Cuando la encargada me anunció que una monja estaba esperándome en la puerta del obrador, no había olvidado que Dios aprieta y además ahoga, pero creía que la máxima favorita de la Palmera había caducado ya.

—¿Es usted Manolita Perales? —porque ni siquiera Dios podía tener tanta fuerza en los dedos como para seguir apretando y ahogándome a la vez.

Nunca había visto a aquella mujer que me miraba como si estuviera a punto de traicionar un secreto gravísimo. Sus ojos parecían pájaros inquietos, incapaces de encontrar un lugar donde posarse. Sus labios temblaban tanto que ni siquiera me fijé en el hábito, en el broche prendido sobre su pecho.

—Sí, soy yo, pero ¿cómo…? —no me dejó pasar de ahí.

—Verá, yo me llamo Carmen, mi apellido no importa, y hasta ahora he estado en el colegio de Zabalbide, en Bilbao, donde viven sus hermanas… —sus ojos volvieron a danzar, a moverse en todas direcciones hasta que tropezaron con la silueta de un taxi que tenía el motor en marcha—. Me han destinado a Málaga, tengo que coger un tren enseguida, y… —por fin me miró, me cogió de las manos, las apretó con fuerza entre las suyas—. No le traigo buenas noticias. Su hermana Isabel está muy mal, muy enferma. Tiene que hacer usted algo por ella. Vaya a verla, hable con las señoritas del ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, Manolita, tiene usted que sacarla de allí porque se ha quedado sola. Yo la quiero mucho, yo cuidaba de ella, pero ahora, nadie…

—Pero… —sus palabras no me asustaron tanto como las lágrimas que se asomaron a sus ojos—. No la entiendo. ¿Qué es lo que tiene Isa? ¿Qué la pasa?

—Tengo que irme, de verdad, no puedo esperar más. Vaya usted, Manolita, sálvela, pero no le diga a nadie que he venido a verla, eso sobre todo, por lo que más quiera se lo pido… —entonces comprendí que tenía miedo, que era miedo lo que le impedía mirarme, estarse quieta, terminar las frases que empezaba—. No me venda, por Dios, no me venda.

—Pero espere un momento… —alargué una mano para cogerla del brazo y su manga se escurrió entre mis dedos—. Espere, por favor…

Mientras corría hacia el taxi, no dejó de negar con la cabeza. Tampoco se volvió hacia mí. Abrió la puerta, se acomodó en el asiento trasero, se marchó, y sólo en ese momento me di cuenta de que aquel día, 9 de junio de 1942, era martes.

Los martes me levantaba de la cama con la sensación de que nunca me había tocado vivir en un año peor que aquel. Tenía que obligarme a recordar 1939, la derrota, el hambre, el desahucio, la orfandad, para lograr vestirme, desayunar, despertar a los mellizos, arreglarlos, dejarlos con la vecina e irme a trabajar. Esa rutina no bastaba para arrancarme de la boca el sabor amargo de los peores lunes de mi vida, ni rellenaba el pavoroso hueco que devoraba lo que quedaba de mí al triturar, semana tras semana, la dulce memoria de un amor que había durado exactamente cinco minutos. No había tenido más, y era tan poco que ni siquiera yo entendía que doliera tanto. Pero la incomprensión no afectaba al dolor. Los martes habían llegado a ser tan crueles que al encontrarme con aquella monja en la puerta del obrador, tardé demasiado tiempo en recordar que, para una chica como yo, las visitas inesperadas nunca traían nada bueno.

—¡Rita! —porque así, con una visita que no esperaba, había empezado todo a venirse abajo un año antes—. ¿Pero qué haces tú aquí?

Tenía mala cara. Mientras mis compañeras me decían adiós, ella permaneció quieta y en silencio, apoyada en el tronco de un árbol, mirándome sin abrir los labios para dejarme a solas con el misterio de sus ojos egipcios. Otras veces había visto en ellos el resplandor de una hoja de acero capaz de afilarse a sí misma para estallar en un millón de chispas de odio limpio, pero el velo turbio que los ensuciaba aquella tarde me asustó mucho más. Por eso no me atreví a seguir preguntando.

—Los han fusilado —ella me respondió de todas formas—. Esta mañana.

—¿Fusilado? —esa palabra desordenó el ritmo de mi corazón, que se aceleró como si pretendiera romperme las venas con mi propia sangre—. ¿A quiénes?

Fue diciendo nombres y apellidos, hasta trece, y yo los fui traduciendo, identificándolos con cuerpos, rostros conocidos a través de una alambrada, algunas palabras, ¡ohhh, mira a los tortolitos!, sonrisas, frases de ánimo y dedos estirados para tocar en el aire a doce mujeres que sonreían a su vez, mientras excavaban en el inagotable yacimiento de sus fortificaciones. Los reconocí también por ellas. Habían matado al hijo de Emilia. Habían matado al hermano de Reme. Habían matado al hermano de Amelia. Habían matado al hermano de María. Habían matado al marido de otra María. Habían matado al marido de Pepa, y al de Juani, que nunca más volvería a cerrar las manos para abrazarme a distancia, gracias, Manolita, desde el otro lado del pasillo.

—¿Tienes dinero? —fue todo lo que acerté a decir después.

—Algo, pero… ¿Para qué lo quieres?

—Vamos a ir a verlas, ¿no? —me sorprendió el tono de mi voz, tan apacible como una nube blanca que ignorara la tormenta que germinaba en su interior—, y habrá que llevar caramelos, aunque sea, para los niños. Entra tú a comprarlos, porque seguro que te los dejan más baratos. Luego hacemos cuentas, porque además… Yo…

Me voy a echar a llorar. Llegué a formar esa frase en mi cabeza, llegué a enviarla hasta mis labios, pero ellos, más sensatos que mis ojos, no quisieron pronunciarla. Hasta ese momento había estado bien, serena, porque mientras escuchaba nombres y apellidos corrientes, conocidos, Rita Velázquez Martín era sólo ella, y yo no era más que yo, Manolita Perales García. Pero cuando la lista terminó, volví a sentir que las dos formábamos parte de algo mucho más grande que nosotras, como si la cola de Porlier no fuera una larga fila de mujeres solas, sino una sola mujer y a la vez la madre, la hija, la hermana, la mujer de todos. Por eso necesitaba llorar, por la fila, por los muros, por el locutorio, por los hombres que se amontonaban contra una reja y por las mujeres que se apretaban contra la reja de enfrente, por el amor de todos los condenados dentro y fuera de Porlier. No lo hice. Mantuve las lágrimas a raya en el borde de mis párpados como si presintiera que me harían falta después.

—Sólo he podido comprar tres bolsas, están carísimos —cuando Rita salió de la tienda, me di cuenta de que a ella también se le habían aflojado los ojos, y de que también había sabido apretarlos—. ¿Cuántos niños serán? Vamos a tener que repartirlos.

El 3 de julio de 1941 hacía mucho calor. El sol incendiaba el asfalto como si fuera la parrilla de una inmensa cocina que reservara su temperatura suprema, más concentrada, para el horno que se extendía bajo la tierra. El metro parecía la antesala del infierno, pero aunque veía la cara de Rita empapada en sudor, aunque notaba las gotas que corrían por la mía, sólo sentí calor en la primera estación de aquel viaje, mientras negociaba con la hermana de Margarita para que se ocupara de los mellizos. Lo demás duró hasta que se hizo de noche, y fue lo de siempre.

—Lo siento muchísimo, Emilia —abrazar a una mujer destrozada—. Ya lo sabes.

—Gracias, Manolita —recibir la desmayada respuesta de sus brazos—. Y gracias por venir.

Así una vez, y otra, y otra más, sentir el fuego de las aceras en las plantas de los pies, bajar escaleras y recorrer pasillos, apretarme contra Rita para que ella se apretara contra mí en vagones abarrotados de gente, y reemprender la marcha, avanzar por nuevos pasillos, subir nuevas escaleras, devolver a las suelas de nuestros zapatos la memoria del fuego que hervía sobre otros adoquines, siempre igual, siempre lo mismo.

—Lo siento muchísimo, Reme, ya lo sabes.

—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.

Las cinco y media, un piso pequeño, con pocos muebles, las seis y cuarto, una buhardilla casi vacía con la cama sin hacer, las siete y diez, una casa baja con flores secas en todas las macetas, las ocho en punto, una habitación subarrendada en un piso de alquiler, las nueve menos veinte, un chiscón sombrío cerca de la glorieta de Embajadores, las nueve y cuarto, y el calor no cedía, el frío tampoco.

—Lo siento muchísimo, María, ya lo sabes.

—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.

Y en todas las casas, mujeres medio muertas, tan pálidas como si ya hubieran empezado a morirse, tan flacas como si el dolor las estuviera consumiendo, tan perdidas en su propia habitación como si ya no supieran quiénes eran, dónde vivían, cuál era su nombre, su sitio en aquella ciudad negra de lutos, sorda por el interminable estrépito de los pelotones, ciega de tanto cerrar los ojos a los fusilamientos de cada madrugada, hedionda de cadáveres a medio pudrir, y más mujeres, más madres, más niños mirándolo todo, y los caramelos que tenían en las manos, con unos ojos enormes de miedo y de sorpresa que presentían ya el resto de sus vidas.

—Lo siento muchísimo, Amelia, ya lo sabes.

—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.

Ellos también estaban allí, cada uno en su casa, mirándonos desde las fotografías, sus rostros sonrientes de hombres jóvenes enmarcados con cuidado o apoyados en la superficie de los muebles, en las repisas, en los marcos de las ventanas, también entre las manos de sus mujeres, que los miraban como si no pudieran creer que jamás volverían a verlos detrás de una alambrada, que ellos tampoco verían crecer a sus hijos, que no llegarían a cumplir veinticinco, treinta, treinta y cinco años, mientras musitaban la despedida más feroz, me lo han matado, míralo, qué joven era y me lo han matado, para resucitar esas mismas palabras en mis labios secos, para hacerme sentir que, con cada cuerpo que se desplomaba ante una tapia de ladrillos rojos, volvían a matarlos a todos, a matarnos con ellos, a quitarnos a todas un pedazo de vida en cada ausencia.

—Lo siento muchísimo, María, ya lo sabes.

—Gracias, Manolita. Y gracias por venir.

Quedaban sus palabras, adiós, que tengáis suerte, adiós, te quiero más que nunca, adiós, me voy con la alegría de haberte conocido, adiós, habla a mis hijos de mí, de las ideas por las que voy a morir, adiós, busca a un buen hombre, cásate con él y sé feliz, pero no me olvides, adiós, mi amor, cuánto te he querido y qué poco tiempo hemos tenido para estar juntos, adiós, hijos míos, sed muy buenos y ayudad mucho a vuestra madre, adiós, cariño, adiós, vida mía, adiós, adiós, adiós, y todas las despedidas eran parecidas, pero todas distintas, distintas las mujeres que no podían terminar de leer en voz alta el papel que temblaba entre sus manos, idéntico el hueco que cada nueva carta abría en mi cuerpo agujereado, incapaz de abrigar tantos adioses.

—Pepa… —hasta que llegué a la casa de José Suárez, que nunca volvería a llamarme tortolita, y ni siquiera fui capaz de darle el pésame a su mujer—. Pepa… —sólo abrazarla, refugiarme en el hueco de sus brazos—. Pepa…

—Manolita —ella estaba más serena que yo—. Gracias —tanto, que cogió mi cabeza entre sus manos para mirarme a los ojos—. Por todo.

—Pepa… Lo siento, lo siento, lo siento…

Allí, con los ojos hinchados, Martina hacía la misma cuenta a la que me había entregado yo toda la tarde, contando una por una las diecisiete noches que el marido de Pepa había sobrevivido a su último abrazo, los diecisiete días que habían pasado desde el 16 de junio, cuando mi segunda boda con Silverio no se celebró. Por eso, después de abrazar a la viuda, la abracé a ella.

—Menos mal que las dejamos pasar… —murmuró en mi oído, mientras me devolvía el abrazo—. Es que sólo de pensar que hubiéramos entrado nosotras, me pongo mala, en serio… ¿Habéis ido a ver a Juani?

—No. Vamos ahora.

—Voy con vosotras.

Aquella fue la última estación de nuestro vía crucis, el último jalón de la amarga y amorosa penitencia que mi padre, el de Rita, nos habían dejado en herencia después de morir como presos de Porlier.

—Tú te llamas Alexis —y para ponérnoslo más difícil todavía, aquel niño se nos quedó mirando con los ojos del suyo, azules, transparentes como dos gotas de agua limpia—. ¿A que sí?

Tenía tres años y no entendía lo que pasaba en su casa aquella tarde. Por eso vino corriendo a nuestro encuentro, comprobó que no éramos más que otras tres desconocidas y retrocedió hasta quedarse apoyado en la pared.

—¿Quieres caramelos, Alexis? —mientras nos estudiaba con los hombros encogidos, los ojos entornados en una curiosidad recelosa, Rita avanzó hacia él—. Toma, para ti.

El niño se acercó, los miró, giró la cabeza para consultar a su madre, y al seguir su mirada, vi a Juani, derrumbada sobre una silla.

—¡Qué suerte tenemos contigo, Manolita! —asintió con la cabeza para que su hijo limpiara la mano de Rita en un instante, y sonrió—. Siempre llegas a tiempo de traernos algún dulce.

Salvé en unas pocas zancadas la distancia que nos separaba, me dejé caer en el suelo, apoyé la cabeza en su regazo y sollocé con más energía que la mujer que me acarició la cabeza, abrió los brazos, acogió a Rita y a Martina entre ellos, y fue la más fuerte de todas.

—He tenido mucha suerte —dijo para nosotras y para sí misma—. Le he querido mucho, y él me ha querido mucho a mí.

Aquella mañana habían matado a su marido, al que había amado tanto, que la había amado tanto. Unos hombres armados habían ido a buscarle, le habían sacado de la celda con las manos atadas, le habían obligado a subir a un camión a punta de pistola, le habían dado la oportunidad de escuchar un motor, de sentir el viento en la cara, de mirar su ciudad por última vez, y no se habían dado cuenta de que se iba moviendo para tapar a sus compañeros mientras tiraban a la calle unos pequeños rollos de papel, las últimas cartas que sus carceleros se habían negado a echar al correo después de que no hubieran querido darles la satisfacción de confesarse. Mientras tanto, desde una esquina, una mujer veía pasar los camiones sin llamar la atención, esperando la ocasión de salir de su escondite para recoger los papeles del suelo y buscar la manera de hacerlos llegar a sus destinatarios. Ese postrero acto de amor, de solidaridad de una desconocida, acompañaba al marido de Juani cuando bajó del camión para dirigirse por su propio pie hasta una tapia de ladrillo rojo, barro cocido, acribillado de huecos pequeños y redondos como cicatrices de viruela, los agujeros de las balas que se habían incrustado en el muro después de acabar con la vida de muchos otros hombres, de muchas mujeres. Allí, en el último escenario de su vida, habría mirado a sus compañeros, los habría recordado tal y como eran cuando los conoció, se habría fijado quizás, por última vez, en los detalles que los hacían únicos, la estatura, el perfil, la expresión, el color de los ojos, la forma de la cabeza, un lunar, un remolino en el pelo, antes de despedirse de ellos con gestos o con palabras. Habría sostenido después la mirada de sus asesinos, se habría fijado quizás en otros detalles, un uniforme flamante, un pantalón arrugado, la forma de un bigote, otro lunar, otro remolino, el temblor de unos brazos que sostenían un fusil. Y después el final, el instante en el que había acabado todo, carguen, apunten, fuego, y trece cuerpos desplomándose a la vez en la tierra del cementerio del Este, veintiséis ojos cerrados para siempre, veintiséis brazos y piernas inmóviles, trece gargantas mudas y todavía calientes en la temperatura de sus últimos gritos, vivas a la República que volvía a morir cada mañana en las voces de sus hijos.

Eso era lo que había pasado y era insoportable. No se podía pensar, no se podía creer, no se podía aceptar y seguir viviendo como si tal cosa, pero no nos quedaba más remedio que hacerlo, teníamos que seguir viviendo, levantarnos con el amanecer como si la víspera no hubiera pasado nada, y Juani lo sabía porque llevaba mucho tiempo esperando a que amaneciera el día siguiente. Sus palabras obraron el prodigio de equilibrar la temperatura de mi cuerpo, de deshacer el hielo que congelaba el centro de mis huesos para devolverme al bochorno de la noche que la breve memoria de su amor había rematado con un epitafio hermoso, cruel. Después nos abrazó, nos besó en las mejillas y nos mandó a dormir con un argumento que no admitía discusiones.

—Os agradezco muchísimo que hayáis venido, pero tenéis que marcharos ya —aquella despedida nos acompañaría hasta la calle como una bendición—. Es muy tarde, y mañana todas tenemos que madrugar.

Apretamos el paso para llegar al metro antes de que lo cerraran, y ninguna dijo nada hasta que me arranqué yo, en un vagón medio vacío.

—¿Vas a ir mañana a Porlier, Martina? —sabía que iba a decirme que sí—. Apúntame para el libro del domingo, ¿quieres?

—Claro, pero tú… El domingo trabajas, ¿no?

—Ya, pero ese día hay dos turnos y el segundo empieza a las cuatro y media. Si consigo escaparme un poco antes… —me paré a calcular las posibilidades de que eso sucediera y negué con la cabeza—. Y si no, da igual. Aunque sólo pueda quedarme diez minutos, quiero verle.

En cada una de las casas donde había estado, en cada una de las palabras que había pronunciado, mientras sentía que mi pecho encogía al mismo ritmo en que crecía mi corazón, oprimiendo mis pulmones para ahogarme un poco más en cada bocanada del aire que respiraba, había pensado en Silverio, más preso, más aislado que nunca en la asfixiante muchedumbre de Porlier, doblemente condenado a celebrar un duelo solitario y sin abrazos, a masticar una tristeza que apenas podría compartir con otros hombres tan solos, tan abandonados como él a su soledad. Mientras abrazaba a todas esas mujeres que no volverían a acompañarme en la cola de la cárcel, había ido tachando otros tantos cuerpos que ya no encontraría detrás de la alambrada. Y no quería volver a ver a Silverio entre tanto hueco. Antes necesitaba compartir mi duelo con él.

Sabía que el lunes los echaría de menos, porque todos los lunes los había visto allí, escoltándole como un coro zumbón y risueño, tan dispuestos a disfrutar de nuestro noviazgo como las mujeres que celebraban en la calle lo deprisa que me estaba espabilando. A veces, mientras escuchaba sus bromas, sus chistes, me parecía mentira que me miraran desde detrás de una reja, que otra muralla de alambre separara mis ojos de los suyos, que no estuviéramos todos en una esquina de la Gran Vía a las seis de la mañana, paladeando la despedida de una noche de juerga. A veces, mientras veía cómo miraban a su camarada, con esa tierna nostalgia que los enamoramientos ajenos despiertan en la memoria de quienes los han probado alguna vez, me costaba trabajo aceptar que conocieran la verdadera naturaleza de aquel amor ficticio, la amorosa impostura que contribuía a interrumpir la monotonía de los días que cada amanecer restaba a su calendario. A veces, mientras el sonrojo no me impedía reírme con ellos, se me olvidaba que su vida era más horrible que la mía, más horrible que la de Silverio, demasiado horrible para no ceder a la tentación de creer que el calor, la ilusión y el futuro seguirían existiendo sin ellos. El lunes iba a echar de menos también eso, su ausencia iba a dolerme tanto que el domingo mentí en el trabajo, me inventé que tenía a los mellizos en la cama con fiebre, que la vecina que me los cuidaba no podía esperar. Así conseguí que mi jefa me regalara un cuarto de hora para correr, y lo demás, abrirme paso entre la muchedumbre de mujeres de pueblo que aprovechaban los domingos para visitar a sus presos, fue fácil. Pero aunque el destino hubiera hecho de mí una experta del lugar más odioso de Madrid, ninguna experiencia me había preparado para soportar lo que me esperaba.

—Manolita… —para sonreír a un chico que había envejecido una década en dos o tres días—. Qué bien que seas tú.

—¿Y quién más podría ser? Tenía ganas de verte después… —ni siquiera pude acabar la frase—. ¿Cómo estás?

—Pues… —él tampoco logró acabar la suya.

Se limitó a hacer un gesto ambiguo con los labios pero su silencio habló, y lo hizo tan bien, tan claro, que mientras le miraba no percibí ninguna ausencia. No conocía ni siquiera de vista a los hombres que le rodeaban, pero sentí a su alrededor trece presencias remotas y próximas, familiares y ajenas, equitativamente amables y terribles. Sus viejos camaradas ya no estaban con él, pero sus muertes le hacían compañía. La muerte había ocupado el lugar de sus víctimas para asediarle, para codiciarle, para atormentarle con doce recuerdos y un presentimiento. Y la muerte de José no sabía decir ¡ohhh, mira a los tortolitos!, la muerte de Pedrito no se ofrecía a sustituirle si se echaba para atrás, la muerte de Guillermo no sabía silbar, la muerte de Rai no se reía, la muerte de Godo no empujaba sus gafas sobre su nariz, la muerte de Mingo no estaba más guapa al sonreír, la muerte de Eugenio no tenía los ojos azules, la muerte de Manolo no hablaba con acento de Jaén, parecido pero distinto al de la muerte de Daniel, que era de Cádiz, pero todas estaban allí, con él, conmigo, con la muerte de Eladio, que no arrastraba las palabras al hablar, con la de Fede, que no había conocido a mi padre siendo oficial de la Guardia de Asalto, con la de Germán, que no hablaba todo el tiempo de sus hijos, con la de Fernando, dos veces madrileña en veintinueve años. Podía respirar sus muertes en el aire del pasillo que nos separaba. Podía ver su sombra como un halo siniestro sobre el prematuro cadáver de Silverio. Podía escucharla, podía olerla, podía tocarla, pero no podía nada contra la muerte.

Empujé la verja como si pretendiera derribarla, agradecí el dolor que las intersecciones del alambre provocaron en las uniones de mis dedos, miré a Silverio y él agachó la barbilla, dejó de mirarme. Durante un instante sólo vi su pelo castaño, sus piernas abiertas, las garras de sus manos sujetándose en la alambrada. Después, su tronco empezó a agitarse, a moverse arriba y abajo siguiendo el ritmo que marcaba su cabeza, y me asusté. No supe interpretar lo que estaba viendo. Cuando lo conseguí, dejé de verle bien.

—Perdóname —después de un rato volvió a mirarme, y fue él quien se asustó—. Lo siento mucho, Manolita, perdóname… Desde que los sacaron de la celda no había podido llorar, no he soltado ni una lágrima, te lo juro. Y ahora que estás tú aquí, con lo que me alegro siempre de verte…

—No —le llevé la contraria con una voz pastosa, tan gutural como la que acababa de oír—. Yo sí que soy imbécil. Vengo aquí, y en lugar de animarte…

—No, por favor —se limpió la cara con las manos y fue como si se llevara en los dedos, junto con los restos de sus lágrimas, los años de más con los que le había encontrado aquella tarde—. Tú no dejes de venir a verme.

—Claro que no —el timbre marcó el final de la visita—. Mañana vuelvo.

Cuando salí a la calle, no me hizo falta averiguar cuál de las dos Manolitas se había agarrado a la alambrada del locutorio, cuál de nosotras dos se había echado a llorar para acompañar a Silverio, cuál estaba más satisfecha de haber pagado una peseta aquella tarde. No me paré a hacerme esa clase de preguntas porque mientras caminaba hacia el metro sentí una misteriosa presión sobre los hombros, una gravedad de la que carecían en el camino de ida. Ya no sabía ponerle un nombre a lo que había entre Silverio y yo, pero me di cuenta de que, a partir de aquella tarde, fuéramos lo que fuéramos, nunca volveríamos a ser dos, nunca más él y yo. Aquella tarde, la muerte se había instalado entre nosotros y ya no nos abandonaría. A partir del día siguiente, en el locutorio de Porlier siempre seríamos tres, Silverio, su muerte y yo, pero los dos teníamos que seguir viviendo, no nos quedaba más remedio que vivir, levantarnos a la mañana siguiente como si tal cosa, y eso hicimos.

Nunca dejamos de dolernos por los ausentes, pero el verano fue largo, cálido y tranquilo. Las ejecuciones no cesaron, pero tampoco volvieron a tocarnos tan de cerca, y un día pudimos volver a hablar de ellos, recordar palabras, bromas, gestos. Silverio empezó a decir ¡ohhh! cada vez que me daba las gracias por un paquete, yo le respondía de la misma manera, ¡ohhh!, cuando me decía que estaba muy guapa, y a su alrededor, otros hombres sonreían al mirarnos. Con él y con Tasio estaban ahora Manolo Prieto, al que le habían caído treinta años en la misma sentencia que condenó a muerte a los fusilados de julio, un chaval de Legazpi que se llamaba Jesús, y Boni, que tenía pocas visitas porque era de Pontevedra. Para todos ellos, yo siempre fui la novia de Silverio. La de Jesús, que se llamaba Conchita y era de un pueblo de Ávila, menuda, pero muy dispuesta, me lo confirmó una mañana de agosto.

—Tu novio está un poco pachucho —se colgó de mi brazo cuando ya estábamos en el pasillo—. Igual no puede bajar pero no te asustes, vómitos y diarrea, lo de siempre, creo que ni siquiera le han llevado a la enfermería…

Las magdalenas habían salido del horno deformadas, con unos bultos que parecían grumos y eran sólo burbujas de aire, pero tan feas que Meli no se animó a ponerlas a la venta. Ha sido la levadura, sentenció Juanita, o mejor dicho, esos polvos que a saber qué serían… Sabían bien, de todas formas. Sabían tan bien que sólo me comí los restos que dejaron los mellizos y empaqueté las demás para llevarlas a Porlier. Y cuando Conchita me pidió que no me asustara, me asusté tanto que ni siquiera me acordé de que mis hermanos se habían levantado sanos como dos manzanas.

—¡Silverio! —así le encontré también a él—. ¿Pero tú no estabas malo?

—Ayer —volvió a sonreír—. Ayer me puse a parir, pero hoy estoy bien. Me comí tus magdalenas demasiado deprisa, ¿sabes? Daniel, que era médico, siempre decía que nuestro aparato digestivo ya no tolera grandes dosis de ningún alimento, por bueno que sea, y el pobre tenía razón. Hoy me he comido muy despacito la que me quedaba y me ha sentado de puta madre…

Aparte del hambre y sus consecuencias, el tema de conversación más popular dentro y fuera de la cárcel, intercambiábamos pequeñas noticias. Él me contaba que Boni estaba muy contento porque le había escrito su novia, que parecía que las pepas habían aflojado últimamente en las Salesas, que al marido de Teodora lo habían trasladado al Dueso, que la Minerva del taller penitenciario se había vuelto a estropear… Yo le contaba que la maestra seguía quejándose de que Juanito era un trasto, que había recibido carta de Bilbao, que el domingo anterior, el señor Felipe había subido el precio de Don Nicanor tocando el tambor y lo había vuelto a bajar al ver que no vendía ni uno, que había estado a punto de traerle un buen pedazo de unos bizcochos que se habían hundido en el horno, pero que al final, la tonta de Aurelia había sugerido que los desmenuzáramos para hacer borrachos… Nos conocíamos tan poco que si nos hubiéramos encontrado en otro lugar, aquellas conversaciones nos habrían matado de aburrimiento, pero en Porlier todo era distinto y yo me divertí, los dos nos divertimos tanto durante los lunes de aquel verano, que septiembre llegó sin que nos diéramos cuenta.

—Que dice tu hermano que dónde te metes.

El día 2, martes, al volver del trabajo, me encontré a la Palmera en el portal. Hacía algún tiempo que no le veía. Desde que las vacaciones del cura de la cárcel paralizaron las bodas, iba al tablao sólo de vez en cuando, porque necesitaba el poco dinero que podía ahorrar para hacer paquetes y apuntarme al libro. La hermana de Margarita no me perdonaba un céntimo de lo que costaban las visitas nocturnas, y creía que mi hermano lo sabía. Por eso, aunque me alegré mucho de ver a su amigo, no entendí lo que me dijo.

—Pues… Aquí estoy, ¿no me ves?

—Mujer, me refiero a que ya estamos en septiembre —hizo una pausa, como si pretendiera animarme a terminar su razonamiento, pero yo asentí con la cabeza y no fui más allá—. No sé si te acuerdas de que te casas el día 15.

—Claro que me acuerdo.

—Pues eso, que deberías volver a ir a la cárcel, ¿no? Dejarte ver por allí, dedicarte a hablar de ese chico con las demás, en fin, esas cosas, porque…

Cuando hizo esa pausa, sonreí. No quería, pero tampoco conseguí que mis labios obedecieran, ni apagar el incendio que se hizo fuerte en mis mejillas.

—Has seguido yendo a Porlier, ¿verdad?

Habría preferido no darle la razón tan deprisa, pero la insubordinación de mis labios culminó en una risa tonta que no logré ocultar bajando la cabeza.

—¡Has ido todos los lunes, como si lo viera! —y la risa tonta regresó, más risa, más tonta todavía mientras mis ojos estudiaban mis zapatos como si no los conocieran—. Todos, sin faltar uno, y no has dicho ni mu… ¡Si serás perra!

Antes de levantar la barbilla oí un ritmo singular, el armónico redoble de dos pares de dedos que entrechocaban sus yemas para producir música. Enseguida, como si los pitos no fueran suficientes, el redoble de unos tacones terminó de convertir el cuerpo de la Palmera en un definitivo instrumento de percusión, destinado a acompañar el improvisado canturreo de su voz fea, pero bien entonada.

—¡Lo sabía, lo sabía, lo sabía! —y remató su letanía con una palmada—. ¡Te lo dije, te lo dije, te lo dije! ¡Ay, madre mía, ay, madre mía, qué rabia me da, llevar siempre razón!

—Estate quieto, Palmera, por favor —inmovilicé sus brazos con los míos mientras me reía a carcajadas—. Por favor…

Él se dejó sujetar y me miró sin disimular que estaba muy contento.

—Así que, al final, te gusta y todo —concluyó.

—Bueno, verás, no es exactamente así.

—No poco —volví a reírme, pero negué con la cabeza al mismo tiempo.

—Que no, Palmera, de verdad, es que… —me detuve a buscar unas palabras que no iba a encontrar—. No sé, no puedo explicarlo. En realidad, creo que no me gusta, y sin embargo… Lo que me pasa es muy complicado.

—Siempre es muy complicado, preciosa.

Su mirada, sin dejar de ser risueña, adquirió una luz distinta, casi paternal mientras me abrazaba. Sin embargo, cuando volví a mirarle me di cuenta de que todo estaba a punto de cambiar otra vez.

—Tengo que acordarme de pedirle a las chicas algo de ropa interior —hasta ahí llegó la misteriosa solemnidad de aquel abrazo—. ¿De qué color la quieres?

—Ni se te ocurra —me asusté tanto que ni se me ocurrió que pudiera estar tomándome el pelo—. Te lo digo en serio, Palmera, no pienso ponérmela.

—Ya veremos…

El día de la boda, cuando vino a peinarme, descubrí que lo de la ropa interior era una broma, pero todo lo demás iba en serio. Tanto, que la gravedad del asunto me impedía conciliar el sueño por las noches, aunque hasta mi insomnio era complicado, difícil de explicar. Cuando cerraba los ojos, veía al funcionario de los ojos amarillos, las cucarachas trepando por las paredes, Silverio tartamudeando con los brazos sobre la cabeza, y la memoria de nuestro primer encuentro se contagiaba del color, la temperatura de las pesadillas. Pero antes o después también recordaba su lengua dentro de mi boca, y si lograba aislarla de todo lo demás, aquel apéndice grueso y húmedo, caliente, desagradable, me calmaba como una droga interior y benéfica, capaz de deslizarme en un sueño tan profundo que, al despertar, me acordaba de todo menos de las multicopistas.

—Déjame ver el plano —el domingo por la tarde, Rita vino a verme y me di cuenta de que hasta ella las tenía más presentes que yo—. Si se ha estropeado, tendré que hacerte uno nuevo.

La guie hasta mi cuarto, abrí el armario, aparté las perchas y dejé a la vista una pila de libros colocados en una esquina. Los fui levantando con cuidado, Trafalgar, La corte de Carlos IV, El 19 de marzo y el 2 de mayo, Bailén, Napoleón en Chamartín, Zaragoza, Gerona, Cádiz y, por último, Juan Martín el Empecinado. Debajo estaba La batalla de los Arapiles, y en su interior, muy estirado, el plano que me había sacado del moño dos meses antes.

—¡Ah, no, pues está muy bien! —lo acercó a la ventana, lo miró al trasluz y aprobó el trabajo de don Benito con un gesto de admiración—. Perfecto. ¿Quieres que te lo doble otra vez?

Cuando repasó con los dedos el último pliegue, levantó en el aire un fuelle tan delgado, tan regular como el primero, y me miró.

—Bueno, y lo demás… —su rostro se transformó en el de una niña gamberra en el instante decisivo de una travesura—. Ya me lo contarás.

—¡Pero qué demás ni qué demás! —protesté, moviendo las manos en el aire como si pudiera desbaratar a la vez sus sospechas y mi confusión—. ¡Otra, igual que la Palmera! Yo no sé qué mosca os ha picado, la verdad…

Pero lo sabía, por supuesto que lo sabía, porque sólo de pensarlo sentía que me picaba todo el cuerpo, como si un millón de hormigas invisibles se lo repartieran sin dejar un hueco libre. Dedicaba cada instante a calcular qué sucedería cuando Silverio y yo pudiéramos volver a tocarnos, cómo reaccionaría él, como reaccionaría yo, y la hipótesis que debería haberme tranquilizado más, que se comportara de acuerdo con el verdadero objetivo de nuestro encuentro, era la que menos me gustaba. Entonces decidía que eso no podía pasar, que era imposible, y volvía a pensar, a analizar cada movimiento como un jugador de ajedrez que se jugara la vida en su próxima partida. Pero yo no sabía jugar al ajedrez. La cárcel no era un tablero, mi vida no era un juego y no controlaba, ni remotamente, mis propios peones.

—Oye, Palmera, que he estado pensando… —él, absorto en su trabajo, ni siquiera levantó la vista para mirarme—. ¿Tiene que ser un moño? —el cepillo se detuvo—. ¿No puedes esconderme el papel en el pelo y dejarme los rizos sueltos por detrás? —y por fin vi sus ojos burlones en el espejo.

—¡Ay madre mía, ay, madre mía…!

—Que no, que si te vas a poner a bailar otra vez, lo dejamos.

Tardó casi una hora, pero al final logró esconder el plano en una especie de diadema trasera de pelo que sujetó con un arsenal de horquillas, sin llegar a recogerme los rizos. Cuando volví a mirarme en el espejo, a solas, me encontré muy guapa y muy culpable. Tenía miedo de que mi arrebato de coquetería lo echara todo a perder, pero fui comprobando las horquillas con los dedos cada dos por tres y a las cuatro y media, cuando me reuní con Martina en la esquina de Torrijos con Padilla, ninguna se había movido de su sitio.

—Te sienta muy bien ese peinado, Manolita —dijo en voz alta, e inmediatamente después bajó la voz—, pero no te lo toques tanto, anda…

Tenía razón, pero su advertencia no me asustó. Estaba tan nerviosa, tan excitada y confundida a la vez por lo que podría pasar cuando volviera a encontrarme a solas con Silverio, que el registro, los funcionarios, el plano, la ruina que se abatiría sobre mí si alguien que no fuera él lo encontraba en mi cabeza, me inquietaban mucho menos que mi lengua, que la suya.

Sólo pensaba en eso cuando me enfrenté a una pareja de funcionarios a los que conocía de vista. El mayor tenía el pelo blanco, pinta de abuelito y muy mala leche, pero se marchó enseguida con el botín. El otro, unos treinta años, alto, delgado, con la cara muy chupada y una expresión espiritual, responsable de que en la cola le llamáramos el Seminarista, decidió empezar por mí.

Abrí los brazos, separé las piernas y pensé en lombrices, cientos, miles, millones de lombrices gordas y ciegas embutidas en su culo, mientras descubría a qué se refería Martina cuando hablaba de los que metían mano. Este debía de ser el campeón, porque después de palparme con mucho detenimiento por encima, metió los dedos por debajo de mi ropa y me acarició los muslos por delante, por detrás, por los lados, para deslizar después las yemas bajo las gomas de las bragas, las copas del sostén, y recorrer mi cintura, mis caderas, lentamente, sin levantar la cabeza. No me miraba, pero oí cómo iba alterándose el ritmo de su respiración, inspiraciones atropelladas que desembocaron en un jadeo que no se molestó en disimular. Yo seguía imaginando el tamaño de sus lombrices y, de vez en cuando, giraba la cabeza para sonreír a Martina y comprobar que ella también sonreía.

Hasta que el funcionario, tan serio, tan concentrado como siempre, se puso de pie. Creía que ya no le quedaba ningún rincón de mi cuerpo por tocar, pero metió las manos por debajo de mi blusa para seguir con los dedos los surcos que los tirantes del sostén habían impreso en mis hombros, y después siguió adelante para juntar sus dos manos en mi nuca. Sentí un escalofrío al pensar en lo cerca que sus manos estaban del plano, y él lo notó.

—¿Qué pasa? —entonces me habló, me miró a los ojos por primera vez, y al desviar la mirada, comprobé que los de Martina estaban cerrados, como si no quisiera ver lo que iba a pasar a continuación—. ¿Esto te gusta?

—No —tampoco me convenía parecer antipática—. Es que no lo esperaba.

Sus dedos bajaron hasta mis omóplatos, me amasaron un poco más la espalda y, por fin, se dieron por satisfechos. Su propietario me miró, esperó unos segundos, se fue hacia mi compañera y malinterpretó el suspiro con el que ella le recibió.

—Vamos, menos melindres que tú eres veterana…

Cuando terminó con ella y nos quedamos solas en el pasillo, a ninguna de las dos se nos había pasado el susto, pero el registro había sido tan exhaustivo que apenas tuvimos tiempo de abrazarnos antes de que se abriera la puerta del fondo. Me acordé de Juani, de Petra, pero las dos mujeres que nos dieron el relevo no venían de encontrarse con dos condenados a muerte y salieron andando por su propio pie, Asun muy pálida, con la mirada perdida, su hermana Julita más animosa y con una sonrisa en los labios.

—¡Suerte, chicas! —nos deseó al pasar por nuestro lado.

Hasta aquel momento, sabía que estaba muy nerviosa pero mucho menos segura de las razones de mi nerviosismo. Cuando vi a Silverio esperándome de pie, en la esquina situada justo debajo del ventanuco, lo comprendí todo y que aquello no iba a ser nada fácil.

Estaba tan limpio como la primera vez, su ropa un poco más gastada, pero todo lo demás era distinto. Tasio, que había tenido cuatro meses para enterarse de todo, se llevó a Martina a la esquina opuesta y ya no pude rescatar ni una sola palabra del sordo murmullo de sus labios, las bocas que se devoraron entre sí con una nueva y sigilosa cautela antes de que mis pies acertaran a ponerse en marcha. Avanzaron un paso, dos, tres, tropezaron con los pies de Silverio, y ninguno de los dos supo qué hacer después. Estábamos muy cerca, muy quietos, esperando a que pasara algo, y de repente me acordé de las multicopistas. Ahora tendría que decirle que tengo el plano metido en el pelo… Pero él me miraba con una intensidad confusa, desconcertante, donde la emoción y el nerviosismo, el recelo y el miedo a hacer el ridículo, se mezclaban en unas proporciones familiares, las mismas que contagiaban a mis manos, a mis labios, una rigidez que no sabía combatir. Las multicopistas, recordé de nuevo, pero no quería hablar de eso, y durante un minuto interminable le escuché respirar, me escuché respirar, los dos seguimos mirándonos, él no dijo nada, yo tampoco. Eso fue todo hasta que distinguí una sombra en movimiento, la cucaracha que escogió aquel momento para trepar por la pared justo detrás de su cabeza. Gracias a ella pude volver a pensar, y pensé en lombrices, en unos ojos tan amarillos como los dientes de un funcionario, en los dedos de otro trepando por debajo de mi ropa, en las manos de Jero el tonto tocándome las tetas desde que decidió que verlas ya no valía un pistolín. Esa era toda mi experiencia con los hombres, y era tan triste que cogí las manos de Silverio, las apreté un momento entre las mías, las solté para deslizar mis brazos alrededor de su cintura y le abracé, me pegué a él como si quisiera confundir su cuerpo con el mío, crear un monstruo de dos cabezas, fuerte, poderoso, capaz de expulsar de mi memoria los ojos de reptil de un chico tonto, otros sucios, amarillentos, el discreto jadeo del Seminarista. Así debuté en una armonía desconocida que se hizo más dulce, más profunda, mientras él recorría mi espalda con las manos, mientras me apretaba contra sí para que la fusión fuera completa, y mi cara se unió con su cara, su mano derecha se posó con delicadeza en mi sien izquierda, y en las yemas de sus dedos la cárcel se derrumbó, desapareció, saltó por los aires en un millón de serpentinas de colores, hasta que sentí su aliento en mi oreja y un bulto creciendo a toda velocidad contra mi vientre. Aún se estaba moviendo cuando me soltó como si mi cuerpo le quemara, para que aquel instante de paz nos precipitara en un nerviosismo mucho más intenso.

—Bu-bu-bu… —cerró los ojos, cerró los puños, pegó un pisotón en el suelo—. ¡Coño!

—En el pelo.

Le di la espalda, señalé el rollo donde la Palmera había escondido el plano y pude ver a Tasio empujando a Martina contra la pared, la doble mancha blanca y alargada de las piernas desnudas que ella había cruzado alrededor de la cintura de su novio, la frecuencia de las acometidas que sacudían al mismo ritmo su cuerpo y su cabeza, pero aquella escena ya no me asustó, no me sorprendió el equilibrio de la mujer en vilo, no hallé en el hombre que la penetraba ni rastro de la brutalidad, la violencia de la primera vez.

—Está aquí dentro —y no veía lo que estaba ocurriendo debajo de sus ropas, pero tampoco me pareció desagradable mirarlos—. Tienes que quitarme las horquillas con cuidado. Así… Muy bien…

Cuando me di cuenta de que acababa de decir las mismas palabras que Martina susurraba en aquel momento, me puse colorada y me callé.

—¿Pu-pu-puedo qued-dármelas?

No entendí su pregunta hasta que me volví para ver su mano derecha abierta, llena de horquillas, el plano doblado en la otra.

—Pues… No son mías, pero supongo que sí. Lo que no sé es para que las quieres.

—Las ho-orquillas siempre vienen bien.

Se apartó de mí para estirar el fuelle de papel y mirarlo a la pobre luz de la ventana, y volví a acercarme a él, a rozar su brazo con mi brazo.

—Está muy bien —en el instante en que los dibujos de Rita acapararon su atención, dejó de tartamudear—. Es un plano estupendo —ni siquiera lo hizo cuando se volvió a mirarme y encontró mi cara tan cerca de la suya que mi nariz casi rozó su barbilla—. Y menos mal, porque nunca he visto una multicopista como esta.

Le dio la vuelta al papel y frunció las cejas para contemplar el reverso, como si sus imágenes le parecieran más extrañas todavía.

—A ver… —volvió a mirarme—. Cu-uéntame cómo son las máquinas, a qué se parecen, de qué material es cada pieza… Todo lo que recuerdes.

En aquel cuarto no había más luz que la que dejaba pasar la mugre del ventanuco, y aunque no hubiera querido, habría tenido que pegarme a él para aprovecharla. Mientras procuraba hacer un relato claro y ordenado del artefacto que había visto en la tintorería, nuestras cabezas de nuevo muy juntas, mi dedo índice recorriendo el plano, me di cuenta de que él movía su brazo derecho, e inmediatamente después me encontré con su mano encima del hombro. La dejó quieta un instante, como si me pidiera permiso, y yo respondí apoyándome en él sin dejar de hablar.

—No sé si te lo estoy explicando bien —su mano descendió un poco más.

—Sí —hasta que su brazo se apoyó sobre mis hombros—. Sigue…

—¿Por dónde iba? —entonces avancé mi mano izquierda hacia él—. ¡Ah, sí! El quinto rodillo no es de goma, o sea, no está recubierto por una goma, como los otros cuatro.

—¿No? —rodeé su cintura con mi brazo y él lo aprobó pegando su pierna a la mía—. ¿Es de metal?

—Sí —un instante después, cuando ya estábamos definitivamente enlazados, unos nudillos repiquetearon en la puerta.

—¡Cinco minutos!

—¿Cinco minutos? —no puede ser, me dije a mí misma, no podemos llevar aquí casi una hora, es imposible, imposible que sólo me queden cinco minutos…

Pero cuando miré hacia Silverio, ya no vi su cabeza. Me había soltado para agacharse y meterse el plano en una bota. Y ya no son cinco minutos, pensé mientras se levantaba, serán solamente cuatro y medio, cuatro incluso…

Sin pensar en lo que hacía, le empujé con suavidad para apoyarle en la pared y volví a abrazarle. Mi cuerpo decidió pegarse al suyo, mis brazos se elevaron hasta sus hombros, mis manos rodearon su cuello, pero fui yo quien le besé. Mi lengua entró en su boca, su lengua entró en la mía, y durante un instante, no existió nada más a nuestro alrededor, y no había existido nada antes, y no existiría nada después, sólo su boca, mi boca, aquel misterio sin principio ni final que conmovió al mundo de norte a sur, de este a oeste, y de dentro afuera, porque el universo entero cabía en mi boca, en su boca, en aquel beso que me estaba enseñando que yo era grande, que era única, una mujer afortunada, poderosa, dueña de una plenitud desconocida de la que apenas llegué a gozar, porque no podía haber pasado ni siquiera medio minuto, ni siquiera veinte segundos, cuando oí el cerrojo de la puerta.

—¡Venga! —para que la áspera voz de un funcionario me llevara la contraria—. Es la hora.

Sí, hombre, pensé, ni hablar, y agarré a Silverio todavía más fuerte, hundí mis dedos en su espalda como si pudiera perforarle, dejarle las yemas dentro, quedarme clavada para siempre en él, y escuché pasos, un quejido susurrado en la voz de Martina, pero no me moví, no le solté, no saqué mi lengua de su boca.

—Aguado, ya está bien —no hasta que aquel hombre me demostró quién era el más fuerte de los dos—. Como no vengas aquí ahora mismo, te pongo en la lista negra y no vuelves a casarte, así que tú verás.

Los brazos de Silverio me abandonaron, me abandonó su lengua y, como si quisiera compensarme por su deserción, su mano izquierda resbaló por mi cabeza para acariciarme la cara. La atrapé en el último momento y fui tras él, cogida de su mano, hasta la puerta. En el umbral, ninguno de los dos dijo nada. Él me miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, sonrió, y mientras el último de sus dedos se desprendía del último de los míos, sentí que se me estaba partiendo el corazón.

—No llores, mujer…

—¿Pero cómo no voy a llorar, Martina, cómo no voy a llorar?

Antes de que volviera a revivir aquel beso una y otra vez, antes de que aprendiera a contarlo y recontarlo con el mismo deleite con el que un viejo usurero cuenta y recuenta sus monedas, cada minuto que había perdido, cada duda, cada torpeza, cada vacilación se clavó en mi memoria como una espina larga y afilada, dolorosa, honda. Y aquella noche, cuando fui al tablao, Toñito se asustó tanto como si las estuviera viendo alrededor de mi cabeza.

—¿Qué ha pasado? —se levantó de un brinco y vino hacia mí—. ¡No me digas que se ha vuelto a joder!

—No —pero apenas logré oír mi propia voz—. Ha salido todo bien.

Le estaba diciendo la verdad. Todo había salido bien porque nada podría haber sido de otra manera, y sin embargo, aquella noche yo no podía pensar, sentir nada que no fuera mi propia insatisfacción, el sofocante torbellino de una ansiedad que me estaba robando el aliento.

—¿Entonces? —pero no tenía ganas de hablar de eso con mi hermano—. Pareces una muerta en vida, Manolita.

Una muerta en vida, recordé, igual que aquellas mujeres tan pálidas que me asustaban cuando las veía salir del locutorio, moviéndose como si alguien tirara de unos hilos sujetos a sus muñecas, a sus tobillos, para determinar a placer sus movimientos. Acababa de descubrir que era eso lo que sucedía, pero también que todas esas marionetas a las que yo compadecí, tenían más motivos para apiadarse de mí que yo para derramar mi piedad sobre ellas. Ahora, los míos también eran motivos para vivir, para probar otras muertes dulces y amargas, amargas y dulcísimas como la que me había partido por la mitad aquella tarde. Sólo habían pasado unas horas desde entonces, pero en ese plazo yo había muerto, había nacido, había recibido una herida mortal y mi muerte en vida era mía, sólo mía. No quería compartirla con nadie, así que carraspeé, me arreglé la ropa y dejé de decir la verdad.

—¿Sí? No sé, es que estoy muy cansada.

Informé a mi hermano de que Silverio ya tenía el plano, de que le había parecido muy bueno, de que me había hecho unas cuantas preguntas, de que había despejado casi todas sus dudas.

—¿Y cómo habéis quedado?

—Pues… —el caso era que no había pensado en eso—. Ha dicho que tiene que estudiarlo, claro, que ya me dirá algo… Iré a verle a la cárcel, todos los lunes, y supongo que… —deslicé aquella hipótesis con mucha cautela, como si no tuviera ningún interés en que algún día dejara de serlo—. Supongo que tendremos que casarnos otra vez.

—¿Sí? ¡Joder! Pues nos van a salir baratas, las putas multicopistas…

La Palmera me miró, sonrió para mí, para sí mismo, y comprendí que a él no le había engañado.

—Te acompaño abajo.

Me precedió en silencio hasta la puerta de artistas para recostarse sobre la hoja de metal. Después cruzó los brazos, me miró y volvió a sonreír…

—No es lo que te piensas, Palmera —me reí y tuve ganas de llorar en la misma fracción de segundo—. Sólo nos hemos besado en la boca, cinco minutos, sólo cinco minutos, al final…

—¿Y te parece poco? —negó con la cabeza, los ojos en blanco—. Mira, preciosa, más de uno lleva media vida enamorado de alguien a quien no va a besar en la boca nunca jamás.

Sus palabras me conmovieron porque las entendí, porque dentro de mí había brotado una nueva inteligencia que acertó a interpretarlas con una exactitud que estaba mucho más allá de las capacidades de la anterior. Nunca había pensado que la pasión de la Palmera por mi hermano fuera una historia de amor como otra cualquiera, ni que los besos en la boca fueran tan importantes para él. Antes de tener tiempo para avergonzarme de mi ignorancia, aquel descubrimiento me permitió avanzar un poco más, aunque él no me dejó llegar muy lejos.

—Pero yo no sé si estoy enamorada.

—Bueno, tú a lo mejor no, pero tu cara sí que lo sabe. Mírate en el espejo cuando llegues a casa, hazme caso…

Le hice caso, y en el espejo aprendí que tenía razón, y algo más. Al recordarme tal y como era la última vez que había entrado en el baño para estudiar el aspecto de mis rizos, aquella misma tarde, comprendí que la lengua de Silverio, aquel apéndice grueso y húmedo, caliente, desagradable, que había acaparado mis pensamientos durante todo el verano, había dejado de ser un misterio para convertirse en un enigma mayor, un gancho atravesado en mi paladar, como un anzuelo que no podía tragar pero tampoco sabía expulsar de mi boca. Había dedicado tantas horas a pensar en su lengua que me parecía mentira que ya no fuera suficiente, y sin embargo, había dejado de serlo. Eso era lo que sentía, y que cinco minutos no bastaban, que nunca bastarían, aunque no era capaz de pasar de ahí.

No sólo no sabía lo que quería, sino que me daba miedo pensarlo, pero sabía que quería más. Aquella noche descubrí la verdadera naturaleza de la ambición, desear lo que se teme, temer lo que desea, y desear más, temer más, siempre más, como un hambriento que nunca quisiera encontrar un alimento capaz de saciar su hambre. Era muy raro, era terrible, incluso terrorífico, pero eso era exactamente lo que me pasaba, lo que me pasó hasta que caí dormida de puro agotamiento, sin haber encontrado una salida que me permitiera escapar del laberinto por el que arrastraba los risueños grilletes de una placentera contradicción.

Al día siguiente, contra todos mis pronósticos, me desperté de muy buen humor. A la luz del sol, Silverio caminó a mi lado, su brazo sobre mis hombros, nuestras cabezas tan juntas como si cada minuto pudiera multiplicarse por cinco para proyectarse en un futuro infinito. Aquella euforia, tan incomprensible como la angustia que la había precedido, atravesó toda la semana para acompañarme a Porlier, y le miró con mis ojos a través de la alambrada.

—Hola —él me saludó primero.

—Hola —le respondí.

Me quedé atascada en esas dos sílabas pero ya no me importó, ni siquiera me puse nerviosa. El silencio me hizo compañía mientras me fijaba en la forma de sus manos, en la longitud de sus dedos, de sus brazos, en el desorden de su pelo castaño. Qué feo es, pensé de pronto, y me eché a reír.

—Cuéntame el chiste —cuando me imitó, me sentí tan ligera como si pudiera volar sobre la verja.

—No, es sólo que… Parezco tonta. ¿Te puedes creer que no se me ocurre nada que decir?

—Sí, me lo puedo creer.

—Ya, pero, a estas alturas… ¡Menuda tontería!

Y no era cierto que no tuviera nada que decirle, pero preferí dejarlo para el final.

—La semana que viene no voy a poder venir porque… Pasado mañana es la Merced, y voy a llevar a mis hermanos a Segovia, a ver a mi madrastra, sabes, ¿no? —asintió con la cabeza—. He pedido el día libre, y como van a faltar dos chicas más, la encargada ha decidido que el lunes hagamos limpieza general para recuperarlo, así que…

—No importa —sonrió.

—Sí que importa, claro que importa, pero… Tú estudia mucho, Silverio —recordé la coletilla que padre solía añadir cuando hablaba con Toñito y me dio la risa—, estudia mucho y te convertirás en un hombre de provecho.

—Lo haré —me prometió, cuando la risa se lo consintió—. Dentro de quince días, igual puedo decirte algo.

Si las reglas de la fiesta de la Merced hubieran sido distintas, ni siquiera se me habría pasado por la cabeza ir a Segovia. Si ese día hubiera podido entrar en Porlier, volver a tocar, a besar a Silverio, no me habría movido de Madrid por muy culpable que me hubiera sentido después. Pero el 24 de septiembre las cárceles sólo se abrían para que los presos vieran a sus hijos pequeños, los que no podían entrar en los locutorios, así que me levanté de noche, hice un paquete para María Pilar, unos bocadillos para el camino, desperté a mis hermanos, los vestí con la ropa más nueva que tenían, y me subí con ellos a un autobús cuando aún no había amanecido. Aquella línea era la más barata y el coche iba hasta los topes, pero varios desconocidos se ofrecieron a cambiarse de sitio para que nos sentáramos juntos en la última fila. Los dos se pelearon un rato por mi regazo y ganó Juanito, como siempre, pero Pablo se acopló en mi hombro y se quedó dormido al mismo tiempo.

Cuando entramos en Segovia, les desperté para peinarles y arreglarles la ropa. Luego, en la puerta de una cárcel como todas, les pedí que se portaran bien, que fueran muy cariñosos con mamá y que ni se les ocurriera llorar. Hoy es un día de fiesta, les recordé, mientras les cogía de la mano para adentrarme en un lugar del que no esperaba emoción alguna. Y sin embargo, cuando distinguí la silueta de María Pilar en el patio, apreté sus dedos entre los míos y me alegré de que no tuvieran que enfrentarse a solas con ella.

—Estoy muy mal, hija —al escucharla, me di cuenta de que hacía muchos años que no me llamaba así—. ¿Me has traído calcetines?

—Sí, pero sólo un par, porque como todavía no es temporada, están muy caros. Cuando bajen un poco, le mandaré otro.

—No te olvides, porque aquí nos vamos a morir de frío dentro de nada.

La María Pilar que yo conocía se habría precipitado a abrir el paquete después de saludar a sus hijos por encima, pero la que encontré los apretó contra sí, los besó muchas veces, me incluyó en su abrazo, y me agradeció las cuatro cosas que le había llevado aunque la mayoría, ropa interior y de abrigo, ya eran suyas. Estaba muy delgada, pálida y enfermiza, pero sobre todo abandonada. En Ventas siempre la había visto peinada como de costumbre, con el pelo cardado sobre la frente, el resto recogido en un moño, pero ahora no sólo llevaba el pelo corto, sino mal cortado, y caminaba arrastrando los pies, la mirada baja, los hombros encorvados y el pecho, que antaño proyectaba hacia delante como el mascarón de proa de su cuerpo, hundido entre los brazos.

—Pero… —yo la miraba y no me lo creía—. ¿Cómo es que no tiene usted un buen destino? Yo pensaba que en la enfermería, en el comedor…

—¡Qué va! Aquí todo es muy difícil, hija. Yo me porto bien, eso sí, las señoritas lo saben, ayudo en lo que puedo, pero… —me miró, y el desamparo que temblaba en su mirada precipitó en mí una catarata de sentimientos, lástima, afecto, solidaridad, que nunca había sentido hacia ella—. Los destinos buenos son para las que se convierten, y yo no tengo suerte. El cura de aquí no me quiere. Y mira que voy a la catequesis, a la capilla, que me confieso y rezo mucho, estoy todo el santo día santiguándome, pero ni por esas. Yo no soy nadie. No soy de buena familia, ni maestra, ni universitaria, ni dirigente política… Esas son las que le gustan, ¿sabes?, esas, aunque la mayoría sean más rojas que los pimientos morrones. Parece mentira, pero a ellas sí las persigue y les hace la rosca que no veas, a ver si las convence, pero ¿yo…? Pa chasco. A mí, por mucho que comulgue, me da una estampita de vez en cuando, y a otra cosa. Se ve que mi conversión no le interesa.

Cuatro años después de que el hijo del marqués de Hoyos la fulminara en la biblioteca de su palacio, el capellán del penal de Segovia había vuelto a ponerla en su sitio. Se lo merecía, pero no lo celebré. Por la tarde, cuando los mellizos se fueron a jugar con otros niños y pudimos hablar a solas, ya había descubierto las dimensiones de su escarmiento.

Lo había dicho ella misma, María Pilar no era nadie. Nunca lo había sido, porque su vida entera había consistido en una pura sucesión de fraudes, de gran señora de pacotilla a revolucionaria de pega, de arrepentida tramposa a falsa beata, siempre igual, todo mentira. En Segovia, los decorados se habían derrumbado para arruinar en su caída todos los disfraces, la bisutería barata de sus gestos y sus palabras, la pobre aritmética de su astucia, y estaba sola, completamente sola, al margen de un tumulto de mujeres que no esperaban nada de ella ni estaban dispuestas a mover un dedo a su favor.

—¡Manolita! ¿Qué haces por aquí?

Desde que llegué a la cárcel, había abrazado y besado a varias conocidas de la cola de Ventas, de la de Porlier, presas y visitantes que se las arreglaron para alegrarse de verme sin mirarla siquiera.

—No sé cómo te tratas con esas desgraciadas… —murmuraba ella después, para pagar su desprecio con desprecio.

Pero de vez en cuando se las quedaba mirando, aunque sólo fuera porque era agradable verlas, grupos de mujeres posando ante una cámara con la misma alegría con la que disfrutarían de una merienda campestre, rodeadas de niños, caminando del brazo por el patio, hablando, sonriendo, distrayéndose mutuamente para ayudarse a soportar el calor, como pronto se apiñarían para combatir el frío del invierno. Eran presas políticas, la hez de la hez, y sin embargo tenían mucho mejor aspecto, mejor humor que las comunes, mujeres sin brillo que paseaban solas o se apoyaban en una tapia, a la sombra, para ver pasear a las demás.

—Anda, ven, que voy a presentarte a mis hijos…

Cuando volvimos a montarnos en el autobús, recordé sobre todo la indiferencia con la que nos había mirado aquella presa reseca, que había llegado desde el pueblo de La Mancha donde había intentado asesinar a su suegro. Su expresión me acompañó hasta Madrid, porque en ninguna cárcel había llegado a ver tanto asco por la vida. Ella y una envenenadora valenciana, bronca y malhablada, pero mucho más simpática, eran lo más parecido a dos amigas que María Pilar tenía en Segovia, y las únicas que posaron con nosotros ante la cámara de la funcionaria que se encargaba de las fotos.

—Bueno, pues… —cuando mi madrastra se despidió de mí, tenía los ojos llenos de lágrimas—. Menos mal que las niñas están bien.

—Sí, no se preocupe —y jamás lo habría creído, pero logró contagiarme su tristeza—. Cuídese usted mucho, y mucha suerte.

A la vuelta, los asientos me parecieron más incómodos, el autobús más viejo, más sucio que a la ida. Olía a goma recalentada, a sudor, a restos fermentados de comida, y en el silencio compacto de los adultos, el lloriqueo de un solo niño bastaba para desencadenar un estruendoso concierto de sollozos. Cada pasajero llevaba la sombra de la cárcel cosida a sus ropas y una jaula de metal alrededor del pecho, el efecto de un dolor propio y ajeno que no cedió mientras el autobús avanzaba despacio por los arrabales de la ciudad. Poco después de que los últimos edificios desaparecieran, la carretera de nuevo una cinta que dividía la inmensidad del campo en dos mitades, todos empezamos a respirar mejor. Y cuando el autobús entró en Madrid, el cansancio era ya la consecuencia más perceptible del día de la Merced de 1941.

El lunes siguiente salí del obrador más tarde que cualquier otro día, y el martes me costó mucho trabajo levantarme de la cama. El tiempo pareció estirarse, detenerse más de la cuenta en cada segundo, cada minuto de aquella semana sin visitas al lugar más odioso de Madrid, y me desesperé de su morosidad, el ritmo lento que convertía todos los relojes en cuentagotas, sin sospechar que estaban tomando impulso, que muy pronto, su velocidad se multiplicaría por una cifra frenética para convertir cada nueva hoja del calendario en un enemigo feroz.

—Tenía ganas de verte, Manolita —pero el 6 de octubre, mientras Silverio me sonreía desde la alambrada, tuve la impresión de que todo estaba a punto de cambiar para mejor—. ¿Qué tal?

—Bien, el viaje fue pesadísimo, pero los niños estaban muy contentos y al final, me alegré de haber ido con ellos, ¿sabes? Aunque la semana pasada te eché mucho de menos.

—Yo también, porque además… —hizo una pausa, sonrió, y su sonrisa desembocó en una carcajada breve, pero firme, que aún flotaba en sus labios cuando volvió a hablar en el tono ambiguo que aquel recinto imponía a nuestras conversaciones—. Tengo que hacerte una pregunta, pero no hace falta que me contestes ahora, si no quieres.

Adiviné lo que iba a decir, y me puse tan nerviosa como si entre él y yo nunca hubiera habido un par de multicopistas que nadie sabía arrancar.

—Lo intentaré —también intenté ponerme seria, pero no lo conseguí—. ¿Qué es?

Él ladeó la cabeza, entornó los ojos, y me miró con aquella expresión que unos meses antes había interpretado como un recuerdo de sus antiguos enamoramientos y ya no sabía cómo definir.

—¿Quieres casarte conmigo?

En ese momento, en un locutorio tan abarrotado como todos los lunes, se hizo el silencio a ambos lados de las alambradas.

—¿Estás seguro?

—Sí —asintió con la cabeza sin dejar de sonreír—. Segurísimo.

—Entonces, sí quiero.

Mis palabras provocaron una ovación estruendosa, compacta, salpicada de ¡bravos! y enhorabuenas que animaron a Silverio a inclinar la cabeza para saludar, mientras una catarata de palmadas llovía sobre su espalda.

—Qué bien —dijo después—. Cómo me alegro de que quieras.

—Sí, voy a pedir la vez… A ver si tenemos suerte y puede ser pronto.

—Cuanto antes, mejor.

Metí los dedos en la alambrada, los extendí hacia él, y le miré mientras buscaba una manera airosa de ordenar el doble sentido de nuestra conversación en una jerarquía capaz de deshacer cualquier equívoco.

—Oye, Silverio, que más me alegro yo… Por todo.

Él volvió a asentir con la cabeza y no dijo nada, pero mientras el sonido del timbre marcaba el final de la visita, me dirigió una mirada elocuente, más brillante que las palabras, tan poderosa que me devolvió la sensación de plenitud en la que su boca me había precipitado unas semanas antes. Cuando salí a la calle, me sentía tan ligera como si flotara, tan brillante como si un enjambre de libélulas coronara mi cabeza, tan hermosa como nunca había sido. Cuando salí a la calle, estaba pisando la cima del tobogán, la cota más alta de una pendiente que ya sólo se dejaría bajar, la frontera tras la que una realidad cada día un poco más terca, más obstinada, empezaría a plegarse sobre sí misma como un plano dibujado a tinta china entre los dedos de Rita, para marcar una línea que haría lo fácil difícil, y lo difícil imposible, aunque una semana después, cuando volví a verle, no sospechaba que tuviéramos más de un disgusto que compartir.

—El 17 de noviembre —le anuncié, tan absorta en el significado de aquella fecha que ni siquiera me detuve a interpretar la expresión de su rostro—. No he podido conseguir otra cosa.

Y no había sido porque no lo hubiera intentado. El lunes anterior, al salir a la calle, di una vuelta completa al edificio, pero ninguno de los funcionarios a los que había visto en mis bodas anteriores estaba en la puerta principal, ni en la del locutorio, ni en el mostrador de los paquetes. No podía saber cuáles, cuántos eran cómplices del cura, y dirigirme a otro me pareció peligroso, pero por la tarde dejé a los mellizos con Margarita y volví a Porlier. No podía entrar, porque la excursión a Segovia me había obligado a pedir dinero prestado y, después de devolverlo, me había quedado sin blanca, pero esperaba que quizás Julita, o Asun, o Martina, estuvieran apuntadas al libro aquella tarde. No las vi, ni reconocí a los hombres que cobraban la peseta, así que por la noche me resigné a pagarle unos céntimos a Mari para ir a hablar con Toñito. Menos de cuarenta y ocho horas después, Jacinta pasó por mi casa para comunicarme una fecha que me negué a aceptar.

—Mira, Manolita, ya llevamos cinco meses con esto, ¿sabes?, cinco meses, que se dice pronto… —pero el lunes siguiente, Julita vino a mi encuentro en la cola para imponérmela sin contemplaciones—. Nos hemos gastado un montón de dinero, y ¿qué quieres que te diga? No tenemos ninguna garantía de que las máquinas vayan a funcionar —intenté interrumpirla y levantó la mano para impedírmelo—. No digo que tu novio no esté haciendo todo lo que puede, no es eso. Lo que le hemos pedido es muy difícil, lo sabemos, pero muchos camaradas lo están pasando muy mal, somos responsables de cada céntimo que gastamos y tus bodas nos salen muy caras, así que… Esta vez no vamos a comprar turnos. Esperar veinte días más o menos, nos da lo mismo.

—Ya, pero… —Julita me miró y me mordí la lengua a tiempo.

En las letras de las coplas y los argumentos de las películas, en los cuentos de mi madre y en las novelas de Galdós, había aprendido que el amor hace mejores a las personas. En aquel momento, sentí que yo era una monstruosa excepción a aquella regla, quizás porque nadie la había formulado en un lugar tan perverso como Porlier. La miseria engendra miseria, la pobreza, avaricia, la desgracia, indiferencia, y el amor, mi única riqueza, iba a hacerme peor, egoísta, mezquina, codiciosa. Porque si renuncié a increpar a Julita, si me guardé para mí las palabras que treparon por mi garganta mientras fingía atender a sus argumentos, no fue porque me avergonzara de estar pensándolas, sino porque no se me ocurría otro sitio de donde sacar las trescientas pesetas que iba a costar mi definitiva boda con Silverio.

—Bueno, pues el 17 de noviembre —anda y que te den, rica—. Qué se le va a hacer…

Le di la espalda y enfilé el pasillo pisando con tanta energía como si cada baldosín tuviera su cara estampada en el centro. Estaba demasiado furiosa como para escurrirme entre los huecos sin molestar a nadie, y me abrí paso hasta la verja a codazo limpio. Cuando me agarré a ella, ni siquiera me pregunté por qué Silverio estaba más pálido, más serio que de costumbre.

—El 17 de noviembre… —repitió, y me extrañó que se quedara absorto, como pasmado en aquella fecha, sin celebrarla, sin protestar—. A ver si llego.

A ver si llego, repetí para mis adentros, y en esas cuatro palabras todo cesó, la furia, el disgusto, la impaciencia, lo mejor y lo peor. A ver si llego. Eso bastó para que un viejo conocido se apoderara de mí en un instante.

—¿Y por qué no vas a llegar?

Ya lo había invadido todo. Hablaba con mi boca, veía con mis ojos, oía con mis oídos, había rellenado hasta el último hueco de mi cuerpo y Silverio me miraba como si lo hubiera visto crecer, extenderse sobre mi piel, aflorar entre mis párpados para certificar que me había suplantado por completo. Yo ya no era yo. Yo era sólo miedo, y él se había dado cuenta. Por eso se esforzó en sonreír y apenas logró engordarlo un poco más, porque en su insaciable avidez, mi miedo supo alimentarse también de esa sonrisa.

—El viernes me comunicaron que ya hay fecha para mi consejo de guerra —su voz, la de un hombre sereno, aún resistía—. El 16 de octubre. O sea, el jueves que viene.

—¿El 16 de octubre…? —yo, en cambio, estaba tan nerviosa que tuve que pararme a pensar de qué me sonaba ese día—. ¡Pero si es mi cumpleaños!

—¿Tu cumpleaños? —aquella coincidencia iluminó sus ojos—. Entonces no puede pasarme nada malo.

—No, seguro que no, ya verás como no, porque…

No pude pasar de ahí. Mi memoria escogió la frase favorita de la Palmera para instalarla en mi cabeza y dejarme sin palabras, pero aunque Silverio también sabía que Dios aprieta y además ahoga, encontró una manera de torear a la muerte sin citarla.

—Si todo va bien, me mandarán a un penal, lejos de Madrid.

—Ya, pero tardarán…

Y en ese momento, sin que yo llegara siquiera a darme cuenta, mi voluntad venció a mi memoria, desterró al miedo, me secó las manos, me dio un pico, me explicó para qué servía y me enseñó a excavar en una mina de hierro cuya existencia había ignorado hasta entonces.

—Siempre tardan dos o tres meses, y lo importante ahora… —le miré, cerré los ojos, volví a abrirlos.

—¿Es el 17 de noviembre?

—Sí —sonreí—. Lo único importante es el 17 de noviembre.

Cuando nos pusimos de acuerdo en ese punto, faltaban casi diez minutos para el final de la visita, y los gastamos en las mismas bobadas que nos habríamos contado cualquier otro lunes, como si los dos no estuviéramos pensando en lo mismo, el frío de la madrugada, una tapia de ladrillo rojo, un pelotón de soldados ateridos en posición de firmes, una voz de mando y carguen, apunten, fuego. Los dos sabíamos que, pasara lo que pasara a partir de aquel, ningún lunes sería como los que habíamos vivido antes, porque cada uno tendría su propia marca, su exacta proporción de miedo y de esperanza, de verdadera desesperación y fortaleza fingida. Al salir del locutorio, comprobé que aquel proceso había comenzado ya. Aunque podría haber utilizado la noticia que acababa de recibir para retomar con ventaja la discusión que habíamos sostenido antes de entrar, me despedí de Julita moviendo una mano en el aire.

Si le condenan a muerte, ya habrá tiempo para hablar, pensé.

Y sólo de pensarlo, me vine abajo.

Allí, abajo, en un punto cardinal inexistente, tan hondo como un pozo oscuro recubierto de caracoles ciegos, permanecí durante tres días y tres noches. Iba a trabajar, hacía la compra, la comida, limpiaba la casa, besaba a mis hermanos, obligaba a Juanito a repetir los deberes y no veía la luz, no respiraba el aire que entraba por las ventanas, no subía ninguna escalera por más que impulsara a mis piernas para elevar mis pies, peldaño tras peldaño. Sólo sabía caer, ir hacia abajo, y desde allí pensaba, porque no quería pensar pero mi cabeza no se estaba quieta, y el mediocre fruto de mi pensamiento no me aliviaba ni me dejaba en paz, pero tampoco consentía en soltarme.

Pensaba, y pensar era sentir los dientes de un perro rabioso clavados en el núcleo del cerebro, detrás de mis ojos, de mis oídos, mordiendo, hiriendo, agitándolo todo para obligarme a sumar y restar cifras absurdas, como si la crueldad, la clemencia, fueran números exactos, dóciles y moldeables, sujetos a las reglas de un destino racional, un destino que desde luego no era el mío. No le van a matar, pensaba, no le van a matar, y no quería pensarlo, es demasiado joven, pero habían matado a otros igual de jóvenes, es demasiado inocente, pero habían matado a otros tan inocentes, no ha asesinado a nadie, no ha robado a nadie, no ha hecho más que imprimir unas octavillas, sólo eso, palabras, tinta y papel, pero también habían matado a otros por sus palabras. No quería pensar, pero pensaba, no podía evitarlo porque un perro rabioso se había fabricado un hogar en mi cabeza y también sabía hablar, incordiarme en el tono de falsa cordialidad de las peores buenas amigas, vamos a ver, Manolita, y si le matan, ¿qué?, si tú no eres su novia de verdad, no significas nada para él, total, cinco minutos en un cuarto cochambroso, ¿y por eso, por un beso, vas a ponerte así? Durante tres días y tres noches escuché aquella voz, tú no estás enamorada de él, Manolita, reconócelo, si ni siquiera te gusta, de lo que te has enamorado es de la idea de estar enamorada, nada más, ¿y sabes por qué?, porque no tienes nada, ni otra cosa que hacer que ir a Porlier los lunes, de eso te has enamorado, de la alambrada, de los paquetes, de Silverio no, así que, si le matan, ¿qué vas a perder?, una boca que no es una boca, una lengua que no es una lengua, una boda que nunca será una boda, sólo una fantasía ridícula, tontorrona, de la chica ridícula y tontorrona que tú eres… Esas palabras que nadie decía sonaban en mi cabeza para hundirme más que el pensamiento y empujarme hacia abajo, siempre abajo, un poco más abajo todavía, hasta sumergirme en una profundidad insaciable, una garganta que se hacía más y más profunda sin detenerse jamás ni terminar de engullirme, sin concederme siquiera el consuelo de gritar una verdad de la que tal vez, si mataban a Silverio, nunca llegaría a estar segura del todo.

Eso fue para mí venirme abajo, tocar un suelo ficticio, porque sabía que no era el último, que había más, un abajo más hondo, más oscuro, el verdadero abajo, un doble fondo definitivo que me llamaba por las noches mientras daba vueltas en la cama sin poder dormir, hasta que me quedaba dormida para soñar con el color de la piel de los cadáveres. Y allí estuve, abajo, donde el amor no podía nada contra la muerte, donde nunca amanecía y no se ponía el sol, donde no existían las horas ni los colores porque la vida era una posibilidad dudosa, un pez sin ojos, un musgo inerte, hasta que cumplí diecinueve años, y todavía veinte minutos más.

—¡Manolita! —hasta que a las dos y cuarto de la tarde del 16 de octubre, Aurelia colgó el teléfono que había en el obrador—. Era la señorita Rita, la sobrina de doña María Luisa, que ha llamado para felicitarte por tu cumpleaños. Ha insistido mucho en que te diga la palabra felicidades, con todas las letras, así que… ¿Pero qué te pasa, muchacha?

—Nada.

Había empezado a subir, subía, seguía subiendo, y ya veía la luz, las nubes recortándose en la boca del pozo, y subía más, y podía respirar, escuchar cómo cantaban los pájaros, recordar la cara de aquel amigo de mi hermano que nunca me había gustado, recordar los ojos que podrían seguir mirándome, la boca que podría volver a besarme, y subía, seguía subiendo, y sabía por qué, pero no por qué lloraba.

—Si estoy muy contenta…

Todas mis compañeras dejaron lo que estaban haciendo, se acercaron a mí, en algunos de sus rostros vi un gesto de extrañeza, en otros un ceño de auténtica preocupación, y seguí subiendo, llorando, sonriendo, mientras terminaba de fregar una cacerola con tanto brío como si mi vida dependiera de su limpieza.

—De verdad que estoy muy contenta…

El lunes, antes de entrar en casa, había llamado a Rita desde el teléfono de una cafetería. Había esperado un rato para asegurarme de que estaría tranquila cuando le diera la noticia, y hasta que pronuncié la palabra «consejo», todo fue bien. Después, mientras ni siquiera yo podía distinguir lo que quería decir en la pastosa amalgama de sonidos que brotaban de mi boca, ella me pidió que me fuera a casa y la esperara allí.

—¿Vas a ir a las Salesas?

—No puedo —y ya logré escucharme con claridad—. Hace menos de un mes, pedí un día libre para ir a Segovia, y no me atrevo…

—Voy yo, y así le conozco —sonrió de una manera que me hizo sonreír—. Por la tarde, voy a buscarte y te cuento, porque todo va a salir bien, ya lo verás.

El día de mi cumpleaños me estaba esperando en el mismo árbol donde la había encontrado el 3 de julio, pero su visita no me sorprendió. Por eso, todo en ella, su cuerpo relajado, apoyado en el tronco, el brillo de sus ojos, los dedos que levantó en el aire para marcar la V de la victoria, fue el mejor regalo que podría haber recibido aquel día.

—Tengo dos noticias, una buena y una buenísima. ¿Por cuál empiezo?

—Por la buenísima —le pedí, mientras la cogía del brazo para caminar por una acera que de repente era más ancha, más confortable y soleada que nunca—. Dime que no lo van a matar.

—No lo van a matar —la miré y las dos nos echamos a reír al mismo tiempo—. Era lo que pedía el fiscal, pero sin demasiado énfasis, no creas, así que el juez ha rebajado la pena.

—¡Uf! —inspiré, y al soltar el aire, fue como si acabara de respirar por primera vez—. Ahora, dime la buena.

Sabía que no lo habían absuelto, que era imposible. Tampoco habían podido caerle solamente dos años, pero cuando Rita me anunció que había una segunda noticia, y que era buena, el número doce se dibujó de improviso ante mis ojos. Sin embargo, al mirarla, me di cuenta de que no había acertado.

—La buena es que no es feo, Manolita —y de que me aguardaba una cifra mucho peor—. Eres una exagerada, de verdad. No es que me haya parecido guapo, porque guapo no es, pero tampoco…

—¿Cuántos años le han caído? —treinta, me respondí.

—A mí me ha parecido hasta interesante, en serio, y te voy a decir una cosa, si tuviera la nariz más pequeña, resultaría más vulgar, menos atractivo, que no es que parezca un galán de cine pero, mujer, en conjunto…

—¿Cuántos años le han caído, Rita? —se detuvo, me miró y volví a responder por las dos, esta vez en voz alta—. Treinta, ¿verdad?

—Pues sí, treinta —y me apretó el brazo, como si temiera que aquel número me desequilibrara—. Pero eso ya lo sabíamos, ¿o no? Ni que fueras novata, Manolita, si se libran de la pepa, les caen treinta años, siempre es así, pero eso es lo de menos…

—Treinta años por imprimir unas octavillas, ¿te das cuenta? Treinta años —y sentí que me hundía en aquella cifra, que aquellos números tenían manos, que las usaban para empujarme en un nuevo abismo helado y pantanoso, porque ya conocía la naturaleza de la ambición, y frente a la muerte, treinta años no eran nada, una broma, pero ante la certeza de la vida, eran treinta veces un año, doce meses multiplicados por treinta, una catástrofe incomparable—. Cuando salga de la cárcel, tendrá… Cincuenta y cuatro.

—No.

Cuando estaba a punto de venirme abajo otra vez, Rita negó con la cabeza, me guio hasta un banco, se sentó a mi lado y no me soltó.

—Mírame, eso lo primero —la obedecí y apretó mis manos con las suyas—. Muy bien, pues no dejes de mirarme porque voy a contarte la verdad. A Silverio no le han juzgado por imprimir unas octavillas, sino por atentar gravemente contra la seguridad del Estado. ¿Que es una locura? Pues sí, pero eso es lo que hay, esos eran los cargos, y por eso mismo, hace dos años, fusilaron de una tacada a cincuenta y cuatro militantes de la JSU que ni siquiera tenían una imprenta. Así que ya puedes estar contenta —me miró, y sólo cambió de tono cuando me vio asentir con la cabeza—. Esto no va a durar siempre, Manolita. Franco no va a durar siempre, los americanos entrarán en la guerra antes o después, y cuando los aliados vuelvan a ganar, cuando comprendan lo que nos han hecho y nos ayuden por fin, ni mi padre ni el tuyo estarán aquí. Los muertos no van a ver el final de este horror, ¿me oyes? Pero tu novio sí, porque tu novio va a vivir, y eso es lo único que importa.

Tenía razón. Tenía razón aunque no la tuviera, porque ninguna de las dos éramos novatas, las dos igual de expertas en el horror, en la cola de Porlier, en el depósito de cadáveres del cementerio del Este. Tenía razón porque las dos estábamos vivas, porque habíamos aprendido a sobrevivir a la muerte, a levantarnos a la mañana siguiente como si tal cosa, a explotar los pocos recursos que estaban a nuestro alcance para sonreír, para divertirnos, para fabricar esperanza donde no la había, ¿y por qué me has traído pescadilla, Julita, si sabes que no me gusta? Esa era nuestra especialidad, eso lo hacíamos mejor que nadie, Rita lo hizo mejor que yo aquella tarde, mientras enunciaba en orden, uno por uno, todos los puntos del protocolo de las verdades inútiles, las mentiras útiles a las que nos agarrábamos para seguir de pie, y hasta logró que le brillaran los ojos mientras hablaba, no van a poder mantener a tanta gente presa durante mucho más tiempo, como si de verdad creyera que lo que estaba pasando en España tenía sentido, ¿tú sabes el dineral que debe estar costándoles?, como si la lógica desempeñara algún papel en los absurdos acontecimientos que padecíamos, ¿y la economía, qué?, como si las lecciones que tenía que memorizar para aprobar segundo de bachiller a fin de curso sirvieran para explicar la única realidad que existía para nosotras, ¿el país arruinado, las fábricas destruidas, los campos sin cultivar, y centenares de miles de hombres encerrados, perdiendo el tiempo, mano sobre mano, en los patios de las cárceles?, como si de verdad creyera que iban a consentir que se matriculara en la universidad el curso siguiente, eso no puede ser, Manolita, piénsalo un poco, es que no puede ser, esto se va a acabar, tiene que acabarse, y más pronto que tarde, hazme caso…

Le hice caso, como ella me había hecho caso a mí otras veces, siempre que le había hecho falta. Le hice caso porque lo contrario era morirse a medias, renunciar a la vida, entregarse a la muerte, y yo quería vivir.

—Ya te has enterado, ¿no? —porque Silverio quería vivir.

—Claro —porque la vida coloreaba su piel, relucía en sus ojos, se erguía en sus hombros, se aferraba a la verja con sus manos cuando volví a verle—. Mandé a una espía a las Salesas, ¿qué te crees?

—Qué miedo pasé, Manolita —se echó a reír y me asusté al calcular cómo habría sido aquel momento si el fiscal se hubiera salido con la suya—. ¡Qué miedo! Cuando el juez empezó a dictar sentencia, creí que se me paraba el corazón. No te lo puedes imaginar.

—No —por eso, porque ya no lograría parar su corazón, ni el mío, esa muerte burlada desató un violento escalofrío en mi nuca, un golpe de hielo para despedirse—. Pero yo también he pasado mucho, de verdad. Me daba tanto miedo que te mataran, ahora, cuando apenas nos conocemos, cuando casi no hemos podido estar juntos, tenía tanto, tanto miedo… —y sin embargo él estaba a salvo, sonreía, pude colgar mi sonrisa de la suya como me habría colgado de su cuello si hubiera podido—. Y aquí estás, Silverio, aquí estás, y yo… Yo estoy tan contenta que hasta tengo ganas de gritar.

—Pues grita.

—¿Sí?

—Claro —se echó a reír—. Yo grito contigo.

Y gritamos los dos a la vez, ¡ahhhh!, gritamos y nos reímos los dos a la vez, sacudiendo las alambradas como dos monos furiosos en un zoológico hasta que un funcionario nos mandó callar, para que todas las mujeres que me habían dado la enhorabuena en la puerta nos miraran con una sola sonrisa. Sin embargo, al salir del locutorio me enteré de que no todos los procesados del 16 de octubre habían corrido la misma suerte. Los expedientes múltiples habían arrojado varias penas de muerte, y entre los condenados estaba el novio de una chica a la que vi andando muy despacio, entre dos mujeres que la sujetaron por los brazos hasta que consiguieron sentarla en un banco.

—Enhorabuena, Manolita, me alegro muchísimo, de verdad —no dejé de mirarla mientras abrazaba a Julita como si no hubiéramos discutido una semana antes—. Ya no te parecerá tan mal el 17 de noviembre, ¿verdad?

—Pues no —volví a tener ganas de gritar, pero me limité a sonreír—, ya no… —y la abracé un poco más fuerte.

Porque Silverio estaba vivo, porque iba a seguir viviendo más allá de la perseverante lentitud de los relojes, porque todo lo que tenía que hacer era esperar, dejar que los días pasaran sin rechistar, sin protestar, y no quejarme de nada nunca, nunca más. Eso creía.

Octubre se resistió a desaparecer en la frontera de su sucesor, pero noviembre llegó al fin, la fiesta de los difuntos cayó en sábado, el 5 en miércoles, un día soso, vulgar, sin ninguna seña especial. Tampoco la esperaba del día 6, cuando fui a Porlier después de trabajar para dejar un paquete con queso, membrillo, tabaco, un puñado de higos secos y otro de caramelos desteñidos, que sabían bien aunque el colorante no había dibujado en su superficie las rayas verdes que se esperaban de él. Me equivoqué, porque antes de llegar a la cárcel, me di cuenta de que había pasado algo.

No fue más que eso, una corazonada, un presentimiento, la cáscara imprecisa de una sensación, sólo algo, pero algo desde luego malo. Al ponerme en la cola lo respiré en el aire y en el gesto grave de algunas mujeres calladas, entre las que apenas dos o tres se animaron a saludarme con un gesto, sin pronunciar mi nombre. Su silencio no significaba nada en sí mismo, porque no conocía su origen. Otros días me habían asaltado otros silencios, y yo había acatado su voluntad con los labios cerrados, esperando a que una voz conocida susurrara en mi oído una mala noticia, un traslado inesperado, una ejecución masiva, un asalto de la muerte en cualquiera de sus variadas, casi infinitas formas. Aquella tarde, sin embargo, fue distinto. Aquella tarde no me enteré de nada, pero las que siempre lo sabían todo, las que nunca callaban, las que más se movían, avanzaban despacio, con la vista en el suelo, poniendo tanto cuidado en no rozar a las que tenían delante como en esquivar a las que andaban detrás, como si no quisieran contaminarse o contagiar su desconfianza. El 6 de noviembre, jueves, a media tarde, en la cola de Porlier nadie conocía a nadie, y nunca había pasado algo parecido.

—Nombre —antes de llegar al mostrador, me fijé en un rostro remotamente familiar, porque yo había visto ya en alguna parte a aquella chica rubia y delgada, con la nariz muy chata, que estaba apoyada en el quicio de la puerta.

—Silverio Aguado Guzmán —o quizás no, quizás estaba equivocada, porque no fui capaz de recordar de dónde, de qué la conocía.

No tardé ni dos minutos en dejar el paquete, pero cuando volví a salir, ya no la vi. Eso me sorprendió menos que la estampa de una acera desierta, despoblada de los corrillos que solían formarse todas las tardes. Las mujeres que me habían precedido se habían marchado corriendo, como si no tuvieran ni un segundo que perder, y apenas llegué a distinguir alguna silueta presurosa camino del metro. Sin embargo, antes de llegar a la boca de Lista, mientras esperaba a que se pararan los coches para cruzar la calle, aquella desconocida apareció a mi lado como si no viniera de ninguna parte.

—Manolita… —cuando la oí decir mi nombre me asusté, y ella correspondió a mi respingo con un gesto de extrañeza—. ¿Pero no te acuerdas de mí? Soy Chata, la prima de los Garbanzos…

—¡Ah, sí, claro!

Los Garbanzos eran los dueños del ultramarinos de la calle General Lacy donde trabajaba el Orejas, y Chata, cuyo verdadero nombre nunca llegué a saber, había venido alguna vez con él a las reuniones que Toñito celebraba en casa. Eso, y nada más que eso, era lo que estaba claro.

—Perdóname —añadí de todas formas, porque no tenía motivos para la descortesía—. No te había reconocido.

—Sí, ha pasado mucho tiempo, pero yo quería hablar contigo porque… —se abrió el tráfico y me cogió del brazo, para retenerme y ceder el paso al resto de los transeúntes—. ¿Tú sabes algo?

—¿Yo? —en ese momento, instintivamente, dejé de mirarla a los ojos—. ¿De qué?

—De lo de la calle Santa Engracia, lo de ayer… —negué con la cabeza sin abrir la boca y se pegó más a mí, acercó sus labios a mi oído, bajó la voz—. Ha habido una caída, eso sí lo sabes, ¿no?

Me aparté un poco de ella antes de volver a mirarla, y ya no necesité que el instinto decidiera por mí.

—No —me bastó con la verdad—, yo no sé nada.

—Pues ha sido muy gorda. Fueron a detener a uno, que le llaman el Valenciano, y estaba en casa cuando llegaron. Cuando vio los coches de policía parados en la acera, no se le ocurrió nada mejor que tirar la maleta donde tenía todos los papeles por una ventana que daba a un patio interior —hizo una pausa para mirarme, pero no debió de apreciar nada interesante en mi cara—. Al caer, hizo tanto ruido que los policías que subían por la escalera creyeron que era una bomba, fueron a mirar, y… Lo cogieron todo, direcciones, nombres, actas de reuniones, correspondencia… —suspiró y movió la cabeza con un gesto de desánimo—. Te lo puedes figurar.

Si hubiera sido cualquier chica de la cola de Porlier o alguna conocida de la de Ventas, cualquiera a la que yo hubiera podido situar con certeza en mi bando desde que la paz trajo consigo esa guerra que libraba a diario, habría sido más expresiva, más confiada.

—Y si ya lo sabes todo… —pero me limité a dejar claro que no entendía los motivos de aquella aparición—. ¿Por qué vienes a preguntarme a mí?

—Porque no sabemos dónde se ha parado —me respondió sin titubear—. No sabemos si ha habido más detenciones, a qué riesgo nos exponemos, ni…

—Pues yo no sabía nada —la interrumpí—. Y ahora sólo sé lo que tú me estás contando.

—Bueno, pero si te enteras de algo… Yo sigo viviendo en casa de mis tíos, encima de la tienda, sabes, ¿no?

Asentí con la cabeza y nos despedimos sin más palabras. Después repasé lo que sabía y lo que acababa de aprender hasta que concluí que la suma de mis conocimientos podía significar mucho o nada en absoluto. El chico al que había conocido en la trastienda de la tintorería hablaba con acento valenciano, pero no tenía por qué ser el único comunista de Valencia que trabajara clandestinamente en Madrid. Fuera él, o no, el detenido, una caída justificaba el aire turbio que había respirado en la cola de los paquetes, pero no tanto la visita de Chata. Si ella estaba dentro, habría sido más lógico que se dirigiera a sus camaradas, gente conocida, que le inspirara confianza en el frenesí que siempre desataba cualquier detención, cuando el derrumbamiento de un simple soldado de plomo podía acarrear la ruina de un ejército entero.

Pero por otra parte, pensé a continuación, a mí ya me conocía mucha gente. Si se había desencadenado una catarata de detenciones, era casi imposible que no hubiera implicado a alguna familia vinculada al ritual de los paquetes y el locutorio. Partiendo de eso, y de que Chata me conocía, Juani, María, Amelia, incluso Julita, podrían haberla enviado a investigar a Porlier. En ese caso, debería haber pronunciado algún nombre como garantía, pero quizás estaba demasiado nerviosa, quizás lo había olvidado, quizás había decidido que no hacía falta. Eso daba igual porque yo no le había contado nada. La cuestión era qué iba a hacer con lo que ella me había contado a mí, y a eso le estuve dando vueltas toda la tarde, mientras ponía a los mellizos a hacer los deberes, mientras bajaba a hacer recados y volvía a subir, mientras hacía la cena. Porque, como había habido una caída, debería ir al tablao a avisar a mi hermano, pero, como había habido una caída, si en la calle había policías de paisano esperando a ver qué podían pescar en el río revuelto del pánico incontrolado, el remedio acabaría siendo peor que la enfermedad.

Cuando serví la sopa, me pregunté si no debería temer más por mí que por Toñito, que al fin y al cabo estaba desaparecido desde marzo de 1939. Ya había decidido que aquella no era noche para hacer visitas. Además, Jacinta era comunista, su marido tenía contacto con la dirección, ellos ya habrían informado a mi hermano más y mejor de lo que podría hacerlo yo. Todo eso era verdad, pero no me tranquilizó, y cuando logré cerrar los ojos, después de pasar muchas horas en blanco, esperando a que alguien llamara a mi puerta, ya estaba empezando a clarear.

Sin embargo, al día siguiente no me pasó nada peor que irme a trabajar muerta de sueño. Aunque el corazón me trepó hasta la boca media docena de veces, las mismas que sonó el teléfono del obrador, Rita no me llamó, no vino a buscarme, y tampoco encontré a la Palmera en la calle Villanueva, ni en la puerta de mi casa. No hubo visitas inesperadas aquel día, tampoco el sábado, y el domingo, cuando volví a la cola de los paquetes después del trabajo, las recetas y los remedios caseros, las direcciones de médicos que no cobraban y tiendas donde el arroz o el aceite estaban más baratos, habían vuelto a florecer en un barullo de conversaciones cuyas interlocutoras volvieron a acordarse de mi nombre y de preguntarme cómo estaba. La caída se ha parado a tiempo, leí en sus ojos, en sus sonrisas, la caída se ha parado a tiempo, escuché en sus palabras y en sus pausas, la caída se ha parado a tiempo, susurró en mi oído una voz conocida. Eso no significaba que no hubiera caído más gente, sino que había sido poca, poco relevante, pero con eso me bastó, nos bastó a todas aquel día. Mientras volvía a casa, tan contenta, no pensé en lo que habrían tenido que soportar los detenidos que no habían abierto la boca. Tampoco que entre las víctimas de una caída pudiera haber algo más que personas.

—¡Juani! —por eso no supe interpretar la inesperada aparición de la viuda de Mesón en la puerta del locutorio el lunes, 10 de noviembre, cuando esperaba a Julita—. Me alegro mucho de verte. ¿Qué haces por aquí?

Aquella mañana me había levantado de tan buen humor que, después de llevar a mis hermanos al colegio, me senté delante del espejo con dos docenas de horquillas, para intentar repetir en mi pelo la proeza que la Palmera había logrado dos meses antes. Lo mejor que conseguí se parecía más a un churro que a una diadema, pero fue suficiente. Cualquier recurso para liberar mis rizos y despejarme la cara representaba, más que un peinado, una zancada hacia la meta, el último obstáculo de una carrera a campo través, el destino final de un viaje que iba a culminar en una estación más feliz que la prevista en el precio del billete. Aquella convicción me arropó camino de Porlier, hizo mis pasos más veloces, más precisos, me llevó en volandas hasta la alambrada y brilló en mis ojos cuando Silverio me dijo que estaba muy guapa con el pelo así. Por eso, en los veinte minutos que duró aquella visita, apenas hablamos. Nos miramos, sonreímos, nos reímos, y eso, la premonición de un abrazo más poderoso que las palabras, fue suficiente.

—Verás, Manolita…

Juani me cogió del brazo para llevarme en la dirección contraria a la que tomaba todos los días y no me pregunté por qué lo hacía, como había renunciado a preguntarme sobre lo que iba a hacer una semana después. La súbita irrupción de la muerte en mi vida, en la de Silverio, había consumido el tiempo de la torpeza, de los tartamudeos y la confusión. Su derrota había puesto mi vida en mis manos, y sólo podía hacer una cosa con ella, vivirla. Eso era lo único que me interesaba, las únicas palabras que sonaban en mi cabeza mientras oía las que pronunciaba Juani sin escucharlas.

—No te puedes imaginar cuánto lo siento. Cuando empezamos con esto, no se nos ocurrió que todo pudiera acabar siendo verdad, nunca se nos ocurre, y cuando pasa… Ese es el riesgo del trabajo clandestino, que las herramientas son personas, con sus necesidades y sus debilidades, con sus sentimientos, y… Y que encima seas tú, Manolita, que te haya tocado a ti después de lo que hiciste por mí, me da tanta rabia, es tan injusto que… A mí me encantaría…

En ese momento se calló, y su silencio la explicó mejor que las palabras que lo habían precedido.

—No te entiendo, Juani —pero no era verdad—. ¿Me has traído el dinero? —me miró, cerró los ojos, volvió a mirarme y no dijo nada—. El dinero de la boda… ¿Me lo has traído? —negó con la cabeza, muy despacio—. ¿Y por qué?

Cerró otra vez los ojos, tomó aire y lo dijo de un tirón.

—Porque no va a haber boda, Manolita.

Entonces me reí. No sabía por qué, pero eso fue todo lo que pude hacer, abrir la boca para dejar escapar una carcajada ahogada, deforme, que murió antes de madurar, sin llegar a sonar como una verdadera carcajada.

—¿Qué?

No me contestó. Avanzó hacia mí, me pasó un brazo por los hombros y me obligó a arrancar, a caminar deprisa mientras hablaba al mismo ritmo, a una velocidad insoportable para mis oídos.

—La policía tiene las multicopistas. La dirección de la tintorería estaba en la maleta que Sendín tiró por la ventana, y cuando fueron a por Ceferino, las encontraron en la trastienda y se las llevaron, se lo han llevado todo. La caída no ha sido más grave porque la mayoría de las direcciones está en clave. Las estafetas aparecen como lecherías, las casas de camaradas como tabernas, y eso están buscando, lugares que no existen, pero cuando se cansen de dar paseos en vano, de preguntar a la gente equivocada, le darán otra vuelta a los detenidos, los torturarán hasta que no puedan más, y no podemos saber lo que pasará a partir de ahí, quién aguantará, quién no, qué confesará. Esto puede acabar en un desastre, tenemos que estar preparados para lo peor…

Juani hablaba, y hablaba, y yo la oía muy lejos, como el eco de una radio mal sintonizada en un edificio remoto, la oía y me preguntaba qué significaba lo que decía, por qué me lo estaba contando a mí, si a mí no me importaba, si lo único que yo necesitaba eran doscientas pesetas, un cartón de tabaco y un kilo de pasteles para casarme con Silverio. Por eso caminaba a su lado, por eso estaba callada, tranquila, no porque estuviera resignada, reconciliada con mi suerte, sino porque no la entendía, porque no quería entenderla, porque mis oídos y mi razón se habían declarado en rebeldía, y yo me había alzado con ellos contra unas palabras que no quería escuchar porque no eran para mí. Yo no tenía nada que ver con eso, el pobre Ceferino, las máquinas que guardaba en la trastienda, la policía, ¿y a mí qué?, me preguntaba, si yo no sé nada ni quiero saber nada, yo era la señorita Conmigo No Contéis y vivía tan tranquila hasta que me metisteis en esto, vosotros me metisteis y vosotros me vais a sacar, yo sólo quiero doscientas pesetas, un cartón de tabaco, un kilo de pasteles, ¿qué es eso para vosotros?, te lo voy a decir, nada, para vosotros no es nada, así que dámelo y cállate de una vez.

—Yo tengo que casarme con Silverio el lunes que viene, Juani —el tono de mi voz, neutro, sereno, subrayó la ineluctable naturaleza de mi afirmación—. Me da igual lo que haya pasado. Yo tengo que casarme con él, ¿comprendes? Yo, sin ser de los vuestros, he hecho mucho por vosotros. Me he arriesgado mucho, me he esforzado mucho, y ahora no podéis dejarme en la estacada, no podéis… —la miré y me di cuenta de que lo estaba pasando mal, pero no me quedaba ni un gramo de compasión que compartir—. Yo no tengo dinero, vosotros sí, y esto sólo va a pasar una vez, sólo una vez, porque luego lo mandarán a un penal y ya no volveré a pediros nada, te lo juro por lo que más quieras, que no os pediré nada nunca, nunca más —en mi voz temblaba un hilo que se hacía cada vez más tenso, más delgado, tan frágil como una hebra de cristal—, y os lo pagaré, haré lo que me pidáis sin rechistar, estoy dispuesta a lo que sea, cualquier cosa, tú dame doscientas pesetas…

—Escúchame, Manolita —Juani se paró, me cogió por los hombros, me apoyó en la fachada de un edificio, rodeó mi cara con sus manos—. Nosotros ya no tenemos dinero. Se lo han llevado todo y no podemos pagar esa boda, te estoy diciendo la verdad. A mí me encantaría, te lo juro, porque tienes razón, tú has hecho mucho y yo te lo agradezco en el alma, pero no puedo hacer nada por ti, porque ya no hay nada. No son sólo las multicopistas, es que no nos queda un céntimo. ¿Lo entiendes? Dime que lo entiendes, por favor…

En ese instante lo entendí. En ese instante, todas las palabras que había pronunciado desde que la encontré en la puerta de la cárcel tomaron impulso para derramarse sobre mi cabeza como la ladera de una montaña, y se volvieron piedras, rocas afiladas, aristas duras y capaces de herir, de clavarse en mi carne, de hacerme daño. En ese instante, tan cerca del 17 de noviembre, entendí la verdad y que el 17 de noviembre no iba a pasar nada. Nada.

—No sabes cuánto lo siento… —alargó los dedos con la intención de recoger un mechón de pelo que se me había soltado, y le di un manotazo a tiempo para impedirlo.

—¡Déjame! —aquel hilo tenso, vacilante, la última frontera entre la esperanza y la desesperación, se rompió en aquel momento.

—Manolita, por favor…

—¡Que me dejes! —una fuerza desconocida se apoderó de mis manos, y al empujarla estuve a punto de tirarla al suelo—. Déjame, lárgate, no quiero volver a verte, ¿me oyes?, no vuelvas a dirigirme la palabra, no te acerques a mí… —la miré, vi su rostro desencajado, los ojos brillantes, y decidí que no, que por ahí sí que no, que no quería su solidaridad, ni su gratitud, ni su afecto, sólo palabras para maldecirla, para maldecir a mi hermano y el día en que se me ocurrió hacerle caso—. ¡Vete! Déjame sola, déjame en paz…

Ella no se movió, pero la furia que me había suplantado se puso en marcha. Eché a andar sin saber adónde iba y anduve sola durante mucho tiempo, recorrí calles conocidas que no logré reconocer, volví sobre mis pasos una y otra vez para perderme en un laberinto de aceras que en algún momento desembocó en Recoletos, y se había nublado, pero no me di cuenta, y empezó a llover, pero yo seguí andando, apretando en la mano un puñado de horquillas que nunca supe cuándo ni por qué me había quitado, mientras sentía que una fuerza desconocida tiraba de mí, que un poder oscuro guiaba mis pasos por un rumbo torcido, perverso y sin sentido, como si un gigantesco imán se moviera debajo de la tierra para atraerme, para aturdirme y confundir mis pasos, hasta que llegué a casa, y me tumbé en la cama, y quise morirme ya, de una vez.

El amor hace mejores a las personas. Eso había leído, eso me habían contado, eso afirmaban ciertas teorías formuladas muy lejos de Porlier. Lo que hizo conmigo fue distinto, porque cuando estaba empezando a despegar del suelo, me aplastó contra él y ya no fui capaz de levantarme.

—Habrían funcionado, ¿sabes? —Silverio, que estaba preso, que iba a seguir estándolo, que tenía una condena a treinta años por delante, encajó el golpe mucho mejor que yo—. Estoy seguro de que habrían funcionado.

—Nos vamos a casar, Silverio, te lo prometo —hasta que me miró como si nunca antes hubiera estado enamorado de nadie—. No sé cómo, no sé de dónde voy a sacar el dinero ni cómo me las voy a arreglar, pero te prometo que tú y yo vamos a casarnos…

Hasta que el 9 de enero de 1942, el Seminarista no me preguntó ningún nombre cuando llegué al mostrador.

—Ya no está aquí —y negó con la cabeza para subrayarlo—. Lo han trasladado esta mañana.

—Lo han trasladado… —aquella noticia me aturdió tanto que empujé el paquete hacia él de todas formas—. ¿Adónde?

—El Ministerio de Justicia informará por correo a los familiares —volvió a empujar el paquete hacia mí—. ¡Siguiente!

—Ni hablar —aferré el paquete como si fuera un escudo y no me moví—. Soy su mujer, usted sabe que me casé con él. Dígame dónde está.

—No lo sé —me di cuenta de que estaba diciendo la verdad—. No puedo decírtelo porque a nosotros no nos dan esa información.

Recogí el paquete, seis pitillos, una docena de castañas asadas, un trozo de membrillo, cuatro galletas, y salí a la calle andando muy despacio. Todo había terminado y cualquier mujer más sensata que yo, la que yo misma había sido antes de casarme con Silverio, lo habría celebrado. Mi última visita a Porlier había puesto fin a un calvario que había durado casi dos meses, pero yo había dejado de ser sensata, y me sentí estafada, desahuciada, vacía, como si al privarme de una estéril, agotadora peregrinación de fracasos y promesas incumplidas, acabaran de robarme todo lo que tenía.

—¿Tú sabes quién podría estar interesada en comprarme el turno para casarse esta tarde, a las cinco? —como si mi única posesión fuera aquel martirio al que me entregué por mi propia voluntad en la misma mañana de mi boda, cuando llegué a la cárcel con tiempo de sobra para recorrer la cola varias veces, dirigiéndome a conocidas y desconocidas en el mismo tono con el mismo empeño—. ¿Te has acordado de alguien? —para que todas negaran por igual con la cabeza—. ¿Se te ha ocurrido alguien? —para que repitieran aquel movimiento una y otra vez—. ¿Y a ti? ¿Tú sabes quién podría…?

—Que no, Manolita, que no.

Después, le prometí a Silverio que nos casaríamos, que conseguiría el dinero a cualquier precio, que lo reuniría costara lo que costase. Su sonrisa me puso tan triste que estuve a punto de quedarme en casa, pero al final acudí a mi cita con Martina porque no la había visto por la mañana y quería explicarle lo que había pasado, preguntarle qué podríamos hacer. Estaba segura de que alguien la habría avisado a tiempo para que no viniera, pero fue tan puntual como siempre y su aparición no sólo bastó para ahorrarme explicaciones. También me enseñó cómo iban a ser las cosas a partir de aquel día.

Mi madrina había tenido la suerte que yo había perseguido en vano durante toda la mañana, y venía charlando con una mujer recién peinada, muy maquillada y vestida de punta en blanco, un traje rojo, ceñido, tan extravagante como el que la Palmera me obligó a ponerme la primera vez, asomando bajo un chaquetón negro. Aquel detalle fulminó la poca serenidad que me quedaba.

—¿Qué significa esto, Martina? —al verme intentó retroceder, pero no llegó a tiempo.

—¿Qué significa qué? —porque ya la había agarrado por los brazos y los apretaba, los apreté como si quisiera desgajárselos del cuerpo—. Me estás haciendo daño…

—El turno era mío, Martina, era mío, ella no puede aprovecharlo así, sin más, tenéis que pagármelo, tenéis…

—¡Pero qué dices! —se sacudió con tanta fuerza que me hizo trastabillar—. ¿Te has vuelto loca o qué? Tú no puedes entrar, no tienes dinero, ¿qué quieres que haga? Yo lo siento mucho por ti, chica, te juro que lo siento, pero no voy a renunciar, ya lo hice una vez, acuérdate, tú lo sabes, entonces había motivos y ahora no los hay… —al recordarlos, me miró como si se avergonzara de la escena que estábamos representando en plena calle, se acercó a mí, cambió de tono—. No me mires así, Manolita, yo no tengo la culpa de lo que ha pasado y tú no ganas nada con que las dos nos quedemos fuera. Ponte en mi lugar, mujer, ¿qué habrías hecho tú?

Habría sido mejor que yo también me hubiera avergonzado. Habría sido mejor que me hubiera asustado del carácter ruin, casi obsceno, de aquella áspera disputa por sexo y por dinero, que hubiera recordado a tiempo un cuartucho inmundo, lleno de cucarachas, y los registros de los funcionarios, las lágrimas de Juani, un huevo de chocolate, el último deseo de dos hombres enamorados, condenados a morir. Tenía muchos motivos para avergonzarme, y el principal era proteger mi amor, mantenerlo a salvo de aquella bronca de insultos y empujones, sólo por eso ya habría sido mejor, pero fue peor, porque en aquel momento era tan pobre, tan desgraciada, que en mis manos vacías no había espacio para mi dignidad, ni para la dignidad de nadie.

—Esto no es así, ¿sabes?, no es así… —por eso no quise ponerme en el lugar de Martina, no quise ser comprensiva, razonable, no me dio la gana de aceptar que el 17 de noviembre se quedara en eso, otra boda, otra novia, y yo sola, en la puerta—. Los turnos cuestan dinero, esa es la regla.

—¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? —fue la otra mujer quien me lo preguntó—. ¿Dónde está escrito eso? —no supe responder pero fui hacia ella, la empujé, intenté agarrarla del pelo y esquivó mi mano a tiempo—. ¿Pero qué haces?

—¡Tú eres una sinvergüenza y no vas a entrar ahí!, ¿me oyes? —Martina corrió hacia mí, me sujetó por los codos, intenté zafarme y me abrazó por detrás—. Y tú eres todavía peor, una puta traidora, así que suéltame… ¡Que me sueltes, hostia! —no lo hizo y seguí chillando, pataleando como las borrachas de mi barrio, todas esas mujeres solas, desesperadas, que buscaban bronca cada noche por la calle—. ¡Que no vas a entrar! ¡Que no! No te vas a aprovechar…

—¡Ya está bien, Manolita!

Martina me apretó más fuerte, se dio la vuelta sin soltarme para apartarme de su nueva socia, y de repente sentí que me había quedado sin fuerzas, que estaba sola y era pequeña, que tenía frío y un cansancio tan profundo que me llegaba hasta los huesos. La batalla había acabado y yo había perdido. Cuando mi sustituta pasó por mi lado, arreglándose el moño, lo sabía tan bien como yo.

—¡Tú estás chalada, chica! —al oírla, me di cuenta de que no la conocía de nada y por eso decidí ahorrarle mi último cartucho.

—Esta me la pagas, Martina —la novia de Tasio volvió a mirarme con pena y con vergüenza, como si no me creyera capaz de decir lo que estaba diciendo, de hacer lo que estaba haciendo—. Te juro que me la pagas —hasta que algo en mi cara, en mi voz, en los dedos cruzados que llevé hasta mis labios para besarlos, consiguió asustarla.

Fue una satisfacción tonta, efímera, porque un instante después, un funcionario abrió la puerta, las dos entraron sin volver la cabeza, y yo me marché a mi casa arrastrando los pies.

—Vamos a casarnos, Silverio, te lo prometo. Estoy apuntada para el 15 de diciembre, ¿sabes?

Seguí yendo a la cárcel todos los lunes, seguí agarrándome a la verja, seguí formulando promesas que no iba a poder cumplir, y seguí dando vergüenza, cada vez más vergüenza, a mí misma y a las demás, todas esas mujeres que habían sido mis amigas, mis hermanas, hasta que empezaron a mirarme de otra manera, como a un problema, un estorbo, un misterio aburrido, desagradable, mientras cabeceaban al principio con lástima, luego con indiferencia, al final con un gesto de fastidio, porque se habían hartado de mí, de escucharme, de decirme que no, de murmurar entre ellas, hay que ver, con lo maja que era esta chica, parece mentira lo loca que se está volviendo.

—Necesito trescientas pesetas, Rita, préstame trescientas pesetas, y…

—¡Trescientas pesetas! ¿Y de dónde quieres que las saque?

Lo intenté todo, quemé todos mis recursos, hice cálculos y más cálculos, vendí a mis compañeras los bollos estropeados que me tocaron en suerte, volví a robar comida en las tiendas de mi barrio, maquiné los planes más enloquecidos, y regresé cada lunes a Porlier como una cautiva enamorada de sus cadenas, para prometerle a Silverio que nos casaríamos, que lo arreglaría, que sacaría el dinero de debajo de las piedras, pero las piedras no daban dinero, y el tiempo pasaba, y no pasaba nada más que el tiempo.

—Necesito trescientas pesetas, Palmera, préstamelas y…

—¿Pero tú sabes lo que me estás pidiendo, preciosa?

Estaba apuntada para el 15 de diciembre, y el 15 de diciembre llegó y no había conseguido ni veinte duros.

—No pasa nada, Manolita, no te angusties, yo sé que es muy difícil…

—Que no, Silverio, que no —y le miraba, sonreía, lograba hacerle sonreír—. Tú y yo nos vamos a casar, eso seguro.

—Ojalá —él ladeaba la cabeza, entornaba los ojos y volvía a mirarme para que cada centímetro de mi alambrada, de la suya, me hiciera daño.

—Ya verás como sí…

Rita me prestó lo que pudo, la Palmera seis duros más, y busqué otros trabajos para los lunes, casas, escaleras, cristales para limpiar, pero lo poco que encontré apenas me consintió sumar algunas monedas a un ritmo que nunca sería suficiente. Volví a apuntarme para el segundo lunes de 1942 y el tiempo siguió pasando sin pausa y sin piedad, acortando día a día el plazo de mi futuro con la insensible crueldad que abre una herida mortal en cada hoja del calendario de los condenados.

—Necesito doscientas pesetas, Toñito, dámelas, puedes pedírselas a Eladia, seguro que para ella no es tan difícil, tú me metiste en esto, acuérdate, yo nunca te he pedido nada, pero necesito doscientas pesetas, sólo una vez, antes del 12 de enero, por favor, préstamelas y…

Mi hermano ni siquiera se molestaba en contestarme. Se limitaba a negar con la cabeza, muy despacio, porque desde la caída ya no era el mismo y todo le asustaba, un ruido, una voz desconocida, unos pasos familiares en la escalera. Yo me daba cuenta, y a veces, un resquicio de la mujer que había sido antes de que el amor me hiciera peor, se avergonzaba también de mi insistencia, esa obsesión que me impedía acercarme a él, abrazarle, darle ánimos, ayudarle a soportar una amenaza mucho más grave que las doscientas pesetas que me atormentaban. Toñito se había vuelto tan taciturno que ni siquiera llegó a decirme que no. Por eso, y porque me estaba volviendo loca, el día de Reyes, cuando salí de trabajar con la nariz saturada del azahar de los roscones, estuve a punto de chillar de alegría al encontrarme a la Palmera en la puerta del obrador.

—¿Tú sabes algo del requesón, Manolita? —antes de comprender el sentido de aquella pregunta, ya me había dado cuenta de que Eladia estaba a su lado, de que llevaba todo el día llorando, de que no habían venido a traerme el dinero—. ¿Le has visto, te ha llamado, ha venido…?

Dios aprieta, y además ahoga. La noche anterior, de madrugada, mi hermano se había levantado de la cama, se había vestido, se había afeitado y había dejado una carta para Eladia antes de marcharse. La Nochevieja había traído consigo, junto con el Año Nuevo, el desastre que me había anunciado Juani, y no quería que nadie corriera riesgos por su culpa. Aquella noche anduve buscándole, pero no le encontré. Cuando el Seminarista rechazó mi paquete en el mostrador de Porlier, la desaparición de Antonio ya me había devuelto a un mundo donde existían problemas más graves que los míos. A partir de aquel día, no dejaron de adelgazar, fueron haciéndose cada vez más pálidos, más frágiles, hasta que se desvanecieron en el aire. Así llegó un momento en el que ni siquiera eché de menos su recuerdo.

A primeros de marzo, Silverio me escribió desde el penal de El Puerto de Santa María una carta breve, pero cariñosa, en la que se disculpaba por no haber podido escribirme antes, me daba las gracias por todo lo que había hecho por él, y me aseguraba que se acordaba mucho de mí. Fue la única noticia suya que recibí, porque le contesté enseguida pero no tuve respuesta. En mayo, le escribí otra vez, y a las dos semanas me devolvieron mi primera carta, estampillada con un sello donde el destinatario constaba como desconocido/trasladado. Entonces, la realidad, aquel territorio exacto, objetivo, donde lo único que me había vinculado con el Manitas eran dos multicopistas que nadie sabía poner en marcha, me cayó encima como la losa de mi propia tumba. Mientras me preguntaba qué hacer, adónde dirigirme, me respondí que todo lo que tenía para encontrarle eran unas cuantas palabras tontas gritadas a través de una alambrada, la torpe escenificación de un noviazgo ambiguo que para él, quizás, nunca habría dejado de ser un simulacro. Silverio se había dejado querer porque su vida era horrible, eso lo sabía, pero más allá de esa certeza no podía estar segura de nada, ni siquiera descartar que tuviera otra novia, una verdadera, escogida entre todas, que tal vez viviera lejos o estuviera presa, otra mujer a la que seguramente habría escrito antes que a mí.

Cuando llegué al final de aquel camino, toda la vergüenza que no había sentido mientras me peleaba con Martina en plena calle, mientras mendigaba en la cola de la cárcel, mientras me convertía en una pesadilla para la gente que más me quería, se apoderó de mí como una enfermedad. Durante algunos días sólo padecí eso, vergüenza, un calor infernal, un color bochornoso, una fiebre altísima que me paralizaba en cualquier momento, en cualquier lugar, para devolverme al recuerdo de un cuarto sucio y oscuro, aquella pestilencia en la que había estado a punto de entregarme sin condiciones a un desconocido. Cada vez que lo pensaba, un río de metal derretido reemplazaba a la sangre para pesarme en las venas, y me sentía marcada, tan expuesta a las miradas de los desconocidos que andaban por la calle como si estuviera desnuda, como si todos aquellos hombres y mujeres pudieran verme por dentro, escandalizarse de lo que veían, apiadarse o reírse de mí.

La obsesión me dejó en herencia aquel vértigo, luego nada. El 9 de junio de 1942, martes, por fin me había librado del edificio más odioso de Madrid y en su lugar no había nada. Sólo un hueco, un vacío tan grande que ni siquiera me asusté ante una visita inesperada.

—Verá, yo me llamo Carmen, mi apellido no importa, y hasta ahora he estado en el colegio de Zabalbide, en Bilbao, donde viven sus hermanas…

Cuando el taxi que la esperaba con el motor en marcha se llevó a aquella monja, me quedé plantada en una acera de la calle Villanueva, mirando cómo agitaba la brisa las hojas de los árboles. En aquel momento, habría dado cualquier cosa por ser uno de ellos.

—Su hermana Isabel está muy mal, muy enferma. Tiene que hacer usted algo por ella. Vaya a verla, hable con las señoritas del Ministerio, lo que sea, pero sáquela de allí, Manolita, tiene usted que sacarla de allí…

Porque Dios no se toma la molestia de apretar, de ahogar a los árboles con sus propias manos. Pero conmigo no había terminado todavía.