Antonio Perales García desapareció el 7 de marzo de 1939 como si se lo hubiera tragado la tierra, pero nunca llegó a perder el contacto con su partido.

Al atardecer, después de cuarenta y ocho horas de combates ininterrumpidos, el suboficial que mandaba su unidad renunció a continuar resistiendo, pero no para entregarse sin condiciones. Cuando calculó que le quedaba munición para mantener a raya a los casadistas durante cuarenta y cinco minutos más, dejó que un sorteo decidiera quiénes se rendirían con él y quiénes se marcharían a tiempo para incorporarse a otros focos de resistencia comunista. Antonio creyó que no había tenido suerte. Sacó la cerilla más corta entre las cinco que le ofrecieron y no sospechó que su destino pudiera cambiar cuando vio a Pepe sacar la más larga.

—Verá usted, mi teniente… —pero el amigo que la guerra le había cambiado por Puñales, le guiñó el ojo antes de salvarle por primera vez, quizás la vida.

Le llamaban el Olivares porque no sabía hablar de otra cosa. Este tiempo no es bueno para las olivas, murmuraba cada vez que les caía un chaparrón en mitad de una marcha interminable, o al contrario, qué pena de guerra, con lo bien que le sentaría a las olivas este sol… Cuando ordenaban cuerpo a tierra, repetía siempre el mismo ritual. Pegaba la cara al terreno, lo olía, lo miraba de cerca, desmenuzaba un terrón con los dedos y cerraba los ojos para concentrarse en el mensaje que recibían sus yemas. El resultado era casi siempre una mueca de disgusto pero, de vez en cuando, sus labios se curvaban en una sonrisa melancólica, desconcertante de puro tierna, que revelaba la condición de un hombre que en otro tiempo había necesitado muy poco para ser feliz.

—Un poco sequilla está, pero buena es, desde luego. Yo aquí plantaría picual pura, sin injertos, y en dos años…

La primera vez que le oyó, Antonio Perales se echó a reír pero a su jefe no le hizo ninguna gracia.

—¡Olivares!

—¡A sus órdenes, mi sargento!

—¿Quieres callarte de una puta vez?

—Sí, mi sargento.

Después, un nido de ametralladoras empezó a escupir fuego para extinguir todas las conversaciones, pero al caer la noche, cuando el tiroteo cesó, el sargento se fue derecho a buscarle.

—Vamos a ver, Pepe, ¿se puede saber qué relatas? Porque te advierto que me tienes ya hasta los cojones de horticultura…

Antonio Perales se atrevió a responder en el lugar de aquel soldado que había logrado conmoverle de la manera más tonta, como le conmovían todos los hombres que recordaban por él, para él, que más allá de la guerra seguían existiendo Madrid, España, el mundo, campos sembrados y ciudades populosas, un ático pequeño, la terraza festoneada de geranios trepadores donde se desperezaba cada mañana Eladia Torres Martínez.

—No es horticultura, mi sargento —y sonrió a la extravagancia de aquella situación—. Son aceitunas.

—¿Aceitunas?

El sargento se llevó las manos a la cabeza y la sujetó con fuerza, como si estuviera a punto de separarse del tronco para echar a volar. Luego se dio la vuelta, avanzó un par de pasos, se volvió y señaló al Olivares con el índice.

—¡Pues se han acabado las aceitunas!, ¿me oyes? No quiero volver a oír esa palabra hasta que estemos todos en una barra tomando el aperitivo… ¡Aceitunas! —volvió a decir mientras se alejaba—. Pues no faltaba más, que nos volaran la cabeza a alguno por esa tontería…

El autor de aquel crimen imaginario siguió mirándose los pies hasta que perdió a su jefe de vista. Después, antes incluso de levantar la cabeza, la giró para sonreír a un desconocido.

—Gracias, camarada, pero… ¿Tú no eres de Madrid? —Antonio asintió y le devolvió la sonrisa—. ¿Y cómo sabes lo que es la picual?

—Porque antes de la guerra trabajaba en un almacén de semillas que tiene mi padre en la calle Hortaleza.

—Mira —y le puso una mano en el hombro mientras sonreía para enseñarle sus dientes blanquísimos, una de las paletas partida, quebrada en diagonal como un cuchillo—, qué buen amigo me he echado…

Aquellas palabras resultaron tan certeras que cuando Pepe intervino a su favor con una cerilla intacta entre los dedos, apenas se habían separado. Desde diciembre de 1937 habían hecho juntos la guerra y una amistad sólida, silenciosa y casi instintiva, de esas que no requieren palabras, secretos mutuos ni promesas alcohólicas para consolidarse. Les gustaba estar juntos y no necesitaban hablar, aunque hablaban, ni beber, aunque bebían, ni reírse, aunque se reían, para sentir que cada uno de los dos podía confiar, descansar en el otro. Eso no quería decir exactamente que se conocieran, o al menos, no en la misma proporción. Pepe leía en Antonio como en un libro abierto. Antonio sabía muchas cosas de Pepe, pero ni siquiera cuando logró identificar la clave de su carácter llegó a estar seguro de haberlo descifrado por completo.

—A ti te gusta mucho hablar, ¿no?

Era un día tranquilo. Estaban juntos, recostados en una trinchera que corría paralela al río Henares, a aquellas alturas la única casa que tenían, cuando un soldado con acento catalán se dirigió a Pepe sin previo aviso.

—Te gusta mucho hablar —insistió—, pero te voy a decir una cosa. Donde esté la arbequina, que se quite la picual. Esa oliva sí que es buena.

—¿La arbequina? —Pepe se inclinó para mirarle como un juez del Santo Oficio habría escrutado el rostro de un hereje—. Pero ¿qué dices, hombre?, si no hay color… ¿Qué te parece a ti, Antonio?

Perales le miró y meditó un instante su respuesta. Las diferencias entre la arbequina y la picual le traían sin cuidado, porque en su vida había plantado un olivo, pero Pepe era su amigo, y ya que había sido él quien había pedido su opinión, escogió una respuesta destinada a complacerle.

—Una mierda, la arbequina…

—¡No, hombre, no! —y al recibir en pago su propia versión de la mirada del Gran Inquisidor, descubrió algo más—. Es muy buena oliva, la arbequina, claro que sí. Lo único es que yo creo que la picual de primera prensa…

—¡Olivares! —tronó el sargento desde el otro extremo de la trinchera—. ¡O te callas o te fusilo!

—¡Pero si los fascistas no están disparando, mi sargento!

—¡Me da lo mismo! Y no te digo hasta dónde estoy ya de aceitunas…

El andaluz se sonrió, agachó la cabeza y ejercitó una vez más la aturdida mansedumbre que le gustaba lucir como una condecoración.

—¡Sí, mi sargento! Perdóneme, mi sargento, lo siento mucho.

Pero aquella vez, Antonio le descubrió.

—¿Y a ti por qué te gusta tanto hacerte el tonto, Olivares?

Él sabía muchas cosas de Pepe, y la principal era que no sólo se daba cuenta, sino que además, llevaba la cuenta de todo. Sabía que era inteligente y algo más, rápido, brillante, astuto, y no era la primera vez que intimaba con un chico listo que no lo parecía, pero las razones por las que la capacidad de Silverio pasaba desapercibida para casi todo el mundo eran involuntarias, mucho más vulgares y fáciles de comprender. El Manitas era muy tímido, y ese rasgo, tan acentuado en él que resultaba su defecto más grave, le incapacitaba para exhibir en público la potencia de su pensamiento. La mayoría de sus conocidos habría afirmado lo mismo del Olivares, pero Antonio sabía que Pepe no aparentaba ser un pardillo por timidez. Él, simplemente, prefería que los demás pensaran que era lo que no era, un paleto ensimismado en un olivar imaginario, un infeliz atrapado en una guerra que había puesto un fusil entre unas manos que sólo servían para sostener un azadón. Y no lo entendía.

—¿Yo? —su curiosidad no obtuvo otra respuesta que una carcajada—. ¿Por qué dices eso?

—Pues porque sí, porque he conocido a mucha gente que se la da de lista sin serlo, pero nunca he conocido a nadie como tú. Y no entiendo qué ganas aparentando que eres un pobre hombre.

—Bueno… —no quiso ser más explícito, pero le pasó un brazo por encima de los hombros para seguir andando a su lado—. Todos somos unos pobres hombres, ¿no? A todos nos gustaría estar en otra parte, hacer otras cosas…

Parecía que no iba a pasar de ahí, pero después de avanzar unos metros, volvió a reírse, se detuvo, le miró.

—De todas formas, eres el primero que se da cuenta.

Antonio sonrió sin saber muy bien por qué y renunció a seguir preguntando. No volvieron a hablar de aquel tema hasta el 7 de marzo de 1939, cuando Pepe le demostró para qué servía ser el más listo y parecer el más tonto al mismo tiempo.

—Es que yo soy de Torreperogil, mi teniente, yo no conozco Madrid. Desde que llegué, no he hecho más que ir detrás de los que saben, y esos… —señaló a los dos soldados que se habían librado con él, uno de Albacete, el otro de Palencia— pues poco más o menos, así que yo he pensado que si pudiera venir con nosotros alguno de aquí, que nos hiciera de guía…

Cuando el sargento de antaño entendió el motivo de que Perales estuviera presente en aquel conciliábulo, volvió a sujetarse la cabeza con las manos y bufó como un toro a punto de salir al ruedo.

—Te voy a decir que sí, Olivares, te voy a decir que sí, ¿y sabes por qué?

—No, mi teniente.

—Pues para perderte de vista, ni más ni menos.

Después, mientras se alejaban de aquella posición indefendible, Antonio le dio las gracias y su amigo le respondió sin mirarle.

—No hay de qué, hombre. Total, con la que se nos va a venir encima —y sonrió para sí mismo—, para uno que puede pasar un buen ratico…

Si hubieran tenido tiempo, Perales se habría reído, le habría insultado, le habría preguntado cómo se las arreglaba siempre para leerle el pensamiento. Pero tenían demasiada prisa, y Pepe había dejado de sonreír.

—¿Tú crees que vas a poder sacarnos de aquí?

—No es fácil —admitió—, pero voy a intentarlo.

Fue mucho más difícil de lo que suponía, porque en unas pocas horas Madrid se había convertido en una ciudad desconocida para él. No podía sospecharlo cuando escogió con naturalidad el camino más corto.

Caminaba por delante de los demás y escapó de milagro de las balas de una patrulla dejándose caer por un terraplén como si estuviera muerto. Al levantar la cabeza, comprobó que el manchego había muerto de verdad, y ni siquiera se sintió culpable por haberlo perdido tan pronto. El peligro y su propio estupor se aliaron para bloquear su pensamiento mientras se arrastraba por la orilla del río, abriendo camino hacia un edificio en ruinas que les ofreció un refugio provisional. Desde el sótano escucharon voces, gritos de mando, el eco de muchas botas que marcaban el mismo ritmo. Las tropas del Consejo de Defensa avanzaban en la dirección contraria a la que ellos habían recorrido, en dirección a los cuarteles de la carretera de Extremadura. Cerca de las dos de la mañana, el ruido cesó. Antonio dejó pasar cinco minutos, subió las escaleras sin hacer ruido, asomó la nariz y decidió jugársela.

—Sólo tenemos una posibilidad —anunció a sus camaradas mientras volvía al sótano, arrancándose las insignias de su unidad—. Correr.

Eso hicieron, y sólo se dieron cuenta de que habían cruzado el puente cuando estaban al otro lado. A aquellas alturas, Perales ya había comprendido que nunca conseguirían llegar vivos a los Nuevos Ministerios, pero creyó que aún tenían una oportunidad.

—Vamos a subir por la calle Segovia —y señaló la cuesta con el dedo para ahorrarse preguntas—, de uno en uno, pegados a la pared y en intervalos de cinco minutos, ¿de acuerdo?

Después, con la misma seguridad con la que habría recorrido el pasillo de su casa, guio a sus camaradas a través de un laberinto de callejuelas. Pretendía llegar a la sede comunista más próxima, pero se desvió a la izquierda dos bocacalles más arriba porque, incluso con las farolas apagadas, había advertido a tiempo que los carteles, las banderas que identificaban aquel edificio desde antes de la guerra, habían desaparecido de la fachada. Entonces se apoyó en la pared sin molestarse en reprimir un gesto donde aún había más desconcierto que derrota, y valoró la situación en voz alta.

—Si esta sede está cerrada, ninguna estará abierta. Y con la ciudad tomada por los casadistas, los nuestros escondidos… —hizo una pausa para que cada cual sacara sus conclusiones—. Para llegar a los Nuevos Ministerios, tendríamos que cruzar Madrid por el centro. Podríamos intentar llegar al Pardo dando un rodeo, pero… Yo creo que ni nosotros ni la JSU ganamos nada con que nos detengan. Tal y como están las cosas, lo más sensato es que os marchéis de aquí y esperéis a ver qué pasa.

—¿Y tú? —preguntó el castellano para que Pepe contestara en su lugar.

—Él tiene donde esconderse.

Antonio sonrió antes de cambiar de dirección para avanzar en zigzag siempre por vías estrechas, primero conocidas, después incluso familiares pese a la oscuridad, hasta que, a las tres y veinte de la mañana, distinguió a lo lejos la mole del Hospital General y volvió a señalar hacia delante con un dedo.

—Ahí está la estación de Atocha, ¿la veis? De ahí sale la carretera de Valencia. Y aquí nos separamos. Mucha suerte, camaradas.

—Lo mismo digo —le contestó Pepe, y los dos se echaron a reír a la vez antes de abrazarse.

Mientras le veía avanzar pegado a la pared, para camuflarse en las sombras de los edificios, se arrepintió por un instante de la ligereza de aquella despedida. En el último año, Pepe había sido su compañero, la persona con la que más tiempo había pasado. Tal vez no vuelva a verle, pensó, y echó de menos las frases que no había sabido pronunciar a tiempo, pero estaba demasiado nervioso, demasiado excitado como para detenerse en aquel paréntesis de nostalgia anticipada. Sus ojos se habían adaptado a la ausencia de luz tanto como su conciencia a la convicción de que lo que iba a hacer no era desertar, sino preservar a un revolucionario para la lucha futura. Todos sus camaradas habrían estado de acuerdo con eso, pero ahora que Pepe se había marchado, ningún otro habría podido imaginar la oscura tensión que hacía su sangre más veloz en cada segundo, el sostenido, placentero nerviosismo que le erizaba la piel mientras espiaba aquella casa, el bote del corazón que le brincó en el pecho cuando vio llegar a Eladia, despedirse de la Palmera en el umbral, empujar la puerta sin necesidad de abrirla con su llave. Ni él ni la JSU ganaban nada con que le detuvieran, pero dejó pasar el momento más propicio para presentarse ante ellos, dejó escapar a un viejo amigo, su garantía, el único hombre, aparte de su padre, de quien sabía de antemano que nunca le negaría cobijo, para tener una oportunidad de tratar a solas con aquella mujer.

La conocía desde que era fea, una niña agitanada y flaca, bronca, chillona, que tenía una sola ceja y las piernas como dos palillos sembrados de pelos negros entre tiras de esparadrapo, un remedio que le habría venido mejor en la boca, donde también tenía pelos negros y, además, una palabra más grande que ella colgando de los labios.

—¡Que me dejes de una puta vez, hostia! —por si lo demás fuera poco, arrastraba las palabras al hablar, alargando la última vocal como las vecindonas de los sainetes.

El hombre que había intentado cogerla por la cintura se echó a reír mientras ella se zafaba de sus brazos para escurrirse entre dos sacos y agazaparse tras ellos, expectante como un soldado en su parapeto.

—¡Ven aquí, fiera! —alto, grasiento, de una apostura tosca y achulada, hizo ademán de perseguirla, pero la mujer que los acompañaba intervino antes de que pudiera dar un paso.

—Trinidad, por favor, estate quieto —se acercó al mostrador, movió la cabeza para esbozar una blanda expresión de censura y la giró hacia la niña—. Lali, ven aquí conmigo —la pequeña salvaje abandonó su escondite, se pegó al cuerpo de la mujer y aferró su brazo con las dos manos, mientras ella sonreía al dueño de la tienda en busca de una complicidad que no encontró—. Perdone, pero todavía no sé cuál de los dos es más crío.

—Ya —su interlocutor no quiso pasar de ahí—. Pues si me dice en qué puedo atenderla…

En noviembre de 1930, Antonio todavía era Toñito, apenas llevaba unas semanas viviendo en Madrid y acompañaba a su padre por las tardes para ayudarle a organizar el almacén. Por eso, y porque se vendían mucho, sabía que las semillas de begonia no estaban en la trastienda, sino en los cajones de la izquierda. Sin embargo, cuando su padre le pidió que le acompañara, le siguió sin rechistar.

—¡Ay! —y se llevó un capón que no esperaba—. Pero si no he hecho nada.

—¿No? ¿Cuántas veces te he dicho que no hay que mirar así a la gente?

Y sin embargo, al salir volvió a mirarlos. No lo pudo evitar porque en su pueblo nunca había visto nada semejante a aquel simulacro de familia, la niña con los labios pintados de rojo, unos guantes de encaje llenos de rotos y un cargamento de quincalla encima, que parecía un modelo defectuoso, pechos puntiagudos y caderas escurridas, de la mujer demasiado mayor para ser su madre que iba del brazo de un hombre demasiado joven para ser su marido. La adulta fue quien más le llamó la atención, y no porque llevara la cara pintada como un anuncio, sino por el corsé que imponía a sus movimientos la rigidez de un autómata, un arma de doble filo que la atacaba por la espalda, dejando escapar a la altura de los omóplatos un grasiento rollo de carne blanda, pero que por delante, aun sin lograr disimular del todo la textura frágil, marchita, de la piel de su escote, le subía los pechos hasta la clavícula. A los doce años, lo que más le gustaba a Toñito en este mundo era ver tetas, y por más que aquellas dibujaran una estampa decadente, no dejaban de contener la clave del misterio, un territorio inexplorado que desataba en su imaginación una ondulante marea de terciopelo color violeta.

—¡Uy, qué guapo! —hasta que su dueña le acarició la cara con el filo de sus uñas largas, esmaltadas en un rojo muy oscuro, y se asustó tanto que se prometió no volver a mirar unas tetas nunca más—. ¿Cuántos años tienes?

—Doce —contestó después de que su padre le diera un codazo—, señora —añadió cuando se llevó otro.

—Mira, Lali, igual que tú. Pero dile algo, mujer, no seas tímida…

Ella le miró sin despegarse un milímetro del cuerpo de la mujer, envuelta en su falda como en una capa, pero antes de salir, cuando los adultos ya estaban en la calle, se volvió y le hizo una pedorreta.

—¡Joder! —su padre suspiró como si acabara de quitarse un peso de encima—, menuda tropa…

Nunca volvieron a entrar en la tienda, pero la víspera de Nochebuena los vio pasar de nuevo, cada uno con un gorro de papel en la cabeza y un matasuegras de cartón entre los labios. Después, cuando su padre le dio permiso para salir con sus amigos, los perdió de vista. En 1934 Antonio empezó a ir todos los días a trabajar a la calle Hortaleza y comprobó que la niña ya no estaba con ellos. A cambio, aquella mujer de pechos definitivamente mustios llevaba en los brazos a un caniche blanco, con su correspondiente lacito sobre los ojos, al que trataba alternando mimos y golpes en la misma medida en que debía recibirlos de su acompañante.

Pero la preciosidad que empujó la puerta del almacén una tarde de mayo de 1935, precediendo al maricón que le había seguido hasta su casa unas semanas antes, no se parecía a ninguna criatura que Antonio Perales García hubiera conocido en su vida. Mientras la escuchaba quejarse de que todos los jazmines se le echaban a perder, se dio cuenta de que tenía una belleza poco convencional, la nariz aguileña, los ojos juntos, una barbilla puntiaguda que fulminaba todos los tratados sobre la armonía de las proporciones para hacerla aún más hermosa, y ningún indicio de una niñez oscura. Aquella tarde fue para él, al contrario, una criatura limpia, luminosa, aunque la sonrisa de sus labios pintados de rosa no llegara a ocultar del todo un fondo complicado, sin el que nunca hubieran llegado a encontrarse. Porque no la reconoció, pero descubrió su juego muy pronto, antes incluso de que le invitara a salir con ellos. Y si aceptó su invitación, no fue sólo porque hubiera hecho latir un temporal de olas violentas entre sus sienes, sino porque en aquel momento creyó que sólo se trataba de eso, de jugar, de apostar en una partida que no podría perder porque hasta aquel momento las había ganado todas.

—Hay que dejarse de señoritas —solía predicar su amigo Vicente cuando Antonio era tan virgen, tan inocente y tan aficionado a alardear de las conquistas que apenas consumaba en su imaginación como él mismo—. ¿Que son muy monas? Sí, y muy graciosas, muy decentes, pero para casarse, y eso sólo con una. De momento, lo que nos conviene son las mujeres casadas, te lo digo yo. ¿Que tienen las tetas caídas? ¿Y qué? A cambio, se las saben todas. Yo, desde luego, en cuanto alguna se me insinúe… Ya te digo.

Mucho antes de que el Puñales recibiera la menor insinuación, la estanquera de la calle Atocha se saltó cualquier protocolo para llevarse a su amigo a la trastienda. Antonio salió de allí convencido de que el seductor había sido él, un benévolo error de apreciación que disparó su autoestima, estimulando en la misma proporción sus visitas al estanco y sus coqueteos con las chicas del barrio. Un par de meses después de estrenarse, conoció a Eladia y tuvo la impresión de que, en el fondo, era una más. Por su forma de hablar, de moverse, por los comentarios que hacía y las cosas que le gustaban, aquella diosa podría haber estado unos años antes jugando en la calle con Luisi, con Cecilia y con Manolita. Gracias a sus hermanas, Antonio conocía las diversiones y las costumbres, los placeres y los temores de las chicas de su barrio, pero ni eso, ni la experiencia de la trastienda del estanco, ni la que llegó a acumular gracias a la generosidad de la Palmera, le sirvieron para ablandar a una estatua recubierta por la carne más hermosa que había visto en su vida.

—Tú estás tonto, Antonio —le regañaba el Puñales—. Lo tuyo está empezando a parecer una enfermedad, en serio te lo digo. Anda que no hay mujeres en el mundo —y se volvía hacia el Orejas—, ¿verdad, tú?

—Verdad.

Seguía siendo muy joven, muy inocente, y pese a la velocidad por la que se multiplicaba noche tras noche la temperatura del horno en el que se cocía, un golfo a medio hacer. Mientras intentaba comportarse como un hombre maduro, no sabía que esa condición, la precoz avidez del jovencito que avanzaba a tientas a través de un laberinto del que aún lo ignoraba casi todo, era su principal atractivo y la única explicación de que algunas mujeres, las que buscaban exactamente lo contrario de lo que ofrecía, ni siquiera le miraran. Sin embargo, tuvo éxito con otras y aprendió deprisa a interpretar sus señales, las miradas que desencadenaban un proceso que él creía controlar, los indicios que le permitían avanzar a través de sus cuerpos desnudos. Fue tan aplicado que enseguida descubrió que estaba representando un papel menos airoso de lo que le habría gustado, y cuando empezó a resistirse, a hacerse desear en lugar de bailar como una marioneta animada por los hilos de su propio deseo, tuvo más éxito todavía. Pero ni siquiera el vértigo de las fiestas de Hoyos, que solía rematar en los brazos de cualquiera, le consolaba del desprecio con el que la única le respondía cada tarde, mientras subía la cuesta de Santa Isabel exhibiendo un desdén tan esforzado que tampoco llegó a creérselo del todo. Aun así, tardó meses en desentrañar el enigma de Eladia Torres Martínez.

—¿Qué? —no lo habría logrado sin la ayuda del Puñales—. ¿Lo has entendido ya?

—Bueno —sin las palabras que él escogió después de verla bailar—, la verdad es que yo, como esta, no he visto a ninguna.

Ese rasgo vinculaba a la niña flaca y malhablada que le había despedido con una pedorreta a los doce años, con la belleza que le obsesionaba a los diecisiete. Eladia también había vivido muy deprisa, también parecía mayor, también se comportaba como una adulta precoz. Eso fue lo que le despistó, lo que le estorbó para comprender a tiempo que ninguna de las dos se parecía a cualquier otra niña o adulta que hubiera conocido. Pero iba al tablao todas las noches y allí no hacía otra cosa que mirarla, comprobar que las dos tenían el pelo oscuro, los ojos muy juntos, la abreviatura de la una semejante al nombre de la otra. No podía estar seguro, pero la idea le rondaba ya por la cabeza cuando la Palmera le regaló una pista capaz de fabricar la certeza de que aquellos dos ejemplares únicos eran en realidad uno solo.

A Paco no le gustaba hablar de Eladia. Antonio se dio cuenta de que al principio respondía a sus preguntas para asegurarse su compañía, pero cuando puso la noche de Madrid a sus pies, empezó a alternar los monosílabos con una repentina sordera. Él aceptó con naturalidad una regla incompatible con las fantasías de su amigo, esas frases a medias con las que le gustaba insinuar que había, o había habido, o algún día podría llegar a haber, algo entre ellos. Por debajo, las cosas eran muy sencillas. La Palmera nunca le puso un dedo encima, Antonio se entendía con las mujeres sin dejarle en ridículo, y Eladia era un tema del que no se hablaba. Hasta que una noche, en uno de los cabarets que frecuentaban, el flamenco se puso nervioso ante la aparición de un hombre de su edad, con las manos muy finas y la cara picada de viruela.

—¿Ves a ese que acaba de entrar? El del frac… —Paco se volvió en su asiento para agachar la cabeza como si se le hubiera caído algo—. ¿Me ha visto?

—No creo, porque se ha ido hacia el fondo.

—Menos mal —ni siquiera después de decirlo estiró el cuello.

—¿Quién es?

Antes, pagó la cuenta y le sacó del local a la carrera. Luego, mientras caminaban por Recoletos, le explicó que se llamaba Claudio, que habían sido novios, y que el día que Eladia se mudó a su casa, lo primero que le dijo fue que le convenía darle puerta enseguida.

—Porque es más feo que tú —se echó a reír—, que ya es decir…

—¿Y dónde vivía Eladia hasta aquel día? —hizo esa pregunta sin haberla preparado, y quizás por eso, la Palmera contestó con naturalidad.

—En la calle San Mateo, con su abuela… —todavía faltaban unas horas para que amaneciera, pero en aquel instante, una luz cegadora fulminó el entendimiento de Antonio Perales García—. Es pianista, ¿sabes?

—¿La abuela de Eladia? —eso tampoco lo pensó.

—¡No, hombre! —y su imprevisión tuvo la virtud de distraer a la Palmera con otra carcajada—. Claudio…

Al llegar a Cibeles, Antonio declaró que estaba muy cansado y se fue a casa, pero cuando logró pegar ojo ya era de día. La revelación del pasado de Eladia le trastornó tanto que aquella noche ni siquiera fue al tablao.

—¿Y a ti qué te pasa? —al comprobar que no se había levantado de la butaca donde fumaba un cigarrillo tras otro desde después de cenar, María Pilar le puso la mano en la frente para burlarse de él—. ¿Tienes fiebre?

—Déjame en paz —contestó sin mirarla siquiera, mientras volvía a recolocar sus peones en el tablero.

No sabía qué hacer, cómo gestionar aquella información que, por un lado, iluminaba el carácter de la mujer más incomprensible que había conocido, pero por otra, podría inducirle a cometer un error fatal. Durante muchos días y sus correspondientes noches, valoró todas las posibilidades con la paciente concentración de un general que desplaza sus tropas sobre un mapa, y después de pensarlo mucho, renunció a una batalla frontal. Era mejor esperar a que se dieran las condiciones óptimas para atacar por los flancos, y el momento tardó algún tiempo en llegar.

Después del primer pase, la Palmera se sentaba siempre a la misma mesa y las chicas solían aprovechar la pausa para ir a retocarse al camerino, pero aquella noche, cuando las luces se encendieron, Eladia proclamó que se moría de sed. Antonio, que había visto la función entre cajas, acertó al interpretar que iba a sentarse con la Palmera para tomar una cerveza, pero no sólo no tuvo prisa por unirse a ellos, sino que le dijo a Jacinta que tenían que hablar, para asegurarse de que iba a acompañarle.

—A ver —la cantaora se sentó a su derecha, mirando a la Palmera, porque él se había apresurado a escoger la silla que estaba enfrente de la que ocupaba Eladia—, ¿qué es lo que quieres?

—Informarte de lo que hablamos ayer. Te echamos de menos en la reunión, camarada.

—Ay, lo siento —la cantante hizo un gesto de disculpa—. No te enfades. La verdad es que quería ir, pero me eché la siesta, y como no estoy acostumbrada, me quedé frita.

—Pues si todos nos dedicáramos a dormir la siesta, ya me contarás… —entonces levantó la cabeza en dirección a la puerta, y la mantuvo quieta, las cejas fruncidas como si algo le llamara mucho la atención.

—¿Qué pasa? —la Palmera le dio un codazo.

—Nada, es que… Acaba de entrar un tío… Ahora no le veo, es alto, moreno, con pinta de chulo. Me ha recordado a uno que viene por el almacén de vez en cuando, con una vieja a la que le saca los cuartos… —hizo una pausa para mover sus ojos desde la Palmera hasta Jacinta, y al pasar por Eladia la encontró con la cabeza baja, los ojos clavados en la falda—. Debe de vivir por allí cerca, en la Florida, en Barceló, en San Mateo, no sé… Trinidad, se llama.

—¿Trinidad? —Jacinta se echó a reír—. Si es un nombre de mujer.

—Pues este es un hombre —siguió hablando sin dejar de vigilar a una mujer muda, inmóvil, tan tiesa como si estuviera congelada—, y debe de ser muy hombre, además, porque no veáis como tiene a la vieja… —la silla que tenía enfrente chirrió y, al ponerse de pie, Eladia no pudo esconder del todo una expresión desencajada, dominada por el sonrojo de sus mejillas—. La trae loca.

—Pobrecita —la Palmera negó con la cabeza—. No deberías burlarte de ella, requesón, claro, como los guapos no tenéis sentimientos… —luego se volvió hacia la bailaora—. ¿Y a ti qué te pasa?

—Yo… Voy… al camerino —Antonio tuvo el acierto de no mirarla—. No me encuentro bien.

—Ni que lo digas, hija —aprobó Jacinta—. Cualquiera que te viera creería que acaba de darte un soponcio.

Él no quiso añadir nada, no hacía falta, aunque disfrutó mucho hablando consigo mismo. Ahora ya sabes lo que yo sé, y que te tengo en un puño, podría hundirte cuando se me antojara pero no tengas miedo, amor mío, porque lo último que pretendo es hacerte daño… Sonaba muy bien, pero no estaba seguro de que fuera verdad, no lo estuvo hasta que fueron pasando los días y comprobó que aquel secreto pesaba demasiado, que Eladia lo sufría como una enfermedad infame, gravísima y secreta, una herida tan dolorosa que nunca se atrevería a desarmarle, a desactivar su poder reconociendo en público al amante de su abuela. Aquella estratagema tan sencilla le permitió descubrir otras cosas sorprendentes, pero la reconfortante, por humana, blandura que vislumbró entre las escamas de una armadura de acero, no le asombró tanto como le conmovió la dureza de Eladia a partir de aquella noche.

Durante más de una semana, la bailaora ni siquiera se acercó a él. Antonio la miraba de lejos, más esquiva que nunca, fingiendo una prisa que no tenía, la cabeza siempre baja, los ojos en el suelo, mientras se daba cuenta de que una ternura sin nombre ni naturaleza conocida crecía poco a poco en su interior. Esa repentina debilidad le impidió llevar su plan hasta el final, exprimir el nombre de Trinidad hasta la pulpa de un placentero chantaje, si no quieres que cuente lo que sé, ya sabes lo que quiero yo. Esa era la idea, pero no pudo ponerla en marcha porque se dio cuenta a tiempo de que no deseaba el cuerpo de Eladia a costa de ganarse su odio, o su desprecio. Su voluntad cambió de objetivo sin avisar, y decidió por su cuenta que lo que él quería era cuidarla, mimarla, protegerla de sí misma, suturar las heridas que una antigua violencia había impreso en la memoria de la niña fea y maleducada que seguía incrustada en su interior. Antonio Perales García se había enamorado de aquella mujer, pero no lo sabía, porque nunca le había pasado nada parecido.

Se consolaba recordando cada uno de sus gestos, las palabras y las sonrisas del día en que se conocieron, aquella tarde primeriza, primaveral, en la que fue otra, una muchacha tan dulce y graciosa como nunca más. Entonces aún no fingía, no tenía motivos para fingir, y ahora se arrepentía de haberse mostrado tal y como era en realidad. Estaba seguro de que ella también hablaba consigo misma, de que se maldecía por no haberle reconocido, por no haber comprendido a tiempo que, aunque para ella él había sido un niño vulgar y corriente, fácil de olvidar, ningún niño vulgar y corriente habría podido olvidar fácilmente la tropa a la que aquella niña pertenecía. Hasta que una noche sus miradas se cruzaron y ninguno de los dos quiso apartar la vista de los ojos del otro. Luego, se apagó la luz, comenzó el espectáculo y, al terminar, ella se esforzó en comportarse como antes. No lo consiguió del todo, porque en la fiesta que Hoyos ofreció para celebrar su cumpleaños, le maltrató más que nunca hasta el momento en que se encontraron juntos en la terraza.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —Antonio asintió con la cabeza mientras interpretaba la cortesía de aquella petición como una declaración de tregua—. ¿Tú por qué me miras así?

—¿Así? —él estiró su curiosidad con una pausa—. ¿Cómo?

Ella también tardó más de la cuenta en contestar.

—Lo sabes de sobra, requesón.

—No, Eladia, yo no sé nada —y lo repitió como una garantía—. No sé nada de nada, y te miro como siempre. Me gusta mucho mirarte.

Eso era y no era verdad. Antonio había empezado a mirarla como si ella fuera una manzana y él, un niño hambriento que calculara con la boca abierta en qué instante iba a caerse del árbol, y por eso, porque estaba convencido de que aquel instante había llegado, se atrevió a prolongar aquella conversación.

—Pero si te molesta, no tienes más que decirlo —Eladia no añadió nada y él apretó un poco más—. ¿Quieres que deje de mirarte? —y un poco más todavía—. Puedo dedicarme a mirar a Marisol. Aunque tú me gustas mucho más, ella también es digna de verse.

—No sé —en ese punto sonrió, llegó incluso a reír antes de corregirse a toda prisa—. No creo que Marisol te convenga mucho…

—Entonces no quieres.

—Yo no he dicho eso.

—Dímelo —su cabeza avanzó lentamente hacia la de Eladia y ella no la retiró—. Pídeme que no te mire y me olvidaré de ti para siempre.

Después, todo pasó muy deprisa, pero no tanto como para que él no estuviera seguro de que los labios de Eladia se habían posado sobre los suyos antes de que su mano izquierda le soltara un bofetón que dañó más su orgullo que su cara, para pesar en su ánimo más que aquel beso. A tomar por culo, pensó luego, se acabó. Su determinación era tan firme que ni siquiera cedió a la suavidad con la que ella le pidió perdón al día siguiente.

La semana previa al principio de la campaña electoral sólo fue una noche al tablao. La conspiración del calendario con su militancia le mantuvo ocupado en tareas más gratificantes que desperdiciar horas de sueño sentado ante una barra, acosado por su propio despecho y por el de la Palmera, que le consideraba un ingrato por no recordarle que había abusado de su borrachera. Para evitar ambos por igual, aquella noche dedicó su tiempo y sus energías a coquetear con Marisol. Ella le acogió con tanto entusiasmo que, después de las elecciones, se aseguró de que la estrella del espectáculo les viera marcharse juntos para celebrar el triunfo del Frente Popular, una victoria que se desbordó para conquistar terrenos cuya invasión él no esperaba.

—¿Y a ti qué mosca te ha picado, Eladia? —tres noches más tarde, la Palmera estalló cuando la vio estrellar una copa en la mesa con tanta fuerza que se partió por la base—. Ayer rompiste el picaporte del camerino, hoy te has cargado la cremallera del traje, y ahora esto… Estás endemoniada, hija mía.

—¿Endemoniada? Lo que estoy es hasta el mismísimo coño de todos vosotros —Antonio se había cuidado mucho de abrir la boca pero no pudo evitar una sonrisa—. ¿Y tú qué miras, pedazo de gilipollas?

No puede ser, se dijo a sí mismo, no puede ser, no me lo creo, es imposible que sea tan fácil, después de un año entero pasándolo mal, perdiendo el tiempo, tanto desplante, tantos gritos, tanto desprecio…

—A ti no. Sólo miro a otras, ya lo sabes.

Si el suelo hubiera sido de baldosas, habría roto unas cuantas con los tacones, con tal furia lo pisó mientras se marchaba al camerino. A partir de aquella noche, Antonio siguió coqueteando con Marisol, pero no volvió a acostarse con ella. Poco después, don Arsenio reclamó a la Palmera para presentarle a un oficial del Ejército, y aunque él nunca llegó a conocer todos los detalles del conflicto que desató aquella conversación, cuando la vio venir en línea recta, arrastrando la falda de su bata de cola como si transportara el universo en el último volante, estuvo seguro de que el hermano del hombre misterioso no había sido una causa, sino un instrumento, el capote al que Eladia embistió por su propia voluntad para ponerse en suerte a sí misma sin que nadie lo advirtiera.

Pero eso fue antes de escucharla en la puerta del tablao, antes de salir a la calle, antes de llenarse los pulmones de aire para mirar al cielo como si estuviera a punto de brindar al tendido, antes de cerrar los ojos y gritar en silencio, ¡mírame, Madrid!, ¡España, Europa, miradme bien!, este soy yo, Antonio Perales García… Cuando la apoyó en la fachada para besarla, Eladia se escurrió como una anguila, pero le cogió de la mano para echar a correr. Él lo tomó como un juego y corrió con ella hasta el portal de su casa. Hasta aquel momento, creyó que sabía lo que había pasado, lo que iba a pasar, y por qué. Media hora después, apenas sabía cómo se llamaba.

—¿Qué haces?

Cuando se sentó en el borde de la cama, Eladia seguía tapada hasta la barbilla. Él cogió su camisa del suelo y se la puso sin decir nada, pero antes de que pudiera abrocharse el último botón, ella le agarró de un brazo y le obligó a volverse.

—¿Adónde vas? —estaba sentada en la cama pero mantenía la sábana firme contra su pecho con la mano izquierda, como las mártires de la pureza que salen en las estampas, pensó él con una punzada de asco.

—Mira, Eladia —se zafó de su mano, se levantó, se dio la vuelta para mirarla a la cara—. Yo no he ido a buscarte, ¿sabes? Has sido tú la que has venido a por mí. Y si no tienes ganas de acostarte conmigo, me parece muy bien, estás en tu derecho, pero hay otras mujeres que sí tienen. Así que me voy, a ver si encuentro a alguna.

Había intentado abrazarla en el portal, en la escalera, en el recibidor, y ella no se lo había consentido. Espera, aquí no, luego, ahora no, ven, que no, déjame. Cuando ya no le quedaban excusas, todavía le pidió que esperara una vez más, porque le daba vergüenza desnudarse delante de él. En ese momento, Antonio habría mandado a la mierda a cualquier otra, pero ella era la única, y al mirarla, volvió a ver en sus ojos a aquella niña tan fea con pelos en las piernas que le enternecía sin saber por qué. Para resistir lo que pasó después, aquel cuerpo rígido como un cadáver, los ojos soldados entre sí, los puños aferrados al borde de la sábana, ya no tuvo fuerzas, ni ganas de encontrarlas.

—No sé a qué juegas, Eladia, no lo entiendo. Pero voy a decirte una cosa, la Palmera tiene razón. Para esto, ya podrías haberte marchado con Garrido y te habrías forrado, de paso.

—Te equivocas —no reconoció su voz, una hebra frágil, asustada—. Sí que tengo ganas.

—¿De qué? —ni su rostro, distinto a todas las versiones que le había enseñado hasta aquella noche.

—De acostarme contigo —le miró un momento y bajó la vista enseguida—. Me da miedo, pero quiero hacerlo.

—Miedo…

Antonio repitió esa palabra como si nunca la hubiera oído, se acercó a la cama, se sentó en el borde, se inclinó hacia ella.

—¿Por qué tienes miedo? —Eladia abrió la boca para volver a cerrarla sin decir nada—. ¿Es verdad que eres virgen? —ella asintió con la cabeza, él sonrió—. No te preocupes, no voy a hacerte daño.

—Eso no es lo que me da miedo.

Entonces fue él quien se quedó mudo mientras ella se deslizaba sobre la cama para quedarse recostada, soltando las sábanas por primera vez.

—Vamos a hacer un trato —propuso desde allí—. Yo te doy lo que tú quieres, y a cambio, en el momento en que salgas por esa puerta, te olvidas para siempre de que has estado aquí.

—Como si no hubiera pasado nada —resumió él.

—Justo.

Y para demostrar que estaba dispuesta a cumplir su parte, retiró la sábana por completo para descubrir su cuerpo desnudo. Antonio tardó unos segundos en recuperarse de aquella imagen. Después, se quitó la camisa, se metió en la cama y la abrazó.

—Muy bien, acepto —aunque impuso su propia condición—, pero tú tienes que abrir los ojos.

—¿Todo el rato? —aquella pregunta le sonó tan rara a sí misma que se rio, para que su voz, su cara volvieran a ser las de siempre.

—No, todo el rato no —él también se rio—. Sólo de momento.

Después fue él quien cerró los ojos, como si le estorbaran para sentir su boca, para comprender que era la boca de Eladia la que se apretaba contra la suya, sus dedos los que la recorrían despacio, con la suavidad precisa para no asustarla. La euforia de la conquista había sucumbido a la perseverancia de su voluntad, que infiltraba en cada centímetro de su piel la certeza de que él no quería devorar a esa mujer, sino cuidarla, mimarla, protegerla de sí misma, y nunca había sido tan paciente, nunca tan delicado como mientras sentía que el terror de una niña salvaje, parapetada tras unos sacos de semillas, se disolvía poco a poco, sus viejas heridas cerrándose una por una sin dejar rastro, ninguna cicatriz en aquella piel limpia y mullida, el esplendor bajo el que un océano de terciopelo color violeta comenzaba a agitarse para parar los relojes, para encapsular el tiempo en ampollas de cristal transparente, destinadas a preservar una emoción que él no olvidaría jamás.

—Eso me gusta.

Hasta que ella empezó a abrir los ojos por su cuenta para mirarle con asombro, la boca abierta en el umbral de un placer desconocido.

—Te gusta, ¿eh? —él tampoco conocía la intensidad del placer que hallaba en complacerla.

—Sí —el placer de mirarla mientras sus párpados caían lentamente—. Me gusta mucho…

Aquella noche ninguno de los dos durmió gran cosa, pero Eladia se despertó muchas veces, en su propio cuerpo y en el de su amante, hasta que un temporal de olas aterciopeladas y espumosas, altas como castillos, engulló una ceremonia que, tal vez, a aquellas alturas él temía más que ella, pero que fue mucho menos complicada de lo que los dos creían antes de empezar.

—Ya está —Eladia le besó en los labios y sonrió—. Ya he echado a perder el negocio de mi vida.

—¿Pero qué dices? —él la abrazó con fuerza, se pegó a su cuerpo para que notara en el vientre la huella de su sexo enhiesto—. El negocio de tu vida soy yo, tonta —y consiguió hacerla reír—, que eres tonta…

Cuando se quedó dormida con la cabeza sobre su hombro, Antonio era tan feliz que se propuso apurar la vigilia hasta que amaneciera, pero el sueño le fulminó enseguida como una droga cálida, benéfica. Unas horas después, ella abrió antes los ojos.

—¡Uy, qué tarde es!

Al escucharla, él la imitó para descubrirla de pie, desnuda en la penumbra, intentando leer el reloj a la luz que entraba por las rendijas de la persiana, pero volvió a cerrarlos cuando la levantó.

—Antonio —y siguió haciéndose el dormido mientras ella le zarandeaba—, Antonio, despiértate, que son las diez y media, no vas a llegar a trabajar…

—Desde luego que no —se dio la vuelta, la cogió por la cintura y la arrastró a su lado—, porque no voy a ir a trabajar. No pienso marcharme de aquí hasta que tú salgas por esa puerta.

—Pues tu padre te va a despedir —ella sonrió.

—Pues que me despida —él también.

—Y te vas a morir de hambre.

—Pues me muero —la apretó más fuerte, pegó su cabeza a la suya, respiró su olor—. Llevarás mi muerte sobre tu conciencia.

—Bueno, para ti la perra gorda —Eladia se revolvió entre sus brazos para besarle—. A partir de ahora, ya no es esa puerta, sino la de la calle, ¿qué me dices? Así, por lo menos, podemos desayunar.

Luego volvieron a la cama, se durmieron, se despertaron, se entregaron con idéntico fervor a la tarea de completar el catálogo de las cosas que a Eladia le gustaban más, y de las que no le gustaban tanto, volvieron a levantarse, volvieron a comer, volvieron a acostarse, y él sintió que el vapor que emanaba de sus cuerpos se condensaba en una nube ligera y sonrosada, que cubría el techo de aquella habitación para ampararles en una clase de felicidad primaria, nueva para los dos, una alegría tan complicada que no podía explicarse, tan simple que nadie sabría fabricarla. Así pasó el tiempo, como si no fuera a pasar nunca más, hasta que a media tarde ella volvió a mirar el reloj, y la expresión de su cara cambió para parecerse a la de una niña que ve cómo se pierde en el cielo el globo de colores que acaban de comprarle en una feria.

—Ya son las siete —le miró antes de aferrar su sexo con la naturalidad que él había hecho brotar sobre las cenizas de la mártir de la pureza de la noche anterior—. Vamos a despedirnos, ¿no?

Antonio creyó que aquel adiós era un mimo, y sonrió antes de complacerla, pero al terminar, Eladia le besó con una intensidad distinta, como si se volcara entera en su boca, y desvió la cabeza para no mirarle.

—Tengo que vestirme para ir a trabajar.

—Ya —él se dio cuenta de que se había puesto seria, pero no se alarmó—. Yo también tengo que irme, a ver si consigo que mi padre me perdone.

—Y preferiría que esta noche no fueras al tablao porque… Nos va a tocar aguantar chistecitos y eso…

Él asintió con la cabeza, y para convencerse de que no pasaba nada raro, se sentó en la cama, la besó otra vez y ella no sólo le respondió, sino que se levantó para acompañarle.

—Antonio —cuando ya estaba en el rellano, le llamó desde allí, ocultando su desnudez tras la hoja entreabierta—, acuérdate de que hemos hecho un trato.

—Eladia… —él se echó a reír, pero no era una broma.

—Un trato es un trato. Hay que cumplirlo —y con esas palabras cerró la puerta.

Él se quedó parado en la misma baldosa donde le había detenido su voz, mientras sentía que su columna vertebral se convertía en una cadena de espinas de hielo. Podía escuchar el crujido de la escarcha bajo su piel pero ni así creer lo que acababa de oír. Cuando pudo volver a pensar, concluyó que estaría trastornada, arrepentida quizás de haber llegado tan lejos, que habría sucumbido a un súbito ataque de pudor o a la culpa de haber roto un sombrío y remoto compromiso, nada que al cabo de unas horas, se animó, pudiera resistir la esplendorosa evidencia que habían construido juntos.

Estaba tan convencido de que su resistencia sería efímera, que aquella noche se quedó en casa para darle la ocasión de echarle de menos. Al día siguiente, se apoyó en el portal a las ocho y media de la tarde, preparado para aceptar cualquier excusa, pero no la vio. Por primera vez en más de un año, Carmelilla de Jerez cambió de recorrido para esquivarle. A las nueve y cuarto, Antonio volvió a entrar y subió las escaleras hasta el último peldaño. Sentado en el descansillo que daba acceso a las buhardillas, fumó, y pensó, y fumó, y pensó, fumó hasta atascarse los pulmones, pensó hasta embotarse el cerebro, y no logró llegar a ninguna conclusión. Las únicas explicaciones que se le ocurrían, que ella le hubiera utilizado como un instrumento para perder la virginidad con el propósito de entregarse a otro, o que hubiera fingido durante dieciséis horas seguidas un placer que no sentía, le parecieron tan absurdas que a la mañana siguiente se levantó dispuesto a no ponérselo fácil.

Desde la casa que compartía con la Palmera hasta el tablao, Eladia podía escoger muchos caminos pero el único que no la obligaba a dar rodeos era la calle Atocha. Decidido a empezar por ahí, se apostó en una esquina para verla subir y procuró no pensar en lo que estaba haciendo, no mirarse desde fuera para no verse como un espía, un atracador, un pobre desgraciado. Así se sentía cuando reconoció a lo lejos la variedad más insípida de Eladia Torres Martínez, una mujer joven y discreta que caminaba con la vista baja, zapatos planos y un pañuelo sobre la cabeza, una opacidad suficiente para que los transeúntes no repararan en ella, incapaz de ocultar a los ojos de su amante, sin embargo, la sombra de luz dorada, balsámica, que crecía a su alrededor en cada paso que daba.

—Eladia —al cogerla del brazo la asustó, aunque eso era lo último que pretendía.

—Vete —el miedo endureció sus rasgos tanto como los de aquella niña a la que él creía haber derrotado para siempre—. Largo de aquí.

—No, no me voy a ninguna parte —hablaba en un tono suave, sereno, pero no la soltó—. Escúchame, Eladia, lo único que quiero es hablar contigo. Dime qué ha pasado, qué he hecho mal…

—Nada —por fin le miró, y en su cara ya no había miedo ni rabia, sólo tristeza—. No has hecho nada mal, pero no quiero volver a verte, ¿me oyes? Tú me lo prometiste, hicimos un trato, dijiste…

—Pero eso fue antes de lo que pasó, antes…

Pegó su cara a la de Eladia, acarició con la nariz el borde de su oreja, respiró su olor, la besó en la mandíbula, y durante un instante, el que necesitó para reaccionar, ella se lo consintió. Él llegó incluso a oírla respirar con la boca antes de que empezara a negar con la cabeza.

—Eso da igual. Déjame, Antonio, déjame, por favor, no puede ser —intentó marcharse, pero él volvió a retenerla—. No puede ser.

—¿Por qué?

—Porque no —sus ojos brillaban cuando puso su mano libre sobre la que él usaba para sujetarla y empezó a forcejear con todas sus fuerzas—. No quiero verte, Antonio, ¿te enteras?, nunca más. No quiero que me hables, no quiero que me toques, no quiero que me beses, sólo quiero irme de aquí, marcharme de una vez, así que déjame en paz, déjame… —al mover la cabeza hacia fuera, algo llamó su atención y le devolvió el aplomo que le faltaba desde que se encontraron—. Antonio, si no me sueltas ahora mismo, llamo a un guardia.

—¿Qué? —él abrió la boca, agrandó los ojos, la miró como si no la conociera—. ¡No me jodas, Eladia! —y sintió que la indignación le quemaba en la garganta como un chorro de metal fundido—. ¿Pero qué es lo que te pasa? Tú estás chalada, chica…

—¿Eso crees? ¡Guardia! —entonces la soltó, retrocedió un paso, comprobó que eso no era suficiente, que ella no estaba dispuesta a ahorrarle aquella humillación—. ¡Guardia!

—No me hagas esto, Eladia —y se sintió tan desgraciado, tan ultrajado, tan pobre, que ni siquiera se le ocurrió salir corriendo—. No me hagas esto…

—¿Le está molestando este sinvergüenza, señorita?

Ella no dijo nada cuando el guardia puso la mano en la funda de la porra ni cuando Antonio le dio la espalda para marcharse muy despacio, los hombros tan hundidos como su espíritu.

—Que no vuelva yo a verte por aquí…

Al doblar la esquina se paró a mirar a su derecha. El guardia ya no estaba, pero Eladia seguía en el mismo sitio, con los brazos muy tiesos, las manos muy juntas, apretando el asa del bolso como si fuera un ancla que la mantuviera en pie, mientras le miraba con los ojos esmaltados, aún brillantes. Él levantó la mano derecha en el aire, juntó los dedos para tocar la base de la palma con las yemas y repitió ese movimiento un par de veces. Le estaba diciendo adiós. Ella dejó caer los párpados, como si no quisiera verlo.

Veinticuatro horas más tarde, se puso como un pincel, cogió dinero y se fue al tablao. Los chistecitos no le escoltaron más allá de la puerta. Llevaba la mala hostia pintada en la cara y tampoco se quedó mucho tiempo, el justo para tomarse una copa, quedar con la Palmera y tirar el taburete al levantarse en el instante en que Eladia salió al escenario.

—¿Tienes ganas de hablar? —le preguntó su amigo cuando fue a buscarle al cabaret donde se había emborrachado él solo.

—No.

De todas formas, se sentó a su lado, pidió una copa y le dirigió una mirada confusa, donde había cariño, y lástima, y piedad.

—¡Ay, requesón…! Te habría ido mejor si te hubieras quedado conmigo.

—Pues mira, sí —Antonio Perales García sonrió por primera vez en muchas horas—, la verdad es que tienes razón.

—Si es que las mujeres son muy brutas —Paco asintió con la cabeza para darse la razón y prosiguió en un tono solemne, casi filosófico—. Como nacen sabiendo que, antes o después, lo que les espera es la carnicería esa de parir… No te rías, que lo estoy diciendo en serio.

Durante algo menos de dos meses, la Palmera, el único vínculo que Eladia no había podido destruir, fue todo lo que tuvieron en común. El flamenco les miraba con la paciencia expectante de un científico que estudia una bacteria a través de un microscopio, esperando un estallido que no llegó a producirse. La saña con la que Eladia se maltrataba a sí misma al maltratar a su amante, relegó el amor que la Palmera sentía por él a un segundo plano, el decorado lejano y constante ante el que se representaba un drama incomprensible, incapaz de proyectar un desenlace en el futuro. Antonio se daba cuenta de eso y agradecía su lealtad, la compañía del enamorado que había renunciado a obtener ventaja de su confusión, pero por más que lo intentó, no consiguió ponerse a su altura. El 18 de julio de 1936 aún no había encontrado un truco para habitar con serenidad dentro de sí mismo, y ni siquiera la guerra logró arrancarle a aquella mujer de la cabeza.

—¿Destinado a Capitanía? —al leer el volante que tenía en la mano, miró al oficial de la Caja de Reclutas como si acabara de insultarle—. Esto será una broma, ¿no? Yo a donde quiero ir es al frente.

El oficinista no levantó la vista de sus papeles mientras le respondía en un tono mecánico, como si estuviera aburrido de repetir la misma frase.

—Al frente van los mayores de veintiún años. Tú no los tienes, y te quedas en Madrid. En Capitanía también hacemos la guerra.

—Pues yo tengo amigos que…

—Porque se habrán alistado en batallones sindicales —esa respuesta también se la sabía de memoria— o en las cajas de los partidos, pero tú has venido aquí y no me digas que renuncias porque no se puede. ¡Siguiente!

—De siguiente, nada… ¡Yo no me voy de aquí hasta que no arregle esto!

Un capitán de unos treinta años, que sacaba carpetas de un archivador, se volvió a mirarle con una sonrisa benévola y burlona a partes iguales.

—¿Qué pasa, que te ha dejado la novia y quieres que te maten, para que se joda cuando se entere de que has muerto como un héroe? —el recluta se puso tan colorado que la sonrisa del capitán se ensanchó—. Mira, chaval, no hagas tonterías y márchate, que bastantes problemas tenemos aquí ya.

Pero ese mismo capitán fue a buscarle la primera semana de noviembre, cuando todavía le faltaban tres meses para cumplir diecinueve años.

—¿Te has arreglado con tu novia, Perales?

—No, mi capitán.

—Pues enhorabuena, porque los fascistas están en Aranjuez y ya no le hacemos ascos a nadie, ¿sabes? Así que, si sigues queriendo guerra, te vas a hartar…

Estuvo en el frente hasta que se estabilizó, pero ni le mataron ni le dejaron quedarse. A primeros de abril de 1937, se reintegró a su puesto en Capitanía, una mesa en la que no cabían todas las carpetas que se habían acumulado durante sus cinco meses de movilización extraordinaria, aunque antes le dieron tres días de permiso. Volvió a casa dispuesto a aprovecharlos bien, pero el camión que le trajo desde Guadalajara lo depositó en Antón Martín a las ocho y veinticinco minutos de la tarde.

—¡Antonio!

Eladia, que subía la cuesta embutida en un disfraz de miliciana al que no le faltaba detalle, le vio primero. Él tuvo que mirarla dos veces antes de reconocerla, y al lograrlo, el asombro le paralizó ante el portal de su casa.

—¿Estás bien? —le preguntó cuando estuvo a su altura, y él asintió con la cabeza—. Me alegro de verte.

En ese instante, las tres hermanas Perales cruzaron el portal corriendo para lanzarse sobre él. Él les devolvió los besos, los abrazos, y cogió a Pilarín en brazos antes de subir. La balanceó, tomando impulso como si pretendiera lanzarla hacia delante, y mientras la niña se reía, se volvió hacia la izquierda. Eladia seguía allí, mirándole. Antonio enderezó a su hermana, la besó en el pelo y entró en el portal sin decir nada, pero por la noche, después de cenar, fue a la calle Tres Peces a preguntar por Julián y él mismo le abrió la puerta.

—Hay una chica que está con vosotros, Eladia, no sé si la conoces… —él negó con la cabeza, pero Antonio insistió, porque era imposible que no se hubiera fijado en ella—. Sí, hombre, una morena que baila flamenco…

—¡Ah, sí! —Julián sonrió con los ojos antes que con los labios—. Pero se llama Carmela.

—Bueno, ese es su nombre artístico.

—No veas cómo está de buena —Antonio asintió con la cabeza, porque en los cinco meses que había pasado dentro de una trinchera no había visto otra cosa—. Claro, que yo la conozco sólo de vista. Vino por la sede a principios de noviembre, poco antes de que me marchara al frente, y anteanoche, cuando me pasé por allí, volví a encontrármela, aunque tampoco me fijé mucho, porque… —hizo una pausa, le miró, sonrió—. Me han destituido.

—¿A ti? No jodas.

—Sí, pero me da igual. Pensaba volverme al frente de todas formas, y aquí hace falta alguien que se encargue de todo, lo que pasa… Bueno, ha sido a traición, ¿sabes? No ha habido una dirección provisional, ni un comité, nada. Ni siquiera me han esperado para votar.

Antonio se paró, miró a su amigo, estudió su expresión y avanzó un nombre casi con miedo.

—¿Tito? —Julián volvió a asentir, volvió a sonreír—. ¡Joder! A quien se lo cuentes…

A los quince años, cuando dejó de crecer, Ernestito Jiménez medía ciento cincuenta y cuatro centímetros, cinco más que su padre, que había hecho instalar una tarima al otro lado del mostrador de su ultramarinos para aumentar la altura desde la que derramaba sobre sus clientas un servilismo equitativamente astuto y empachoso.

—Buenos días, doña María, ¿cómo nos hemos levantado esta mañana? Permítame obsequiarla con uno de estos caramelitos de menta, que sé que le agradan mucho…

El único hijo varón del señor Ernesto empezaría a trabajar con él en la calle Amor de Dios después de abandonar el colegio Acevedo, donde había coincidido con Antonio y con Julián, con Roberto el Orejas y Vicente Puñales, sin haber llegado a hacerse amigo de ninguno.

—¿Y tú por qué eres tan redicho, Tito? —le preguntaban, para obtener a cambio una mirada atravesada que les daba más risa que su manera de hablar—. ¿Por qué dices agradar en vez de gustar, y obsequiar en vez de regalar, y usas diminutivos todo el rato?

Nunca les respondía con palabras, pero al día siguiente se apresuraba a correr hacia el maestro en el instante en que le veía abrir la puerta.

—Buenos días, don Ramiro. Me he permitido traerle unos huevos de corral, que sé que le agradan mucho.

—Gracias, Tito, pero no puedo aceptarlos, de verdad, no hace falta…

—Nada, nada —su alumno le ponía una huevera de cartón entre las manos sin atender a sus excusas, la sonrisa mecánica que no lograba enmascarar su incomodidad—. Tengo mucho gusto en obsequiárselos. Son de esta misma mañana, están fresquitos, fresquitos…

Cuando empezó a darles clase en el colegio Acevedo, Ramiro Fuentes acababa de terminar Magisterio, la única carrera que sus padres habían podido pagarle. No tenía vocación de profesor, pero era muy joven, muy paciente y, en general, demasiado bueno para aquella escuela donde pensaba permanecer el tiempo imprescindible para pagarse la carrera de Filosofía, ni un día más. Cuando le conocieron, Antonio era un estudiante mediocre y Julián el primero de la clase, pero ambos se prendaron por igual de aquel universitario repleto de entusiasmo, que enseñaba como si contara cuentos y acertó a convencerles de que no tenían que formarse por su bien, sino por el de toda la Humanidad.

—Porque sólo los hombres cultos son libres, y en el supremo esfuerzo revolucionario que traerá consigo la emancipación de nuestros hermanos, no caben quienes han desperdiciado el privilegio de recibir educación…

Ramiro Fuentes era anarquista, y por las tardes, al salir de clase, se reunía con un grupo de alumnos en la lechería de la calle Tres Peces para embelesarlos con hermosas parábolas de justicia y fraternidad, que tenían mucho más éxito que las lecciones que dictaba en el aula. Tito ni siquiera llegó a asomarse a aquellas reuniones en las que el Orejas y el Puñales se dejaban caer de vez en cuando. Sin embargo, Antonio no se perdió una hasta que su padre lo mandó a la calle San Agustín, a recoger unas octavillas de propaganda del almacén.

—Los anarquistas tenéis buenas intenciones, pero estáis muy equivocados.

La imprenta Guzmán era uno de los negocios más antiguos del barrio, pero aquella tarde de 1934, detrás del mostrador sólo estaba Silverio, un chico de su edad al que ya conocía, porque antes de que su abuelo materno se hubiera ofrecido a pagar lo que hiciera falta con tal de sacarle del colegio de las monjas, había coincidido allí con Julián, con Roberto y con Vicente.

—¿Están todas? —le preguntó Antonio antes de pagar.

—Sí. Léelas, si quieres, aunque no tienen erratas —después de decirlo se puso colorado, como si se avergonzara de aquel modesto alarde de arrogancia—. Las he hecho yo, y las he corregido dos veces.

El tono en el que pronunció aquella explicación invitaba a su interlocutor a despedirse después de revisar el trabajo, pero produjo un efecto distinto. El chico que había aprendido el oficio de don Silverio Guzmán, el único trabajador del barrio a quien los vecinos respetaban tanto que jamás le apearon el tratamiento, tenía diecisiete años, uno más que el hijo del señor Antonio, a quien esa edad le pareció demasiado corta para manejar las dos enormes máquinas contra las que se recortaba su silueta desgarbada, larguirucha, embutida en un mono perdido de manchas negras de todos los matices, brillantes las de grasa, opacas las de tinta.

—¿En serio? —Antonio frunció las cejas sin decidirse a dejar el dinero sobre el mostrador, y recibió a cambio una expresión equivalente.

—¿No te lo crees? —su cara pálida, sembrada de pecas y de las negras tiznaduras de sus dedos, reveló que la pregunta no le había hecho gracia.

—Sí, sí, claro que me lo creo, lo que pasa… —se detuvo a escoger las palabras para no agravar una suspicacia que no había pretendido despertar—. No sé, es que esas máquinas parecen muy complicadas, ¿no?

—Ya —entonces sonrió, como si se sintiera seguro de repente—, pero las octavillas no las hacemos ahí, sino en una Minerva de pedal, pequeñita, que es una preciosidad… ¿Quieres verla?

El vendedor de semillas nunca había oído a nadie piropear a una máquina, y no supo qué decir, pero su anfitrión interpretó su silencio como un asentimiento y volvió a sonreír antes de guiarle hasta el fondo del local.

—Mira, es esta, ¿ves? —la acarició con las manos como si fuera una mujer, dejando que sus dedos resbalaran muy despacio por los tirantes que unían las ruedas posteriores con las anteriores mientras sonreía de una manera distinta, para seducir a la Minerva, no a su cliente—. Una maravilla. Sencilla, suave de manejar pero dura como una piedra. No se ha estropeado nunca. Es mi favorita, da gusto trabajar con ella.

Mientras Silverio declaraba su amor por aquella máquina, Antonio se fijó en una pila de folletos que reposaban en el suelo, V.I. Lenin, Discurso a los jóvenes. Cogió uno, y mientras lo hojeaba, el impresor se acercó a él.

—¿Esto también lo haces tú?

—Sí, para mis camaradas, en los ratos libres.

—¿Eres comunista? —Silverio asintió—. Yo soy anarquista.

—Lo sé. Conozco a Ramiro, a él también le hago panfletos, no creas.

—Cobrando —Antonio sonrió.

—Cobrando, sí —el impresor le devolvió la sonrisa—, pero una miseria, porque me llora mucho.

—Me lo puedo imaginar.

Los dos se rieron antes de volver al mostrador, donde un chico no mucho más joven, con aspecto de aprendiz, atendía a una señora. Silverio le preguntó dónde había puesto las octavillas, pero Antonio le detuvo antes de que tuviera tiempo de ir a buscarlas.

—Espera, porque me acabo de acordar… Ya sé que tu Minerva nunca se estropea, pero ¿y las demás? ¿A quién llamáis cuando tienen una avería?

—A nadie. Intentamos arreglarlas nosotros mismos. ¿Por qué lo dices?

La registradora que se habían encontrado cuando compraron el local del almacén, una National de carcasa dorada, con más de treinta años a cuestas, había dejado de funcionar. Las teclas de la derecha estaban bloqueadas y el técnico les había dicho que tendría que llevársela al taller para hacerle una reparación tan costosa que el padre de Antonio no acababa de decidirse entre pagarla o comprar una nueva, más moderna. Mientras tanto, hacían todas las operaciones a mano, y cuadrar las cifras cada tarde les costaba un sino.

—¡Qué disparate! —Silverio abrió mucho los ojos al oírlo—. Ni se os ocurra cambiarla, esas máquinas son buenísimas y lo que tiene es una tontería, seguro… —se quedó un instante pensando, antes de volverse hacia el aprendiz—. ¿A ti te importa quedarte solo a cerrar? —el chico negó con la cabeza y Silverio sonrió—. Si esperas un momento, me voy contigo y le echo un vistazo.

—¿Sí? —Antonio se quedó tan sorprendido que no fue capaz de añadir nada hasta que Silverio volvió a salir, con una camisa tan blanca como sus dientes y las manos limpias excepto por el cerco negruzco, perpetuo, de las uñas—. Oye, muchas gracias, pero tampoco hace falta… Quiero decir…

—No te preocupes. No hay nada en este mundo que me guste más que arreglar una máquina estropeada.

Cogió un paquete de octavillas y le dio el otro para precederle hasta la puerta con tanto ánimo como si se fueran juntos de excursión.

—Pero… ¿Y las herramientas? Nosotros no tenemos.

—Aquí —metió la mano derecha en el bolsillo, le enseñó un cubilete de hojalata que una vez estuvo lleno de caramelos de café con leche, y lo agitó en el aire como si fuera un sonajero—. Vamos.

Al llegar, se quedó mirando la registradora como si fuera una persona a la que le acabaran de presentar. Después la tocó, recorrió con los dedos los sinuosos contornos de metal dorado, adornados con hojas y pámpanos grabados en relieve. Por último, se sacó el cubilete del bolsillo y de su interior un destornillador muy pequeño, sin mango pero con dos puntas diferentes, mientras Antonio pensaba que, si pudiera verle, la Minerva tendría tal ataque de celos que se estropearía por primera vez.

—¡Qué bonita eres! —murmuró mientras empezaba a desatornillar la carcasa—. Vamos a ver qué te pasa…

Cuando dejó las tripas de la máquina al descubierto, volcó con cuidado el cubilete encima del mostrador y el padre de Antonio miró a su hijo como si los tres estuvieran igual de locos. Todas las herramientas que Silverio había traído consigo eran media docena de horquillas, otras tantas gomas, cuatro tornillos, dos muelles medianos, otros dos diminutos, varillas metálicas de distintos grosores y unos alicates pequeños, de manicura. En el otro bolsillo, llevaba un bote de lubricante. Con eso, y un trapo que pidió prestado, tardó veintidós minutos en dejar la máquina como nueva.

—Ya está —antes de atornillar de nuevo la carcasa, comprobó que el mecanismo que había improvisado con dos horquillas y una goma resistía la presión sin descomponerse—. Va a aguantar de sobra, pero mañana, o pasado, cuando tenga un rato, os hago un fleje en el taller y os la dejo en condiciones.

En ese momento, fue Antonio quien miró a su padre y sonrió. Silverio se sonrojó cuando el dueño de la National le preguntó cuánto le debía, y se negó a cobrarles. Lo menos que podía hacer era darle dinero a su hijo para que le invitara a tomar algo por ahí, y por la misma razón, él no se atrevió a decir que tenía reunión en la lechería. Estuvo bebiendo, hablando con Silverio hasta medianoche, y a la altura de la segunda cerveza, el impresor se animó a explicarle por qué, en su opinión, los anarquistas estaban equivocados.

—La teoría es muy bonita, sí, preciosa, la exaltación de la fraternidad, la vida comunitaria, el regreso al estado natural, la abolición del dinero, de toda autoridad… Muy poético, pero la poesía no sirve para luchar contra el fascismo, porque el fascismo es la guerra. Ya lo ha dicho Dimitrov, y si no, al tiempo…

Antes de escuchar a Ramiro Fuentes en la lechería, a Antonio Perales ni siquiera se le había ocurrido que la política, aquel inocente pasatiempo que su padre simultaneaba muy de vez en cuando con las mujeres, pudiera llegar a interesarle alguna vez. Después, cuando empezó a sentir que las historias que su profesor contaba fuera de clase tenían la virtud de convertirle en una persona mejor, tampoco se le pasó por la cabeza que la poesía tuviera algo que ver con la fraternidad universal, aquel dorado sueño que sabía ablandarle los ojos y calentarle el corazón. Pero aquella noche sí se dio cuenta de que, sin un destornillador entre las manos, Silverio no era, ni de lejos, tan brillante como Ramiro, y eso fue lo que más le impresionó. Porque su nuevo amigo era tan tímido que bajaba la barbilla, como si pretendiera convencer al cuello de su camisa, cada vez que algún parroquiano se acercaba a escuchar lo que estaba diciendo, pero ni su repentino tartamudeo ni el sonrojo de sus mejillas restaban un ápice de potencia a las palabras sencillas que le hicieron descender desde una tierna nube hasta el duro suelo de los problemas de todos los días. Cuando se despidieron, estaba perplejo y excitado, sorprendido y, sobre todo, decidido a saber más. Por eso, le agradeció tanto a Silverio que, al llevar al almacén la pieza prometida, le trajera también un ejemplar del discurso de Lenin a los jóvenes. Cuando acudió a la que sería su última reunión en la lechería, se lo había aprendido casi de memoria. Todo lo demás fue fácil.

—Mira, Antonio, lo he estado pensando y lo mejor es que el jefe seas tú.

—¿Yo? Pero si yo no sé nada, tú…

—No —Silverio fue inflexible—. Tú eres atractivo, tienes labia, te gusta hablar, le caes bien a la gente, sobre todo a las mujeres, y es muy importante gustar a las mujeres, así que… Yo soy un desastre, ya lo sabes. Cuando hablo con más de dos, me pongo nervioso, cuando me pongo nervioso, tartamudeo, y cuando tartamudeo, me suben los colores. Lo mío son las máquinas. Se me dan mucho mejor que las personas, así que… Yo te cubriré las espaldas, si hace falta, pero el que tiene que dar la cara eres tú.

Ese fue el único estatuto previo a la fundación de las Juventudes Comunistas en Antón Martín, un proceso que muy pronto le dio la razón a Silverio. Si el carisma de Antonio el Guapo reclutó en una tarde al Orejas y al Puñales, su belleza atrajo a la mitad de las chicas del barrio a una organización que, durante algunos meses, sería una rareza, la única célula comunista con más militantes femeninas que masculinas del centro de Madrid. Pero su progreso no se debió solamente a eso. Después de convencerle para que pusiera su atractivo físico al servicio de la causa, Silverio, que nunca dejó de ser el teórico, descubrió en Antonio otra condición tan notable como excesiva.

—Es muy sencillo. Lo único que hace falta es alquilar un local. Primero hacemos una rifa, ¿no?, convencemos a los militantes de que aporten… Yo qué sé, libros, sombreros, ropa, cosas así, tú haces unas octavillas, las repartimos en la puerta del metro, y hacemos un mitin, pero no uno corriente, ¿sabes?, que a esos no viene nadie, sino un mitin-verbena, buscamos unos músicos…

—Oye, Antonio —Silverio levantó las manos en el aire para interrumpirle—, dime una cosa. ¿Tú eres hombre-lobo, o algo así?

—¿Yo…? No. ¿Por qué lo dices?

—Porque hay luna llena y no se me ocurre otra explicación para el follón que estás liando. Lo único que yo he dicho es que convendría hacer un acto a favor de la amnistía, no que nos volvamos locos.

Pero Antonio Perales García era un conspirador nato, un maquinador incesante de planes fabulosos, siempre brillantes, siempre desproporcionados, que a veces funcionaban mucho mejor de lo que su jefe político podía calcular cuando se resignaba a ponerlos en práctica.

—¿Qué quieres que te diga? Es lo mismo que matar moscas a cañonazos, pero si te empeñas…

Aquel mitin-verbena, que al final se celebró en un descampado y con un simple organillo en vez de una orquesta, fue un éxito porque Silverio rebajó a la mitad las pretensiones del proyecto inicial. Desde entonces, Antonio se acostumbró a regatear con él, aunque la ambición de sus planes no dejó de crecer. Tampoco echó a perder sus viejas amistades. Julián y él nunca dejaron de ser amigos y, aunque canturreaba La donna è mobile cada vez que se lo encontraba por la calle, Ramiro le siguió tratando con el cariño y la confianza de siempre hasta el 25 de julio de 1936, cuando se dieron el último abrazo junto a la trasera de un camión cargado de voluntarios.

—¡Ven aquí, Judas! —exclamó al verle llegar corriendo, y su desertor predilecto no se rio menos que Julián—. Dame un abrazo, anda, que tanto citar a Dimitrov, y al final, ya ves quién tiene que irse a ganar la guerra…

—Cuídate mucho, Ramiro —Antonio le estrechó con tanta fuerza como la que recibió de los brazos de su maestro—, y mata a muchos fascistas por mí.

—Lo haré, descuida… —después abrazó a Julián, se subió al camión y se despidió de los dos al mismo tiempo—. Portaos bien y no hagáis tonterías, porque las guerras se ganan también en la retaguardia. Que no se os olvide.

Ramiro Fuentes era de los buenos, y por eso le mataron muy pronto, antes de cumplir una semana en el frente. Como no tenía familia en Madrid, le enterraron en el cementerio de Guadarrama, pero sus viejos alumnos lo lloraron igual, y en septiembre, cuando pasó el primer susto, organizaron un acto en su memoria. Julián, que se había puesto al frente de la CNT en el barrio, gestionó los permisos, hizo el programa y le pidió a Antonio que hablara desde el escenario del cine Doré, para darle la oportunidad de ver a Tito sentado en la primera fila con un uniforme militar de fantasía.

—¿Y ese gilipollas?

—Pues ya ves… —Julián hizo una pausa para mirarle—. Apareció por la sede en cuanto Ramiro se marchó a la sierra, y ahí sigue, diciendo tonterías. De la noche a la mañana, es el más radical, el más puro, el más inflexible. Esta mañana ha propuesto una votación para que te elimináramos del programa por enemigo de la revolución, así que…

—¿De verdad? —su amigo asintió con la cabeza—. ¿Y tú qué le has dicho?

—Que como no se me quitara de delante, le iba a meter una hostia que le iba a entornar —Antonio celebró esas palabras con una carcajada, pero su amigo no le imitó—. No me gusta un pelo, fíjate lo que te digo.

—¿Quién, Tito? Pero si es inofensivo, Julián.

—No, no te equivoques —la preocupación pesaba sobre sus cejas como un trazo sombrío—. Ahora mismo, tal y como están las cosas, nadie es inofensivo, y menos todavía la gente con la que se junta ese, los que se van a la pradera por la noche y vuelven al día siguiente con reloj, y una sortija para su mujer… Me acuerdo mucho de Ramiro, ¿sabes?, de aquello que nos dijo antes de marcharse, que las guerras también se ganan en la retaguardia. Y a veces, hasta me alegro de que lo mataran, no te digo más.

Julián cerró el homenaje. Hablaba como Ramiro le había enseñado, en el mismo tono, con los mismos gestos pero más pasión que su maestro, una intensidad que brillaba en sus ojos e inflamaba sus mejillas con el color, el calor de las palabras que pronunciaba. No era un chico apuesto ni demasiado alto. Siempre había llevado gafas, y estaba tan delgado que nadie entendía que manejara las cántaras de leche con tanta facilidad. Sin embargo, al mirarle, Antonio entendió que Tito fuera su enemigo, porque Julián era bueno, era fuerte, era inteligente, sensible, honrado, y sus virtudes afloraban a su voz, impregnaban sus palabras con una emoción que nunca estaría al alcance del miserable hombrecillo que fruncía los labios mientras le escuchaba.

Sin una guerra de por medio, aquel redicho que regalaba huevos a los profesores mientras esperaba a que llegara el momento de obsequiar a las vecinas caramelitos de menta, no habría encontrado ninguna manera de escapar a su destino. Pero la guerra, aparte de matar a personas como Ramiro, había hecho saltar las tapas de las alcantarillas. En todos los partidos había personas admirables, como Julián, y personas despreciables, como Tito, cada vez más peligrosas, más dañinas, aunque al principio nadie les hubiera dado importancia. En julio, en agosto, con Mola en la sierra y los moros avanzando desde el sur, lo único importante era sofocar la sublevación, pero antes de que terminara el verano, la Guardia de Asalto había empezado a hallar resistencia donde no la esperaba, grupos que actuaban por su cuenta, que se oponían a su autoridad y suponían un problema para los agentes que intentaban entrar en sus sedes. Antonio sabía que su padre había tenido que elegir entre las órdenes de sus superiores y las quejas de sus jefes del sindicato, pero, Perales, vamos a ver, ¿es que ya no quedan quintacolumnistas en Madrid? ¿No tenéis otra cosa que hacer que tocarles los cojones a los compañeros? Luego decían que el gobierno ya lo estaba arreglando, pero que lo importante era la guerra, la guerra… En septiembre de 1936, Antonio miró a Tito a los ojos y se preguntó si dejar cualquier clase de poder al alcance de gente como él era un asunto tan secundario como parecía.

Siete meses más tarde, cuando volvió a casa y a Capitanía después del último coletazo de la batalla de Madrid, Tito ya le había respondido, armando a Eladia y destituyendo a Julián. Entonces, mientras lamentaba más que nunca estar a salvo, lejos del frente, la primera de esas noticias le afectó mucho menos que la segunda. La degradación de Julián no le dolía sólo por su amigo, ni porque fuera injusta, sino porque liquidaba el recuerdo de Ramiro, la luz juvenil de las tardes de la lechería, la inocencia de su maestro, de los alumnos que se arremolinaban a su alrededor para merendar nata aderezada con azúcar y promesas de un futuro feliz. Frente a las cenizas humeantes de la primera utopía que amó, la imagen de Eladia vestida de miliciana, con aquellos pantalones que le sentaban tan bien como las batas de cola, no pasaba de ser una estampa pintoresca de consecuencias en teoría temibles, pero excitante e inofensiva en la práctica.

—¡Joder, Eladia! —cuando se acostumbró a verla así, volvió a bajar a la calle a las ocho y media todas las tardes, para cumplir su parte del trato y comportarse como si nunca hubiera pasado nada—. Estás tan buenísima que metes más miedo con el canalillo que con la pistola, no te digo más.

—¿Sí? —y ella, con el tiempo, volvió a replicarle—. Será que los comunistas sois tan cobardes que os da miedo cualquier cosa.

—¡Uhhhh! —él encogía los hombros, se tapaba la cara con los dedos, e improvisaba un gesto de terror—. Qué horror, no me lo recuerdes…

La Palmera, que era el único asustado de los tres, le reprochaba su ligereza, aquellas bromas que el día menos pensado iban a darles un disgusto.

—Una pistola es una pistola, requesón, y Eladia tiene muy mala leche, así que a ver si nos dejamos de coñitas.

Pero Antonio no se la tomó en serio hasta mucho tiempo después, una noche de invierno de 1938, cuando ya se había salido con la suya y era un soldado más con una noche de permiso.

Teruel estaba lejos, pero su conquista había trastocado algunos sectores del Ejército del Centro. La pérdida de la ciudad los devolvió a sus posiciones originales, y la derrota le pesó más que la larga marcha que le permitió volver a casa durante unas horas, prólogo de otra extenuante caminata que culminaría con su retorno a las riberas del Henares. Sobre todo porque allí, en un paraje sin nombre de la provincia de Teruel, se había quedado Vicente el Puñales, la única razón por la que se atrevió a desobedecer una orden desde que se alistó.

—¡Perales! ¿Adónde crees que vas? ¡Vuelve aquí ahora mismo!

—No puedo dejarle ahí, mi capitán —tampoco logró explicarse mejor mientras seguía reptando por el suelo para recuperar el cadáver—. No puedo…

Consiguió engancharle por la axila y arrastrarle hasta la trinchera que acababan de abandonar un segundo antes de que una granada levantara la hierba donde había caído, pero aún tendría más suerte aquella noche.

—¡Alto! —aunque al escuchar el ruido de otro cuerpo cayendo en la zanja se asustó tanto que ni siquiera reparó en que venía de sus propias líneas—. ¿Quién eres?

—¿Pues quién voy a ser, tontopollas? —en aquel insulto tan peculiar, antes que en su voz, reconoció al Olivares—. Yo. He venido a ayudarte. ¿O es que te crees que vas a poder tú solo con él?

Pepe prendió el chisquero para iluminar su cara mientras hablaba, pero Antonio no distinguió su rostro porque estaba viendo la calle Santa Isabel, el colegio Acevedo, el patio donde unos niños jugaban al gua y le decían que se fuera, que ellos no se juntaban con paletos. Allí estaba el Puñales, con el pelo muy negro y los hombros muy anchos desde pequeñito, el segundo amigo que hizo en Madrid, ¿sabes lo que te digo?, que me caes bien, paleto, otra mañana, el mismo patio y Julián sonriendo. Eso veía Antonio, eso escuchaba mientras su nariz aspiraba un aroma confuso, polvo de tiza, goma de borrar, el chorizo del bocadillo de la merienda pringándole los dedos. Aquel perfume triste, irrecuperable, palpitaba entre sus sienes al ritmo de las canicas que abultaban los bolsillos de sus pantalones cortos, chocando entre sí, vivas y alegres, en el fondo de aquella zanja donde iba a quedarse enterrada su infancia. Pepe, que no podía saberlo, le miraba sin decir nada, como si supiera que estaba de más, que su camarada habría preferido estar solo para llorar sin testigos, para abrazar el cadáver de su amigo y acunarse con él en la memoria del niño que la guerra no había podido arrebatarle. Eso era lo que quería hacer Antonio, eso necesitaba, y sus ojos decidieron abandonarse a un llanto que abarcaba la pérdida de un soldado y de un mundo completo, el lugar donde había sucedido su niñez, una ciudad que había dejado de existir, a la que nunca podría volver porque Vicente no saldría andando con él de aquella trinchera.

—Perdona —fue lo único que acertó a decir al darle la espalda a un hombre vivo para volcarse sobre un hombre muerto.

Después, cuando el cuerpo del Puñales ya estaba apenas tibio entre sus brazos, un instinto enterrado en un ignorado recodo de sí mismo le impulsó a soltarlo, a estirarlo bien, a cubrir una cara que ya no era la de Vicente para esperar al amanecer. Sólo entonces volvió a acordarse de Pepe, se volvió hacia él, y en la penumbra indecisa de una noche limpia, estrellada, contempló el rostro del hombre que había escuchado sus sollozos, las palabras inconexas que habían acompañado a las yemas de sus dedos mientras acariciaban las cejas, los ojos, los labios que no volverían a decir su nombre. Antonio habría preferido llorar a solas, pero el impúdico espectáculo de su dolor, aquella pena irremediable que se había ido enfriando poco a poco, había tenido un espectador y no sintió vergüenza al mirarle.

—Perdona —repitió, e intuyó que Pepe buscaba algo en sus bolsillos, que lo encontraba, que era tabaco.

—No tengo nada que perdonar.

El andaluz le ofreció un pitillo y él lo aceptó, lo arrimó al chisquero que volvió a iluminar su cabeza.

—Gracias. Era mi amigo.

—Lo sé.

Con cualquier otro habría sido distinto. Con cualquier otro habría sido difícil. Cualquier otro le habría estorbado, le habría molestado, habría interrumpido su duelo con palabras, con preguntas, la insufrible torpeza de quienes se empeñaban en hacer llevadera la insoportable carga de la muerte. Pero Pepe sabía estar callado y supo esperar hasta que Antonio comprendió que no soportaba ni un solo segundo de silencio más, hasta que rompió a hablar como si cada sílaba que brotaba de su boca tuviera la virtud de suturar una herida que los dos sabían que no volvería a cerrarse. Durante aquellas horas, Antonio tuvo la sensación de que se habían contado su vida, pero en realidad, casi todo el tiempo había hablado él, y casi todo el tiempo había hablado de Eladia. Eso tampoco le pesó.

Cuando se consumó la retirada y tuvo la oportunidad de pedir permiso para pasar una noche en su casa, le invitó a ir con él. Pepe aceptó porque también estaba muy sucio, muy cansado, y el placer de bañarse, de dormir en una cama, compensaba el mal trago de acompañar a Antonio a casa de Puñales. El padre, que ya había perdido otro hijo en aquella guerra, les agradeció su condolencia con palabras. La madre, sentada en una silla con la mirada perdida, los labios cerrados, los ojos secos, como muertos, ni siquiera giró la cabeza para mirarles. Aquel dócil, silencioso ejercicio de desesperación les impresionó tanto que salieron a la calle Atocha sin hablar, y ninguno de los dos había despegado los labios todavía cuando pasaron por delante de una taberna que les llamó la atención. Todavía eran las ocho menos diez, la tierra de nadie previa al apagón de cada noche, y aquel local tenía la mitad de las luces encendidas. Así, Antonio pudo ver a Eladia acodada en la barra, sonriendo a las palabras de un hombre alto y moreno, al que Tito escuchaba con la misma atención y una mano encima del brazo de la bailaora.

Por no verla, se volvió hacia su amigo y estudió la venda que llevaba alrededor de la frente como si no supiera qué significaba. La gasa sucia y reseca, estampada de manchas rosadas y amarillentas, de sangre y de pus, era más aparatosa que el rasguño que cubría, pero los colores de la herida eran auténticos. Delgado hasta la transparencia, la piel macilenta de polvo y de cansancio, las mejillas hundidas, una bolsa violácea bajo los párpados, Antonio miró a Pepe y logró verse a sí mismo tal y como le vería Eladia si girara la cabeza para echar un vistazo hacia la calle. Él también tenía una herida, una venda estampada en tonos semejantes rodeando dos dedos de su mano izquierda, el índice y el corazón dañados por la misma metralla que había matado a Puñales. Mientras volvía a recordar cómo y por qué, dónde había muerto Vicente, se comparó, comparó la pareja que formaba con su camarada, con aquellos dos hombres limpios y bien peinados, sus flamantes uniformes cargados de insignias, las manos limpias, el cuerpo intacto mientras compartían media frasca de vino con la chica más guapa del barrio, en aquel local iluminado cuya temperatura empañaba unos cristales milagrosamente enteros. Hasta que Pepe dio un paso hacia él, le pasó un brazo por los hombros y le obligó a mirarle.

—¿Es esa? —Antonio asintió con la cabeza—. ¡Qué putada, Antoñico!

Él se limitó a asentir, mordiéndose los labios para no romper aquel escaparate con los puños. Era una putada, y tan gorda que cuando el andaluz tiró de él, se dejó hacer con una mansedumbre insensible, casi inerte, como si su cuerpo no dependiera de su voluntad. Pero no pudo evitar que en el mínimo plazo que sus pies necesitaron para arrancar, Eladia le viera, le mirara, y descifrara todos los ingredientes de aquella escena muda, estática, tan pacífica en apariencia, dos soldados en la calle, dos civiles en un bar, una mujer con ellos. Él también la vio, la boca abierta en mitad de una palabra, las manos congeladas en el aire, los ojos agrandados por el asombro, y adivinó que estaba anticipando su propio desprecio. Todo esto ocurrió en un segundo. En el siguiente, ella intentó reaccionar y él no se lo consintió. Al fin y al cabo, hicimos un trato y no lo hemos deshecho todavía, se dijo mientras la furia y la tristeza competían entre sí para alejarlo de allí lo antes posible. Pero a las seis de la mañana del día siguiente, la encontró esperando en su portal.

—Antonio…

La noche anterior, después de presentar a Pepe a su familia, y besarles, abrazarles a todos, los dos se habían bañado, habían liquidado en un cuarto de hora todo lo que había en la despensa y se habían acostado antes de las nueve. El hijo pródigo estaba tan exhausto que, a pesar de todo, había dormido ocho horas de un tirón. Eladia no. Seguramente no había llegado a acostarse, porque tenía los ojos hinchados, los labios resecos, la ropa arrugada. Antonio detectó todo esto y el efecto mate, grisáceo, de la preocupación sobre su piel, pero no logró identificar en su cansancio el desamparo de otras veces, la huella de aquella niña bronca y peluda, indefensa, que antes le enternecía tanto.

—Buenos días —intentó salir y ella bloqueó el umbral con su cuerpo.

—No, espera un momento, tengo que hablar contigo.

—No tengo tiempo para hablar, Eladia. Tengo que volver al frente, ya sabes… A jugarme la vida por los héroes de la retaguardia.

Ella cerró los ojos y se quedó quieta. Él la sorteó y echó a andar, siguió adelante hasta que escuchó unas palabras que no esperaba.

—Tú no sabes nada de mí, Antonio.

Pepe siguió subiendo la cuesta. Él se paró, miró a aquella mujer, afrontó una expresión extraña, mansa y rabiosa a la vez, que ya conocía aunque nunca había sabido interpretar.

—No sabes nada de mi vida. Tendría que contarte…

Eladia no quiso terminar la frase. Él la estaba esperando, esperaba una razón, un milagro, un clavo ardiendo al que agarrarse con el borde de las uñas, pero ella sólo se atrevió a coger un atajo equivocado.

—No tengo nada que ver con esos, de verdad. Les conozco, sí, el enano anda siempre detrás de mí y ayer me los encontré por la calle, pero… —alargó una mano, le cogió del brazo, le sujetó para que no se escapara—. Sé que no son héroes, sé lo que son, pero estoy sola con la Palmera, él es lo único que tengo, y a ninguno de los dos nos conviene que me lleve mal con ellos porque son peligrosos, sobre todo para Paco. No pasa nada más.

Eso no era lo que Antonio esperaba. Lo comprendía, lo aprobaba, pero no era lo que ella tendría que haberse atrevido a decir, así que intentó soltarse, seguir andando. Eladia se lo impidió, fue de nuevo la más rápida de los dos, y antes de que lograra alejarse, le rodeó, se le puso delante, le colocó las manos en el pecho como si estuviera empujando una pared.

—¡Espera un momento, Antonio, por favor! Yo, después de ti, yo… —cerró los ojos, volvió a abrirlos, le miró—. No he estado con ninguno.

—¡Antonio! —Pepe le llamó desde Antón Martín y el conductor del camión subrayó su nombre con un bocinazo—. ¡Venga!

—Me están esperando, Eladia —liberó su pecho de las manos de aquella mujer, y sus dedos las retuvieron un instante más de lo imprescindible aunque él no fue consciente de habérselo ordenado—. Tengo que irme.

Cuando se montó en el camión, se asomó por el borde de la caja como si fuera un balcón para mirarla por última vez, y entonces sucedió. Entonces, mientras un soldado rezagado atravesaba la plaza a la carrera, Antonio la vio con la cabeza hundida entre los hombros, los brazos muy quietos, pegados al cuerpo, una niña pequeña con una pistola demasiado grande, un uniforme tan falso como si lo hubiera robado en una tienda de disfraces, un dolor impreciso, antiguo y nuevo, que era lo único que no había cambiado, lo único que permanecía intacto en ella desde que la conoció. Luego el conductor arrancó, y Eladia se puso en marcha como si el ruido del motor la hubiera despertado.

—¡Antonio! —le llamó y corrió hacia él—. ¡Antonio! —el chófer pisó el acelerador—. ¡Antonio! —la tercera vez que gritó su nombre, ya no pudo verla.

Después, perdió la guerra. Durante un año entero, Antonio Perales García luchó en una guerra perdida, se entregó por entero a una República cada vez más pequeña, más enferma, y pensó en su amor con la misma desesperación que en la victoria. Cada mañana, cada noche la veía, una niña fea y una mujer hermosa, un cuerpo desnudo o enfundado en un vestido verde con lunares negros, una expresión arrogante o triste, siempre feroz, Lali, Eladia o Carmelilla, tan dura, tan suave, tan incomprensible. Todos los días temía que lo mataran antes de volver a verla, y todos los días pensaba que quizás la muerte fuera mejor, más deseable que el tormento de vivir contando los eslabones de la cadena que lo ataba a ella sin remedio. El 7 de marzo de 1939 no fue una excepción. Aquella mañana, antes de que su teniente le pusiera delante cinco cerillas para animarle a sacar la más larga, también pensó en Eladia. Y cuando Pepe corrigió la inclemencia del azar, le dio la oportunidad de poner su vida y su muerte en las mismas manos.

A las tres y media de la madrugada del día siguiente, empujó una pesada puerta de madera y no tuvo miedo. La remota posibilidad de encontrarse por la escalera con alguien que le reconociera le impulsó sin embargo a avanzar los pies con mucho cuidado, tanteando cada escalón antes de pisarlo, aunque subió sin contratiempos hasta el último piso. Al llegar a la puerta, se paró a pensar y decidió tocar el timbre dos veces seguidas, posando apenas la yema del dedo para no despertar a los vecinos que estuvieran durmiendo. Había visto llegar a Eladia sólo diez minutos antes, calculaba que no le habría dado tiempo a acostarse, y el repiqueteo de unos tacones sobre las baldosas no tardó en darle la razón.

—¿Quién es? —reconoció su voz.

—Soy yo —y confió en que ella reconociera la suya.

Durante un segundo no escuchó nada. Después, percibió un chasquido metálico. Eladia aseguró la cadena de la puerta antes de abrirla y se le quedó mirando por el hueco, con los ojos muy abiertos.

—¿Estás solo? —preguntó de todas formas.

—Sí —él asintió—. Has oído la radio, ¿no? —ella le contestó con el mismo gesto—. Entonces, ya sabes lo que está pasando.

—Espera un momento.

Cerró la puerta, quitó la cadena, la abrió de par en par y le miró. A pesar de la gravedad de aquella conversación de medias palabras, él se tomó su tiempo para recorrerla con los ojos, un quimono oriental ajustado con tantas prisas que las solapas dejaban ver las puntillas de su combinación, las piernas desnudas, los pies embutidos en unos zapatos de tacón sin abrochar, una imagen tan conmovedora que le impulsó a levantar los brazos, como si pretendiera rendirse al enemigo.

—Pues aquí me tienes, Eladia… Haz conmigo lo que quieras.

Ella no se apresuró a responder. Antes cerró los ojos, volvió a abrirlos, sonrió. Después, le agarró por las solapas de la guerrera, le atrajo hacia sí, cerró la puerta, le apoyó contra la hoja y le besó.

En aquel momento, Antonio Perales García debería haber sido consciente de que estaba a salvo. Nadie iba a ir a buscarle precisamente allí, a la casa de una mujer que no sólo era anarquista, sino también la que peor le había tratado antes y después de aquella noche en la que se lo llevó del tablao para que no pasara nada, decían algunos, o para que pasara lo peor, según otros habituales del local. En todo Madrid no existía un refugio más seguro para él, pero cuando volvió a besar a Eladia, cuando volvió a tocarla, Antonio no pensó en eso ni en ninguna otra cosa. La emoción que acababa de inaugurar la época más extraña, más intensa de su vida, no le dejó pensar.

Duró treinta y dos días, y fue, de principio a fin, una locura, un paréntesis de irrealidad plena y eufórica como el baile de un condenado camino de la horca. Más allá de las paredes de aquella habitación, el mundo, su mundo, se caía a pedazos, pero él se sentía al margen de cualquier catástrofe, como un viajero de paso en un país ajeno, un turista alojado en un hotel de lujo desde cuyas ventanas se oyera un clamor incomprensible, un corresponsal de guerra aburrido por un conflicto que había dejado de interesarle. Todo lo demás era Eladia.

—Esta noche ha venido Tito al tablao a preguntar por ti.

Cuando entraba en la habitación ya llevaba los zapatos en una mano y se desabrochaba la blusa con la otra, muy despacio.

—¿Ah, sí? —él se enderezaba en la cama, cruzaba los brazos detrás de la nuca para apoyar la cabeza en ellos, sonreía—. ¿Y tú qué le has dicho?

Ella terminaba de desnudarse, se bajaba la cremallera de la falda, se la quitaba para dejarla caer al suelo, apoyaba un pie en la cama para quitarse una media, después la otra, y no dejaba nunca de mirarle.

—Pues que no tenía ni idea de dónde estaba ese cabrón comunista, traidor, vendido a la burguesía y enemigo de la revolución.

Se desprendía deprisa de las bragas, del sostén, pero se demoraba en colocarlo todo, algunas prendas en el armario, otras sobre la silla, para pasearse desnuda por la habitación antes de acercarse a la cama.

—Pero que no se preocupara —añadía mientras se sentaba en el borde—, porque en cuantito que me enterara, iba a ir corriendo a contárselo.

—¡Ohhh! —él abría los brazos, la cogía por la cintura, la arrastraba hasta tumbarla a su lado—. Así que mi vida corre peligro.

—Desde luego —ella separaba un instante la cabeza de la suya, le miraba, levantaba en el aire un dedo admonitorio—. Yo que tú me esmeraría…

Y se reían, se reían mucho, se reían tanto, y tan alto, que la Palmera les regañaba cuando salían de la habitación.

—¿Pero es que no os habéis dado cuenta de que aquí ya no se ríe nadie, joder? —y al verle con el susto pintado en la cara, se reían otra vez—. Sí, vosotros seguid con la juerga, que ya veréis lo que van a tardar en venir los vecinos a preguntar. Más de uno estará pensando que me he vuelto macho por obra del Espíritu Santo…

En algún lugar de su cerebro, un rincón fresco y oscuro, impermeable al júbilo, Antonio comprendía que Paco tenía razón, que no deberían reírse ni hacer tanto ruido, pero eso también sucedía muy lejos, en una zona extranjera de su cabeza, el remoto almacén donde se cubrían de polvo todas las verdades que sabía y debería recordar alguna vez, en aquel momento no. No se le ocurrió pensar que el peligro que estaba corriendo, el que correría cuando Franco entrara en Madrid, el que su presencia en aquella casa representaría entonces para Paco, para Eladia, latía en el fondo de las risas, de las bromas y los besos, multiplicando el placer, la alegría de cada instante, para evitar que una verdad sombría, erizada de espinas, arruinara la fantasía en la que dos amantes se despertaban cada mañana felices, hambrientos y dispuestos a apurar un nuevo día como si no supieran que podría ser el último. Por eso, las únicas concesiones a la realidad que se permitió a sí mismo fueron insignificantes.

—¿Se puede saber qué estás haciendo ahora, requesón?

Desde que vivía allí, la Palmera se encargaba de hacer la compra, porque Eladia tampoco tenía un instante que perder en las largas colas que se formaban ante todos los mostradores. Aquella mañana, sin embargo, tuvo suerte, y cuando volvió, ella no se había levantado todavía.

—¿Pues qué voy a hacer? —al oírle, Antonio se incorporó para sentarse en el suelo—. Flexiones. Como en el ejército hacía tanto ejercicio y ahora no puedo salir a la calle, pues… No quiero engordar, ni ponerme fofo.

—¡Ja! —aquel día, fue la Palmera quien se rio—. Eso sí que es bueno. Con la mierda que comemos y el trajín que te traes, tendría gracia que te echaras un gramo encima —y cabeceó para darse la razón a sí mismo mientras Eladia, somnolienta, despeinada, luminosa, salía de su habitación.

—No le hagas caso, Antonio —se sentó frente a él, en el suelo, y rodeó su cuerpo con las piernas para que su amante la apretara contra sí antes de adoptar la misma posición—. Tú haz gimnasia, que ya me ocuparé yo de que no engordes.

Estaba tan graciosa desde que le favorecía con su ingenio, poniendo a su servicio el descaro con el que siempre le había combatido, que se echó a reír antes de besarla.

—¡Hala, alegría! —la Palmera se fue rezongando a la cocina—. Si lo peor es que al final los curas van a tener razón. Un día de estos, se os va a derretir el cerebro de tanto follar…

Concentrado en la boca de Eladia, Antonio no pudo verle, pero le escuchó, y volvió a pensar que ya encontraría un momento mejor para darle la razón. Aparte de la gimnasia, todas las medidas que el camarada Perales llegó a tomar antes de la entrega de Madrid se redujeron a dos. El tercer día que despertó en su cama, le pidió a su amante que informara a Jacinta de su paradero. Ella se negó porque no le parecía seguro, y a él le conmovió tanto esa objeción, que tardó un rato en volver a la carga. Al final logró convencerla, y hasta la envió una mañana a la calle Santa Isabel a avisar a Manolita. Después, todo lo que hizo fue esperar, disfrutar del regalo de aquella luna de miel que, por momentos, llegó a parecerle un destino perpetuo. No lo fue.

En la madrugada del 9 de abril, estaba acostado y despierto, esperando a Eladia como todas las noches. El último pase del espectáculo terminaba hacia las dos y media, pero había que contar con los bises, con el tiempo que tardaba en desmaquillarse y cambiarse de ropa, así que nunca llegaba antes de las tres y cuarto. A las tres y media, todavía no estaba preocupado, pero dieron las cuatro, las cuatro y media, las cinco y no había vuelto. Cuando oyó el ruido de una llave en la cerradura, ya había empezado a clarear al otro lado de los visillos.

—Han detenido a Eladia —la Palmera llegó con el gesto desencajado, el rostro tan pálido como si no le quedara una gota de sangre en las venas—. Han venido a buscarla y se la han llevado a la Puerta del Sol. Vengo de allí, pero no he podido verla, y tampoco han querido decirme nada.

—¿A Eladia? —Antonio sintió que se tambaleaba, pero llegó a sentarse en una silla a tiempo—. ¿Pero por qué? Si ella nunca ha tenido responsabilidades, no era dirigente de… —hasta que recuperó aquella imagen tan violenta, tan excitante al mismo tiempo, una mujer de bandera marcando el paso con una pistola de medio metro encajada en el cinturón—. No puede ser.

—¿No? —la Palmera le sonrió con tristeza—. ¿Te acuerdas de Alfonso Garrido? Pues ha venido su hermano en persona a por ella. Don Arsenio dice que no hay que preocuparse, que mañana por la mañana empezará a hacer gestiones, pero… —hizo un puchero y se detuvo a tragar saliva—. Ya veremos.

En ese momento se pinchó el globo, la mullida nube de algodón de azúcar en la que se había mecido durante el último mes. Antonio se cayó al suelo y se hizo daño. Había luchado con todas sus fuerzas para evitar lo que acababa de suceder, pero eso no le había impedido vivir en el mismo engaño, la misma trampa amable, benévola, que había empujado a hombres como Besteiro a apoyar el golpe de Casado. Hasta aquel momento, había cedido al espejismo de suponer que los golpistas de su propio bando representaban para él un peligro más grave que el enemigo al que habían combatido juntos durante tanto tiempo. La guerra se había perdido y habría que empezar otra vez desde cero, aguantar el tirón, unos meses, en el peor de los casos quizás años de cárcel, otros tantos de clandestinidad, y luego el perdón, la amnistía, el restablecimiento de la normalidad, el regreso al trabajo político, la espera de una segunda oportunidad. Durante un siglo, siempre había sido así. Cuando un general absolutista daba un golpe de Estado, los liberales se repartían entre los presidios y un exilio temporal, en París o en Lisboa. Cuando el golpe lo daba un liberal, llegaba el turno de la cárcel y el destierro francés o portugués para los absolutistas. Ninguna guerra civil había sido tan larga, tan feroz como la que acababa de terminar, pero hasta la noche en la que Eladia no volvió a casa, no se le había ocurrido pensar que aquellos adjetivos pudieran aplicarse también a la posguerra. Tres días después, ella misma le explicó hasta qué punto estaba equivocado.

—Ten mucho cuidado, Antonio, prométeme que vas a tener mucho cuidado, que no te vas a acercar a las ventanas siquiera… —acababa de entrar por la puerta y le cogió la cara con las dos manos para mirarle de una manera que fulminó la sonrisa con la que él había celebrado su regreso—. Prométemelo. No te imaginas cómo están las cosas, te lo digo en serio.

Desde el 12 de abril de 1939 hasta el 5 de enero de 1942, Antonio siguió viviendo con Eladia, haciendo gimnasia y escandalizando a la Palmera. Ella siguió ocupándose de que no engordara, pero ninguno de los tres volvió a reírse como antes.

La dureza de una represión que, lejos de ceder, se incrementó a medida que iba pasando el tiempo, cambió el ritmo de sus días y sus noches, la monotonía de un encierro que llegó a desesperarle. No tenía miedo, porque se sentía muy protegido, arropado por media docena de mujeres y un hombre dispuestos a todo para garantizar su seguridad. Tampoco se sentía prisionero, sobre todo desde que se mudó con Eladia a un edificio de la calle de la Victoria, otro ático con una terraza enfrentada a un muro macizo, donde podía tomar el aire sin que nadie le viera. Desde allí llegaba con mucha facilidad, cruzando dos azoteas, a la ventana por la que entraba y salía del vestuario del tablao, el escondite adicional que le permitía hablar con gente distinta todos los días y evitaba que se viniera abajo. Era consciente de que, en sus circunstancias, aquella situación era casi inmejorable. Su reclusión le pesaba menos que el riesgo que implicaba para sus benefactores, pero no se sentía culpable sólo por eso.

—¿Qué te pasa, Antonio? —le preguntaba Eladia de vez en cuando.

Ni él ni la JSU ganaban nada con que le detuvieran. Aquel axioma seguía siendo cierto, pero no le consolaba de la inactividad forzosa, el confortable retiro desde el que asistió a distancia al fusilamiento de su padre, al encarcelamiento de sus amigos, de su madrastra, al heroico empeño de su hermana Manolita por sobrevivir, mientras Jacinta le traía cada noche noticias de nuevas detenciones, sospechas siempre equivocadas sobre la identidad del traidor que les estaba diezmando sin remedio.

—Nada —contestaba él siempre—. Estoy bien.

Los dos sabían que no era verdad, pero ella ni siquiera sospechaba que la impotencia de estar recibiendo tanto sin poder hacer nada por nadie, le sumía a ratos en una melancolía que sembraba en su cabeza ideas peligrosas, abrir la puerta de su casa, bajar las escaleras como cualquier vecino, pasearse por la calle a la luz del día, ir al encuentro de la policía, dejarse detener, acabar por fin donde debería haber estado desde el principio, en la cárcel, como todos sus amigos. El Orejas era el único que estaba fuera, pero trabajaba mucho, corría muchos riesgos para reorganizar a los que no habían caído. Él, sin embargo, no podía hacer nada útil, no pudo hacerlo hasta que, a fines de abril de 1941, encontró una oportunidad de sentirse mejor consigo mismo.

—¡Chico, qué mala suerte! —Jacinta subió a verle al vestuario unos minutos antes del segundo pase—. ¿Te acuerdas de Luisa, aquella chica de Bilbao que durmió en mi casa la semana pasada? Pues le gustaba mucho pegar la hebra, y como a mí también me gusta, nos liamos las dos, dale que te pego, y me contó que había venido a Madrid a traer dos multicopistas para el Partido, que no te lo dije porque era secretísimo, pero anoche mi marido llegó a casa con un cabreo que para qué, le pregunté qué pasaba… ¡Y resulta que ahora, con lo que ha costado traerlas, las multicopistas no funcionan!

—¿Cómo que no funcionan?

—Pues que no —Jacinta movió las manos en el aire para disuadirle de pedir más precisiones—, que son muy raras, que nadie ha visto máquinas como esas, que no saben ponerlas en marcha… Que no funcionan.

Yo tengo un amigo que arregla cualquier máquina con dos horquillas y una goma… En febrero de 1937, aquella frase había cambiado el destino de Silverio. Cuatro años después, sin darle apenas tiempo para censurar a su camarada por la alegría con la que acababa de destripar aquel asunto secretísimo, volvió a formarse intacta en su cabeza.

—Yo tengo un amigo que sabría hacerlas funcionar, estoy seguro —y le contó a Jacinta la historia del Manitas, la legendaria habilidad que había bastado para reabastecer de munición todos los frentes de Madrid—. Lo que no sé es cómo podríamos llegar hasta él, porque de esto no se puede hablar en un locutorio lleno de guardias.

—No, claro, aunque se me está ocurriendo… —Jacinta se quedó un rato pensando—. ¿Tú has oído hablar de las bodas que hace el cura de Porlier?

Doscientas pesetas, un kilo de pasteles y un cartón de tabaco por cada pareja, todo multiplicado por dos, porque si no había padrinos, no había boda. Era muy caro pero, desde hacía unos meses, por cuatrocientas pesetas, dos kilos de pasteles y dos cartones de tabaco, dos mujeres podían comprar una hora a solas para encontrarse con dos presos de Porlier. Aquel negocio, que estaba haciendo rico al capellán de la cárcel y a los funcionarios conchabados con él, era un puro invento, una fachada que no comprometía a nada. No hacía falta aportar papeles, no se celebraba ninguna ceremonia y no quedaba constancia alguna de aquellos simulacros de matrimonio.

—¿Estás segura? —cuando Antonio hizo aquella pregunta, ya había escogido a la novia.

—¡Toma! Como que la que me lo contó era la madre de un preso que se había casado con su propio hijo.

Porque no existía otra posibilidad de besarlos, de abrazarlos, de tratar con ellos, sin testigos, asuntos que no se podían hablar a gritos. Ni siquiera los condenados a muerte, ni siquiera en la noche previa a su ejecución, podían recibir visitas sin una alambrada de por medio. Así, algunas madres y hermanas desesperadas se ponían de acuerdo con otras para organizar encuentros muy distintos a los que las mujeres de los presos que podían pagárselo solicitaban para tener relaciones sexuales con sus maridos.

—Se trata de forrarse con el dinero de los rojos, nada más —le explicó Jacinta—. En el cuarto por lo visto no hay nada, ni una triste silla, el suelo, las cuatro paredes y un ventanuco. Yo creo que el director de la cárcel ni sabe lo que pasa allí, fíjate…

—Mejor —el timbre que convocaba a los artistas para el tercer pase puso fin a la conversación—. Cuando bajes, dile a mi mujer que la espero en casa.

Al cruzar la azotea, miró al cielo y se fijó en que aquella noche había luna llena. Pues va a ser verdad que soy un hombre-lobo, se dijo, y celebró aquella casualidad como un guiño del destino, porque Silverio no estaba a su lado para moderar su ambición, pero sus méritos habían desatado los engranajes que rechinaban en su cabeza, y eso era como una garantía de su presencia.

—Es lo mismo que matar moscas a cañonazos —recordó—, pero si te empeñas…

Aquella noche, solo en su casa con un proyecto, un plan, algo que hacer por primera vez en mucho tiempo, Antonio comprendió que la objeción de Silverio tenía más fundamento que nunca, pero el simple hecho de poder cargar un cañón imaginario para matar a una mosca diminuta le dio fuerzas y ánimos, devolviéndole el buen humor que le faltaba desde hacía meses.

—Pero, bueno, ¿y a ti qué te pasa hoy? —Eladia lo celebró cuando la enlazó por la cintura y la estrechó contra sí, para bailar con ella sin más música que la que sonaba en su imaginación.

La dirección del Partido tardó menos de cuarenta y ocho horas en comunicarle que había aprobado su plan y estaba dispuesta a correr con los gastos. La cantaora recitó a continuación, como si fuera la letra de una copla que hubiera tenido que aprenderse de memoria, que las multicopistas eran prioritarias, que el camarada Perales estaba a cargo de la operación y que, en consideración a su encierro, se le autorizaba expresamente a tomar sus propias decisiones.

—Pero, hombre, requesón… —la Palmera fue la única persona que frunció el ceño cuando se enteró de lo que tramaba—. ¿A ti no te parece que tu pobre hermana ya tiene bastante como para echarle esto encima?

Antes de la victoria de Franco, lo último que Antonio se habría atrevido a sospechar era que algún día llegaría a admirar a Manolita. En los primeros meses de su encierro, atado de pies y manos por la amenaza de un peligro cuyas verdaderas dimensiones aún desconocía, ninguna imagen le posaba en el paladar un sabor tan amargo como la estampa de su hermana, tan pequeña, tan joven, tan sola, con cuatro niños a cuestas, navegando sobre dos cárceles, el paro, el desahucio y el hambre. Estaba seguro de que no sería capaz de tirar de aquel carro durante mucho tiempo, de que antes o después tendría que desprenderse de los pequeños, confiarlos al Auxilio Social o recurrir a la caridad para alimentarlos, si no se veía obligada a hacer algo peor. Por eso, les pidió a las chicas que coquetearan con el comisario todo el tiempo que hiciera falta hasta conseguir una cartilla de fumador a nombre de su padre, y después, siguió desvelándose por las noches mientras repasaba todos los posibles desarrollos de una situación que, en cualquier momento, podía terminar con una de sus hermanas, quizás las dos, en una esquina de la calle de la Montera.

Pero la Palmera, que siempre había sido un sentimental, y se había empeñado en cobijar a Manolita bajo las pocas plumas que le quedaban en las alas, fue contándole, semana tras semana, una historia distinta. Antonio siguió a distancia los episodios de la guerra que su hermana libraba en solitario contra el mundo, la sucesión de pequeñas victorias que había colmado de medallas el pecho de una jovencita a la que él nunca había considerado digna de grandes méritos. A veces, hasta tenía la sensación de no haberla conocido antes, pero en abril de 1941 ya había aprendido que Manolita era fuerte, que era lista, que era animosa, generosa, tenaz. Y que era, sobre todo, muy valiente.

—Precisamente por eso, Palmera —respondió—. Si ha conseguido salir adelante con todo lo que lleva a cuestas… ¿Cómo no va a poder con esto?

Antonio Perales García podría haberse parado a valorar las consecuencias del cañonazo que estaba a punto de disparar, pero su especialidad no era pensar, sino conspirar. La teoría siempre había sido asunto de Silverio.