Isabel Perales García había descubierto que el único remedio eficaz para aliviar el dolor de sus manos consistía en sumergirlas dentro del lavadero.

El primer jueves de diciembre de 1941, el agua de la pila salía helada del grifo y su temperatura le entumecía la piel, la anestesiaba como si tuviera el poder de rellenar los agujeros, aquellos picotazos por los que asomaba la carne viva, brillante al principio, mientras el anuncio de la sangre se confundía con un líquido transparente que parecía agua pero olía mal, oscura después, cuando las heridas sangraban para trazar delgados hilos rojizos que manchaban la espuma del detergente. Esas heridas tenían peor aspecto que las otras, aunque no resultaban tan dolorosas como las blandas, aquellos lunares de aspecto gelatinoso y color amarillento, más o menos verdoso, que se hinchaban alrededor de un reborde inflamado, relleno de pus. Lo que afloraba en ellas parecía carne muerta, tan extrañamente sensible, sin embargo, que la hacía llorar de dolor cuando la rozaba algo que no fuera el agua helada. Casi todas las niñas tenían algún agujero en las manos, ninguna tantos como ella. Por eso, aquella mañana, cuando la hermana Raimunda anunció la hora del caldo, Isabel se quedó en los lavaderos. Tenía hambre, pero las manos le dolían más que el estómago.

—¿Qué hace usted aquí?

El tono de aquella pregunta, pura curiosidad amable, lejos del acento airado, amenazador, en el que la había escuchado otras veces, la impulsó a girar la cabeza. La madre Carmen, que todavía no había cumplido treinta años y tenía el cutis liso, sonrosado y perfecto como el de una figura de porcelana, se acercó caminando como si flotara, el bajo de la túnica negra ocultando sus pies, el velo ondeando a su espalda. Isabel apenas la conocía, pero le caía bien porque la había visto jugar en el patio con las pequeñas, agacharse y levantarse como una niña más hasta caerse de culo en el suelo. Sin embargo, aquella canción de corro, achupé, achupé, sentadita me quedé, no le pareció una garantía suficiente para responder a esa pregunta.

—¿Por qué no ha ido usted a tomar el caldo con las demás? —volvió a preguntar cuando llegó a su lado.

—Es que… No tengo hambre.

—¿No tiene usted hambre?

Entre la primera y la última palabra de aquella pregunta, algo cambió en su voz, que fue adelgazando, haciéndose más frágil, más fina, hasta desfallecer al final, como si a su propietaria le faltara aire para pronunciar la última sílaba. Isabel se dio cuenta, la miró, y siguió su mirada hasta el agua de la pila, la espuma que su sangre había teñido de rosa.

—Enséñeme las manos.

—No —la niña negó con la cabeza.

—Enséñeme las manos, por favor —pero la mujer la cogió por una muñeca con suavidad—. Por favor…

Era la primera vez en más de seis meses que una monja se interesaba por su problema, pero no se lo agradeció. Habría preferido mantener el secreto de sus manos destrozadas, esconderlas en las axilas o debajo de las mangas, porque se avergonzaba de su debilidad y sabía que, en aquella casa, lo mejor era pasar desapercibida. Por eso les dio la vuelta antes de sacarlas del agua, y enseñó las palmas amoratadas, inflamadas pero enteras.

—No, así no… Por el otro lado.

Isabel obedeció, no habría podido hacer otra cosa, y al enseñar el dorso de sus manos, las miró como si nunca hubiera visto aquella piel perforada desde la base hasta la punta de los dedos, los lunares de sangre y de pus que dibujaban un mapa de colores violentos donde apenas se reconocía el tono original, uniforme, que sobrevivía en el resto de su cuerpo.

—¡Madre del Amor Hermoso y de la Misericordia Divina! —la monja retrocedió ante aquellas heridas que atraían su mirada como un imán, e Isabel se asustó—. ¡Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén! —pero todo lo que hizo después fue santiguarse, y cuando volvió a hablar, su voz era dulce—. Dígame una cosa…

Movió la mano como si quisiera buscar su nombre en el aire.

—Isabel.

—Pues dígame, Isabel, esto no será una enfermedad, ¿verdad? —la niña se dio cuenta de que deseaba escuchar que sí y no quiso disgustarla—. ¿Le ha pasado a usted alguna vez algo parecido, antes de venir a esta casa?

—No —pero tampoco se atrevió a mentir—. Nunca.

—Nunca…

—No —y cada palabra suya hundió un poco más a su interlocutora—. Yo creo que es la savorina, el detergente que usamos aquí, porque en mi casa me lavaba las manos con jabón y nunca me pasaba nada.

La madre Carmen cerró los ojos, apretó los párpados, volvió a despegarlos y suspiró. Luego se acercó a Isabel, la cogió de las manos, las unió por las palmas para rodearlas con las suyas y tanta delicadeza que el contacto no le hizo daño.

—Venga conmigo.

Siete meses antes, cuando el tren se detuvo en la estación de Bilbao, Isabel había percibido algo muy extraño. Era humedad, una compañía desconocida para una niña que nunca había respirado más aire que el de Madrid, tan fino que cortaba como un cuchillo. También era raro el cielo, blanquecino y sedoso como la panza de un burro, y rara la ciudad desde la ventanilla del autobús, la ría, las chimeneas que echaban humo a lo lejos, las calles estrechas, sombrías, diferentes a las de su ciudad. Pero el colegio, un edificio de ladrillo rojo, grande como un palacio y rodeado por un jardín de árboles frondosos que ocupaba una manzana entera, le encantó. Lo había imaginado exactamente así, y sin embargo, la realidad empezó a desmentir sus expectativas apenas hubo traspasado la monumental puerta de Zabalbide.

—A ver —una monja desconocida dio unas palmadas hasta que logró imponer silencio—. Ahora me van a hacer ustedes dos grupos. Las mayores a la izquierda y las pequeñas a la derecha.

Pilarín volvió a llorar, pero ella apretó su mano y no la soltó hasta que se quedaron en medio, las dos solas.

—¿Ustedes no me han oído?

—Sí, pero es que nosotras somos hermanas, ¿sabe?, y…

—Y nada. Aquí eso no cuenta —la monja se llevó a Pilarín a rastras a la fila de las pequeñas, y se volvió a mirarla—. Usted con las mayores, vamos.

Las pequeñas se marcharon antes. Isabel las vio entrar en un pabellón situado en un extremo del patio, y sólo cuando las luces del primer piso se encendieron, la monja volvió a dirigirse a ellas.

—Ustedes vienen conmigo a la clase de San Ignacio de Loyola —y las precedió hasta un pabellón situado en el otro extremo del patio.

El dormitorio era una habitación muy grande, sin calefacción, a la que dos hileras de camas metálicas daban la apariencia de una sala de hospital. Sobre cada colchón había un juego de sábanas, una almohada y una manta. La monja que las estaba esperando les ordenó que hicieran sus camas antes de ir a cenar. Ella se apresuró a obedecer para ponerse la primera en la fila.

—Oiga…

—Oiga no —le corrigió la monja—. Hermana Raimunda.

—Sí, pues verá usted, hermana Raimunda, es que yo he venido con mi hermana Pilarín, que está con las pequeñas…

—En la clase de San Francisco Javier —volvió a corregirla.

—Eso, en la clase de San Francisco Javier, y quería preguntarle… ¿Es que no la voy a ver?

—Claro —la hermana Raimunda sonrió—, los domingos, después de misa, en el jardín. Ese día hacen ustedes recreo todas juntas.

—Muchas gracias.

—¿Cómo se llama?

—Isabel Perales García, para servirla.

La hermana Raimunda asintió con la cabeza, como si aprobara aquella respuesta, e Isabel sintió de repente mucho frío, pero se guardó esa sensación para sí misma mientras abría la fila que bajaba al comedor, otra sala inmensa con mesas corridas, muy largas, casi todas vacías. Se les había hecho tarde y las demás habían cenado ya, les explicó la monja mientras señalaba hacia el fondo, donde a cada una le esperaba un plato hondo, un vaso y una cuchara. Aunque les anunció que iban a tomar una sopa, en el líquido que les sirvieron no había arroz, ni fideos, sólo unas hojas verdes que Isabel no había comido nunca y unas pocas judías blancas, aunque a ella no le tocó ninguna. No les dieron pan, ni la oportunidad de charlar. La hermana reclamó silencio, y a los diez minutos, ordenó que cada una cogiera su plato, su vaso y su cubierto, y lo dejara encima del aparador antes de salir.

—¿Y el segundo plato? —cuchicheó en su oído una niña que se llamaba Ana y había llegado desde un pueblo de Albacete.

Isabel se encogió de hombros, y ya no corrió para colocarse en la cabeza de la fila. Fue una de las últimas en llegar al dormitorio y recoger una prenda de tela basta, parecida a la arpillera, sin forma y larga hasta los pies.

—Cuando os pongáis el camisón, antes de meter los brazos por las mangas, os quitáis la ropa interior y la dejáis en los pies de la cama —las niñas se miraron entre sí, pero la monja atajó los murmullos antes de que se hicieran perceptibles—. Mañana os daremos un uniforme nuevo. La ropa que habéis traído la metéis en vuestras maletas y las guardáis debajo del somier, vamos…

Al quitarse el vestido, se dio cuenta de que muchas de sus compañeras llevaban sólo una camiseta, otras nada, porque tenían el pecho casi plano. Ella usaba un sostén de su madrastra desde hacía dos años, y se dio la vuelta para quitárselo porque le daba vergüenza enseñar los pechos. Cuando se volvió para dejarlo, junto con las bragas, en el borde de la cama, vio que otra hermana iba recogiendo la ropa interior para echarla en un saco. Al llegar a su altura, cogió con la punta de los dedos su sostén, que estaba muy viejo pero seguía siendo de satén, con puntillas en el borde, y la miró.

—¿Cuántos años tiene usted?

—Catorce.

—Catorce… —repitió, mientras negaba con la cabeza—. ¡Qué barbaridad!

Isabel sintió que había hecho algo malo y se puso colorada, pero nadie pudo verlo, porque la hermana Raimunda se apresuró a apagar las luces del techo para dirigirse a un escritorio situado entre dos camas, en el centro de la sala, donde había una lamparita que siempre permanecería encendida. Desde allí, dirigió una oración que ninguna niña se sabía. Repitió cada frase varias veces, advirtiéndoles que tendrían que aprenderla de memoria, y les deseó buenas noches, antes de que una novicia, vestida con una túnica corta, blanca, se sentara tras la mesa para vigilar el dormitorio.

Isabel se arrebujó en la cama y volvió a sentir frío. Lo habría sentido igual, porque lo hacía, si no hubiera oído los gimoteos apagados que brotaban de los cuatro extremos del dormitorio como si siguieran una pauta previamente trazada, un plan de ruido sordo, sostenido, que los siseos y las palmadas de la novicia no lograron acallar hasta que los fulminó el cansancio. Aquella noche, ella no lloró. En el tren había hablado con algunas niñas y se había sorprendido al enterarse de que muchas viajaban contra su voluntad, obligadas por la situación de unas familias que no podían mantenerlas. Pero ella había escogido aquel colegio, lo había celebrado como un premio del destino, el final del cautiverio al que la había abocado la precariedad de una vida insoportable, la repentina pobreza de una casa en ruinas en la que había lo justo para comer lo justo y ni siquiera siempre, el aburrimiento de horas largas como días, días largos como semanas, y la soledad, el cansancio de no hacer nada y esperar a que pasara algo que nunca pasaba. Isabel quería mucho a sus hermanos. Siempre había estado muy unida a Toñito y sabía que los demás no habrían podido salir adelante sin Manolita, que se había convertido en el único padre, la única madre que había en aquella casa. Estaba segura de que si Pilarín durmiera a su lado, en el dormitorio no haría tanto frío, pero a pesar de eso, y de que nunca habría podido imaginar que echaría tan pronto de menos a los mellizos, aquella noche aguantó el tipo y no lloró. Se durmió pensando que lo que había vivido hasta entonces no era más que un prólogo, un paso intermedio, triste pero inevitable, hacia una vida nueva. Mañana, todo empezará de nuevo, se dijo, y así fue.

Isabel Perales García tenía catorce años y muy mala suerte, dos condiciones inmejorables para aguantar lo que se le iba a venir encima.

—¡Buenos días! —la hermana Raimunda encendió las luces del techo a las seis y media de la mañana, aunque al otro lado de las ventanas todavía era de noche—. ¡Vamos! ¡Arriba, perezosas!

Después de levantarse, fueron al baño, se lavaron la cara, volvieron al dormitorio, hicieron sus camas y se dirigieron en fila y en silencio a la capilla para oír misa antes de desayunar. Esa rutina se repetiría un día tras otro durante todo el tiempo que pasó en aquel colegio, pero aquella mañana, la primera, llegaron por los pelos a la consagración. Antes, la hermana Raimunda les pidió que se acercaran en orden a recoger su uniforme, un clásico vestido azul de colegiala con un gran cuello blanco, muy bonito. Junto con él, cada una recibió una prenda extraña, un rectángulo de fieltro grueso con un cordón blanco cosido en el centro de cada uno de sus bordes.

—¡Atención! —la hermana Raimunda levantó uno en el aire—. Esto es una tela fuerte. Tienen que colocársela aquí, así… —la aplastó contra su pecho sujetándola con las dos manos—. Luego, cruzan los cordones por la espalda de esta manera ¿lo ven? —lo hizo—, y después, los estiran tanto como puedan y se los atan por delante con un lazo, igual que estoy haciendo yo.

Cuando la hermana terminó aquella demostración, giró lentamente sobre sus talones para dar una vuelta completa, y todas pudieron apreciar el efecto ridículo y sin embargo extrañamente agresivo, casi obsceno, de una maniobra destinada a aplastar sus pechos sobre el hábito.

—¿Lo han visto bien? Pues esto es lo que tienen que hacer todos los días antes de ponerse el uniforme. Empiecen ahora mismo pero sin quitarse el camisón, háganlo por debajo, ¿entienden?, vamos…

Isabel, que había tenido que tragarse la risa al ver a aquella monja tan baja, tan gorda que debía medir lo mismo en todas las direcciones, con el fieltro atado encima del babero, se metió el suyo bajo el camisón y escuchó un murmullo que la obligó a mirar hacia su izquierda.

—¡Y una mierda! —una chica morena, casi tan alta como ella e igual de desarrollada, la miró y negó con la cabeza—. Yo no me lo pienso apretar, desde luego. Lo que quieren estas es que se nos estropeen las tetas, igual que a ellas, que las deben tener ya como un par de huevos fritos.

Aquella expresión, y la estampa que dibujó en la imaginación de quienes la escucharon, creó un risueño alboroto que llamó la atención de la monja.

—Ahora ya pueden quitarse el camisón —mientras lo decía avanzó hacia la rebelde sin quitarle los ojos de encima—. Y usted, con lo grande que es… ¿No ha podido apretarse más la tela fuerte?

—No, señora.

—¡No, hermana! —le arrancó el camisón de las manos, lo tiró al suelo y deshizo el nudo para estirar de los dos cordones a la vez.

—¡Ay!

—Así… —caminó de espaldas hasta el centro de la habitación y repartió su atención entre todas las niñas—. Ahora ya pueden ponerse ustedes el uniforme.

Pero pese a la demostración de autoridad que acababan de presenciar, muy pocas llegaron a obedecer esa orden mientras una nueva oleada de murmullos se extendía por el dormitorio.

—Perdone, hermana… —una niña rubia, de aspecto infantil, dio un paso hacia delante—. ¿Y las bragas?

—No las necesitan.

—¿No? Pero… Yo siempre he llevado bragas.

—Pues aquí no las va a llevar —se volvió hacia las demás y dio unas palmadas—. ¡Pónganse el uniforme de una vez, rápido!

Isabel tardó un instante en obedecer, porque no entendía el sentido de aquellas dos normas igual de absurdas pero tan contradictorias entre sí, el empeño de la monja en que se aplastaran los pechos y no llevaran bragas. Había algo más, y su vecina de la izquierda se dio cuenta antes que ella.

—¿Y cuando tengamos la regla? —ya se había puesto el uniforme, pero no se había abrochado los botones—. ¿Tampoco vamos a usar bragas?

—Cuando estén ustedes indispuestas, porque se dice así, indispuestas, me avisan. Yo les daré lo que necesiten, ¿de acuerdo? ¿Algo más? Pues háganme una fila, a ver si logramos salir del dormitorio de una bendita vez.

Todas tenían preguntas que hacer, pero ninguna se atrevió a abrir la boca mientras se vestían en silencio. Sin embargo, cuando la hermana Raimunda se colocó a la cabeza de sus pupilas, Isabel entendió por qué la chica que no estaba dispuesta a acabar con las tetas como dos huevos fritos llevaba el uniforme abierto. Mientras se ponía en la fila, se deshizo el nudo con disimulo, movió el tronco hasta que consiguió separar la tela de sus pechos, volvió a anudar los cordones y se abrochó hasta el último botón. Después, mientras bajaban ya por la escalera, volvió la mano derecha hacia arriba con el dedo índice estirado, los otros plegados hacia la palma, y la movió varias veces. Isabel volvió a sonreír, y cuando llegó a la capilla ya llevaba la tela fuerte tan floja como ella. Aquella operación se convertiría en una rutina diaria, aunque su fundadora, de castigo en castigo, faltaría la mitad de las mañanas.

—Bueno, yo me llamo Taña —susurró, cuando llegaron a la capilla para arrodillarse una junto a la otra, en el mismo banco—. De Montaña.

—Qué nombre más raro, no lo había oído nunca.

—Es que soy de Cáceres. Es la patrona, ¿sabes?

—Ya, yo me llamo Isabel.

Cuando llegó el momento de comulgar, la mayoría de las recién llegadas se quedó en su sitio y las monjas impidieron que las que lo intentaron alcanzaran el altar. No lo entendieron, como no habían entendido casi nada de lo que les había pasado desde que se bajaron del tren el día anterior. Su confusión empezó a disiparse al salir de misa, cuando la hermana Raimunda las ordenó formar en el patio, cuatro filas de diez niñas cada una, como si fueran un ejército al que un general se dispusiera a pasar revista.

—Aquí las tiene, reverenda madre…

Su tutora se dirigió con un respeto entreverado de temor a una mujer alta y enjuta, que conservaba más allá de los hábitos la altiva elegancia propia de la familia donde se había criado. Quizás por eso, cuando terminó de repasarlas se quedó mirando a su subordinada desde la misma altura.

—Siento mucho haber llegado tan tarde a misa, reverenda madre, pero no se puede imaginar la guerra que me han dado…

—Era de esperar —la superiora asintió con la cabeza y levantó la voz para que las niñas la oyeran, aunque no se dirigió a ellas—. Pero de eso se trata, hermana, para eso están aquí. Nuestra obligación es arrancar las ramas antes de que lleguen a troncos.

Aquellas palabras, que englobaban su propia definición y la de su destino, se quedaron flotando en el aire mientras la hermana las precedía hasta el comedor, donde cada una encontró una taza de café aguado. Cuando parecía que eso iba a ser todo, otra monja que llevaba un delantal sobre el hábito y un gorro encajado encima de la toca, salió de la cocina empujando un carrito repleto de cajas de pan. Un suspiro de alivio recorrió los bancos de las recién llegadas, pero la hermana Raimunda volvió a recurrir a las palmadas con las que imponía silencio antes de dar instrucciones.

—Cada una de ustedes va a recibir una barra de pan. Les recomiendo que se coman ahora la cuarta parte y guarden lo demás, porque tiene que durarles hasta la noche. Lo mejor es que hagan cuatro trozos, uno para el desayuno, otro para la comida, otro para la merienda y el último para la cena. Pueden guardarse en los bolsillos lo que no coman ahora.

La barra era del mismo tamaño que los pistolines que compraba Manolita, igual de delgada, pero pan, se dijo Isabel, e intentó animarse aunque la ración del desayuno le dio exactamente para tres mordiscos. Como si tuviera cronometrado ese plazo, la hermana Raimunda volvió a tocar las palmas un segundo después de que dejaran de masticar. Y justo entonces, cuando parecía que ya no podía pasar nada más, empezó lo peor.

—Todas las alumnas de San Ignacio de Loyola hacen tres turnos, ¿entendido? —porque el sitio al que las llevaron no era una clase, sino un lavadero con grandes pilas corridas de piedra y cestos llenos hasta arriba de ropa blanca—. El grupo que lava una semana, tiende la siguiente y plancha la tercera. Luego, se vuelve a empezar. Al lado de cada grifo encontrarán detergente. Ya saben lo que hay que hacer con él, ¿verdad? Froten y restrieguen muy bien, para quitar las manchas, y cuando hayan terminado, aclaran cada pieza y la dejan escurriendo en las rejillas que hay ahí detrás, para que sus compañeras las recojan y las tiendan en la azotea, ¿de acuerdo?

Ninguna se atrevió a contestar, y la hermana Raimunda asintió con la cabeza. Ahora dará una palmada, pensó Isabel, o dos, o tres, y dirá que venga, que rápido, que a qué estamos esperando…

—Hermana —por eso dio un paso hacia delante, levantó la mano, carraspeó para afianzar su voz—. ¿Y cuándo vamos a estudiar?

—Después.

Las niñas de Zabalbide lavaban, tendían y planchaban los manteles del café Arriaga, toda la ropa blanca del hotel Excélsior, y las sábanas, las camisas y la ropa interior de los profesores y alumnos de un internado masculino de la Compañía de Jesús. No recibían por su trabajo ni un céntimo del precio que la congregación cobraba a sus clientes, ni más educación que la que les brindaba la lectura de vidas de santos que escuchaban en silencio durante la última hora de la tarde, sentadas en unos pupitres donde no había nada más que una labor de costura. A media mañana, disponían de cuarenta y cinco minutos de recreo, en los que se les servía una taza de caldo. Ese mismo líquido, con berzas y alguna legumbre suelta, era la comida y la cena de todos los días. Su dieta se completaba con una cuarta parte de la barra de pan que habían recibido con el desayuno y tomaban a palo seco a la hora de merendar. Así, con el sudor de su frente, pagaban el pecado de haber nacido, la culpa de ser hijas de sus padres y sus madres, ramas del tronco del mal que abarrotaba las cárceles de España. Sin embargo, en el recreo del domingo, Isabel comprobó que en la clase de San Francisco Javier las cosas eran diferentes.

—He empezado a hacer palotes —al abrazar a Pilarín, su nariz se inundó de olor a colegio, polvo de tiza, ralladura de lápiz, virutas de goma de borrar—, primero tiesos y luego de lado, ¿sabes? En mi clase hay niñas que se portan muy mal y lloran todo el rato, pero yo no. La hermana Gracia dice que soy muy buena. Yo la quiero mucho…

Isabel experimentó un alivio semejante a la paz al escuchar a Pilarín, que estaba tan contenta, tan compenetrada con sus compañeras, que se zafó enseguida de su abrazo para irse a jugar con ellas. En aquel momento, sólo pensó que la vida era muy rara. No conocía la palabra paradoja, pero su ignorancia no le impidió aplicar su significado a aquel escarmiento, su hermana pequeña, que nunca había querido abandonar Madrid, tan feliz, mientras ella destinaba todas sus energías a convencerse de que no se arrepentía de haberse marchado. Era imprescindible que lo consiguiera, porque no estaba sola. Aún no sabía que salir de allí era imposible, pero la suerte de Pilarín estaba ligada a la suya y no podía asumir la responsabilidad de perjudicarla.

Con el tiempo, también llegaría a comprender por qué la vida de las pequeñas se ajustaba a las promesas del Caudillo, mientras que su existencia, la de sus compañeras, sólo encajaba en el molde de un campo de trabajadores forzados. La madre superiora lo repetía cada dos por tres, hay que arrancar las ramas antes de que lleguen a troncos. Las alumnas de la clase de Pilarín no habían llegado a ser ramas, apenas brotes, yemas tiernas que se podían enderezar sin demasiado esfuerzo. Por eso a las monjas les compensaba invertir en ellas, y en lugar de recitar vidas de santos mientras cosían, las enseñaban a leer en las heroicas crónicas de los mártires de la Cruzada.

—Yo ya sé que padre no era bueno, Isa.

—¿Por qué dices eso? —ella se asustó mucho la primera vez que lo oyó—. Claro que era bueno.

—¿Sí? —Pilarín frunció las cejas—. Pero iba con los malos, ¿no?

—Pues… Yo creo que no. Él era bueno, pero… A lo mejor, como la hermana Gracia no le conoció, por eso dice esas cosas.

—Yo voy a ser muy buena, Isa, voy a ser muy buena siempre para ir al cielo —hizo una pausa y la miró con un gesto de preocupación que su hermana nunca había visto en su rostro—. ¿Tú crees que padre está en el cielo?

—Yo no sé dónde está padre, Pilarín.

Pero Isabel Perales García tenía catorce años y muy mala suerte, tanta que se adaptó enseguida a las condiciones de su nueva vida, y en la segunda semana de su estancia en Zabalbide disfrutó de la tarea de tender la ropa como si fuera un premio, unas pequeñas vacaciones entre la extenuante semana del lavadero y la abrumadora monotonía que apenas haría la plancha más soportable.

—Ya saben ustedes lo que hay que hacer, ¿verdad? —a mediados de mayo hacía calor hasta en el norte, y la hermana Raimunda las dejó solas en el tendedero para ir a sentarse bajo un sombrajo.

Ellas, que desde que subieron a la azotea habían disfrutado tanto del aire libre como de la oportunidad de volver a jugar, salpicándose unas a otras con el agua que chorreaba de las sábanas empapadas, ralentizaron el ritmo del trabajo para poder charlar, y como iban mucho más deprisa que las lavanderas, se sentaron incluso a tomar el sol con la espalda apoyada en el muro.

—Mi padre está en Carmona —Taña resumió su vida para Ana y para Isa, porque las tres ya estaban siempre juntas—, y mi madre, en Saturrarán, cerca de aquí. Para el día de la Merced, igual pido permiso y voy a verla.

—¡Qué suerte! —Ana negó con la cabeza—, que te vivan los dos… Mi padre murió en el frente y mi madre sigue en el pueblo, pero tengo dos hermanos presos, uno en Ocaña y el otro en Barcelona. Por eso estoy aquí.

—Pues yo me quedé huérfana de madre a los cinco años, a mi padre lo fusilaron y mi madrastra está en Segovia… —Isabel miró a su derecha, a su izquierda, guio sus ojos a través de un resquicio de las sábanas hasta la silla donde la hermana Raimunda parecía dormitar, y prosiguió en un susurro—. Pero si me prometéis que no se lo decís a nadie, os cuento un secreto.

—Prometido.

—Mi hermano mayor está escondido en Madrid, en casa de su novia, viviendo tan ricamente.

—¿Sí? —y las dos sonrieron a la vez—. ¡Qué tío!

Manolita se lo había repetido muchas veces, en una gama de entonaciones que oscilaban entre la súplica y la orden más tajante, de Toñito ni mu, ¿entendido?, pero Isabel sonrió a la sonrisa de sus amigas en la certeza de que aquella confidencia no entrañaba peligro alguno. En los primeros meses que pasó en Zabalbide, creyó que las monjas que las explotaban en lugar de educarlas, habían subestimado las consecuencias de su actuación. Con las pequeñas cosecharon un éxito rotundo, pero las mayores se limitaban a acatar el terror que les inspiraban los baberos blancos con una sola excepción.

—¡Sánchez! —porque la hermana Raimunda nunca volvió a llamar a Montaña por su nombre—. ¡Al cuarto de las escobas!

A los veinte días de llegar, la pillaron hablando con unos chicos a través de la verja. Aparte de eso, intentó escaparse un par de veces, se metió en otras tantas peleas, y nada más. Al final del verano, aunque no levantara la voz ni respondiera peor que las otras, Taña pasaba al menos un día de casi todas las semanas en el cuarto de las escobas, dos metros cuadrados repletos de trastos donde apenas había sitio para sentarse, ni más luz que la que entraba por una ventanita cuadrada, con dos barrotes unidos en forma de cruz. Aquel lugar le pertenecía hasta tal punto que cuando otra niña estaba dentro la perdonaban para poder meter a Taña en su lugar. Desde ese momento hasta el día siguiente, no recibía más alimento que los trocitos de pan a los que sus amigas renunciaban para echárselos a través de los barrotes, y sin embargo, cuando la hermana Raimunda abría la puerta, salía de allí tan tiesa como si viniera de darse una ducha. Eso era lo que Isabel admiraba más de ella.

—¿Qué? —la monja se calaba las gafas para mirarla—. ¿Ha aprendido usted la lección?

Ella nunca le daba la satisfacción de contestar enseguida. Se encogía de hombros, se ponía en la fila y no abría la boca hasta que Raimunda la amenazaba en voz alta con encerrarla otra vez.

—Sí, hermana —decía entonces—. He aprendido la lección. Las aprendo todas la mar de bien.

Pero cuando la fila se ponía en marcha murmuraba algo distinto, fíjate si aprendo, que en cuanto se dé la vuelta la tortilla voy a colgarte del palo del gallinero… Luego sacaba la mano derecha con el dedo corazón estirado y la movía en el aire para que Isa y Ana sonrieran a la vez.

—Jopé, tu amiga Taña sí que es mala —le decía Pilarín de vez en cuando.

—Qué va —contestaba Isabel—. Es muy buena.

—¡Mentira! Es malísima, lo sabe todo el colegio. La hermana Gracia la llama Montaña de Satanás, y dice que es muy mala fluencia para ti.

—Se dice influencia.

—Pues no, se dice fluencia —y le llevaba la contraria con soniquete de niña sabihonda—. ¿O es que tú, que no sabes ni escribir, vas a decirlo mejor que la hermana Gracia?

A veces le entraban ganas de cogerla por el cuello, llevársela a un extremo del jardín y contarle todo lo que no sabía, la verdad de los lavaderos, del hambre, de la tela fuerte y el cuarto de las escobas. Nunca lo hizo, y cuando llegó el momento de escribir a casa, le pidió a Ana que pusiera por escrito la versión de Pilarín, estamos muy bien, todo va muy bien, no os preocupéis por nosotras. Su amiga le hizo el favor sin rechistar, copiando de memoria las mismas tranquilizadoras frases que había enviado a su propia madre. Cuando cerró el sobre y le puso el sello, Isa se sintió más cerca que nunca de Manolita, y se arrepintió de sus silencios hoscos, aquella apatía que pretendía señalarla con el dedo, la perra gorda que no había aceptado ningún domingo. Ahora que le había tocado probar lo mismo que se tragaba ella cuando le contaba a los mellizos que el tranvía sólo lo cogían los tontos, porque andar era más sano y ponía más fuertes las piernas, sintió que cada uno de sus reproches se le clavaba en el paladar como una espina, y que esa amargura, que la fortificaba por dentro para impulsarla a resistir sin una queja, era más fuerte que el miedo. De vez en cuando se preguntaba qué había pasado, por qué la desgracia insistía en cebarse en ellas con tanta saña, qué habían hecho las hermanas Perales García para recibir, una tras otra, el mismo castigo, la vida en una cuerda floja con el lastre de sus hermanos, de su hermana pequeña, en los tobillos. Pero eso fue al principio, los primeros meses, cuando Taña todavía no lloraba por las noches.

El verano terminó, los días se hicieron más cortos y se extinguió el tiempo de la rebeldía. Cuando Isabel se dio cuenta de que la madre superiora había triunfado, ya era tarde. La realidad las había aplastado de tal manera que ni siquiera les dejó margen para apreciar su derrota. Desde que llegaron a Zabalbide, habían vivido como si la verja del jardín representara la frontera del abismo, una cordillera de acantilados que aislaran y defendieran al mismo tiempo el territorio de una isla autosuficiente, perdida en el centro de un océano erizado de tormentas y monstruos impensables. Desde que llegaron a Zabalbide, que para ellas igual habría podido estar en Huelva o en Valencia, en Rusia o en América, no habían puesto un pie en la calle.

Así, poco a poco, todas olvidaron que existía un mundo más allá de la verja, una vida diferente en la que habían llevado bragas y sostenes, en la que nadie les prohibía hablar y la autoridad era un privilegio de personas que las querían, que cuidaban de ellas y las obligaban a bañarse, no a trabajar. Poco a poco, las palabras de las monjas, la difusa culpa que les atribuían como un pecado original, fue calando en sus conciencias como una lluvia fina, imperceptible, que las empapaba sin que pudieran ponerse a salvo, porque no existía ningún lugar donde refugiarse de aquella pequeña insidia cotidiana que sabía penetrar en su piel, llegar hasta sus huesos. Poco a poco, fueron convenciéndose de que eran culpables, de que tenían que pagar por ello aunque no supieran qué delito habían cometido ni a qué pecado se habían entregado, y aprendieron a aceptar su vida como una vida corriente, la que se merecían. Todos los días oían que no tenían remedio, que no había forma de hacer carrera de ellas, que eran malas, brutas, inútiles. Lo escucharon tantas veces que se lo creyeron. Las más débiles se empeñaron en demostrar lo contrario, y empezaron a competir por el favor de las monjas para colgarse sus sonrisas en el uniforme como si fueran medallas. Las delaciones, el desprecio y las zancadillas florecieron en invierno como arbustos espinosos, sin flor posible, y la solidaridad de los primeros días se esfumó para no volver jamás.

Isabel siempre fue de las otras, de las que se volvieron de piedra, duras y rígidas como estatuas en las que nada malo, tampoco nada bueno, podía hacer mella. Como los recuerdos dolían, no recordaban. Como las lágrimas herían, no lloraban. Como los sentimientos debilitaban, no sentían. Se levantaban por la mañana con el hambre de la noche anterior clavada en el estómago y lavaban, tendían, planchaban como máquinas tontas y eficaces, hasta que llegaba el momento de acostarse para que el cansancio fulminara al hambre que habían acumulado durante toda la jornada. Así, un día tras otro, una semana tras otra, un mes tras otro, hasta que la hermana Raimunda empezó a aprobarlas, asintiendo con la cabeza mientras las veía desfilar del dormitorio a la capilla, de la capilla al comedor, del comedor al pasillo. La monotonía de su vida era un factor esencial de su fracaso, aquel proceso que las fue degradando implacablemente, siempre poco a poco, hasta convertirlas en las peores enemigas de sí mismas.

—¿Qué hacen esas?

Pero a mediados de septiembre, Isabel se dio cuenta de que algunas subían las escaleras corriendo para llegar al lavadero antes que las demás.

—Ni idea —respondió Ana, aunque aquella misma mañana, mientras las veían deshacer los dobleces con mucho cuidado, comprendieron las razones de su prisa.

Los camareros del café Arriaga, del hotel Excélsior, doblaban los manteles antes de meterlos en el saco para que abultaran menos, y a veces, entre los pliegues se quedaban atrapadas las migas de pan que no se habían molestado en eliminar. Eso, el relieve de las migas entre la tela, era lo que las más avispadas buscaban con los dedos. Después, sólo había que rescatarlas una por una, metérselas en la boca con disimulo, antes de desplegar el mantel, y tragárselas sin llamar la atención de las demás. No lo lograron, porque todas tenían demasiada hambre como para consentirles esa ventaja, y las peleas junto al saco de los manteles estuvieron a punto de arruinar un negocio que se salvó gracias a una iniciativa de Isabel.

—Estamos haciendo una tontería —una mañana, en el recreo, reunió a sus compañeras para explicarles por qué—. Lo que deberíamos hacer es ponernos de acuerdo para sacarle partido a las migas…

Ella no había olvidado los paquetitos de papel de estraza que Manolita ponía sobre la mesa cuando no había otra cosa para cenar. Las almendras saladas, las cuñas de queso y los tacos de jamón que la Palmera rescataba de las juergas flamencas para su hermana, volvieron a alimentarla mucho tiempo después, poniendo su imaginación en marcha. Porque aquello eran sobras, esto también, el destino natural de las sobras era la basura, y lo único que necesitaban era sacarlas de allí.

—¿Lo entendéis? A los camareros les dará igual, o no, les vendrá hasta mejor, porque les ahorramos el trabajo de sacudirlos. Y si esperamos a la semana que nos toque planchar, y metemos una nota en los manteles, no tiene por qué enterarse nadie.

—Pero nosotras sólo lavamos una semana de cada tres —objetó una niña—. Cuando no nos toque y las demás se den cuenta de que los manteles vienen llenos de migas…

—Pues se las comerán —intervino Taña—, ni que fueran tontas. Esto es bueno para todas.

—Y además, podemos avisarlas —concluyó Isabel—. No creo que se quejen, vamos. El único peligro es que alguien se chive. Si alguna le va a las monjas con el cuento…

Todas se volvieron a mirar a las mismas, tres o cuatro que hundieron la cabeza entre los hombros y se dedicaron a estudiar las baldosas del suelo hasta que la discusión sobre los aspectos prácticos del plan absorbió la atención de sus compañeras. Ninguna las traicionó, porque Taña tenía razón. Todas pasaban la misma hambre.

Quince días después, incluso las chivatas metieron una nota doblada en uno de los manteles que les tocó planchar. Les hubiera gustado meterlas en todos, pero como no tenían cuadernos, tuvieron que agenciarse el papel como pudieron. Al final, las que escribían mejor, con la letra más clara y menos faltas, copiaron el mismo texto en pedacitos del envoltorio de las flores de la capilla, en el dorso de sus facturas, y en la parte de atrás de las etiquetas de las latas que encontraron en la basura. «Somos las niñas que lavamos y planchamos su ropa. Por favor, no tiren el pan duro. Métanlo en los manteles. Nosotras nos lo comemos. Muchas gracias, las niñas de Zabalbide».

Al día siguiente, no pasó nada. El miércoles, las que hacían el turno del lavadero les contaron en el recreo que los manteles habían empezado a llegar cargados no sólo de migas, sino también de trozos de pan, duros y mordisqueados, pero comestibles. La noticia corrió de boca en boca como la crónica de una hazaña cuyo mérito pertenecía a una niña llamada Isabel Perales. Y sin embargo, el orgullo individual, aquella sensación novedosa, tan placentera por más que las monjas la incluyeran entre los pecados, le resultó menos gratificante que la euforia colectiva, una expresión de triunfo que recorrió el patio como una corriente eléctrica para descargar en los brazos, en las manos, en los labios sonrientes de todas aquellas niñas que se besaban y se abrazaban para compartir un júbilo desproporcionado con el bien que celebraban. Sus madres, sus padres habrían podido explicarles que lo que habían hecho tenía un nombre. Ellas no sabían que acababan de organizarse, pero el pan duro les enseñó que mientras estuvieran unidas, serían capaces de hacer cosas buenas, útiles, por ellas mismas y por las demás.

—Chicas, en mi mantel había aceitunas…

—¿Sí? ¡Qué suerte!

—Pues en el mío había medio panecillo y una nota, ¡UHP!

—¿UHP? —algunas se rieron—. ¿Y eso qué es?

—Pues no lo sé muy bien —pero Magdalena se tomó aquellas siglas muy en serio—. Yo la voy a guardar, porque mi padre lo gritaba en las manifestaciones, antes de la guerra.

Durante las siguientes semanas aprendieron que los camareros del café Arriaga eran casi siempre igual de generosos. Sus manteles nunca llegaban vacíos, y cuando había aceitunas, alguien se tomaba el trabajo de repartirlas. En el hotel Excélsior, en cambio, los trabajadores más rácanos, los que se limitaban a recoger el mantel con las migas que los comensales hubieran dejado en él, se alternaban con los más espléndidos, que añadían al pan duro las sobras de los desayunos, bollos mordisqueados, trozos de melocotón en almíbar y, de vez en cuando, hasta pegotes de azúcar. Aquellos regalos habrían acarreado la perdición de sus protegidas si las monjas no hubieran encontrado una manera de explotarlos en su propio beneficio.

—¿Qué está pasando aquí? —mientras las niñas que se disputaban uno de los manteles del hotel se quedaban mirándola sin soltar el pico al que cada una había conseguido aferrarse, la hermana Raimunda se acercó a ellas y se lo arrebató para dejar caer tres trozos de pan en el suelo—. ¿Qué significa esto?

Al principio ninguna abrió la boca, pero antes de que la monja tuviera tiempo de mirar a Montaña, Aurora, aquella niña rubia que había preguntado el primer día por qué no les daban bragas, dio un paso hacia delante.

—Ha sido Isabel —nadie lo habría esperado de ella—. Es culpa de Isabel.

—¿De qué Isabel?

—De Isabel Perales —y Aurora, que hasta aquel día no se había chivado de nada, que nunca le había hecho la rosca a ninguna monja ni se había destacado entre sus compañeras, la señaló con el dedo para que no hubiera duda—. Ella fue la que dijo que había que mandar una nota en los manteles planchados para que no tiraran el pan.

—¿Que han mandado ustedes una nota?

La hermana Raimunda se llevó las manos a la cabeza, dio unos cuantos pasos en círculo como si no supiera adónde dirigirse, las miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos antes de acercarse a Isabel.

—Pero ¿cómo se le ocurre? —ella se puso tan nerviosa que se olvidó de esconder las manos bajo las axilas—. ¿Con qué permiso…?

La monja se fijó entonces en las heridas, todavía leves, superficiales, que la culpable tenía en los dorsos, en los dedos, y no fue capaz de terminar la pregunta. Isa aprovechó su desconcierto para encoger los brazos y esconder las manos bajo las mangas, mientras se defendía a toda prisa.

—Es verdad que se me ocurrió a mí, hermana, pero no hemos hecho nada malo, en los manteles había migas ya, desde antes, lo único que hemos hecho ha sido pedirles el pan que les sobraba, y no le pedimos permiso porque no le hacemos mal a nadie, es una tontería, es…

—¡Silencio!

La hermana cruzó las manos a su espalda y volvió a pasearse, a recorrer los lavaderos de punta a punta como si estuviera, ella también, tan asustada que no supiera qué hacer, por dónde salir de aquel atolladero. Mientras tanto, las niñas fueron volviendo lentamente a las pilas y todas, excepto Magdalena, Taña y Ana, que se quedaron donde estaban, rodeando a Isabel, empezaron a frotar la ropa blanca, a sumergirla en el agua para demostrar que aquel delito no tenía nada que ver con ellas. La explosión de la que pretendían protegerse no se llegó a producir.

—¡Aurora! —la hermana se dirigió a su flamante colaboradora antes de marcharse—. La hago a usted responsable de sus compañeras. Todo el mundo al trabajo, sin rechistar —se volvió hacia la culpable y ella sintió que las piernas le temblaban como dos montones de gelatina—. Ustedes también, vamos…

Las cuatro niñas que no lo habían hecho aún, ocuparon sus puestos antes de que la monja saliera por la puerta, pero el silencio se extinguió al mismo tiempo que el eco de sus pasos en el pasillo.

—Eres una cochina, Aurora —porque Taña se acercó a la chivata antes de que su pila se hubiera llenado de agua—. Que lo sepas.

Ella se limitó a encogerse. Levantó los hombros, hundió la barbilla y no dijo nada, pero otras se apresuraron a defenderla.

—Di que no, que has hecho muy bien.

—Muy requetebién, Aurora.

—A ver por qué vamos a tener que pagar por lo que no hemos hecho.

—¿Por qué? —Magdalena intervino desde su pila—. ¡Pues porque todas habéis comido! ¿O no?

—Eso no tiene nada que ver…

—Una cosa es que encontremos migas en los manteles, y otra haber escrito una nota…

—Fue culpa vuestra, de ella y de vosotras, que nos obligasteis…

—Sois todas unas cochinas —Taña las fulminó, una por una, antes de volver a su pila—. Unas cochinas asquerosas y unas cobardes de mierda.

Isabel miró a sus compañeras como si se hubieran convertido en una colección de figuras planas, atrapadas en un cuadro antiguo y sombrío. El lavadero le pareció de pronto tan extraño como un decorado, el escenario de una fotografía realizada en una penumbra tan compacta que el negro apenas se distinguía del gris y este ni siquiera era un color, apenas una masa opaca, sin matices ni poder para reflejar la luz. Se volvió hacia las ventanas, comprobó que seguía luciendo el sol y temió que algo se hubiera estropeado para siempre en su cabeza, porque no era capaz de distinguir los colores que sus ojos veían, aunque supiera que los estaba viendo. El miedo le impedía moverse, levantar los brazos, abrir el grifo, coger el mantel, meterlo en la pila. Nunca, ni siquiera en los peores bombardeos, había tenido tanto miedo como el que pasó aquella mañana, en aquel cuarto de hora tan largo como la última noche de un condenado a muerte. Sin embargo, el regreso de la hermana Raimunda lo trastocó todo para enseñarle que el miedo no era lo mismo que el terror. En un instante, se encontró frotando la tela bajo el grifo sin haber sido consciente de ordenar a sus manos que lo hicieran, y mientras sus ojos se llenaban de lágrimas, se sintió dispuesta a hacer cualquier cosa, a rogar, a arrastrarse, a ponerse de rodillas, lo que fuera con tal de evitar un castigo que ni siquiera imaginaba, como no sabía por qué sentía aquella urgente, irresistible necesidad de humillarse.

—Bueno, pues… —pero Raimunda se dirigió a ellas en un tono misteriosamente pacífico—. Si no les da vergüenza mendigar, si valen ustedes tan poco que están dispuestas a renunciar a su dignidad por pura glotonería, no tengo inconveniente en que aprovechen las sobras de otras personas. Pueden guardar ustedes lo que encuentren y se lo toman con el caldo. Eso sí, lo que no voy a tolerar son distracciones.

Aquellas palabras instalaron en el lavadero un silencio tan compacto que durante el resto de la mañana sólo se oyó el ruido del agua corriendo, el rítmico chasquido de los dedos que frotaban la tela y el llanto de Isabel, que no sabía por qué caían las lágrimas de sus ojos, ni la manera de detenerlas.

—Ya puede usted llorar, ya… —le recriminó en voz alta la hermana Raimunda cuando salió al recreo con las demás.

En apariencia, no ocurrió nada más. Sin embargo, desde aquella mañana, Isabel, Ana y Magdalena, compartieron el estigma de Taña, aunque la reprobación de las monjas les dolió menos que el vacío de sus compañeras, la invisible muralla de aire que ninguna se atrevía a traspasar, como si estuvieran infectadas por alguna enfermedad grave y contagiosa. Durante algunos meses, hasta que el paso del tiempo difuminó los orígenes de su desgracia sin llegar a borrar nunca sus efectos, las cuatro estuvieron siempre solas, sin más apoyo que el que podían brindarse mutuamente. Eso habría sido bastante si no hubieran tenido catorce años y muy mala suerte. Tan mala que la reacción de las monjas, su astuta manera de darle la vuelta a la realidad para ponerla a trabajar a su favor, bastó para convertir su única victoria en un fracaso, sin que llegaran a comprender cómo lo habían logrado.

—Nos lo ha contado la hermana Gracia. De verdad, Isabel, no sé cómo has podido hacer una cosa así, pedir pan duro, como si fueras una pordiosera mendigando en la puerta de una iglesia.

—Porque tenía hambre, Pilarín —cuando se decidió a decir la verdad, no sirvió de nada—. Todas teníamos hambre.

—Porque sois unas glotonas, querrás decir. Pues la gula es un pecado muy gordo, ¿sabes? La hermana Gracia dice que tenemos que rezar por vosotras, y a mí me da vergüenza, porque todas saben que eres mi hermana.

Eso fue lo peor hasta que llegó el frío. Cuando les tocaba lavar, todas se les adelantaban, las empujaban, las apartaban. Llegaban siempre las últimas y ni siquiera se acordaban del origen del pan que las más afortunadas podrían mojar en el caldo. Pero en la frontera del invierno, su situación cambió.

Un lunes de noviembre, feo y frío, lluvioso, una novicia entró en la sala de plancha cuando faltaba poco para que terminara su jornada. La hermana Raimunda y ella se apartaron a cuchichear en una esquina y el fruto de su conversación fue un grito que todas las niñas conocían muy bien.

—¡Sánchez!

Montaña levantó la vista, miró a sus compañeras, a la monja después.

—Pero si no he hecho nada, hermana.

—No es eso. Vaya al dormitorio, póngase su ropa y recoja sus cosas. Su madre ha salido de la cárcel y ha venido a buscarla.

Desde que llegaron a Bilbao, siete meses antes, nunca habían escuchado esas palabras que flotaron en el aire como un ensalmo, la contraseña de un milagro arraigado en un pasado tan remoto que apenas lo reconocieron. Parecía que hubieran olvidado que existían las madres, que podían salir de las cárceles, que no habían dejado de pensar en sus hijas y tenían el poder de rescatarlas de los lavaderos, del tendedero, de las tablas de planchar. Montaña se quedó muda, tan paralizada como las demás, y no fue capaz de ponerse en marcha hasta que la monja empezó a dar palmadas.

—¡Vamos! ¿O es que quiere usted quedarse aquí?

—No —entonces sus ojos relucieron, su cuerpo se estiró y se estiró su cuello, la barbilla tan alta como el primer día—. No quiero.

Isabel, Ana y Magdalena se apiñaron a su alrededor para despedirla en una confusa amalgama de abrazos y palabras, qué bien, qué suerte, qué envidia, que culminó en otra nerviosa serie de palmadas. La afortunada no dijo que las iba a echar de menos porque las cuatro sabían que no era verdad, pero cuando salió del cuarto de la plancha, lloraba tanto como las que se habían quedado dentro. Un cuarto de hora después, una de las que trabajaban junto a la ventana dio la voz de aviso, ya se va, y todas, amigas y enemigas, corrieron hacia los cristales para verla partir. Taña avanzaba hacia la verja abrazada a una mujer menuda y flaca, que tenía el pelo gris y hasta de espaldas parecía demasiado mayor para tener una hija de catorce años. Antes de salir a la calle se volvió a mirarlas, levantó el brazo derecho en el aire, agitó la mano para despedirse y sonrió. Aquella noche, volvió a florecer el llanto en el dormitorio.

—Me alegro mucho por ella —le susurró Isabel a Ana al día siguiente, en la cola del desayuno—. Porque era de las que peor estaban, la verdad.

—Sí —pero después, Ana se quedó mirando sus heridas—. A ver si tú también tuvieras suerte.

El frío había acelerado el proceso de descomposición de su piel, reforzando el cerco de la carne viva y muerta que se asomaba al exterior por la frontera de la sangre, del pus, pero había aportado al mismo tiempo una solución. El día que Taña se marchó, Isabel ya había descubierto que el único remedio eficaz para aliviar el dolor era sumergir las manos en el agua de la pila, y cuando su grupo volvió a lavar, no salió ninguna mañana a tomar el caldo. El lunes, el martes, el miércoles, la hermana Raimunda la miró en silencio y no hizo preguntas, pero el jueves, a la hora del recreo, la madre Carmen se fijó en la espuma sonrosada que ninguna otra monja parecía haber visto hasta entonces.

—Por aquí —y la guio fuera de aquella habitación con una voz que parecía desfallecer en cada sílaba—. Sígame, por favor.

Mientras seguía la estela de un velo negro, aquel hábito que flotaba sobre el suelo como si los pies que ocultaba fueran dos alas imposibles, horizontales, la niña experimentó una emoción extraña, hecha a un tiempo de temor y de fascinación. Los movimientos de la madre Carmen, que caminaba erguida, con un aplomo que agitaba los pliegues de su ropa como las olas de un mar nocturno, desprendían delicadeza, una elegancia que no estaba al alcance de la hermana Raimunda. Cuando aún no sabía si aquella mujer que la precedía por corredores que nunca había pisado iba a salvarla, o a condenarla, Isabel la admiró como si perteneciera a una especie distinta, una monja guapa, una chica joven, un hada de ropas oscuras, con babero blanco y anillo de oro en lugar de varita mágica. Sin embargo, ya conocía el lugar al que la condujo por un camino más corto que el que habría sabido tomar sola.

La enfermería, grande y luminosa, estaba dividida en dos mitades. A un lado estaba el consultorio, una camilla y muchas plantas, carteles con hileras de letras de diversos tamaños alternando en las paredes con dibujos de partes del cuerpo, sobre unos armarios metálicos cuyas puertas de cristal dejaban ver las medicinas que contenían. Al otro lado de unas cortinas que en aquel momento estaban abiertas, seis camas se miraban de frente, tres a tres, como si quisieran competir en el primor con el que estaban hechas. No encontraron a ninguna paciente, sólo a la hermana enfermera, una monja mayor, con un filo de cabello gris en el borde de la toca, sentada tras la mesa.

—Buenos días, hermana Begoña —la madre Carmen avanzó hacia ella con decisión, y al ver que Isabel no la había seguido, retrocedió unos pasos para cogerla del codo y acercarla a la mesa—. Aquí le traigo a esta niña, a ver qué puede hacer usted por sus manos —la miró y vio que las había escondido en las axilas—. Enséñeselas, no tenga miedo.

Isabel cerró los ojos y pensó en la hermana Gracia, en el argumento que encontraría antes o después para pedirle a las pequeñas que rezaran por ella, en la mirada de decepción con la que Pilarín le reprocharía que fuera tan débil, tan ingrata, tan quejica, y eso le asustó más que el mismo miedo. Si hubiera podido, habría salido corriendo y habría vuelto al lavadero para esperar a las demás con las manos dentro de la pila, pero no podía, así que respiró hondo, abrió los ojos y, sin apartarlos de la hermana Begoña, estiró las manos.

—¡Madre de Dios Bendito! —así asistió, por segunda vez en una sola mañana, al prodigio del terror reflejado en los ojos de una monja—. ¡Señor mío Jesucristo, socórrenos!

Mientras buscaba las gafas, las manos le temblaban. Cuando las encontró, la cogió por las muñecas para mirar sus heridas de cerca y estudiarlas con una atención ecuánime, profesional, que no logró devolver el color a su rostro.

—¿Pero desde cuándo las tiene usted así?

—Pues… —Isabel miró a la madre Carmen, y ella asintió con la cabeza—. Desde este verano, pero ahora, con el frío, se me han puesto peor.

—Y le duelen una barbaridad —la enfermera no preguntaba, afirmaba, pero ella asintió de todos modos—. ¿Y cómo no ha venido usted antes?

Isabel se sonrojó, se encogió de hombros, volvió a decir la verdad.

—No sé… Es que si las meto en el agua de la pila, como está tan fría, se me duermen y no las siento.

—Claro —la hermana Begoña se levantó, fue a buscar una silla, la acercó a Isabel sin dejar de negar con la cabeza—. Pero aunque usted crea que el agua la alivia, en realidad empeora sus heridas. Siéntese, por favor.

Dio la espalda a su paciente para abrir los armarios, y fue poniendo encima de la mesa un tubo de pomada, un frasco de yodo, algodones, gasas, vendas, y por fin, dos caramelos de azúcar quemada.

—Tome —le dio uno después de sentarse a su lado—. Cómaselo. Está muy bueno y le ayudará a aguantar, porque… Tengo que desinfectarle las heridas y le va a doler, pero no hay otra forma de curarla.

Nunca había experimentado un dolor comparable al que sintió mientras aquella mujer se afanaba sobre su diestra con un algodón empapado en yodo que quemaba igual que un soplete, pero se mordió los labios como si quisiera arrancárselos para no quejarse, y la pomada espesa, refrescante, con la que le embadurnó la mano antes de vendársela, le sentó mejor que el agua helada.

—Es usted muy buena paciente —la hermana Begoña sonrió antes de ofrecerle el otro caramelo—. Tome, para la otra.

La perspectiva de la venda y la pomada resultó más eficaz que el dulce para ayudarla a soportar la cura, y aunque volvió a morderse los labios, su serenidad animó a la madre Carmen a hacer preguntas.

—¿Y cómo ha podido pasar esto, hermana? ¿Es una alergia, un rechazo a…? —antes de que pudiera encontrar otra palabra, Begoña empezó a negar con la cabeza.

—No tiene por qué —respondió en voz baja—. La piel de esta niña es más sensible que la de sus compañeras, pero no es la primera vez que pasa… Ni será la última.

La madre Carmen levantó las cejas, se apretó una mano con la otra e Isabel volvió a detectar miedo en el desmayo de su voz.

—¿Por qué?

La enfermera no contestó enseguida, y movió la cabeza de un lado a otro antes de responder.

—Pues porque lavan con sosa, madre. Lo llaman savorina pero es pura sosa, y la sosa es cáustica, corrosiva, se lo come todo, las manchas y…

—Ya, ya —la madre Carmen la interrumpió mientras se tapaba los ojos con las manos—. ¿Y por qué no usan jabón, como todo el mundo?

—¿Usted qué cree? —la hermana Begoña miró un momento hacia sus ojos tapados, volvió al trabajo—. El jabón es muy caro. La sosa, muy barata —y en el mismo tono neutro, objetivo, añadió algo más—. Algún día tendremos que pagar por lo que estamos haciendo con estas niñas.

—Y si no, ya nos castigará Dios.

De todo lo que ocurrió aquella mañana, nada le inspiró tanto miedo a Isabel como aquellas dos frases que sonaban a pecado, que tenían que ser pecado aunque a las mujeres que las pronunciaron no se les cayeran Jesús ni la Virgen de los labios. Las van a castigar pero no va a ser Dios, se dijo. Las van a castigar y yo tendré la culpa, como pasó con la nota de los manteles, es todo culpa mía, culpa de la familia donde me he criado, del lugar de donde vengo, el mundo equivocado que me ha enseñado a hacerlo todo mal, a confiar en un marica con los ojos pintados, a proteger a un hermano al que busca la policía, a aceptar que mi madrastra esté en la cárcel, a llorar por mi padre sin preguntarme por qué le fusilaron, y todo eso es pecado, la Palmera se acuesta con hombres y vive en pecado mortal, Toñito y Eladia también, porque no están casados, y yo me he empeñado en quererles, en ponerme de su parte sin pararme a pensar en lo que hacen, sin comprender que aunque ellos quieran ser buenos, aunque lo sean para mí, lo que hacen es pecado y además no es real, eso es lo peor, que el tablao y la cárcel no tienen nada que ver con la vida de la gente normal, por eso meto la pata, porque soy tonta y no aprendo a hacer las cosas bien, por mi culpa las van a castigar y no se lo merecen.

Isabel nunca había pensado así, pero en aquel momento, ni siquiera se asombró de lo que estaba pensando. Tampoco se le ocurrió que la hermana Gracia se sentiría muy satisfecha de su pensamiento. Los árboles que no se riegan, que crecen en una tierra seca y pedregosa que nadie abona, se secan sin querer, sin darse cuenta. Ella no llegó tan lejos porque no era capaz de formular con exactitud lo que sabía, pero había aprendido que en la realidad de Zabalbide, la única auténtica para ella, el bien y el mal se regían por una sola ley. Portarse bien era no preguntar, no quejarse, no hacer ni decir nada que alterara la infinita monotonía de una secuencia de días rigurosamente iguales entre sí. Esa normalidad era el propósito de todas las palmadas de la hermana Raimunda, y aquella mañana ella había infringido sus reglas, porque tendría que estar en el lavadero y no en la enfermería, exponiendo a la madre Carmen, a la hermana Begoña, a un castigo que sería sólo culpa suya.

Estuvo a punto de pedirles perdón por ser tan débil, tan inútil, por tener la piel demasiado frágil, pero las miró y las encontró muy tranquilas. Parecían disgustadas, asustadas y hasta tristes, pero seguras de sus acciones, y era un error, estaban cometiendo un error aunque no encontró la forma de prevenirlas. Mientras tanto, la enfermera terminó de vendarle la mano izquierda.

—Muy bien, ahora escúcheme con atención. Usted no puede volver a lavar hasta que tenga las manos curadas. Tampoco puede tender, porque la ropa mojada le empaparía los vendajes. Como mucho, le doy permiso para planchar, pero todas las mañanas, cuando sus compañeras vayan a sus tareas, usted se viene a verme a mí, ¿entendido? Yo le pondré desinfectante, pomada, y le cambiaré las vendas, pero no se asuste. Le prometo que nunca volverá a dolerle tanto como hoy, y además tengo muchos caramelos —sonrió antes de volverse hacia la madre Carmen—. Habría que avisar…

—Yo me encargo —esta vez no necesitaron palabras peligrosas para ponerse de acuerdo—. Gracias por todo, hermana. Venga usted conmigo, Isabel.

Cuando salieron al pasillo, la niña ya no sintió la necesidad de andar detrás de la monja. Se puso a su altura y hasta se atrevió a preguntar.

—¿Adónde vamos?

—Al despacho de la superiora —su protegida sintió que el corazón le trepaba hasta la garganta—. Tenemos que contarle…

—No, no, no hace falta —y se apresuró a interrumpirla—. He pensado que si me pongo unos guantes de goma…

—¡Isabel! ¿No ha oído a la hermana Begoña? —la niña se limitó a asentir con la cabeza y la mujer extendió una mano hacia ella, aunque no llegó a tocarla—. ¿Pero por qué está usted tan asustada? No tenga miedo —después la cogió de la mano con mucho cuidado, como si fuera una niña pequeña—. No ha hecho usted nada malo. No tiene nada que temer.

Y sin embargo, antes de tocar con los nudillos en la puerta del despacho tomó aire, se estiró el hábito, apretó los puños.

—¡Adelante! —y abrió la puerta con un gesto sombrío, en el que la incertidumbre se precipitaba hacia la preocupación.

—Buenos días, reverenda madre.

Isabel dio un paso hacia atrás para buscar la protección del velo negro. Así, viendo a la superiora sólo con un ojo, de refilón, escuchó las explicaciones de su protectora, el tono respetuoso con el que se limitó a enunciar el número y la naturaleza de sus heridas, guardándose mucho de mencionar el nombre del material que integraba el detergente y del castigo que Dios, o los hombres, les impondrían antes o después por su conducta.

—Venga usted aquí —cuando dejó de hablar, la superiora reclamó a Isabel—. Vamos a ver esas heridas.

La niña se acercó sin decir nada y siguió callada mientras la reverenda madre deshacía el vendaje de su mano derecha, apartaba la pomada para examinar la piel, volvía a extenderla, y a vendarla, y a sujetar la gasa con un nudo, antes de emitir un veredicto que la enferma no supo interpretar.

—En fin, más sufrió Nuestro Señor Jesucristo en la cruz, y nadie le escuchó quejarse.

—Con todo el respeto, reverenda madre —la madre Carmen intervino con suavidad—, ella tampoco se ha quejado. He sido yo quien la ha llevado a la enfermería, y hace un momento me ha dicho que estaba dispuesta a seguir lavando con guantes de goma.

La superiora levantó los ojos para mirarla, pero no dijo nada. Su subordinada guardó silencio mientras la veía inclinarse sobre el libro de cuentas en el que estaba ocupada cuando llegaron. Sólo después de hacer un par de anotaciones, levantó la cabeza.

—De acuerdo —concedió, dirigiéndose a la monja como si la niña fuera invisible—. Hable usted con Raimunda, y que no se moje las manos hasta que Begoña le dé el alta.

Aquella semana, Isabel no volvió a trabajar. La sonrisa que la madre Carmen le dirigió al salir de aquel despacho, y que pareció revolotear entre los pliegues de su hábito para hacer su paso más alegre, aún más ligero, se extinguió en la puerta del lavadero a favor de un gesto de autoridad al que una repentina lentitud de movimientos, los pies flotando de nuevo sobre las baldosas, prestó un aspecto imponente, casi majestuoso.

—Bueno —la hermana Raimunda, mansa como un corderito, se limitó a asentir con la cabeza a todas las consideraciones de una mujer que, Isabel lo comprendió sólo entonces, no era exactamente su igual—. Como usted diga.

—Pues me la llevo a la capilla, para que me ayude con las flores. Mañana y pasado ya le buscaré algo que hacer, no crea que la voy a tener ociosa.

Aquella mañana, Isabel Perales aprendió muchas cosas. La primera, que la madre Carmen era de Bilbao.

—Del mismo Bilbao —precisó con una sonrisa.

La segunda, que era un poco mentirosa, porque mientras trajinaba con los jarrones de la capilla, tirando las flores secas a la basura, cambiando el agua y combinando rosas y claveles frescos, la obligó a sentarse en un escalón y no la dejó hacer nada más que preguntas. Así, Isabel se enteró de que la alianza que llevaba en la mano derecha era un símbolo de su matrimonio con Dios, y que el anillo de las hermanas representaba lo mismo, aunque era de plata porque sus familias eran humildes y no habían podido aportar ninguna dote al entrar en el convento.

—La dote —la madre Carmen le explicó también esa palabra— es dinero, que se usa para las necesidades del convento, las obras de caridad que sostenemos, el bienestar de la comunidad…

Dinero, dijo Isabel para sí misma, dinero, y volvió a repasar esas tres sílabas varias veces, hasta que consiguió aceptar su significado. Nunca habría imaginado que también allí, entre las esposas de Dios, hubiera ricas y pobres, pero la confidencia de la madre la ayudó a despejar algunos enigmas, y el menos importante fue la longitud del velo, el precio del metal que brillaba en los anillos y los broches. Sólo entonces se dio cuenta de que las monjas que trabajaban de verdad, como Raimunda, Begoña o Gracia, eran siempre hermanas. Ninguna madre daba clase a las pequeñas ni tutelaba el trabajo de las mayores, ninguna trabajaba en la cocina ni servía la mesa, y la jefa de todas ellas era una madre, no una hermana. En el fondo, aquel lugar se parecía mucho más al mundo exterior de lo que sus habitantes pretendían, y aquella conclusión estimuló la curiosidad de Isabel.

—¿Y su trabajo es cambiar las flores todos los días?

—Todos los días no, sólo dos veces a la semana. Además, toco el órgano y dirijo el coro de las pequeñas —metió la mano derecha debajo de la manga izquierda y sacó a la luz un reloj de pulsera dorado, pequeño y bonito—. Hoy ya no nos da tiempo, pero mañana tengo que ensayar. Si quiere ayudarme, puedo enseñarle a pasar las partituras.

—Sí, por favor —la cara de la niña se iluminó, y la mujer volvió a sonreír al comprobarlo—. Me encantaría.

La mañana del viernes, y la del sábado, las pasaron juntas en el coro de la capilla. Después del desayuno, la madre Carmen fue a buscarla y la acompañó a la enfermería, pero a media mañana, en lugar de llevarla a tomar el caldo templado e insípido de todos los días, sacó dos naranjas de sus bolsillos y las peló con una navajita. Isabel no había probado la fruta desde que llegó a Zabalbide, pero aunque se comió la suya muy despacio, cerrando los ojos en cada gajo para concentrarse mejor en su sabor, aquel regalo la hizo menos feliz que el simple paso de las horas en la serena intimidad del coro, la luz del pálido sol de invierno arrancando de las vidrieras reflejos tenues, tímidos, que se apagaban al paso de alguna nube para dejarlas a solas con las pequeñas llamas de las velas encendidas, la música de Bach y la voz de la madre entonando un Ave María hermoso e insólito, que trazaba una melodía distinta a la que producían las teclas para infiltrar en los ojos de la niña lágrimas placenteras, también hermosas, también insólitas, pero sobre todo distintas a las que había llorado desde que llegó a aquel lugar.

—Es precioso —dijo al final, estremecida aún por aquella emoción—. Mucho más bonito que el que cantan siempre.

—Sí, a mí también me gusta más, pero la reverenda madre es muy conservadora y prefiere el de Schubert —su sonrisa se deshizo despacio—. No entiende mucho de música, ¿sabe?, pero es una mujer valiosa, desde luego, muy preparada, inteligente y capaz, aunque es posible que a ustedes les parezca demasiado severa, porque… ¿Le han contado que este edificio, durante la guerra, fue una cárcel? —la niña negó con la cabeza y la madre apartó la vista de sus ojos para fijarlos en las teclas—. Pues lo fue, y los rojos fusilaron a un hermano suyo, que era jesuita, en el mismo patio al que salen las pequeñas por las tardes, por eso… Su madre enfermó al conocer la noticia, ella dice que murió del disgusto. La verdad es que su familia sufrió mucho.

—Lo siento.

—¿Por qué? —la madre Carmen volvió a sonreír, aunque no consiguió parecer alegre—. No es culpa suya.

—Bueno, pero como mi padre era rojo, y mi hermano también, pues…

—Eso no significa nada, Isabel. Mi tata, la mujer que me crio, también era roja, y era muy buena. De pequeña, yo no lo sabía, pero después de enterarme, la he seguido queriendo igual. Y además, no es justo que los hijos paguen por las culpas de sus padres.

Las dos se miraron sin decir nada, durante un instante que se les hizo tan largo como el silencio de dos amantes, dos enemigos que se midieran con los ojos después de empuñar los sables con los que iban a batirse en duelo.

—Perdóneme —la adulta se retiró primero—. No debería decirle estas cosas.

—No se preocupe, madre —pero la niña ya llevaba siete meses viviendo en aquel lugar, y por eso interpretó a la perfección el verdadero significado de aquel bucle equívoco, sinuoso, que certificó que aquella mujer era, al fin y al cabo, una monja, una persona incapaz de hablar en línea recta, de llamar a las cosas por su nombre—. Yo no se lo voy a contar a nadie.

—Voy a tocar el Ave verum corpus de Mozart —y como si pretendiera confirmar su condición, volvió a encarar el teclado sin comentar la promesa de Isabel—. A ver qué le parece…

Nunca volverían a estar juntas y solas durante tanto tiempo como el que disfrutaron aquellas dos mañanas en las que la niña aprendió a apreciar al mismo tiempo la emoción de la música y la compañía de la mujer que habitaba en una túnica negra que parecía flotar sin ayuda de unos pies humanos. Saber que esos pies existían, como existía el cuerpo al que pertenecían, y que pertenecía a su vez a una persona real, con un nombre y un pasado, una personalidad y una historia, la impresionó más que el Ave María de Gounod. Nunca se le había ocurrido pensar en el color del pelo de la hermana Raimunda, en que a la fuerza habría tenido un padre y una madre, en la clase de niña que habría sido de pequeña. Su guardiana siempre había sido para ella, ante todo, una autoridad temible, y después una monja, ni siquiera una mujer, sólo una monja, como si hubiera nacido ya con hábitos y con toca, ropajes huecos que no ocultaban nada porque nada podía latir en su interior. Llevaba muchos meses conviviendo con la hermana Raimunda y no sabía nada de su vida, dónde había nacido, cuántos años tenía. Ni siquiera estaba muy segura del tono exacto de sus ojos, de sus dientes, y no porque se hubiera acostumbrado a rehuir su mirada o porque apenas la hubiera visto sonreír, sino porque en ella los ojos, la piel, los labios no importaban.

En sólo dos mañanas, Isabel aprendió que la madre Carmen tenía los ojos entre castaños y verdes, el pelo rubio oscuro, los dientes blancos, las paletas muy grandes y las manos tan abiertas de tocar el piano que, cuando extendía los dedos, el pulgar y el meñique trazaban una línea recta, perpendicular al brazo. Tenía, además, veintinueve años, seis hermanos, cuatro de ellos varones, y una tía monja que era la superiora del convento de Málaga y quien más la había apoyado cuando decidió hacerse religiosa.

—A mis padres no les pareció mal, pero yo creo que habrían preferido que siguiera estudiando música, porque como empecé a los siete años…

—¿Y nunca pensó en casarse? —cuando terminó de decirlo, Isabel se puso colorada y no entendió cómo se había atrevido a llegar tan lejos—. Perdóneme, madre.

—No —ella se echó a reír—. No hay nada que perdonar, y tampoco pensé nunca en casarme. Y eso que tuve bastantes pretendientes, no crea.

—Pero no le gustó ninguno.

—Pues… No es eso —se quedó pensando—. O sí, no lo sé. El caso es que sentía una vocación muy fuerte y los chicos nunca me llamaron mucho la atención —hizo una pausa para mirarla—. ¿A usted sí?

—Yo nunca he tenido novio, pero… —no supo por qué no había querido decir la verdad, pero intentó enmendarlo a tiempo—. Pintarme, y ponerme tacones, y eso… Sí me gusta.

—¡Ah! Es usted presumidilla, ¿eh? —al ver el efecto que sus palabras provocaban en la niña, la madre se inclinó hacia ella, rozó su hombro con los dedos—. ¡Pero no se ponga usted así, mujer!

—Es que me acabo de acordar de que ser presumida es pecado —Isabel la miró y ya no estuvo tan segura—, ¿o no?

—Bueno, es un pecadito así de pequeñito —levantó la mano derecha en el aire, la punta del dedo índice rozando casi el pulgar—. Ojalá todos los que tuviéramos que confesar fueran como ese.

Aquella conversación fue la última de la mañana del viernes. Después, la madre Carmen miró el reloj y dio un grito de alarma. Si no corremos, vamos a llegar tarde, dijo, así que echaron una carrera y se rieron como dos tontas mientras corrían, la monja levantándose la túnica para dejar ver los pies corrientes de la mujer que era. Por la tarde, Isabel se quedó en el dormitorio como el día anterior, pero a la mañana siguiente, en misa, reconoció la voz que entonaba el Ave María de Schubert y la sintió como algo propio.

—¿Qué te pasa en las manos? —le preguntó Pilarín en el recreo.

—¿No te lo ha contado la hermana Gracia? —Isabel le devolvió la pregunta envuelta en una ironía que la pequeña no captó.

—No. ¿Por qué?

—No sé, como os lo cuenta todo, pues… ¿Te acuerdas de aquellas heridas que me salieron de lavar? —Pilarín asintió con la cabeza—. Se me pusieron peor y la madre Carmen me llevó a la enfermería. La hermana Begoña me las curó y por eso las llevo vendadas, para que se me pongan bien.

—La hermana Begoña es muy buena, ¿verdad? —su cara se iluminó—. Siempre que vamos a verla nos da unos caramelos muy ricos…

Al final del recreo, cuando su hermana estaba ya jugando a la comba con sus amigas, la madre Carmen cruzó el jardín con una sonrisa luminosa, el viento inflando sus hábitos como el velamen de un barco, y su protegida se levantó al presentir que venía a verla.

—¿Cómo está usted, Isabel?

La mañana anterior, las dos a solas en su refugio, mientras la luz jugaba con las vidrieras y la cera se derretía lentamente, le había preguntado por qué las monjas siempre las trataban de usted y no de tú, como sus verdaderas madres y hermanas, y se había asombrado al comprobar que aquella mujer, con la que podía hablar de casi todo, se ruborizaba ante una cuestión tan simple. Porque es mejor, respondió, tenga en cuenta que nosotras no somos sus verdaderas familias, y el usted implica respeto, hacia ustedes y hacia nosotras mismas… Isabel se había quedado callada, masticando una respuesta que no entendía, cuando fue la madre quien preguntó. ¿A usted le gustaría más que la tratara de tú? Sí, dijo ella, sería más natural, porque ustedes son mayores y nosotras pequeñas, y las personas mayores siempre tutean a los niños, aunque no los conozcan. Ya, la madre Carmen frunció los labios y sus ojos brillaron un poco más que de costumbre, pero es mejor que yo la trate de usted, créame. ¿Mejor para quién? Mejor para las dos.

—Estoy muy bien, madre —Isabel recordó estas palabras al encontrarla un poco más rígida, más envarada, en el recreo del domingo—, las manos me duelen cada día un poco menos. ¿Y usted?

—Muy contenta de oír eso. Mañana vuelve al trabajo, ¿no?

—Sí, esta semana plancho con otro grupo y la semana que viene, con mis compañeras.

La madre Carmen asintió con la cabeza, como si no le estuviera contando nada nuevo.

—Bueno, pues mañana, después del desayuno, iré a buscarla al comedor para acompañarla a la enfermería —y antes de que la niña pudiera interrumpirla, levantó una mano en el aire para añadir algo más—. La hermana Raimunda ya lo sabe, acabo de hablar con ella, no se preocupe.

En aquel colegio donde casi nunca pasaba nada bueno y cada cosa tenía un precio, Isabel descubrió enseguida que la amistad de la madre Carmen iba a costarle la enemistad de su guardiana. Raimunda no le había perdonado la insolencia del pan duro, pero tampoco había sido tan exigente con ella como cuando volvió a tenerla a su cargo. Antes, Isabel había planchado durante una semana entera bajo la inofensiva tutela de la hermana Resurrección, una anciana que se pasaba las horas dormitando en una silla, y ese paréntesis hizo aún más evidente una hostilidad que su tutora no se molestó en disimular.

—Está usted muy señorita últimamente, ¿no?

Con esa frase le devolvía el mantel que acababa de planchar, censuraba en voz alta el aspecto del cuello de una camisa o trazaba arrugas invisibles en la sábana que estaba sobre la tabla, antes de señalarla con el dedo para estrellarlo tres veces contra su hombro, marcando el ritmo de una amenaza que se hizo tan frecuente como una letanía cotidiana.

—Hijita, hijita, hijita —Isabel resistía la presión del dedo que la empujaba con la mirada baja y la imaginación ausente—. No olvide que de su comportamiento depende el porvenir de su madrastra.

Pero aquella frase, que había hecho llorar a Taña muchas noches, ya no le hacía daño, porque sabía que la madre Carmen mandaba más que la hermana Raimunda, y al escucharla podía volver al coro, a los preludios de Bach, aquella emoción tibia y fresca a la vez, el olor de las flores, de las velas, un mundo privado donde aquella monja odiosa no podía entrar. Por eso no protestaba. Aceptaba el mantel, volvía a desdoblar el cuello de la camisa, se afanaba con la plancha sobre unas arrugas que no existían, y la voz de la madre se apoderaba de su memoria para llenar de música cada hueco y cada ángulo, cada relieve, cada resquicio de su cabeza. A veces, mientras Raimunda la miraba como si recelara de su mansedumbre, la niña dudaba de haber vivido en realidad esas horas dulces y apacibles, que parecían hechas de una materia distinta al monótono tiempo de sus días y sus noches. Pero la madre Carmen nunca la abandonó, y aunque la hermana Begoña fue espaciando la frecuencia de las curas, jamás faltó a una cita. Entonces, al salir del comedor, le bastaba mirarla para comprender que todo lo que recordaba era bueno y auténtico, bueno y real.

—¿Pero otra vez aquí, madre? —tanto que no entendía por qué a Raimunda le molestaba tanto que fuera a buscarla—. ¿No le parece a usted que esta niña ya es bastante mayorcita como para ir sola a la enfermería?

—Sí —aunque su interlocutora replicaba con un aplomo que la elevaba muy por encima del nivel de su hábito volador—. Pero yo prefiero estar presente en las curas, para que la hermana Begoña me ponga al tanto de sus progresos.

—Qué considerada —Raimunda sonreía.

—Pues sí, ya ve —y Carmen correspondía con una sonrisa igual de falsa—. Pero como usted no tiene tiempo para preocuparse de la salud de sus alumnas, alguien tendrá que hacerlo. Al fin y al cabo, el Ministerio de Justicia nos las ha confiado para que cuidemos de ellas, ¿no le parece?

La primera vez que Isabel asistió a aquel lisonjero intercambio de insultos, no le dio importancia. La hermana Begoña, en cambio, concedió bastante al estado de sus manos, y contrarió las expectativas de su tutora dictaminando que de ninguna manera podría volver a lavar antes de un mes.

—De hecho, ni siquiera debería usted planchar —añadió—, porque el esfuerzo de empuñar el mango y apretar está retrasando su recuperación. Se le han vuelto a abrir las heridas —levantó las cejas para mirar a la madre Carmen—. Habría que encontrar otra tarea para esta niña. Dígale a Raimunda…

—No —pero su interlocutora fue más rápida—. Creo que será mejor que le haga usted una visita. Estoy segura de que concederá a su opinión más crédito que a la mía, porque además se me ha ocurrido… —entonces se volvió hacia Isabel—. ¿Quiere salir un momento y esperarme en el pasillo, por favor?

Se reunió con ella unos minutos después y no le contó nada de lo que había tratado con la enfermera. La niña tampoco se atrevió a preguntar por qué estaba tan contenta, pero se dio cuenta de que su sonrisa sólo se apagaba en el umbral del cuarto de la plancha, que no quiso traspasar. Isabel ocupó su puesto pero apenas tuvo tiempo de planchar una sábana. No había llegado al embozo de la segunda cuando Begoña apareció en la puerta y Raimunda fue a su encuentro para sostener una brevísima conversación.

—No se moleste, Isabel, no vaya usted a cansarse —al quedarse de nuevo a solas con sus pupilas, la hermana fue hacia ella, agarró la tela con las dos manos y tiró con tanta fuerza que la sábana pareció volar antes de arrugarse a sus pies—. La madre Carmen la espera en la capilla. Por lo visto, lo único conveniente para su salud es pasarle las partituras.

Isabel logró mantener la serenidad el tiempo imprescindible para salir andando de aquella sala. Luego bajó las escaleras como si le hubieran nacido alas en los pies, cruzó el jardín en un instante, trotó entre los bancos hasta el recodo por el que se subía al coro y salvó los peldaños de tres en tres. Cuando entró en la capilla, la madre Carmen estaba tocando, pero al llegar arriba la encontró de pie, sonriendo junto al teclado, y no se lo pensó.

—¿Qué hace? —la monja intentó retroceder cuando la niña se lanzó sobre ella para abrazarla—. ¿Está usted loca? —pero no tenía espacio a su espalda e Isabel, su cabeza apretada contra la toca porque eran casi igual de altas, tampoco aflojó la presión—. No me abrace usted así, por favor…

—Es que estoy muy contenta, madre.

En la nave sonaron voces, ruidos de pasos y palmadas mientras la monja usaba las dos manos para apartarla de su cuerpo.

—Compórtese, Isabel, por Dios se lo pido —ella, que no la había soltado porque no había llegado a detectar auténtico temor en su voz, se apartó inmediatamente y escuchó algo más—. Hoy no vamos a estar solas.

Un instante después, la hermana Gracia hizo su aparición a la cabeza de una fila de niñas entre las que estaba Pilarín, y su irrupción bastó para que Isabel bajara la cabeza, cruzando las dos manos sobre la falda del uniforme. Después, miró a su hermana, sonrió, y a partir de ese momento, su relación con la organista giró exclusivamente alrededor de las partituras seleccionadas para la misa del Gallo. Mientras la adulta corregía la entonación del coro y escuchaba cantar a sus integrantes en solitario para distribuirlas según el registro de sus voces, ni siquiera la miró. De vez en cuando, levantaba la barbilla en su dirección para indicarle que pasara la página, pero aunque parecía ignorarla, la niña se dio cuenta de que estaba pendiente de ella.

—¡Bravo! Cantan ustedes como los ángeles —aunque sólo sonriera a las pequeñas—. Ahora, vamos a ensayar otra pieza para el Ofertorio, de Haydn —aunque no la mirara ni cuando se dirigía a ella—. Búsquela, por favor, Isabel, es la única que tiene las tapas amarillas.

La primera mañana en que estuvieron a solas en el coro, le había pedido uno de aquellos incomprensibles cuadernos por su nombre e Isabel se había avergonzado al confesar que no sabía leer. Por eso, para que no volviera a sonrojarse, sólo le daba pistas que pudiera interpretar y cuando no era posible, se levantaba del taburete para acercarse ella misma al armario.

—Déjeme un momento, porque al llegar, he buscado Adeste fideles pero no sé dónde la pondría ayer… —y buscaba en el lugar equivocado para hacer tiempo, antes de encontrarla—. ¡Ah! Aquí está. ¡Qué cabeza tengo!

Isabel asistía a aquella pantomima en silencio y a sabiendas de que era inútil, porque Pilarín habría informado ya a todas sus compañeras de que su hermana mayor no sabía leer, pero la agradecía igual. También agradeció que, al terminar, le pidiera que se quedara para ayudarla a recoger, porque creyó que era otra treta para desmentir su analfabetismo. Pero se equivocó.

—Le he pedido que se quede porque tengo curiosidad por saber… —cruzaban ya el jardín, una junto a la otra, al paso lento que la madre marcaba—. Dígame una cosa, y por favor, sea sincera conmigo. Antes, cuando me ha abrazado… —hizo una pausa y dejó de mirarla para fijar los ojos en el horizonte—. ¿Se alegraba usted de verme o de dejar de planchar?

—De todo —Isabel contestó enseguida—. De las dos cosas, pero sobre todo de volver al coro y de estar con usted, oyéndola tocar.

—Ya, pero… Si en vez de ser yo, en el coro hubiera estado otra madre que tocara el órgano mejor —y desdeñó el horizonte para volver a mirarla—. ¿Se habría alegrado usted igual?

—Pues… —la niña necesitó mucho más tiempo para meditar una segunda respuesta—. Es que desde el principio sabía que no era otra, sabía que era usted, porque usted es la única que toca el órgano y la hermana Raimunda me ha dicho que tenía que venir a pasar las partituras, así que…

—Es decir, que se ha alegrado usted de verme.

—Claro, madre —se quedo mirándola y no fue capaz de descifrar su expresión concentrada, casi ausente—. Es que… Perdone, pero no entiendo muy bien lo que quiere decir.

—No importa —la monja volvió a sonreír, a parecerse a sí misma—. Yo también estoy muy contenta de tenerla de ayudante, Isabel.

Durante la última semana de 1941 y la primera de 1942, Isabel Perales García no lavó, no tendió, no planchó. Tampoco se separó de la madre Carmen, porque en la frontera de la Navidad, los ensayos las mantuvieron ocupadas todos los días, mañana y tarde. Mientras se esforzaba por retener en su memoria el tamaño y el aspecto de unos signos que no entendía, hasta que logró identificar las partituras por su portada como si pudiera leer sus títulos, la niña fue al mismo tiempo muy feliz y muy desgraciada. La ausencia de trabajo, en sí misma una gozosa liberación, le deparaba un placer menor, secundario en relación con la alegría de la música. El órgano respiraba como un animal cansado y venerable hasta que los dedos de la madre, tan fuertes, tan ágiles, tan delicados, empezaban a moverse sobre las teclas para acariciarlo a veces muy despacio, luego más deprisa, haciéndole cosquillas que parecían alzarlo del suelo, animarlo a bailar y elevarlo hasta el techo mientras su intérprete se levantaba del asiento para derramarse entera sobre él. Isabel asistía en silencio a aquel prodigio, el misterio de los tubos que aspiraban aire y devolvían música, un mullido lecho de armonía sobre el que se acostaba una voz humana, una voz bella, sabia, capaz de conmover, de conmoverse, y sobre todo poderosa, experta en la dicha de expresar la felicidad y la tristeza como ella nunca habría sabido hacerlo con las palabras del único lenguaje que conocía. A caballo entre 1941 y 1942, Isabel descubrió una vocación imposible, un camino que la llamaba y la rechazaba con la misma impetuosa determinación, para curar las heridas de sus manos a costa de abrir otras en su espíritu, en su conciencia, la experiencia de un destino que, a los catorce años, ya la había condenado sin remedio a vivir lejos de la música.

Sabía que no le convenía, pero en algunos momentos, después de pasar la página, cerraba los ojos para dejarse llevar por la fantasía y trazar carambolas imposibles que la desembarcaban en otra piel, otra vida donde no sólo sabía leer los títulos de las partituras, sino también los signos que se atropellaban sobre los pentagramas. Deseaba tanto aquel conocimiento que una mañana se encontró pensando en hacerse monja y entregarse por completo a cambio de una oportunidad de aprender. Sabía que su vida valía tan poco que nadie pagaría por ella un precio tan alto, que si entraba en un convento, analfabeta y pobre como era, nadie se tomaría el trabajo de educarla, pero creía que soñar no le hacía daño y aceptar la realidad, en cambio, era muy doloroso para ella. La realidad eran sus manos deformadas, los dedos rojizos e inflamados, las yemas torpes que nunca acertarían a pulsar una tecla. La realidad seguía siendo el dormitorio, el comedor, la fila del baño, la de la capilla, la hostilidad que la hermana Raimunda había contagiado a algunas de sus compañeras para que flotara como una invisible amenaza sobre las pocas que seguían hablando con ella. La realidad eran las monjas de las que la madre Carmen no podía apartarla, los lugares de donde estaba ausente, las desgracias que no le podía ahorrar.

—Yo la quiero muchísimo, madre.

—Ande, ande, Isabel —su protectora negaba con la cabeza, sonreía, y nunca contestaba que también la quería.

Pero ella se sentía querida, escogida entre todas, y eso también la hacía feliz y desgraciada, porque el cariño de la monja le calentaba el corazón, pero aunque no sabía descifrar la naturaleza de los indicios que detectaba, intuía que podía llegar a ser peligroso para las dos.

—Vas a volver a lavar, ¿verdad? —Pilarín le dio una pista consistente en el recreo de la mañana de Navidad.

—No —pero no supo interpretarla—. No creo que me deje la hermana Begoña. Todavía voy a la enfermería un día sí y otro no.

—Pues anoche, después de misa, la madre Gracia iba diciendo, ¡esa vuelve a lavar!, vamos que si vuelve a lavar, ¡como que yo me llamo Gracia! —y entornó los ojos para dirigirle una mirada recelosa—. ¿Qué has hecho, Isabel?

—¿Yo? —y aunque estaba segura de su inocencia, se paró un momento a pensarlo—. Nada.

—Algo has tenido que hacer —insistió la niña—, porque la hermana, que es buenísima y nunca se enfada, estaba enfadadísima contigo…

En Nochebuena, habían cenado una sopa con fideos y una carne asada llena de nervios, pero carne al fin y al cabo, la primera que masticaban en aquel comedor. Después, las monjas pusieron en las mesas unos platos con unos cuadraditos muy pequeños de turrón de Alicante y de Jijona, pero la hermana Raimunda les prohibió tocarlo hasta que la superiora hizo una aparición espectacular, en el centro de un grupo de sacerdotes entre quienes sólo reconocieron al padre Benedicto, que las confesaba cada semana y, por el solideo y la faja púrpura, al obispo de Bilbao, a quien todas saludaron con la genuflexión que les habían enseñado.

—Ilustrísima… —musitaban las monjas a su paso, inclinándose para besar su anillo—. Qué honor… Feliz Navidad…

Isabel ya estaba avisada de aquella visita, porque unos días antes, la madre Carmen se la había anunciado a las niñas del coro. No quiero que os pongáis nerviosas, pero tenéis que concentraros mucho, ¿de acuerdo? Tenemos que cantar muy bien, porque el señor obispo va a venir a oficiar la misa del Gallo, y vamos a agradecerle este honor tan grande con una actuación que no pueda olvidar nunca… Las niñas prometieron dar lo mejor de sí mismas y cumplieron su promesa. Isabel, que al llegar a la capilla se había dado cuenta de que la madre estaba muy nerviosa, apretó los puños en todos los pasajes donde solían equivocarse, pero aquella noche no cometieron errores, ninguna cantante entró antes ni después de tiempo, ninguna voz desafinó, y después de la misa, cuando la hermana Gracia repartió panderetas, zambombas y sonajas, para que se acompañaran en los tres últimos villancicos populares, la madre se levantó a dirigir el coro con el júbilo pintado en la cara.

—Que no se mueva nadie —poco antes de terminar, una monja subió corriendo las escaleras—. Su Ilustrísima quiere venir a felicitarlas —se paró a tomar aire y miró a la responsable de aquel éxito—. Enhorabuena, madre.

Isa se quedó a un lado, porque no formaba parte del coro, pero después de saludar a las niñas de la primera fila, el obispo de Bilbao, escoltado siempre por la madre superiora, se acercó también a ella y le dio a besar su anillo antes de reunirse con su hija Carmen. Y estuvo tan entusiasta, tan simpático y cariñoso, que cuando se marchó, después de bendecirlas a todas, ella dio unos saltitos en el suelo, levantando los brazos en el aire antes de acercarse a las cantantes para estrecharlas entre ellos y sembrar de besos sus cabezas.

—Muchas gracias, ha sido maravilloso —las niñas de las filas superiores bajaron, la rodearon, y ella tuvo besos, abrazos para todas—. Han cantado como nunca. Este ha sido el mejor regalo de Navidad que me han hecho en mi vida.

Isabel sonrió al contemplar aquella escena, y su mirada se cruzó con la de la hermana Gracia, que miraba a sus niñas con un gesto idéntico. Hasta que la madre Carmen, con la misma espontaneidad que había derrochado con las demás, se volvió hacia ella, y sin soltar a las pequeñas que seguían aferradas a su hábito, le acercó la cabeza.

—Gracias también a usted, Isabel —entonces la besó en la mejilla—. Y Feliz Navidad.

—Feliz Navidad, madre.

Ella le devolvió el beso sin rozarla siquiera con los dedos, pero cuando apartó la cabeza, la asaltaron los ojos de la hermana Gracia, extrañamente fruncidos y dilatados en un solo gesto. Isabel asistió a la súbita metamorfosis de una mirada capaz de viajar desde la incredulidad hasta la cólera en un instante, pero no logró establecer su origen ni antes ni después de escuchar la profecía de Pilarín. La madre Carmen nunca la había besado antes de aquella noche, pero el contacto de aquellos labios sobre su piel en la víspera de Navidad, la noche en la que todo el mundo estaría besando o habría besado ya a las personas que tenía más cerca, había sido tan inocente, tan liviano, que no pudo creer que escandalizara a nadie.

El día siguiente pareció darle la razón, porque después de la misa del Gallo, prosiguieron los ensayos de las piezas destinadas a celebrar la misa de Año Nuevo, después la de Epifanía. El 7 de enero, sin embargo, sólo necesitó oír una palabra para comprender que era Pilarín la que había acertado.

—¡Perales!

Raimunda dejó de llamarla por su nombre, y sólo entonces descifró aquella mirada de la hermana Gracia.

—¡Al lavadero con las demás, vamos!

Porque aquella mirada era la guerra.

—Pero, hermana… Yo… La hermana Begoña me dijo…

Y no habría cuartel.

—¡Nada! —su tutora sonrió y levantó el brazo en el aire con el dedo extendido hacia el lavadero—. La hermana Begoña nada, porque la reverenda madre por fin ha comprendido que ya es hora de acabar con las pamplinas.

Así, Isabel Perales García volvió a sumergir sus manos deformadas, los dedos hinchados, los dorsos llenos de costras, en el agua helada de la pila, volvió a frotar con savorina las sábanas y los manteles, volvió a sentir dolor, y a teñir la espuma de rosa.

—Tome —por la tarde, la hermana Raimunda le dio un tubo de pomada y unas vendas—. Puede vendarse las manos todas las tardes y mantenerlas vendadas hasta la mañana siguiente. Con eso será más que suficiente.

No lo fue, pero durante algún tiempo, el que la sosa tardó en romper de nuevo su piel para hacer aflorar por viejos y nuevos agujeros su carne viva, muerta, el regreso al trabajo le dolió menos que la injusticia, las sonrisas de Raimunda, los comentarios de algunas compañeras que la llamaban señorita entre pedorreta y pedorreta, como si todo el colegio tuviera motivos para celebrar su desgracia. Esa semana no vio a la madre Carmen, y su ausencia se clavó como un alfiler puntiagudo y maligno en cada una de las heridas de su cuerpo, de su espíritu, para aumentar el daño y ahuyentar la esperanza. En el recreo del domingo, sin embargo, la madre fue a buscarla con su paso aéreo, tan delicado y elegante como en los buenos tiempos.

—Voy a vigilar a la clase de San Francisco Javier —y sonrió igual que antes—. ¿Quiere usted venir conmigo?

Aquella mañana, antes de oír misa, se había confesado con el padre Benedicto como todos los domingos, y como todos los domingos había tenido que inventarse los pecados, me acuso de que he sido envidiosa, de que he sido orgullosa, de que he obedecido a la hermana a regañadientes, de que he discutido con mis compañeras…

—¿Y ya está? —le había preguntado el sacerdote al final—. ¿No tiene ningún pecado más que confesar?

La niña se detuvo un instante, no tanto para simular que estaba haciendo memoria como porque su confesor no había vuelto a hacerle aquella pregunta desde la primera vez que la escuchó.

—No, padre —los ojos que la taladraban a través de la celosía la animaron a insistir—. De verdad que no.

El sacerdote hizo una pausa, como si necesitara tomar fuerzas antes de volver a preguntar.

—¿No ha pecado usted contra la pureza?

—¿Contra la pureza? Se refiere a… —y se detuvo para escoger bien las palabras—. ¿A pensar en chicos, y en casarse, y todo eso?

—¿Ha pensado usted en chicos?

—Pues sí, padre, he pensado, pero… Tampoco he hecho nada malo, sólo pensar, yo… Desde que llegué aquí no he visto a ninguno, y por eso, de vez en cuando, me acuerdo de uno de mi barrio, que me gustaba mucho, la verdad, pero no sé ni dónde está, ni…

—Está bien, está bien —el confesor la interrumpió en un tono pacífico, levantando la mano en el aire para hacerla callar—. Si lo único que hace es pensar en ese chico, mientras sólo sea en casarse con él, no ha pecado. Réceme usted tres padrenuestros y tres avemarías y no vuelva a pecar.

La penitencia, idéntica a la que recibía semana tras semana a cambio de los pecados que se inventaba cada domingo, le pareció muy poca para tanto interés, pero aún le extrañó más la pregunta que le hizo la madre Carmen, sin mirarla en ningún momento, mientras la acompañaba a la zona del jardín donde jugaban las pequeñas.

—Esta mañana ha confesado usted, ¿verdad? —ella afirmó con la cabeza y la madre sonrió—. Yo también.

Después de que las niñas del coro se arremolinaran alrededor de sus hábitos para saludarla, las dos se sentaron en un banco. Entonces, la madre cruzó los brazos bajo la túnica, como solían hacer todas las monjas cuando vigilaban las tareas o los juegos de sus alumnas, y le dijo algo más, sin dejar de sonreír ni de mirar hacia el jardín.

—Cruce usted los brazos y acérqueme su mano izquierda… —la niña obedeció, deslizándola bajo el codo contrario—. Así…

La madre Carmen guio su propia mano zurda a través de una abertura que los pliegues ocultaban, y tomó los dedos vendados de Isabel entre los suyos.

—¿Le duelen las manos?

—No, todavía… —no se me han vuelto a abrir las heridas, iba a decir, pero no llegó tan lejos—. No, no me duelen.

—Lo siento mucho, Isabel —y seguía mirando, sonriendo a las pequeñas, mientras hablaba sin gesticular, moviendo apenas los labios—. Ha sido culpa mía. No debería haberla besado en el coro, pero el concierto había salido tan bien, estaba tan contenta…

—Pero… —la niña se inclinó hacia ella, atónita—. ¿Es por eso?

—No me mire —y como si quisiera dar ejemplo, la madre Carmen se volvió hacia la derecha, dándole la espalda sin soltarle la mano—. Mire usted a su hermana. Sí, ha sido por eso.

—Pero, madre, si no hicimos nada malo… —Pilarín la vio, movió el brazo en el aire para saludarla y ella correspondió con su mano libre—. Era Nochebuena, ¿no? Tanto hablar de la paz y del amor, y luego…

—La gente es muy malpensada. Hay personas envidiosas, rencorosas, hasta entre las que han consagrado su vida a Dios. Debemos compadecerlas y rezar por ellas, pero, de todas formas… —entonces sí la miró, le dirigió una mirada intensa, fugaz, la única que acompañó al contacto de su mano mientras las dos estuvieron sentadas en aquel banco—. Nadie va a conseguir que yo deje de preocuparme por usted. No lo olvide usted nunca, Isabel.

Durante más de dos meses, aquella promesa se limitó a miradas y sonrisas disimuladas en el pasillo o en la capilla, aunque en el recreo de los domingos, el único momento en el que podían estar juntas, la madre sólo sonreía a otras niñas y no la miraba jamás. Isabel no acababa de entender lo que estaba pasando, pero aprendió a respetar las nuevas normas muy deprisa, porque se dio cuenta de que la monja no estaba pagando ningún precio por el supuesto error que habían cometido juntas. El castigo había recaído exclusivamente en ella, y por las noches se dormía meciéndose en el amor de la música, la alegría de la luz que jugaba con los cristales de colores y las velas encendidas, pero al oír las palmadas con las que la hermana Raimunda inauguraba cada mañana, se sentía tan desgraciada que se arrepentía de haberse entregado sin condiciones a aquella felicidad efímera. No ha merecido la pena, pensaba, y se sentía ingrata, traidora, todavía peor. Aunque algunas de sus compañeras desafiaban las amenazas de la hermana Raimunda para acercarse a ella de vez en cuando, Ana y Magdalena siempre, se convirtió en una chica triste, aislada y solitaria, que se recluía en sí misma por su propia voluntad antes de que las demás tuvieran la oportunidad de apartarla. Aquel proceso, que la hundió por dentro, se manifestó también por fuera. Estaba demasiado triste para darse cuenta, pero su aspecto llegó a ser tan alarmante que la madre Carmen decidió arriesgarse por segunda vez.

—Voy a vigilar a la clase de San Francisco Javier —y el segundo domingo de marzo fue de nuevo a buscarla—. ¿Quiere usted venir conmigo?

Aquella vez no le hicieron falta instrucciones, pero al cruzar los brazos para coger la mano de la madre, encontró algo más.

—Feliz cumpleaños, Isabel —era un paquete alargado, crujiente—. Hace quince días fui a comer a casa de mis padres y le compré unos bombones. Guárdelos y cómaselos usted sola, poco a poco, que buena falta le hacen.

Ella aprovechó los pliegues del hábito para guardárselos en un bolsillo, y abrió el paquete para sacar uno y metérselo en la boca con ansiedad, mientras su protectora miraba en todas direcciones menos en la suya.

—Gracias, madre —el sabor del chocolate que se fundía lentamente en su paladar le inspiró unas extrañas ganas de llorar—. Están buenísimos.

—Me alegro de que le gusten —y mientras volvía a apretar sus dedos, la guio por un camino inesperado—. He estado hablando con la hermana Begoña y ella sospecha… Dígame una cosa, Isabel, ¿usted tiene la regla?

—¿Yo? —el bombón que se estaba comiendo le amargó en la boca—. Sí, desde los once años.

—Claro, pero yo digo ahora, este mes, el mes pasado… Contésteme sin miedo, por favor.

La niña miró a la monja, calculó sus posibilidades, decidió que no tenía más opción que decir la verdad, y las lágrimas que no habían nacido del sabor del chocolate, brotaron a destiempo de sus ojos.

—No, madre —al escucharlo, se asustó—. Hace dos meses que no me viene, pero le juro que no he hecho nada malo, no estoy embarazada, tiene que creerlo, no estoy…

—Claro que no —siguió mirando a las pequeñas, pero negó con la cabeza y una sonrisa triste—. Claro que no está embarazada, pobre hija mía, eso ya lo sé… Lo que está usted es anémica, y por eso no le viene la regla.

Isabel celebró tanto que la madre Carmen creyera en su inocencia, que ni siquiera se paró a analizar aquel diagnóstico. A la monja, sin embargo, parecía preocuparle mucho más.

—Está usted enferma y aquí va a ponerse cada vez peor, así que voy a pedirle un favor a la reverenda madre. El próximo domingo es el cumpleaños de mi abuela y toda la familia se va a reunir para celebrarlo. Yo no pensaba asistir, porque no suelo ir a verlos más que dos o tres veces al año y la última fue hace muy poco, pero si me da permiso, la llevaré conmigo. Tengo dos hermanos médicos. Ellos nos dirán qué debemos hacer para que se recupere. Mis padres contribuyen con mucha generosidad al sostenimiento de la congregación. Tengo esperanzas de que mi plan tenga éxito pero, por si acaso, no lo comente usted con nadie.

Durante la semana siguiente, Isabel Perales García experimentó un nuevo y misterioso fenómeno. El edificio donde vivía, con sus gruesos muros de ladrillo rojo, inerte, no podía cambiar, reaccionar al frío o al calor, respirar como un ser vivo, y sin embargo, eso fue lo que ella percibió, y que los pasillos se ensanchaban, y los techos se elevaban, y las ventanas se agrandaban para dejar pasar más luz, y más intensa. Tengo esperanzas, había dicho la madre Carmen, y el dormitorio, la capilla, el comedor y el patio parecían susurrarlo sólo para ella, ten esperanza. Su salud, esa debilidad que transparentaba sus huesos bajo el uniforme, que le pesaba en los pies y le descarnaba las manos, le daba lo mismo, pero le hacía tanta ilusión salir a la calle, volver a ver coches, tiendas, muchachos, que se mareaba sólo de pensarlo, sólo de pensar en sentarse a una mesa y comer pan, carne, y hasta un trozo de tarta de postre, porque aunque la abuela de la madre fuera muy mayor, seguro que había tarta de postre. Acababa de cumplir quince años, pero se embobó como una cría anticipando, minuto a minuto, la dicha que le aguardaba. Y cuando aquel domingo llegó al fin, se esmeró en lavarse muy bien, se peinó con los dedos, sacudió el uniforme y procuró eliminar las manchas más visibles antes de ponérselo. Quería causar buena impresión, pero Pilarín no apreció el fruto de sus esfuerzos al reunirse con ella en el recreo.

—Esta semana, la hermana Gracia nos ha hablado de las amistades particulares, que son malísimas.

—¡Ah! —Isabel, pendiente de la llegada de la madre Carmen, apenas prestó atención—. ¿Sí?

—Sí. ¿A vosotras no os han hablado de eso en clase?

—Nosotras no damos clase, Pilarín —sólo entonces la miró, para comprobar que era ella la que se desentendía de lo que estaba oyendo—. Nosotras sólo lavamos, tendemos y planchamos, ya lo sabes.

—Bueno, pues las amistades particulares son cuando una madre, por ejemplo, quiere mucho a una niña, pero mucho mucho, más que a las otras, y sólo se ocupa de ella. La hermana Gracia dice que es muy grave, como un pecado, porque ellas tienen que querer a todas igual, como las madres de verdad, y por eso… ¿Qué te pasa, Isabel? Te has puesto blanca de repente.

La madre Carmen cruzaba el jardín con la cara pálida como el papel, y al verla detenerse a mitad de camino, agacharse, fingir que le molestaba una sandalia, mirarla y negar con la cabeza, Isabel supo por qué. El cielo se había hecho pedazos, pero esta vez, los cascotes lloverían sobre las dos.

A partir de aquel día, y durante tres semanas seguidas, la monja estuvo confinada en su celda, haciendo ejercicios espirituales en soledad. Después, apenas se acercó a Isabel, y aunque seguía mirándola de lejos, no volvió a sonreír. La niña creyó que la había olvidado, y sin embargo, no tardó mucho en encontrar una ocasión definitiva para cumplir su promesa.

—¡Chicas, son patatas!

El día que se las encontraron en el plato después de once meses y medio de caldo de berza, las miraron con una aprensión limítrofe con el temor, como si les diera miedo comérselas. Un instante después, todas las habían devorado ya, masticando al mismo ritmo. Estaban sosas, insípidas, y ninguna recordó haber probado jamás algo mejor.

—¡Chicas, hay arroz!

El tercer día hubo macarrones, y después más patatas, y fideos con salchichas, y ninguna logró encontrar una explicación para aquel milagro, que la semana siguiente se duplicaría para florecer también en la cena.

—No pregunten tanto y a comérselo todo, vamos —la hermana Raimunda sonreía, pero no soltaba prenda—. ¿O es que no están ustedes contentas?

El primer domingo de mayo, les entregaron además uniformes nuevos, ordenándoles que guardaran los viejos hasta que les hicieran falta, pero sin explicarles para qué podrían necesitarlos. Con todo, ninguna novedad resultó tan relevante para Isabel como la sonrisa que Raimunda le dirigió el miércoles, después del desayuno.

—Me he dado cuenta de que las manos se le han vuelto a poner muy mal, ¿verdad? —ella se limitó a asentir con la cabeza y la hermana sonrió de nuevo—. Creo que es mejor que hoy se quede en el dormitorio, descansando. La hermana Estíbaliz la acompañará.

Antes de que tuviera tiempo de preguntar, una novicia a la que nunca había visto le pidió que la siguiera, la devolvió al dormitorio y le recomendó que se quedara allí, muy tranquilita, añadió, hasta que fueran a buscarla. Después se marchó y sólo entonces ocurrió algo importante de verdad.

—¡Hermana Estíbaliz! —al escuchar el ruido del cerrojo, Isabel fue hacia la puerta, intentó abrirla, no lo consiguió—. ¡Hermana Estíbaliz! —y la monja, que a la fuerza tenía que estar oyendo sus gritos, tampoco quiso volver sobre sus pasos—. ¡Hermana Estíbaliz!

Qué raro, pensó, pero no se asustó. No le daba miedo estar sola, ni encerrada en aquella habitación donde no podía pasarle nada malo, aunque le inquietaba no saber, no comprender las razones de su encierro. Se asomó a la ventana y vio el patio vacío, los dormitorios del pabellón frontero, el cielo casi azul bajo la gasa de unas nubes que se deshilachaban lentamente. Fue hacia su cama, se tendió en ella con mucho cuidado para no tener que volver a hacerla, y repasó los acontecimientos de aquella mañana, las palmadas de la hermana Raimunda, la fila del baño, las escaleras, la misa, el desayuno, aquel pistolín del que todas se comían la mitad desde que la semana anterior empezaron a darles pan también para comer, para cenar. No encontró ningún detalle especial, y pasó el tiempo sin que pasara nada más, hasta que se quedó dormida sin darse cuenta. El calor del sol ya había disuelto la amenaza de las nubes cuando creyó oír su nombre en sueños.

—Isabel… —y en el sueño, una mano la zarandeaba con suavidad—. Isabel… —pero con la insistencia suficiente para animarla a abrir los ojos—. Isabel, despiértese, por favor…

Al despegar los párpados, vio a la madre Carmen inclinada sobre ella.

—Gracias a Dios —murmuró cuando la vio incorporarse.

—Pero… —Isabel no supo escoger entre el temor y el asombro—. ¿Qué hace usted aquí, madre?

—Tiene que ir usted inmediatamente al salón de la madre fundadora, ¿me oye? Traiga aquí esas manos… —y le quitó las vendas sin dejar de darle instrucciones—. La han encerrado aquí porque hoy vienen las señoritas del Ministerio de Justicia a interesarse por ustedes, y no quieren que la vean. Pero usted tiene que verlas, explicarles que está enferma, enseñarles sus heridas…

—Pero, madre… —el miedo y el asombro se aliaron para hacerla temblar, pero su interlocutora la interrumpió antes de que acertara a elegir entre los dos.

—Calle y escúcheme, no tenemos tiempo que perder —para demostrarlo, le puso una mano en la espalda y la empujó hacia la puerta mientras seguía hablando—. No baje usted por las escaleras de siempre, ¿me oye?, sino por las que están al fondo del pasillo. Salga al jardín por el portillo de metal que hay a la derecha, antes de llegar a la cocina. Las cristaleras del salón se abren igual por dentro que por fuera. Péguese usted a la pared del pabellón, para que no la vean llegar, entre y cuéntele a esas señoras lo que le pasa. ¡Vamos!

Cuando salieron al pasillo, la madre cerró la puerta con mucho cuidado y no echó el cerrojo. Luego la cogió de las manos, la miró a los ojos y le dejó ver que ella era la más asustada de las dos.

—La reverenda madre va a adivinar que he sido yo pero, por favor, Isabel, no me venda. Cuando le pregunten, diga que usted sólo ha oído que llamaban a la puerta, que la ha encontrado abierta y que ha ido a buscar a las demás. Y luego… —apretó un poco más las manos de la niña entre las suyas, sin hacerle daño—. Esto no les va a gustar, así que… Es probable que dentro de unos días la reverenda madre la llame para interrogarla sobre mí, sobre mi relación con usted. Si eso ocurre, diga la verdad, Isabel. Es muy fácil, ¿verdad? Lo único que tiene que hacer usted es decir la verdad.

—Pero, madre, yo no puedo…

—Sí puede, claro que puede. Tiene que hacerlo por usted, por su salud, y por mí, porque yo nunca me perdonaría… —negó con la cabeza, y sus palabras se hicieron más enérgicas—. Hágalo por mí, y que la Virgen nos proteja.

Se marchó sin volver la cabeza, flotando a toda prisa sobre las baldosas, e Isabel la vio desaparecer sin moverse del lugar donde la había dejado. Pero las manos le dolían, sus heridas escocían al contacto con el aire, y ellas decidieron. Isabel Perales García bajó corriendo por las escaleras de servicio, cruzó el jardín, avanzó pegada a los muros, llegó hasta las cristaleras y se paró a tomar aire. Lo demás fue fácil, tanto como abrir una puerta y entrar en un salón donde un centenar de ojos se posaron en ella al mismo tiempo.

—Buenos días —dijo en voz alta, pensando en la madre Carmen—. Siento llegar tarde.

Su aparición marcó un antes y un después en su vida, en la vida de las niñas de Zabalbide. ¿Cómo te llamas?, le dijo una mujer joven, con camisa azul y falda gris, ¿qué tienes en las manos? La madre superiora, que se había tapado la cara con las suyas para no verla entrar, volcó sobre ella una mirada más soberbia que furiosa, pero Isabel habló y, tras ella, hablaron las demás, y lo contaron todo. Que hacía un año que no se bañaban. Que hasta hacía dos semanas sólo habían comido caldo de berza. Que no habían llegado a coger un lápiz. Que trabajaban todos los días menos los domingos. Que el detergente que usaban para lavar era sosa y no jabón. Que pasaban tanta hambre, que muchas habían dejado de tener la regla.

—No quiero hablar contigo, Isabel. Te has vuelto muy mala, peor que Montaña, la hermana Gracia dice que le has hecho muchísimo daño a la congregación.

—Lo único que hice fue enseñar las manos, Pilarín.

—Pues no deberías, porque si tienes una enfermedad, la culpa no es de las madres, sino tuya, de eso que te pasa. Y ahora las señoritas se han enfadado, y tú te la has cargado. ¿Sabes lo que dijo la hermana Gracia ayer, delante de todas? —y ahuecó la voz mientras la señalaba con el dedo—. Esa tal Isabel Perales que se vaya preparando…

Pero ella ya estaba preparada. Ese fue el último favor que le hizo la madre Carmen antes de desaparecer. Mientras las alumnas de San Ignacio de Loyola celebraban la revolución que les depararía un baño semanal, aunque tuvieran que meterse en la bañera con el camisón puesto, y un cuarto de pistolín suplementario en la comida y en la cena, Isabel esperaba. Cuando las demás comprendieron que las señoritas del ministerio no se habían enfadado tanto como parecía, y se resignaron a ponerse sus viejos uniformes, a volver a la dieta de caldo de berza, aligerada muy pronto de una ración suplementaria de pan que no llegó al mes de julio, y a pelearse por las migas de los manteles, ella ya había acudido tres veces al despacho de la reverenda madre.

—Escúcheme bien, Isabel, y recuerde que mentir es un pecado muy grave. Si lo hace, irá derecha al infierno, así que no me mienta, porque se me está acabando la paciencia. ¿La madre Carmen la besó alguna vez?

—Sólo una vez, reverenda madre, en la mejilla, después de la misa del Gallo, ya se lo dije ayer…

—Pero la tocaba, ¿no es cierto?

—Pues sí, alguna vez me ha tocado.

—¿Dónde?

—Pues en un brazo, o en la espalda, una vez aquí, en su despacho, para que me acercara a usted…

—Reverenda madre… —hasta que el padre Benedicto se cansó.

—No me refiero a eso y usted lo sabe, no sea mentirosa, hablo de caricias, de tocamientos de otro tipo. Dígame la verdad.

—¡Pero si se la estoy diciendo! Nunca me acarició. Me cogía del brazo a veces, para llevarme a un sitio o a otro, como a las demás niñas.

—Reverenda madre, por favor… —el sacerdote insistió por segunda vez.

—Pero la abrazaba, ¿verdad? Cuando estaban ustedes solas, en el coro.

—No, no me abrazaba. Una vez intenté abrazarla yo, y no me dejó.

—¿Por qué me miente usted, Isabel? ¿Es que de verdad cree…?

—¡Reverenda madre, ya está bien! —el padre Benedicto dejó de hablar para empezar a chillar, mientras se levantaba de la silla para interponerse entre la fiscal y la acusada—. Está clarísimo que esta niña no tiene ni idea de lo que está usted diciendo. Si sigue haciéndole usted esa clase de preguntas, va a aprender aquí lo que no sabía al entrar.

Eso no era del todo cierto, y sin embargo, lo que sabía serenó la conciencia de la niña con la certeza de estar diciendo la verdad. Porque ella conocía los besos, los abrazos a los que se refería la madre superiora, los había visto una vez, en otoño del año anterior. En noviembre había llovido tanto que subieron a tender al primer piso del campanario todos los días. A la hora del recreo, una de las externas apareció por allí, y una chica alta y rubia, bastante guapa, la acompañó al segundo piso, en vez de bajar a tomar el caldo. Después del recreo, Isabel la vio tirar una monda de plátano, y así se enteró de que en Zabalbide existía un ritual que ella desconocía. Se llamaba «comunicar con las externas» y consistía en acompañar a una chica al piso de arriba, y hacer lo que ella quisiera a cambio de comida.

—¿Y yo puedo hacerlo? —le preguntó, después de oír que algunas no sólo daban plátanos, sino hasta bocadillos de jamón.

—Pshhh… No sé, porque… —dio un paso hacia atrás y la miró de arriba abajo—. Maja sí que eres, pero con esas manos de leprosa que tienes…

La mañana siguiente, antes de que ninguna externa tuviera tiempo para reclamarla, subió las escaleras sin hacer ruido y se asomó al segundo piso para contemplar un amasijo de piernas desnudas, de manos ansiosas y botones desabrochados, de pechos al aire y besos en la boca. Se asustó tanto que bajó corriendo y nunca volvió a subir, pero tampoco olvidó lo que había visto. Por eso, aunque ocultó a la superiora que la madre Carmen la cogía de la mano de vez en cuando mientras vigilaba el recreo de las pequeñas, salió del despacho con la conciencia muy tranquila. Lo que pasaba en el campanario no tenía nada que ver con el coro de la capilla, con el amor de la música y los reflejos que la luz del sol arrancaba de los cristales de colores. Eso era todo lo que sabía, y aunque el infierno no le daba miedo, le bastaba para estar segura de que no había mentido.

Sólo volvió a ver a la madre Carmen una vez, el primer domingo de junio. Antes la escuchó. Al reconocer las primeras notas del preludio en Do mayor de Bach, adivinó que el órgano sonaba para ella, que su intérprete se estaba despidiendo, y al escuchar su voz, entonando el Ave María más raro, más hermoso, lloró de pena y de emoción, por la pérdida de aquella belleza que le ensanchaba el corazón, por la nostalgia del cariño de su amiga. Mientras las lágrimas caían de sus ojos mansamente, sin hacer ruido, volvió a sentir la tentación de preguntarse qué había pasado, qué había hecho ella para merecer aquel torrente de calamidades, el castigo implacable de su cuerpo y de su espíritu que le arrebataba al fin lo único bueno que había en su vida. Pero no se rebeló, ya no podía. Un año en Zabalbide había desterrado de su ánimo la memoria de la rebelión, el sentido de la justicia y hasta el impulso de la rabia, para dejarla a solas con el deber de la penitencia. Mientras la madre Carmen cantaba el Ave María de Gounod, Isabel Perales García no se preguntó por qué la arrancaban de su vida. Se limitó a sentirse culpable. Esa era la única educación que había recibido desde que llegó a aquel lugar.

—He venido a verla, Isabel, porque… —fue a buscarla en el recreo y ella distinguió todas y cada una de sus pisadas, el peso de su cuerpo cayendo sobre el suelo en cada pie—. Mañana me voy a Málaga, y me gustaría despedirme de usted. ¿Se atreve a dar un paseo conmigo?

—Claro que sí, madre.

Echaron a andar despacio, entre los parterres, a la vista de todas, tan separadas que el vuelo del hábito no llegaba a rozarla.

—Es por mi culpa, ¿verdad? Lo siento mucho, madre.

—No, Isabel, por favor, no diga eso. No es culpa suya, sino de la madre superiora, de las hermanas que le calientan la cabeza y de sus propios errores. Usted no tiene la culpa de estar enferma. Ellas son culpables de no cuidarla y yo no me arrepiento de nada. Aunque me echen, aunque me castiguen, volvería a hacerlo hoy mismo, lo haría todas las veces que…

Interrumpió una frase que no llegó a terminar para dejar pasar a un grupo de niñas que se cruzaron con ellas, y después giró a la izquierda, para tomar el sendero que llevaba al huerto.

—Mi tren sale mañana a mediodía. A las once me marcharé de aquí. Si usted quiere que nos despidamos, pida permiso para ir al servicio, súbase en el retrete y abra la ventana. Cuando llegué a la mitad del camino, me pararé un momento y la miraré. Así nos despediremos, ¿de acuerdo?

En el huerto no había nadie trabajando, pero la madre se aseguró de que nadie podía verlas antes de detenerse.

—Pero antes quiero que me prometa dos cosas, Isabel —se acercó a ella, la cogió de las muñecas, la miró a los ojos—. Prométame que va a cuidarse usted las manos —y mientras su interlocutora asentía con la cabeza, su voz se quebró—, y que no me olvidará.

—Eso nunca, madre —por primera, última vez, Isabel giró las manos para apretar las de aquella mujer entre sus dedos—. Yo la quiero mucho, ya lo sabe.

—Yo también te quiero mucho —y por primera, última vez, la madre Carmen la tuteó—. Te quiero tanto que me importas más que yo misma.

Cuando el silencio que sucedió a sus palabras se hizo caliente, espeso como una nube cargada de agua, rodeó con los dedos la cara de Isabel para acercarla a la suya muy despacio y posar un instante los labios sobre sus labios. Luego movió su cabeza hacia abajo a toda prisa, la besó en la frente y se marchó, levantándose el hábito con las manos para correr con sus pies humanos, de mujer corriente.

Aquella semana, a las niñas de la hermana Raimunda les tocaba lavar. Cuando el reloj del lavadero marcó las once, una de ellas pidió permiso para ir al retrete, se subió encima de la tapa, abrió la ventana y esperó. La madre Carmen apareció enseguida, avanzó un paso, luego otro, se detuvo a mitad del camino, y el bastidor de madera encuadró su rostro, desencajado y pálido, como el marco de un retrato.

Isabel Perales García lloró aquella noche un llanto diferente a todos los que conocía.