Roberto el Orejas no se sintió a salvo hasta que consiguió meter a su amigo Antonio Perales en la cárcel. Esa noche durmió de un tirón y no tuvo pesadillas.
Cuando lo bajaron a la sala no sabía en qué hora vivía, si era de día o de noche, porque la ventana de su calabozo estaba tapiada con ladrillos, la argamasa fresca todavía, la bombilla siempre apagada. A cambio, en el sótano, una hilera de lámparas recorría todo el techo y su luz excesiva, demasiado potente, le deslumbró. Cerró los ojos antes de que lo tiraran al suelo, pero no los echó de menos para adivinar que lo estaban esposando a una barra de metal. Tampoco volvió a abrirlos hasta que se marcharon los dos hombres que lo habían conducido hasta allí.
Sólo después levantó los párpados para descubrir que estaba en una habitación cuadrada, alicatada hasta el techo con azulejos blancos, corrientes, amueblada con dos mesas metálicas largas y desnudas. A su alrededor vio cinco sillas de madera de aspecto dispar, dos con asiento de anea, otras dos con brazos y ruedas, como sillones de oficina, la última extrañamente delicada, con patas finas, torneadas, y respaldo de rejilla, tumbada en el suelo. Las sillas eran el único elemento que desentonaba con el aspecto de aquel lugar, semejante en todo lo demás a la cámara de una carnicería. Para compensar esta discrepancia, a medio camino entre la mesa a una de cuyas patas le habían esposado y la que tenía enfrente, contempló una mancha marrón, sangre seca que oscurecía el barro rojizo de los baldosines del suelo excepto en tres puntos, tres minúsculos bultos blanquecinos de origen y condición desconocidos.
Mientras los miraba, rompió a sudar. En aquella sala hacía frío y el sudor le erizó los pelos de la nuca, le pegó la camisa al pecho hasta hacerle tiritar, pero no consiguió dejar de segregarlo ni apartar la vista de aquellos tres misteriosos pedacitos de algo, de alguien, que le llamaban como si le conocieran. Las patas de las mesas estaban ancladas al suelo con cemento, y desde la distancia a la que se encontraba no logró clasificarlos, decidir si eran trozos de dientes, astillas de huesos o algo más blando, grasa, sesos, partes en cualquier caso de un órgano humano que no se había roto sin ayuda, fragmentos de un ser vivo que no habían traspasado la barrera de la piel por su propia voluntad.
Enseguida descubrió que no estaba solo. Mientras distinguía otras manchas marrones, secas, y el rastro aún más temible de las que habían sido eliminadas con una bayeta y poco cuidado, dejando cercos rojizos, circulares, sobre los azulejos, oyó a su izquierda una tos cavernosa, cargada de flemas y algo más, una respiración sonora, sorda como el sonido de una flauta soplada al revés. Olió la sangre en la que culminó aquella ruidosa secuencia y volvió a temblar. Entonces oyó un suspiro, y a continuación, el eco apagado de una voz humana.
—¡Ay!
Eso fue todo lo que dijo aquella voz, ¡ay!, una queja profunda, inútil, casi póstuma, una sola sílaba, suficiente sin embargo para que el Orejas averiguara que su compañero de infortunio era un hombre, que aún estaba vivo, que no seguiría estándolo mucho tiempo. A pesar de eso, y sin ser aún muy consciente de lo que implicaba aquella conclusión, celebró que sus carceleros le hubieran esposado a la pata central del lado anterior de la mesa, de forma que el hombre amarrado a la pata izquierda del lado posterior no pudiera verle la cara. Era un detalle digno de agradecer porque, para su desgracia, en la primavera de 1939, al Orejas, en Madrid, le conocía mucha gente.
El primer día de abril, a media tarde, cuando vio entrar a su madre en la tienda de los Garbanzos rodeada de falangistas, sintió la tentación de preguntar por qué venían a buscarle, de defenderse diciendo que él no había hecho nada. Todos los detenidos preguntaban y afirmaban lo mismo, pero en su caso, eso significaba más y menos que en los demás, porque era tan cierto que, por no hacer, ni siquiera había ido al frente. En julio del 36, mientras sus amigos del barrio volvían de las cajas de reclutamiento cabreados como monas después de que no les hubieran dejado alistarse o les hubieran dado un destino en una oficina, se inventó que a él le habían declarado inútil porque tenía un soplo en el corazón. Ninguno puso en duda la autenticidad de su dolencia, y más tarde, cuando se fueron marchando a la guerra uno tras otro, todos se despidieron de él sin recelos ni reproches.
De pequeño había sido un niño canijo, de buena salud pero aspecto enfermizo, quizás porque su madre siempre había estado muy delicada. Todas las vecinas conocían sus padecimientos, las crisis nerviosas que desmenuzaba con tanto detalle como si paladeara un sabor exquisito en la explicación de los vahos de eucalipto, las friegas de alcohol y los reconstituyentes que le mandaba su médico, un hombre amable, paciente, que había renunciado a recetarle auténticas medicinas muchos años antes, al descubrir que, más allá de su obstinado empeño en estar enferma, a aquella buena señora no le pasaba nada en absoluto.
Su hijo Roberto, criado entre algodones, alimentado a base de consomés con yema y copitas de vino quinado, tan lejos de las corrientes de aire como de las frituras de los puestos de las verbenas, siempre la había creído, pero dejó de seguir sus consejos tan pronto como pudo. Ten cuidado, hijo, no hagas tonterías, ¿adónde vas?, no vuelvas tarde, abrígate bien, no bebas, que el vino de las tabernas es veneno, no fumes, no vayas a ponerte malo del pecho, no vayas con mujeres, que transmiten más enfermedades que los animales, cuidado con las amistades, con las malas influencias, que a tu edad pueden ser fatales, vuelve pronto, que hasta que no te oigo entrar no me quedo dormida y mañana quiero ir a misa de nueve… Él la besaba, la arropaba, le calentaba un vaso de leche, la abrazaba y volvía a besarla, sí, mamá, no, mamá, te lo prometo, mamá, no te preocupes, mamá, no lo olvidaré, mamá… Luego se iba a buscar a sus amigos y hacía lo mismo que ellos, beber, fumar, ir de taberna en taberna alardeando de las putas con las que se había acostado y hasta de las que nunca le habían visto la cara.
El 3 de abril de 1939, esposado a una mesa en el sótano de una comisaría, sin saber siquiera la fecha en que vivía, el Orejas repasó sus veintidós años de vida mientras miraba tres bultos blancos atrapados en un charco de sangre seca. No había dejado de sudar, ni de preguntarse si esos minúsculos pedacitos habrían pertenecido o no, hasta hacía poco, al cuerpo del hombre que había dicho ¡ay!, cuando concluyó que su única culpa había sido hacer siempre lo mismo que los demás.
El único niño al que su madre acompañaba cada mañana a la puerta del colegio, el único que llevaba la boca tapada con una bufanda hasta en abril, y tenía un pupitre reservado en una esquina resguardada del aire que entraba por la puerta y del que pudiera entrar por la ventana, y en el recreo sacaba de la cartera una manzana en lugar de un bocadillo, y en las rodillas no tenía rasguños, sino gasas fijadas con mucho más esparadrapo del necesario, pasó la infancia dividido entre el amor por su madre y el deseo de que un rayo indoloro la fulminara para llevársela lejos, a un lugar donde fuera más feliz y dejara de estar pendiente de él a todas horas. Su padre, del que había heredado los orejones que le mortificaban desde que tenía memoria, sabía vivir al margen de su mujer, pero no quiso, o no supo, transmitirle a tiempo esa sabiduría. Mientras fue un niño, Roberto nunca logró sacudirse el yugo de aquella pasión absoluta donde, más que el amor, parecía latir el oscuro propósito de invadir su vida, de vivirla en su nombre, de usurpar su destino.
¿Qué?, el padre, vagamente de izquierdas pero orgulloso de profesar un anticlericalismo tan feroz como el que se podía esperar de cualquier macho español en el primer tercio del siglo XX, lo estudiaba como a un bicho raro cuando lo veía salir los domingos por la puerta, a misa con la niña, ¿no? ¡Cállate, hombre del demonio!, mascullaba su mujer, apretando la mano de Roberto en la suya, y al salir al descansillo hacía el gesto de peinar con los dedos los cabellos que ella misma había arado y apelmazado con colonia un rato antes, tú no le hagas caso, hijo, que no es malo, pero se va a condenar… Él callaba, pero al llegar a la calle soltaba esa mano para caminar mirando al suelo, y rezaba para que ninguno de sus compañeros del colegio contemplara su deshonra. Ponía en esas oraciones mucha más devoción de la que le inspirarían después los ritos y los cánticos del templo, porque ir a misa no era de hombres, y por eso sus amigos se quedaban jugando en la calle mientras sus hermanas se ponían un velo en la cabeza para seguir a sus madres a la iglesia. Ir a misa no era de hombres, pero él fue a misa con su madre todos los domingos hasta que estrenó sus primeros pantalones largos. Cuando se plantó, tenía catorce años y aprendió algo sobre la naturaleza humana que nunca olvidaría. Su víctima lloriqueó un rato, se llevó una mano al pecho, anunció que iba a darle un ahogo, se encerró en el baño, salió después de un cuarto de hora con el velo puesto, se marchó sola a la iglesia, y nada más. Aquel domingo, el Orejas se fue a jugar al fútbol, volvió a casa con un siete en la rodilla derecha de sus pantalones nuevos, y fue casi feliz.
En los ocho años que habían pasado desde entonces, nunca había llegado a serlo por completo, porque siempre se había encontrado inferior a los demás, como si sintiera que le faltaba algo, que nunca llegaría a estar al mismo nivel que sus amigos por culpa de una carencia, una merma a la que no sabía poner nombre y que tampoco sabía remediar. Él no era guapo, como Antonio, nunca había sobresalido por su inteligencia, como Silverio, no había ganado todas las peleas a puñetazo limpio, como Puñales, ni hablaba tan bien como Julián. Él era el Orejas, ni más ni menos, y aparte del tamaño descomunal de aquellos apéndices que le daban sombra en verano, un chico sin demasiado interés, ni guapo, ni listo, ni fuerte, ni brillante. Por eso no discutía, jamás trataba de imponer su opinión y se sumaba siempre a la de la mayoría para no destacarse, para no desentonar.
Él sólo quería ser uno más, y desde fuera nadie habría dudado de que lo había conseguido. Por separado, cada uno de sus amigos lo trataba tan bien o tan mal como a los demás, y en grupo nunca habían dejado de contar con él, de incluirle en las diversiones de las mejores noches y en el aburrimiento de las tardes tontas. Sin embargo, nunca confió del todo en ellos. Nunca confiaría del todo en nadie y esa condición, inscrita en su naturaleza, se vio pronto reforzada por la experiencia, la suma de muchas pequeñas humillaciones cotidianas y su propia inseguridad, una falta de fe en sí mismo que le impulsaba a no entregarse a nada por completo, para privarle en consecuencia de cualquier certeza. Pero si nunca pudo estar seguro de que sus amigos le apreciaran de verdad, fue también porque no dejó de tener pequeñas cuentas pendientes con todos ellos, y cuando se miraba en el espejo, odiaba a Antonio, y cuando se perdía en una explicación, odiaba a Silverio, y cuando procuraba que nadie le viera resguardarse en una esquina, odiaba al Puñales, y cuando escuchaba hablar a Julián en la trastienda de la lechería, le odiaba también. Su odio no tenía que ver con las virtudes de sus amigos, sino con la imagen que le devolvía el espejo cada mañana. Él sólo quería ser uno más, pero nunca había logrado sentirse a la misma altura.
Eso no quería decir que no tuviera sus cualidades, porque las conocía perfectamente, y dominaba la mejor manera de explotarlas. Era tan astuto que nadie que le hubiera conocido en aquella época, habría llegado a pensarlo de él. Y aunque no era inteligente, sí era ingenioso, rápido y, sobre todo, malévolo. En las tabernas, entre hombres, ¡cuenta otra vez el de la recién casada y el monedero, Orejas!, a menudo sentía que el estruendoso éxito de sus chistes lo rebajaba, que lo relegaba al papel de bufón más acorde con su apodo. Pero a cambio, las chicas menos llamativas de su barrio, las que no podían aspirar a Antonio o al Puñales, lo encontraban muy gracioso porque, además, era un maestro del piropo, y mentía tan bien que sus destinatarias acababan creyendo cualquier elogio que hiciera de sus piernas, de su pelo, de su talle. Aún poseía una virtud más, una cualidad todavía en potencia que con el tiempo se desarrollaría para determinar su personalidad, su carácter, mejor que ninguna otra. Tenía la sangre tan fría como una culebra, y aunque siempre había seguido a los demás para que lo quisieran, para que lo aceptaran, nunca había dado un paso en falso.
El camino que le había llevado hasta aquel sótano podría parecerlo, pero no lo sería mientras estuviera a tiempo de sacarle provecho. La política nunca había significado nada para él. Se había afiliado a un partido poco antes de la guerra porque todos sus amigos lo habían hecho, y el único motivo de que hubiera ingresado en la JSU en vez de permanecer fiel a las enseñanzas de don Ramiro, como Julián, fue una consecuencia más de la estrategia, sumarse por principio a la opinión de la mayoría, que aplicaba a todas las cosas. Si su antiguo profesor hubiera conseguido mantener su influencia sobre el grupo hasta el final, en aquel sótano estaría detenido un dirigente juvenil de la CNT, que también sería él, y daría lo mismo. Durante los últimos años, había escuchado muchas palabras, las había retenido en su memoria, se había animado a dejarlas caer cuando la coyuntura de una conversación le parecía propicia, y a veces había atinado y otras no, pero también se había esforzado por almacenar sus errores para no repetirlos. Después, el curso de la guerra, el prestigio del Quinto Regimiento, la influencia creciente de los comunistas, le demostraron que había acertado. Y en la primavera de 1937, mientras sus antiguos responsables políticos estaban lejos, con un fusil entre las manos, el soplo que nunca había tenido su corazón le convirtió en el máximo dirigente de Antón Martín. Al probar el poder, descubrió cuánto le gustaba.
El 3 de abril de 1939, esposado a la pata de una mesa, se reprochó su debilidad, la satisfacción que había sentido al tomar posesión del único despacho de la sede, la vanidad que le desbordaba como una marea alta, creciente y placentera, cada vez que sus amigos aprovechaban un permiso para ir a verle, para plegarse a sus criterios con la disciplina propia de los militantes de base. En aquellas reuniones espontáneas se había sentido por primera vez seguro, hasta orgulloso de sí mismo, y mientras repetía las consignas que había aprendido en la sede central como si se le acabaran de ocurrir, se asombraba de que sus camaradas más antiguos y a quienes más envidiaba, al uno por guapo, al otro por listo, fuesen también tan crédulos, un par de ingenuos. Jamás había supuesto que engañarles fuera tan fácil. Tampoco que la evolución de la guerra pudiera llegar a hundirles tanto porque él, a despecho de su cargo y de las insignias que brillaban en su solapa, no compartió en ningún momento su convicción de que la derrota de la República acarrearía el fin del mundo donde habían vivido hasta entonces.
Eso sí que era una tontería, porque el mundo, por definición, no se acababa nunca. Al menos, no para él. Esa fue la principal enseñanza que extrajo de aquellos tres bultos pequeños, blancuzcos, forzosamente idénticos a otras tantas partículas de su propio cuerpo que, se prometió a sí mismo, no iban a salir al aire ni en aquella sala ni en ningún otro lugar, ni aquel día ni nunca jamás. No podía dejar de mirar aquel charco de sangre, no podía dejar de sudar, de temblar mientras el terror le ahuecaba las vísceras para hacerle consciente de todas y cada una de las moléculas que conformaban su piel, su carne, su rostro y su esqueleto. El Orejas no era valiente, pero nunca volvería a ser tan cobarde como en el instante en que aquellos pedazos de diente, de hueso, de grasa o de sesos, le inspiraron la decisión más importante de su vida. Más de veinte años después, sus subordinados aprenderían a no preguntar por qué el comisario guardaba siempre bajo llave, en su despacho, una bolsa de plasma y otra de palomitas de maíz para recrear el escenario que había decidido su destino. El único hombre que podría habérselo explicado llevaba muchos años muerto.
—Vamos a ver qué tenemos aquí… —por eso tampoco habría podido contarles el lamentable estado en el que encontró a aquel detenido pálido, sudoroso, que lloriqueaba como una doncella ultrajada y se cagó literalmente encima al verle aparecer—. ¿Otro valiente, dispuesto a morir como un héroe?
El Orejas estudió a aquel hombre, oficial de Caballería, unos treinta años, más alto que bajo, más apuesto que él, que marcaba el ritmo de sus pasos golpeando la caña de su bota derecha con una fusta, y estuvo a punto de responder. Ya había despegado los labios para declarar que no tenía la menor intención de convertirse en un héroe, cuando la luz helada que brillaba en los ojos de su interlocutor le devolvió la sensatez. Si el preso esposado al otro lado de la mesa le conocía, y sobrevivía, podría identificarle por la voz aunque nunca le hubiera visto la cara. Así que volvió a cerrar la boca y negó enérgicamente con la cabeza.
—¿Ah, no? —recibió en premio una sonrisa torcida—. No me digas que vas a ser un buen chico.
Movió la cabeza en sentido inverso, con tanta fuerza como si pretendiera descoyuntársela, y el militar fue hacia él, se agachó para mirarle de cerca con la misma curiosidad con la que se habría acercado a un perro callejero, le levantó la barbilla con la fusta.
—¿Estás dispuesto a hablar, a contarme todo lo que sabes? —el Orejas volvió a asentir, distinguió un reguero de manchas rojizas, oscuras, en la pernera de un pantalón color garbanzo, y olió la pestilencia de sus propios excrementos—. ¡Joder, qué asco!
Se estiró a toda prisa y retrocedió unos pasos con la cara contraída en una mueca. El Orejas temió que el accidente de sus intestinos lo echara todo a perder y retuvo el aliento hasta que le vio asentir lentamente con la cabeza.
—Necesitas intimidad, ¿no es eso? No quieres hablar aquí, por si las moscas… —se echó a reír, se acercó a la puerta—. ¡Tomé! —e inmediatamente entró un soldado que se cuadró antes de saludar—. Suelta a este pez gordo y llévalo a mi despacho.
El soldado se acuclilló al lado del Orejas, abrió la esposa que lo mantenía sujeto a la mesa y se la puso en la muñeca izquierda mientras aguantaba una náusea a duras penas. Su superior se dio cuenta.
—Llévalo primero a las duchas para que se quite la mierda de encima, anda, que no hay quien pare a su lado.
Y se marchó, pero no tan deprisa como para dejar de oír la voz de su otro prisionero, que aún tuvo fuerzas para llamar al Orejas por su nombre.
—Rata —el aludido giró la cabeza hacia el lado contrario porque identificó su voz, supo quién era—. Eso es lo que eres, una rata asquerosa.
El soldado lo empujó hasta el pasillo, cerró la puerta, y a pesar de todo lo que no creía, de lo que no sentía, del terror que le dominaba y de lo que estaba dispuesto a hacer, aquellas palabras posaron un sabor amargo en el paladar del Orejas. Lo superó muy pronto, cuando su guardián tiró al suelo, frente al cubículo donde se estaba duchando, unos pantalones de tela marrón.
—Mira a ver si te valen —le gritó a distancia—. Su dueño ya no los necesita.
Quizás había conocido también al propietario de aquellos pantalones que se ajustaron a su cuerpo como si estuvieran hechos a medida, pero eso ya no quiso pensarlo. Mientras seguía al soldado por un laberinto de corredores, se juró a sí mismo que nunca pensaría en los hombres, en las mujeres a quienes iba a entregar como en seres vivos, personas con las que había hablado, que le habían sonreído, a las que había visto riendo o llorando, abrazando a otras personas, besando a las que querían. Desde aquel momento, para él serían figuras planas, sin vida, como manchas en una fotografía, siluetas de cartón en un campo de tiro. Le resultó asombrosamente fácil conseguirlo, tanto como mirar al capitán a los ojos, aceptar un cigarrillo, acercarlo al mechero que le ofreció y pronunciar el primer nombre.
—Matilde Landa Vaz —inhaló el humo, lo expulsó y empezó a sentirse mejor, porque aunque no estaba muy seguro de que el uniforme que tenía delante representara la opinión de la mayoría, en esencia no estaba haciendo nada distinto de lo que había hecho siempre, ser uno más—. Era la secretaria general del Socorro Rojo Internacional, tenía el despacho en el hospital de Maudes. Creo que vive en el Viso, pero no sé la dirección. Ella es la encargada de organizar el Partido Comunista de Madrid en la clandestinidad.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Porque estuve en la reunión donde la nombraron.
En ese momento, el capitán se echó para atrás y volcó sobre su confidente una mirada peculiar, distinta de las que le había dirigido antes, en el sótano. Aquel día, el Orejas no supo interpretarla, descifrar el significado exacto de aquellos ojos claros, calibrar la llama pequeña, tenaz, que ardía detrás de una pared de hielo, un brillo despiadado que no acababa de encajar con un gesto que era una sonrisa y no lo era del todo.
—Muy bien —aquella expresión sobrevivió a sus palabras—. Pues te vas a volver al calabozo hasta que demos con ella. Luego, ya hablaremos.
El 4 de abril de 1939, Matilde Landa entró esposada por la misma puerta por la que el Orejas salió a la calle dos horas después. Lo primero que hizo fue ir a su casa, cubrir a su madre de besos, bañarse, ponerse unos pantalones propios y tirar a la basura los que le habían dado, envolviéndolos antes en un trapo que empujó hasta el fondo del cubo como si se estuviera desprendiendo de un cadáver, el cuerpo de su primer delito. Luego comió, se metió en la cama y durmió unas horas. Por la tarde, retomó el contacto con sus camaradas, y al día siguiente, volvió al trabajo, a su vida normal, una rutina que a partir de entonces y hasta el invierno de 1942 incluiría las citas con su controlador.
—¿Te he contado alguna vez el asco que me das, Orejas?
Carlos Vázquez Ariza había empezado a trabajar en la Inteligencia militar al principio de la guerra y nunca lo había dejado. Por eso, siempre que le citaba fuera del despacho iba de paisano, con trajes bien cortados, de excelente calidad, zapatos ingleses, sombreros y abrigos que afirmaban su superioridad sobre su confidente, el chico calzado con alpargatas que se cerraba con las manos una chaquetilla que apenas le defendía del viento mientras andaba a su lado. Durante algunos meses, Roberto sólo trató con él, y desde que descubrió lo que significaba la mirada con la que le recibía, le atormentó la certeza de haberle hecho regalos tan valiosos a aquel cabrón.
—¿Qué fue lo que dijo Isidro cuando te sacamos del sótano? —sus insultos no le herían—. Que eras una rata asquerosa, ¿no? —porque era peor que él—, y hay que ver, Orejas, ¡qué razón tenía! —pero le jodía que supiera tanto de su detención—. ¿Te he contado la historia de Isidro? —le jodía que se complaciera en evocarla en voz alta—. Un tío con dos cojones, esa es la verdad, eso lo reconozco… —y le jodía todavía más que la eludiera sólo para subrayar lo bien que recordaba los detalles que la habían rodeado—. Cincuenta y dos años, ¿te das cuenta?, con edad para ser tu padre, el mío y, lo que es más notable, el de su mujer, que estaba buena, pero lo que se dice buena, ¿eh?, treinta años, morena, con un par de tetas… —para recalcar que podría abandonar a Isidro para recordarle a él, con los pantalones cagados, en cualquier momento—. Flaca y todo, tenía un polvazo, así que cuando la vi me dije, ya está, ¿quién se arriesgaría a morir, pudiendo meterse en la cama con este guayabo todas las noches? —y a fuerza de oírlas, se sabía de memoria todas las palabras, las comas y los puntos, las preguntas retóricas que articulaban el discurso del capitán—. Pues no abrió la boca, fíjate, lo que son las cosas, y eso que lo tenía fácil, porque era el secretario general de no sé qué rama de la UGT desde antes de la guerra y podría haberme contado lo que le hubiera dado la gana, se lo habría dado todo por bueno, pero nada, no hubo manera —hasta que empezó a sospechar que Vázquez no hablaba sólo para joderle, sino también para joderse a sí mismo—. Con tipos como tú mi trabajo es fácil, pero con gente como él… Me cansé yo antes, mira lo que te digo —para recordarse que Isidro estaba muerto y él vivo—, llegó un día en el que ya no pude más, por eso sé tanto de su vida, porque intenté ganármelo por las buenas, le di de comer, le regalé tabaco, le ofrecí café y hablamos, me contó muchas cosas de su infancia, de sus ideas, de su trabajo, de su mujer, muchas cosas —para reprocharse que Isidro hubiera muerto y él siguiera vivo—, pero ni un nombre, ni una dirección, nada que me sirviera, por eso renuncié, porque ya éramos como amigos… Se lo pasé a otro equipo, y ellos lo intentaron todo, y tampoco le sacaron nada —para dolerse de que Isidro hubiera muerto y él siguiera vivo—. Y dos semanas después de que le hubiéramos dejado por imposible, cuando estaba ya en las últimas, le mandé recado con un soldado, pero siguió negándose, así que al final bajé yo a hablar con él —para expresar ese dolor, un sentimiento tan contradictorio que su confidente tardó en identificarlo, en el que se resistió a creer, y que sin embargo era auténtico—. Déjame ayudarte, Isidro, no hace falta que me cuentes nada, si me das permiso puedo hacer que te lleven a un hospital, que te pongan morfina… —porque a Vázquez Ariza le dolía de verdad el corazón por lo que había hecho con aquel preso—. ¿Y sabes lo que me dijo, Orejas? —por eso, al recordarlo, dejaba de mirarle para mirar al horizonte con ojos turbios—. ¿Sabes lo que me dijo? Pues me dijo, no cuentes conmigo para quedarte con la conciencia tranquila —y sonreía al mirarle de nuevo—. Eso me dijo —al volcar sobre él una mirada ardiente y congelada en la que cabía tanto desprecio como el que un solo hombre era capaz de reunir—, y luego me tendió la mano. Me tendió la mano, Orejas, yo se la di, me marché de allí y murió a los tres días… —la mirada de abrumadora superioridad con la que aquel ingrato engreído de mierda le pagaba lo que había hecho por él—. Isidro Rodríguez, se llamaba, y murió como un héroe, con dos cojones, qué quieres que te diga —como si tuviera derecho a tener conciencia, el muy hijo de puta—. Y yo… Pues aquí estoy, contigo y con el asco que me das, Orejas.
La última vez que se atrevió a hablarle así, en una tarde lluviosa de febrero de 1942, su confidente ya no era el Orejas, y él, por más que acabaran de ascenderle a comandante, nada más que un cabo suelto.
—¿Y tú qué haces aquí?
A aquellas alturas de la paz, del SIPM no quedaba ni rastro. En los despachos de la Brigada de Investigación Social, la policía política fundada el año anterior con estatuto de cuerpo civil, el antiguo soplón era un agente sin pasado, que trabajaba encubierto con varias identidades y ningún mote, a las órdenes directas del comisario. Su nuevo jefe era todo un señor, que sabía valorar su trabajo y no dejaba pasar la ocasión de mencionarle, jamás por su nombre, como a su agente más valioso, el as en la manga de una Brigada que le debía gran parte de sus éxitos. Los agentes de guardia le trataban de usted, y el secretario del comisario jefe se levantaba de la silla para abrirle la puerta cuando le veía aparecer con un traje de calidad excelente, acorde con el sombrero, el abrigo y los zapatos ingleses que calzaba. La tarde que escogió para ir a buscar a Vázquez Ariza, se esmeró tanto en su aspecto como si fuera a reunirse con la cúpula del ministerio, pero él, destinado ahora en el Servicio de Inteligencia del Ejército de Tierra, le miró igual que siempre, como a una mierda, cuando salió del ministerio para tropezárselo en la esquina de Alcalá.
—Tengo que enseñarle algo, mi comandante —él correspondió con la servil deferencia de otros tiempos—. Don Joaquín me ha pedido que venga a verle. Los dos opinamos que lo que tengo es más para usted que para él.
—¿Ah, sí? —el militar le miró, miró su reloj, volvió a mirarle y bostezó—. Bueno, si no tardamos mucho…
El Orejas contaba con que el desprecio que el militar sentía hacia él le impediría sospechar el carácter de la sorpresa que le tenía reservada. Los gatos no tienen miedo de los ratones, pensaba, y cuando su antiguo controlador le siguió sin hacer preguntas hasta un Citroën tan bien cuidado que ni siquiera parecía de segunda mano, se felicitó por su acierto. Carlos Vázquez Ariza no sabía en qué clase de hombre se había convertido el Orejas desde que constaba en la nómina de personal del Ministerio de Gobernación, y eso significaba que aquel hombre nuevo acababa de superar el único peligro que habría podido comprometer sus planes.
—¡Coño, Roberto! —por eso enfrió su sangre más que nunca—, sí que te van bien las cosas. Porque este coche no es de la Brigada, ¿verdad?
—No, mi comandante —contestó con humildad fingida—. Es mío.
—Ya —entonces, su acompañante le sonrió por primera vez—. Te diría que me alegro, no creas, pero la verdad es que si hemos hecho una guerra para que una rata como tú tenga su propio coche…
Tampoco comentó esas palabras, ni las que, antes de llegar al final de la calle Alcalá, le resultaron más familiares.
—Por cierto, ¿te he contado alguna vez el asco que me das, Orejas?
Mientras el comandante se desahogaba, él se limitó a conducir en silencio por la carretera de Barcelona hasta el desvío de Coslada, para tomar enseguida otro que conducía, por un camino oblicuo y apenas transitado, hasta el antiguo aeródromo de Alcalá de Henares. Había hecho el mismo recorrido unos días antes, buscando un lugar, y lo encontró en las ruinas de una caseta que no había vuelto a usarse desde que un bombardeo trituró la pista principal. Desde entonces, nadie pasaba por allí. La carretera estaba tan deteriorada, el asfalto rajado y florecido de matojos, que estuvo a punto de desecharla por miedo a provocar una avería, pero Vázquez Ariza se lo puso tan fácil que ni él ni los bajos de su vehículo llegaron a correr riesgo alguno.
—¡Joder, chaval! ¿Adónde me llevas, a Cuenca? —y él mismo se echó a reír de su ocurrencia.
—No, mi comandante. Ya falta poco.
—¿Sí? Pues para un momento, anda, que me estoy meando.
Cuando pronunció aquellas palabras, estaban en medio del campo y de una recta llana, larguísima, flanqueada por unos pocos árboles que no obstaculizaban la visión del horizonte en ningún punto. El Orejas lo comprobó mientras se detenía a su derecha para complacer al comandante. Al quedarse solo en el coche, volvió a mirar por el parabrisas, por el retrovisor, y no vio absolutamente nada, absolutamente a nadie.
—Voy a estirar las piernas yo también —anunció en voz alta, antes de rodear el coche por delante, de puntillas, para acercarse sin hacer ruido al hombre que orinaba en el arcén.
Todo lo demás pasó muy deprisa y fue limpio, sencillo, casi impecable. Cuando se situó detrás del comandante, ya tenía la pistola en la mano. Quitó el seguro, estiró el brazo, apoyó el cañón del arma en la nuca de su víctima y mientras afianzaba el dedo en el gatillo, Vázquez Ariza giró la cabeza para mirarle por última vez. Su asesino sostuvo su mirada durante un instante, y durante ese instante fue consciente de la pasividad de un hombre a quien el miedo, el asombro, quizás su propia voluntad, habían incapacitado para defenderse. El comandante le miró con una serenidad que el Orejas nunca había visto en unos ojos claros y repentinamente desprovistos de pasión. Como si lo supiera. Como si le reconociera. Como si nunca hubiera esperado de él otra cosa que la muerte. Así le miraba cuando un disparo atronó en medio de ninguna parte. Luego, el pistolero se agachó junto al cadáver, lo cacheó, se sorprendió al descubrir que iba armado, se quedó con su automática y le pegó una patada para hacerlo rodar por el terraplén.
—¿Te he contado alguna vez el asco que me das, Orejas? —repitió para nadie, con un soniquete burlón.
Se arregló la ropa, respiró hondo, se metió en el coche y esperó a que sus manos dejaran de temblar. Entonces arrancó el motor y se volvió a Madrid.
Carlos Vázquez Ariza fue el único hombre al que el Orejas asesinó a sangre fría, con sus propias manos. Antes y después, provocó directa o indirectamente la muerte de muchas personas, decenas, tal vez centenares, pero siempre puso mucho cuidado en que la sangre no le salpicara. Él los seleccionaba, los sentenciaba, determinaba la frecuencia y la intensidad de las torturas a las que eran sometidos, escogía el momento y daba la orden, pero siempre tuvo cerca a alguien más tonto, más incauto o más fanático para hacer el trabajo sucio. Sin embargo, aquel crimen fue sólo suyo, le pertenecía tanto como su propio nombre, porque el cuerpo que un pastor encontró por azar, cuatro días después de aquella excursión al campo, no era sólo el cadáver de un oficial de Inteligencia del Ejército de Tierra. Con el comandante había expirado al mismo tiempo la traición del Orejas, y él mismo se encargó de enterrarla.
—Qué pena, ¿verdad, Roberto? —cuando salieron juntos del funeral, después de darle el pésame a la viuda, el comisario estaba muy afectado—. Un hombre tan joven, con dos hijos pequeños… Me pregunto cuándo dejaremos de padecer las consecuencias de aquella guerra terrible.
Esa era la versión más extendida en los sótanos de la Puerta del Sol, que Vázquez Ariza había sido víctima de un crimen político, la venganza de un justiciero solitario que habría actuado por un impulso individual, porque ninguna organización había reivindicado el atentado. Pero era una hipótesis débil, basada en la ausencia absoluta de indicios hasta que el Orejas frunció las cejas en una mueca escéptica que no pasó desapercibida para su superior.
—Pues sí, pero el caso es que… —sólo cuando estuvo seguro de haber atraído su atención, se atrevió a ir más allá—. Usted sabe que yo apreciaba mucho al comandante. Nunca podré agradecerle bastante que después de la guerra confiara en mí. Sin su ayuda, nunca habría llegado a entrar en el Cuerpo, usted lo sabe, pero… —y ahí se detuvo.
—Pero ¿qué? —hasta que el comisario entró por el aro.
—Pero ¿su muerte no le parece demasiado rara, señor? ¿Qué hacía el comandante en medio del campo, desarmado y en secreto, sin haber avisado a nadie en su oficina ni en su casa? Ninguna investigación justificaba su presencia en aquel lugar fuera de su horario de trabajo y por otra parte… ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Quién le llevó, y por qué fue con él, y para qué? —hizo una pausa, bajó la voz y repitió la última pregunta—. Sobre todo, ¿para qué?
—No estarás sugiriendo… —su jefe se paró en mitad de la acera para mirarle con una luz de inteligencia en los ojos—. No estarás sugiriendo que Vázquez era maricón, ¿verdad?
—Yo no sugiero nada, don Joaquín, pero… Para meterse en la cama con una mujer, no le habría hecho falta irse tan lejos, ¿verdad, usted?
—Verdad, Roberto —y asintió lentamente con la cabeza—, verdad.
Lo que no reveló nunca, ni a su superior ni a nadie, fue el acontecimiento que decidió la fecha de aquel asesinato.
—¡Jo, qué fastidio! —el día de Reyes de 1942, a las nueve de la mañana, Paquita esbozó un mohín de disgusto al oír el timbre de la puerta—. ¿A quién se le ocurre, precisamente hoy? —y se volvió hacia su marido—. ¿Voy yo?
El Orejas respondió sin dejar de estudiar el roscón, cuchillo en mano.
—Sí, ve tú, anda…
No le gustaba que su mujer abriera la puerta cuando él estaba en casa, pero aquel día, a aquella hora, sólo podía ser la vecina del segundo, aprovechando para gorronear un poco de leche con la excusa de que las tiendas estaban cerradas. Otro día iba a poner en su sitio a esa aprovechada, se dijo, aquel no, porque estaba demasiado concentrado en el problema de partir el roscón de manera que la sorpresa le tocara a su mujer sin provocar los celos de su madre, que estaba a su lado, vigilándole de cerca. Sin embargo, cuando aún no había terminado de analizar todos los bultos que accidentaban aquella azucarada superficie, escuchó una voz que no esperaba.
—Buenos días, prima —y se puso tan nervioso que ni siquiera soltó el cuchillo—. ¿Está tu marido en casa? Tengo que darle un recado.
—Claro, ahora mismo le aviso.
No hizo falta, porque al darse la vuelta se encontró con él, y la sangre huyó de sus mejillas mientras se sujetaba el pecho con una mano.
—¡Ay, qué susto! —sólo al escucharla, Roberto se dio cuenta de que todavía llevaba el cuchillo en la suya—. ¿Pero qué haces con eso?
—Nada, cielo —y le dio la vuelta, para ofrecérselo por el mango—. Ten, llévatelo, no me he dado ni cuenta… Vuelve al comedor, ¿quieres? —la enlazó por la cintura y la besó en la mejilla—. Yo voy ahora mismo, te lo prometo.
—Eso, a ver si abrimos los regalos de una vez.
La siguió con la vista, y sólo se concentró en la intrusa cuando estuvo seguro de que Paquita no podía oírle.
—Mira, Chata —dio un paso hacia ella para asegurarse de que oía bien la amenaza envuelta en el murmullo de su voz—. Te he dicho muchas veces…
—Que esta casa es sagrada —prosiguió ella en el mismo volumen—, que no se me ocurra venir aquí, que como Paquita se entere de lo nuestro, me matas, que aunque te sigas acostando conmigo, adoras a tu mujer… —la última coletilla era suya, pero todo lo demás coincidía, punto por punto, con lo que su anfitrión había estado a punto de decirle—. No te preocupes, no he venido por eso.
El Orejas dio un paso hacia atrás, la miró, levantó las cejas.
—He venido a darte la enhorabuena, Roberto. Han venido los Reyes Magos, ¿sabes? Y este año, además, debían estar un poquito gilipollas, porque con lo malo que has sido, te han traído un regalo que no veas… —él volvió a levantar las cejas, ella sonrió sin ganas—. Antonio Perales está en la trastienda. Me lo he encontrado en la calle cuando salía a recoger el roscón, y lo he metido allí. Te está esperando. Quiere hablar contigo.
—¡Antonio! —y repitió ese nombre mientras el júbilo, la preocupación y el nerviosismo se mezclaban en su interior como un cóctel peligroso, demasiado cargado—. Por fin…
—Pues sí, por fin —Chata le dirigió una sonrisa auténtica, cargada de auténtico sarcasmo—. Yo ya me voy. De nada, ¿eh?
¡Oh, Dios mío, y ahora, encima, esto!, pronosticó para sí mismo mientras daba un paso hacia ella, la agarraba por el culo y la besaba en el cuello con la mecánica precisión de un autómata.
—Gracias, Chata, gracias —mientras lo único que necesitaba era quedarse solo, con la cabeza libre para pensar—. Te recompensaré, no creas que no…
—¿Con una ración de gambas?
Y por la manera en que le miró antes de cerrar la puerta, el Orejas adivinó que iba a tener que estirarse.
Chata y él eran amantes desde que ella se ofreció, una tarde de otoño de 1938. Las sirenas ya habían empezado a sonar, los camaradas que había en la sede a precipitarse hacia el sótano, cuando entró en su despacho, corrió el pestillo de la puerta, se sentó en su mesa, abrió las piernas, empezó a acariciarse la cara interior de los muslos y le dijo que las bombas la ponían cachonda. Él se arriesgó y no se arrepintió.
Para eso, Chata era única. Tenía mucha imaginación, siempre estaba dispuesta, y ni siquiera en un burdel era fácil encontrar una chica tan impúdica y lasciva como ella. Pero disfrutar de esas cualidades era una cosa y casarse con aquel putón, sobre todo en la nueva España, donde lo que se esperaba de un hombre de verdad era que ofreciera su brazo a una señora discreta y piadosa para ir a misa los domingos, otra muy distinta. El tiempo había cambiado mucho, y por más que rezongara, por muy amargo que fuera el veneno que destilaba al reprocharle que se hubiera casado con Paquita sólo por interés, Chata lo sabía tan bien como él. Tampoco tenía derecho a quejarse, porque la relación de su amante con Vázquez Ariza le había evitado una detención, un consejo de guerra, muchos años de cárcel. Los dos viajaban en el mismo barco desde el principio y lo que no había hecho un cura, unirlos para siempre, lo había logrado una traición compartida. La lealtad de aquella mujer no le inquietaba, pero temía que su despecho hiciera saltar su matrimonio por los aires y eso significaba que en una semana, diez días a lo sumo, tendría que inventarse un viaje. Porque lo único que aplacaba a Chata, por muy puta que fuera, era dormir con él una noche entera.
—¡Qué coñazo de mujeres! —murmuró en el recibidor, mientras la suya le reclamaba—. Nunca mejor dicho.
Al volver al comedor estaba tan nervioso que cortó el roscón sin mirar por dónde, y la sorpresa le tocó a él.
—¡Vaya! —Paquita disimuló a duras penas su decepción—. Qué suerte…
—Sí —su madre estuvo de acuerdo—, porque es un conejito rosa muy mono, parece de porcelana, ¿no?
—Venga, vamos a abrir los regalos y rapidito, que luego tengo que salir —se metió la sorpresa en el bolsillo, fue hasta la cómoda a buscar sus paquetes, y celebró haberse negado a instalar un teléfono en su casa—. Chata ha venido a decirme que acaban de llamar del ministerio.
—¿Y por qué? —preguntó su mujer.
—¡Ah! Pues no lo sé, esas cosas no se le dicen al primero que contesta, como comprenderás…
Había conseguido para ella un mantón de Manila negro bordado en colores, carísimo, por el que sólo había pagado diez duros, la propina que le dio al agente que se lo agenció en el registro de una tienda de la Plaza Mayor, pero para que fuera abriendo boca, deslizó en su mano, junto con la caja, el conejito que había encontrado en su trozo de roscón.
—¡Roberto, es precioso!
—No me extraña que hayan llamado, si es que está la cosa muy mal —añadió, como hablando consigo mismo, mientras Paquita se levantaba con el mantón sobre los hombros para ir a mirarse en el espejo—. Con esta sequía del demonio, dentro de poco me va a tocar un viajecito, y si no, al tiempo…
A su madre, que nunca había sospechado que su hijo no estuviera empleado por las mañanas en el Ministerio de Agricultura, también le gustó mucho su regalo, un conjunto de camisón y bata que había comprado, para variar, en la liquidación de una mercería del barrio. A cambio, recibió una corbata, un frasco de colonia, una camisa y un chaleco de punto tejido a mano. Se lo puso todo encima, para tenerlas contentas, y vestido de limpio, muy perfumado, se echó a la calle bajando los escalones de dos en dos.
—¡Quita, niño…! —sólo cuando el hijo pequeño de la gorrona del segundo estuvo a punto de atropellarle con el camión que le habían traído los Reyes, comprendió que no podía asistir a aquella cita sin pararse a pensar primero en lo que iba a hacer, y sobre todo, en lo que iba a decir.
La ansiedad que le había hecho tropezar con aquel juguete era el fruto de una larga carrera. La clave de los éxitos que iban camino de consagrarle como un héroe legendario en la Brigada se anclaba en su propio pasado, el interruptor que le permitía transformarse, darse la vuelta a sí mismo igual que a un guante cuando le venía bien. Pero mientras por las calles de Madrid siguiera andando gente que lo hubiera conocido antes de 1939, el Orejas estaba en peligro. Todas las misas que se había tragado, toda la respetabilidad en la que había logrado envolverse y, en suma, su nueva identidad, se vendrían abajo en el instante en que cualquier detenido se le despistara y hablara más de la cuenta. Sus jefes le habían protegido, y le seguían protegiendo, porque no les convenía prescindir de las ventajas que arrojaba su detestable trayectoria, pero entre sus compañeros todavía abundaban los excombatientes que exhibían las heridas de guerra con más orgullo que las condecoraciones, los falangistas que llevaban la cuenta de los rojos a los que habían liquidado con sus propias manos, los fanáticos religiosos, los tradicionalistas fanáticos y los fanáticos a secas. Él estaba seguro de que la mitad de las hazañas que contaban eran mentira, pero su espíritu seguía siendo tan auténtico que si uno solo llegaba a enterarse de que el niño bonito del director general había sido responsable de un radio de la JSU durante la última etapa de la guerra, ni siquiera el ministro se arriesgaría a mover un dedo por él.
—Tú ya lo sabes, ¿no? —le había advertido don Joaquín al poco tiempo de tenerlo bajo su mando—. Cuidado con los de dentro. Para ti son más peligrosos que los de fuera, que ya es decir…
El Orejas trabajaba solo, en la calle, y por las tardes se ponía un mandil para echar una mano en la tienda de su suegro. Todas sus precauciones eran pocas, pero no impedían que se mezclara con sus colegas en ciertas ocasiones. Siempre que había una redada importante, le mandaban llamar para que dirigiera los interrogatorios, y él aprovechaba su aureola de especialista para imponer sus propias condiciones. Aunque tenía unos ojos castaños de lo más vulgares, los cubría con unas gafas de sol muy oscuras con la excusa de que los focos le producían jaquecas, y no consentía que nadie le acompañara en su primera entrevista con un detenido.
—Es una cuestión de procedimiento. Prefiero clasificar al sujeto sin interferencias.
Sin embargo, cuando comprobaba que nunca había visto al sujeto en cuestión, le gustaba tener espectadores. Después de lo que denominaba pomposamente «una primera toma de contacto», invitaba a dos o tres agentes a unirse a él para apabullarles con su exhaustivo conocimiento del enemigo. Dominaba todas las palabras, los conceptos, las claves del lenguaje de los marxistas clandestinos, hasta el punto de que a menudo los prisioneros le preguntaban dónde había aprendido tanto.
—¿Nunca has oído hablar de la Quinta Columna? —él les devolvía la pregunta sin volverse a mirar el efecto que provocaban estas heroicas palabras en sus colegas—. Os teníamos infiltrados de arriba abajo, tonto del culo.
Así logró que los rumores que circulaban sobre él le favorecieran, sin extenderse nunca en explicaciones que pudieran desentonar con los recuerdos de los quintacolumnistas genuinos, aunque el número de quienes se adornaban con aquel adjetivo multiplicara por varias cifras el de los efectivos que había llegado a tener la Quinta Columna en su mejor momento. Por lo demás, le gustaba contar que estudiaba mucho, y era verdad. Ningún agente solicitaba a los archivos tanta documentación, ni recibía tantos paquetes desde el Consulado de España en Toulouse. Cuando llegaba alguno, ni siquiera iba a casa a comer. Encerrado en el viejo piso de sus padres, devoraba los informes que la diplomacia española, la Inteligencia alemana y la vichysta habían elaborado sobre los comunistas españoles exiliados en Francia, miraba las fotos hasta que le dolían los ojos y volvía a mirarlas con lupa. Buscaba una pista, un indicio, la huella de un hombre al que nunca encontró.
Buscaba a Antonio Perales García, alias Antonio el Guapo, la última pieza que le faltaba para descansar. Estaba muy pendiente de las andanzas de sus viejos camaradas, esos que se habrían partido de risa si alguno de sus colegas les hubiera contado las hazañas de don Roberto en la Quinta Columna. Había ido anotando en un cuaderno las fechas de sus detenciones, las de sus Consejos de Guerra, las penas que les habían caído, los penales a los que habían sido trasladados, las brigadas de trabajadores a las que estaban adscritos. Actualizaba esta información periódicamente, para no perder el norte si algún día se veía obligado a atravesar, en dirección contraria, el campo de minas que sus amigos de toda la vida representaban para él, pero tanto trabajo, tantas horas de estudio, tantas noches en vela, no servirían de nada mientras Antonio anduviera suelto por Madrid. Porque aunque lo buscó hasta en Canarias, habría apostado uno de sus brazos a que el mayor de los Perales nunca había llegado a salir del distrito Centro. Si se lo había tragado la tierra, era la misma que los dos habían pisado juntos tantas veces.
Lo único que sabía con certeza era que se había escondido para escapar de los casadistas, y que después de la primera semana de marzo de 1939, no había sido detenido ni había aparecido su cadáver. A partir de ahí, todo eran hipótesis, algunas felices pero improbables, que alguien lo hubiera quitado de en medio y lo hubiera enterrado muy bien, que hubiera cruzado la frontera y no se lo hubiera comunicado a su familia, que hubiera logrado hacerse con documentos falsos y estuviera viviendo bajo otro nombre, en otra provincia. Pero sabía de sobra que, en aquellos tiempos, ciertos cadáveres tenían la mala costumbre de aflorar, conseguir documentos falsos resultaba imposible para quien no fuera un miembro activo de una organización clandestina, y era más difícil engañar a los Comités Locales que a algunos de sus compañeros uniformados. La Brigada de Investigación Social sabía todo lo que sucedía en España, y según sus archivos, Antonio Perales García no sólo no había muerto. Ni siquiera había llegado a nacer.
—Estás en Madrid —el Orejas lo afirmaba entre dientes, en el salón de la casa de sus padres—. Estás aquí, aquí, pero ¿dónde?
¿Dónde se había escondido Antoñito? ¿Quién le protegía, quién le alimentaba, quién le cuidaba? Él le conocía desde que eran niños. Conocía a su familia, a sus amigos, a sus amantes y hasta a su enamorado flamenco, aquel maricón que se habría llevado lo suyo hacía ya tiempo si la diosa con la que compartía casa no odiara al desaparecido más que nadie en este mundo.
—¿Y cómo fue? —decidió empezar por ella, para que Eladia le respondiera con una mirada cargada de sorna—. ¿Te hiciste daño?
—¿Yo? —el Orejas no fue capaz de adivinar por dónde iba—. ¿Cuándo?
—Cuando te diste el golpe ese del que te has quedado medio lelo —y se echó a reír—. ¡Vamos, no me jodas! Anda, que si llegara a saber dónde está ese cabrón, no le habría ajustado yo misma las cuentas…
La bailaora suspiró, se puso en jarras, echó el pecho hacia delante y se dejó admirar como si estuviera posando para un pintor. Mientras acataba sumisamente su voluntad, Roberto se preguntó una vez más qué habría pasado durante aquellas horas de las que Antonio nunca quiso hablar con nadie, aquella noche en la que se metió en su cama como un amante para levantarse como un enemigo.
—Bueno, pero tampoco querrás que lo detengan, ¿no?
—Mira, Orejas, déjame —y movió la pierna derecha para que los volantes se arremolinaran alrededor de sus pies—, que no tengo el coño para ruidos.
Se dio la vuelta y se marchó taconeando, contoneando aquel culo imperial que una vez fue de Antonio Perales, luego de nadie, y algún día, a poco que te descuides… Pero la fantasía de llegar a tener a Eladia encerrada en un puño no le consoló, y siguió buscando a su único amante conocido, machacando las aceras de su viejo barrio, preguntando y volviendo a preguntar a todas las personas con las que le habían visto alguna vez para obtener de todas el mismo resultado. Ninguno.
Al principio, había creído que no sería difícil. La primera vez que fue a su casa a interesarse por él, Manolita le pareció sospechosa, pero la siguió a distancia durante meses hasta que, poco antes de Navidad, se resignó a aceptar que la hostilidad de aquella tonta no tenía que ver con el deseo de proteger a su hermano, sino con el despecho de haber visto frustradas sus ilusiones. Manolita era una de sus clásicas, esas chicas del montón con las que se consolaba de que Eladia ni siquiera le viera cuando se cruzaba con él por la calle. Desde entonces no esperaba nada de ella pero, contra todos sus pronósticos, Manolita fue la clave que confirmó sus hipótesis.
—Qué raro…
Al margen de su acceso ilimitado a los archivos de la Brigada, el Orejas le daba una propina a un funcionario de Porlier a cambio de información sobre las visitas que recibían determinados reclusos. Durante más de dos años, ningún nombre le llamó la atención en aquella lista, pero en mayo de 1941, cuando encontró el de Manolita emparejado con el de Silverio, le extrañó tanto que mandó enseguida a Chata a curiosear por el barrio.
—Pues que son novios —y el fruto de sus pesquisas le extrañó aún más.
—¿Novios? —se la quedó mirando como si nunca hubiera oído esa palabra—. ¡Hala, vete! ¿Quién te ha dicho eso?
—Todo el mundo. La señora Luisa, la hermana de Puñales…
—¡Que no! —insistió, negando con la cabeza—. Ni de coña. ¿Silverio y Manolita novios? ¿De qué?
—Porque tú lo digas —su incredulidad logró picar a su amante.
—Pues sí, porque lo digo yo, que los conozco como si los hubiera parido.
En aquel momento su cerebro se disparó, y siguió funcionando a una velocidad muy superior a la que sus labios eran capaces de procesar con palabras. Silverio y Manolita no podían ser novios, de eso estaba tan seguro como de que algún día iba a morir. Los había visto juntos un millón de veces y nunca, jamás, había detectado la menor atracción entre ellos. A Manolita le gustaba él, y a Silverio sólo las revolucionarias, las mujeres con las que podía hablar de política hasta en la cama. De esas, antes y durante la guerra, le había conocido varias, unas más monas, otras menos, la escocesa con un polvo, pero cada una de su padre y de su madre. Sin embargo, todas eran el tipo de Silverio porque compartían la pasión que convertía a aquel chico tartamudo y desgarbado en un hombre maduro, no sólo inteligente, sino también brillante, que las atraía sin tener que esforzarse en seducirlas, porque a propósito no habría sabido. Por eso, su noviazgo con la señorita Conmigo No Contéis le pareció sencillamente imposible.
—A no ser… —Chata miraba sus cejas fruncidas, su boca abierta por el esfuerzo de agarrar el cabo de una idea que jugaba con él, tentándole sin dejarse atrapar—. A no ser… Pero eso sería como matar moscas… —cuando lo consiguió, estrelló los dos puños sobre la mesa, con tanta fuerza que se hizo daño—. ¡Estás aquí, cabrón, estás aquí!
Enunció en voz alta la única teoría que le parecía compatible con aquella noticia, y Chata le miró como si se hubiera chalado. Sin embargo, mientras la repetía en voz alta, el Orejas terminó de convencerse de que Antonio andaba detrás de aquel noviazgo, de que había sido él quien había enviado a su hermana a la cárcel para contactar con el Manitas por alguna razón.
—¿Con un preso? —su amante puso los ojos en blanco—. ¿Y qué podría hacer un preso por él? Ese hombre te está volviendo loco, Roberto…
—Que no, que no, ya verás como tengo razón.
Y tres semanas después, cuando le enseñó el nombre de Manolita Perales García en la lista de las novias del 19 de mayo, hasta Chata reconoció que la hermana de Antonio no encajaba con el tipo de chica que entra en una cárcel para acostarse con un preso, y menos con tantas prisas.
—Vamos —murmuró muy bajito—, que así, ni servidora…
—¿Lo ves? Porque están tramando algo —resumió el Orejas por los dos—. Va a entrar a verle porque se traen algo entre manos, pero ¿qué puede ser?
Desde que se había casado con la Garbanza, sin más invitados que su madre, para irse a vivir muy lejos de la glorieta de Atocha, el Orejas no alternaba en su antiguo barrio. Estaba casi seguro de que para Manolita seguía siendo soltero, y por eso, el lunes siguiente se arriesgó a ir a la cárcel, tonteó un rato con ella, asistió a una desconcertante sesión de arrumacos y hasta encajó una negativa de la última mujer por la que esperaba ser rechazado. Él no se fiaba de nada, de nadie, pero había visto a una pareja de enamorados con sus propios ojos, había escuchado sus palabras con sus propios oídos, y ya no sabía qué pensar. A cambio, desarrolló una aversión desproporcionada hacia aquella chica que le fastidiaba tanto como una china en un zapato, y ya había empezado a planear la mejor manera de ocuparse de ella cuando, el 5 de noviembre de 1941, una maleta voló por una ventana para aterrizar en el patio interior de un edificio de la calle Santa Engracia.
Su contenido no sólo desencadenó una caída monumental. También sirvió para desactivar el enigma de aquel amor imposible que estaba a punto de convertirse en otro callejón sin salida, una vía muerta tan irritante como la desaparición de Antonio el Guapo. Durante las últimas semanas de 1941, el Orejas se entregó a un trabajo febril, tan fecundo que al hallar en el inventario de un registro la descripción de dos multicopistas de un modelo insólito, tan limpias y flamantes como si nunca hubieran sido usadas, averiguó el motivo de las misteriosas bodas de Manolita sin necesidad de torturar a nadie. Y ya estaba pensando en mandarla detener y buscarle un novio más contundente, menos intelectual, entre sus muchachos de los sótanos de Sol, cuando su sangre de culebra le recordó a tiempo que ella nunca había sido un objetivo, sino un camino para llegar hasta el único hombre que le interesaba. Esa certeza le impulsó a esperar, a intervenir en todos los interrogatorios sin hacer preguntas directas. Confiaba en que la fruta madura cayera sola del árbol, pero aunque obtuvo una cosecha espectacular de vivos y de muertos, ni él ni nadie logró que el máximo responsable político de todos ellos abriera la boca.
—¿Y este? —antes de ver aquel amasijo de carne sanguinolenta atado a una silla, estaba seguro de que ya lo había visto todo—. ¿Cómo se llama?
—No lo sabemos —también creía que lo había escuchado todo, y volvió a equivocarse—. No ha querido decirnos ni siquiera su nombre.
—Dejadme un momento a solas con él.
Fue de verdad un momento. El Orejas no necesitó ni cinco minutos para llegar a dos conclusiones definitivas. La primera era que, a pesar del destrozo que le habían hecho en la cara, nunca había visto a aquel hombre. La segunda, lejos de suponer un fracaso, le depararía el éxito más incruento de su carrera.
—No va a hablar, señor.
—Hombre, Roberto, no me digas eso. Apretándole un poco…
—No tenemos margen para eso, don Joaquín. Si le apretamos un poco más, se muere con la boca cerrada. Pero tengo una idea para identificarlo.
Lo había pensado tantas veces que había llegado incluso a redactar varios anuncios en los que se buscaba al destinatario de una herencia o se anunciaba la extrema gravedad de un accidentado, sólo para añadir una descripción. Si había renunciado a publicarlos era porque, en el mejor de los casos, sólo habrían servido para levantar la liebre. En el instante en que Antonio se enterara de que lo buscaban, cambiaría de escondite para inutilizar la declaración de cualquier vecino colaborador. Pero el caso del hombre destrozado y milagrosamente vivo al que tenían en el sótano, era distinto. Lo fue tanto que el aviso publicado por el Abc en su edición del 4 de enero de 1942 —«DIRECCIÓN GENERAL DE SEGURIDAD. Para identificar a un hospitalizado desconocido»— dio resultado antes de la hora de comer.
Él mismo acompañó a una aterrorizada señora al piso de la calle Felipe II donde seguía estando el equipaje del supuesto viajante de comercio al que ella conocía como Anselmo González Sánchez, tres maletas repletas de información, correspondencia, organigramas y esquemas que permitieron a los especialistas descifrar las claves que les traían locos desde noviembre. El botín resultó tan valioso que cuando hallaron una documentación que parecía auténtica e identificaba a su prisionero como Heriberto Quiñones González, archivaron aquel dato sin comprobarlo. En la declaración que el propio Quiñones se prestó a hacer el día 5, mencionó expresamente, una y otra vez, a un tal Jorge, insistiendo en que había sido el único militante con tareas de responsabilidad bajo sus órdenes. Las detenciones empezaron aquella misma tarde, y aunque nunca dieron con él, los agentes de la Brigada recibieron los Reyes por adelantado. Mientras sus Majestades recorrían la ciudad en sus carrozas, tirando caramelos a los niños, en los calabozos de la Puerta del Sol ya no cabía un alfiler. Y sin embargo, a la mañana siguiente, ningún madrileño agradeció su generosidad tanto como el Orejas.
—¡Antonio!
Antes de entrar en la trastienda, había escondido la corbata y el chaleco que acababa de estrenar, y si no había metido la cabeza debajo de un grifo para eliminar el aroma de la colonia, era porque le pareció más sospechoso aparecer con la cabeza chorreando en una mañana tan gélida como aquella. Mientras se despeinaba con los dedos para eliminar, al menos, los efectos de la brillantina, se advirtió a sí mismo que el error más pequeño podría echarlo todo a perder. El remedio parecía fácil. Después de haber imitado a los demás durante tantos años, lo único que tenía que hacer era imitarse a sí mismo, volver a comportarse como el Roberto de antes de la guerra. El único problema era que ya no se acordaba muy bien de aquel hombre.
Lo que había empezado siendo una simulación calculada, la teatral representación de su odio al marxismo, le había calado tan hondo que hacía tiempo que no se paraba a distinguir entre la ficción y la realidad. Cuando los suyos perdieron la guerra, no sintió que los traicionaba en la paz, sino que para él comenzaba una guerra distinta, en la que los franquistas actuaban como simples espectadores, observadores imparciales de la batalla que el Orejas libraba contra su pasado. Eso fue todo hasta que Vázquez Ariza empezó a tocarle los cojones con preguntitas retóricas. Hasta que empezó a sacar a colación cada dos por tres la heroica muerte de Isidro Rodríguez y su putísima madre. Hasta que decidió que el hijo de la suya no tenía ninguna necesidad de seguir aguantando que nadie le llamara rata asquerosa. Él no había empezado la guerra ni tenía la culpa de lo que había traído consigo. Él había sido una víctima y era un superviviente, ni más, ni menos. Había tenido la suerte de encontrar un buen empleo y cumplía con su deber, que consistía en acatar las órdenes que recibía, no en cuestionarlas. El destino le había hecho policía para demostrarle día a día que no habría podido encontrar un trabajo mejor, más adecuado a sus capacidades, y no había sido él, sino sus jefes, quienes habían decidido aplicar el terror para garantizar la seguridad del Estado que Franco había fundado sobre las humeantes cenizas de la democracia más progresista de Europa. Si algún día cambiaban las tornas, se prometía a sí mismo mientras se miraba en el espejo por las mañanas, serviría a un gobierno democrático con el mismo celo, la misma dedicación con la que ahora se dedicaba a cazar rojos, pero mientras su superior lo arreglara todo pidiéndole que apretara un poco, y otro poco, y todavía un poquito más, a los detenidos, la conciencia representaba un estorbo y la indeterminación ideológica, un obstáculo de primer orden para el ejercicio de su profesión. Torturar a la gente no era un trabajo fácil y él, demasiado cobarde para desempeñarlo por afición, tenía un estómago, como todo el mundo. Llegó un momento en el que tuvo que escoger entre odiar lo que había sido antes y abandonar la policía. Como su pasado no le causaba nada más que problemas, como ya lo odiaba en sí mismo, no tardó mucho en comprender que nada le convenía más que odiarlo en los demás.
Esta cadena de razonamientos no bastó para eliminar los tres bultos blancos en un charco de sangre seca que se repetían noche tras noche en sus pesadillas, pero mejoró la relación que tenía consigo mismo mientras estaba despierto gracias a la intervención de Paquita.
—¿Qué te pasa, Roberto, qué tienes? —porque sin ella nunca lo habría logrado—. ¿Has soñado con el demonio? A mí me pasa a veces, pero no te preocupes, porque mi confesor dice que no es pecado ni nada…
Eso era lo que Chata no entendía, lo que dejaba boquiabiertos a sus colegas cuando conocían a su mujer, lo que desconcertaba a sus conocidos e inspiró la advertencia de su suegro unos días antes de la boda.
—Mira, Roberto, te conozco desde que eras un crío y te tengo aprecio, ya lo sabes. Mientras has sido mi empleado, nunca hemos tenido problemas, pero… —le puso una mano en la nuca para obligarle a girar hacia él mientras le miraba a los ojos—. Mi hija siempre ha estado encaprichada contigo, ella sabrá por qué. Y comprendo que, tal y como están las cosas, a ti te conviene mucho casarte con ella, pero no me gusta un pelo, que lo sepas. Paquita es muy buena, pero muy inocente, de sobra la conoces. Tiene la maldad de una niña pequeña, y si hubiera podido, le habría arrancado esta boda de la cabeza, pero no ha habido manera. Si consiento, es porque no quiero verla sufrir, y por eso, voy a decirte una cosa muy en serio, ahora que estamos a tiempo… —al llegar a ese punto, le soltó la nuca sólo para ponerle las manos sobre los hombros y apretarle con más fuerza—. A mí también me conoces. Como le hagas daño a mi hija, acabo contigo, puedes estar seguro.
Cualquiera que no hubiera sido su padre, habría descrito a aquella chica en términos más crudos, más precisos también. Si Paquita era incapaz de hacerle daño a una mosca, no era por falta de maldad, sino porque no había llegado a madurar hasta el punto de concebir la crueldad, y ni siquiera distinguía el color gris entre el blanco y el negro. La mujercita que miraba el mundo con la boca abierta no tenía ningún signo físico que permitiera clasificarla a simple vista como una retrasada mental, y según los médicos no lo era. Sin embargo, su inteligencia era limitada, sus reflejos, muy lentos, y su rasgo más característico una ingenuidad extrema, universal, tan impropia de su edad como si su cerebro se hubiera detenido cuando cumplió ocho o nueve años. Paquita conocía el nombre, la función de las cosas, pero era incapaz de conectar las causas y los efectos, de anticipar el desarrollo lógico de los procesos, y no sentía la menor curiosidad por averiguar los principios que los regían. Vivía en un mundo plano, un dibujo donde los objetos y las personas sólo tenían dos dimensiones y todo sucedía porque sí. Tenía cuerpo de mujer y un rostro redondo, terso, que habría podido llegar a ser hermoso si el estupor que le producía cuanto la rodeaba no lo privara de expresión tan a menudo. Por eso, cuando se reía por cualquier bobada, se convertía en una mujer más guapa que Chata, la sobrina pobre que sus padres se habían traído del pueblo para criarla con la esperanza de que su compañía la estimulara. Pero aquel prodigio duraba poco, porque sólo Paquita sabía de qué se estaba riendo.
Cuando le prometió a su suegro que sería un buen marido, el Orejas no podía sospechar hasta qué punto aquella boda iba a moldear su destino. La adoración profunda, incondicional, con la que su novia le había premiado desde que era niña, representaba para él, más que otra cosa, un salvavidas arrojado desde un lujoso transatlántico hacia las negras aguas del océano de los desesperados. Los Garbanzos siempre habían militado con ardor, cada sexo a su manera, en la rama más radical del catolicismo. Los hombres eran ultramontanos violentos, más partidarios de defender la palabra de Dios con una escopeta que de cumplir con las devociones prescritas por la liturgia. Las mujeres compensaban sus faltas, porque durante toda la guerra habían tenido escondido en la trastienda al menos a un sacerdote, para no perderse una misa. Paquita, que por su naturaleza había sido siempre la más influenciable, se había criado como una flor de sacristía. La única luz que había logrado reflejar en su vida era la de los cirios de los templos, y las pocas proezas de su entendimiento habían girado alrededor de la catequesis. Aquella niña especial, a la que no dejaban despachar ni salir a la calle a comprar sola, porque no entendía los números y se hacía un lío con los precios de las cosas, había aprendido el catecismo de memoria para no olvidarlo jamás. Por eso, su predilección por aquel dependiente resultaba aún más misteriosa que su sentido del humor. Todos los que la conocían, sus padres y su confesor, sus amigas y su prima, sus hermanos, sus vecinos estaban convencidos por igual de que su destino sería entrar en un convento antes o después.
—¡Qué va! —pero ella empezó a llevarles la contraria a los diez años, cuando su cabeza apenas asomaba por encima del mostrador—. Yo, de mayor, voy a casarme con Roberto.
En aquella época se partían de risa al escucharla. Ocho años después ya no les hacía ninguna gracia, pero Paquita seguía repitiendo aquella frase a todas horas y con el mismo acento, la apabullante convicción que nunca había llegado a inspirarle ningún otro asunto de este mundo.
Él no se la tomaba en serio. Sólo era cinco años mayor que ella, pero la distancia que les separaba cuando la conoció era muy superior a la que esa diferencia de edad habría abierto entre un adolescente y una niña despierta. Paquita parecía siempre adormilada, pero era tan tenaz como si no comprendiera el concepto de la rendición, y Roberto se acostumbró a llevarla pegada a los talones como un perrito, una extraña mascota que le regalaba estampitas en lugar de lamerle la mano.
—Yo rezo mucho por ti, ¿sabes? —le decía cuando le veía guardárselas en el bolsillo sin mirarlas—. Para que seas bueno y para que me quieras.
—Pero si yo te quiero mucho, tonta.
—No, así no. Yo quiero que tú me quieras… —y se callaba de pronto, como si acabara de hundirse en el abismo que mediaba entre lo que necesitaba y lo que era capaz de decir—. De verdad.
Cuando los franquistas entraron en Madrid, el Orejas no pensó en ella, sino en su padre, al ir a la tienda en busca de protección. Pero el patrón, que siempre le había apreciado por encima de sus diferencias políticas, no estaba en casa, y su mujer, tan aterrorizada como si los que estaban tomando la ciudad no fueran los suyos, tampoco se habría decidido a ampararle si Paquita no se hubiera abrazado a él para echarle el primer pulso de su vida.
—Si no dejas que se quede, me voy con él, mamá —y nadie había escuchado antes tanta firmeza en su voz—. Al fin y al cabo, es como de la familia, porque ahora que se ha acabado la guerra, sí que nos vamos a casar, te guste o no… —entonces se volvió a mirarle—. ¿A que sí, Roberto?
Aquel parlamento, tan largo y bien estructurado como si lo hubiera pronunciado otra persona, le dejó tan atónito que asintió sin pararse a pensar en lo que hacía. Paquita interpretó aquel cabezazo como una palabra de matrimonio, y como una aquiescencia expresa el silencio en el que su madre, tan estupefacta como su futuro yerno, lo contempló. Y ya no hubo argumento, amenaza ni recompensa capaz de convencerla de lo contrario, hasta el punto de que si Roberto acabó casándose con ella, no fue por el interés que le reprochaba Chata, sino porque la amorosa terquedad de Paquita le había abocado a elegir entre el riesgo de convivir con la desconfianza de sus padres, si la aceptaba, y el de atraerse su enemistad perpetua, si la desairaba. En sus circunstancias, este último peligro le pareció más grave, y sólo por eso la convirtió en su esposa ante Dios y ante los hombres.
Unos meses después, al mirar las fotografías que Paquita había repartido por todas las habitaciones, el Orejas sonreía a la preocupación de un hombre al que la camisa no le llegaba al cuerpo. Su gesto ofrecía un contrapunto casi cómico a la radiante expresión de felicidad con la que Paquita le había enseñado todos sus dientes a la cámara en la puerta de la iglesia. Después, mientras la besaba a petición de los asistentes, y la sacaba a bailar un vals, y guiaba su mano para partir la tarta, el Orejas no había dejado de preguntarse si su mujer tenía alguna idea de lo que se suponía que iba a pasar a continuación, y aunque no perdía las esperanzas de poder ahorrárselo, el empeño con el que ella le llevó la contraria cuando sugirió que lo mejor sería poner dos camas en el dormitorio, ah, no, ni hablar, ¡ni que fuéramos hermanos!, le hacía temerse lo peor. La noche de bodas le daba mucho más miedo que a su novia, aunque quizás algo menos que a su suegra, que a la mañana siguiente posó el dedo en el timbre como si un incendio estuviera devorando el edificio, con una rueda de churros en la mano y el pánico pintado en la cara.
—¡Pero, mamá, por Dios bendito! —su hija, risueña y despeinada, le dedicó una mirada de suficiencia para la que nada había preparado a la recién llegada—. Si no son ni las nueve… Pues empezamos bien.
La pobre señora se quedó parada en el recibidor, con los churros en la mano, mientras Paquita iba a hacer café, pero cuando su yerno intentó rescatarla, le retuvo por el brazo para hablarle en un murmullo.
—Perdona la indiscreción, hijo, pero ¿habéis…? —movió la mano libre en el aire, como si ni siquiera se atreviera a decir el verbo que estaba pensando.
—Sí —él respondió con mucha tranquilidad, mientras le quitaba de la otra el junco donde había transportado el desayuno.
—Pero… —la confusión la paralizó hasta el punto de que siguió con el brazo extendido, el dedo estirado como Cristóbal Colón—. Pero… Me refiero…
—Todo ha ido muy bien, de verdad —y la cogió del codo para acompañarla a la cocina—. No se preocupe.
El matrimonio hizo madurar a Paquita mucho más deprisa que la catequesis, pero su progreso intelectual nunca se tradujo en lo que ocurría cuando estaba desnuda entre las sábanas. Acostarse con ella era como complacer a un animalillo ansioso, que carecía de sentido del pudor, y por tanto, de los límites, sin haber llegado a desarrollar en ningún grado el concepto de la perversión.
—Parece mentira —se quejaba su madre—, una pare una hija, la cría, la ve crecer, se va con el primero que llega… Y resulta que es otra persona.
Pero aunque Paquita, seguramente porque su marido la trataba como a una mujer y no como a una niña pequeña, aprendiera pronto a intervenir en una conversación superficial sin llamar la atención por su simpleza, aunque su manera de vestir, de peinarse, y su repentina afición al maquillaje, acentuaran hacia fuera aquella repentina madurez, por dentro seguía siendo igual de ingenua que antes de casarse. Por eso, su sexualidad básica, expeditiva y blanquísima, empezó a aburrir a su marido poco después de haberle tranquilizado. Al principio, al Orejas le asombraba la tranquilidad con la que su mujer se paseaba desnuda por la casa, la franqueza con la que pedía lo que le apetecía, la facilidad con la que se entregaba, sin jugar nunca a resistirse ni a aplazar el placer. Luego, cuando comprendió que no actuaba así por vicio, sino porque la elaboración del deseo sobrepasaba sus capacidades, follar con Paquita se convirtió para él en algo parecido a beberse un vaso de agua, una necesidad agradable en su momento, insípida antes y después. Echaba de menos la oscuridad, el vértigo e incluso la culpa, la conciencia de pecado que sólo podía encontrar fuera de casa, pero nunca desertó del lecho conyugal, porque una noche, sin darse mucha cuenta, se sorprendió a sí mismo con la certeza de que quería a su mujer.
Paquita era la única cosa limpia que había en su vida. Mucho antes de formular esta idea, obedeciendo todavía a un instinto sin forma, tomó la costumbre de sacudirse los pies en el felpudo antes de abrir la puerta, para ir derecho al baño, a lavarse las manos, cada vez que volvía de la Puerta del Sol o de alguna comisaría. Después iba a su encuentro, y sólo al besarla, sentía que estaba en casa. Ella le recibía siempre con alegría, y le introducía en su pequeño mundo de colorines para contarle las hazañas de su vida cotidiana. Él, sentado en su butaca, escuchaba que el gato de la vecina había vuelto a colarse en el tendedero, que había venido la costurera a traer el arreglo de sus pantalones, que había ido a tomar el aperitivo con Chata y les habían puesto unas aceitunas muy ricas, de Camporreal, ¿sabes?, pero aliñadas con aceite y unas pizquitas que parecían cominos, fíjate, ¿a qué es rarísimo?, pues no sabes lo buenas que estaban, yo no sé cómo las harán, me he comido un montón y ni siquiera me han sentado mal… Su mujer necesitaba diez minutos para contar cualquier bobada, pero él no malgastaba el tiempo mientras la escuchaba, porque aquella voz apagaba los gritos de los detenidos, amortiguaba el eco de sus cuerpos al chocar contra las paredes, desdibujaba las huellas del sufrimiento en sus rostros ensangrentados, y lo hacía todo más suave, más lento. La presencia de Paquita, aquella manera suya de sonreír al verle entrar y el cuidado que ponía en arreglarse para recibirle, proyectaba sobre él un efecto sedante, tan narcótico como si inyectara en su cabeza una espuma blanca, tibia, capaz de expandirse hasta acolchar su memoria para aislarla de las imágenes, las palabras que legítimamente le pertenecían. Ella, tan simple como era, poseía en su ignorancia una sabiduría que no habría estado al alcance de una mujer más lista. Porque cualquier otra habría sospechado, habría preguntado, habría descubierto antes o después con qué clase de hombre se había casado.
—No, cariño, no sueño con el demonio. Es que tengo pesadillas, porque… Me acuerdo de la guerra, de lo que me tocó ver, de lo que me obligaron a hacer, las cosas terribles que pasaban todos los días…
—¡Roberto! —Paquita se pegó a él, le abrazó con fuerza, acomodó la cabeza de su marido en su pecho como habría hecho con la del hijo que el cielo se resistía a enviarle—. Roberto, no te tortures, yo lo sé todo, lo sé, y sé que estás perdonado.
—Que sabes… —se revolvió entre sus brazos para mirarla a los ojos, mientras una alarma injustificada se abría paso en su interior—. No te entiendo, Paquita, ¿qué sabes? No sé de qué me hablas.
Ella le devolvió la mirada con una sonrisa insólita, casi sagaz, una expresión de astucia que él no estaba acostumbrado a ver en aquel rostro.
—Yo le recé mucho por ti a la Paloma, Roberto, ¿qué te crees? Iba a rezarla todos los días, porque eras malo, yo lo sabía, pero le hablaba de ti a esa Virgen que es la más milagrosa para los madrileños, porque ya pueden decir lo que quieran pero te voy a decir una cosa muy en serio, el Cristo de Medinaceli, ¡fu!, para el gato. Yo nunca me he fiado de él, desde luego. ¡Con lo feo que es! Para mí, la Paloma es la que vale, tan guapa, tan preciosa, con esa cara tan triste pero… —entonces se calló, y una mirada mucho más frecuente reveló que acababa de perder el hilo—. ¿Por dónde iba?
—Por la Paloma, que es mucho más guapa que el Cristo de Medinaceli —recordó él, mientras se dejaba caer en la cama para reclinarse sobre su escote.
—¡Eso! —sonrió y le besó en el pelo—, la Paloma, que yo iba a verla y le hablaba de ti, le pedía que te volviera bueno, y tanto se lo pedí que sé que me escuchó, así que no temas, porque Ella sabe que te has vuelto bueno. Ella lo sabe todo, Roberto, y te ha perdonado. Estoy segura.
En aquel momento, le habría gustado contarle una parte de la verdad. No toda, que era un traidor, un torturador, un hombre despreciable, sino una parte, confesarle al menos que trabajaba en la Policía y no en el Ministerio de Agricultura, que su trabajo era muy duro, que le exigía hacer cosas feas, complicadas, difíciles de entender. Le habría gustado escuchar que no pasaba nada, que no debía preocuparse, que los buenos tenían que luchar contra los malos para que no volvieran a hacerle daño a la gente decente, como antes, cuando la República, que ellos eran los que tenían la culpa de todo, por ser ateos, y quemar iglesias, y despreciar a Dios, y que si ese era su trabajo, debía de estar orgulloso de hacerlo, como ella estaba orgullosa de él. Esa habría sido la respuesta de Paquita, pero no se pudo permitir el alivio de escucharla, porque su mujer era incapaz de guardar un secreto.
—¿Y por Chata? —le preguntó a cambio—. ¿Por ella no rezabas?
—No.
—¿Y por qué? Ella también era mala.
—Ya, pero quería casarse contigo. ¿Qué te crees, que soy tonta?
Entonces, su marido se dejó llevar por primera vez en mucho tiempo. La abrazó, la besó, le metió las manos por debajo del camisón, le dijo que sólo la quería a ella y se dio cuenta de que era verdad. Aquella noche, el Orejas habría dado cualquier cosa a cambio de que un milagro iluminara el entendimiento de su mujer, lo justo al menos para consentirle percibir la emoción que sentía al abrazarla. El milagro no se produjo y, tras un segundo de indecisión, ella abrió las piernas, le sujetó con las rodillas y empezó a mover sus caderas a una velocidad acelerada, mecánica, mientras jadeaba como un animal. Él cerró los ojos para no ver aquella cara de tonta de remate, tan distinta de la expresión ligeramente embobada que la inminencia del placer imprimía en los rostros de mujeres más inteligentes, pero se conmovió después ante la placidez de la niña pequeña que se quedó dormida entre sus brazos. A partir del día siguiente, aquella imagen estuvo a su disposición siempre que la necesitó. Así se fue convenciendo de que lo que hacía era imprescindible para proteger el redondo y sonrosado mundo donde habitaba Paquita. Su mujer merecía ser feliz, y él era el único que podía garantizar el plácido, inconsciente estado que encarnaba la única felicidad a la que aquella infeliz podía aspirar. No le hizo falta más para traicionar al hombre desarmado que, el día de Reyes de 1942, le abrió los brazos en la trastienda de su suegro.
—¡Roberto! —Antonio se levantó, fue hacia él, le dio un gran abrazo.
—¿Cómo estás, camarada? —era una pregunta retórica, porque no había más que verle para comprobar que estaba de puta madre, el muy cabrón—. No sé si decir que me alegro de verte. He pensado muchas veces en ti desde que acabó la guerra. Cada vez que caía uno de los nuestros, yo cruzaba los dedos y pensaba, ojalá se haya marchado muy lejos, ojalá haya tenido suerte…
—He tenido mucha suerte —sonrió para demostrarle que, además, seguía siendo igual de guapo—, pero no me he movido de aquí.
—¿No? —se obligó a devolverle la sonrisa mientras su intuición se felicitaba por su astucia desde el centro de sus tripas—. ¡Qué grande eres!
Se mordió la lengua para no preguntarle quién le había escondido, pero logró hacerse una idea sin correr el riesgo de demostrar curiosidad. Antonio rechazó, uno por uno, sus generosos ofrecimientos porque no tenía hambre, no tenía sed, no necesitaba dormir ni mudarse de ropa. La que traía estaba limpia, bien planchada, y a juzgar por el tamaño de las solapas, el corte de los pantalones, alguien la había comprado para él aquella misma temporada. El fugitivo no sólo no había perdido peso. Tenía la piel lustrosa, descansada y lisa, de las personas bien alimentadas, y antes de abandonar su escondite, había dormido en una cama y se había afeitado. Ni siquiera estaba pálido. Su rostro carecía del tono de cera derretida que identificaba a los que se habían escondido en un armario o un altillo, sin acercarse a las ventanas durante años. Él, sin duda, había vivido en una casa, casi con toda probabilidad un piso, pero se las había arreglado hasta para tomar el sol. Y para terminar de demostrarle hasta qué punto su estado era mejor que su situación, se permitió el lujo de invitarle a fumar, ofreciéndole una cajetilla de tabaco de importación mientras se sentaban a hablar más despacio.
—¿Y qué piensas hacer? —detrás de tanto mimo sólo podía haber una mujer—. Las cosas se han puesto muy mal, no sé si lo sabes, estamos peor que nunca, y…
—Sí, lo sé —Perales asintió con la cabeza—. Ha habido una caída a plazos, como si dijéramos, ¿no?, primero en noviembre y luego ahora. Estoy al corriente de todo porque… —hizo una pausa, le miró—. Bueno, el marido de una de las mujeres que me ayudaban falta de su casa desde hace dos días. Que yo sepa, no le han detenido y además, me fío de él, pero… No quiero que caiga nadie por mi culpa. Por eso me he marchado.
Él asintió con la cabeza, improvisando un gesto grave mientras sentía que ya no tenía que esforzarse en representar un papel, como si la aparición de aquel personaje del pasado hubiera bastado para devolverle el tono y el aspecto, el carácter de otro Roberto, aquel chico débil, acomplejado, inferior, que admiraba a Antonio y procuraba imitarle, esmerarse al contar los chistes que más gracia le hacían. Así, mientras bordaba una actuación memorable, comprendió que su camino había llegado a su fin, un límite más allá del cual no cabía ningún paso atrás, y por un momento, llegó a estar de acuerdo con Vázquez Ariza. A él también le dio asco el Orejas de antes, porque ya no entendía que un hombre tan temible, tan astuto, tan poderoso como él mismo había llegado a ser, pudiera haberse humillado tanto. Nunca odió su pasado como en aquel momento, mientras comprendía que tenía en las manos mucho más de lo que ambicionaba. La ruina de su viejo camarada no implicaba sólo tranquilidad, seguridad, la garantía de su éxito profesional y de la felicidad de Paquita, sino también una particular variedad de la venganza. Porque al cargarse a Antonio, no sólo iba a acabar con uno de los responsables del mezquino papel de bufón que había representado durante su juventud. Su víctima sería a la vez el instrumento que necesitaba para destruir al otro Orejas, para enterrar definitivamente la imagen más detestable de sí mismo.
—Ya, pero… Aquí no puedes quedarte. Mañana se abre la tienda, aunque puedo esconderte algunos días en casa de mis padres. Allí ya no vive nadie, ¿sabes? Mi padre aprovechó la guerra para largarse con una golfa y no hemos vuelto a saber de él, así que, cuando me casé, me llevé a mi madre a vivir conmigo y con mi mujer.
—¿Te has casado? —Antonio frunció el ceño, pero el Orejas tenía muy buena memoria.
—Sí, después del verano —hizo una pausa y sonrió, para dar a su interlocutor la oportunidad de recordar que su aproximación a Manolita, en la cola de Porlier, había sucedido antes de que terminara la primavera—. Fue un noviazgo muy rápido. Nos conocíamos desde hacía tiempo, pero a ninguno de los dos se nos había ocurrido nunca pensar… En fin, ya sabes cómo son estas cosas. Pero estoy muy contento, porque esta ciudad se ha vuelto demasiado triste. Da pena andar por la calle, ver a la gente encogida, muerta de miedo, y la verdad, tener a alguien en casa, esperándote, pues…
—Ya —su protegido asintió con la cabeza—. Lo comprendo muy bien.
—Total, que es una suerte que hayas aparecido justo ahora, porque mi madre está empeñada en dejar de pagar el alquiler de su piso, y eso que no es nada, una miseria. Yo me resisto, porque me viene muy bien para esconder a gente, pero la verdad es que apenas llegamos a fin de mes, así que…
—No te preocupes, Orejas, sólo necesito unos días y que me eches una mano, eso sí. De momento, quiero irme a la sierra, y luego… Ya veremos —su interlocutor aprobó con la cabeza, porque eso era exactamente lo que esperaba oír—. Ayúdame a salir de Madrid y no te molestaré más.
—A ver qué puedo hacer. Después de la caída, todo se ha parado, pero a lo mejor tenemos suerte… —y negando aún con la cabeza, empezó a darle esperanzas—. Casi siempre hay algún grupo esperando para hacer ese viaje.
A las dos de la mañana del 12 de enero de 1942, la Guardia Civil dio el alto a un camión pequeño, cargado de leña, que circulaba por una carretera secundaria entre Cerceda y Becerril de la Sierra, a unos cincuenta kilómetros de Madrid. Al bajar la ventanilla, el conductor del vehículo comprobó que, a pesar de la hora, se trataba de un control rutinario. Un agente le dio las buenas noches, se interesó por su itinerario y le explicó que por allí no iba a llegar a La Granja. El pueblo de Navacerrada estaba aislado por la nieve, la general cortada un poco más arriba del cruce de Collado Mediano, pero iba a proponerle una ruta alternativa. Antes de que tuviera tiempo de empezar, el pánico se apoderó súbitamente de uno de los viajeros escondidos en la trasera, un hombre joven que apenas había abierto la boca desde que se subió al camión en Lavapiés junto con otros cuatro, Perales entre ellos. Ni él ni sus compañeros pudieron evitar que se abriera paso entre los troncos y echara a correr, y aunque oyeron varios tiros, tampoco se enteraron de que los guardias disparaban al aire, sin la menor intención de hacer blanco sobre el agente de la Brigada de Investigación Social que se tumbó en el suelo boca abajo y se dejó cubrir con una manta. Sólo después, sus colegas obligaron a bajar a punta de pistola a los cuatro subversivos restantes, entre los cuales sólo uno lo era en realidad.
—Vamos a tener suerte, don Joaquín —el Orejas había irrumpido en el despacho del comisario a media mañana del día 11, procurando parecer muy alterado—. Por lo nervioso que estaba el que me lo ha contado, yo creo que el Jorge ese, el segundo de Quiñones, quiere marcharse a la sierra. Pero no sé nada más. Mi contacto me ha dicho que es muy desconfiado. No sabe dónde vive y su comunicación con él puede romperse en cualquier momento. Por eso creo que lo mejor sería que nosotros mismos le facilitemos el viaje.
Aquella operación, perfecta, fue uno de los primeros ensayos del Orejas en un género profesional que le reportaría éxitos estruendosos a lo largo de su carrera. Maestro en infiltraciones en la primera etapa de su vida policial, con el tiempo y los ascensos se especializaría en la tarea de crear grupos subversivos que parecían surgir de la nada hasta que él mismo los publicitaba para desarticularlos cuando más le convenía.
—No sé, Roberto, lo que me estás proponiendo es muy irregular —el comisario había recelado tanto de aquel plan como si él también supiera que nunca había existido ningún Jorge, y que Quiñones se lo había inventado para proteger a sus camaradas—. Si nos llevamos un chasco y esto sale a la luz…
Para montar aquel simulacro de caída, su agente predilecto recurrió a dos colegas que le debían favores, el conductor y el que provocó el abrupto final del viaje. Sólo después convocó a tres desgraciados, escogidos entre una pequeña multitud de antiguos rojos dispuestos a vender a su madre con tal de salvar el pellejo, traidores de poca monta a los que había ido poniendo en libertad con la condición de que estuvieran disponibles cuando los necesitara.
—¿Y cómo se le ocurre que yo voy a permitir que esto salga a la luz, don Joaquín? —el Orejas esperó a que el comisario sonriera para devolverle la sonrisa—. Confíe en mí, y no se arrepentirá, se lo aseguro.
Ni siquiera los guardias civiles llegaron a saber toda la verdad sobre aquella farsa. Y de los cinco hombres que volvieron a Madrid en un furgón celular, dejando en la carretera a un muerto que se levantó en cuanto les vio marchar para irse a tomar un coñac con sus asesinos, menuda rasca, ¡casi me muero pero de frío, coño!, uno salió a la calle inmediatamente después de declarar. Aunque sólo había conducido el camión, fue él quien constó como autor de la detención de Antonio Perales García, que aquella misma noche se llevó la paliza de su vida por contar la verdad, que su nombre de guerra no era Jorge, que nunca había llegado a conocer en persona a Heriberto Quiñones, y que había estado escondido en la casa de unos conocidos desde el golpe de Casado. Cuando lo soltaron, estaba tan maltrecho que ni siquiera se preguntó adónde se habrían llevado a los tres camaradas que habían compartido calabozo con él antes de que lo bajaran al sótano.
—Mala suerte, don Joaquín.
A las ocho de la mañana, cuando él mismo puso fin al interrogatorio que había contemplado a través de un falso espejo, el nuevo Roberto le brindó una sonrisa al antiguo. Antonio el Guapo ya no lo era tanto, y esa certeza le consoló de que no hubiera denunciado a sus protectores, ni siquiera al hombre que se fue a informar a su superior con los ojos hinchados de no dormir, la camisa abierta y la corbata floja de los funcionarios incansables.
—Nada, un desgraciado… —hizo una pausa, como si necesitara consultar los papeles que traía—. Antonio Perales García, un dirigente juvenil de poca monta, comunista, eso sí, pero nada más. Ha estado escondido desde el 39, pero no ha detentado ninguna responsabilidad política desde entonces. Lo siento, don Joaquín.
Dobló los papeles para guardárselos en el bolsillo y negó con la cabeza, como si le abrumara la conciencia de su fracaso, mientras esperaba a que su superior masticara la información que acababa de oír.
—¡Ah! Pero, entonces… —el comisario cerró los ojos y se pellizcó el entrecejo para pensar mejor—. ¿Está en busca y captura?
—Sí, señor —respondió el Orejas con humildad, mientras sacaba otra vez los papeles—. Desde el 10 de marzo de 1939.
—En ese caso… Si no me equivoco, tenemos un reo de adhesión a la rebelión con dos o tres agravantes, ¿no? —su subordinado asintió con la cabeza—. Bueno, pues no está tan mal… —don Joaquín sonrió—. No está nada mal, Roberto, hemos salvado los muebles.
—Gracias, señor. Y ahora, si no le importa, voy a ver si duermo un rato.
A media tarde, salió de su casa bien vestido y mejor abrigado, con la bufanda encajada entre las solapas del abrigo sólo por complacer a Paquita, y se fue andando hasta el viejo piso de sus padres, donde se cambió de ropa. Al taxista que le llevó hasta la Puerta de Alcalá, debió extrañarle que aquel obrero que vestía unos pantalones de pana desgastados, un jersey tricotado a mano y una americana de mezclilla, se permitiera ese lujo, pero se guardó su extrañeza para sí y el Orejas le recompensó con una buena propina. Después, le bastó caminar un trecho para que aquel frío de todos los demonios le coloreara la nariz y convirtiera su boca en una máquina de vapor antes de llegar a la esquina de Serrano y Villanueva.
—Manolita… —mientras iba a su encuentro, frunció los labios en una mueca destinada a anunciarle que traía noticias y que no eran buenas.
Le estaba devolviendo la visita, porque el día 7, a media tarde, ella había ido a buscarle a la tienda para preguntarle si sabía algo de Antonio. Él contestó que no, pero le recomendó que no se preocupara. Tu hermano es muy listo, ya lo sabes, habrá sabido esconderse, si lo hubieran detenido, ya nos habríamos enterado…
—Los dos pensábamos que, cuanto menos supieras, mejor para ti —le confesó después de contárselo todo, primero que le había ayudado a huir, y después que el camión en el que se había marchado a la sierra había sido interceptado en un control rutinario de la Guardia Civil.
—¿Y cómo te has enterado? —le preguntó ella, simultaneando la desconfianza con el llanto que le estaba empapando la solapa de la americana.
—Porque el enlace que iba a recogerlos lo vio todo desde lejos, con unos prismáticos —le explicó con acento resignado, sin dejar de abrazarla—. Iban a subir a la Maliciosa andando, ya estaban muy cerca del sitio donde…
—¿Qué ha pasado? —una voz ronca y cargada de angustia irrumpió en aquella conversación sin anunciarse.
El Orejas giró la cabeza para comprobar que la Palmera estaba muy cerca de ellos, su cuerpo flaco tiritando de frío, un pañuelito rojo atado al cuello, y la boca desencajada de miedo.
—¿Qué ha pasado? —repitió, y cuando se lo contaron se tapó los ojos con las manos mientras cabeceaba muy despacio, antes de pronunciar el último nombre que el Orejas esperaba oír—. ¡Pobre Eladia! Se me va a morir de pena. Primero, que se marchara sin despedirse, y ahora, esto, pobrecita mía…
—¿Eladia? —el Orejas mantuvo la compostura a duras penas—. Pero… No sabía…
Manolita asintió con la cabeza y él bajó la suya para esconder un asombro entreverado de satisfacción. Ya sólo quedaba un cabo suelto y lo resolvió en poco más de un mes, asesinando al comandante Vázquez Ariza en un paraje sin nombre del término municipal de Alcalá de Henares. Por la noche, cuando Paquita se ofreció a prepararle la tila a la que recurría para conciliar el sueño, le respondió que no hacía falta, y durante unos meses durmió de un tirón. No podía sospechar que su pasado, lejos de comprometer la felicidad de su mujer o su prestigio en la Brigada, estaría a punto de costarle la vida tres años después.
—Yo a ti te conozco, ¿comprendes?
Si hubiera podido elegir, nunca habría hecho un tercer viaje a Toulouse. La primera vez que cruzó clandestinamente la frontera, a finales de 1942, los riesgos eran ya considerables, pero mientras Francia fuera un país ocupado por los nazis, siempre podría contar con ellos para volver a España. Ese era el sentido de la misión para la que don Joaquín le había recomendado, infiltrarse en las filas del exilio republicano español por el doble interés del Régimen y sus aliados del Tercer Reich. El Servicio de Inteligencia alemán había sido alertado de los contactos de la organización fundada por De Gaulle con los grupos que hostigaban su retaguardia, y una de las pocas cosas que sabían era que en aquella incipiente resistencia había españoles hasta en la sopa.
—Tú lo viste antes que nosotros, Roberto —su jefe, tan elegante como de costumbre, aderezó con elogios aquella orden—. Todos recordamos los paquetes que pedías a Toulouse, tu interés por conectar la subversión local con el exilio. Conoces ese tema mejor que nadie y ha llegado el momento de que saques partido de tu experiencia…
Nunca le gustó aquel plan, y sin embargo, aun tuvo que agradecer a su jefe la ambigua delicadeza con la que se refirió a «su experiencia» en una reunión donde nadie más conocía la exacta amplitud de aquel término. No le gustaba porque, precisamente, conocía muy bien aquel tema, y mientras buscaba a Antonio Perales en Francia, se había tropezado con demasiadas caras, demasiados nombres conocidos. El exilio republicano era un campo minado para las infiltraciones, porque la avalancha de refugiados de 1939, que había sobrepasado a los servicios de información del último gobierno democrático francés, seguía siendo excesiva para los ocupantes, que no conocían con exactitud la identidad, la filiación política y el paradero de los más peligrosos. Pero aunque intentó explicárselo muchas veces, don Joaquín nunca quiso tener en cuenta sus advertencias.
—Vamos, Roberto, un hombre como tú, con dos cojones… —hizo una pausa para dirigirle una sonrisa en la que el Orejas no fue capaz de distinguir la amabilidad de la ironía—. Si lo has hecho aquí, ¿cómo no vas a hacerlo allí? Te voy a dar un consejo. No me decepciones. Te aseguro que no te conviene.
Esa última frase restó importancia al concepto que su jefe pudiera tener de su coraje, para convencerle de que no tenía más remedio que irse a Francia para que el comisario ascendiera en el escalafón del ministerio.
—¿Y qué quieres que haga, Paquita? Tengo que ir a ver esas cosechadoras, el director general se ha empeñado y…
—¿En medio de la guerra?
—Pues sí, en medio de la guerra. ¿Qué te crees, que los franceses son como nosotros? Ellos siembran y recogen igual, con guerra o sin ella.
En noviembre de 1942, el Orejas cruzó los Pirineos a pie para integrarse en la Organización Todt, que empleaba a presos trabajadores bajo mando alemán. Los nazis le proveyeron de una identidad falsa antes de destinarle a una compañía que fortificaba la costa Atlántica, cerca de Brest. Allí se infiltró en una célula de la red Penélope, cuyos miembros se dedicaban a sabotear por las noches el trabajo que habían hecho por la mañana. Denunciarlos resultó fácil, escapar no tanto, porque se vio obligado a participar en un sabotaje de la red eléctrica que precipitó una chapuza de emboscada. Aquellos hombres llevaban más de seis meses actuando juntos y se dieron cuenta de que el traidor había sido él antes de que los alemanes acabaran con ellos. Si el Orejas hubiera obedecido las órdenes de sus superiores, aquella noche habría sido un muerto español más, pero siempre llevó encima la pistola de Vázquez Ariza, y gracias a ella salió vivo de aquel claro. Su cobertura, además, quedó intacta, porque volvió a su campamento como un héroe, el único superviviente de una noche nefasta. Esa era la clase de valentía que le sobraba, y en su puesto permaneció durante otra semana, hasta que el jefe del campo fingió trasladarle para meterle en un tren que le depositó en la estación del Norte el 24 de diciembre a media tarde, a tiempo para cenar pavo relleno y turrón.
—¡Roberto! —a Paquita le encantó la imagen de la Virgen de Lourdes que le trajo de regalo—. Es preciosa. Voy a ponerla en la cómoda con la estampa de la Paloma, no te digo más…
El día 26, por la mañana, don Joaquín le colocó una condecoración en el pecho y un sobre en el bolsillo. Te has ganado unos buenos Reyes, añadió con una sonrisa, y él se lo agradeció de corazón porque aún no se había enterado de que el comisario reservaba para sí mismo una condecoración alemana con una recompensa mensual pagada en marcos.
A pesar de ese detalle, su viaje al sur de Francia habría resultado un buen negocio si no hubiera sido porque, a principios de 1944, le tocó cruzar los Pirineos por segunda vez. Casi un año después de su derrota en Stalingrado, los alemanes estaban mucho más preocupados por la Resistencia francesa de lo que su embajada en Madrid admitía en público. En la misma proporción, el régimen franquista había dejado de mirar con aprensión el papel que sus enemigos de 1936 desempeñaban en los movimientos antifascistas de Europa occidental, para empezar a contemplarlo con auténtico terror.
—Y no me dirás que no es misión para un civil —don Joaquín se anticipó a cualquier excusa cuando salieron de la reunión en la que le había obligado a presentarse voluntario para infiltrarse en la dirección comunista de Toulouse—, porque ya no se trata de la guerra. Es pura política, lo tuyo, Roberto.
Él le miró, comprendió que no tenía nada que hacer, aparte del equipaje, y se ahorró las palabras que iba a necesitar en casa.
—No me llores, Paquita, no me llores que más lo siento yo.
—Pero si ya fuiste a comprar…
—Cosechadoras, cariño —y la abrazó para mecerla como a un bebé—. Compré cosechadoras, y esta vez voy a mirar trilladoras mecánicas. Ya verás qué regalo más bonito te voy a traer…
Su segunda estancia en la Francia ocupada fue mucho más confortable, más infructuosa también. Arropado por una excelente cobertura, su fuga del campo al que había sido trasladado como único superviviente de Penélope, no tardó en tomar contacto con algunos comunistas españoles, pero no logró identificar a ningún miembro de la cúpula de su partido. Mientras él los buscaba en Toulouse, Jesús Monzón estaba en Madrid, y Carmen de Pedro, con Manuel Azcárate, en Ginebra. Sin esa información, que sólo conocería años después, el Orejas fue incapaz de descubrir cómo, por qué, quién sostenía una organización que parecía funcionar sola. Y después de romperse la cabeza durante semanas, optó por una interpretación tan genuinamente española que empezó por descartar los méritos de sus compatriotas.
Él conocía bien el percal y se acordaba de la guerra, la improvisación, el caos, las luchas intestinas, el furibundo individualismo sobre el que el nuevo régimen había fundado su espuria legitimidad. El Caudillo sabe que a los españoles no se nos puede dejar solos. Esa frase, uno de los pilares del somero pensamiento político de don Joaquín, le inspiró un análisis muy conveniente para sus intereses. Al regresar a Madrid, elaboró un informe en el que situaba a los resistentes españoles bajo mando francés o aliado, una tropa dispersa de voluntarios sin dirección política unificada. Eso era todo lo que él había logrado averiguar, y por eso, sus conclusiones minimizaban los riesgos de una acción armada en el interior, haciendo hincapié en el bajo nivel político de los pocos militantes con quienes se había visto en Toulouse. El instinto le decía que se estaba equivocando, que alguien tenía que estar dando órdenes desde alguna parte, pero reconocerlo habría sido lo mismo que aceptar su fracaso. Decidió arriesgarse, y don Joaquín quedó muy satisfecho con aquel documento que le permitió tranquilizar a sus superiores sólo para hundirle seis meses después.
—Mira, Paquita, ven conmigo al dormitorio —mientras lo decía, cogió a su mujer de la mano en la que no aferraba otra imagen de la Virgen de Lourdes que le había decepcionado un poco por su color blanquecino, feo, levemente verdoso—. No, no enciendas la luz. Mírala ahora.
—Anda… ¡Si brilla! Roberto, me encanta…
Pero aquella figurita fosforescente, tan eficaz en la restauración de su armonía doméstica, no logró salvarle del error más grave de su carrera.
El 19 de octubre de 1944, mientras su jefe seguía repitiendo por pasillos y despachos que no había nada que temer, un ejército de cuatro mil hombres, excombatientes republicanos procedentes de la Resistencia francesa, invadió España para ocupar el valle de Arán sin la menor dificultad. Su retirada, que tuvo lugar nueve días más tarde, no fue mérito del Ejército franquista, sino de la indiferente pasividad de los aliados, que en lugar de intervenir, como pretendían los invasores, siguieron silbando mientras miraban hacia otro lado que ya debían conocer tan bien como la palma de su mano, porque desde 1936 no habían hecho otra cosa. Eso no evitó que rodaran cabezas en cuatro ministerios, otras tantas embajadas e incontables despachos civiles y militares.
—Me están jodiendo, Roberto, me están jodiendo, y es todo culpa tuya —en aquella tesitura, la proverbial delicadeza de su jefe se esfumó tan deprisa como su elegancia—. ¿Para qué te mandé a Toulouse hace seis meses?
—Don Joaquín, yo…
—¡Quita de ahí, joder, que todavía te abro la crisma de una hostia! Si me lo tengo bien merecido por proteger a un traidor como tú, rata asquerosa…
La invasión de Arán forzó el tercer viaje del Orejas a Toulouse, pero sólo después de propiciar un encuentro inesperado en los primeros días de 1945.
—Cuánto tiempo, señor… ¿Cómo está?
Alfonso Garrido había cambiado mucho desde la época en la que se comía a Eladia con los ojos cada noche. Cuando el Orejas volvió a verlo en una sala de reuniones del Ministerio de Gobernación, lucía insignias de teniente coronel y una fama legendaria. Él había sido el único mando, civil o militar, destinado en la provincia de Lérida en otoño del año anterior, que no había sido cesado ni degradado después de la invasión. Mientras los demás permanecían anonadados, paralizados por la sorpresa y con un pie en el coche que habían preparado para salir pitando, el entonces comandante Garrido había cruzado las líneas enemigas disfrazado de civil para llevar armas a Can Fanés, una masía próxima a Bosost que funcionaba como centro neurálgico del Somatén del valle. La operación había tenido éxito, pese a que los rojos atacaron la masía antes de que las armas llegaran a distribuirse. El hijo del masovero había sido secuestrado aquella misma mañana por un comando de hombres armados, y no estaba muy claro si había cantado él solo o si sus raptores habían contemplado la entrega por casualidad, pero, en cualquier caso, Garrido había seguido dando ejemplo. Después de salir ileso del asalto a la masía, permaneció tras las líneas enemigas hasta que el ejército de la UNE se retiró, y fue el primero en entrar en Bosost para recabar información de primera mano de los vecinos del pueblo. Su actuación le había valido una medalla, un ascenso y la soberbia con la que se dirigió a aquel policía que se atrevió a reconocerle en público después de haberla cagado.
—¿Nos conocemos? —le miró como a un microbio desde la inmensidad de su estatura.
—Bueno, nunca nos han presentado, pero… —en ese instante, el Orejas se dio cuenta de que el héroe de la temporada sabía perfectamente quién era y dónde se habían visto antes—. Usted frecuentaba un tablao…
—¿Yo? No sé de qué me habla.
—Perdone, señor —se excusó en un murmullo—. He debido equivocarme.
Garrido aceptó sus disculpas antes de sentarse a su lado y mostrarle el retrato de una mujer alta, morena, con buen cuerpo, pensó el Orejas.
—Esta mujer se llama Inés Ruiz Maldonado. Madrileña, veintiocho años, era la cocinera del cuartel general, y esta… —puso sobre la mesa otra foto de una chica más joven, de cara redonda, expresión dulce y el pelo rizado en bucles diminutos—, Montserrat Abós Serra, veintitrés años, nacida en Bosost, era su ayudante y su compañera. Las dos cruzaron la frontera con el Ejército Rojo y ahora viven en Toulouse. Son las queridas de dos comandantes de la guerrilla… —sacó otra foto en la que la mujer llamada Inés posaba con cinco hombres más, uno mayor, tocado con una extraña boina, tres con uniforme militar de campaña y el quinto con una casaca azul marino, con botones dorados, que parecía de gala—, este —señaló al primero que estaba de pie, por la izquierda—, y este —después al que estaba acuclillado a la derecha, en primer término—. Sus nombres de guerra son Galán y el Zurdo. Los demás también son oficiales, pero no hemos logrado identificarlos. Creemos que esta foto se hizo y se reveló en Bosost, durante la invasión. La encontramos en la guerrera de un prisionero al que hubo que aplicarle la ley de fugas porque intentó escapar.
—Muy bien, pero… —el Orejas miró a Garrido, a don Joaquín, a los hombres que los rodeaban—. Y yo, ¿qué tengo que hacer?
—Inés Ruiz Maldonado trabaja en un local que se llama Taberna Española, en la rue Saint-Bernard, junto con otras mujeres comunistas. Los mandos de la UNE van a comer allí casi todos los días. Lo que esperamos de usted es que los identifique, a ser posible con fotografías, que averigüe quiénes están allí, quiénes se han quedado en España y, sobre todo, quiénes están preparándose para trabajar clandestinamente en el interior.
El Orejas no se atrevió a preguntar si el ministerio estaría dispuesto a pagar misas por su alma, y aquella noche no sólo no se esforzó por tranquilizar a Paquita, sino que le habló en un tono al que no estaba acostumbrada.
—¡Que me dejes en paz, coño! —hasta su madre se asustó al oírle—. Me tengo que ir porque me tengo que ir, y punto. Estoy hasta los cojones de preguntas y de lagrimitas…
Dos días después, sin embargo, le pidió que le acompañara a la estación y estuvo muy cariñoso, porque no sabía si volvería a verla. La misión que iba a cumplir le daba más miedo que el charco de sangre seca que decidió su destino, porque en Toulouse iba a estar más vendido de lo que nunca había llegado a estar en el sótano de la Puerta del Sol.
Desde que el fin de los combates en el sur de Francia hizo posible que los exiliados se reunieran con sus familias, en Toulouse vivían miles de republicanos españoles. A principios del 44, con todos los jóvenes movilizados, ya había tenido más encuentros de los que le habrían gustado, pero la clandestinidad propiciaba citas breves, discretas, a las que casi nunca se presentaba más de una persona. Un año más tarde, el panorama era muy distinto. En una legalidad aliñada con la euforia por la inminente victoria aliada, le resultaría casi imposible evitar que quienes le habían conocido siempre como Roberto el Orejas, coincidieran con quienes le conocieron en 1942 como Pedro López Ballesta, natural de Valladolid, con domicilio en Valencia. Su misión consistía en frecuentar una taberna a la que acudían todos por igual, y no podría elegir la situación en la que le tocaría improvisar una explicación tan sospechosa, que había adoptado la identidad de un muerto antes de ir a Brest, que pocos la aceptarían con facilidad. Hasta ese momento, sus antiguos camaradas habían desenmascarado a todos los agentes del gobierno de Madrid, y él no tenía por qué seguir siendo una excepción. A partir de ahí, sólo tendría dos opciones, huir o morir, y la primera le parecía más improbable que la segunda.
Mientras cruzaba la frontera a pie, el Orejas se reprochó la ingenuidad que le había llevado a clasificar a Antonio Perales como el último factor capaz de perturbar su nueva vida. Unos días antes de que don Joaquín le comunicara que iba a darle una última oportunidad, se había enterado de que el fracaso de la invasión de Arán había desatado una cruenta reacción en los tribunales. Los consejos de guerra, paralizados durante el último año por miedo a las reacciones exteriores y al curso de la guerra mundial, se habían reemprendido con renovado brío y un altísimo porcentaje de penas capitales. No podía faltar mucho para que Perales afrontara la suya, pero cuando lo ejecutaran, él quizás ya estaría muerto. La bala que le habría matado habría salido del arma de un comunista español, que vengaría la muerte de Antonio sin saberlo. Esa hipótesis encerraba una extraña lógica, un rizo perfecto, tan redondo que se le helaba la nuca sólo de pensarlo.
Desde que puso un pie en Toulouse fue extremadamente cauto, tan consciente de que estaba en territorio enemigo que avanzó paso a paso, tanteando cada baldosa como si las aceras estuvieran minadas. Localizó la taberna al día siguiente de llegar, pero tardó más de dos semanas en traspasar sus puertas. Había buscado alojamiento en un barrio muy alejado de Saint-Bernard, un vecindario donde apenas había españoles, y antes de hacer amigos entre los exiliados, vigiló la puerta durante días. Así localizó a unos cuantos conocidos, y los siguió para averiguar su situación, sus domicilios, sus horarios de trabajo. Luego, en una mañana lluviosa de mediados de febrero, Tirso le reconoció mientras caminaba por una calle alejada del centro y le cayó por la espalda de improviso, sin darle la oportunidad de verle venir.
—¡Pedro! —habían estado juntos en Brest y el Orejas no pudo desmentirle—. ¿Qué haces por aquí? Pero dame un abrazo, hombre…
Su camarada de la Todt, un comunista gallego muy simpático, escogió por él la identidad que usaría desde aquel momento. A cambio, le introdujo por su propia iniciativa en la Taberna Española para presentarle a las mujeres que trabajaban allí y a algunos hombres, uno muy moreno, de aspecto agitanado, que era de Tordesillas, paisano tuyo, le dijo, otro catalán, más bajito, que era el marido de Amparo, la mujer que regentaba la barra, y algunos más, ninguno peligroso para el dependiente de los Garbanzos. Identificó sin dificultad a Inés Ruiz Maldonado y a Montserrat Abós Serra, ambas igual de embarazadas. La aranesa iba acompañada con frecuencia por el hombre apodado el Zurdo, pero la cocinera parecía estar sola, como otra amiga suya llamada Angelita, que iba de vez en cuando a echar una mano empujando el cochecito de un bebé recién nacido. Retuvo todos esos datos en la memoria mientras procuraba hablar poco, hacerse el simpático sin parecer empalagoso, esperar el momento de posar en una fotografía de grupo, como las que decoraban las paredes del local. Entonces pediría una copia y, con ella en el bolsillo, desaparecería sin dejar rastro. Ese era su plan, y salió bien hasta que un día, de pronto, apareció como caído del cielo un hombre alto, con unas gafas muy sucias y el pelo rizado, al que nunca había visto en Toulouse, pero sí antes, en la sede de Antón Martín y muchas veces, porque había tonteado con una amiga de Chata al principio de la guerra.
—Yo a ti te conozco, ¿comprendes? —llegó con Angelita, y al verle fue derecho hacia él—. Nunca podría olvidar esas orejas.
—Claro, Sebas… —el Orejas aparentó una alegría que le ayudó a disimular su nerviosismo—. ¡Qué sorpresa! —y se precipitó a abrazarle mientras temblaba como una hoja—. ¿Cómo estás? Nunca te había visto por aquí.
—Bueno, es que… —se encogió de hombros sin dejar de sonreír—. He estado ocupado, ¿comprendes? Acabo de volver. ¿Y tú?
—Yo… Yo ahora vivo aquí, y…
Todavía no había pasado nada. Estaban solos, en la barra, y ningún parroquiano mostraba interés en unirse a ellos, nadie parecía prestar atención a lo que hablaban. Todavía no había pasado nada, pero el Orejas sintió en la nuca el cañón de una pistola imaginaria y se metió él solo en su propia trampa.
—Es que tengo un amigo, Tirso, con el que estuve en Brest, y…
—Tirso, claro, le conozco —aquel hombre al que llamaban Comprendes asintió con la cabeza y una expresión risueña—. Vino con nosotros a Arán, ¿comprendes? Estuvo con el Gitano en Las Bordas, allí se lio una buena.
Mientras el cerco se cerraba a su alrededor, el impostor comprendió que aún tenía una oportunidad. Si lograba salir vivo de aquel local, y mientras llevara encima la documentación de Pedro López Ballesta, les resultaría muy difícil encontrarle. Tenía a su favor un cuarto de hora, y una sangre tan fría como la de una culebra.
—Sí, lo he oído, os habéis hecho muy famosos, ¿sabes? Déjame que te invite a una copa, para celebrarlo, aunque… —miró el reloj, frunció el ceño, volvió a sonreír—. Voy a salir un momento a buscar a Tirso. Había quedado con él en la plaza, para ir a dar una vuelta, pero mejor le traigo y seguimos hablando de los viejos tiempos.
—Claro, hombre, yo te espero aquí, ¿comprendes?
Era verdad que había quedado con Tirso, pero la cita, fijada para quince minutos después, era en el mismo local que abandonó a toda prisa. Tenía poco dinero pero menos tiempo, así que paró un taxi, liquidó la cuenta de la pensión sin discutir, cogió la maleta que dejaba preparada todas las mañanas y fue corriendo hasta la parada de autobuses más cercana. En la estación compró un billete para el primer tren que partiera en una dirección inesperada, opuesta a la frontera. Le depositó en Nantes, donde emprendió un penosísimo viaje de regreso que hizo en parte a pie, otras veces en camiones o carros cuyos conductores se ofrecieron a llevarle durante un trecho, y cuando estaba ya tan lejos de Toulouse como para sentirse algo más seguro, en varios autobuses baratos, trayectos cortos que fue combinando, nunca en línea recta, hasta llegar a la dirección de Perpiñán donde debía contactar con el hombre que le ayudaría a cruzar la frontera en dirección contraria.
Cuando llegó a Madrid, a finales de marzo de 1945, había perdido tanto peso que las orejas se le veían más que nunca. Había ganado a cambio una bronquitis que no le consentía decir tres palabras seguidas sin toser, pero el empeoramiento de su salud no fue la novedad más preocupante. Don Joaquín había sido destinado a una oscura comisaría de provincias y aún no se había designado a su sucesor. El inspector que estaba al mando recogió su informe y le autorizó a quedarse en casa hasta que se encontrara mejor, después de advertirle que el encargado de evaluar su misión sería el teniente coronel Garrido. El Orejas se marchó de su despacho temiendo lo peor, y comprobó enseguida que había acertado. Aquella misma tarde, Paquita le dio un recado que Chata acababa de traer, y ni siquiera rechistó cuando le vio vestirse para acudir a una cita a pesar de que le había subido la fiebre.
—Esto es una mierda —Alfonso Garrido le había citado en un reservado de Embassy, y tiró su informe sobre una primorosa bandejita de pastas de té—. Fotos de mujeres embarazadas, ¡qué tierno!, siluetas borrosas andando por la calle y un montón de descripciones de hombres de estatura mediana, de ojos castaños, ni gordos ni delgados, algunos con gafas, otros no… Estupendo. ¿A usted le parece que con esto vamos a llegar muy lejos?
—En el informe consta que tuve que salir huyendo de Toulouse con riesgo de mi vida, señor, y en cuanto a las descripciones, cuando pueda revisar los archivos…
—¿Quién le adiestró a usted? —Garrido cruzó sus enormes manos sobre la mesa para dirigirle una sonrisa burlona—. Orejas, le llaman, ¿verdad?
No le quedó otro remedio que asentir a aquel apodo antes de responder.
—El comandante Vázquez Ariza.
—¿Y el comandante Vázquez Ariza no le explicó que cuando un agente la caga de forma tan estrepitosa como la cagó usted el año pasado, el interés de la Patria es más valioso que la propia vida?
El Orejas miró a aquel hombre y se dio cuenta de que, por alguna razón que no comprendía, aparentaba una cólera que no sentía en realidad.
—Lo siento, señor —sólo entonces se le ocurrió que un salón de té era una extraña elección para una reunión como aquella.
—Es la segunda vez que le mandamos a Francia para nada —también sabía que no estaba diciendo la verdad, porque unos días después podría identificar a muchos de los clientes de la Taberna Española de Toulouse en los ficheros fotográficos que el SIPM había recolectado tras el desmoronamiento del Ejército republicano, aunque tuvo el acierto de seguir callado—. Con esto y un dedo —lo levantó en el aire— podría hundirle ahora mismo.
En el silencio que se abrió a continuación, los dos se miraron a los ojos y el más débil empezó a ver una luz más allá de la oscuridad.
—Pero… —se atrevió a sugerir.
—Pero… —repitió su superior—. Tengo entendido que usted conserva algunas relaciones que hizo antes de la guerra, ¿no es cierto?
Al volver a casa, el Orejas se encontraba mucho mejor, tan recuperado que después de cenar, volvió a salir. No tardaré mucho, le advirtió a su mujer. Y no lo hizo.
—Mira, Orejas, déjame tranquila —el maquillaje aún no había logrado devolver la normalidad a sus ojos, tan hinchados como si le acabaran de anunciar que iban a fusilar a Antonio, aunque tenía que saberlo desde hacía más de diez días— que no tengo el coño…
—Escúchame un momento, Eladia, porque lo que te voy a contar no es ruido —se sentó a su lado, la cogió de las manos, se las apretó—. Lo que voy a contarte es música.
Roberto el Orejas no se sintió a salvo desde el final de la guerra hasta el invierno de 1942, cuando logró meter en la cárcel a Antonio Perales García. Tres años más tarde, le libró de la muerte por la misma razón. Sólo a partir de entonces, su pasado dejó de representar para él una amenaza.