II

Un extraño noviazgo

Cuando el funcionario descorrió el cerrojo, Martina se lanzó encima de su novio. Durante un instante, sólo pude escuchar el eco entrecortado, confuso, de sus respiraciones.

—Hola, Manolita.

Silverio olía a jabón. Se había lavado y había lavado la ropa que llevaba, una camisa blanca que parecía de gasa, el tejido tan frágil, tan desgastado que transparentaba el relieve de sus costillas, y unos viejos pantalones militares con varios rotos mal cosidos. A sus botas les faltaban los cordones. A sus pies, los calcetines.

—Hola.

El cuarto era tan pequeño que al atravesar el umbral me había quedado a tres pasos de la pared del fondo. En medio estaba él, y a mi derecha, Tasio y Martina habían empezado a respirar por la nariz mientras se besaban como si pretendieran devorarse entre sí. No necesitaba mirarles para verlos, ni prestarles atención para oír algunas palabras sueltas, ganas, estoy, loca, verte, alegría, aunque las pronunciaban en un susurro, sin despegar del todo sus labios de la boca, la cara, el cuello del otro.

—Estás muy guapa —Silverio tampoco levantó la voz para piropearme.

—Tú… —también, iba a decir, pero me pareció una tontería—. Gracias.

La Palmera había cumplido su palabra. Me había vestido, me había peinado, me había pintado, y aunque no parecía exactamente una reina, al mirarme en el espejo me gustó lo que vi. Llevaba un vestido blanco con la cintura muy marcada y una falda que se abría como la corola de una flor puesta boca abajo. Era de Jacinta. Los zapatos, negros y puntiagudos, con un tacón tan alto que tuve que recorrer la casa con ellos un par de noches hasta que aprendí a pisar en línea recta, eran de Eladia, y preciosos, aunque me hacían mucho daño. Paco me había recogido el pelo alrededor de la cara para dejar mis rizos sueltos por detrás y plantarme encima, a un lado, una gardenia de tela que le había pedido prestada a Dolores.

—Pero es que estoy rarísima, Palmera —intenté resistirme mientras me la sujetaba—. ¿Tú crees que hace falta todo esto?

—Pues claro, mujer —asintió con la cabeza mientras me colocaba la última horquilla—. Se supone que estás enamorada de él, deseando verle, ¿o no? Querrás que te encuentre guapa. No vas a ir como todos los días.

—Pues en el metro me van a tirar pesetas…

—Ya verás como no.

En eso tuvo razón. Cuando salí de casa con las mejillas iluminadas con colorete, carmín en los labios y una raya negra, más fina que las que a él le gustaba pintarse, subrayando el borde interior de mis párpados, llamé la atención de algunos peatones, pero ninguno se rio de mí. Llevaba sobre los hombros una chaqueta fina de punto azul celeste, también de Eladia, y en la mano un bolso blanco que Marisol me había prestado a regañadientes, a cambio de la solemne promesa de que no lo iba a manchar. Al entrar en el metro, me sentía tan rara como si fuera disfrazada, pero en el vagón me di cuenta de que algunos hombres me miraban de vez en cuando como sólo les había visto mirar a otras, y no fui capaz de decidir si aquella novedad me gustaba o me desagradaba, aunque me puse la chaqueta para esconder en las mangas mis manos ásperas y rojizas, de fregona. Sin embargo, cuando llegué a la cárcel, comprendí que yo también tenía razón, y que podría haberme ahorrado la transformación que a la Palmera le había entretenido tanto.

—¡Anda, hija, que sólo te falta el ramo! —porque Martina iba vestida igual que siempre—. Te vas a poner perdida. Ni que fueras a casarte de verdad.

Ella era la campeona de las bodas de Porlier, la reincidente que, en poco más de seis meses, se había casado dos veces y había amadrinado a otras tantas parejas. La lista de espera era muy larga y los condenados a muerte tenían preferencia sobre los demás, pero el precio era tan alto que muchas veces las novias o las madrinas no lograban reunir el dinero a tiempo. En la reserva, siempre estaba Martina.

—Si es que no lo conocí hasta febrero del 39…

También iba a ser mi madrina, y Toñito arregló una cita para que nos conociéramos en el café Comercial, tan lejos de su casa como de la mía.

—Una mañana me caí en la calle mientras empezaban a sonar las sirenas —entornó los ojos como si acabara de encontrar en su boca un sabor muy dulce, y aquella expresión suavizó sus rasgos duros, un poco bastos, para enseñarme la cara de una chica con suerte—. Me torcí el tobillo y no podía andar. Él iba corriendo por la acera. Me vio, me recogió, me ayudó a bajar al metro y ya no nos separamos, pero… —aquella mujer afortunada se evaporó tan deprisa como su sonrisa—. No estuvimos juntos ni dos meses. Por eso, saco el dinero de donde sea. Me da igual no comer, no llevar medias en invierno, ir y volver andando a todas partes… Lo que haga falta.

Si acabara de conocerla, me habría dado envidia, porque yo había hecho las mismas economías por mucho menos. Pero en la cola de la cárcel se sabía todo, y que Martina vivía con un canónigo de San Isidro que tenía medio cuerpo paralizado y ninguna familia. Ella le cuidaba, empujaba su silla de ruedas hasta la iglesia y le reemplazaba en algunas tareas, como vaciar los cepillos. También administraba sus cuentas para, entre otras cosas, pagarse su propio sueldo. Él no tenía más remedio que confiar en aquella muchacha que durante la guerra se había ocupado, además, de que nadie le molestara. Martina le tenía cariño y sólo le engañaba a medias, porque aparte de lo que sisaba por aquí y por allá, de vez en cuando le pedía veinte duros para las obras de caridad del capellán de la cárcel, y ese era el propósito al que el cura de Porlier decía destinar todos sus ingresos.

—No te hagas ilusiones —por su forma de mirarme, comprendí que ella tampoco sabía que mi noviazgo era tan ficticio como la boda en la que iba a culminar—. Es un cuarto sucio y oscuro, pequeño, sin muebles, así que hay que hacerlo en el suelo, unos al lado de otros… —no fui consciente de que la expresión de mi cara hubiera cambiado hasta que se echó a reír—. Pero no te asustes, mujer. Al principio es raro y da mucha vergüenza, pero con el tiempo, una se acostumbra…

El tercer lunes de mayo de 1941, cuando volví a ver a Silverio, me di cuenta de que mi situación en la cola de Porlier había cambiado. La mayoría de las mujeres que una semana antes habían celebrado mi reaparición con miradas benévolas y sonrisas cómplices —¡mira la Manolita, qué espabilada nos ha salido!— me trataban como siempre, pero algunas, esas que solían saberlo todo, asentían con la cabeza al verme, me ponían una mano en el hombro y la apretaban para darme ánimos, o la dejaban caer por mi espalda para dibujar una caricia fugaz. María, la que me había advertido una semana antes que Silverio no sabía nada, me cogió del brazo para caminar a mi lado mientras me hablaba al oído, en un susurro.

—La boda será el lunes que viene —miré hacia delante y encontré una espalda que no había visto al llegar, miré hacia atrás y vi a Julita, que también era comunista—. No te preocupes, que no nos va a oír nadie.

—Ya, pero no entiendo… —la brevedad de aquel plazo me puso tan nerviosa que tuve que pararme a escoger las palabras para que no me malinterpretara—. Creía que la lista era muy larga, mi hermano me dijo que me tocaría esperar más de un mes.

—Y normalmente es así —sonrió antes de desbaratar mis esperanzas—. Pero tú no vas a tener que esperar, porque todas las camaradas te han dejado pasar. También hemos hablado con las que no son del Partido. Algunas nos han hecho el favor y a otras les hemos comprado el turno, pero no pasa nada. Esto es muy importante para nosotros, ya lo sabes… Yo le daré a Martina el dinero y el tabaco, pero me han dicho que tú trabajas en una confitería y podrías conseguir los pasteles más baratos.

—Sí, pero no tengo con qué pagarlos.

—Yo te lo doy. ¿Cuánto te van a costar, más o menos?

Se me pasó por la cabeza la idea de añadir algunas pesetas al precio que me había dado la encargada. No se habría extrañado, porque los pasteles se habían convertido en una extravagancia, un alimento irreal, tan fabuloso como el Gordo de Navidad. Había tenido que inventarme una rifa benéfica de la Sección Femenina de mi barrio antes de preguntar, porque ya sabía que Meli iba a responderme con otra pregunta, ¿y para qué quieres tú un kilo de pasteles? Ni siquiera yo, que trabajaba allí, habría podido calcular que los tíos de Rita ganaran un margen tan desorbitado. María habría pagado cualquier cantidad, y sin embargo le dije la verdad.

—Puede que al final cuesten un poco más —incluyendo la advertencia que Meli me había hecho a mí— porque a veces hay escasez de harina, o de mantequilla, y no se encuentra ni en el mercado negro, o el precio de los huevos se dispara de pronto, y como en teoría nadie sabe por qué…

—Da igual —me cogió la mano derecha para deslizar en ella un billete—. Te doy veinte duros. Tú paga lo que sea y el lunes que viene le devuelves a Juani lo que sobre. Vas a verla, porque ella se casa a las cuatro y tú a las cinco.

Por eso no la engañé, no habría podido. María era hermana de Domingo Girón, Juani, la mujer de Eugenio Mesón, y ambos, dirigentes de la JSU de Madrid que en marzo de 1939 había tenido menos suerte que uno de sus militantes. Mientras Toñito se las ingeniaba para esconderse en el último lugar donde iban a ir a buscarlo, Girón, Mesón y hasta quince de sus camaradas, la cúpula de la organización, habían sido detenidos por los hombres de Casado. Antes de entregar Madrid, el Consejo de Defensa había liberado a todos los comunistas detenidos excepto a ellos. Trasladados a la cárcel aún republicana de Valencia, los diecisiete permanecieron encerrados mientras sus carceleros huían, como un regalo siniestro y destinado a aplacar a las nuevas autoridades, que sólo los devolvieron a la capital para encerrarlos en sus propias cárceles. Una semana antes de que su hermana me diera cien pesetas para comprar un kilo de pasteles, un consejo de guerra había condenado a muerte a todos menos a dos, y Girón tampoco había tenido suerte esta vez.

—Por eso quería pedirte… —María, tan firme hasta entonces, apartó sus ojos de los míos mientras se sonrojaba—. Si esto tuyo sale bien, y ya no necesitáramos… En fin, que si pudieras seguir consiguiendo los pasteles más baratos… No lo digo por mí, sino por las casadas, Juani, Pepa, ya sabes… —hizo una pausa y cerró los ojos, pero aunque apretó los párpados con tanta fuerza como si quisiera hundírselos en el cráneo, cuando volvió a abrirlos ya brillaban más de la cuenta—. Como han condenado a muerte a quince…

Las lágrimas empezaron a desprenderse de sus ojos para caer por sus mejillas, pero no llegaron más allá. Ella se las limpió de un manotazo y hasta dio un pisotón en el suelo antes de seguir hablando.

—Perdóname, parezco tonta. Lo que iba a decirte…

—No te preocupes —tampoco necesitaba oírlo—. Haré lo que pueda.

Me habría gustado hacer algo más, darle un abrazo, un beso, o apretarle una mano, pero no me atreví porque apenas la conocía. Rita era mi amiga, María sólo una chica de la cárcel, una más, como tantas con las que había compartido un destino terrible, el presentimiento, el hachazo, la soledad de quienes sobreviven a la muerte de un marido, un padre, un hermano, sin haber llegado a alcanzar ninguna intimidad. En aquella comunidad, las cosas eran así, tan duras y tan frágiles, tan pesadas y tan livianas a un tiempo que a veces, cuando alguna se venía abajo, podía recordar que otras la habían consolado, que la habían ayudado a sentarse en un banco, que la habían cogido de la mano para recordarle que tenía que ser fuerte, pero una semana después era incapaz de identificarlas. La madre de Rita tenía razón. En la cola de Porlier todas éramos iguales, todas para lo peor, y los rostros, los cuerpos, las voces de todas se borraban para confundirse en una sola, el rostro, el cuerpo, la voz de la cola de la cárcel. Por eso no me atreví a tocar a María. Por eso ella me respondió con una sola palabra.

—Gracias.

Y cuando entré en el locutorio me sentí afortunada, una privilegiada que no se jugaba nada en aquella visita ni en el encuentro del lunes siguiente. Silverio también estaba de buen humor, relajado y muy contento de verme. Su sonrisa tal vez me habría alarmado si no hubiera visto sonreír antes a Domingo Girón. El hermano de María tenía veintinueve años y nunca cumpliría treinta. En otras condiciones, cuando podía lavarse, afeitarse delante de un espejo y ponerse ropa limpia, debía de haber sido un hombre guapo. Tras la alambrada, su calavera transparentándose bajo la piel tirante del rostro, el cuerpo consumido, más que flaco, y el relieve de los huesos visible bajo la ropa, era como todos, y cuando estaba serio no llamaba la atención. Sin embargo, al sonreír, sus ojos achinados se entornaban, sus labios cobraban un misterioso grosor y toda su cara se iluminaba. Entonces era imposible dejar de mirarle, imposible creer que fuera a morir, que aquella sonrisa tuviera los días contados y aquellos labios, aquellos ojos, aquellos dientes perfectos, fueran a extinguirse para siempre sin haber llegado a conocer la humillante tiranía de la vejez. Aquella mañana, mientras le miraba, me dio mucha pena pensarlo. No le conocía de nada, nunca había hablado con él, no sabía cómo era, qué carácter tenía, cuáles eran sus virtudes, sus defectos. Sólo que había sido ferroviario y que nunca cumpliría treinta años, porque le iban a matar. Durante unos instantes sentí su condena como una tragedia personal. No era la primera vez que me ocurría. Aquellos repentinos accesos de una sensación profunda y difícil de definir, en los que la compasión por un hombre real se confundía con la tristeza inspirada por una relación imaginaria, eran un fenómeno corriente en aquel lugar donde la propia identidad se diluía en una especie de órgano universal, como si todas las mujeres de la cola fuéramos una sola, como si todos los presos de Porlier fueran el padre, el hermano, el marido de todas. Pero aquel día, la sonrisa de Girón me conmovió más de la cuenta. Atrapada en la curva de sus labios mientras sentía el dolor de su hermana instalado en mi pecho, no encontré la manera de deshacer otra sonrisa.

—Nos casamos el lunes que viene, a las cinco —mientras Silverio asentía, los presos que le rodeaban celebraron la noticia más que él para que mi ánimo cambiara de dirección, como si después de subir el último peldaño de una escalera larga y empinada, se deslizara plácidamente por un tobogán.

—Los hay con suerte…

—Estarás contento…

—Oye, si te echas para atrás, avísame…

—Y si no a mí, que estoy soltero y sin compromiso.

Tampoco era la primera vez que asistía a una algarabía semejante, la versión masculina y carcelaria de la pescadilla de Julita. Al otro lado de la alambrada de enfrente, ellos tenían más motivos que nosotras para burlar a la muerte, para ahuyentarla con chistes y con risas. Mi padre, que tenía una pepa encima, me había cantado el chotis que sus compañeros habían dedicado a la pena de muerte, encaramada como una reina promiscua en el trono del tribunal de las Salesas, Pepa, Pepa, ¿dónde vas con tanto tío?, de continuar así, dejarás Madrid vacío, y al llegar al estribillo se partía de risa, como si la letra no fuera con él. Por eso, porque necesitaban reírse de cualquier cosa, me uní a ellos aquella mañana. Y no fui la única.

—Anda que… —la madre del último que había hablado, negó con la cabeza y un gesto de incredulidad—. Presos y todo, no piensan en otra cosa.

—Pa chasco —dijo la mujer de otro—. Tendrían que nacer otra vez.

—Ya te digo —terció una tercera—. Y el pobre muchacho a punto de reventar —y se echó a reír—. Debería daros vergüenza.

Yo la imité, porque los comentarios de sus compañeros eran graciosos, pero no tanto como el sonrojo que se había apoderado de la cabeza de Silverio, su cuello, su rostro, sus orejas rojas como un tomate, aunque la vergüenza que los otros no sentían tampoco le estropeó el humor, ni le impidió mover unos labios color escarlata.

—¡Qué bien! —gritó a través de la malla de alambre, y siguió sonriendo.

Entonces me asusté, pero no por mí, sino por él, por el chasco que iba a llevarse cuando estuviéramos solos en una habitación.

—Pero… —por eso intenté darle una pista—. Tú ya te imaginas de qué va esto, ¿verdad? —y lo único que logré fue empeorar las cosas.

—Mujer, el chico es tonto, pero no tanto…

—Yo creo que a eso llega…

—Y si no, ya se lo explicaremos nosotros…

—Tú tranquila, que va a cumplir como un hombre.

Silverio seguía igual de colorado, pero no ofrecía resistencia a aquellas bromas, la expresión de una envidia limpia, amable, que no pretendía ofenderle. En aquel momento era un privilegiado, lo sabía y pagaba con gusto el precio impuesto por quienes no habían tenido tanta suerte. Y aunque aquella escena me habría parecido mucho más divertida si la novia de Silverio no hubiera sido yo, la compasión no me impidió pensar en Rita, en cómo nos reiríamos si ella estuviera conmigo, en cómo nos regañaría Caridad después. Por eso no conseguí recobrar la compostura.

—¡Dejadle en paz! —Girón parecía enfadado, tan serio que logró imponer silencio un instante antes de que sus labios se curvaran de nuevo—. A ver si lo vais a poner nervioso y luego, con lo largo que es, se va a acabar arrugando.

—¡Mingo! —su hermana, la única que no le encontraba la gracia a aquellos juegos de palabras, le regañó—. Ya está bien —antes de volverse hacia mí—. Eso también va por ti, Manolita.

Después, cuando ya lo había hecho todo mal, supuse que en aquel momento ella estaba pensando lo que debería haber pensado yo desde el principio, que Silverio acababa de cumplir veinticuatro años, que hacía más de dos que no veía a una mujer sin una alambrada por medio, y que no sabía a quién tenía que agradecer aquel milagroso regalo del destino. Aunque no era mucho mayor que yo, María tenía experiencia suficiente para intuir lo que iba a pasar en un cuartucho que, pese a las advertencias de Martina, nunca imaginé tan sucio, tan pequeño ni maloliente como el cubil donde me encontraría una semana después. Pero no sólo me fallaba la imaginación.

En mayo de 1941, yo tenía dieciocho años y ningún novio a mis espaldas. Antes de la guerra, había tonteado una temporada con Abel, el hermano pequeño de Julián, y nos habíamos dado algunos besos breves y apresurados, secos, inocentes. Una tarde, en plena guerra, había estado a punto de repetir con el Orejas y eso era todo. Desde que los franquistas entraron en Madrid, siempre había tenido demasiadas cosas que hacer, demasiado urgentes como para que me pasara algo más, aparte de lo que pasaba en la trastienda de Jero cuando las cosas venían mal dadas, que eso no contaba porque sólo era una forma de comprar el pan. Pero yo no tenía la culpa de ser tan pava, ni iba a entrar en la cárcel como una mártir en un Coliseo lleno de leones por mi propia voluntad. Además, tenía un plan. Mira, Silverio, antes de nada tenemos que hablar, porque esto no es lo que parece. Él me escucharía, se sorprendería mucho, me preguntaría qué había querido decir, yo se lo contaría, él me explicaría a cambio qué había que hacer para que funcionaran las multicopistas, y a otra cosa.

Eso era lo que creía que iba a pasar el 19 de mayo de 1941, cuando me encontré con Martina a las cuatro y media de la tarde en la calle Padilla, delante de una puerta pequeña por la que nunca había entrado hasta entonces.

—Vamos —después de asombrarse de mi aspecto, sonrió y me cogió del brazo—. Primero nos tienen que registrar, pero parece que ha habido suerte, porque los de hoy no suelen meter mano.

Al escucharla, me paré en seco.

—¿Cómo que meten mano? —pregunté con un hilo de voz.

—Que no te asustes, mujer —ella se echó a reír y tiró de mí—. Hay que ver, Manolita, te ahogas en un vaso de agua.

Eran dos, uno joven y bajito, con pinta de estudiante, el otro más bien gordo, con bigote y unos cuarenta años. El primero recogió el dinero, el tabaco, mis pasteles y una caja de yemas rellenas de cabello de ángel que unas monjas le regalaban cada semana al patrón de Martina para que ella se las requisara por su bien, decía, porque era diabético. Se lo llevó todo y no le volví a ver. El otro anunció que iba a registrarnos y le pidió a mi madrina que abriera los brazos y separara las piernas. La cacheó sin sobarla más de la cuenta, pero al terminar, se quedó mirándola con la boca abierta. Tenía los dientes amarillos y el blanco de los ojos se le puso del mismo color.

—Cómo te vas a poner, ¿eh? —ella no le hizo ni caso—. Dos veces en un mes. Eso es afición, menuda cachonda debes estar tú hecha, y que tenga yo que perdérmelo, desde luego, hay que joderse —entonces me miró y empecé a tiritar como si tuviera fiebre—. A ver, pimpollo, ahora tú…

Separé los brazos, las piernas, y cerré los ojos para no verle. Al rato volví a abrirlos para ver qué pasaba. No me había puesto un dedo encima porque estaba esperando a que le mirara. Cuando lo hice, se echó a reír.

—Pero no te pongas así, preciosidad —y se agachó para empezar a cachearme por los tobillos—. Mira a la mosquita muerta, cualquiera diría que no viene a abrirse de piernas… ¿Con tu novio también te haces la tímida?

Aquel cabrón tardó conmigo más que con Martina, porque repasó dos veces cada línea, cada curva, cada accidente de mi cuerpo. Cuando terminó, volcó el contenido de nuestros bolsos en una mesa, hizo un gesto con el dedo para que lo recogiéramos, me miró, miró a Martina, volvió a mirarme. Luego se sacó unas llaves de un bolsillo y abrió una puerta que estaba al fondo.

—¡Hala, a pasarlo bien!

Hasta ese momento, cada uno de los elementos de aquel embrollo, las multicopistas, la boda, el precio de los pasteles, la alegría de Silverio y las maquinaciones de mi hermano, había estado revestido del hipotético y reconfortante envoltorio de la teoría. La cárcel era un lugar tan raro, con todos aquellos hombres encerrados, aquellas mujeres aplastadas contra una verja, los funcionarios caminando entre ellos por un pasillo, que lo que sucedía en su interior producía un efecto de irrealidad que sobrevivía a los juicios, a las sentencias, a las ejecuciones. Quizás esa sensación, la remota serenidad de estar viviendo en una pesadilla que terminaría abruptamente en cualquier momento, era una simple consecuencia de nuestro instinto de supervivencia. Si no hubiéramos sospechado que, pese a todo, lo que nos estaba pasando era imposible, los suicidios habrían dejado desiertas las dos mitades del locutorio hacía mucho tiempo. Por eso había llegado yo hasta aquella tarde, aquel instante en el que me di cuenta de dónde me había metido y de que no había marcha atrás. Por eso seguí a Martina sin decir nada, como un animal que avanza hacia la muerte por su propio pie. Mi matadero era un pasillo largo y estrecho, sin ventanas, una bombilla colgando del techo por toda iluminación.

—A ver si estas no se retrasan —Martina se apoyó en la pared, porque tampoco había donde sentarse—. Pobrecillas, no debería decir eso, están peor que nosotras, pero es que luego una hora se hace tan corta que no…

No llegó a terminar la frase. Yo no supe por qué, no veía nada, había vuelto a cerrar los ojos. Lo único que sentía era frío, pero enseguida noté el peso de un brazo alrededor de mis hombros, después el roce de su pelo en la mejilla. Cuando intenté mirarla, no pude verla bien.

—Aquí no se viene así, Manolita. Aquí no se llora, no se siente, ¿entiendes? Hasta que entremos ahí dentro, lo que hay que hacer es apretar los dientes y pensar en otra cosa. ¿Tú sabes en lo que estaba pensando yo mientras ese cerdo me decía esas guarradas? —no respondí y me estrechó un poco más fuerte—. ¿Quieres saberlo? —asentí con la cabeza y la presión de su brazo se aflojó—. Pues pensaba… ¡qué gordas deben estar las lombrices que tienes en el culo, hijo de la gran puta!

—¿Lombrices? —aquellas palabras me sorprendieron tanto que logré pasar del llanto a la risa en un instante—. ¿Y cómo se te ocurre…? ¡Qué asco!

—Pues por eso —ella también se rio—. Un tío tan asqueroso tiene que tener el cuerpo lleno de cosas asquerosas, ¿no?, así que mientras me hablaba, yo veía lombrices, miles, millones de lombrices gordas y ciegas, pegándose entre sí por salir del agujero de su culo… Se te ha corrido la pintura —abrió su bolso, me dio un pañuelo, un lápiz, un espejito—. Toma, arréglate —y no tenía más de veinte años, pero me miró como si fuera mi madre.

Un cuarto de hora después se abrió la puerta del fondo. Una chica a la que apenas conocía de vista la atravesó sosteniendo a otra delgada y de aspecto frágil, tan menuda que parecía una niña, quizás porque la llevaba casi en volandas. Aunque tenía la cabeza baja, la barbilla hundida, la reconocí enseguida. Era Juani, la Juanini, como la llamaban en su barrio, la más fuerte de la cola de Porlier, siempre animosa y animando a los demás. Aquella tarde, en cambio, lloraba como si pretendiera quedarse hueca, vaciarse entera por los ojos, y era su amiga quien representaba ese papel, como Juani habría sabido consolar a María, pensé, la mañana en que yo no supe hacerlo.

—Hola, Manolita.

Bastó que su acompañante me llamara por mi nombre para que Juani se irguiera. Después se metió los dedos debajo de las gafas, se estiró la ropa y sacudió los hombros con suavidad.

—Déjame, Petra… —tenía la cara muy pálida, los ojos brillantes, los labios tensos y una mina de hierro, el remoto depósito interior del que estaba sacando las fuerzas suficientes para no venirse abajo—. Ya estoy bien, de verdad.

—Te he traído las vueltas —anuncié mientras buscaba en el monedero hasta el último céntimo—. Toma.

—Gracias —me puso una mano en el hombro—. Y ánimo.

—Mucha suerte, Manolita —Petra me apretó el brazo al pasar a mi lado y cuando se marcharon, descubrí que me había quedado sola en aquel pasillo. Martina se me había adelantado para esperar en una especie de vestíbulo, ante una puerta cerrada.

—Ahora hay que esperar a que traigan a los nuestros.

Yo no dije nada. Seguía viendo a Juani, preguntándome qué podría pasar tras una puerta cerrada entre una mujer enamorada y un hombre condenado a muerte, cómo serían sus besos, sus abrazos, qué palabras usarían, sabiendo que les quedaban tan pocas. Recordé el inesperado elogio con el que Toñito se había premiado a sí mismo, más que a mí, por haberme embaucado en aquel disparate, te has convertido en una chica muy valiente, y volví a pensar que aquel adjetivo era demasiado pesado para mis hombros. La escena que acababa de contemplar me había aplastado de tal forma que ni siquiera me puse nerviosa. Sólo podía pensar que, por muy amarillos que se le hubieran puesto los ojos al guardia de la entrada, seguía siendo afortunada. Entonces se abrió la puerta y otro funcionario nos repasó con la mirada antes de cedernos el paso. Martina entró corriendo. Yo, andando despacio.

Mis ojos, habituados al resplandor de la bombilla, apenas distinguieron los bultos alargados de dos hombres de pie. Mi nariz percibió enseguida, a cambio, un olor tan espeso como un puñetazo, en el que una concentración muy elevada de la pestilencia que invadía toda la cárcel se sumaba a la del sudor, la humedad, y un aroma violento, especiado, ácido y misteriosamente dulzón a la vez. Era el olor del sexo, pero yo no lo conocía. Cuando Silverio me saludó, forcé la vista y antes que su cara distinguí una sombra pequeña que trepaba por las paredes. Cucarachas, me dije, qué alegría, y me entraron ganas de llorar. Siempre sentía ganas de llorar al ver una cucaracha, pero cuando busqué más, mi mirada se tropezó con un monstruo mayor, de dos cabezas, Tasio y Martina tan juntos como si compartieran un solo cuerpo, la sombra blanca de la pierna que ella había encajado en la cintura de su novio destacando sobre la mancha oscura de la ropa del preso. Volví a mirar al Manitas y a la luz de un ventanuco que nunca se abría para ventilar, ni para limpiar un cristal tan sucio que apenas dejaba pasar una claridad grisácea, tamizada por el polvo, logré ya verle bien. Su ropa era más clara que la de Tasio y pensé que se iba a llenar de manchas, pero eso no iba a ser nada en comparación con la ruina del vestido blanco de Jacinta. Eso fue lo último que pude pensar en un buen rato, porque a partir de ahí, todo se precipitó para avanzar mucho más deprisa que mi entendimiento.

—Mira, Silverio, tenemos que…

Yo tenía un plan, pero era imposible ponerlo en práctica con una lengua dentro de la boca. Cuando la suya empezó a buscar la mía, no había tenido tiempo de oponer resistencia. Era gruesa, caliente, y sobre todo extraña mientras se movía contra el filo de mis dientes, una agresión blanda, indolora pero desconcertante, desagradable y sin embargo tan poderosa que por un momento concentró toda mi atención, aislando mi nariz de aquel olor hediondo, desterrando a las cucarachas para afinar a cambio mis oídos, que percibían un jadeo diferente, ahora rítmico, regular, la banda sonora de la pareja que había cambiado de postura a mi derecha. Me había preguntado muchas veces cómo serían los besos en la boca, pero Silverio no me concedió el plazo suficiente para hallar una respuesta. Un segundo antes de descubrir que quizás su lengua no me disgustaba tanto como al principio, sus manos cambiaron de lugar. Al besarme, habían recorrido mi espalda mientras me apretaban contra él. Después, habían ido bajando para acariciar mis caderas. Desde allí, las hizo subir para rodear mi cintura y las deslizó entre su cuerpo y el mío para posar las palmas sobre mis pechos. Los apretó sin hacerme daño y me devolvió la cordura junto con el control de los brazos. No perdí el tiempo en apartar sus manos. Apoyé las mías en sus hombros y empujé con todas mis fuerzas.

—¿Pero qué pasa?

—¿Que qué pasa? —él me lo había preguntado sin levantar la voz y yo contesté en el mismo volumen, aunque procuré impregnar mis susurros con un tono de indignación digno de un grito—. ¡Que estás tolay, pasa! ¿Es que tú y yo hemos tenido algo que ver alguna vez, Silverio? ¿No se te ha ocurrido pensar que no podíamos ser novios así, por las buenas?

—Nnn, nno, ppp… pero… —sabía que era tímido, pero nunca había escuchado en él, ni en nadie, un tartamudeo semejante—. T-tú dd-dijiste que qu-qu-querías casarte coo-onmigo, que yo e-e-era muy buen ppp-partido… —cerró los ojos para negar con la cabeza—. Nnn-no lo entiendo.

—¿Y cómo lo vas a entender, si no me has dejado que te lo explique?

—¿Os queréis callar de una puta vez, coño?

Tasio había apoyado a su novia contra la pared, y cuando se volvió a mirarnos, me di cuenta de que era bastante feo, cabezón, con las cejas muy juntas y una barba tan cerrada que se distinguía hasta en aquella penumbra, aunque eso me asombró menos que la facilidad con la que, tan flaco y tan bajo como era, sostenía a Martina en vilo sin más apoyo, en apariencia, que el de las piernas que rodeaban su cintura. No supe qué decir y miré a Silverio, que había cruzado los brazos sobre la cabeza para protegerla del mundo que se le acababa de caer encima. Tasio se dio por satisfecho con nuestro silencio y volvió a ocuparse de su novia, a agarrarla por las caderas mientras la empujaba hacia arriba una y otra vez, para que ella le recibiera con los ojos cerrados, la boca entreabierta, una especie de ronroneo de gato que procedía de algún lugar más profundo que su garganta.

—Ven —le puse una mano a Silverio en la espalda, pero no conseguí que liberara su cabeza de la cárcel de sus brazos—. Vamos a ese rincón.

Lo conduje hasta allí como si estuviera ciego y me senté mirando a la pared. Él se destapó los ojos un momento para sentarse a mi lado, pero enseguida corrigió su posición para separarse unos centímetros más de mí, y volvió a cubrirse la cabeza con los brazos. Al mirarle, me dieron ganas de hacer lo mismo. Me sentía tan culpable, tan inocente a la vez de mis pecados, que le habría cogido de la mano si hubiera podido.

—Lo siento mucho, Silverio, de verdad que lo siento, pero es que… No es culpa mía —él no se movió, no me miró, no dijo nada, pero al ver sus dedos crispados me di cuenta de que se estaba tirando del pelo y decidí saltarme las excusas—. Me ha mandado mi hermano para un asunto de vuestro partido. Por lo visto, han llegado unas multicopistas de América y nadie sabe hacerlas funcionar. Toñito pensó que tú sí sabrías, y como no podíamos hablar de esto en el locutorio, se le ocurrió que me casara contigo. María, la hermana de Girón, me dijo después que no te habían avisado por seguridad, para que no dijeras nada.

Él no reaccionó enseguida. Antes respiró hondo una docena de veces, inspirando profundamente para retener el aire en sus pulmones durante unos segundos, espirándolo después con suavidad. Supuse que era una técnica destinada a tranquilizarse y recuperar el dominio de su lengua, pero aunque su dicción mejoró, cuando volvió a hablar sólo le entendí a medias.

—Jjj-joder con el hombre-lobo, me ca-ago en todos sus muertos… —dejó pasar unos segundos antes de ser más explícito—. Cuando salga de aquí, voy a matar a tu hermano.

—No creo que puedas —le contesté, celebrando que volviera a pronunciar las palabras de un tirón—. Le habré matado yo antes.

En ese instante cogió aire, se destapó la cabeza y volvió a mirarme.

—Cuéntamelo otra vez, a-anda, que no me he enterado bien.

Le repetí lo que sabía mientras Tasio y Martina se tumbaban en el suelo, todavía más cerca de nosotros, aunque su proximidad no pareció distraerle demasiado. El sonrojo no había cedido, pero fue limitando su dominio a las mejillas mientras me escuchaba con la vista fija en las baldosas, un gesto de concentración que soldaba sus labios y fruncía levemente sus cejas.

—Así, así… No, eso… ¡Ah!, sí…, así…

Martina, más cómoda ahora, no paraba de susurrarle instrucciones a su amante, que contestaba de vez en cuando en el mismo tono. Yo procuraba no oírles, pero no lo conseguí, y a medida que la piel de Silverio se enfriaba, la mía se fue calentando de una vergüenza distinta, la de contemplar una escena que aquella pareja no debería haber compartido con nadie.

—¿Cinco? —por eso le agradecí en silencio que me hablara, que me interrumpiera de vez en cuando sin tropezarse con ninguna sílaba—. No pueden ser cinco. Las multicopistas sencillas sólo tienen un rodillo, y las que imprimen varias hojas a la vez, un número par. Las he visto con dos, y me han contado que las hay con cuatro, pero nada más.

—Pues estas tienen cinco.

—¡Qué raro! —y se quedaba pensando como si no oyera los gemidos de Martina, como si no percibiera la violencia del olor que nos envolvía, creciendo un poco más en cada segundo—. El quinto no puede servir para imprimir. Tiene que ser un seguro, un mecanismo que sirva para otra cosa…

Cuando se agotaron sus preguntas, todas las dudas que no pude resolver, negó con la cabeza y se me quedó mirando.

—Así no puedo, Manolita. Tendría que verlas, y como no me dejan salir de aquí, vas a tener que hacerlo tú por mí.

—¿Yo? —y me asusté tanto como la primera vez que escuché el plan de mi hermano—. No, yo no. Si yo no sé nada.

—Eso da igual. Las máquinas son como las personas, sólo tienes que mirarlas con mucha atención, igual que mirarías a alguien que te acabaran de presentar. Tú vas a verlas, las estudias, y te fijas bien en todos los detalles, sobre todo en el rodillo del centro, el impar… —se quedó pensando otra vez y aplastó a una cucaracha con el pie—. ¿Sabes dibujar? —negué con la cabeza—. Pues que te acompañe alguien que sepa. Que haga un par de planos tan minuciosos como sea posible, uno de frente y otro desde arriba, en las dos caras del mismo papel, y me los traes la próxima vez.

—¿La próxima vez? —socorro, grité hacia dentro, y mi imaginación acudió al rescate—. Si no puedo meter nada aquí, Silverio, antes de entrar nos cachean, es imposible…

—En el moño.

—¿Qué?

—Que te puedes meter el papel en el moño. En la cabeza no te han cacheado, ¿a que no? —y no me quedó más remedio que darle la razón—. Pues haces un rollo con el plano, lo doblas y te lo metes en el moño.

—Ya, pero… —si yo no llevo moño, podría haberle dicho, pero me lo ahorré para no escuchar que bastaría con que me hiciera uno, y me limité a calcular el júbilo con el que la Palmera acogería la noticia.

—Así entran aquí los lápices, las cartas, el dinero… A nosotros no nos cachean para no llamar la atención de los que no están en el ajo. Yo no había venido nunca, pero he visto que nos traen y nos llevan muy deprisa. Si tú me traes un plano, yo me las apañaré para que no me lo quiten.

—Vale, hablaré con mi hermano.

—Sí —me sonrió por primera vez—. Y m-mándale a la mierda de mi parte.

Yo también sonreí, pero no encontré nada más que decir. Nos quedamos los dos callados, mirando a la pared, mientras nuestros padrinos, que desde hacía un rato hablaban en un murmullo salpicado de besos, volvían a la carga. Yo cerré los ojos y resoplé, pero Silverio intervino por los dos.

—Tasio… —no le contestó—. Tasio… —tampoco esta vez—. Tasio… —y siguió haciéndose el sordo—. Voy a llamar al guardia, quiero irme de aquí.

—¡Sí, los cojones! No me jodas, Manitas… —el novio de Martina dejó de moverse, y apoyó todo su peso en las manos para quedarse mirando a Silverio—. Llama al guardia y te rajo como a una sandía, no te digo más.

—Bueno, pues dile a tu novia que no haga ruido.

—¡Claro! ¿Y qué más? —protestó ella—. Eso era lo que faltaba para el duro. La próxima vez, ya os podéis ir buscando otros padrinos…

Silverio volvió a mirarme, y al verle sonreír comprendí que su amenaza no iba en serio.

—Cuéntame algo.

—¿Algo? ¿Qué?

—Lo que sea, así nos distraemos. Deben de quedar veinte minutos, por lo menos.

—Joder con Martina —no me di cuenta de que hablaba en voz alta—. Y eso que antes de entrar me ha dicho que una hora no daba para nada.

—Depende de a qué se dedique uno, ¿no?

No quería pensar en eso, así que me lancé a hablar y le conté todo lo que me había pasado, dónde vivía, dónde trabajaba, le hablé del barrio, de la suerte de nuestros vecinos, de los que seguían encerrados y los que habían salido ya de la cárcel. A cambio me enteré de que él no era un preso de la guerra. En abril de 1939, después de estar unos días detenido, lo pusieron en libertad con la obligación de hacer la mili, pero tuvo la suerte, primero buena y después mala, de que lo reclamaran antes de terminar la instrucción para destinarle a una imprenta militar. Aprovechó el primer permiso para retomar el contacto con sus camaradas. Le encargaron unas octavillas y la policía entró en la imprenta de su abuelo cuando la Minerva todavía estaba templada. Así, unos meses después de haber salido, volvió a la cárcel.

—Yo fui de los últimos pero aquel verano cayó mucha gente, así que supongo que me delataría el mismo que a los demás. Hay un traidor, y tiene que ser alguien que hemos tenido dentro mucho tiempo, desde que nos reuníamos en tu casa. El Orejas dice que igual es una chica, aunque yo creo…

Nunca llegó a decirme lo que creía, porque en ese momento escuchamos el repiqueteo de unos nudillos sobre la puerta.

—¡Cinco minutos! —el grito resonó como un rugido en aquel cuarto donde todos hablábamos en susurros.

Él miró al suelo, como si necesitara pensar otra vez.

—Ahora tendrás que abrazarme como si se te partiera el corazón —y me dirigió una mirada tan avergonzada que comprendí que estaba a punto de volver a tartajear—. Lo siento, pero…

—No, no, no pasa nada —me apresuré a asegurarle—. No me importa abrazarte, quiero decir que… Perdóname, Silverio, yo sí que siento muchísimo lo de antes, de verdad que…

—No —movió las manos en el aire para hacerme callar, antes de demostrarme que no había llegado a tiempo—. Yo t-t-también… Lo-lo… siento. Y nnn… n-no quiero…

—Vale, no volvemos a hablar de esto.

—Eso —parecía tan aliviado que decidí darle unas garantías que no se había atrevido a pedirme.

—Pero volveré a verte todos los lunes —y al recordar la escena del locutorio, fui todavía más lejos—. Y nadie va a enterarse de lo que ha pasado, te lo prometo. Bueno, si Tasio…

—No —negó con la cabeza—. Yo mmm-me encargo.

Cuando se abrió la puerta, Martina se aferró a su novio como si presintiera que al desprenderse de él se le partiría el corazón. Yo me pegué al Manitas, rodeé su cuello con mis brazos, sentí los suyos alrededor de mi cintura y, como era más alto que yo, me puse de puntillas para besarle en la boca. Él se volvió para darle la espalda al funcionario, pero de todas formas, sin pensar mucho en lo que hacía, intenté meterle la lengua dentro. No pude. Tenía los dientes cerrados.

—Anda que…

Martina, que había hecho el camino de vuelta delante de mí, a una velocidad incompatible con la doliente pereza de su despedida, no me dirigió la palabra hasta que estuvimos en la calle. Por eso no pude darme cuenta a tiempo de lo furiosa que estaba.

—Tú también podías haberme contado a lo que venías, ¿no? —me agarró de un brazo y tiró de mí hasta que nos hallamos a una distancia que juzgó suficiente para permitirse la imprudencia de chillarme—. ¡Joder, menuda encerrona! La leche que os han dado, a ti y al marica ese…

—¡Oye, mona! —sus palabras me indignaron tanto que le di un empujón que la hizo trastabillar—. No hables de lo que no sabes, ¿estamos?

—¡Que no me toques! —me devolvió el empujón, pero lo aguanté mejor que ella porque lo estaba esperando.

—Pues para de decir gilipolleces…

En ese momento, distinguí una mancha oscura con el rabillo del ojo. Giré la cabeza para ver a un señor de unos cincuenta años, muy bien vestido, que nos observaba como un biólogo enfrentado a dos bichos de una especie exótica. Cuando volví a mirar a Martina, me di cuenta de que ella también lo había visto, y la cogí del brazo para arrastrarla hacia el metro.

—Primero, Silverio no es marica, ¿me oyes? —hablaba con la vista fija en mis zapatos, escupiendo las palabras como si me estorbaran en la boca—. Segundo, lo único que he hecho ahí dentro ha sido cumplir órdenes, y de vuestro partido, por cierto, que yo ni siquiera soy comunista. Tercero, no te podía contar nada antes ni te lo puedo contar ahora, porque es secreto, y si has oído algo, más te vale olvidarlo. Y cuarto… —hice una pausa para mirarla y la encontré muy colorada, con una expresión compungida en los labios, la vista baja—. Como le cuentes una sola palabra de esto a alguien, te parto la cara, por estas… —hice una cruz con los dedos y los besé— que son cruces. Así que chitón, ¿está claro?

Asintió con la cabeza y seguimos andando en silencio hasta que, al llegar a la boca del metro, la oí reír.

—Hay que ver, Manolita… No sabía que tuvieras tanto carácter.

—Yo tampoco —y me quedé tan perpleja que ni siquiera sonreí.

Había muchas cosas de mí que yo misma no sabía. Aquella tarde, mientras lavaba el vestido de Jacinta, y lo restregaba hasta que me dolían los nudillos y lo miraba a la luz y comprobaba que las manchas no habían salido, las repasé todas, una por una, hasta que me asaltó la tentación de no creer, de desmentir las imágenes que brincaban entre las paredes de mi cabeza, las palabras que daban cuerda a mi memoria para convertirla en una máquina tonta, un mecanismo sin fin, detenido en un movimiento circular.

Los mellizos jugaban al escondite con los hijos de Margarita y yo los oía, una, dos, tres, reconocía la voz del que se la llevaba, cuatro, cinco, seis, escuchaba el silencioso estrépito de los que se escurrían bajo las camas o se agachaban detrás de un mueble, siete, ocho, nueve, veía a Pablo pasar a mi lado con un dedo encima de la boca, y diez, ¡voy!, y volvía a meter el vestido en lejía mientras seguía su juego a distancia, ¡por mí y por todos mis compañeros y por mí el primero!, y a pesar de las grietas del techo, la extrañeza de aquel hogar ajeno de habitaciones sin puertas, cortinas caseras y esteras de esparto, no vale, había cogido a Marga, me daba cuenta de que el juego de los niños en aquella tarde de mayo, tan plácida que parecía otra, era real, lo que no vale es lo tuyo, ha sido trampa, la única realidad auténtica, ¡tramposa tú!, la realidad de Manolita Perales García, que no, que te la vuelves a llevar, una chica que lavaba un vestido blanco y no tenía nada que ver con el cuartucho siniestro y maloliente, ¡pues ya no juego, hala!, donde dos extraños se sostenían en un equilibrio imposible, sí que juegas, Juanito, te la vuelves a llevar, para cultivar un olor ácido y dulce que sacudía mi nariz como un puñetazo, no, se la lleva Marga que la he cogido, y sólo un rato antes yo había estado allí pero no me lo creía, me has cogido pero no vale porque tu hermano me había salvado ya, y yo también me había salvado, estaba en casa, en aquella ruina que era la única casa que tenía, ¡que no!, ¡que sí!, y mi nariz no percibía otro aroma que el de la lejía, ¡pues te la llevas tú o yo no juego!, un olor a limpio, tan agradable de pronto como el perfume más exquisito, siempre estás igual, Juanito, no se puede jugar a nada contigo, pero el vestido de Jacinta estaba en el barreño para recordarme que aquella escena había ocurrido en realidad, dejadle, da igual, ya me la llevo yo, que en otra realidad imposible, que había suspendido la auténtica durante una hora, yo había estado allí, una, dos, tres, que antes me había cacheado un funcionario que tenía el blanco de los ojos tan amarillo como los dientes, cuatro, cinco, seis, y había visto salir a Juani por aquella puerta como si fuera una marioneta desarticulada, siete, ocho, nueve, y después Silverio me había metido la lengua en la boca antes de tirarse del pelo con todos los dedos, y diez, ¡voy!, y yo me había sentido tan culpable de lo que le había hecho que no lograba arrancar su cara de mis ojos, ni su tartamudez de mis oídos, ¡por mí y por todos mis compañeros y por mí el primero!

Dejé el vestido sumergido en agua con lejía y me puse a limpiar el bolso de Marisol, primero con alcohol, luego con gasolina, por fin con un trapo empapado en agua jabonosa y mucho cuidado, para no estropear la piel más de lo imprescindible. Los niños seguían jugando y peleándose, como si los juegos en armonía no fueran ni la mitad de divertidos, y mi cabeza hervía, me bombardeaba con recuerdos que no deseaba pero a los que tampoco lograba derrotar. Pensaba en mi vida, la de una niña de pueblo destinada a arrastrar una existencia simple y monótona, de casa a la huerta y de la huerta a casa, un perpetuo viaje de ida y vuelta al trabajo, el marido, los hijos, y la comparaba con lo que la guerra había hecho conmigo, con la guerra que la paz había declarado a mi vida, aquella incesante sucesión de batallas que no me daba ni un suspiro de tregua, y no me lo creía. No era la primera vez que me tocaba vivir cosas que luego me habían parecido erróneas, irreales o, al menos, impropias de mí, de mi tamaño, pero algunas habían sido bonitas, amables como los paquetitos que la Palmera se sacaba del bolsillo o mis visitas a un palacio de la calle Marqués de Riscal. La trastienda de Jero era otra cosa, pero mi primera boda con Silverio estaba envuelta en colores más sombríos, una textura áspera, espinosa, el sabor amargo que seca la boca de quien se despierta en medio de una pesadilla. Sin embargo, aquel mal sueño era real. Aquella pesadilla era mi vida y nadie iba a arrancarme de ella. No tenía a nadie al lado para pedirle que me despertara, que me pellizcara, que me consolara.

Debería mandaros a todos a hacer gárgaras, pensé, mientras secaba el bolso, mientras devolvía la gardenia de Dolores a su caja, mientras doblaba la chaqueta de Eladia y envolvía sus zapatos en una gamuza. Eso era lo que habría debido hacer, pero les pedí a los niños que se portaran bien antes de bajar un momento al tercero, porque aquella tarde había oído demasiadas veces una frase distinta.

—Hola, Margarita, ¿está tu hermana? —por mí y por todos mis compañeros—. Dile que salga un momento, por favor —por mí y por todos mis compañeros—. ¿Puedes quedarte un rato con mis hermanos esta noche? —por mí y por todos mis compañeros—. No voy a tardar ni una hora.

—Si me la pagas…

Por mí y por todos mis compañeros, pero por mí el primero. Que la hermana de Margarita llegara hasta el final, sólo me fastidió por el precio que iba a cobrarme. La reacción de Toñito, que se partió de risa cuando concluí mi relato mandándole a la mierda de parte de Silverio, me molestó mucho más.

—¡Coño, Manolita, no aguantas una avispa en los cojones! —y el chascarrillo favorito de nuestro padre le hizo tanta gracia que las carcajadas no le dejaron seguir—. No exageres, mujer, tampoco es para tanto.

—¿Ah, no? Claro, al camarada señorito no le parece para tanto, como el camarada señorito no se mueve de aquí y está muy ocupado descansando…

—Que no es eso, pero lo cuentas como si fuera una tragedia y a mí me parece que tiene gracia, ¿no? —intentó ponerse serio sin conseguirlo del todo—. No me imaginaba que fuera a pasar algo así, qué quieres que te diga. El Manitas te conoce desde que eras una cría, y tampoco es que tú… En fin, no eres el tipo de chica de la que se puede esperar que entre en una cárcel a acostarse con un hombre. Yo creía que se daría cuenta a tiempo.

—De que no valgo nada, ¿no? —fui consciente de que no habría respondido de esa manera si Silverio no me hubiera piropeado al verme llegar, si no me hubiera metido la lengua en la boca sin darme tiempo a explicarle por qué estaba allí con él—. De que soy una pava sin sustancia, una birria que sólo sirve para fregar. Es eso, ¿no?

—No —cuando ya me daba igual, se puso serio de verdad—. Yo no he dicho eso.

—Sí lo has dicho.

—No —me miró como si no me conociera—. Yo solamente, simplemente…

—Pues mira —volví a cortarle, porque no tenía el cuerpo para adverbios—, siento mucho no estar tan buena como tu novia, ¿sabes? Ya me gustaría. Pero la que se ha jugado el cutis ahí fuera —y señalé hacia la puerta en el instante en que entraba la Palmera, antes de apoyar el índice en mi propio pecho— he sido yo, ¿te enteras? Yo, no ella. Así que, si quieres que siga con esto, vas a tener que tratarme con más respeto. Y si no, la próxima vez mandas a otra.

Así se manifestó, por segunda vez en un solo día, un carácter que yo nunca había creído tener, como si el infierno del locutorio de Porlier no hubiera sido bastante, como si sólo después de bajar hasta el último peldaño del subsuelo, después de haber visitado el paraíso del hedor y la desnudez, el imperio de las cucarachas y los amores desesperados, hubiera brotado en mi interior un aprecio por mí misma que no había sentido antes. El cuarto donde Tasio y Martina se habían comportado como dos fieras salvajes, carnívoras, parecía el último lugar del mundo capaz de operar una transformación semejante, pero su estallido, que me asombró más que a Toñito, tampoco terminó ahí. Mi memoria volvió a asaltarme con las imágenes, las palabras que había intentado esquivar durante toda la tarde, y ya no fui capaz de recordarlas como las había visto, como las había escuchado. En el vestuario del tablao, aquel espacio limpio y ventilado que olía muy bien, a mujeres perfumadas, sucumbí a un espejismo de armonía para que una luz cálida, tibia, que no había visto en aquel cuarto, iluminara una escena distinta, la victoria de la vida sobre la muerte, la dignidad de los condenados que se aferraban al tiempo que no tenían, fulminando la humillación del hacinamiento, del impudor, de su propia y amorosa desesperación. Al principio es raro y da mucha vergüenza, me había dicho Martina, pero con el tiempo, una se acostumbra…

—Perdóname, Manolita —estaba tan absorta en esa sensación que ni siquiera miré a mi hermano—. No quería ofenderte, en serio.

—No importa —pero cuando lo hice, vi en sus ojos un respeto con el que no me había mirado nunca—. Es que… No ha sido divertido, ¿sabes?

La Palmera avanzó con cautela y nos miró de la misma manera, primero a él, después a mí.

—¿Qué ha pasado? —Toñito negó con la cabeza—. ¿Ha salido mal? —entonces negué yo.

—Ha salido regular. Pero te voy a decir una cosa, Palmera… Tengo el vestido de Jacinta metido en lejía. La próxima vez me caso de negro.

—¡Uy, mucho más elegante! —y no me quedó más remedio que sonreír—. Adónde va a parar…

Una semana después, fui a la visita de la mañana de buen humor, aunque los motivos no tenían que ver con Silverio.

—Que me ha dicho Miguel el de la carbonería que la señora Luisa le ha dicho a su madre que le dijera que nos diga que ha llegado una carta para ti —me había espetado Juanito el viernes cuando llegué de trabajar—. De Bilbao.

—¡De Bilbao! —repetí con una sonrisa que no me cabía en la boca, y aunque estaba molida y mientras subía las escaleras sólo pensaba en descalzarme, calcé a los mellizos para ir corriendo a nuestra antigua casa, donde la madre de Luisi nos seguía recogiendo las cartas.

Queridos hermanos, era una cuartilla escrita con una letra bastante cuidadosa y pocas faltas, soy Isa, pero esta carta os la escribe una chica que se llama Ana, porque yo todavía no me apaño… Que estaban muy bien, decía. Que las habían separado porque Pilarín iba al colegio de las pequeñas, pero se veían los domingos en el recreo. Que les habían dado unos uniformes nuevos, muy bonitos, con el cuello blanco. Que se portaban bien y no las regañaban. Que como el colegio era muy grande, por las noches hacía frío, pero enseguida iba a llegar el buen tiempo. Que nos querían mucho, y se acordaban mucho de nosotros, y esperaban que estuviéramos bien de salud. Se despedía con un beso y lo sentí mejor que ninguno que sus labios hubieran posado sobre mi piel.

Por la noche, cuando acosté a los niños, releí a solas aquella carta para sentir que una de las válvulas que estrangulaban mi estómago se aflojaba lentamente. De todos los frentes que sostenía en aquel momento, el de Bilbao era el que más me preocupaba, y aquel alto el fuego repercutió favorablemente en todos los demás. El sábado por la tarde fui a Porlier con los mellizos a dejar un paquete para Silverio, y después, me aposté con ellos en la puerta del tablao para esperar a la Palmera. Cuando le di las buenas noticias para que se las transmitiera a mi hermano, se puso tan contento que nos invitó a horchata.

—¿Lo ves, mujer? —me dijo en la terraza de La Faena, mientras Pablo y Juan chupaban por la pajita con todas sus fuerzas—. Dios aprieta, y además ahoga, pero nada puede salir mal eternamente.

Aquellas palabras me acompañaron como una bendición hasta la cola de la cárcel, donde acepté con una sonrisa mansa, complacida, una catarata de bromas disfrazadas de felicitaciones.

—No, si cuando digo yo que nos has salido espabilada…

—Hay que ver, hija mía, qué impaciencia…

—Y lo bien que le ha sentado, ¿eh?, no hay más que ver la carita que trae…

Estaba preparada para eso, pero no para afrontar el encuentro que puso un final inesperado a aquel coro de amable malevolencia.

—¡Manolita!

Era una voz masculina y no la reconocí hasta que su propietario logró atravesar aquella muralla de cuerpos femeninos para llegar a mi lado.

—Cuánto tiempo, Manolita… —aquella mañana, el Orejas sí se interesó por mí—. ¿Cómo estás?

—Roberto —su presencia me sorprendió tanto que sólo alcancé a añadir la pregunta más obvia—, ¿qué haces aquí?

—Lo mismo que tú. Cuando puedo escaparme, vengo a ver a los amigos.

Era verdad que hacía mucho tiempo que no le veía, pero no tanto como para olvidar que antes era mi favorito, el único amigo de Toñito que había llegado a gustarme de verdad. La derrota, que había puesto el mundo boca abajo para volverlo luego del revés, me lo había arrancado de la cabeza, pero desde que mi hermano me convenció para que me hiciera pasar por la novia de otro, me acordaba de él casi todos los días. Se me quedó mirando como si lo supiera tan bien como yo, y aparté mis ojos de los suyos para no ponerme colorada. Así me di cuenta de que tenía buen aspecto. Estaba muy delgado, igual que todos, pero el color y la textura de su piel, distinta del tono de los pergaminos resecos, entre ocres y amarillentos, que imperaba a ambos lados de las alambradas, revelaba que estaba bien alimentado. No me extrañó.

Desde abril de 1939, el Orejas había sido la excepción que confirmaba todas las reglas. Unos días después de que le soltaran, tuvo la rara fortuna de recuperar su trabajo, y no lo perdió aunque le detuvieron un par de veces más, siempre por poco tiempo. Todo el barrio sabía que la policía le hacía la vida imposible, y unos pocos que a pesar de su acoso se arriesgaba como el que más. Al margen de esa modesta leyenda, el saldo de su suerte era una camisa blanca, gastada pero muy limpia, un traje gris bastante nuevo, aunque pasado de moda, y unos zapatos viejos pero flamantes. Seguía teniendo orejas de soplillo, pero había echado cuerpo de hombre y esa repentina madurez le favorecía. Nunca había sido guapo y no lo era. Siempre había tenido gracia, y seguía teniéndola. También le había gustado siempre presumir, y aquella mañana, en aquel lugar, podía permitírselo.

—Aunque lo tuyo es distinto, ¿no? Ya me he enterado de lo del Manitas.

—¿De lo del Manitas? —y a este imbécil cómo se le ocurre hablarme de eso en plena calle, añadí para mí.

—Sí —su sonrisa se ensanchó—. De que os habéis hecho novios.

—¡Ah! —y mientras mis cejas se relajaban, las suyas se fruncieron—. Eso… —siguió mirándome con extrañeza porque no sabía nada, y yo no se lo iba a contar—. Bueno, no creía que la noticia hubiera corrido tanto.

—Pues ya ves, todo se sabe, lo que pasa…

Se acercó más a mí, me cogió del brazo y me habló al oído, tan cerca que sentí su aliento, el roce de sus labios en la piel.

—Yo creía que tú y yo, algún día… —no quiso terminar la frase.

—Que tú y yo, ¿qué?

—Que tú y yo acabaríamos teniendo algo, Manolita.

Si los espejos me hubieran devuelto alguna vez la imagen de una mujer parecida a Eladia, quizás, sólo quizás, me lo habría creído. Pero mi hermano tenía razón, yo no era de esas, y tampoco le había visto el pelo al Orejas desde que vino a casa a preguntar por él. De eso hacía casi dos años, y aunque luego nos habíamos cruzado por la calle alguna vez y siempre me había saludado, era evidente que, ni antes ni después, había querido nada conmigo. Eso era lo que sabía cuando me lo encontré aquella mañana en la cola de la cárcel.

Si un instante después no lo hubiera tenido tan cerca, si no hubiera sentido su mano en mi brazo mientras me hablaba al oído, rozándome la oreja con los labios, me habría detenido en esa evidencia. Sin embargo, su proximidad me inquietó más de lo que había calculado, y llegó a alterarme hasta el punto de insinuar que, tal vez, aquel ataque tenía sentido. Tal vez, la noticia de mi noviazgo con Silverio había espoleado su orgullo, le había impulsado a demostrarse a sí mismo que era capaz de conquistarme. Para una chica como yo, aquella idea era agradable, pero no tanto como tenerle encima, pegado a mí. Para la sucesora de la señorita Conmigo No Contéis, aquel despliegue resultaba, al mismo tiempo, una prueba de su deslealtad, su disposición a traicionar a un amigo con peor suerte que él. No era nada nuevo. Siempre había sabido que el Orejas no era de fiar y eso nunca había impedido que me gustara. Las cosas habrían sido muy distintas si me hubiera tocado casarme con él, pero aunque aquella hipótesis me erizó la piel, no logré decidir si habría sido una suerte o una desgracia.

—A buenas horas, mangas verdes —por eso me solté de su brazo y crucé los míos bajo el pecho.

—Bueno —él esbozó una sonrisa—, ya sabes cómo somos los hombres.

—¿De cabrones? —al escucharlo, sus labios se curvaron del todo.

—No —y volvió a responderme al borde del oído—. De celosos.

—Mala suerte, Orejas —yo hablé más alto, porque aquella escena estaba empezando a escandalizar a mis compañeras de los lunes—. Llegas tarde.

—Eres mujer de un solo hombre, ¿eh? —asentí con la cabeza y él se me quedó mirando con una expresión risueña, antes de negar con la suya como si no se lo creyera—. En fin, qué le vamos a hacer.

La llegada de Martina volvió a poner cada cosa en su sitio para consolidar aquella realidad que unos días antes me había parecido tan errónea. Mientras la besaba en las mejillas, mi memoria me devolvió una imagen fugaz, sus pechos agitándose como dos flanes enloquecidos entre las solapas de una blusa abierta de par en par, y me di cuenta de que podía convivir con ella, retenerla en mi memoria y colgarme de su brazo al mismo tiempo.

—¿Qué tal, madrina?

—Bien —me sonrió—. ¿Y tú? —asentí con la cabeza y sólo entonces se fijó en el Orejas—. ¿Y este?

—Roberto, un amigo de Silverio —me volví hacia él y se la presenté—. Mi amiga Martina…

El Orejas hizo el resto de la cola a nuestro lado sin intervenir en la conversación, una crónica del duelo a muerte que la lejía había sostenido con las manchas del vestido de Jacinta hasta salir victoriosa, y cuando ya había empezado a preguntarme por qué todo tenía que pasarme a mí, y por qué todo a la vez, me respondió una misteriosa sensación de bienestar. Martina se reía de mis quebrantos domésticos con carcajadas breves y espaciadas, como el tintineo de una campanilla, y el sol de mayo calentaba, me calentaban las sonrisas de las mujeres, el eco de sus conversaciones, aquellas baldosas inhóspitas que de repente resultaban acogedoras, familiares como el vestíbulo de mi hogar, el lugar al que yo pertenecía. Nunca lo habría creído, pero aquella mañana me sentí bien en la cola de la cárcel, rodeada de unas pocas conocidas y muchas más desconocidas que formaban parte de mí, como yo era parte de ellas en una comunidad sin apellidos donde el destino había reservado una plaza a mi nombre.

Antes de entrar en el locutorio, miré al Orejas y me acordé de Silverio con los brazos cruzados sobre la cabeza, la lengua rebelde, y de lo mucho que mi hermano se había reído de él, de mí, cuando le expliqué lo que había pasado. Roberto, con su camisa blanca y sus zapatos brillantísimos, se habría reído todavía más si hubiera podido y me pareció feo, injusto, pero fácil de explicar. Tú no eres la clase de chica de la que se espera que entre en una cárcel a acostarse con un hombre, recordé, y sin embargo Silverio me había metido la lengua en la boca porque tal vez no era tan distinto a mí, porque quizás no habría llegado a creer que pudiera visitarle una mujer de otra clase. Aquella hipótesis desarrolló extrañas consecuencias en mi ánimo. La evidencia de mi pequeñez, lejos de deprimirme o inspirarme una rabia inútil, reforzó la impresión de que la cola de Porlier era mi sitio, un espacio donde mi presencia tenía sentido y yo una misión que cumplir.

—Manolita… —Silverio, tan pendiente de mí que ni siquiera se fijó en mis acompañantes, me recibió con una expresión precavida, esbozando un gesto que no se atrevía a ser una sonrisa—. Qué alegría verte.

—Yo sí que me alegro —le sonreí hasta donde la boca me daba de sí mientras pasaba revista con el rabillo del ojo a los presos que le rodeaban, y grité para que me oyeran bien—. Me moría de ganas de verte, cariño.

—¡Ohhh! Mira a los tortolitos…

—¡Qué bonito es el amor!

—Menos mal que has dejado al Partido en buen lugar, chaval.

—Desde luego, porque no las tenía yo todas conmigo…

Silverio se puso colorado y se rio, yo me puse colorada y me reí, se rio Tasio un poco más allá, y Martina con él. Los comentarios de los otros presos, causa verdadera de nuestro sonrojo y nuestras sonrisas, acababan de redondear la puesta en escena de un amor indudable, fruto de una extraña luna de miel cuya verdadera naturaleza nadie podría sospechar. Celebré tanto el éxito de nuestra impostura, que hasta encontré a Tasio menos feo de lo que me había parecido a la luz del ventanuco. Y mientras Silverio me miraba como todavía no me había mirado ningún hombre, la cabeza inclinada, la sonrisa radiante, y una ensimismada expresión de júbilo que debía haber rescatado de la memoria de sus auténticos enamoramientos, me pareció hasta guapo.

—Gracias por el paquete —tanto, que por un instante me dio pena que todo fuera mentira.

—De nada, ¿te gustó? —asintió con la cabeza, muy despacio, como si al abrirlo hubiera encontrado algo más que un puñado de cacahuetes, una manzana, un trozo de queso y unos cuantos pitillos—. Ya sabes, si quieres algo en especial, no tienes más que decirlo.

—¡Ohhh! —nuestro coro particular volvió a zumbar mientras Silverio descubría al fin que no había entrado sola.

—Orejas, qué sorpresa, ¿cómo estas? —seguí la dirección de sus ojos y encontré a Roberto, tan sonriente como los demás—. Perdona, no te había visto.

—No, ya… Con lo entretenido que estás, como para verme.

Hablaron un rato y esperé a que se marchara a hablar con un conocido que estaba en la otra punta de la verja, para informar a Silverio del progreso de nuestros asuntos en el tono más inocente.

—El próximo lunes no puedo venir por la mañana, ¿sabes? He quedado con la amiga de Julita, para ir a ver esa máquina de coser que te conté, te acuerdas, ¿no? —asintió con la cabeza, en su boca un gesto que ya no era una sonrisa, pero conservaba la memoria de haberlo sido—. No está nada barata, no creas, pero me hace mucha falta. Como todo está tan caro y mis hermanos destrozan la ropa sin parar… —miré a mi alrededor y comprobé que sus compañeros ya no nos prestaban atención—. Ahora, cuando salga, voy a apuntarme a la lista del libro, y así vengo por la tarde, y te lo cuento.

—Muy bien. Ojalá tengas suerte.

—Yo creo que sí, ¿sabes? Que al final, todo va a salir bien. Y el jueves o el viernes, cuando pueda, te traeré otro paquete.

—No hace falta —describió un círculo con la mano derecha, para englobar a los otros presos, y negó con la cabeza para sugerir que no necesitaban verle abrir mis paquetes para aceptar que era el amor de mi vida.

—Ya lo sé, pero seguro que no te viene mal.

Me devolvió la sonrisa en el instante en que un funcionario tocó el timbre para anunciar el final de la visita. Entonces volvió a ladear la cabeza y entornó los ojos para mirarme como al principio, aunque ya no tuviéramos espectadores, cada preso ocupado en despedirse de sus propios visitantes.

—He tenido mucha suerte contigo, Manolita —y no gritó, pero le oí perfectamente—. No podría haber encontrado una compañera mejor.

Estaba hablando de las multicopistas y yo lo sabía. Hablaba de las multicopistas y de nuestra conversación en el cuarto de las bodas, de las garantías que le prometí aunque no me las hubiera pedido y de la promesa que acababa de cumplir, del paquete que le había llevado el sábado anterior y del que le llevaría unos días más tarde. Hablaba de eso, sólo de eso, pero al escucharle metí todos los dedos de mis dos manos en los agujeros de la alambrada para tocar el espacio que nos separaba, como hacían las novias, las mujeres de los demás. Él me respondió de la misma manera y algunos presos se fijaron en nosotros, pero ninguno se rio ya, ninguno dijo nada. Luego esperé a que se marchara y enfilé el corredor muy despacio.

—Anímate, muchacha —Teodora, la misma que le había preguntado a su marido una semana antes si no le daba vergüenza reírse de Silverio, se acercó a mí—. Cuando él estaba fuera todavía no erais novios, ¿no? —negué con la cabeza y me pasó el brazo por el hombro para acompasar su paso con el mío—. Pues sí que es una faena, pero parece un buen chico, es muy joven, y tampoco va a estar preso toda la vida —dejó de mirarme mientras su voz descendía al volumen de un susurro—. Vamos, digo yo…

El abismo en el que la habían precipitado sus propios cálculos me impresionó menos que su necesidad de consolarme. Había contemplado muchas veces escenas semejantes, había protagonizado algunas, y sabía qué aspecto tenían las mujeres a las que yo había abrazado sin conocerlas, jóvenes y mayores, altas y bajas, morenas, rubias, castañas, guapas y feas pero todas iguales, los párpados inflamados, la piel pálida, los labios tirantes y una mirada perdida que nunca hallaba un destino donde posarse. A veces sabía cómo se llamaban, otras ni eso, pero había aprendido que, por mucho que amara a su padre moribundo, por muy destrozada que saliera de la cárcel después de cada visita, Rita nunca tenía ese aspecto. Caridad sí.

Las madres y las hijas, las hermanas y las amigas de los condenados, sufrían, lloraban, se desesperaban, pero seguían siendo ellas mismas, con sus rasgos, sus cuerpos, sus gestos y su voz. Las otras, las que habían escogido entre todos al hombre al que acababan de ver entre rejas, se entregaban a la desolación de otra manera, con una complacencia casi enfermiza, una atracción oscura, contraria, por su propia ruina que las hacía salir del locutorio como muertas en vida, muñecas de cuerda que avanzaban un pie tras otro sin ser conscientes del movimiento de sus piernas, los nervios de punta, la razón ausente y el gesto detenido en un reloj averiado, parado en una fecha feliz y remota. Aquella insensibilidad repentina, de ritmo lento y ademanes mecánicos, era el signo de otro amor, el amor del cuerpo, de la piel herida en la memoria de los besos que no se repetirían. Eso pensaba yo al verlas, y que tenían que volver, que había que hacerlas volver como fuera. Por eso las abrazaba, les hablaba, sacudía sus hombros con la misma blanda firmeza con la que Teo acababa de sacudir los míos. Todo eso lo sabía, lo entendía, pero me resultaba difícil aceptar que ella hubiera visto en mí lo que yo sólo había visto en otras, que el sufrimiento por un amor ficticio hubiera inspirado en mi rostro, en mi cuerpo, los signos físicos de una emoción real.

Después de apuntarme al libro para el lunes siguiente, fui hacia el metro dando un rodeo para evitar nuevos encuentros con mujeres empeñadas en preocuparse por mí. Necesitaba hacerlo yo, para poner mis pensamientos en orden, pero al doblar la última bocacalle, vi al mismo tiempo el cartel de la boca de Lista y al Orejas recostado contra la barandilla.

—¿Vas para el barrio? —me preguntó cuando llegué a su altura, como si no le importara demostrar que me estaba esperando.

—Más o menos —respondí, porque su barrio ya no era exactamente el mío—. Me bajo en La Latina.

—Voy contigo. Total, tengo que transbordar de todas formas…

El vestíbulo de la estación estaba abarrotado de las mujeres que acababan de salir de la visita. Él se paró un momento a estudiar el panorama, y me pidió que le esperara en las puertas de entrada. Hizo cola en la taquilla, compró un billete, me lo dio, y mientras yo esperaba turno para pasar, se puso en otra fila, delante de dos señoras muy gordas, miró hacia atrás para escoger el mejor momento, y con una técnica perfecta, limpia y precisa, saltó la valla para colarse sin que le viera ningún guardia.

—Gracias —le dije al reunirme con él, riéndome todavía.

—Me habría gustado invitarte a algo mejor, pero como no puede ser…

Me miró, esperando una respuesta que no fui capaz de ofrecerle, y siguió hablando sin mirarme, como si enunciara sus pensamientos en voz alta.

—Qué rara es la vida, ¿verdad? Cuando me lo contaron, no me lo podía creer, ¿Silverio y Manolita? Pero si no se pegan nada, pensé, él es tan tímido, tan serio, Manolita debe aburrirse un montón con él… —me miró, le sonreí, me sonrió—. Ya sé que no está bien que piense así, con el pobre Silverio en la cárcel, pero que os hubierais hecho novios me sorprendió mucho.

Empezamos a bajar por una escalera muy empinada, él hablando sin parar, yo sonriendo al escucharle mientras vigilaba mis pies para evitar un resbalón. Por eso, y porque no cambió de tono, su pregunta no me alarmó.

—¿Lo sabe Antonio?

—¿Qué? —contesté sin levantar la cabeza, como si no hubiera oído bien.

—Que si lo sabe tu hermano —repitió, y una alarma se abrió paso por fin desde el fondo de mis oídos.

—¿Lo mío con Silverio? —le miré y le vi asentir con la cabeza—. Pues no. Vamos, supongo que no, porque hace más de dos años que no le veo.

Nos separaban tres peldaños del andén. Los bajamos al mismo ritmo, yo pendiente de su reacción, él negando con la cabeza, muy despacio.

—Los echo mucho de menos, ¿sabes? —me puso una mano en la espalda para guiarme con suavidad entre la multitud—. Parece una tontería, pero me he quedado sin amigos. Vicente muerto, Julián y Silverio en la cárcel, tu hermano desaparecido y yo… Siempre estábamos juntos, ya lo sabes, y ahora, en cambio, siempre estoy solo… —levantó la voz para compensar el estrépito del convoy que se acercaba—. Pensé que igual habrías sabido algo de él…

Negué con la cabeza, y me guardé para mí que había escogido una forma muy rara de preguntarlo.

Cuando llegamos a La Latina, salimos juntos a la calle. Acababa de decidir que hacía un día estupendo y que le apetecía volver andando al trabajo, pero en la misma boca del metro me dijo algo más.

—Me he alegrado mucho de verte, Manolita, y me alegro de que te vaya tan bien con Silverio, pero la vida es muy larga, y… —entornó un poco los ojos para mirarme—. En fin, si algún día se te ocurre algo que yo pueda hacer, ya sabes dónde estoy.

—Adiós, Roberto —no agradecí su oferta, pero le di dos besos de despedida—. Y gracias por el viaje.

Giré sobre los talones y eché a andar sin mirar hacia atrás.

—De nada.

Al escuchar esas palabras a mi espalda, me asaltó una punzada de satisfacción que no deseaba. Creí que el Orejas se había quedado en el sitio, para mirar cómo me marchaba, y logré dominar el impulso de comprobarlo hasta que llegué al primer cruce. Cuando el tráfico se detuvo, volví la cabeza con disimulo y no le vi. Tampoco habría deseado que su ausencia me decepcionara, pero no lo pude evitar.

Mientras subía las escaleras de mi casa, las piernas me pesaban como si arrastrara una bola de hierro en cada tobillo. No entendía por qué, pero me sentía a punto de morir de cansancio, un agotamiento distinto y mucho más intenso del que me habría producido una mañana de trabajo. Eran casi las dos pero no tenía hambre, sólo sueño, tanto que me tumbé vestida en la cama para cerrar los ojos un momento. Me despertó el ruido del timbre de la puerta, y al abrir me encontré con los mellizos, que habían vuelto a casa con Margarita porque no me habían encontrado en la puerta del colegio aunque fuera lunes.

—No lo entiendo… ¿Qué hora es?

Los niños no supieron contestarme, pero lo hizo mi vecina, y en su tono percibí que no le había hecho gracia mi pregunta.

—¡Pa chasco! ¿Qué hora va a ser? Pues las cinco y cuarto.

—¡Las cinco y cuarto! —aquella noticia me inspiró tal gesto de horror que mis hermanos se partieron de risa al verlo.

Fui a la cocina y corté por la mitad el pan que me había guardado para comer. Le di un trozo a cada uno con un poco de membrillo encima, y como no estaban acostumbrados a merendar con pan, se pusieron muy contentos. Yo me conformé con una naranja, para castigarme a mí misma por mi descuido, la siesta que pesaba en mi conciencia como un pecado. Y sin embargo, mientras pelaba la fruta en la cocina, advertí que el sueño me había despejado lo suficiente como para hacerme recordar algunas cosas que nunca debería haber olvidado. Que Silverio no me gustaba. Que mi única relación con él pasaba por aquellas dichosas multicopistas que nadie sabía poner en marcha. Que nuestra boda había sido mentira, mentira nuestro noviazgo, mentira las palabras que nos habíamos gritado a través de la alambrada. A cambio, la emoción que había sentido al despedirme de él seguía siendo verdadera, y su naturaleza me desafiaba como un enigma incomprensible. No logré dudar de su autenticidad, pero me tranquilicé pensando que auténticos e incomprensibles eran también los mareos, los malos sueños, ciertas misteriosas sensaciones de miedo o de placer, capaces de brotar y de extinguirse sin causas conocidas. La cárcel de Porlier era una de las sedes terrenales del infierno, y en un infierno a la fuerza tenían que pasar cosas raras, espejismos de un tiempo forzado a transcurrir a otro ritmo, indicios de un mundo aparte, con reglas propias, perversas, incompatibles con la realidad. Cuando terminé la naranja, aquella conclusión me pareció tan evidente que recordé, de propina, que más allá de aquel momento tonto en la cocina de Santa Isabel, el Orejas nunca había mostrado el menor interés por mí. Pero no logré resolver ese punto, porque no pude imaginar qué otros motivos podrían haberle impulsado a acercarse a mí aquella mañana.

—Pobrecillo —murmuró mi hermano por la noche—. Tiene que estar muy solo. He pensado muchas veces en mandar a buscarle, no creas.

—Ni hablar —Eladia, que estaba probándose un traje, se bajó de la tarima con tanta energía que casi se llevó a Dolores detrás—. No me fío un pelo de ese.

—¿Adónde vas tú? —la sastra protestó, levantando en la mano los dedos que unos segundos antes sostenían la aguja que acababa de perderse entre los volantes de la cola—. Vuelve aquí ahora mismo…

—¿Por qué? —pero mi hermano salió en defensa de su amigo.

—¿Porque ha tardado dos años en echarte de menos? —y ella misma se respondió—. Ya te digo…

—No te pongas chula, Eladia, porque tú no sabes nada. No sé qué os pasa con Roberto, si pudiera oíros, con lo que le gusta a él cacarear del éxito que tiene con las mujeres —y se volvió para señalarme con el dedo—. Porque esta está siempre con lo mismo.

—Pues sí —respondí—. Y también es raro que ahora, después de no haberme hecho caso en su vida, se dedique a bailarme el agua.

—¿Lo ves? —Eladia se dio la razón con la cabeza mientras volvía a subirse en la tarima—. No es trigo limpio.

—Porque tú lo digas —Toñito se enfadó—. Es mi amigo y le conozco mucho mejor que vosotras. ¿Que le gustan las chicas? ¿Que es muy simpático? ¿Y qué? Mejor para él, eso no es nada malo. Pero hay muy poca gente en este mundo tan digna de confianza como el Orejas.

—Natural —su novia asintió sin mirarle—. Por eso no está en la cárcel.

—¡Joder, Eladia! Para ser ácrata, te pareces un montón a algunos comisarios que yo me sé…

—Haya paz —después de imponer silencio, Dolores miró a mi hermano—. De todas formas, Antonio, tú no eres el único que se está arriesgando aquí, y desde el principio estuvimos de acuerdo en que la única persona que iba a entrar y a salir de este cuarto sería tu hermana. Eso sin contar con que Jacinta y tú os tiráis las horas muertas buscando al chivato que ha ido entregando a todos los de tu grupo, ¿o no? No habláis de otra cosa. Así que, si quieres ver a ese chico, quedas con él en la calle. Pero si te interesa mi opinión, lo mejor que puedes hacer, por ti, por tu amigo y por nosotras, es seguir como hasta ahora.

Volvió a agacharse, enterró la cabeza en un océano morado con lunares amarillos, y cuando nadie lo esperaba, dijo algo más.

—Y a ti, Manolita, te iría mejor si no te dieras siempre tanta lástima. A mí me parece muy normal que un chico te corteje, pregunte por tu hermano o no.

Aquellas palabras, que cualquier otro día de la semana me habrían dado vueltas en la cabeza durante horas, apenas resistieron el plazo que tardé en apoyarla sobre la almohada. Al salir del tablao, estaba segura de que tendría que pagar el precio de las horas que había dormido a destiempo con una noche en vela, pero el sueño me fulminó como una gracia, una condena que se repetiría sin falta un lunes tras otro, durante muchos meses.

La mañana siguiente, más que un día frío o cálido, borrascoso o despejado, amaneció martes, una jornada tranquila, rutinaria, de trabajo y descanso programados, veinticuatro horas de monotonía sin sustos, sin emoción, sin sorpresas, como el miércoles que vendría después para dejar tras de sí un jueves igual de aburrido. Entre lunes y lunes, mi vida consistía en levantar a los niños, ir a trabajar y ocuparme después en unas pocas tareas fáciles y tranquilas, hacer la compra, los recados, la comida, vigilar que Juanito acabara los deberes, coser coderas, o rodilleras, o coderas y rodilleras en su ropa y en la de Pablo, y caer rendida en la cama justo después de acostarlos. Sabía que al otro lado del domingo me esperaba otro lunes, un día de descanso en el que iba a cansarme más que en cualquiera de trabajo, pero cuando pensaba en él, o recordaba los que le habían precedido, me parecían tan improbables como el delirio de una imaginación ajena, entregas sucesivas de un folletín escrito por un desconocido. Sabía muy bien que no era así, que los riesgos que corría eran reales, pero el trabajo clandestino tenía tan poco que ver con mi vida verdadera, que no lograba tomármelo en serio. Y aunque nunca olvidé mi compromiso, conseguí alojarlo en el trastero de mi cabeza, un lugar donde no estorbaba mientras yo me ocupaba de mis asuntos.

—No sé qué ha pasado hoy con las pastas de té, que no ha salido del horno ni una viva —el viernes, mi jefa me sonrió como si le encantara darme aquella noticia—. Corre, anda, que hoy te toca repartirte las migas con Juanita…

Ni siquiera los dueños de la Confitería Arroyo estaban a salvo de las estafas y las trampas que redondeaban las ganancias de los estraperlistas. Por muy cara que la pagaran, no podían estar seguros de comprar harina de verdad, de que la mantequilla que les ofrecían no fuera una extraña grasa teñida de amarillo, o de que la leche no estuviera adulterada. Por eso, de vez en cuando las recetas fallaban y las tartas no subían, los pasteles se deformaban o las pastas se deshacían en el instante en que se posaban sobre la pala que las sacaba del horno. Aurelia, la jefa del obrador, había recibido instrucciones precisas para actuar en esos casos, parar inmediatamente la producción y tirar el producto defectuoso a la basura, pero la primera vez que tuvimos delante una plancha de magdalenas hechas migas, nos congregamos a su alrededor como si estuviéramos dispuestas a defenderlas con la vida.

—Hablad vosotras con la encargada —Aurelia, que se las daba de simpática pero era incapaz de hacer nada por nadie, se lavó las manos—. Yo no asumo esa responsabilidad.

Meli nos escuchó en silencio, miró las magdalenas, luego a nosotras.

—Sabéis por qué ha pasado esto, ¿no? A lo mejor os ponéis malas después de coméroslas —nadie dijo nada y ella asintió despacio con la cabeza—. Bueno, pero que no salga de aquí.

Juanita, que había sido delegada sindical antes de la guerra, hizo una lista de turnos que se cumpliría escrupulosamente desde aquel día y, como yo era la más joven y tenía dos niños pequeños a mi cargo, me emparejó con ella para que nadie me pasara por encima. Pocas veces tendríamos tanta suerte como aquel día.

—Toma —cogió un resto que todavía tenía pegada una guinda roja y me lo metió en la boca—. Ha sido la harina, que era muy floja, pero la mantequilla es fetén y están muy ricas…

Era verdad que estaban ricas, y además había muchas, más de un kilo. Las repartimos en dos cajas de cartón defectuosas, de una pila que había salido de la imprenta con todas las letras fundidas en una mancha rojiza, y aproveché para coger también unos cuantos cartuchos de celofán transparente, de los que usábamos para envasar los bombones. Aquella tarde, al llegar a casa, separé los trozos más grandes y volqué el resto en un plato sopero. Mientras mis hermanos se las comían como si fuera un juego, haciendo un cuenco con la palma de una mano para llenarlo de migas y pellizcarlas con los dedos de la otra, devolví a la caja el resto, añadí tres nísperos y metí en un cartucho de celofán seis pitillos que le había comprado a una pipera al salir de trabajar. Después, envolví la caja en papel de estraza, dejé a mis hermanos en casa de Margarita con las migas que no habían sido capaces de comerse, y me fui a Porlier.

—¿Nombre? —me preguntó un funcionario.

—Silverio Aguado Guzmán.

Pronuncié aquellas palabras de un tirón, sin pararme a pensar en lo que significaban, porque era viernes, un día corriente, tan vulgar como el sábado que amanecería después, y el domingo que traería consigo, sin embargo, la promesa de un nuevo desorden.

—Mañana, a las diez y media —al salir de trabajar, me encontré a la Palmera en la puerta del obrador—, te espera el dibujante en la esquina de la calle Lista con Claudio Coello.

—Muy bien —sonreí porque aún era domingo—. ¿Vas al metro? —asintió con la cabeza y me colgué de su brazo, tranquila y confiada—. Voy contigo…

Al día siguiente, cuando me desperté, todavía era de noche. Mientras contemplaba la oscuridad con los ojos abiertos, una luz potente, incómoda, me iluminó por dentro para enfocar todo lo que no había querido ver desde que salté de la cama el martes anterior. Había llegado otro lunes, pero no era un lunes cualquiera. Antes de volver a machacar la acera de Porlier saludando a unas y a otras, antes de entrar en un locutorio tan familiar, a aquellas alturas, como la cocina de mi casa, tendría que acudir a una cita con un desconocido que me acompañaría al escondite donde un partido clandestino, al que yo ni siquiera pertenecía, guardaba unas máquinas destinadas a imprimir propaganda ilegal. Al pensarlo, sentí que todos mis huesos se ahuecaban de golpe, y me pareció mentira haber llegado tan lejos. Después de dejar a los niños en el colegio, me asaltó la tentación de abandonar, volver a casa, meterme en la cama, taparme la cabeza con las sábanas y decirle a mi hermano que se ocupara él de sus asuntos. Todavía lo estaba pensando cuando oí llegar un tren y aceleré el paso para no perderlo.

Fui escrupulosamente puntual, pero no encontré a ningún hombre en aquella esquina. No quería llamar la atención, y crucé la calle para curiosear un escaparate, hasta que distinguí en los cristales el reflejo de una figura familiar en la otra acera. Qué raro, me dije, y antes de clasificar aquel encuentro entre las casualidades afortunadas o indeseables, moví la mano para saludar a Rita.

—Hola —ella me besó en una mejilla, luego en la otra, muy sonriente—. Siento llegar tarde, pero he tenido que dejar hecha la comida, porque mi madre tiene clases toda la mañana.

—No, yo… —aquella explicación me dejó tan atónita que de repente no supe por dónde seguir—. Estoy esperando a alguien.

—Me estás esperando a mí.

—Pero, tú… —la miré y asintió con la cabeza—. ¿Y sabes dibujar?

—Mejor que hablar. De pequeña pintaba y todo, paisajes, bodegones… El retrato de mi padre que hay en el salón de mi casa lo hice con carboncillo, a los trece años.

—Lo siento —entonces me fijé en que llevaba una carpeta de cartón bajo el brazo—. No me fijé en él. Aquella mañana…

—No importa. La próxima vez que vengas, te lo enseño. El caso es que cuando mi madre empezó a traducir aquellos manuales, te acuerdas, ¿no? —asentí con la cabeza y me cogió del brazo para echar a andar—. Bueno, pues hay que repetir algunos diagramas, porque los nombres de las piezas están dentro del dibujo y no se pueden reproducir con las palabras inglesas, y eso también lo hago yo. Tengo mucha experiencia, no te preocupes. Pero vamos a lo importante. Ya me estás contando qué es eso de que te has casado.

Todavía tardé un par de segundos en reaccionar. Durante un par de segundos, sólo pude volver a verla, a escucharla aquella mañana ya lejana en la que Caridad apareció en la cola con gafas de sol aunque estuviera nublado. Si supieran cómo les odio me tendrían miedo, eso había dicho, porque es imposible odiar más de lo que odio yo a estos hijos de puta.

—Bueno, te has tragado la lengua, ¿o qué?

La sonrisa con la que me miraba era el fruto de ese odio, la consecuencia de una pasión feroz que tal vez ellos no habrían temido, pero que a mí me asustó cuando la vi en sus ojos. Ahora está dentro, me dije, la han reclutado, la han convencido o seguramente no, seguramente no ha hecho ni falta, habrá sido ella la que se ha movido, la que se ha ofrecido, la que ha llegado hasta aquí para acatar la voluntad de su odio. Era un razonamiento sencillo, pero me pareció tan asombroso que tardé un instante en pensar en mí misma, en mirarme por dentro para verme como me habría visto ella cuando se enteró de mi boda. Hasta ese instante, no había querido comprender que yo también estaba dentro, pero ese lugar, cualquiera que fuese, me gustaba más con Rita a mi lado. Por eso me apreté contra su brazo, la miré y sonreí.

—Te advierto que te he echado mucho de menos —así, aquel temible lunes dejó de serlo—. Te habrías divertido de lo lindo.

—Espero que por lo menos sea guapo.

—Pues no mucho, la verdad —recurrí a un chascarrillo que a las dos nos hacía mucha gracia desde que lo aprendimos juntas en la cola de Porlier—. Pero es muy esbelto, eso sí —entonces soltó una carcajada y repitió conmigo la segunda parte de la frase—, no le sobra ni un gramo de grasa.

Seguimos andando y hablando durante casi media hora. El lugar de la cita estaba bastante lejos de nuestro destino pero ni siquiera esa distancia, planificada para que tuviéramos tiempo de comprobar que nadie nos seguía, requirió el tiempo que habría necesitado para contárselo todo.

—¿Pero estamos hablando de la misma Martina? —me preguntó al doblar a la derecha por Zurbano—. ¡No te puedo creer!

—¿Que no? —sonreí—. Una fiera. Tendrías que haberla visto, y eso…

—Espera un momento, que tengo que recoger una blusa.

La tintorería, un local oscuro, sin más luz que la que recibía a través del cristal de la puerta, olía a calor, y a humedad. Cuando entramos no había ningún cliente, pero un viejecillo encorvado nos miró desde el otro lado del mostrador como si nos estuviera esperando.

—Buenos días —Rita le enseñó un resguardo con tanta naturalidad que por un momento creí que íbamos a recoger una blusa de verdad.

El anciano cogió el papel, se puso las gafas, lo leyó.

—Un momento.

Levantó la tapa del mostrador y la dejó abierta mientras iba hasta la puerta para darle la vuelta al cartel que anunciaba que el establecimiento estaba abierto. Después hizo caer una cortina de tela marrón sobre el cristal y, sin encender la luz, nos guio en la penumbra hasta la trastienda, donde dos enormes máquinas de limpieza funcionaban a tope, a juzgar por el estrépito de sus motores. Al entrar allí, sólo vi la brasa de un cigarrillo encendido. Luego, el viejecillo cerró la puerta y activó un interruptor para que las bombillas que alumbraban aquel cuarto sin ventanas revelaran la presencia de dos hombres.

—Hola, preciosas —el más joven, un chico delgado que hablaba con acento valenciano, nos dio la mano antes de señalar un armatoste de metal macizo que reposaba sobre una mesa, en el centro de la habitación—. Aquí la tenéis. La otra es igual que esta.

El fumador se limitó a saludarnos con un gesto de la mano. Tenía algo más de treinta años y un rostro extraño, quizás porque sus cejas sobresalían más de lo normal o porque sus ojos, los párpados rasgados, casi plegados en los extremos, parecían tristes. Iba vestido de señor, con un traje de tela cara, bien cortado, mucho mejor que la camisa y el pantalón de su camarada incluso sin contar el sombrero que había enganchado en el respaldo de la silla. Pero después de integrar todos esos rasgos en su imagen, siguió resultándome extraño y no averigüé por qué.

—Manolita —Rita, que había empezado a darle vueltas a la multicopista, me llamó—. Vamos.

—Sí… —a no ser que fuera porque no parecía español, pensé, antes de darme cuenta de que acababa de pensar una tontería.

De todas formas, el misterio del hombre silencioso se disipó en el instante en que me fijé en la máquina, un artefacto complicadísimo con un par de rodillos en alto, a cada lado, y un quinto, el que Silverio me había dicho que no podía servir para imprimir, encajado en el fondo. Mientras mi amiga empezaba a dibujarla, yo intenté conocerla igual que si fuera una persona, fijarme en sus piezas como si fueran los rasgos de una cara, y la toqué, como mi hermano me había contado que solía hacer el Manitas, acariciando los rodillos, las palancas, la carcasa, pero no adelanté mucho. Rita, sin embargo, iba por el tercer dibujo cuando me acerqué a ella.

—Oye, guapa, no gastes tanto papel que luego me lo tengo que meter en el moño.

—Ya —sonrió, sin dejar de trabajar—. No te preocupes. Estoy dibujando los planos por separado. Luego, en casa, te haré un dibujo en el que salga cada cosa en su sitio.

—Bueno, pues dame un papel a mí. Voy a hacerme una lista de piezas para aprendérmela de memoria, porque si no…

—No es tan difícil —el valenciano se acercó, me sonrió—. Mira, te voy a contar lo que sabemos. Parece que hay un mecanismo doble, ¿no? El papel debe entrar por aquí, y por aquí, ¿lo ves?, y después…

Unos minutos más tarde, su camarada se acercó a nosotros sin hacer ruido y le puso una mano en el hombro.

—Me tengo que ir, Luis —escuché y no fui capaz de identificar su acento.

—Muy bien, ya me quedo yo con ellas.

Interrumpió sus explicaciones mientras el hombre del sombrero caminaba hacia la puerta y así pude escuchar la extravagante fórmula que escogió para despedirse de nuestro anfitrión.

—Hasta la vista, ilustre.

—Salud, Heriberto —contestó el viejecillo, pero su interlocutor se paró a su lado para negar con la cabeza.

—Salud no —y le corrigió en un tono que bastó para convencerme de que era el jefe de todos ellos—. Adiós.

—Eso, adiós —el tintorero apretó los ojos e improvisó un gesto de desánimo antes de volverse a mirarle—. Si es que no me sale…

—Pues te tiene que salir, Ceferino.

—Ya… —asintió con la cabeza como si pretendiera darse fuerzas a sí mismo—. Adiós entonces.

—Adiós a todos —dijo Heriberto antes de marcharse.

Rita y yo le respondimos inclinando la cabeza al mismo tiempo y me di cuenta de que su autoridad la había impresionado tanto como a mí. El viejecillo salió tras él, y sólo cuando volvió a entrar mi profesor retomó el hilo.

—Lo que no sabemos es cómo coge la tinta, porque parece que el mecanismo funciona, pero el papel sale tan blanco como cuando entra…

Lo apunté todo muy bien mientras me sentía incapaz de contarle a Silverio lo que estaba viendo, y arrastré aquella vaga sensación de fracaso hasta que me lo encontré a las cinco de la tarde en un locutorio casi vacío.

—Me mimas demasiado, Manolita —me saludó con una sonrisa que no pude descifrar—. No sé qué voy a hacer cuando te canses de mí.

—¿Qué? —me acordé de las pastas y sonreí yo también—. ¡Ah! Si no es nada. Pasa de vez en cuando, ¿sabes?, y nos regalan lo que se estropea. Otro día igual te traigo pasteles o magdalenas, todo hecho migas, eso sí… —pero teníamos algo más importante de lo que hablar—. He ido a ver la máquina.

—¿Y qué tal?

—¡Uf! Será una ganga, no digo que no, pero es complicadísima —hice una pausa mientras el funcionario pasaba por delante de nosotros—. No sé si voy a ser capaz de coser con ella, porque parece que funciona, pero la aguja no coge el hilo, y ni siquiera la dueña sabe por qué…

—Bueno, será cuestión de estudiar el mecanismo, y aquí me sobra tiempo para eso, no te preocupes —se calló mientras el guardia se acercaba a nosotros—. Cuando veas a Martina, dile que Tasio ya se ha puesto bien.

—Eso, que me dijo que había estado vomitando, ¿no?

—Sí. Bueno, con la porquería que nos dan de comer, estamos todos igual —el guardia se paró y le miró, pero él siguió hablando en el mismo tono—. Cuando no son vómitos, son diarreas, aunque yo esta semana no puedo quejarme —y volvió a sonreír—, gracias a ti.

En ese momento, volvió a ocurrir. La sonrisa de Silverio encendió una luz, abrió una puerta, y de repente me encontré con él en otro lado, un lugar que era y no era el locutorio de la cárcel, una realidad paralela donde la verdad y la mentira se fundían en una frontera imprecisa, una tierra de nadie donde creer sin pensar, y sentir sin pensar, y hablar sin pensar, apurando unos minutos de algo semejante al placer de gustar, de coquetear, de mirar al otro con una intensidad capaz de fulminar las alambradas, de borrar cada nudo, cada clavo, hasta deshacerlos con los ojos.

—Pues a ver si hay suerte y sigue fallando la harina —y las alambradas seguían estando ahí—. Aunque en el obrador somos muchas, y hasta que me toque el turno otra vez…

—Con tal de que sigas viniendo a verme —y todo seguía siendo mentira.

—Claro —pero nada lo parecía—. Todos los lunes.

Yo tenía dieciocho años y una vida horrible. Silverio tenía veintitrés, y una vida más horrible que la mía en aquel agujero donde ya llevaba dos años encerrado. A mí casi nunca me pasaba nada bueno. A él, jamás. Si hubiera tenido algo con lo que comparar aquella historia, un novio, un trabajo que me gustara, alguien capaz de hacerse cargo de mí, habría podido comprender lo que me estaba pasando, pero estaba sola, aburrida, cansada. Él esperaba un juicio, la muerte o una condena larga, un traslado a un penal, una prisión aún más penosa, y tampoco podía comparar con nada, con nadie, mis visitas de los lunes. No era culpa mía. No era culpa de Silverio. Era sólo que aquella ficción, aquel amor inocente y fingido que las alambradas protegían del contacto físico, de los peligros de mi confusión y su tartamudez, era mejor que mi vida verdadera, mucho mejor que la suya. Debería haberlo comprendido a tiempo, pero la condición de lo peor es que no se puede comparar con nada, y en mi pobreza, en la del hombre que me sonreía desde el otro lado de una tela metálica, aquellos minutos eran preciosos, balsámicos como una medicina para un enfermo, una ilusión tibia, insensata, o esos sueños donde los muertos siguen estando vivos. Silverio nunca me había gustado, y lo sabía, pero me gustaba deslizarme dentro de una Manolita que no era yo, pero era más feliz que yo, mientras sonreía al hombre del que se estaba enamorando, un preso que tampoco era Silverio, pero era más feliz que él. Tendría que haberme dado cuenta de lo que estaba pasando, pero aquella tarde me lo pasé tan bien que ni siquiera tuve tiempo para preguntarme por qué.

—Cuídate mucho —metí todos los dedos en la alambrada para despedirme.

—Tú también —él volvió a responderme de la misma manera.

Me quedé mirándole mientras hacía la fila y después, aunque el funcionario de la puerta ya estaba dando palmadas para reclamarnos. Antes de salir, se volvió a mirarme. Levanté la mano en el aire para decirle adiós y salí del locutorio despacio, remoloneando sólo por joder. En el camino de vuelta no extrañé nada, y sólo al llegar a casa, mientras subía las escaleras con un brío casi atlético, me di cuenta de que aquel lunes, en contra de todas mis previsiones, no me había cansado en absoluto.

Aquella semana, la otra Manolita le llevó a Silverio dos paquetes, pero los hice yo, uno el martes, con seis nueces, un trozo de bacalao y un bocadillo de queso, y otro el viernes, con unos cuantos pitillos, un poco de membrillo y dos manzanas. Cuando volví a casa, Rita me esperaba en el portal con su carpeta debajo del brazo. Así llegó a mis manos una cuartilla dibujada con tinta china por las dos caras, la multicopista de frente en un lado, desde arriba en el otro, con tanto detalle que en algunos lugares había una flecha que señalaba hacia un recuadro donde había copiado los engranajes o mecanismos que le habían parecido más importantes a una escala mayor.

—Enhorabuena, Rita, porque yo no entiendo nada —le confesé mientras miraba sus dibujos como si fueran el retrato de una persona a la que hubiera conocido el lunes anterior—, pero me parece… No sé, te han salido perfectos.

—Eso espero, porque me he tirado tres noches sin dormir, para que no se enterara mi madre —me quitó el papel de la mano con suavidad y señaló unas rayitas marcadas en el borde—. Esto de aquí son unas guías para que sepas por dónde conviene doblarlo. Las he calculado para que los pliegues tapen las zonas menos complicadas… —me miró y sonrió al interpretar la expresión de mis ojos—. ¿Quieres que lo doble yo?

—Pues sí, mejor.

—¡Ah! Y nada de laca, ¿eh? No vaya a ser que se corra la tinta.

—¡Pues la Palmera se va a poner contento!

Se rio mientras doblaba la cuartilla una y otra vez, hasta plegarla en un fuelle delgado y estrecho.

—Ya está —y me miró como si de repente ella también fuera otra Rita, una desconocida atrapada en el romanticismo de una historia de amor auténtica y ajena—. Me encantaría ir a Porlier a conocer a tu novio, pero ya no tengo a nadie dentro, así que igual voy a buscarte a la salida.

El lunes, cuando llegué a la cárcel, me la encontré saludando a unas y a otras mientras hablaba con ellas de mí, de Silverio, de la rabia que le daba no haberse fijado a tiempo en aquel elemento que me había hecho espabilar tan deprisa. Sus interlocutoras no necesitaban más para lanzarse a hablar como cotorras, y aquel guirigay me pintó una sonrisa que llegó hasta la alambrada.

—Qué bien —Silverio se dio cuenta—. Hoy estás de buen humor.

—Sí, bueno, lo que pasa… ¿Tú llegaste a conocer a Rita?

—La hija de… —no acabó la frase, no hacía falta.

—Justo —le respondí—, mi amiga. Pues está en la calle, esperándome, porque se muere de ganas de entrar a conocerte, pero como no puede, pues…

—¿Ah, sí? —sonrió como si su humor se hubiera igualado con el mío—. ¿Y eso?

—Pues ya ves. Nos hemos convertido en unos enamorados muy famosos dentro y fuera de aquí, no creas… —nos reímos juntos mientras los ¡ohhh! se multiplicaban a nuestro alrededor—. Total, que ha estado preguntando a las demás y te han puesto por las nubes, por cierto.

Era verdad que las mujeres habían hablado bien de él, que era muy majo, muy buen chico, serio, sensato, responsable, como si algún preso tuviera la oportunidad de hacer el golfo. Teodora, incluso, había llegado a decir que se veía que estaba muy enamorado de mí, pero yo no me enteré de eso hasta que salí a la calle para que Rita se colgara de mi brazo, muy sonriente.

—¡Qué exagerada eres! —me regañó—. Seguro que no está tan mal.

—Qué va —le llevé la contraria sin dejar de sonreír, pero me sentí un poco traidora al repetir el chiste que Toñito y sus amigos solían hacer a costa de Silverio—. Sólo que si estornuda y se clava la nariz en el pecho, se suicida.

—Bueno, mujer, eso le dará carácter…

No llegué a replicar, porque Juani se acercó a nosotras y las dos nos pusimos serias al mismo tiempo. La mujer de Mesón parecía más triste que otras veces y me temí lo peor, pero sólo me contó que estaban haciendo gestiones para que mi segunda boda, con Martina de nuevo como madrina, fuera el lunes siguiente.

—No te lo puedo asegurar pero te he traído el dinero —hizo una pausa y me equivoqué al pensar que no sabía por dónde seguir—. Si al final no puede ser, te avisaremos mañana mismo. Pepa y yo nos hemos apuntado a las cuatro. Si las cosas fueran de otra manera, os cederíamos el turno, pero…

—No, mujer —y la cogí de las manos mientras negaba con la cabeza para alejar el sombrío presentimiento que estaba viendo en sus ojos—. ¿Cómo vais a hacer una cosa así?

—Bueno, ojalá no pase nada raro.

Pero el lunes 16 de junio fue un día raro desde antes de empezar, porque el sábado nadie me dio ninguna contraorden, pero el domingo, cuando llegué al obrador, no vi pasteles, ni bollos, ni tartas en el plan de trabajo.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Aurelia.

—Que no hay harina. Ni un gramo en todo Madrid.

—No hay harina… —repetí, y me apoyé en la pared mientras sentía que las piernas estaban a punto de dejar de sostenerme—. ¿Y qué vamos a hacer?

Me lo había preguntado a mí misma, pero ella me contestó igual.

—Chocolate, que hay de sobra. También caramelos, pero sobre todo bombones, lenguas de gato y huevos decorados, como los de Pascua aunque sin envolver, porque no es época. Algo habrá que poner en el escaparate…

Aquella mañana, mientras mis compañeras se quejaban entre dientes, porque el chocolate ensuciaba más que las masas y las cremas juntas, yo limpié, fregué, sequé cacharros y fuentes, bandejas y cacerolas, sin rechistar, contestando con monosílabos a todas las preguntas mientras intentaba tomar una decisión. Nadie podía estar completamente seguro de nada, pero en la cola de Porlier creíamos que el cura revendía los dulces en el mercado negro. Por mucho honor que hiciera a la legendaria glotonería de su oficio, cinco bodas diarias, los siete días de la semana, arrojaban un total de setenta kilos de pasteles, setenta cajetillas de tabaco semanales. Nadie podía comer ni fumar tanto. Eso explicaba que le diera igual la marca de los cartones que llevábamos y que aceptara las yemas de Martina. También aceptaría un huevo de chocolate siempre que pesara un kilo, sobre todo porque, aunque no estuviéramos en Pascua, podría cobrarlo más caro que los pasteles.

—No hemos hecho ninguno de ese peso —cuando le expliqué lo que quería, Aurelia me miró como si estuviera loca—. Como van rellenos de bombones, pasan de novecientos a un kilo ciento cincuenta gramos, pero los de novecientos se han vendido todos.

—Bueno, pues me llevo uno de los grandes.

—Pero no te entiendo, Manolita, con lo que tú ganas… ¿No te interesa más esperar a los pasteles, que saldrán más baratos?

—No, porque… —y crucé los dedos para que no siguiera haciendo preguntas—. Es que no es para mí. Es un encargo de una vecina que tiene un compromiso mañana mismo, así que…

Pagué con los veinte duros que me había dado Juani y me devolvieron menos de la mitad de las vueltas que habían sobrado de los pasteles de mi primera boda. Luego, la otra Manolita y yo colocamos el huevo, que era precioso y tenía una puerta abierta por la que se asomaban dos pajaritos de azúcar, en una base de cartón dorado, lo envolvimos con celofán, y cerramos el envoltorio con un lazo rojo. Lo llevé a casa yo sola, eso sí, en brazos, porque me dio miedo que se derritiera en el metro, y caminé siempre por la sombra, aunque la tarde estaba nublada y no hacía mucho calor. Aquella noche estalló una tormenta que refrescó todavía más y el huevo amaneció sano y salvo sobre la mesa de la cocina. Entonces empecé a preocuparme por otras cosas.

—No te enfades conmigo, Manolita —la Palmera vino por la mañana—, pero los moños no son para ti, ¿eh? Con los rizos sueltos, estás más guapa.

—Bueno, ¿pero asoma algo o no?

—Ni pizca.

Me pasó un espejo pequeño y lo que vi no le dio la razón del todo. Me encontré más y menos guapa que la primera vez, porque era verdad que el pelo recogido no favorecía demasiado al rostro que estaba viendo, pero sus ojos brillaban como si reflejaran una luz interior, cálida y dorada, y eran tan grandes, tan hermosos que no estuve muy segura de que fueran de verdad mis ojos.

Qué tontería, y regañé a mi doble con tanta energía como a mí misma, si no va a pasar nada, ¿qué va a pasar? Silverio no volverá a meternos la lengua en la boca porque ahora sabe lo mismo que nosotras, y que lo único importante son los planos, las multicopistas… Sin embargo, a medida que pasaban las horas, me iba poniendo cada vez más nerviosa, me asomaba a la ventana cada dos por tres para comprobar la temperatura y, aunque el cielo seguía nublado, sentía que mi estómago se volvía cada vez más pequeño, como si unas tenazas lo estuvieran doblando, plegándolo una y otra vez para convertirlo en un fuelle semejante al que llevaba escondido en el pelo.

A las dos y media decidí que no tenía hambre, y a las tres menos veinticinco que iba a obligarme a comer. Después de tragar unas pocas cucharadas de lentejas, volví a pintarme los labios con mucho cuidado, cogí el huevo en brazos y me fui andando a la Puerta del Sol. Me arriesgué a ir en metro hasta Goya, sólo cinco estaciones, para hacer el resto del trayecto a pie, sin dejar de vigilar el huevo. Cuando llegué a la cárcel, el celofán no se había adherido a su cáscara en ningún punto, y sin embargo, en el instante en que enfilé la calle Padilla, me di cuenta de que algo no iba bien.

Faltaban diez minutos para nuestra cita, pero Martina había llegado ya y no estaba sola. Hablaba con dos mujeres sentadas en un banco y las reconocí mucho antes de llegar hasta allí, quizás porque Juani lloraba con el mismo desconsuelo que ya había visto una vez, aquella tarde en que la encontré tan desmadejada como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. A su lado estaba la mujer de José Suárez, otro condenado a muerte del expediente de la JSU y el director del coro que celebraba en el locutorio mis amores con Silverio. Pepa tenía dos cajas de bizcochos borrachos en el regazo, y miró el huevo de chocolate que yo traía entre las manos igual que un náufrago habría mirado una balsa en un océano sacudido por una tempestad.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no habéis entrado?

—Es que… Yo… —Juani intentó explicármelo pero los sollozos no se lo permitieron—. No… No…

—No tiene los pasteles —Pepa estaba muy nerviosa—. No ha encontrado. Yo me he ido esta mañana a las cinco, a Guadalajara, a buscarlos, pero a ella le había prometido una chica que se los traería y no ha aparecido.

—No es culpa suya —murmuré—, no hay harina en todo Madrid.

—No tengo… —Juani levantó la cabeza, me miró, abrió las manos y dijo algo que no entendí antes de pronunciar el nombre de su marido—. Y Eugenio…

—Yo… —Pepa levantó los borrachos en el aire y añadió algo más con labios temblorosos, indecisos entre la culpa y la desesperación—. Yo tengo, pero Juani…

En ese momento, Martina me miró. Yo la miré, levanté las cejas y la vi asentir con la cabeza, muy despacio.

—No os mováis de aquí —pedí a las mujeres sentadas en el banco—, ahora volvemos.

Nos apartamos un poco y ni siquiera necesitamos hablar.

—Es una putada —reconocí por las dos, de todas formas.

—Sí —ella intentó sonreír, y le salió regular—. Eso es lo que es.

No había más que decir, así que volví al banco, me senté al lado de Juani y le puse el huevo en el regazo. Era lo justo porque, al fin y al cabo, lo había pagado ella.

—Toma —me miró como si no me entendiera, miró el huevo, volvió a mirarme—. No son pasteles, pero pesa más de un kilo, está lleno de bombones y ha salido bastante más caro.

—Gracias, Manolita —Pepa cerró los ojos al decirlo—. Gracias a las dos.

—Gracias —Juani, en cambio, los mantuvo muy abiertos—, yo…

En ese instante, el funcionario de la otra vez se asomó a la acera para enseñarnos sus dientes amarillos.

—¿Qué pasa, que hoy no se casa nadie? —preguntó.

—Sí, se casan ellas —Martina sacó de alguna parte la voz con la que recontaba para sí las lombrices de su culo—. Van a entrar en nuestro turno.

—Sí —tiré de Juani mientras me levantaba—. Nosotras, total, ya nos casamos otro día…

Nos quedamos en la acera hasta que la puerta se cerró y no hablamos hasta que mi madrina empezó a acariciar la caja de la que no había podido desprenderse.

—Qué pena de yemas, ¿no?

Entonces recordé otro temblor, sus pechos agitándose como dos flanes enloquecidos a los lados de una blusa abierta de par en par, aquel equilibrio imposible que la mantenía en vilo contra un muro y algunas palabras sueltas, ganas, estoy, volverme loca, que apenas llegué a entender mientras los dos las pronunciaban en un susurro, sin despegar del todo sus labios de la boca, la cara, el cuello del otro. La violencia de aquella imagen, que me había asustado tanto como la estampa de dos animales salvajes que se despedazaran a dentelladas entre sí, se disipó para no resucitar jamás, mientras me sentía tan cerca de Martina como si la hubiera probado alguna vez.

—Lo siento muchísimo, cariño, de verdad —le pasé un brazo por los hombros, como había hecho ella conmigo en aquel pasillo, y la estreché contra mí—. Lo siento en el alma, en serio.

—No es culpa tuya, Manolita. Y tampoco pasa nada, sólo que una se hace ilusiones y… Esto significa mucho para mí, ya ves, qué tontería, si total… —se quedó pensando y se echó a reír mientras dejaba por fin escapar las lágrimas—. Se me pasará. En dos o tres semanas, como nueva.

—¡Ah, bueno! Si es sólo eso… —la dejé llorar mientras empezábamos a bajar por Padilla, y celebré que se parara a limpiarse los ojos y a estirarse la ropa cuando apenas habíamos avanzado.

—Al libro ya no llegamos ni pagando dos pesetas, ¿verdad?

—¡Qué va! —le coloqué en su sitio un mechón de pelo que se le había escapado—. La visita habrá terminado ya.

—Pues acompáñame, que voy a dejarle las yemas a Tasio. Que se las coma él, por lo menos…

El lunes no la vi en la cola. Imaginé que habría ido el sábado por la tarde, quizás el domingo también, pero encontré a Tasio a la izquierda de Silverio, a su derecha José Suárez y, con ellos, un chico muy joven para haber llegado a la secretaría general de la JSU de Madrid varios años antes. Tenía los ojos azulísimos, claros y transparentes como dos gotas de agua limpia.

—Gracias, Manolita —Eugenio Mesón metió los dedos en la alambrada y los cerró, para abrazarme a través de la reja.

—Gracias, tortolita —José Suárez hizo lo mismo, y los dos me miraron con tanta intensidad que no pude sostenerles la mirada.

—De nada —respondí, sin encontrar un lugar donde posar los ojos hasta que encontré la cara de Silverio—. No tiene importancia, yo… Bueno —sonreí y volví a mirarles—, también tendríais que darles las gracias a ellos.

—¿A estos? —Mesón se echó a reír—. ¿De qué? Si se pusieron morados de yemas.

—Hombre, algo teníamos que llevarnos, ¿no? —Tasio sonrió.

—Sí —Silverio me miraba con la cabeza ladeada, los ojos entornados y aquella expresión que debía haber aprendido cuando se enamoró de verdad por primera vez—. Pero a mí me gustaron más tus pastas, Manolita.

—¡Ohhh! —zumbó el coro.

—Pues es una pena que no pudieras verme —le dije cuando, tan apretados como antes, las conversaciones que se multiplicaron a nuestro alrededor nos dejaron solos de la única forma posible en aquel lugar—. Porque llevaba un peinado estupendo.

—Ya me lo imagino.

Aquella semana llegó la segunda carta de Isabel, tan reconfortantemente sosa como la primera. Mis dos hermanas estaban bien, se portaban bien, comían bien, dormían bien, y el tiempo había mejorado mucho.

Para compensarlo, el lunes siguiente, antes de entrar a la visita, Juani me anunció que tenía malas noticias. Acababan de enterarse de que en verano no habría bodas. El capellán tenía una dolencia respiratoria que se agravaba mucho con el calor, iba a pasar los dos meses de verano en una residencia para sacerdotes, y todo se suspendía hasta su regreso.

—Os hemos apuntado para el tercer lunes de septiembre… No podemos hacer otra cosa.

Pobre Martina, fue todo lo que se me ocurrió pensar.

Después, la otra Manolita me preguntó si íbamos a seguir yendo a la cárcel todos los lunes de aquel verano, y al escuchar que sí, se puso como unas pascuas.