición clavado en la puerta. A mí tampoco se me ocurrió qué podría estar haciendo allí, pero le saludé de todas formas. Él correspondió con un acento del norte y se ofreció a subir mi cesta por la escalera. Cuando llegamos hasta mi puerta, le di las gracias, le pregunté adónde iba y me miró como si no supiera por dónde empezar.
—Yo… No se llamará usted Manolita, ¿verdad?
—Sí —la expresión de su cara, tan cautelosa como si mi nombre fuera un secreto de Estado, me hizo reír—. ¿Cómo lo sabe?
—Pues, el caso es que… Yo vengo de parte de un amigo suyo que se llama Anastasio.
—¿Anastasio? —fruncí el ceño, porque no recordaba a nadie con ese nombre—. ¿De dónde es?
—De un pueblo de Santander que…
—¡Claro, Tasio! —y me alegré muchísimo de saber de él—. ¿Cómo está?
—Bien —el desconocido sonrió, aliviado.
Nunca supe cómo se llamaba. Él no me lo dijo y yo no se lo pregunté. No necesitaba esconderse, ni siquiera un lugar donde dormir, sólo un contacto con la dirección del Partido en Madrid, una tarea tan fácil para mí como acercarme al tablao para hablar con Jacinta. Podría haberle citado con ella para el día siguiente, pero preferí que la Palmera actuara como intermediario, porque su sombrero cordobés, sus aspavientos y la raya negra que había vuelto a pintarse debajo de los ojos antes de actuar, llamaban tanto la atención que garantizaban la seguridad de cualquier encuentro. Después de repetir la hora, el nombre y la dirección de La Faena, para asegurarse de que los había memorizado bien, me regañó por haberle dejado pasar sin darle ocasión de mencionar el huevo de chocolate que le regalé a Juani el día de mi segunda boda frustrada, la contraseña de la que debería haber dependido mi seguridad, y la suya. No le puedes abrir la puerta a los desconocidos, insistió, como si de repente él fuera yo, y yo mi hermano Juanito. Pero tú no eres un desconocido, le dije, tú eres amigo de Tasio… No consiguió asustarme hasta que me contó que lo había conocido en el monte. Eso sí me preocupó, porque significaba que las cosas no le habían ido como él quería.
—¡Tasio! —el día que su novio penetró por su propio pie en la sutil trampa de su libertad, Martina nos vio llegar desde el balcón y se despeñó escaleras abajo para llegar a tiempo de atraerle hasta la protectora oscuridad del portal.
Yo me quedé en la acera, y mientras veía las sombras de sus cuerpos abrazados, sus cabezas devorándose mutuamente con tanto apetito como si volviéramos a estar en el cuartucho de las bodas de Porlier, tuve la impresión de que ella había cambiado tanto como él. Cuando el eco de unos pasos en la escalera les obligó a soltarse tan deprisa como se habían juntado, me fijé en que su cintura había desaparecido igual que si la hubieran borrado con una goma para volver a dibujarla unos centímetros más allá de donde había estado siempre. Estaba embarazada de cuatro meses, de las vías de Fuencarral, le gustaba decir a ella, pero en su cara redonda ya había nacido una expresión dulce, ruborosa, un candor infantil que no había visto antes.
—Enhorabuena, Martina.
Aunque había seguido viéndola en la cola y en el locutorio de Porlier, no habíamos vuelto a hablar desde el día que nos peleamos en la puerta de la cárcel. Habría preferido que no lo mencionara, pero después de abrazarme, antes de desligar sus brazos de los míos, me miró y negó con la cabeza.
—Manolita, yo…
—No me lo recuerdes —y cerré los ojos, como si al privarlos de su imagen, pudiera arrancar aquel recuerdo de mi memoria.
A partir de aquel abrazo, todo fue tan fácil como si aquella bronca nunca se hubiera producido. La visita de Tasio no sólo trajo de vuelta a Silverio. También me devolvió a Martina, aunque la alegría del reencuentro se transformaría pronto en una angustia de una especie desconocida para nosotras. Aquel día no podíamos saberlo, y ella tampoco tardó en sobreponerse al disgusto de perder a su novio sólo unas horas después de haberlo recuperado, porque los dos contaban con que Tasio tendría que volver a Tresviso al salir de la cárcel. Sus padres eran mayores y estaban solos. No les quedaban más hijos que pudieran cultivar la tierra, ocuparse de la casa, de los animales. Martina no había visto más pollos en su vida que los que colgaban de un gancho en los puestos del mercado, pero estaba dispuesta a marcharse con él, a irse a vivir a su pueblo antes de que naciera el niño para convertirse en la perfecta montañesa.
—No veas lo guapa que voy a estar con zuecos…
Tasio se partía de risa al escucharla, y yo me reía también, los tres nos reímos mucho aquella tarde mientras ella hacía planes para un futuro feliz y campestre, parándose cada dos por tres a preguntarle a su novio cómo se llamaba el chisme que se usaba para revolver la paja, y ese otro chisme que se usaba para dar de comer a los caballos, y aquel que se enganchaba a una mula para remover la tierra, y todo le parecía fácil, todo divertido, saludable, sorprendente, todo maravilloso porque a Tasio se le caía la baba al oírla, y a ella se le caía la baba al mirarle, y con eso tenían bastante.
—Oye, Manolita —al salir del café hasta el que nos había empujado el frío agazapado tras un sol engañoso, me pidió un favor—. Como mi hermana es como es… ¿Podemos quedarnos esta noche en tu casa?
—Claro… Pero si esperáis a que se duerman los mellizos, eso sí.
Antes de subir, Tasio compró la cena, una empanada de bonito, otra de carne y una frasca de vino, en una taberna gallega de la Carrera de San Francisco. Con tanta novedad, los niños estuvieron despiertos más tiempo de la cuenta, y como Martina sólo bebió agua, Tasio y yo liquidamos el vino mano a mano, hasta que sentí que me daba vueltas la cabeza. Sin embargo, ni su novio ni yo llegamos a estar en ningún momento tan borrachos como ella.
—Y me tendré que llevar la canastilla entera, claro, porque en esa aldea tuya no venderán nada más que zuecos, y tendremos que buscar un médico, ¿no?, una comadrona por lo menos —iba llevando la cuenta de todo lo que tenía que hacer hasta que se quedó sin dedos en las dos manos—. No sé cómo me las voy a apañar porque, hay que ver, ¡qué difícil es hacerse de pueblo!
Según la clasificación de Rita, Martina era cualquier cosa menos una novata. Pero toda la veteranía que había acumulado durante cinco años, en las puertas de una cárcel y de un destacamento penal, no bastó para ayudarla a imaginar hasta qué punto llegaría a quedarse corta su última exclamación.
—Yo cojo al niño y me voy a verle, mira lo que te digo.
—No vayas, Martina, por favor. Espera un poco, mujer…
Cuando fui a conocer a su hijo recién nacido, mi madrina todavía vivía en la calle Segovia. En julio de 1944, Tasio le había escrito muchas cartas que parecían una sola, porque en todas le decía lo mismo y que no fuera, que no se le ocurriera moverse de Madrid hasta que él se lo dijera.
—Este se ha echado otra novia y no quiere saber nada de mí, ni de su hijo —a mediados de octubre, ya no lo dudaba—, y si no… A ver por qué ha dejado de escribir.
En marzo de 1945, aquel desconocido me explicó por qué Tasio había enviado su última carta en agosto del año anterior, pero no pude correr a contárselo a su novia. A aquellas alturas, Martina debía saber de sobra que se había convertido en un guerrillero de la Brigada Machado, porque se había plantado en Tresviso con su hijo poco antes de Navidad. Después, perdí el contacto con ella durante años. Cuando volvió a Madrid, yo ya no vivía en la ciudad, y aunque venía de vez en cuando a ver a mi familia, nunca nos encontramos, nadie me dio noticias suyas. Temí que nunca volvería a verla, pero en el invierno de 1951 me dio la vez en una carnicería de la Corredera Baja. Habíamos vuelto a ser vecinas, así que nos sentamos en la mesa de un café a contarnos nuestras vidas, y al mirarla en el espejo de la juventud que habíamos compartido, aquel tiempo rebosante de horror y de esperanza, la suya me dolió tanto que hasta me sentí culpable de haber tenido, al cabo, más suerte que ella. Por eso renuncié a enumerar las pequeñas conquistas de mi vida reciente con una sola excepción.
—¿Y Silverio?
Esa misma pregunta puso mi vida boca abajo una tarde de enero de 1944, cuando Martina estaba a punto de sentirse la mujer más feliz del mundo, y yo estrenaba la libertad de Tasio andando con él por la calle Segovia.
—¿Y Silverio? ¿Qué sabes de él?
—Nada.
—¿Nada? —mi respuesta le asombró tanto que se paró en seco y se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos—. ¿Y eso?
—Pues… Me escribió una carta desde el penal de El Puerto cuando llevaba allí un par de meses, yo le contesté, y… No he sabido nada más. Le escribí otra vez y enseguida me devolvieron mi primera carta, con un sello que decía que el destinatario era desconocido o que le habían trasladado, y… —me paré un momento a pensar, aunque sabía que, por mucho que buscara, no iba a encontrar nada que añadir—. Pues eso, que no he vuelto a saber de él.
Su camarada negó con la cabeza mientras reemprendía el paso muy despacio, como si me invitara a preguntar algo evidente.
—¿Te parece raro?
—Raro no —hizo una pausa para subrayar su extrañeza—. Rarísimo.
Entonces su novia gritó su nombre desde el balcón y no me atreví a hacer más preguntas. Pero el asombro de Tasio, la alegría de su reencuentro con Martina, la avidez de ella, la de él, aquella amorosa representación de canibalismo que me devolvió a la luz de un cuarto sucio y lleno de cucarachas, me afectó mucho más que la primera vez. Al otro lado del escándalo y de la envidia, del sofoco, del pudor y hasta de mis antiguas fantasías de chica ridícula y tontorrona, sus abrazos me mortificaron como esas heridas viejas, amortiguadas, latentes, que se despiertan con los cambios de tiempo para resucitar un dolor nuevo e intacto bajo la trampa de sus sonrosadas cicatrices. Por eso bebí tanto vino aquella noche. Pretendía armarme de valor o perderlo por completo, atontarme o invocar una sabiduría que me permitiera hacer las preguntas más audaces, delegar en el vaso que vaciaba y rellenaba sin pausa la decisión de saber o no saber, de seguir descansando en el hueco de una vida plana, sin colores, o complicármela con la prolongación de la agridulce penitencia que me había abandonado dos años antes como un amante traidor. Sólo logré que me diera vueltas la cabeza, pero Tasio tenía la suya en su sitio y no se había olvidado de su camarada.
—Mira, Manolita, lo he estado pensando, y… —antes de revelar el fruto de su pensamiento, repartió el poco vino que quedaba entre su vaso y el mío—. Si Silverio no está en El Puerto, estará en un destacamento, vete tú a saber dónde. Es imposible que lo trasladaran a otra cárcel en tan poco tiempo. Seguramente fueron a buscarle y le ofrecieron un destino para redimir pena. Lo normal es que los presos se presenten voluntarios y que ellos se piensen durante semanas, incluso meses, si les conceden la redención o no, pero tampoco son tontos. Saben muy bien a quién tienen encerrado, y en Porlier, Silverio se hizo famoso porque lo arreglaba todo, mecanismos, tuberías y máquinas en general, el director le pedía favores cada dos por tres, así que… Él debe creer que no le contestaste, y como es tan tímido… Bueno, ya le conoces. A lo mejor un funcionario le juró por su madre que le reenviaría el correo, y después, cuando le arregló el reloj… Menudos son, esos cabrones.
—Pero… —volví a posar en la mesa un vaso definitivamente vacío, y noté la lengua menos pastosa que el cerebro—. Yo… ¿Y cómo…?
—En el Ministerio de Justicia tienen que saber dónde está. De entrada, no querrán decírtelo, pero si te buscas un enchufe o te pones muy pesada…
—No, si yo… —en ese instante, la cara de la señorita Marisa se apoderó de mi memoria sin pedir permiso, y me concedió la sobriedad suficiente para decir una frase de un tirón—. Conozco a una mujer allí, pero lo que no… ¿Y si Silverio no quiere? Igual no le intereso, o se ha echado otra novia, o…
Antes de replicar, Tasio se me quedó mirando como si nada de lo que había visto u oído aquel día le hubiera sorprendido tanto.
—Claro —y se echó a reír—. Eso es lo que más abunda en los destacamentos, las novias… —hasta que se puso serio—. Otra cosa es lo que quieras tú.
Después, Martina observó en voz alta que hacía un buen rato que no se oía a los mellizos. Cuando me levanté para ir a su cuarto a echar un vistazo, la borrachera se me había bajado a los pies. Ahora eran ellos los que daban vueltas, como si el vino les hubiera arrebatado la experiencia de la línea recta a favor de unas curvas culpables de que mi cuerpo se tambaleara a un lado y al otro en cada paso, y así avancé, tropezando con los muebles, con las paredes, mi cabeza, a cambio, tan despejada como si Tasio, en lugar de hablar, hubiera soplado a su través. Al comprobar que los niños se habían dormido, me alegré de poder mandarlo con su novia a mi cuarto para quedarme sola en el comedor. Antes de que empezaran a desnudarse, saqué un colchón de la habitación pero no me hice la cama, ni siquiera fregué los vasos sucios. Me senté en la silla en la que había cenado, apoyé un codo en la mesa, la cara en la palma de la mano, y me concentré en averiguar qué quería yo. Un segundo después, los muelles del somier empezaron a hacer ruido.
Aquella noche, los amantes apenas durmieron, y yo no mantuve los ojos cerrados mucho más tiempo que ellos. La aparición de Tasio, su reencuentro con Martina, el vino que había bebido, el risueño estrépito de aquel deseo ajeno y familiar, envolvieron la penumbra de mi vigilia en un resplandor benéfico, dorado, cálido. Durante horas, escuché una extraña sinfonía de acordes dispares, notas metálicas, agudas, interrumpiendo el rumor sordo de los besos, las palabras susurradas entre las sábanas, el eco de los cuerpos que chocaban entre sí. En el completo silencio de la madrugada, aquella melodía tenue, delicada y violenta a la vez, llegó hasta mis oídos con una nitidez que sus autores no pretendían. Tampoco pretendía yo sonreír al escucharla, pero mis labios se curvaron solos, como si quisieran participar a distancia de aquella misteriosa felicidad ajena que parecía encerrar un mensaje en clave, una promesa que llevaba mi nombre y mis apellidos. Ya estaba empezando a amanecer cuando mis ojos sucumbieron al arrullo de aquella canción sin música, el ritmo sin ritmo que me mecía como una rítmica y amorosa letanía. Así me quedé dormida, y al rato, me desperté tan contenta como si yo también regresara de una noche de amor. Aún no había decidido qué era lo que quería, pero al abrir los ojos, volví a ver la cara de la señorita Marisa con tanta claridad como si alguien la hubiera pintado en la pared.
—Ayúdeme, por favor, tiene que ayudarme… Mi hermana es menor de edad, tiene quince años y está enferma, de verdad, se lo juro por lo que más quiera, está muy débil y nadie se ocupa de ella, lo único que quiero es traerla a casa para cuidarla, sólo eso, yo…
Aquella mujer, la única persona que quiso escucharme en un edificio enorme y lleno de gente, miró hacia los lados, dio un paso hacia mí, me puso las manos sobre los hombros.
—Tranquilízate, por favor —y aquel día, en aquel lugar, esas palabras sonaron como un compromiso—. Veré qué se puede hacer, pero no te hagas ilusiones —negó con la cabeza y volvió a mirarme—. La ley es la ley.
El 22 de junio de 1942 hice de noche el mismo viaje que mis hermanas habían hecho de día poco más de un año antes. Cuando llegué a Bilbao, faltaba poco para las siete de la mañana y apenas había dormido, pero no tenía sueño. El cansancio físico era lo de menos. La visita de la madre Carmen había resucitado uno mucho peor, la incertidumbre de los malos tiempos, un tobogán infinito de esperanzas vanas y presentimientos sombríos por el que no se podía hacer otra cosa que volver a subir después de haber bajado, sin descansar jamás, sin llegar nunca a parte alguna. Para mi desgracia, había aprendido de memoria esa lección y sabía que sus efectos no sólo eran devastadores, sino que a menudo representaban una tortura más cruel que la verdad. Es peor pensarlo que pasarlo, decían algunas mujeres en la cola de Porlier. Otras sólo podían repetir aquel refrán al revés, y sin embargo, con independencia del desenlace de cada expediente, la conciencia de no ser nadie, de no tener derecho a obtener respuestas, de carecer incluso del derecho a formular preguntas, constituía en sí misma una condena, la pena que cumplíamos quienes no habíamos sido juzgadas por un tribunal, las reclusas que vivíamos fuera de los muros de las cárceles. Por eso, antes de perderme en los laberintos del Ministerio de Justicia, pensé muy bien en lo que iba a hacer.
Yo no conocía de nada a aquella monja, y no podía saber si me había contado toda la verdad, sólo una parte o un cuento chino. Mientras una mula vieja, exhausta, empezaba a tirar de la noria dentro de mi cabeza, intenté separar las dudas de las certezas, y comprendí enseguida que carecía de estas últimas. Sólo podía manejar intuiciones, hipótesis formuladas con tan pocos datos que ni siquiera merecían ese nombre. Me parecía extraño que, sin contar con el dinero que le habría costado el taxi, aquella mujer hubiera venido a verme sin motivos, pero quizás tuviera los suyos para hablar mal de su convento. Quizás pretendía perjudicar a sus superioras, utilizarme contra ellas, aunque el miedo que había visto temblar en sus ojos, en sus manos, era auténtico, o al menos, así lo había percibido yo. Aparte de la impresión que me había causado, sólo disponía de las cartas, muy sosas y no demasiado largas, que Isa me escribía todos los meses, una cuartilla y media en la que siempre me contaba lo mismo, que Pilarín y ella estaban bien de salud, que esperaban que nosotros también, que comían todo lo que les ponían en el plato, que eran muy aplicadas, que se portaban como era debido y que no las regañaban. Cuando la madre Carmen me ofreció su versión, saqué todos aquellos sobres de un cajón, los ordené por fechas, estudié su contenido y descubrí, una por una, todas las cosas que había pasado por alto al recibirlas.
En las primeras cartas que me envió, mi hermana había hecho constar expresamente que no era ella quien escribía. Una niña llamada Ana lo hacía en su nombre porque todavía no había aprendido a dominar el lápiz. Más adelante, esa aclaración se esfumó para no volver a aparecer nunca más y yo, absorta en la rutina de aquella fantasía tan parecida al amor, que había ido creciendo de lunes en lunes a lo largo del verano de 1941, había dado por descontado que la primera persona era auténtica. Un año más tarde, me di cuenta de que en todas las cartas la letra era idéntica, la misma caligrafía, los mismos vicios, las mismas líneas torcidas hacia abajo en la última y en la primera. Eso significaba que, después de un año entero en Zabalbide, mi hermana ni siquiera había aprendido a escribir. No era un buen indicio, pero todavía encontré uno peor. Aunque no lo recordaba cuando la tuve delante, porque en su momento no había prestado atención a lo que me pareció un detalle ñoño, trivial, lo cierto era que una madre llamada Carmen aparecía en todas las cartas fechadas en 1942, y las alusiones al cariño que le inspiraba, «la madre Carmen es muy buena», «la madre Carmen sabe tocar el órgano», «ayudo en la iglesia a la madre Carmen con las partituras», «la madre Carmen me deja vigilar con ella el recreo de las pequeñas», «la madre Carmen me va a llevar a comer a casa de sus padres», «no quiero a ninguna monja tanto como a la madre Carmen», eran las únicas frases que no parecían copiadas del modelo del que provenían todas las demás. Era improbable que en un convento español sólo hubiera una monja llamada Carmen, pero ese detalle inclinó la balanza a favor de la mujer aterrorizada que me había obligado a prometer que no la vendería. Tuve esa promesa muy presente cuando volví a atravesar el umbral del edificio de la calle Ayala al que fui con mis hermanas para recoger sus billetes.
La monja que me recibió, toca corta y anillo de plata, no sólo no quiso decirme nada, sino que fue a buscar inmediatamente a una interlocutora de rango superior, una mujer mayor, ataviada en todo como la que me había visitado unos días antes.
—No —me miró como si mis intenciones se transparentaran bajo la inocencia de mi pregunta—. En ese colegio hay muchísimas niñas. Si las dejáramos contestar al teléfono, sería un caos.
—Claro, claro —asentí con la cabeza y la sonrisa más mansa que pude improvisar—. Lo comprendo muy bien. ¿Y visitas, pueden recibir?
—¿A qué se refiere? —era tan evidente a qué me refería, que no hallé justificación para su ceño fruncido—. ¿Visitas de familiares?
—Sí —no dijo nada y avancé algo más—. Mías, por ejemplo.
—Por supuesto, si usted va a verlas… Las niñas no están presas, ¿sabe?
—Ya me lo imagino —volví a sonreír con el ánimo dividido entre el alivio que me había procurado la primera parte de su respuesta y la alarma que había sembrado en él la segunda—. Muchísimas gracias, ya no las molesto más.
Con esa información tenía de sobra y ningún motivo para permanecer en aquel lugar, pero mi interlocutora me detuvo antes de que llegara a la puerta.
—Espere un momento, por favor… Supongo que no le importará que sea yo quien le haga una pregunta —puso mucho cuidado en sonreírme mientras su voz adquiría un acento impostado, meloso, que pringaba el aire en cada palabra—. No la quiero entretener, será sólo un momentito.
—Faltaría más —parecía muy tranquila, pero se frotaba las manos entre sí como si le picaran—. ¿Qué quiere usted saber?
—¡Oh! Nada importante, sólo que, me estaba preguntando… —aprovechó la pausa para echarle otra cucharada de azúcar a su voz—. ¿A qué viene tanto interés por sus hermanas, a estas alturas? ¿Está usted inquieta por alguna razón? Eso me preocupa, porque ya llevan con nosotras más de un año y usted, que yo sepa, nunca había venido a preguntar por ellas.
—Claro, pero usted misma lo ha dicho, ha pasado ya un año, ¿no? Yo sé que están bien, porque me escriben todos los meses, pero las echo mucho de menos. No es más que eso, que las quiero mucho. ¿Tiene usted hermanas?
—¡Oh, sí! Muchísimas —e hizo un movimiento con la mano derecha, para englobar en él el edificio donde estábamos—. Y también las quiero a todas.
—Entonces, estoy segura de que me comprenderá.
Si hubiera podido, me habría ido derecha a la estación del Norte para montarme en el primer tren que saliera hacia Bilbao. Estaba tan asustada que fui hasta allí de todas formas para preguntar por los horarios, el precio de los billetes de tercera, y ni siquiera al descubrir que eran más baratos de lo que calculaba, logré tranquilizarme. Me sentía tan responsable del destino de las niñas como si la decisión de enviarlas a aquel colegio la hubiera tomado yo, y me daba cuenta de que no pensaba más que disparates, pero un disparate había sido la visita de la monja que me puso sobre aviso, un disparate el recelo de otra a la que había puesto sobre aviso yo, y ninguno tan grande como la posibilidad de que una niña interna en aquel colegio pudiera enfermar sin que nadie se ocupara de ella.
—Eso es imposible —sentenció Toñito, cuando fui a Yeserías desde la estación—. Ya verás como no es nada.
—No puede ser —repitió la Palmera, mientras me ponía en la mano los dos duros que me faltaban para completar el precio del billete—. Te habrían avisado las propias monjas, mujer.
—No correrían ese riesgo, Manolita, piénsalo un poco —Rita movió la cabeza al escucharme—. Isa es menor de edad y no está sola, tiene una familia dispuesta a cuidarla. ¿Para qué iban a complicarse la vida sin necesidad?
—Me parece una exageración —Meli estuvo de acuerdo cuando le advertí por qué llegaría el martes a trabajar con un poco de retraso—. Tu hermana no puede tener nada grave. Vas a tirar el dinero por una tontería.
—¡Qué hijas de puta! —para mi sorpresa, Eladia fue la única que me apoyó, fundando su postura en el razonamiento estrictamente inverso al que había inspirado la opinión de los demás—. Si hacen lo que hacen con los adultos… ¡Qué no harán con los niños, que no pueden defenderse!
—Mira que eres bruta, Eladia —le reprochó la Palmera, y sin embargo, aunque no me atreví a decirlo en voz alta, una oscura intuición me susurró que era ella quien tenía razón.
En cualquier caso, pasara lo que pasara, peor era pensarlo. Por eso, durante una semana, las palabras de la madre Carmen, vaya a verla, hable con las señoritas del ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, salve usted a su hermana, me golpearon el cerebro como si cada sílaba fuera un martillo. En el último tramo del viaje, mientras el frío de la madrugada y la proximidad del Cantábrico me hacían tiritar dentro del liviano vestido con el que había subido al tren en un sofocante atardecer madrileño, aquel rumor llegó a hacerse tan ensordecedor que el estrépito de la locomotora no parecía tener otro objeto que marcar el ritmo de aquellas palabras, salve usted a su hermana, sálvela, salve usted a su hermana, sálvela… Al poner los pies en el andén, le pregunté a un ferroviario si conocía un colegio llamado Zabalbide y sonrió antes de explicarme cómo llegar. Si se pierde, pregunte a cualquiera que ande por la calle, añadió al final. Aquí en Bilbao, lo conoce todo el mundo.
Ese detalle me tranquilizó sin que supiera explicarme muy bien por qué, como si la fama de un edificio garantizara la normalidad de lo que sucediera en su interior. El aspecto de aquella mole de cuatro pisos de ladrillo rojo me produjo en cambio una inquietud instantánea. Por fuera, Zabalbide se parecía a Porlier, y Porlier también había sido colegio antes que cárcel, pero enseguida distinguí sobre la tapia las copas de unos árboles que revelaban la presencia de un jardín, ropa tendida en la azotea, ventanas abiertas y sin barrotes tras las que se intuía el rectángulo oscuro de las pizarras, indicios indudables de una previsible realidad que me indujo a preguntarme qué hacía yo en el centro de Bilbao, a las ocho de la mañana de un lunes del mes de junio. En ese momento, oí un coro de niñas que debía provenir de la capilla, y si Madrid no hubiera estado tan lejos, si no hubiera llevado en el bolso un billete de vuelta para un tren que no saldría hasta las ocho de la tarde, me habría dado la vuelta enseguida. Como no podía, entré en el café más cercano y me senté en uno de los taburetes de la barra.
—Buenos días —el local estaba abarrotado, y el hombre que atendía detrás del mostrador tardó un rato en fijarse en mí—. ¿Me pone un café con leche y media tostada, por favor?
Desayuné despacio, porque me sobraba tiempo. No me parecía adecuado presentarme en el colegio tan temprano, y hojeé un periódico que alguien había olvidado para entretenerme, mientras el café se iba vaciando. Cuando encontré las ocho diferencias que distinguían dos viñetas idénticas a simple vista, eran las nueve menos veinte, se habían desocupado casi todos los taburetes, y el dueño del café se entretuvo en darme conversación.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
—No, soy de Madrid…
Mientras le contaba que había aprovechado el día que tenía libre en el trabajo para escaparme a ver a mis hermanas, que las niñas llevaban más de un año internas en Zabalbide, que iba a volverme aquella misma tarde, y que sí, que tenía razón, que a mí también me resultaba imposible pegar ojo en un vagón de tren, me di cuenta de que la chica que estaba fregando en la pila volvía la cabeza de vez en cuando, para dirigirme miradas de advertencia, fugaces y cómplices, a espaldas de su patrón.
—¡Qué suerte para sus hermanas! —iba diciendo él, mientras tanto—. Esas mujeres son de lo que no hay. Y no crea que se dedican sólo a la beneficencia, qué va. Zabalbide es uno de los mejores colegios de por aquí, tiene un montón de alumnas de pago, y fíjese, ellas acogen a otras niñas pobres para darles la misma educación, así que… —unas señoras llamaron su atención desde una mesa del fondo—. ¡Voy!
En ese instante, la friegaplatos se volvió hacia mí, pero no se acercó hasta que su jefe salió de la barra.
—No se fíe de lo que le ha contado —me dijo en un susurro—. Mi padre trabaja de camarero en el Arriaga, ¿sabe?
Se me quedó mirando como si estuviera segura de que esa revelación bastaría para justificarla, y al comprobar que no la había entendido, echó un vistazo al hombre que apuntaba un pedido en su libreta.
—Vaya usted a verlas. Vaya usted.
Aquella breve conversación pulverizó todas las reglas de la cortesía. Dejé el precio de mi desayuno sobre la barra, me despedí del dueño del café sin perder tiempo, crucé la calle y llamé al timbre cuando faltaban más de cinco minutos para las nueve. La hermana portera no se hizo esperar, pero al escuchar el motivo de mi visita, me miró de arriba abajo con mucha parsimonia.
—¿Cómo se llaman sus hermanas? —al escuchar sus nombres asintió con la cabeza como si estuviera esperándome—. Venga conmigo, por favor.
Me precedió a través de un recibidor inmenso, pero en el pasillo que embocamos a continuación, se retrasó para emparejarse conmigo.
—¿Y cómo se le ha ocurrido a usted venir hasta aquí desde tan lejos?
—He aprovechado el billete de una compañera de trabajo que es de Baracaldo, ¿sabe? —ya tenía preparada esa respuesta—. Ella iba a venir a ver a su familia, pero se encontró mal en el último momento, y pensé que era una lástima desperdiciar la plaza.
—Claro que sí —asintió ella mientras desembocábamos en los soportales de un claustro dispuesto alrededor de un pequeño jardín—. Siéntese en el banco, por favor, y espere un momento. Su hermana está en clase. Voy a buscarla.
¿Cómo que mi hermana?, dije para mí, yo no tengo aquí una hermana, tengo dos… Ella me miró como si me hubiera adivinado el pensamiento pero no añadió nada y se fue caminando muy deprisa, sus pies ocultos bajo el borde de un hábito que parecía flotar solo sobre las baldosas.
Estuve sentada en aquel banco casi un cuarto de hora, escuchando a lo lejos un rosario de voces que iban repitiendo las tablas de multiplicar, mientras mi espíritu se dividía entre la inquietud que había viajado conmigo y la paz que parecía emanar de aquel lugar, el efecto casi sedante de las arquerías, el verde brillante de los parterres, el rumor del agua que brotaba sin pausa en la pequeña fuente que ocupaba el centro del patio. Lo que veía y lo que escuchaba integraban una imagen casi perfecta de la placidez monótona, narcótica, de la vida en un convento, pero esa estampa no bastó para serenar mi corazón, que latía un poco más rápido en cada segundo, como si tuviera sus propias razones para desconfiar de mis ojos, de mis oídos. Hasta que por una arquería situada a mi derecha entró una niña de diez años, vestida con un uniforme azul de cuello blanco, el pelo oscuro y dispuesto en dos trenzas impecables, tan delgada como siempre pero más alta de lo que recordaba.
—¡Pilarín!
Me emocionó tanto verla que me levanté de un brinco, hice ademán de echar a correr y me paré en seco, no tanto porque mi hermana avanzara hacia mí escoltada por dos monjas, sino porque vi que no aceleraba el paso al descubrirme. Andaba sin descomponerse, como una señorita, aunque su sonrisa fue creciendo a medida que se acercaba.
—¡Pilarín! —repetí mientras abría los brazos y la estrechaba con fuerza, pegando mi cabeza a la suya para aspirar su olor, devolviéndole sus besos uno por uno—. ¡Pero qué guapa y qué mayor estás! —y volví a abrazarla, a besarla, mientras mi preocupación por Isa competía con la felicidad de encontrarla tan bien—. ¡Me alegro tanto de verte!
—Yo también, Manolita —y en ese momento, cuando menos lo esperaba, hizo un puchero—. Yo también, yo también…
—Vamos, Pilar, ¿qué habíamos dicho antes? —la monja a la que aún no conocía se inclinó sobre ella, la cogió de un brazo para separarla suavemente de mí, me sonrió—. Yo soy la hermana Gracia, la tutora de su hermana. Encantada de conocerla.
—Lo mismo digo —estreché la mano que me ofrecía mientras le devolvía la sonrisa—. Perdóneme, pero hace tanto tiempo que…
—Claro, claro —volvió a sonreír mientras rodeaba a la niña con el otro brazo—. Es muy natural, no se preocupe. Lo importante es que estoy muy contenta con Pilar, ¿sabe? Es una alumna muy buena, muy cariñosa… —se volvió a mirarla y mi hermana sonrió mientras se sonrojaba de puro placer—. Con ella da gusto, la verdad. Por eso, hemos hecho una excepción. En teoría, las niñas no pueden recibir visitas en horario lectivo, pero ya que ha venido usted desde tan lejos… —soltó un momento a su alumna para mirar el reloj—. A las diez, hay un cambio de clase. Las dejo solas hasta entonces, ¿de acuerdo? Luego tenemos matemáticas, que se nos están dando un poco regular…
—Es que son muy difíciles —protestó Pilarín, la voz risueña todavía.
—Pues a las diez se la devuelvo —eran las nueve y cuarto—. Muchísimas gracias por todo.
—No hay de qué —la hermana Gracia volvió a darme la mano para despedirse—. ¿Por qué no le enseñas el jardín a Manolita, Pilar? Es muy bonito, y allí estaréis mejor que aquí…
Era verdad que el jardín era bonito, con sus árboles altos, frondosos, y sus parterres bien cuidados, rodeados por caminos de grava que describían curvas graciosas e inútiles. Pilarín me lo enseñó todo, la capilla, la huerta, el patio de las pequeñas, mientras me explicaba su vida en el colegio con tal entusiasmo que me convencí de que, al margen de lo que le hubiera pasado a Isabel, ella estaba bien, fuerte, sana y, sobre todo, contenta. Le pregunté cómo llevaba los estudios y me respondió con detalle, analizando las asignaturas una por una, muy orgullosa de los sobresalientes que le habían puesto en Lengua y en Religión. Sin embargo, en la misma medida en que la información sobre sí misma se agotaba, su alegría se fue apagando lentamente, como si ella también supiera lo que iba a preguntarle antes o después.
—¿Y cómo está Isa, Pilarín? —no tenía sentido hacerla esperar—. ¿Por qué no la han traído a ella también?
—Es que… —dejó de mirarme para concentrarse en las yemas de sus dedos, que enrollaron el borde de la falda para desenrollarlo después un par de veces, durante el tiempo que tardó en encontrar las palabras que estaba buscando—. Isa ya no vive aquí. La semana pasada o… No, hace un poco más, pues, se marchó a otro sitio.
—¿A otro sitio? —la cogí de los hombros y la giré en el banco, para obligarla a mirarme—. ¿Adónde?
—No lo sé —y volvió a su falda—. No me lo explicaron bien, a un sitio para niñas mayores.
—¿Otro colegio?
—Sí —Pilarín me miró, me sonrió—. Eso será —y se levantó tan deprisa como si la madera del asiento la quemara—. Ven, voy a enseñarte el gallinero…
Echó a correr y yo la seguí más despacio, abrigando un mal presentimiento que guardé para mí cuando llegué hasta las jaulas ante las que Pilarín, pitas, pitas, pitas, frotaba los dedos a toda velocidad, no tanto para llamar la atención de las gallinas como para alejar la mía. La cogí en brazos, volví a abrazarla, a besarla como al principio, mientras recordaba los argumentos de Rita, aquel discurso eficaz, brillante como todos los suyos y como todos equivocado, piénsalo bien, mujer, por muy mal que estén las cosas, España sigue siendo un país civilizado, ¿o no? Tu hermana es menor de edad, está bajo la tutela del Estado, su tutora legal autorizó su traslado a Bilbao, no pueden modificar su situación sin notificároslo antes a vosotros, eso contravendría el propio decreto que os permitió mandarla a ese colegio, el Estado no puede quedar tan mal, si lo piensas, verás como tengo razón… Cuando me soltó aquel espléndido chorro de razones, no quise recordarle que, a pesar de su expediente, ese mismo Estado no le había consentido matricularse en la universidad, ni que todo lo que los hermanos de su padre habían conseguido para ella fue que la dejaran hacer Magisterio como si le estuvieran haciendo un favor. Cuando dejé en el suelo a Pilarín, tampoco quise añadir nada. No habría logrado más que angustiarla, y no quería, así que le di la mano para volver al jardín.
—¡Atiza! —y fue ella la que habló cuando distinguió a lo lejos a una monja alta y muy tiesa, que nos esperaba junto a la portera—. La madre superiora. Igual le ha sentado mal que fuéramos al gallinero…
—No, ya verás como no —apreté su mano en la mía al comprender que aquella mujer me estaba esperando a mí.
—Buenos días —me tendió la suya antes de confirmarlo—. La estaba esperando porque tengo que hablar un momento con usted. Si no le importa seguirme a mi despacho… Allí estaremos más tranquilas.
Faltaban todavía unos minutos para las diez, pero no intenté retener a Pilarín. Me despedí de ella muy deprisa para no descomponerme, pero cuando nos separamos, las lágrimas que habían aflorado a mis ojos apenas me consintieron ver las que se habían apoderado de los suyos.
—Adiós, cariño —me limpié la cara, sonreí, la besé por última vez—. Hasta pronto.
Mi hermana no dijo nada y se fue llorando sin hacer ruido. Mientras se alejaba de mí, me sentí culpable por haber interrumpido la plácida normalidad de su vida de niña feliz, pero no pude detenerme mucho tiempo en aquella consoladora culpabilidad. La madre superiora, una mujer muy alta y de huesos anchos, que le prestaban una corpulencia imponente, casi majestuosa pese a su delgadez, avanzaba a grandes zancadas, dejando tras de sí la estela de un velo negro capaz de hincharse como la vela de un barco. Iba tan deprisa que la seguí por dos corredores y unas escaleras sin lograr alcanzarla en ningún momento, pero nunca se volvió para comprobar si andaba tras ella, como las personas acostumbradas a imponer su autoridad en cualquier circunstancia.
—Ya hemos llegado —sólo al detenerse para abrir una puerta cerrada con llave, volvió a mirarme—. Pase, por favor.
Su despacho se parecía a ella. Era una habitación grande y cuadrada, que habría sido luminosa si las pesadas cortinas que cubrían los ventanales de la pared del fondo no hubieran estado corridas hasta su mitad, dejando apenas paso a la luz que filtraban los espesos visillos. Estaba decorada con unos pocos muebles buenos, antiguos, de madera oscura y tan bien cuidada que la cera con la que habían sido lustrados impregnaba la estancia como un perfume. A un lado del escritorio, había dos sillas de respaldo labrado y asiento tapizado de terciopelo color granate. Me ofreció una antes de rodear la mesa, decorada con un crucifijo de bronce y una maceta de begonia que reventaba de pequeñas flores anaranjadas, para sentarse frente a mí en una butaca más alta y más grande que las sillas, como una reina en su trono, pensé.
—Antes de nada, si me lo permite, me gustaría preguntarle si ha venido usted a vernos por su propia iniciativa, o quizás…
Al dejar esa frase suspendida en el aire, echó hacia atrás la cabeza para poder mirarme con más perspectiva. Quería saber con quién se enfrentaba porque desconfiaba de mi insignificante aspecto de jovencita humilde y sin educación, la fachada que escondía todo lo que había aprendido en la cola de Porlier, la universidad a la que nadie habría podido negarme el ingreso. Hacía bien, y para demostrárselo, me limité a repetir su última palabra.
—¿Quizás? —y me incliné hacia delante.
—Quizás haya recibido usted algún mensaje, una carta, tal vez una llamada, de alguien que le haya aconsejado que venga a visitarnos.
—¿Yo? No, señora —negué con la cabeza para subrayarlo—. Yo sólo he aprovechado el billete que una compañera…
—Ya, ya —levantó una mano en el aire para indicarme que me podía ahorrar el resto de la historia—. Ya lo sé.
—Pues eso. Trabajo en el obrador de una confitería, ¿sabe usted?, gano muy poco dinero y tengo dos hermanos pequeños a mi cargo. Mi sueldo no da para alegrías, y mucho menos para billetes de tren.
Asintió despacio con la cabeza y me di cuenta de que no me había creído, pero tampoco insistió. Las dos nos miramos en silencio durante un instante. Después encogió los hombros, cruzó las manos sobre la mesa, fijó los ojos en ellas y resopló.
—Habrá sido una casualidad —levantó la cabeza enseguida, para mirarme tan bruscamente como si pretendiera pillarme en un renuncio, pero no lo logró—. ¿Desde el Patronato tampoco se han puesto en contacto con usted?
—No. ¿Por qué…?
—Isabel está bien, no se preocupe —después de cortar por lo sano, extendió las manos con las palmas abiertas para apaciguarme—, pero desde hace unos días no vive aquí. Su salud se había resentido en los últimos meses, nada grave, no tema, un poco de anemia, trastornos hormonales, propios de su edad. Estaba decaída, y… Ha tenido un problema en la piel, una extraña erupción que hizo necesario vendarle las manos. Por eso la hemos trasladado al domicilio de una familia de benefactores de nuestra orden, personas excelentes que la ayudarán a recuperarse en muy poco tiempo.
En ese momento cayeron las máscaras, se levantó el telón y lamenté más que nunca no ser otra cosa que lo que parecía.
—Pero… —Manolita Perales García—. Pero ustedes no pueden… —una chica sin estudios, sin recursos, sin ningún amigo influyente—. Isabel es menor de edad… —porque intenté reproducir el discurso de Rita y ni siquiera fui capaz de recordar sus argumentos en orden—. Se supone que España es un país civilizado.
—Ahora sí —la madre superiora pronunció aquellas dos palabras como si las clavara en un muro—. Ahora, España es un país civilizado.
—Pues yo quiero ver a mi hermana.
Aquella simple frase resultó mucho más elocuente, a juzgar por el efecto que produjo en un rostro que viajó en un instante desde el sonrojo de la soberbia hasta la palidez del desconcierto. Aunque procuraba parecer impasible, el color no era el único indicio de su nerviosismo. Uno de sus zapatos ensució el silencio en el que nos medíamos con los ojos al estrellarse rítmicamente contra el suelo, provocando un repiqueteo semejante al de una máquina de coser. Mientras tanto, alargó una mano hacia el teléfono, la posó en el auricular, la levantó enseguida.
—No sé si eso será posible… —pero volvió a mirar hacia el teléfono y cambió de opinión—. Espere fuera. Voy a intentarlo.
Era un edificio antiguo y bonito, muros grises con molduras de escayola color crema y balcones muy altos con balaustradas del mismo color, sus barrotes gruesos y retorcidos como las columnas doradas de los altares de iglesia. El portal, recubierto por un zócalo de piedra jaspeada de color rosa que medía más de un metro, era imponente. Quizás por eso, el portero me detuvo cuando apenas había tenido tiempo de subir tres o cuatro peldaños. La impertinencia con la que me ordenó que volviera a salir para entrar por la puerta de servicio resultó un golpe de suerte, porque cuando la dueña de la casa dio mi visita por concluida, pude apostarme detrás de un quiosco y vigilar la puerta que me interesaba sin que aquel hombre me viera.
En aquel momento ya sabía que Isa no se iba a morir, aunque el estado en que la encontré se acercaba más a la descripción de la madre Carmen que a la versión de la superiora. Había visto sus manos enrojecidas, blandas como si la piel antigua se hubiera disuelto para dejar a la vista la carne que se transparentaba bajo una fina película de piel nueva, regenerada a medias, excepto en los lugares donde la rompían unos agujeros diminutos que se hundían como por obra de unos alfileres invisibles. Es alergia, me explicó la señora exageradamente amable que se apresuró a llevarme hasta el salón donde mi hermana me esperaba con el vestido que habían cosido para ella las presas de Ventas. El jabón que usaban en el colegio, precisó mientras yo intentaba comprender aquella carnicería, que por lo visto le ha sentado mal, aunque se está recuperando muy deprisa… Pero no eran sólo las manos. Isa estaba tan flaca que ni siquiera en los peores momentos de Madrid, cuando dependíamos de las almendras que nos regalaba la Palmera para cenar, su clavícula había sido tan visible como la que dejaba ver el cuello de su vestido. Y tampoco era sólo la delgadez, porque tenía mala cara, las mejillas hundidas y un color amarillento, feo, que daba la impresión de que le faltaba sangre en el cuerpo. Pero todo eso lo fui descubriendo después de un largo abrazo en el que noté las yemas de sus diez dedos clavadas en mi espalda como si pretendiera contarme con ellos lo que no se atrevía a decir con palabras.
He pensado que le apetecería tomar un café… Ni siquiera me había dado cuenta de que la señora había salido del salón, pero cuando regresó, con una bandeja entre las manos, comprendí que no iba a dejarnos solas, y que la superiora la había prevenido antes de que la hermana portera me diera su dirección anotada en un papelito. Yo me senté al lado de Isabel, la cogí instintivamente de una mano y se la solté enseguida.
—¿Te duelen? —mi hermana asintió con la cabeza, y sólo entonces, dos lágrimas gordas y aisladas brotaron de sus ojos.
—Un poco —cambié de estrategia, pasé el brazo derecho sobre sus hombros para estrecharla, y ella correspondió dejando caer la cabeza sobre mi pecho—, pero menos que antes.
—¿Y cómo estás? —le levanté la barbilla para mirarla a los ojos y lo único que hallé en ellos fue una tristeza mansa, domesticada.
—Está muy bien —la señora contestó en su lugar—. El médico dice que el problema de las manos se solucionará con el tiempo. Lo importante es que las tenga siempre secas, ¿verdad, Isabel? Ha sido una fatalidad, desde luego, pero ni siquiera puede considerarse una enfermedad…
Tenía poco más de treinta años, aunque iba tan arreglada que aparentaba más edad. Tuve tiempo de sobra para fijarme bien, porque hablé con ella mucho más que con mi hermana. Aquella mujer se anticipó a Isa para contestar a todas mis preguntas, dándole apenas ocasión de asentir con la cabeza mientras me informaba de que comía con apetito, de que tomaba leche en el desayuno todos los días, de que dormía bien y de que volvería al colegio muy pronto, cuando tuviera las manos sanas. Mientras tanto, fui descubriendo indicios que contaban una historia diferente. Después de dejar escapar sólo dos lágrimas, Isa no volvió a llorar, pero tampoco llegó a sonreír en ningún momento. La expresión de su rostro era tan hermética como un cerrojo, pero la evidencia de que no estaba bien me preocupó menos que la sensación de que apenas estaba, la indiferencia con la que asistía a una conversación que no parecía interesarle aunque girara alrededor de ella. Su apatía me confirmó que aquella escena era una farsa concebida para una sola espectadora. Mi hermana, silenciosa y quieta, ajena, no actuó en ella excepto por las yemas de sus dedos, que en ningún momento dejaron de apretar mi cintura, ni la mano que había posado sobre su hombro. Por lo demás, el vestido que llevaba olía a cerrado, a humedad, y estaba tan nuevo como si no se lo hubiera vuelto a poner desde el día en que la vi subir a un tren en la estación del Norte.
—¿Y sales a la calle, a tomar el aire? —volví a preguntar cuando su benefactora miró dos veces seguidas el reloj.
—¡Uy, sí! —de nuevo, fue ella quien contestó—, todos los días, ¿verdad, Isabel? —y de nuevo mi hermana se limitó a asentir—. Es muy dispuesta, y me ayuda mucho, ¿sabe? Le gusta ir a la compra y está aprendiendo a cocinar, que, por cierto… —miró el reloj por tercera vez—. Son ya las doce y diez, y hoy vamos a hacer merluza con costra, que es muy laboriosa, así que, si no le importa…
—Claro que no —me puse de pie para que Isa me imitara a toda prisa mientras me clavaba todos los dedos en el brazo derecho con tanta fuerza que me hizo daño—. Ya me voy, gracias por todo…
Mientras nos despedíamos, cogí su cara entre mis manos, la besé muchas veces, y al abrazarla, susurré en su oído que íbamos a vernos muy pronto. Ella asintió, como si quisiera asegurarme que me había entendido.
No tenía nada que hacer hasta las ocho de la tarde, excepto permanecer al acecho de una ocasión para hablar a solas con mi hermana. Desde mi observatorio, vi salir a la calle por la puerta de servicio a cuatro mujeres, una adolescente, dos de mi edad, la última mayor que yo. Todas llevaban uniformes de criada, dos de color azul, las otras dos de color rosa, y una bolsa de tela, para el pan, enganchada en el brazo. Isa tardó casi una hora en aparecer. Su uniforme era azul y le estaba muy grande. Quizás por eso, de lejos me pareció todavía más flaca, sus brazos dos ramitas de un árbol seco que desembocaban en dos manchas blancas, los guantes de algodón que protegían sus manos.
Me buscó con los ojos desde el umbral y levanté una mano en el aire para llamar su atención. Hizo un gesto con la cabeza para indicarme la dirección que iba a tomar y la seguí hasta que doblé la esquina. Allí me estaba esperando.
—¡Manolita! —y todo lo que no había pasado en el salón de la casa donde vivía, se desbordó en un instante—. Qué bien que hayas venido —mi hermana lloraba, se reía, me abrazaba, me besaba y hablaba sin control, todo a la vez, para asustarme y tranquilizarme al mismo tiempo, porque aquella explosión que me confirmó que las cosas no iban bien, me demostró también que Isabel estaba viva—. Lo he pasado muy mal, muy mal…
Iba a comprar el pan y no teníamos mucho tiempo, así que le limpié las lágrimas, la peiné con las manos, le pedí que se tranquilizara para contármelo todo despacio y en orden.
—¿Esta tarde saldrás otra vez?
—Pues… Seguramente, porque suele mandarme a hacer recados.
—Bueno, pero por si hoy no te manda… —la cogí del brazo y echamos a andar hacia la panadería—. Que estás de criada, ya lo veo. Ahora dime qué pasó en el colegio.
Estuve con ella veinte minutos, y aguanté el tiempo justo para despedirla con la mano antes de volver a esconderme detrás del quiosco. Cuando ya no podía verme, me doblé sobre la acera y vomité. El sabor amargo de la bilis me acompañó hasta un banco donde me dediqué a repasar una cuenta que sabía de memoria. Dios no se había cansado, pero peor era que yo tampoco me hubiera acostumbrado. Volví a sentir sus dedos, apretando y ahogándome en las descarnadas manos de Isabel, en su piel de quince años, tirante y seca como la de una vieja, en los huesos que se asomaban a su rostro, a su cuerpo consumido. La memoria del hambre que la había vuelto a crear, tallando sobre su cara otra cara, sobre su cuerpo otro cuerpo, me devolvió unas preguntas que había creído que no volvería a hacerme nunca más. ¿Qué ha pasado, qué hemos hecho, por qué nos pasan estas cosas, por qué nunca dejan de pasarnos? No quiero volver al colegio, me había dicho al final, prefiero estar aquí porque me dan bien de comer. A eso se reducía todo, a la cantidad, la calidad de la comida, y era culpa mía por no haberla protegido, por no haber sido capaz de mantenerla, de retenerla en Madrid, a mi lado. Isa tenía quince años, la edad de estrenar unos tacones, de salir a la calle a presumir, de echarse un novio, de tontear con él en el portal y volver a casa a tiempo de cenar con su familia. Isa tenía quince años y estaba sola, desamparada y enferma, en una casa ajena donde no tenía a nadie con quien hablar, donde no poseía ni siquiera la ropa que vestía y la hacían trabajar como a una adulta sin pagarle un céntimo, pero, a cambio, le daban bien de comer. ¿Cómo podía ser eso?
No había respuestas. Por más que las buscara, sabía de antemano que no existían respuestas para gente como yo, como mi hermana. Sentada en aquel banco, recordé la alegría con la que Isa había recibido la noticia de su viaje a Bilbao. Aquella mañana parecía avanzar hacia una vida nueva pero era una trampa, un espejismo, porque para nosotras sólo existía una vida, la cárcel dentro y fuera de la cárcel, las alambradas de los locutorios, el cementerio del Este, los lavaderos donde unas muchachas menores de edad se destrozaban las manos lavando con sosa, la guerra en la paz, todo igual, siempre lo mismo. Pilarín ha tenido suerte, me contó, a las pequeñas las tratan bien, les enseñan lengua, matemáticas y ciencias naturales. Les cuentan la guerra como les da la gana, eso sí, pero por lo menos las hacen estudiar. Sin embargo, a nosotras… No acabó la frase, no hizo falta. Las pequeñas eran aprovechables porque su memoria era frágil, tan corta y dudosa que no costaba trabajo desmentirla, calcar encima una memoria opuesta que garantizaría de por vida su docilidad al inculcar en ellas un pecado original suplementario, una culpa que no les pertenecía. Pero las mayores habían conocido otra vida, otro país, una definición distinta del Bien y el Mal, y conocían a sus padres. Las monjas no estaban dispuestas a educar al enemigo, pero no tenían inconveniente en explotarlo y la manutención de aquellas adolescentes físicamente maduras, fuertes, resistentes, salía rentable mientras pudieran obligarlas a trabajar gratis, igual que a los presos. La cuenta era muy sencilla. Podía entenderla bien, y sin embargo no podía entenderla. Lo que le había pasado a mi hermana era demasiado horrible, demasiado injusto, tan cruel que, en el verano de 1942, cuando había vuelto a tener un trabajo, una casa, una vida que me parecía normal, volví a preguntarme por qué no nos fusilaban a todos, porque no nos liquidaban de una vez en lugar de matarnos tan despacio, tantas veces, tantas pequeñas muertes de hambre, de tristeza, de humillación.
—Cuéntame otra vez lo de la madre Carmen, anda.
No me moví de aquel banco en todo el día, y a las seis la vi salir otra vez. La señora la había encontrado muy mustia después de mi visita y le había dado permiso para pasear durante una hora.
—No es mala, pero como la superiora y ella son primas, pues…
—Sí es mala, Isa —le llevé la contraria con suavidad—. No hay derecho a lo que están haciendo contigo, pero tú no te preocupes porque yo te voy a sacar de aquí, voy a ir…
—No —y me miró como si fuera la mayor de las dos—. No me van a dejar volver. Tengo que estar aquí hasta que María Pilar salga de la cárcel. Las monjas nos lo decían todos los días.
—Pero eso no puede ser —y me pareció tan absurdo que hasta sonreí—. Es imposible, porque vosotras no estáis presas, no redimís pena porque no tenéis…
—Ya lo verás —negó con la cabeza, como si no tuviera ganas de seguir hablando del tema, y me pidió que le contara de la madre Carmen.
Una hora después me separé de ella con mucho mejor ánimo. No me engañé. El estado de Isa no había mejorado en unas pocas horas, aunque mientras paseábamos a solas no había parado de hablar de sus amigas, de Taña, de Ana, de Magdalena, del cuarto de las escobas y los manteles llenos de pan duro, de la hermana Raimunda, de la hermana Begoña, y sobre todo, de la madre Carmen. Al evocar las mañanas que habían pasado juntas en la capilla, le brillaban los ojos mientras hablaba de música, de músicos a quienes yo no conocía, sonriendo como si se relamiera después de haber probado un sabor dulcísimo que siguiera endulzando su memoria. Al verla comprendí que, al menos, unos pocos días, durante unas pocas horas, había sido feliz en Bilbao, pero todo lo que no había tenido, el dolor de lo que había perdido, seguía pesando mucho más. Y aunque me animó la posibilidad de poder hablar con ella todas las semanas, porque en la casa donde vivía había teléfono y la señora me había dicho que no le importaba que la llamara, mientras volvía en tren a Madrid, comprendí que la serenidad que había logrado acopiar durante aquella tarde no tenía que ver con Isa, sino conmigo.
En España no se podía vivir, pero vivíamos. Los que tenían una oportunidad, se fugaban a Francia o se echaban al monte. Los que las habían perdido todas, se suicidaban. Para los que no teníamos la ocasión ni el coraje de escapar, sólo existía una receta, conformidad, paciencia y, sobre todo, resignación, la falsa amiga, la piadosa enemiga que fue susurrando en mi oído, kilómetro tras kilómetro, que podría haber sido peor, que Isa podría haber enfermado de algo serio de verdad, tifus, tuberculosis, fiebres reumáticas, que podría haberla encontrado en una cama de hospital, que la desnutrición se curaba comiendo, que Pilarín estaba estupendamente, que aquello no iba a durar siempre… La conocía tan bien como el reflejo de mi rostro en un espejo. La odiaba, pero no podía vivir sin ella. Por eso me dejé mecer por su voz, el arrullo tierno, zalamero, que limaba las aristas de una verdad deformada, de contornos progresivamente blandos, redondeados como los cantos de las mentiras. Fue la resignación, no el tren, quien me devolvió a Madrid con fuerzas suficientes para irme derecha al trabajo, pero aquella vez me resistí a su acaramelado veneno y no desistí, porque no sólo estaba convencida de tener razón, sino de que nadie dejaría de concedérmela.
—Lo siento, Manolita —así, me equivoqué tanto como solía equivocarse Rita—. Lo he estado mirando, y… No hay nada que hacer.
Una semana después de mi viaje a Bilbao, me planté en la puerta del Ministerio de Justicia a las ocho de la mañana. El policía que estaba de guardia no me dejó subir hasta las ocho y media, pero localicé a la primera el consultorio al que había llevado a mis hermanas, como si la desesperación se hubiera convertido en una brújula certera, capaz de guiarme por aquel laberinto de pasillos. Allí se extinguió mi suerte. Las dos mujeres que trabajaban en aquella habitación me miraron como si no supieran de qué les estaba hablando. Me mandaron a un despacho, desde donde me pidieron que fuera a otro, y después, a un tercero en el que no me dejaron pasar del umbral. Vaya a Inspección, me dijo una mujer mayor que se esforzaba por parecer muy atareada, pero si de allí vengo, le contesté. Se encogió de hombros e intentó cerrar la puerta, pero no pudo, porque yo adelanté un pie para evitarlo. Entonces perdí los nervios, levanté la voz, grité que era imposible que en un edificio tan grande, tan lleno de gente, nadie pudiera atenderme, y mientras aquella mujer, sin dejar de empujar el picaporte, le pedía a una compañera que llamara a la policía, se abrió una puerta al fondo del pasillo.
—¿Qué está pasando aquí?
Al mirar a aquella funcionaria bajita y regordeta, recordé que el guardia de la puerta le había pedido que nos guiara hasta el consultorio la primera vez.
—Usted… —y recuperé todos los detalles de aquella escena—. Usted se llama Marisa, ¿verdad?
Para ella yo no era nadie, una más entre las decenas, tal vez centenares de muchachas a las que habría visto a lo largo del último año con dos niñas de la mano, pero le sorprendió tanto que supiera su nombre que me invitó a pasar hasta su despacho. Después, me escuchó.
Tenía más de cuarenta años, una insignia esmaltada en rojo con el yugo y las flechas sobre una camisa blanca, una medalla de oro con la imagen de una Virgen en relieve colgada del cuello, ninguna sortija en los dedos, un reloj de hombre y las uñas cortadas al ras. Sobre su mesa, en un marco de plata, Pilar Primo de Rivera y ella sonreían a la cámara, pero me escuchó. Yo me había lanzado a hablar sin fijarme en ninguna de estas señales, y antes de asustarme vi cómo alargaba la mano para coger una pluma, una libreta. A partir de ese momento, me interrumpió de vez en cuando para anotar mi nombre, el de mi hermana, fechas y direcciones que subrayaba después con dos trazos, como si pretendiera asegurarme de que no los iba a olvidar. Cuando me levanté, le estaba tan agradecida como si no me hubiera advertido que no me hiciera ilusiones, y por eso, el lunes siguiente le llevé un regalo.
—Esto no hacía falta —era una caja de lenguas de gato.
—Lo sé —sostuve su mirada con naturalidad—. Pero me apetecía traérselo.
—En ese caso, muchas gracias —abrió la caja, cogió una chocolatina, me ofreció otra—. Aunque no tengo buenas noticias para ti.
Nunca me arrepentí de haberme gastado el dinero en aquel regalo, porque no pretendía comprarla, ni hacerme la simpática con ella. Una semana antes, mientras le iba contando la historia de Isabel, me había escuchado sin interrumpirme, una luz de piedad prendida en los ojos. Por un instante, las dos habíamos sido iguales. Eso, y que me escuchara además de oírme, que fuera capaz de ponerse en mi lugar, de sentir compasión por mí, por mi hermana, era lo que pretendía agradecerle. Ella se dio cuenta hasta tal punto que, en mi segunda visita, fue la que peor lo pasó de las dos.
—Ya te dije que la ley es la ley, y que es igual para todos —levantó la cabeza para dirigirme una mirada cauta, expectante, y yo no dije nada pero ella negó con la cabeza de todos modos—. Debería ser igual, al menos. Y lo que pretende ese decreto es dar facilidades a las familias cuyo cabeza de familia esté preso, siempre que se acoja a la redención de penas, así que…
—Pero en este caso no han sido facilidades —objeté, midiendo cada palabra que pronunciaba—. Las intenciones de la ley serán esas, pero…
—Las leyes no se hacen pensando en las excepciones, Manolita.
Seguimos hablando, discutiendo durante un buen rato, el que ella necesitó para confirmar, punto por punto, la absurda idea que Isabel había aprendido de las monjas. La señorita Marisa volvió a ser muy amable, comprensiva y hasta cariñosa conmigo, mientras hacía hincapié una y otra vez en las intenciones de la ley. Lo repitió muchas veces, y sin embargo, mientras la veía dudar, retroceder, buscar palabras diferentes para decir lo mismo, comprendí las razones de su insistencia.
—Pero a mí nadie me dijo que mi hermana iba a trabajar de lavandera en el colegio —porque ella también era consciente de que existía otra manera de explicar aquella situación—. Ni siquiera le han enseñado a escribir.
—Mujer, las madres habrán pensado que a lo mejor… En su situación… Para ellas, quizás sea más útil prepararse para el servicio doméstico que…
—Ya, aunque… —en las casas se lava con detergente, no con sosa, pensé, pero no lo dije—. Nada.
Después de aquello, no tenía sentido seguir hablando. Por eso me levanté, cogí el bolso y me dispuse a despedirme, pero ella levantó un brazo en el aire como si quisiera detenerme a distancia.
—A mí no me parece nada bien —la miré, la vi negar con la cabeza, volví a sentarme—. Por si te sirve de consuelo, a mí esto me da vergüenza. He hablado con la inspectora y con las funcionarias que fueron al colegio en mayo. Se acuerdan perfectamente de tu hermana, del susto que se llevaron al ver… —se calló de pronto y levantó la cabeza para recorrer la habitación con los ojos, como si temiera que alguien más pudiera oírla—. También he hablado con la superiora. He intentado… —abrió las manos para enseñarme sus palmas vacías—. No se puede hacer nada. Lo siento en el alma, Manolita.
—Pero eso es como… —me paré a coger aire y solté lo que ella temía escuchar desde que me había visto entrar por la puerta de su despacho—. Si no se pueden hacer excepciones ni siquiera con una chica tan enferma que las propias monjas la han sacado del colegio, si el destino de los hijos depende del de sus padres, entonces, es como si ellos también redimieran pena, ¿no? —la miré a los ojos y ella me devolvió la mirada sin esbozar el menor gesto—. Como si los niños también estuvieran condenados.
No me contestó. Durante un instante, la miré, me miró, y ninguna de las dos dijo nada. Más allá de la angustia en la que me había sumido su respuesta, aquel silencio me reconfortó tanto que me hubiera gustado ir hacia ella y darle un abrazo, pero no me atreví.
—Escúchame, Manolita —alargó sus manos sobre la mesa para tomar las mías—. Le he dicho a la superiora de Zabalbide que voy a estar muy pendiente de tu hermana. Ella… Bueno, no te voy a engañar. Por un lado, le conviene mucho que su colegio acoja a hijas de presos, porque el Patronato le envía cada mes una cantidad de dinero para su manutención. Otra cosa es en qué se lo gaste. Ahí puedo hacer poco porque, si quieres que te diga la verdad, su familia está muy bien relacionada y yo no soy más que una jefa de servicio, así que… Pero espero que me haya escuchado. Le he dicho que Isabel no puede volver al colegio hasta que esté completamente recuperada, y además, he mirado el expediente de tu madrastra —hizo una pausa para recuperar la compostura—. No creo que tarde mucho en salir de Segovia.
—¿Qué significa mucho? —me atreví a preguntar.
—No sé, quizás un año —su primer cálculo se quedó corto—, como mucho, un año y medio —el segundo también, pero por muy poco.
El 1 de marzo de 1944, domingo, me levanté de noche sin hacer ruido, para no despertar a mis hermanas, y me encerré en el baño con un arsenal de horquillas. Quería peinarme como si tuviera que esconder un plano en una diadema de pelo que me despejara la cara, dejándome los rizos sueltos por detrás, pero habían pasado más de dos años desde la última vez que lo intenté y ese plazo no me había hecho más habilidosa, más bien al contrario. Perdí mucho tiempo en deshacer lo que había hecho para volver a intentarlo, hasta que conseguí por delante un efecto parecido al que la Palmera lograba con tanta facilidad. Por detrás, me quedó mucho peor, pero Pablo, que se levantó para hacer pis, me dijo que estaba muy guapa. Se lo agradecí con dos besos antes de mandarle de vuelta a la cama, y me aclaró que tampoco era para tanto. Luego, a solas en el comedor, me puse mi único par de medias buenas, de cristal, y un vestido de entretiempo azul turquesa con el que me iba a congelar, pero que era el más nuevo y el que mejor me sentaba de los pocos que tenía. Los tacones de Rita acentuaron mi extrañeza, una sensación de ir disfrazada que tenía menos que ver con mi aspecto que con mi espíritu. A las nueve, cuando salí de casa envuelta en un abrigo negro que había cepillado a conciencia la noche anterior para procurar que, al menos, pareciera limpio aunque mi madrastra lo hubiera estrenado antes de la guerra, ella fue la única que se levantó para darme un abrazo y desearme suerte.
Los autobuses salían de Moncloa, y aunque me habían asegurado que no tendría problemas para encontrar plaza, llegué con mucho tiempo. No quería correr ningún riesgo, y el precio de mi previsión fue una espera de tres cuartos de hora en los que no dejé de tiritar, ni de preguntarme por qué las dos mujeres que estaban delante de mí llevaban un Abc debajo del brazo. Cuando el conductor arrancó, creí que había averiguado todo lo que necesitaba saber. La misa de Cuelgamuros era a las doce, no hacía falta apuntarse, los presos se ponían delante, frente al altar, los familiares detrás, y en medio, una hilera de soldados daban la espalda al sacerdote para vigilar a los visitantes durante la ceremonia. Después, los reclusos tenían tiempo libre hasta la hora de cenar, aunque los autobuses volvían a Madrid a media tarde. Algunas mujeres de Yeserías, de esas que lo sabían todo, horas, citas, instrucciones, me lo habían explicado muy bien, pero ninguna había mencionado que las misas se celebraban al aire libre, ni que me convenía llevar un periódico para no destrozarme las rodillas cuando el monaguillo tocara la campana.
—Madre mía…
Al oír aquel tintineo, pensé en mis medias, en mis piernas, en los zapatos de Rita, pero los presos se arrodillaron muy deprisa, los soldados no. Ellos seguían de pie, mirándome, y lo último que quería era llamar la atención, así que me agaché, me puse en cuclillas para intentar limpiar con las manos mi trozo de suelo hasta que una señora mayor, que estaba a mi derecha, me alargó la mitad de su periódico. Se lo agradecí en un susurro aunque las medias se me rompieron igual. Sentí el rasgado nefasto, inaudible, del punto que se escapaba, y la vertiginosa culebrilla de una carrera surcó mi muslo derecho rodilla arriba para detenerse de pronto, y seguir corriendo, y volver a pararse, aunque yo estuviera tan quieta que apenas respiraba. Por lo menos, ha ido para arriba, pensé al levantarme, mientras se quede ahí, puedo llevarla a arreglar, con tal de que… Antes de que pudiera pensarlo, la carrera cambió de dirección, y en un instante, el hormigueo acarició mi empeine.
Aquel accidente, que para otras mujeres habría sido un disgusto, para mí era una tragedia. Eso me distrajo hasta que el sacerdote se volvió hacia los fieles para dar la comunión. Sólo entonces recuperé del todo la conciencia del lugar donde estaba, las razones que me habían llevado hasta allí. El nerviosismo que tantos pequeños contratiempos me habían ayudado a mantener a raya, me sacudió en aquel instante como una corriente eléctrica tan poderosa que rompí a sudar sin dejar de estar helada. No pensaba comulgar, en Madrid nunca lo hacía, pero comprobé enseguida que allí parecía obligatorio, y me sumé a la corriente de mujeres que avanzaba hacia el altar mientras me absolvía a mí misma de mis pecados. No confesaba desde que mi madre me llevó a la parroquia de Villaverde en la víspera de mi Primera Comunión, un ritual al que mi padre no asistió porque, como solía decir él, no era partidario. Desde entonces no había vuelto a comulgar, pero el capellán militar no lo sabía. Mientras la hostia se fundía en mi lengua, deshice el camino andando muy despacio, con la cabeza alta y la esperanza de que Silverio me estuviera viendo, porque en aquella explanada había tantos hombres que renuncié a distinguirle antes de empezar a buscarle.
En el fondo, era mejor así. Mejor no verle, no encontrarle, perder su rastro entre la multitud que se desperdigaría después del último amén. Mejor no recuperarle de aquella manera, en aquellas condiciones, la urgencia de la desesperación y él de nuevo la solución a todos los problemas, yo la herramienta destinada a ponerla en marcha. En aquel momento, me arrepentí de haberme dejado engatusar por mi madrastra, pero enseguida, como si no pudiera disociar el efecto de la causa, recuperé la imagen de un tren entrando en la estación del Norte, Isa avanzando hacia mí, su figura frágil, quebradiza, la piel casi transparente, tan pálida como si sus venas hubieran perdido la facultad de retener la sangre, tan delicada que parecía a punto de romperse, de vaciarse a través de sus manos hinchadas como muñones.
—Manolita…
En aquel andén estaba María Pilar. Estaba Pilarín, alta, guapa y sonriente. Estaban los mellizos, pero Isa vino hacia mí y yo la abracé para esconderme con ella detrás de una columna, como si estuviéramos solas en el mundo.
—Lo siento, cariño —cerré los ojos y escondí la nariz en su pelo, como cuando era pequeña—. Perdóname, Isa, por favor, perdóname…
—¿A ti? —ella separó la cabeza para mirarme—. ¿Por qué?
—Porque sí, porque no he podido… Lo he intentado todo, te lo juro —eso era verdad, pero también lo era que yo había seguido viviendo, que había seguido comiendo y durmiendo, riéndome a ratos, mientras ella volvía a lavar con sosa—. Tienes que creerme, he hecho lo que he podido, pero…
—Tú no tienes la culpa, Manolita. No te eches la culpa, porque eso… —sus manos se apoyaron en mi cara, la acariciaron, y en el tacto de las vendas que recubrían sus dedos, volví a sentir que Isa era la mayor de las dos—. Eso es lo que quieren ellas, ¿sabes?, que nos sintamos culpables siempre, por todo.
Su primera estancia en aquella casa donde me dejaban llamarla por teléfono no había durado ni un mes. Luego había vuelto al colegio, a otra casa y al colegio otra vez. A finales de enero de 1944, cuando María Pilar se benefició de la extraordinaria oleada de excarcelaciones que había liberado a Tasio quince días antes, la sosa había vuelto a destrozarla sin que yo hubiera podido impedirlo. No era culpa mía, pero siempre me sentiría culpable por eso. El recuerdo de esa impotencia pudo más que la alegría de su regreso, pero pronto cedió ante una preocupación mayor.
Al día siguiente, Rita nos mandó un médico, del Partido, supuse, que la reconoció sin cobrarnos un céntimo, pero ahí se terminaron las buenas noticias. No hay nada que hacer, y negó con la cabeza, el ceño fruncido. Procurar que coma, que descanse, que tenga siempre las manos secas, que tome el aire, que haga un poco de ejercicio, seguir con la pomada y cruzar los dedos, porque si pilla una infección con este pedazo de anemia… Esos puntos suspensivos me habían empujado hacia Silverio antes de que tuviera la oportunidad de decidirlo por mí misma, sin tiempo para pensar, para escoger el momento, las palabras. ¿Pero tu marido no está en Cuelgamuros? La señorita Marisa no necesitó más que descolgar el teléfono y hacer una pregunta para confirmarlo. Silverio estaba en la sierra, muy cerca de mí, desde diciembre de 1942, pero nadie me lo dijo antes de que se agotara el plazo de hacer las cosas bien. Quince meses después, Isa había impuesto su propio plazo, y era muy corto, tan peligroso que en él expiraban todos los demás. El azar se había aliado con el destino para obligarme a elegir entre mi vida y la de mi hermana, entre el futuro de Isa y el porvenir de un ensueño tibio y confortable, muy parecido al amor. No era justo. No era fácil, no era bonito, no era romántico. No era lo que Silverio se merecía, lo que me merecía yo. Era lo que había.
Ite missa est. Cuando el sacerdote nos bendijo, la señora que había compartido su periódico conmigo salió zumbando, y al mirar a mi izquierda tampoco encontré a nadie. Mientras los soldados desfilaban detrás del cura, el orden en el que habíamos asistido a la ceremonia se disolvió tan deprisa como si estuviéramos en el patio de un colegio el último día de clase. De un momento a otro, me vi envuelta en un torbellino de cuerpos presurosos, hombres y mujeres que se cruzaban, que me empujaban, que me esquivaban o chocaban conmigo para llegar lo antes posible al lugar donde se habían citado previamente. En el ojo de aquel huracán, donde no lograba ver ni hacerme ver, apenas conservar el equilibrio, estuve más segura que nunca de que no encontraría a Silverio, y sin embargo, el tumulto se despejó tan deprisa como se había formado para dejarme sola de repente en el claro de un bosque de parejas que se alejaban de mí en todas las direcciones. Entonces le vi. Estaba quieto, solo, cerca del lugar donde antes había estado el altar, y me miraba.
Lo primero que distinguí, como si mis ojos quisieran despistarme, registrar los detalles sin importancia para aliviarme del peso de su mirada, fue que iba bien abrigado, mucho mejor vestido que en Porlier. Llevaba un chaquetón azul oscuro, unas botas con suela de goma, y tenía la piel curtida, bronceada por el aire de la sierra. Me pareció más alto que antes, más corpulento, quizás porque comía mejor, aunque esa no era la diferencia principal con el Silverio que yo recordaba. Levanté el brazo derecho en el aire para saludarle, echó a andar hacia mí, y me di cuenta de que yo también debería andar hacia él, pero no pude. No podía mover los pies, no podía mover las manos, no podía hacer nada, sólo esperarle, y mientras le miraba, lo entendí. Faltaba la alambrada. Eso era lo que echaba de menos, lo que le hacía distinto, aquella verja que nos separaba pero nos protegía al uno del otro al mismo tiempo. Mi memoria engañó a mis ojos superponiendo sobre su imagen una reja imaginaria que avanzó con él, pegada a él, hasta que lo tuve tan cerca como nunca habíamos estado a la luz del día, tan cerca que me bastaba con estirar los dedos para tocar su cuerpo en lugar del aire, tan cerca que lo que habíamos vivido juntos me pareció mentira, y me pareció verdad, y ninguna mentira, ninguna verdad me enseñó una manera de saludarle.
—Manolita —la última vez que pudimos tocarnos, cuando la punta del último de mis dedos se desprendió del último de los suyos, había sentido que se me partía el corazón—. Qué alegría verte.
¡Ohhh! Mira a los tortolitos… Yo había escuchado antes esas palabras, las había escuchado en la misma voz y había sabido sonreír, contestar, fabricar una respuesta adecuada, pronunciarla mientras metía todos los dedos en los agujeros de una muralla de alambre, más me alegro yo, tenía tantas ganas de verte, cariño… En el locutorio de Porlier, mientras nos aplastábamos contra una verja sin más intimidad que la que nuestros gritos podían conquistar entre otros muchos gritos, eso había sido fácil. En Cuelgamuros no, porque estábamos juntos, solos, y nadie nos veía, nadie podía escucharnos, pero la voz de Silverio me había desordenado tanto por dentro que no sabía qué hacer, qué decir, ni siquiera qué Manolita ser, la que se divertía fingiendo que estaba enamorada de aquel hombre, la que sólo se había entregado a aquel amor cuando estaba a punto de perderlo, o la que se había bajado de un autobús una hora y media antes.
—Hola —fue la tercera quien empezó—. Yo… ¿Có…? ¿Cómo estás? —después, la primera sonrió como una boba—. Silverio… —pero sólo la segunda pronunció su nombre, soltó el asa del bolso con la mano derecha, alargó los dedos para tocar uno de sus brazos y dijo la verdad—. Yo… No sé qué decirte.
Él asintió con la cabeza, avanzó un paso, salvó con las manos la distancia que nos separaba y me abrazó. Yo llevaba un abrigo de María Pilar, él, un chaquetón de marinero, pero reconocí sus brazos, el relieve de su cuerpo, su olor, apreté mi cabeza contra su cuello con los ojos cerrados y el tiempo se volvió loco de repente, porque seguía sintiendo frío, los pies helados, y escuchaba el silencio clamoroso de la sierra, pero también a Tasio, a Martina, haciendo ruido en un cuarto pestilente donde siempre hacía calor, y cuando él separó su cabeza de la mía, no abrí los ojos, porque en el aturdimiento nacido de mi confusión, creí que iba a besarme.
—¿Cómo es que has venido? —su pregunta nos devolvió la cordura al tiempo y a mí—. ¿Tienes a alguien aquí?
—No, yo… —eché la cabeza hacia atrás, pero no quise soltarle—. Yo he… He venido a verte, por… Es que…
—Pues vámonos —retrocedió un paso y en el espacio que se abrió entre nosotros penetró una corriente de aire helado—. Aquí no se puede estar.
Echó a andar hacia una carretera flanqueada por soldados armados, y le seguí. Estaba tan nerviosa que no miraba al suelo, y tropecé con otra piedra que terminó de despellejar el tacón de Rita y estuvo a punto de hacerme caer. Silverio me cogió del brazo a tiempo, y después miró hacia mis tacones.
—Ya decía yo que habías crecido —no volvió a separarse de mí y le cogí del brazo, y cuando pensé en lo que estaba haciendo, que aquella mano era mi mano, que aquel brazo era su brazo, que los que salíamos juntos de aquella explanada éramos Silverio y yo, sentí que las rodillas se me doblaban, no supe si de miedo o de emoción—. No deberías haber traído esos zapatos.
—Ya… Ya, lo que… Es que no sabía que la misa era… así… —me miró como si no me entendiera—. Al… Al aire libre, y por eso… Y encima no son míos, ¿sabes?
—Son muy bonitos.
—Sí, pero… —en ese momento, me di cuenta—. Oye, ya no tartamudeas.
—No —se echó a reír y volvió a mirarme—. Ahora tartamudeas tú.
Yo también me reí, y todo empezó a ir mejor.
—Espérame aquí un momento —me dijo cuando llegamos a la carretera—. Tengo que avisar en el control de que he tenido visita. Esto es una cárcel, aunque no lo parezca.
Se dirigió a dos soldados que estaban junto a una garita, se volvió a señalarme con el dedo, y le di la espalda para sacar un espejito del bolso y retocarme los labios a toda prisa. Él tuvo que apreciar aquella súbita escalada de color sobre mi boca, pero no la comentó.
—Vamos a subir un poco, ¿quieres? Ahí arriba, detrás de la curva, hay una pradera que me gusta mucho. Tendrás que quitarte los zapatos, pero…
—No importa —volví a cogerle del brazo y se volvió a dejar—. Total, después de haberme arrodillado ahí abajo, las medias están ya para tirarlas…
Nos echamos a reír otra vez, al mismo tiempo, y subimos la mitad de la cuesta sin decir nada, hasta que el silencio dejó de ser un compañero apacible para interponerse entre nosotros como una distancia sin forma, una separación invisible, tan eficaz como la alambrada de la cárcel.
—Te escribí al penal de El Puerto, ¿sabes? —yo la derribé primero, pero no me atreví a mirarle.
—No recibí tu carta —luego sí, pero él miraba al horizonte, como si hablara solo—. Me trasladaron enseguida, antes de que pudiera pedir un destino, primero a un destacamento ferroviario, cerca de Pamplona, luego a Talavera, a las presas del Alberche. Hasta que me trajeron aquí.
—Me lo imaginaba —me miró—. Volví a escribir y me devolvieron la primera carta, con un sello que decía que te habían trasladado, y después… Como no tenía ninguna dirección…
—No me atreví a mandarte otra carta. Al principio estaba muy lejos, y lo que nos había pasado en Porlier fue tan raro que pensé… —volvía a hablar solo, o con los picos de las montañas que nos rodeaban—. No era vida, Manolita. Tú te merecías algo mejor.
—No lo sé —murmuré, mirando mis zapatos—, porque no lo he encontrado.
En ese momento se paró, y comprendí que había vuelto a mirarme pero no levanté la cabeza. Las palabras que acababa de pronunciar me habían afectado tanto como a él, tal vez más, porque nunca había sido tan consciente de mi pobreza. Silverio no dijo nada, pero apretó con su mano libre la que yo había deslizado entre su cuerpo y su brazo, y subimos así el resto de la cuesta.
—Ya hemos llegado, dame la mano.
El sol de marzo apenas calentaba, pero brillaba en un cielo flamante, tan limpio como si acabara de nacer y ninguna nube lo hubiera ensuciado todavía. El lugar favorito de Silverio era una pradera pequeña, casi redonda, circundada como un jardín secreto por un bosque de pinos viejos, altísimos, y tan frondosos que lo ocultaban de la carretera como una muralla de guardaespaldas, aunque había otras parejas sentadas en mantas, sobre la hierba, y algunos soldados vigilándolas a una distancia pudorosa. El suelo estaba muy frío, pero Silverio me guio hasta dos rocas de granito que parecían haber chocado entre sí para labrar una superficie plana, y cuando me senté en ella, se quitó el chaquetón para envolverme los pies.
—Pero te vas a helar —protesté sin mucha convicción, agradeciendo su gesto más que el calor.
—Qué va —se sentó a mi lado—. El jersey que llevo es muy gordo, y además, me he acostumbrado al frío —sonrió—. Aquí no hay más remedio.
Asentí con la cabeza y miré a mi alrededor, el cielo, los montes, las copas de los árboles. Cerré los ojos, los abrí otra vez y volví a mirarlo todo.
—Qué sitio tan bonito.
—Sí que es bonito —asintió con la cabeza, como si quisiera animarme a arrancar, pero aún no fui capaz de decir nada—. ¿Por qué has venido a verme, Manolita?
Aquella mañana no se había afeitado. En aquella pradera natural, rodeada de montañas, entre pinos más altos que el edificio donde le había visto por última vez, la sombra de la barba le sentaba bien. Parecía un hombre libre, un pastor, un pirata, un soldado de fortuna, dueño de su cuerpo y de su vida. Seguía teniendo la nariz muy grande, pero también eran grandes sus manos, ásperas, callosas, y las botas que protegían sus pies del frío. La luz arrancaba destellos dorados de su piel y mi mirada le favorecía. Me di cuenta de eso, de que me gustaba tanto mirarle que mis ojos le embellecían más que el sol, y me dio pena. Mientras buscaba un hilo del que tirar, una manera de empezar a contarle que mi visita no era lo que parecía, sentí una tristeza húmeda, mohosa como la improvisada nostalgia por un futuro que nunca llegaría. Me habría gustado decir otras palabras que no serían mentira, pues ya ves, me he enterado de que estabas aquí y se me ha ocurrido acercarme… Esas palabras que no iba a pronunciar me daban más pena todavía, pero no podía seguir callada eternamente, así que tomé aire, y sentí que expulsaba mucho más del que había aspirado antes.
—Mira, Silverio, yo lo siento mucho, eso lo primero… De verdad que lo siento, porque me habría gustado venir sin más, sólo por verte, pero… Vas a pensar que hay que ver, que qué cara más dura tengo, y tendrás razón, quiero que sepas que si me dices que soy una caradura tendrás razón, pero…
Él no dijo nada y yo, por no mirarle, miré hacia el cielo, admiré la elegancia de un aguilucho que lo surcaba sin mover las alas, volví a la carga.
—Desde que no nos vemos han cambiado muchas cosas, ¿sabes?, y todas para peor. Bueno, todas no, pero…
El aguilucho se perdió entre las montañas y Silverio me cogió de las manos para obligarme a mirarle.
—Pero ¿qué? —al hacerlo, encontré un gesto tranquilo, el ceño liso, ninguna sombra de temor o preocupación en sus ojos.
—Mi hermana Isa está muy enferma. ¿Te acuerdas de lo contenta que me ponía cuando recibía una carta suya? —asintió con la cabeza, pero no quiso añadir nada—. Pues todo era mentira. En el colegio la trataban muy mal, la obligaban a trabajar, tiene mucha anemia, las manos destrozadas de lavar con sosa, no ha vuelto a tener la regla seis meses seguidos desde que se marchó, está muy débil, y yo…
Mis ojos escaparon de los suyos para recorrer el cielo, los montes, las copas de los árboles.
—Bueno, no he sido yo, fue a mi madrastra a quien se le ocurrió… Todo esto ha pasado muy deprisa, ni siquiera he tenido tiempo para pensarlo bien, porque… María Pilar salió de la cárcel hace veinte días y la semana pasada vino conmigo a Yeserías a ver a Toñito, que está allí, sabes, ¿no? —asintió con la cabeza para ahorrarme el resto de la explicación—. Pues eso, que cuando estábamos juntas en la cola, una mujer dijo que tú estabas aquí, y…
Y deseé con todas mis fuerzas que me tragara la tierra.
—Si Isa pudiera vivir allí, le sentaría bien, eso dijo, y que aquí había trabajo para las mujeres, que no me costaría mucho sacarme un buen jornal, entonces, mi madrastra… Es que el médico nos había dicho lo mismo, que a Isa le convenía salir de Madrid, tomar el aire, que en el campo dormiría mejor, que se le abriría el apetito, y enton…
Apenas lograba reconocer mi voz, un hilo fragilísimo, encarnado como mis mejillas, y tan tenso que cuando sus dedos apretaron los míos se partió en la mitad de una palabra. Después volví a mirarle, y vi que me miraba.
—Yo ya sé que no tengo derecho a pedirte nada, Silverio, al contrario, porque tú estarás pensando, ¿y a mí qué me importa? Los hermanos Perales siempre igual, venga a meterse en mi vida, menudo negocio fue hacerme amigo de Antonio, primero lo de Porlier, y ahora, esta, que menuda jeta tiene, así que… Pero como Isabel ha vuelto tan mal, que eso es verdad, te lo juro por lo que más quieras, que parece un pajarito, se me parte el corazón al verla, y… Bueno, pues María Pilar se enteró de que en teoría tú y yo estamos casados porque Alicia, que es una bocazas, lo dijo en voz alta, ¿pero tu marido no está en Cuelgamuros…? Y yo dije que no, te juro que dije que no, que nos habíamos casado de mentira, que esa boda no valía, pero me dio lo mismo, porque como en la cola de la cárcel opina todo cristo, y allí no hay discreción, ni secretos, ni intimidad que valga…
Me estaba poniendo muy nerviosa, pero sus dedos volvieron a apretar los míos para darme ánimos, una vez, otra, y otra más, y ya no hallé manera de escapar, ya no pude mirar el cielo, ni los montes, ni las copas de los árboles.
—Una mujer dijo luego que el cura de Porlier vende certificados de matrimonio, que una prima suya le había comprado uno, y son carísimos, que esa es otra, porque me vas a mandar a la mierda, pero tampoco sé yo de dónde íbamos a sacar el dinero para pagarlo, claro que a ellas eso les dio igual, ellas ya estaban lanzadas y entre todas me arreglaron la vida en un periquete. Ellas decidieron lo que había que hacer, cómo había que hacerlo, es que ni me preguntaron, te lo juro, y… Ya sé lo que estás pensando. De verdad que lo sé, y no hay derecho, tienes razón, lo que te estoy haciendo no tiene nombre, bueno, sí, tiene uno, pero es muy feo, porque…
Me callé al sentir que sus manos me soltaban. Luego le vi moverse, colocarse frente a mí, inclinar la cabeza hacia la mía.
—Un momento, un momento, a ver si lo entiendo bien… —cerró los ojos, se mordió el labio inferior, volvió a mirarme y sonrió—. ¿Me estás diciendo que quieres venirte a vivir aquí, al campamento, como mi mujer, y traerte a tu hermana?
—Pues… —no parecía enfadado, sólo sorprendido, y fui completamente sincera con él—. Esa es la idea de María Pilar, bueno, de María Pilar y de veinte más… A mí me habría gustado hacerlo de otra manera, Silverio, me habría gustado hacerlo bien y no abusar de ti, porque esto es abusar, lo sé, es cargarte con una responsabilidad que no te corresponde, meterme en tu vida de mala manera, otra vez, igual que cuando las multicopistas. Y tú a mí me importas, Silverio, tú… Lo que nos pasó… Bueno, ya sé que no era verdad, o sea, que al principio no era verdad, pero luego… En fin, que esto es muy feo, y no es justo, yo lo sé, sé que no te lo mereces, por eso te he advertido que ibas a pensar que era una caradura, así que si me dices que no…
—Pero yo no voy a decirte que no, Manolita —cogió mi cara entre sus manos y cerré los ojos, abandoné la cabeza entre sus palmas, sentí calor, un bienestar instantáneo, parecido a la paz que no había vuelto a probar desde que acabó la guerra—. Yo voy a decirte que sí.