Cuando volví a ocupar una plaza en la interminable fila de mujeres que avanzaban junto a un muro de ladrillos rojos, la cárcel de Porlier era el último lugar de Madrid al que habría querido volver. En la mañana cálida, soleada, del segundo lunes de mayo de 1941, habían pasado nueve meses desde que me despedí de aquel edificio, y del cadáver de mi padre en el cementerio del Este, con la solemne promesa de no volver a pisarlo jamás.

—Lo siento mucho, de verdad, yo… No pude hacer nada y mi marido tampoco ha tenido que ver, te lo juro. Ha sido mi suegro, mi suegro…

Doña Encarnación Peláez nunca me había dirigido la palabra, y si no hubiera dicho su nombre en voz alta mientras llamaba a mi puerta, ni siquiera la habría identificado, porque la conocía desde siempre, pero de muy poco.

La familia de su marido veraneaba en la casa más bonita de Villaverde, un palacete al que mi madre solía ir en verano a ofrecer leche, fruta y verdura. Yo la acompañaba algunas tardes hasta los dominios de la cocinera, una mujer gorda y risueña que se asombraba de verme tan mayor de un año para otro antes de darme un plátano o una onza de chocolate. Como entrábamos y salíamos por la puerta de la cocina, nunca coincidíamos con los dueños de la casa, pero desde la verja del jardín trasero se veía la pista de tenis y allí, una tarde, descubrí por primera vez a la señorita Encarna, pegando brincos a lo lejos con una raqueta en la mano y una falda blanca, corta, que dejaba sus muslos al aire cada dos por tres. Me impresionó mucho, porque nunca había visto a una mujer haciendo deporte, pero esa imagen, y la de su rostro sonriente mientras nos decía adiós cuando pasaba a nuestro lado en el coche, era todo lo que podía recordar de ella una mañana de octubre de 1940, la que escogió para venir a contarme por qué habían fusilado a mi padre.

Dos semanas antes de su ejecución, yo había estado en el juicio, había escuchado su nombre aparte, desgajado del expediente por el que creía que iba a ser juzgado, había visto el mismo gesto de extrañeza en su rostro y en el de sus compañeros, y había oído la declaración de tres testigos a quienes no conocía de nada, afirmando lo contrario y que le habían visto pegando fuego a una iglesia en marzo de 1936. Cuando intentó defenderse, le dijeron que había agotado su turno de intervenciones. Luego, el abogado que le había tocado tomó la palabra para decir que, dada la abominable naturaleza de su crimen, no concebía más clemencia que la inmediata ejecución de la pena.

Antes de que lo detuvieran por segunda vez, padre me había contado que tenía miedo. Había sido guardia de asalto durante toda la guerra y eso significaba que habría detenido a mucha gente, habría declarado contra ellos, habría tenido que disparar más de una vez. Yo sólo cumplía órdenes, decía, pero vete a saber, en una guerra… Nunca fue más allá de aquellos puntos suspensivos, una culpa que le torturó en vano hasta que le fusilaron por un delito que no había cometido.

Doña Encarnación Peláez no me contó desde cuándo se conocían, ni en qué momento había empezado él a llamarla Encarnita, pero sí que se habían encontrado por azar, en el paseo de Recoletos, en la primavera de 1937. En aquella época, la tenista vivía en la casa de su familia, donde se había instalado el verano anterior para cuidar de su padre, convaleciente de una neumonía, mientras su marido se trasladaba al balneario de La Toja con su hermano mayor, canónigo de la catedral de Valladolid y enfermo de reúma. Aquel dato me devolvió una parte de su historia que conocía de oídas. La última vez que acompañé a mi madre al palacete, la cocinera había dicho algo que no entendí, pero las hizo reír a las dos. Cuando pregunté, madre no quiso repetir el chiste, pero me contó que el marido de la señorita Encarna estaba muy delicado, que padecía unos ataques de tristeza que le dejaban sin fuerzas hasta para levantarse de la cama, que no debería haberse casado, y que su mujer y él hacían vidas separadas. Diez años después, ella me lo confirmó antes de contarme que, al terminar la guerra, la portera de la casa donde había vuelto a vivir con su marido y su única hija había corrido a contarle a su suegro que había estado viéndose allí con un guardia de asalto, y que una vez había oído que lo llamaba Antonio.

—Me preguntó su apellido y no se lo quise decir, pero mi marido lo adivinó enseguida porque… Bueno, porque lo adivinó —apartó sus ojos de los míos y los clavó en una esquina del techo—. Son muchos años, y muchos… En fin, que lo siento en el alma, Manolita.

En ese momento, sucedió algo que no pude explicarme. Yo ya había llorado a mi padre. Había llorado por él, por mí y por mis hermanos, por su ausencia y por el futuro que entrañaba para sus hijos. La última vez que hablé con él, no sabíamos que iban a fusilarlo al día siguiente pero estaba mucho más sereno que yo. Después, me entregaron su carta de despedida, un mensaje corto y sencillo al que dos faltas de ortografía añadían una misteriosa solemnidad. En una cuartilla, nos pedía perdón por habernos dejado solos tan pronto, insistía en que iba a morir por un delito que no había cometido, reconocía que no había sido ni un buen marido ni un buen padre aunque nos había querido mucho a todos, y nos dedicaba una frase a cada uno, seis mensajes individuales, el mío y el de Toñito casi idénticos, aunque la fuerza y la suerte que nos deseaba por igual significaran cosas diferentes. Para él, que no se dejara atrapar. Para mí, que lograra salir adelante. Terminaba dándonos ánimos, él, que iba a morir, a nosotros, que íbamos a seguir viviendo, y esa despedida me aplastó de tal manera que estuve a punto de no darle a la Palmera la copia que había hecho para mi hermano. Después, envié a la cárcel de Ventas la carta que había dejado para María Pilar sin leerla siquiera.

En los dos meses que pasaron desde la ejecución de mi padre hasta la visita de doña Encarnación Peláez, había llorado mucho y había dejado de llorar. Mientras la escuchaba hablar, interrumpirse, dejar las frases a medias, su confesión no me alivió, pero tampoco agravó mi orfandad. Sin embargo, cuando creí que ya no le quedaba nada más que decir, su dolor resucitó el mío.

—Sé que está mal que yo lo diga —dejó de limpiarse los ojos con un pañuelo y el llanto corrió por su cara como un torrente que acabara de romper un dique—, que no debería decirlo pero… Desde que nació mi hija, tu padre es la única cosa buena que ha pasado en mi vida, la única, y yo… Yo habría hecho cualquier cosa para salvarle, pero no pude, no pude, no me dejaron…

Abrió la boca como si quisiera añadir algo más, pero los sollozos no se lo consintieron. Me levanté, fui hacia ella, rodeé con mis brazos su cuerpo y el respaldo de la silla en la que estaba sentada, y la mecí como si fuera uno de mis hermanos pequeños. En ese momento, no reparé en la incomprensible naturaleza de la escena que estábamos representando, la huérfana de un fusilado consolando a la involuntaria causante de su muerte, sino en que, aunque también estaba mal que yo lo pensara, a mi padre le habrían gustado esas palabras, «él fue la única cosa buena que ha pasado en mi vida», como epitafio. Nunca se me había ocurrido mirarle con los ojos de sus amantes. Lo que vi desde allí me reconfortó de una manera extraña y culpable, al precio de recordarme que Antonio Perales Cifuentes nunca tendría un epitafio, una losa de piedra donde inscribir la memoria de amor alguno. El frío sucedió al calor para devolverme a un llanto que creía haber agotado para siempre y que terminó de una forma brusca, tan abrupta como su principio, cuando doña Encarnación se acordó de mirar el reloj.

—¡Uy, qué tarde es! —y en sus ojos hinchados, inflamados, relució un destello de miedo auténtico—. Tengo que irme ya, se estarán preguntando… —entonces me miró—. No me dejan salir sola, ¿sabes? Por eso he tardado tanto en venir, porque hasta hoy no he podido escaparme y…

Se levantó, se arregló la ropa, recorrió la habitación con la mirada como si estuviera perdida en un paisaje que no comprendía, y echó a andar hacia la puerta con un aturdimiento que inflamó sus mejillas de color. Eso tampoco lo entendí hasta que la vi abrir el bolso, sacar algo, coger una de mis manos, depositarlo en la palma y apretarla después.

—Ten. Esto no es… Me he enterado de que tu madrastra está presa, de que os han echado de vuestra casa, y… Tampoco tengo dinero, no me dejan manejar ni un céntimo, pero he encontrado esto en un bolsillo de mi marido. Acéptalo, por favor.

Luego se fue, bajó corriendo por las escaleras y no se volvió a mirarme. Cuando la perdí de vista, abrí el puño, encontré dos billetes de cien pesetas y me puse como loca de contenta. Ni se me pasó por la cabeza que debería ofenderme. Mi último margen para el orgullo había expirado seis meses antes, el día que me encontré un papel clavado en la puerta de mi casa.

Era una orden de desahucio, el mismo formulario, las mismas palabras que habían usado para quitarnos el almacén de la calle Hortaleza. Sólo cambiaba el nombre de la propietaria, María del Pilar García Fresneda, y la firma del juez. Yo entendía que en este caso la expropiación estaba justificada por más que los expoliados siguieran siendo mucho más ricos que la ladrona, pero aquel aviso me hundió más que cualquier otra mala noticia que hubiera recibido en el último año. En aquel plazo había padecido desgracias más graves, la detención de mi padre, la de mi madrastra, que no me habían obligado a tomar decisiones. La pérdida de nuestra casa, sin embargo, hizo recaer sobre mí una responsabilidad muy superior a mis capacidades. Eso pensé, y que total, ya, nos podían matar a todos para acabar antes.

—¿Y qué vas a hacer ahora, Manolita? —la señora Luisa me estaba esperando al pie de la escalera.

—No lo sé —y era verdad que no lo sabía—. De momento, llevarme a los niños al pueblo, para quitarles de en medio, y luego…

Abrí las manos vacías en el aire y me dijo que fuera a hablar con ella si todo se torcía.

Yo ya sabía que todo se iba a torcer, porque tenía tan pocas opciones que me sobraban los dedos de una mano para contarlas. No podía recurrir a mi familia materna. Nunca habían perdonado a mi padre que se casara tan pronto con una prima de su mujer, ni a nosotros que hubiéramos seguido viviendo con él después de aquella boda. Mis tres hermanos pequeños no eran hijos de mi madre, y la única hermana de María Pilar vivía en Valencia, así que cualquier solución pasaba a la fuerza por la familia Perales.

Me habría gustado ir sola, pero no estaban las cosas como para tirar el dinero en dos billetes de vuelta, así que aquella misma tarde, nos fuimos todos al mercado de Legazpi y no tardamos en encontrar un transportista dispuesto a llevarnos a Villaverde gratis, en la trasera del camión que acababa de descargar. Cuando llegamos, dejé a Isa con los pequeños en la plaza y me fui a ver al hermano mayor de mi padre, que no me dejó pasar de la puerta. Tenía siete hijos, estaba muy mal y no podía hacerse cargo de nada, pero me recomendó que fuera a ver a Colás, el viudo de su única hermana, que siempre había sido de derechas y se había vuelto a casar con una mujer joven que no lograba quedarse embarazada. Josefa, a la que ni siquiera conocía, accedió a acoger a los niños con la condición de que Isa les acompañara para cuidar de ellos. No me puso ningún plazo para que fuera a recogerlos, y al acceder, me di cuenta de que acababa de colocar a mi hermana como criada sin sueldo a los trece años, pero tampoco podía hacer otra cosa. Mientras volvía a Madrid sola en la camioneta, aposté conmigo misma a que jamás me sentiría peor, más humillada, más culpable. La vida me enseñó muy pronto a ganar aquella apuesta. Nunca habíamos sido pobres, pero aprender me costó mucho menos que el precio de aquel viaje.

—¿Qué te parece? —cuando abrió la puerta por la que el pasillo desembocaba en una azotea diminuta, pero radiante de sol, Margarita se volvió a mirarme—. ¿A que no está mal?

—¿Mal? —un alivio inmenso inundó de aire mis pulmones encogidos—. ¡Es una maravilla!

Cuando le confirmé que todo se había torcido, la señora Luisa me contó que una sobrina suya llevaba unos meses viviendo en una casa que había sido declarada en ruinas porque las viviendas exteriores se caían a pedazos. Pero el edificio tenía dos patios, y los pisos interiores apenas habían sufrido los bombardeos. Margarita se había metido en uno porque su novio conocía a un funcionario municipal que cobraba un dinero todos los meses a cambio de mantener la carpeta del número 7 de la calle de las Aguas en la base de la pila de los expedientes de derribo. El precio no era barato, pero tampoco tan caro como un alquiler legal, y uno de los áticos estaba libre.

Si hubiera tenido la libertad de examinar con atención aquel piso de tres habitaciones, habría visto las grietas que decoraban el techo del pasillo. Además, me habría dado cuenta de que la azotea de la casa contigua sólo alcanzaba al nivel de la planta inferior, exponiendo a todos los vientos una vivienda abocada a resultar más heladora en invierno, más sofocante en verano, que ninguna otra del edificio. Pero toda mi libertad se reducía a una cartilla de fumador, que en el mercado negro produciría dinero de sobra para pagar a don Federico, el del ayuntamiento. Que la sobra no alcanzara ni para comprar el pan, en aquel momento no me pareció un problema.

Tardé una semana en hacer habitable aquel piso después de transportar hasta allí, en una sola noche, todo lo que los agentes del juzgado no echarían de menos. El desahucio afectaba a la vivienda y todo su contenido, con la única excepción de la ropa y los efectos personales, pero cuando los funcionarios volvieron a hacer el inventario, ya había puesto a salvo todo lo que había podido.

—¿Qué pasa, que en esta casa tampoco hay camas?

—No, señor. Como eran de madera, las hicimos leña y las quemamos durante la guerra, para calentarnos.

—¿Igual que las sillas?

—Claro. Hacía mucho frío, ¿no se acuerda?

—¿Y los cubiertos? Eso no se quema.

—Pero se vende. Nos quedamos con seis cucharas, ahí las tiene…

La chica que supo sostener sin inmutarse la mirada de aquellos buitres no era la misma que había vuelto llorando de Villaverde. No podía serlo porque, al llegar a casa, me encontré con medio barrio esperándome en el portal. Mis vecinos no sólo sabían lo que había que hacer, sino además cómo, y cuándo, y por qué había que hacerlo. Seguí sus instrucciones al pie de la letra y al día siguiente me dediqué a desmontar y empacar todo lo que me dijeron que podría llevarme sin riesgo de que me denunciaran. Aquella misma noche, el padre del Puñales, los hijos del señor Felipe y un hermano de Jacinta me ayudaron a cargar de madrugada el carro de Abel, que se encargaba de repartir la leche desde que metieron preso a Julián. El Orejas no apareció, pero otros con los que no me habría atrevido a contar se ofrecieron a vigilar las calles. Ninguno quiso cobrarme nada por aquel vía crucis que les tuvo en vela hasta el amanecer, pero eso me sorprendió menos que su alegría, el placer que se dibujó en sus caras cuando terminamos el último porte sin contratiempos, como si escamotear unas cuantas cajas, unos pocos muebles, a los funcionarios del juzgado representara una proeza que pudiéramos recordar con orgullo. Después, Margarita me ayudó a pintar. Cuando las paredes se secaron, repartí lo que tenía entre las habitaciones de mi nueva casa, me senté en una silla, contemplé mi obra y entendí dos cosas a la vez. Tenía muchos motivos para estar orgullosa, pero nunca lo habría logrado yo sola. Tenía también otros problemas que no podrían resolverse con la solidaridad de nadie.

—Buenos días, don Marcelino.

—¡Manolita! —el anticuario frunció las cejas al mirarme por encima de las gafas—. No te esperaba hasta el jueves que viene.

—Ya, es que hoy no vengo a limpiar.

El día que se llevaron a María Pilar, las dos nos pusimos tan nerviosas que se me olvidó pedirle las llaves, pero un policía se rio de ella cuando la vio coger el bolso.

—Esto no te hace falta —se lo quitó de las manos y me lo dio antes de esposarla—. No vas a poder usarlo durante una buena temporada.

Aquella noche, cuando conseguí que los niños se durmieran, abrí todas las puertas que estaban siempre cerradas con llave y no encontré gran cosa. Todo lo que quedaba de su fortuna eran noventa y siete pesetas, cinco libras esterlinas, un jarrón de cristal tallado con la base de plata, un juego de servir la mesa del mismo metal, algunas figuritas de porcelana y una caja de música de madera lacada en cuyo interior había más huecos que joyas. De lo poco que quedaba, la mayoría me pareció bisutería incluso a mí, antes de que don Marcelino renunciara a la lupa para examinarlas.

—Esto es quincalla, no vale nada —hizo un montón con ellas sobre la bandeja de fieltro verde y lo empujó en mi dirección—, y lo demás… Sólo me has traído una pieza de valor, y no puedo comprártela.

—¿Por qué?

—Porque no sé de dónde la has sacado. Nunca la he visto, tu madrastra nunca me habló de ella.

Cuando le di a María Pilar el recado de Hoyos, Eusebio se negó a hacer negocios con su antiguo patrón. A mi madrastra tampoco le gustó aquella oferta, pero después de desperdiciar un par de días preguntándose en voz alta por quién la habría tomado ese maricón, su codicia pudo más y me preguntó, en el tono más inocente, si me importaría ir con ella a ver al marqués. Creí que había decidido hacer ese negocio por su cuenta, pero me equivoqué. Un Eusebio muy silencioso, con el ceño fruncido de preocupación, nos llevó hasta la puerta en el coche que usaban para moverse por Madrid, y Epifanio se quedó con él mientras Antonia y mi madre bajaban conmigo.

—Salud —el chico que me había acompañado a casa unos días antes, abrió la puerta—, ¿cómo estás?

—Muy bien, gracias. ¿Y tú?

—Bien —asintió con la cabeza y sonrió—. Antonio está arriba, esperándote.

Al oír aquel verbo en singular, fruncí las cejas y me volví para encontrarme con que María Pilar y Antonia seguían en la acera, cogidas del brazo, examinando las losas de granito con el mismo temor que les habría inspirado la frontera de un bosque tenebroso.

—¿Se puede saber qué hacéis ahí? —se miraron la una a la otra, pero ninguna me respondió—. ¿No vais a entrar?

Las dos avanzaron al mismo tiempo un pie, después el otro, sin levantar la vista de sus zapatos. Con la misma actitud de sigiloso recogimiento me siguieron por la escalera y después, a través del campamento instalado en los salones, hasta la puerta de la biblioteca, que aquella mañana estaba cerrada.

—No tengáis miedo, ¿eh? —me volví a mirarlas antes de llamar con los nudillos—, que no muerde.

María Pilar levantó por fin la cabeza para dedicarme una mirada asesina en el instante en que la puerta se abrió por dentro.

—¡Manolita! Me alegro de verte —Hoyos sonrió mientras rebuscaba en sus bolsillos—. Te había guardado una chocolatina, por si acaso…

Me senté en el borde de una mesa para comérmela mientras asistía a una transacción insólita, en la que el vendedor ponía los precios y las compradoras los aceptaban sin discutir. Antonio de Hoyos y Vinent fue, durante aquel cuarto de hora, un hombre distinto del extravagante filántropo a quien yo había conocido unos días antes en el mismo lugar. Su elegante mono azul no le impidió deslizarse en una naturaleza anterior con la misma facilidad con la que se habría envuelto en una capa, resucitando a un aristócrata consciente de que su presencia bastaba para inspirar en sus visitantes la mansedumbre temerosa y servil que más le convenía. Ellas, que desde el primer momento se habían dirigido a él por su título, se comportaron como las criadas de esas novelas que no me dejaba leer, y después de admirar en voz alta los objetos en venta sin dejar de adornarse con las florituras verbales a las que eran tan aficionadas, le agradecieron con vehemencia la confianza que había tenido la generosidad de otorgarles, antes de decirle a todo que sí. Al mirarlas, comprendí por qué Eusebio se había negado a bajar del coche, por qué ellas se habían detenido en el umbral, sin atreverse a entrar. En aquella habitación, había un marqués y dos sirvientas. Que el revolucionario fuera él me pareció aún más divertido al pensar en los motivos de aquella representación.

—Entonces, estamos de acuerdo. Les doy ocho horas de plazo para reunir el dinero. De lo contrario, tendré que recurrir a otras personas.

—No se preocupe, señor marqués —el ama de llaves de los Ruiz Maldonado inclinó la cabeza como si no supiera que la cantidad que iban a entregarle estaba destinada a alimentar a un montón de desgraciados—. Y no dude de que le quedamos eternamente agradecidas.

—Ha sido un verdadero placer —añadió María Pilar.

Él no respondió a estos halagos. Se acercó a mí, me vio sonreír, y sonrió a su vez antes de tender una mano en mi dirección.

—Tengo una cosa para ti, Manolita, ¿quieres venir conmigo? Seguro que a estas señoras no les importa esperarte un momento abajo —se volvió a mirarlas y señaló hacia una figura plantada en el umbral—. Narciso estará encantado de acompañarlas hasta la puerta.

Ninguna de las dos reaccionó a esas palabras, pero cuando ya había empezado a subir por la escalera del fondo, María Pilar dio un grito que me detuvo entre dos peldaños.

—¡De ninguna manera! —había avanzado hasta el centro de la biblioteca y nos miraba con una expresión furiosa, los brazos en tensión, los puños cerrados—. ¿Pero qué se ha creído? No pienso dejar a esta niña sola en su casa ni un momento. ¡Pues no faltaría más!

Hoyos retocó la posición de su monóculo, miró a mi madrastra desde muy arriba y la puso en su sitio.

—Si a esta niña no le ha pasado nada malo en su casa, señora —hizo una pausa para subrayar el tratamiento—, menos le va a pasar en la mía. Por ese lado, puede estar usted tranquila.

Me cogió de la mano y me llevó hasta arriba. Desde allí pude comprobar que mi madrastra todavía no había logrado cerrar la boca.

—Chisst… No hagas ruido, que hay gente durmiendo en mi cama.

Era la una de la tarde, pero nadie había retirado aún los ceniceros llenos, las copas vacías en el salón desierto. Hoyos lo cruzó de puntillas hasta su despacho, y cerró la puerta después de invitarme a pasar. No me fijé en el paquete de papel de estraza y forma irregular que reposaba sobre una balda de la librería, hasta que lo cogió para dármelo.

—Toma. No vaya a ser que algún día te encuentres por ahí con una caja de latas de caviar y no sepas cómo comértelo —se echó a reír con tantas ganas como la primera vez que pronunció aquella frase.

—Gracias, pero… —extendí las manos en su dirección—. Yo no creo que vaya a comer eso nunca, es mejor…

—No —él empujó mis manos con las suyas hasta pegármelas al pecho—. Es para ti. Da igual que no vayas a usarlo nunca. Cuando lo mires, te alegrarás de verlo, ¿o no? Tú me dijiste que las cosas bonitas, aunque sean inútiles, sirven para algo.

Me pidió que esperara un momento y miró a su alrededor, abrió una vitrina, después otra, negó con la cabeza y se agachó para abrir los armarios que ocupaban la zona inferior de su biblioteca. Allí encontró lo que estaba buscando, una decena de libros pequeños, muy usados, y una bolsa de papel marrón.

—A ver, dame la caviarera… —la puso en al fondo de la bolsa y amontonó los libros encima—. Así está mejor. No quiero que esas arpías te la quiten, y además, estas novelas sí que te convienen.

—¿Son muy edificantes?

—Pues… Según se mire —volvió a sonreír—. Sobre todo, son muy buenas. Luego renegué de ellas, pero las leí cuando tenía tu edad y me encantaron.

Me despedí de él en la puerta de sus habitaciones, le prometí que volvería a verle de vez en cuando, y atravesé el palacio con la bolsa en brazos y tanta tranquilidad como si estuviera andando por mi propia casa, pero no encontré a nadie en el portal. María Pilar estaba sentada en el asiento trasero del coche, inclinada hacia delante, sosteniendo una conversación que parecía muy animada hasta que mi llegada la interrumpió.

—¿Qué te ha dado? —me preguntó sin más preámbulo, después de empujar a Antonia para hacerme sitio.

—Unos libros.

No hice el menor ademán de enseñárselos, pero ella metió la mano en la bolsa, sacó el primero y le dirigió una mirada desdeñosa.

—Benito Pérez Galdós —recitó en voz alta—. Episodios Nacionales, Trafalgar… ¡Bah! Y en rústica, encima —lo dejó caer dentro de la bolsa, sobre los demás—. Pues sí que se ha estirado, el tío, menudo regalo, esto no vale nada, hija mía…

Cuando le expliqué a don Marcelino cómo había llegado hasta mis manos la pieza que reposaba en su mostrador, añadí que el marqués me había regalado también unos libros que tenían su nombre escrito en la primera página, que si desconfiaba de mí, podía ir a buscarlos, pero no hizo falta.

—Antonio de Hoyos y Vinent —porque al escucharle pronunciar aquel nombre como si fuera un ensalmo, me di cuenta de que me había creído—. Qué hombre más loco, ¿verdad?

No quise comentar esas palabras y él permaneció en silencio, mirando al techo, como si pudiera contemplar allí su propio pasado.

—Yo le conocí bastante —añadió después de un rato—, en los felices años veinte. Ya era un caso perdido, un niño malcriado, escandaloso, un manirroto dispuesto a llamar la atención a toda costa, pero lo que hizo luego, tirar su fortuna por la borda de esa manera… ¡Con lo bien que le vendría ahora el dinero en la Costa Azul!

—Pero él no está en la Costa Azul, don Marcelino.

—Bueno, pues en el Trópico, donde sea…

—No, señor, tampoco está en el Trópico —la segunda vez que le llevé la contraria, me dirigió una mirada impaciente—. Está preso en la cárcel de Porlier, condenado a treinta años. Lo sé porque voy a verle de vez en cuando.

—No puede ser —y negó con la cabeza varias veces—. No puede ser… ¡Qué hombre más loco!

—Es un hombre muy bueno.

A finales de abril de 1940, cuando estaba a punto de salir de la tienda de don Marcelino con más dinero del que había visto junto en toda mi vida, le dije en voz alta lo que pensaba yo de Hoyos y Vinent con las mismas palabras que había usado unos meses antes, en la cola de la cárcel, para interceder por él.

—Le he contado a mi padre lo de tu amigo, pero me ha dicho que está muy mal, muy enfermo —Rita me miró con sus ojos egipcios, grandes, oscuros, brillantes como si fueran líquidos y tan rasgados en los extremos que daban la impresión de ver de perfil—. Me ha prometido que hará lo que pueda, pero dice que lo peor es que ya no tiene ganas de vivir, y él de eso sí que entiende, Manolita.

Las primeras veces que fui a Porlier a ver a mi padre, sentí que yo misma estaba sentenciada, condenada a la confusión de no saber qué hacer, adónde ir, cómo moverme en aquella angustiosa muchedumbre integrada por pocos hombres, casi siempre demasiado mayores para ganarse un jornal, y una multitud de mujeres de todas las edades, todos los tamaños y acentos imaginables. Las puertas de la cárcel desprendían una pestilencia que se desparramaba por la acera, y era difícil distinguir el olor a cebolla del sudor fermentado de otros aromas hediondos e imprecisos, paredes húmedas, coles hervidas, una suciedad espesa, vieja y de un origen remoto, olvidado de sí mismo. Mientras me preguntaba por qué correrían las mujeres que habían entrado antes que yo, procuré respirar por la boca. Después me topé con una muralla de cuerpos presurosos que no me dejaron ver más allá de sí mismos, pero a fuerza de empujar, encontré un resquicio por el que me escurrí como una anguila hasta conquistar un pedazo de alambrada al que me aferré con los dedos de ambas manos. Había vuelto a respirar por la nariz sin darme cuenta, pero busqué a mi padre entre el tropel de desconocidos que se abrían paso a codazos para ganar su propio espacio en la verja de enfrente y no lo encontré. Él me vio primero, gritó mi nombre, movió los brazos, y tuve que abandonar mi posición para volver atrás, desplazarme unos cuantos metros a la derecha y repetir la operación. Cuando al fin lo tuve delante, le encontré tan pequeño, tan solo mientras sonreía, apretujado entre muchos hombres que sonreían con la misma decisión a otras mujeres, que me arrepentí de haberme compadecido de mí misma mucho antes de salir a la calle.

Al volver a casa estaba tan cansada como si hubiera escalado una montaña. No era sólo la tristeza de ver a mi padre al otro lado de una reja, ni siquiera el miedo, los nervios de haber penetrado en un territorio hostil, desconocido, el desconcierto de reconocer, en los uniformes de sus guardianes, un modelo muy parecido al que había vestido él durante los últimos años. Era también el tumulto, la prisa, los golpes involuntarios de las mujeres que me habían clavado los codos en las costillas mientras se aplastaban contra mí como si pretendieran arrebatarme hasta el aire que respiraba. La cárcel de Porlier era el infierno dentro y fuera de sus muros, un hormiguero de desesperación que agravaba la condena de los internos con la implacable humillación de sus familias. Aunque el reglamento pretendía repartir las visitas para evitar aglomeraciones, el hacinamiento de aquel edificio desbordaba con creces tanto la capacidad del locutorio como la de los siete días de la semana, abocando a centenares de personas a competir entre sí para conquistar unos pocos centímetros de alambrada en unas condiciones insuperables para los más débiles, ancianos, embarazadas, enfermos de todas las edades que se veían forzados a abandonar antes o después. Era un recurso eficaz. Una semana después, yo misma lo comprobé al salir del metro, mientras caminaba deprisa, las mejillas ardiendo de vergüenza, la vista clavada en las baldosas por no ver mi infamia reflejada en las caras de los transeúntes con los que me iba cruzando por la acera, mira a esa, seguro que va a ver a un preso, hasta que una vergüenza distinta nació de la conciencia de mi sonrojo para hacerme sentir todavía peor. Creí que nunca me acostumbraría, pero el tercer día me coloqué en la cola detrás de una muchacha de mi edad, ni alta ni baja, tan delgada como todas las demás, una chica corriente en la que no me habría fijado si no hubiera tenido unos ojos que parecían dos zafiros muy oscuros, tan raros, tan bonitos como si alguien los hubiera dibujado. Tenía un año menos que yo, pero tres semanas más de experiencia, porque habían detenido a su padre el último día de marzo. Después de adivinar que era nueva, me dijo su nombre, me preguntó el mío, y me explicó cómo funcionaban allí las cosas.

—¡Alegra esa cara, chica! Yo, en casa, me harto de llorar, pero aquí, tan fresca, pues ya ves. Estoy muy orgullosa de mi padre y él no ha hecho nada malo, así que… Anda y que les den.

—¡Rita!

—Lo siento, mamá.

La expresión de escándalo de la mujer que acompañaba a aquella chica me llamó menos la atención que su aspecto distinguido, la desnuda elegancia que se asociaba con los cigarrillos que fumaba discretamente para producir un efecto erróneo en aquella acera. En la primavera de 1939, Caridad Martín, pálida y delgada, el pelo corto, peinado con audacia, la piel cuidada y una curva trágica suspendida en las cejas, aún llevaba pendientes en las orejas y sortijas en varios dedos, pero no dejaba que nadie la llamara doña, ni que las mujeres de su edad la trataran de usted. Aquí sí que somos todas iguales, decía siempre, de momento para mal, y ojalá pronto sea para bien. Sin embargo, cuando terminó de vender todas sus joyas y un abrigo forrado de piel que no llegó a las navidades de aquel año, hasta con una simple toquilla de punto cruzada sobre el pecho seguía pareciendo lo que era, una señora.

Caridad era muy amable pero hablaba poco, como si necesitara todas sus energías para repasar, una y otra vez, la crónica de una ruina que la había fulminado con tal saña que su imaginación no alcanzaba a concebirla. Esa extrañeza, la forzosa necesidad de afrontar a los cuarenta años una situación para la que su vida no la había preparado, y el empeño de no empeorar la condena de su marido con la menor queja, la convertían en un caso singular, tan raro como respetable en aquella comunidad donde abundaban las mujeres que se habían criado en las colas de las cárceles, entre otras tan curtidas en la desgracia que se tomaban aquella como una más.

Ellas no impresionaban por su dignidad, aquel dolor sereno, íntimo, que la esposa del doctor Velázquez apuraba a solas, sin compartirlo siquiera con su hija, pero eran más sabias, y no sufrían menos mientras se empeñaban en encontrar temas de conversación, intercambiando en voz alta trucos, recetas, remedios caseros para los orzuelos, las diarreas, las lombrices de los niños, o desmenuzando en un susurro las leyes, los procedimientos procesales, los reglamentos en los que algunas se habían convertido en auténticas especialistas sin haber leído en su vida un libro entero. Aquellas mujeres le habían enseñado a Rita a decir tacos, y todo lo que ella me enseñó a mí. Yo me adapté con la misma facilidad a una rutina en la que la vida triunfó rotundamente sobre el desolado anonadamiento de los primeros días.

—Mi marido me ha pedido que le traiga pescadilla hervida.

Al poco tiempo de conocernos, en el pasillo por el que salíamos a la calle con la garganta en carne viva, después de desgañitarnos durante veinte minutos para hacernos entender por los hombres que nos gritaban con todas sus fuerzas desde la alambrada de enfrente, las dos asistimos por casualidad al estupor de una mujer con la que ya habíamos coincidido un par de veces.

—¡Qué raro! —la oímos murmurar para sí misma mientras se alejaba—. Si a él nunca le ha gustado la pescadilla…

—¿Te acuerdas de Julita, la de la pescadilla del otro día? —me contó Rita una semana después—. ¡Pues resulta que lo que quería el marido eran empanadillas! Por lo visto, ayer le dijo… —hizo una pausa cuando la risa no la dejó seguir—. ¿Para qué me traes pescadilla, Julita, si sabes que no me gusta?

—La pobre, con lo cara que está.

—¿Y de dónde habrá sacado que la quería hervida?

Aquella mañana, las dos nos reímos con tantas ganas que Caridad nos miró mal, pero ni siquiera así conseguimos recobrar la compostura. Desde entonces, nos apuntábamos siempre para el mismo día y hacíamos la cola juntas, al acecho de la menor ocasión de divertirnos, hasta que su madre dejó de regañarnos para empezar a sonreír a nuestras carcajadas.

—¿Y lo de Merche, esa tan alta, que el otro día le dijo a su marido que estaba acatarrada? Él entendió que estaba embarazada y como el niño no podía ser suyo, se ha cabreado y ha roto con ella por carta…

Hasta el pretexto más tonto era bueno para romper el cerco de la muerte, para neutralizar la tristeza que su implacable avance sembraba entre nosotras, para resistir las mentiras de esos hombres quebrantados, frágiles y hambrientos, a quienes la derrota había convertido en embusteros profesionales.

—Estoy muy bien, hija —me aseguraba mi padre cada vez que le veía—, de verdad. Tú hazme caso y no te preocupes por mí.

No estaba bien, pero estaba, y su simple presencia era un bien incomparable. Durante los dieciséis meses en los que estuvo preso en Porlier, nunca temí nada tanto como las ausencias.

Rita y yo no éramos las únicas que nos armábamos mutuamente de compañía para soportar mejor la cola de la cárcel. Todas las mañanas llegaban grupos de mujeres que venían juntas en el metro desde el mismo barrio o desde más lejos, en las camionetas que las traían de los pueblos de los alrededores. Éramos tantas que ninguna de nosotras podía conocer a todas las demás con la excepción de algunas tristemente famosas, familiares de dirigentes políticos unidos, más allá de las discrepancias que los habían separado durante la guerra, por la pena de muerte que compartían. Sin embargo, con el tiempo me fui fijando en ciertas desconocidas que me llamaban la atención por cualquier cosa, un moño alto, unas alpargatas desteñidas, el pelo blanco de los albinos. A algunas las saludaba con un gesto, a otras ni eso, pero llevaba su cuenta igual, y no me quedaba tranquila hasta que comprobaba que estaban todas. Sabía que todos los días faltaba alguna, pero si no estaba en mi lista, ni siquiera me asustaba.

—Esta madrugada han fusilado al marido de Eugenia, esa chica bajita, de Toledo, que tiene tres niños. Si podéis dar algo, lo que sea…

Mientras mi madrastra estuvo en casa, siempre dejé caer alguna moneda en aquella bolsa, pero cruzaba los dedos al ver llegar a la chica que la llevaba para no oír que la viuda era la del moño alto, la de las alpargatas desteñidas, la que es tan rubia que parece albina. Esas tres seguían en la cola una mañana de mayo de 1940, cuando la que faltó fue Rita.

—No llores, mujer —entonces recordé las palabras con las que me había consolado un día—, si a tu padre no lo van a matar, ya verás como no. Total, un guardia de asalto, que no podía hacer otra cosa que cumplir órdenes… Lo del mío es peor. Al mío no le perdonan, porque le conocen.

Para su padre, Andrés Velázquez Herrera, afiliado al PSOE desde finales de los años veinte, la guerra consistió en cambiar de despacho. En otoño de 1936, abandonó el que ocupaba como catedrático de Psiquiatría en la Universidad Central, y se mudó a la sede de la Junta de Defensa. Allí compartió con otros dos colegas un despacho más grande y la responsabilidad de coordinar la asistencia sanitaria en la ciudad sitiada. Su actuación en aquel puesto había sido irreprochable, pero sus ideas eran ya tan conocidas antes del golpe de Estado, su firma tan habitual en manifiestos y cartas abiertas que pedían el voto para el Frente Popular, que cosechó una pena de muerte de todas formas. La sentencia no habría sido distinta si nunca hubiera hecho pública su ideología política. Las posiciones que había sostenido en varios libros y casi un centenar de artículos sobre la sexualidad femenina, las enfermedades mentales y la influencia del medio socioeconómico sobre las conductas anormales, habrían bastado para clasificarle como un enemigo visceral de la Iglesia Católica, un sujeto peligroso, indeseable e indigno de vivir en la nueva España. El padre de Rita ni siquiera encajaba en la categoría de preso político. Ocupaba un eslabón inferior, y aún más penoso. Era un preso ideológico, pero yo no me enteré hasta que el mío me contó que había visto a Hoyos en el patio de Porlier.

—Todo se ha perdido, Manolita.

En aquella cárcel, donde la miseria de los reclusos labró más de una fortuna personal, no sólo podía visitarse a los presos por la mañana. Había también una lista de pago que permitía acceder a lo que se llamaban «las comunicaciones del libro». Nunca supimos si aquel libro existía o no, pero aunque sospechábamos que en el Ministerio de Justicia tampoco sabían que los presos más afortunados podían volver a comunicar a media tarde, quienes podían reunir la peseta que costaba ese privilegio la pagaban sin rechistar, porque las visitas duraban treinta minutos y era más fácil entenderse a ambos lados de las alambradas en un locutorio medio vacío. Yo me apuntaba al libro una vez al mes, para que Isa pudiera ver a padre, hablar con él sin el tumulto de las visitas generales, pero en septiembre de 1939, pagué una peseta para enfrentarme a solas con un anciano al que apenas le quedaban fuerzas para sonreír. En el último verano de su vida, la cabeza de Hoyos era ya su calavera, su cuerpo, un esqueleto recubierto de piel seca, cenicienta, sus movimientos, los de un inválido que sin embargo fue capaz de sacar de alguna parte un resto de energía para movilizar su antiguo ingenio.

—Contéstame con gestos porque no oigo nada. ¿Cómo estáis en casa? Supongo que tu hermano bien, porque seguirá en Flandes, ¿no?

—Pues… —cuando logré atar cabos, me reí con ganas—. Sí, ahí sigue.

Le pregunté qué necesitaba y me contestó que nada. Le prometí que la próxima vez le traería algo de comer y me pidió que no me molestara. Le conté que había empezado a leer los libros que me regaló y me dijo que se alegraba. Sólo al final, cuando un funcionario estaba a punto de tocar el timbre que pondría fin a la visita, se permitió ser sincero.

—Qué pena, ¿verdad, querida? —y pude verla condensada en sus ojos, multiplicada por el cristal rajado de su monóculo—. Todo se ha perdido. Podría haber sido tan hermoso… ¡Qué pena!

Aquella tarde salí de la cárcel con tan mal cuerpo como el primer día. En los cinco meses que habían pasado desde entonces, había visto demasiadas cosas, muchas más de las que habrían bastado para convencerme de que no me quedaba ni una fibra de compasión que repartir. Cabalgaba sobre las ruinas ajenas con la misma naturalidad con la que sabía que otros cabalgarían pronto sobre la mía, y no me paraba a pensar, no podía. En el instante en que me detuviera, me vendría abajo, y por eso lo hacía todo deprisa, con esa alegría impostada que desde fuera parecía frívola, pero me sostenía por dentro como un armazón de acero. La estampa de Hoyos, frágil, solo, abandonado, abrió en aquella estructura una grieta que no volvería a cerrarse.

—Es un hombre buenísimo, Rita, de verdad. No se merece… —me acordé de su padre, del mío, de los demás—. Ninguno se merece lo que les está pasando, pero él está muy solo, completamente sordo, y enfermo.

—¿Y por qué me cuentas a mí eso?

—¿Pues por qué va a ser? Tu padre es médico, ¿no?

—Mi padre estudió Medicina, Manolita, pero es psiquiatra. Se ocupa de otra clase de enfermos aunque… —se quedó pensando pero se guardó sus pensamientos para sí misma—. Bueno, hablaré con él, no te preocupes.

El doctor Velázquez, que destacaba entre sus compañeros por su mal color y la perpetua firmeza de su sonrisa, encontró pocas dificultades para diagnosticar las dolencias del hijo del marqués de Hoyos. Le había costado mucho más trabajo explicarse el malestar difuso, asociado con algunos síntomas extraños, inconexos en apariencia, que le había martirizado en los últimos meses de la guerra. En marzo de 1939, había logrado establecer una hipótesis que le impulsó a consultar su caso con un par de amigos. Ellos pusieron a su disposición los pocos recursos con los que seguía contando la sanidad republicana y cuando los resultados confirmaron sus sospechas, tomó una decisión de la que ni las protestas, ni las súplicas, ni la desesperación de su mujer consiguieron moverle un milímetro. Su nombre estaba en la lista de los cargos públicos que tuvieron la posibilidad de abandonar Madrid unos días antes de la gran desbandada, pero él cedió a su hijo mayor su plaza en un barco con destino a Orán. Rita me explicó el motivo una mañana en la que Caridad, tan discreta, tan serena siempre, apareció con unas gafas oscuras que le estaban grandes, no tanto como para ocultar los surcos de sus lágrimas.

—Si supieran cómo les odio, me tendrían miedo —su hija tenía los ojos secos, las mejillas ardiendo, una sonrisa feroz que no le impedía hablar en el tono de una conversación normal, aunque las palabras parecían partirse por la mitad, como ampollas llenas de veneno, al salir de su boca—. Si lo supieran, se cruzarían de acera cuando me encontraran por la calle. Porque no se puede odiar más, ¿sabes? Es imposible odiar a nadie más de lo que odio yo a estos hijos de puta.

El día anterior, un juez había denegado la petición de la familia Velázquez para que el preso, enfermo de cáncer de estómago con metástasis avanzada, cumpliera condena en su domicilio durante el tiempo que le quedara de vida. Ya se la habían denegado una vez, cuando él mismo calculaba que le faltaban cinco meses, seis a lo sumo, para entrar en estado terminal, y se la volverían a denegar unas semanas antes de que el dolor empezara a atormentarle. La situación del enfermo aún no era crítica, dijeron, y que además, su conducta en prisión no le ayudaba. Qué te voy a contar, Caridad, le explicó el nuevo catedrático de Psiquiatría de la Central, antiguo ayudante de su marido y asesor del tribunal que evaluaba su caso, tú le conoces mejor que nadie, ya sabes cómo es, más terco que una mula, y ahí sigue, dale que te pego, sosteniendo todos sus errores, llenando de guarradas la cabeza de los otros presos, una partida de analfabetos que, en el mejor de los casos, son incapaces de discriminar, de entender lo que les cuenta. Lo único que consigue con esa actitud es crearse problemas, y en estas condiciones…

Ella sabía que, si alguna vez llegaban a aceptar su petición, los trámites judiciales serían más lentos que el progreso de una agonía atroz, tan cruel como la que habrían obtenido bajo tortura. Por eso le pidió a su marido de rodillas, a través de su abogado, que aceptara la visita de un sacerdote que estaba dispuesto a ayudarle, que renegara de todo lo que había escrito, que confesara, que comulgara, lo que hiciera falta para que lo trasladaran a un hospital, pero él no cedió. Yo sé lo que tengo que hacer, contestaba siempre, no te preocupes. Nunca quiso ser más explícito y ella tampoco le puso al corriente de sus últimas gestiones. Caridad apuró en solitario la copa de su amargura, peregrinando de despacho en despacho para rogar a algunos antiguos alumnos del preso, bien situados en el nuevo régimen, que hicieran lo posible por acelerar su ejecución. Antes de que le diera tiempo a verlos a todos, el doctor Velázquez dispuso su propia muerte con la misma soberana libertad con la que había dispuesto de su vida.

Cuando dejó de controlar el dolor, empezó a pedirle naranjas a su mujer. Antes de que lo detuvieran, había sido capaz de predecir las condiciones de sus últimos meses con una precisión tan asombrosa que le había anotado la receta de una combinación de anestesia y sedantes solubles en líquido, que podían inyectarse en la fruta con una jeringuilla. No te preocupes mucho por las cantidades, añadió con una sonrisa, mientras se lo explicaba, porque con una sobredosis igual me mandas antes al otro barrio, así que… A ella no le hizo gracia aquel chiste y respetó escrupulosamente sus instrucciones, el agujero por el que todas sus joyas fueron a parar al mercado negro, hasta que una mañana, mientras todavía era capaz de moverse hasta el locutorio y de hablar con normalidad, él le pidió que a partir del día siguiente le llevara dos naranjas en lugar de una. Una semana después, la noche previa a su traslado a la enfermería, se comió seis. Cuando estaba inconsciente, dos compañeros lo asfixiaron con su propio petate. Les había explicado cómo tenían que hacerlo para provocarle una parada respiratoria sin dejar en su cuerpo señales visibles de ahogamiento, y hasta en eso se salió con la suya. El médico de la prisión no fue capaz de determinar las causas de su muerte, pero tampoco detectó en el cadáver ningún indicio que justificara una autopsia. Al día siguiente, en la cola de la cárcel no se hablaba de otra cosa.

—Tú eres amiga de la hija de Velázquez, ¿verdad? —cuando aún no había logrado recuperarme de la noticia, una mujer desconocida vino a buscarme—. Tienes que ir a verla lo antes posible. Dile que mire en el abrigo de su padre, que descosa el forro, ¿entendido?

—Pero yo… —la miré, y la expresión de su rostro me serenó—. Es que ni siquiera sé dónde vive, siempre nos vemos aquí.

—Gaztambide 21, 1.º derecha B. Si puedes acercarte esta misma tarde, mejor.

La puerta estaba entreabierta, la casa tan llena que la gente llegaba hasta el recibidor. Nadie me preguntó quién era y avancé por el pasillo, flanqueado desde el suelo hasta el techo por estanterías abarrotadas de libros, hasta que encontré la puerta del salón abierta de par en par. Caridad, tan pálida como si ella también se hubiera muerto, estaba sentada en una butaca, sola entre las personas que la rodeaban, ausente de su conversación, los ojos fijos en sus dedos mientras repasaban sin cesar la raya de unos pantalones negros. Nunca la había visto con pantalones, pero en aquel instante comprendí que no sólo le sentaban bien. También la explicaban, explicaban sus gestos, su actitud, aquel piso luminoso, bonito, decorado con objetos bonitos, donde otras mujeres que fumaban maldecían a Franco en compañía de hombres muy bien afeitados, sin una pizca de gomina en el pelo ni de formalidad en sus americanas de sport. Desde que acabó la guerra, había escuchado a mucha gente hablar así, pero nunca en voz alta, menos en una casa con los balcones abiertos, y me asusté al oírles llamar a las cosas por su nombre, como en los tiempos en que no teníamos miedo.

Antes de identificar el portal, había reconocido aquel edificio de aspecto severo, muros de ladrillo rojo y ventanas pequeñas, cuadradas, que ocupaba una de las pocas manzanas del barrio de Argüelles que los aviones alemanes no habían convertido en un solar, aunque las bombas habían destrozado una de sus esquinas. Nunca había entendido su nombre, pero al descubrir a Caridad, descubrí también que los balcones de todos los pisos miraban hacia dentro, a un gran jardín interior, tan responsable de que el sol entrara hasta el centro de las habitaciones como de que aquella fuera conocida como la Casa de las Flores. Era muy hermosa, aunque aquel día las manchas verdes de los árboles que acariciaban las barandillas, las voces de los niños que jugaban entre los parterres, las fugaces siluetas de los pájaros que se recortaban en el cielo claro de la primavera, derramaban tragedia sobre la tragedia. Esta es una casa construida para personas felices, pensé, para familias con suerte, y sentí que los colores del luto, lejos de disiparse, se volvían más negros, más tristes entre los cuadros abstractos y los muebles modernos, los objetos exóticos y las fotografías de personas sonrientes que se miraban de frente, entre la tapa del piano y la repisa de la chimenea.

—Manolita —Rita vino hacia mí cuando ya llevaba un rato paralizada en el umbral.

—Lo siento muchísimo, ya lo sabes.

—Gracias por venir.

Nos dimos un abrazo, le conté lo que me había dicho aquella mujer y le pregunté si había visto una caja con las cosas de su padre. Por la mañana, al volver de la cárcel, Caridad la había dejado encima de su cama, pero no la había abierto. Nosotras lo hicimos para encontrar un impreso con un inventario, una pluma estilográfica, un reloj, una agenda, un cinturón, un pañuelo y, por fin, un abrigo gris lleno de manchas, que era el único objeto de la caja que olía a cárcel. Yo no me atreví a tocarlo, pero Rita fue a buscar unas tijeras y se lanzó a descoser el forro con tanto empeño que la ayudé enseguida, tirando de los extremos para agrandar un hueco donde no encontramos nada. Sin embargo, cuando nos fijamos un poco mejor, descubrimos bajo la sisa izquierda un recuadro lateral de puntadas parejas, perfectas, cuyas dimensiones parecían demasiado grandes para el tamaño de los bolsillos. Al tocarlo, me pareció que su interior estaba relleno. Rita deshizo las puntadas una a una, con mucho cuidado, e hizo trepar su mano entre el tejido y el forro hasta que reconoció un objeto que, incluso a ciegas, le llenó los ojos de lágrimas.

—Es papel —me dijo, sin atreverse a sacarlo todavía—, y está grapado. Deber ser un cuaderno abierto por la mitad.

Era un cuaderno delgado y barato, de los que usaban los niños en la escuela, sus hojas rellenas con una letra menuda y regular, escrita a lápiz, que se extendía en renglones perfectamente rectos por todo el espacio disponible, desbordando los cuatro márgenes de cada página e invadiendo por completo las caras interiores de la cubierta de cartulina verde. Rita me dejó ver el encabezamiento de lo que parecía una carta, pasó las primeras hojas, lo cerró y se lo llevó a su madre.

—Toma, mamá, es para ti —sus palabras, asombrosamente serenas, crearon un silencio instantáneo, pesado como las nubes que transportan las tormentas, mientras todos los ojos que había en aquel salón miraban en la misma dirección—. Estaba escondido en el abrigo de papá —entonces, su voz tembló—. A Manolita la han avisado esta mañana, en la cola de Porlier, y ha venido a decirnos…

No pudo acabar la frase y se limitó a extender la mano para ofrecérselo. Caridad lo recogió con delicadeza, lo miró, acarició la tapa con los dedos y lo abrió muy despacio. Leyó algunas líneas, volvió a cerrarlo, lo apretó sobre su pecho con las dos manos, y en un solo movimiento, sin llegar a levantarse de la butaca, se tiró al suelo y gritó, dejó escapar un alarido ronco y profundo, el sonido más extraño que yo había oído brotar de una garganta humana, una queja sin sonido y sin forma que parecía ahondar en su interior, herirla por dentro mientras salía de su boca. De rodillas en el suelo, tal y como se había quedado cuando se abalanzó hacia delante, inclinada sobre sí misma, balanceándose como una niña pequeña, Caridad gritó y dejó de gritar, pero cuando me marché, no se había levantado todavía.

Al salir, me fijé en una foto enmarcada, colgada de un clavo junto a la puerta. Por la edad de Rita, que iba peinada con raya en medio y una trenza a cada lado, calculé que aquella familia de personas felices habría ido de excursión a algún paraje de la sierra de Guadarrama unos cinco, quizás seis años antes. Allí, sobre una inmensa losa plana de granito, los cuatro habían sonreído a la cámara para dejar constancia de su suerte, una fortuna que debía de haber sido tan grande antes de desaparecer, que apenas reconocí al doctor Velázquez en el hombre que miraba a su mujer mientras rodeaba sus hombros con el brazo izquierdo, ni a Caridad en ella. Detrás estaba su hijo Germán, que en marzo del 39 se embarcó en Valencia hacia Orán con diecinueve años, cincuenta francos franceses, y la manta que le habían dado al alistarse como voluntario en las Dos Divisiones que la JSU formó a la desesperada cuando la guerra estaba ya perdida, como todo patrimonio. Unos meses después, logró llegar hasta Neuchâtel gracias a las gestiones de un antiguo compañero de estudios de su padre en Leipzig, un judío alemán que había aceptado una invitación de aquella universidad suiza cuando todavía estaba a tiempo de exiliarse. Y allí seguía, bajo la protección del profesor Goldstein, aunque se había colocado en un restaurante para pagarse los estudios de psiquiatría.

—¡Con lo que ha sido él, toda la vida! —me había contado Rita una mañana—. Tendrías que haberlo visto. No sabía ni cómo funcionaba la cafetera, y antes de ser camarero se tiró un año fregando platos, así que…

Mientras se reía, me enseñó una postal del lugar donde trabajaba su hermano, La Maison du Lac, un gran chalé blanco con una terraza que desembocaba en un muelle donde estaban amarradas algunas pequeñas barcas de pescadores. Lo recordé en la puerta de su casa, mientras le veía sonreír en otra fotografía que ya nunca podría volver a repetirse, porque por muy distintos que pudieran parecerle a cualquiera que no hubiera escuchado el grito de Caridad, para mí, aquella tarde, el lago de Neuchâtel y la sierra del Guadarrama compartieron la misma luz. Germán Velázquez Martín no tenía ni idea de que su padre se hubiera desahuciado a sí mismo cuando le obligó a meterse en un coche poco más de un año antes de morir. En España, todo se va a ir a la mierda, hijo mío, eso le dijo, y la universidad lo primero, como de costumbre. Europa va por el mismo camino, pero Suiza siempre ha sido neutral, y Saúl te ayudará en todo lo que pueda. Aprovecha la oportunidad, estudia mucho, y cuando vuelvas, serás más útil que si te hubieras quedado aquí. Esas palabras, tan distintas de las que le había dicho a su mujer, hazme caso, Caridad, aunque sólo sea porque tengo razón, a Rita y a ti no os van a hacer nada y yo me voy a morir igual, eran todo lo que aquel chico sabía del fin de su padre. Su madre tendría que contarle ahora todo lo demás.

Quizás había pasado ya por ese trago cuando volví a verla en la puerta de la cárcel, vestida de negro desde los zapatos hasta las gafas de sol, porque en la tercera semana de su viudedad la encontré más delgada, más consumida que nunca. A aquellas alturas, todo el mundo, dentro y fuera de los muros de Porlier, sabía que la muerte de su marido había sido un suicidio, pero la identidad de los dos hombres que le habían ayudado a consumarlo era un secreto por el que nadie se atrevía a preguntar. Ella conocía sus nombres, los había leído, pero también supo dar las gracias a sus mujeres, y a la del sastre que había cosido el cuaderno dentro del abrigo, sin traicionar su anonimato. Aquella mañana abrazó a más de cuarenta y a todas nos dijo algo al oído. A mí, que si no hubiera ido hasta su casa a tiempo, habría regalado la ropa de su marido al día siguiente y nunca habría podido perdonárselo.

Unos días más tarde, ya en junio, fue Rita la que vino a verme. Su madre se había enterado de que Antonio de Hoyos y Vinent había muerto la noche anterior, y quiso volver a hacer la cola conmigo.

—Lo siento mucho, Manolita.

—Gracias, Rita. Y gracias por venir.

Al atardecer, me aposté en la entrada de artistas del tablao de la calle de la Victoria para repetir el mismo ritual, por los mismos motivos.

—Lo siento muchísimo, Palmera, ya lo sabes.

—Gracias, preciosa —me abrazó con los ojos llenos de lágrimas—. Y gracias por venir.

Dos meses después, el 12 de agosto de 1940, mi padre cayó bajo las balas de un pelotón contra una tapia de ladrillos rojos del cementerio del Este, y allí mismo se quedó, en una fosa común.

—Lo siento muchísimo, Manolita.

—Gracias, Rita —me eché a llorar en sus brazos en la misma puerta, y antes de que tuviéramos tiempo de entrar en casa, reconocí la figura que subía por la escalera y extendí mi brazo derecho para incluirle en el abrazo.

—Ya sabes cuánto lo siento, cariño.

—Gracias, Palmera. Y gracias por venir.

Así se cerró un bucle macabro que al menos, pensé, tendría la virtud de apartarme para siempre del lugar más odioso de Madrid.

Me quedaba la cárcel de Ventas, pero allí no sufrí tanto, y no porque las condiciones de vida de las reclusas fueran mejores que las de los varones. El sistema penitenciario era la única institución de la nueva España donde se seguía aplicando el principio republicano de igualdad entre sexos, pero yo amaba a mi padre y no le tenía cariño a su mujer. Sin embargo, aunque las visitas a mi madrastra fueron un paseo en comparación con el calvario de Porlier, no sólo fui a verla tan a menudo como pude. También repartí equitativamente entre su paquete y el de su marido lo mucho o lo poco que podía conseguir, porque quería a mis hermanos pequeños tanto como a Isa y a Toñito, y estaba dispuesta a lo que fuera con tal de ahorrarles lo que pasé yo cuando perdí a mi madre. Todas las semanas hacía, además, un tercer paquete, juntando lo que me daba la Palmera con lo que me convencía a mí misma de que nos sobraba. El primer día, me di cuenta de que el funcionario que supervisaba la recepción de los paquetes no se creía que fuera sobrina de un marqués, pero respondí a su recelo con una sonrisa impertérrita, sin dejar de aplicarle por dentro la receta de Rita. Anda y que te den.

Ni mi padre ni María Pilar llegaron a enterarse nunca de que alimentaba a un tercer preso, pero nada habría sido más justo, porque sin la generosidad de Hoyos, aquel invierno nos habríamos muerto de hambre. Aunque lo busqué hasta debajo de las piedras, 1940 terminó sin que hubiera logrado encontrar un empleo. Los jueves limpiaba tres tiendas de antigüedades de la calle del Prado, y un lunes sí, y otro no, las vidrieras del edificio donde vivía la señorita Encarna. Aparte de eso, sólo podía contar con los encargos que Olvido, mi antigua encargada del taller de bordados, me pasaba de vez en cuando y con el milagro de que alguien necesitara una chica para ayudar en una limpieza general o sustituir a una costurera enferma. Los achaques del señor Felipe, que era muy mañoso y se sacaba un sobresueldo vendiendo los domingos, en el Rastro, unos muñequitos que hacía en sus ratos libres, me permitían incrementar mis ingresos algunas semanas con la mitad de lo que sacaba ofreciendo por la calle a Don Nicanor tocando el tambor.

Las mil quinientas pesetas que don Marcelino me pagó por la caviarera me permitieron comprar una cocina de segunda mano, una cerradura para la puerta y lo más imprescindible para instalar a mis hermanos en un edificio que seguía teniendo agua corriente, porque nadie había cortado el suministro, y luz eléctrica, porque los vecinos que lo habían ocupado antes que yo repararon la instalación para engancharla a una toma municipal. Sin embargo, cuando llegué no había cables en las paredes ni grifos en las pilas. Los saqueadores se habían llevado los casquillos de las lámparas, los cristales de las ventanas, los marcos de las puertas, las tuberías y hasta las baldosas que habían logrado arrancar enteras del suelo. No tenía dinero para todo eso, pero apañé lo que pude con cortinas y esteras de esparto, y guardé lo que sobraba en una caja de caudales cuya llave llevaba siempre colgada del cuello. Intenté estirar su contenido al máximo, pero todo estaba mucho más caro que antes de la guerra y los precios no paraban de subir.

Con una cartilla de fumador y otra de racionamiento en la que constaban dos adultas y tres niños, tuve que alimentar a siete personas y media, luego sólo a siete, a partir de agosto, a seis, con suministros imposibles de combinar entre sí. Si una semana podía comprar azúcar moreno, pasta para sopa y jabón, con los cupones de la siguiente sólo conseguía el líquido de origen desconocido que hacían pasar por aceite, la algarroba tostada a la que llamábamos café, y bacalao. Para guisar algo que se pudiera comer, vendía algunas cosas para comprar otras en las trastiendas de los ultramarinos, pero como en todas las casas nos desprendíamos de lo mismo a la vez, el jabón o el café bajaban de precio por exceso de oferta y los márgenes se volvían cada vez más estrechos. Además, aparte de lo que ponía en la mesa y de lo que llevaba a dos cárceles, mis hermanos crecían sin parar, destrozaban las suelas de los zapatos, se les quedaba la ropa pequeña por más que les sacara los bajos hasta eliminarlos, y ni siquiera eso fue lo peor. Con el dinero que me dio la señorita Encarna, pude comprarles uniformes, carteras, cuadernos y lápices para llevarles a un colegio de monjas de la calle Toledo donde me admitieron a los mellizos como gratuitos y me hicieron una rebaja en la matrícula de Pilarín. El día que les dejé en la puerta a las nueve en punto de la mañana, me sentí en paz conmigo misma por primera vez en mucho tiempo. Quince días más tarde me arrepentiría amargamente hasta de esa sensación. La niña se contagió antes. Al tercer día que pasó en la cama, con una fiebre altísima y una congestión que no la dejaba respirar, Juan empezó a toser. Pablo, su mellizo, le siguió con pocas horas de diferencia. El médico que los atendió nunca supo ponerle nombre a aquella infección respiratoria. Hay tanta miseria, alegó para justificar su ignorancia, que entre la desnutrición y la falta de higiene, las epidemias se suceden antes de que tengamos tiempo de bautizarlas. Los números, sin embargo, se le daban muy bien. Su factura y el precio de las medicinas consumieron casi todo lo que quedaba de aquellas mil quinientas pesetas que seis meses antes me habían parecido una fortuna. Cuando los niños se pusieron buenos, nuestra economía estaba más enferma de lo que ellos habían llegado a estar nunca.

—¡Hola, Manolita y la compañía! —nadie me acompañaba, pero a él le gustaba saludar así a todo el mundo—. Cuánto bueno por aquí.

—Hola, Jero, verás… —y las mejillas empezaron a dolerme de puro sonrojo—. Yo necesito comprar pan, ¿sabes?, pero no tengo dinero.

Al escucharme, el hijo tonto de la panadera de la calle León se puso nervioso y sonrió con la mitad de la boca, una expresión de astucia tan desligada de la inteligencia que no tenía, que imprimió en su rostro un gesto animal, la codicia brillando en sus redondos ojos de reptil sin llegar a alumbrarlos.

—Tengo otras cosas, eso sí —continué, poniéndome la mano en el escote—. Igual te interesan.

Aquella mañana, a cambio de mirarme las tetas, Jero me dio un pistolín.

—Si me dejas tocártelas, te doy dos.

—Otro día —le contesté, arrebatándole la barra de entre las manos para salir corriendo—. Otro día te dejo, mejor…

Jerónimo el tonto fue el primer hombre que me vio las tetas, el primero que me las tocó, el primero al que escuché jadear ante mi cuerpo desnudo. Era demasiado triste para pensarlo, así que procuraba no hacerlo mientras le seguía hasta la trastienda. Tampoco fui más allá. En Madrid había pocos chicos tan tontos como él pero, a cambio, sobraban los hombres listos.

—Depende —me contestó Margarita cuando le pregunté si creía que don Federico me aplazaría una parte del alquiler hasta que las cosas mejoraran.

—¿De qué?

—De si te apetece acostarte con él.

—¿A mí? —y hasta me asusté al oírlo—. Ni loca.

—Pues no se te ocurra pedírselo. Te va a proponer eso a cambio, y si le dices que no, te echará a la calle.

—No puede —alegué—. Esto es un edificio en ruinas, todo es ilegal.

—Ya, pero él le da una parte de sus ganancias a unos amigos que tiene en la Policía Municipal, y ellos se encargan de los morosos. Ya ha pasado otras veces, Manolita, hazme caso.

A partir de aquel día, el primer laborable de cada mes me abrochaba los botones hasta el cuello para pagar el alquiler en un despacho del ayuntamiento. Fue un error, porque precisamente entonces, como si hubiera adivinado las razones que me impulsaban a vestirme de ursulina, empezó a interesarse por mi situación.

—¿Y qué tal, Manolita, cómo te van las cosas?

Cuarenta y pocos años, bastante calvo, flaco, con bigotito, una alianza en la mano izquierda y una insignia de la cofradía del Cristo de Medinaceli en la solapa, su repentina curiosidad le dio la razón a Margarita.

—Muy bien, don Federico.

—¿E Isabel? Estará ya hecha una mujer, hace mucho que no la veo.

—Bien, también. Nos defendemos estupendamente, no se preocupe.

—Me alegro. Pero si algún día tuvierais algún problema, ya sabes dónde estoy.

Don Federico, con su preciso manejo del singular y los plurales, se convirtió para mí en un símbolo, la última frontera de la peor época de mi vida. En el otoño de 1940 y el invierno de 1941, lo único que me consolaba era que no me había acostado con él. Eso pensaba cuando encontraba un agujero en las rodilleras de algún mellizo, cuando no tenía nada para darles de merendar, cuando Isa me proponía volver al pueblo, a casa de Colás y de Josefa.

—Ni hablar —le contestaba siempre, y la abrazaba para darle muchos besos—. ¿Qué pasa, que ya no nos quieres?

—No digas eso, Manolita… —ella me devolvía el abrazo, los besos, pero desviaba la mirada para no encontrarse con mis ojos—. Es sólo que ella me dijo que podía volver cuando quisiera, que si nos iban mal las cosas, en su casa siempre habría una cama y un plato para mí, y como veo que…

—Pues si es sólo eso, ni lo pienses —y la apretaba todavía más fuerte para consolarla por las frases que no se atrevía a terminar—. Si quieres trabajar, ya te encontraré yo algo, no te preocupes.

Las dos sabíamos que, si no encontraba nada para mí, menos iba a encontrarlo para ella, pero cuando los niños volvieron al colegio, empecé a llevármela conmigo a limpiar. Así no engañaba a ninguna de las dos, pero por lo menos acabábamos antes y le daba una oportunidad de sentirse útil. Los domingos por la mañana, cuando el señor Felipe me avisaba de que no se encontraba con fuerzas para salir, le preguntaba si quería ir ella al Rastro a vender los muñequitos en mi lugar y siempre me decía que sí. Luego iba con los pequeños a buscarla, hacíamos cuentas en un banco de Cascorro y me daba cuenta de lo contenta que se ponía al contar las pocas monedas que había ganado ella sola vendiendo Nicanores. Pero una cosa era el Rastro los domingos por la mañana, aquellas calles llenas de gente conocida a la luz del día, y otra poner a trabajar a mi hermana sola en el horno de desesperación en el que se había convertido Madrid.

A los trece años, Isa era una niña y, al mismo tiempo, una mujer hecha y derecha, más alta, más guapa, más atractiva que yo. A veces, al comparar el relieve de su cuerpo con el del mío, me sorprendía pensando que a ella Jero le daría los pistolines de dos en dos, y sentía un escalofrío al calcular qué pensarían los demás si se la encontraran a solas por la calle. Antes me acuesto con don Federico, me prometía a mí misma, pero sospechaba que él me diría que prefería acostarse con mi hermana y eso me daba más miedo todavía. Isa era la que más me preocupaba, porque se daba cuenta de las cosas, entendía lo que nos pasaba y, además, podía recordar otra vida.

—Y los tranvías, ¿por qué van siempre tan llenos de gente? —cuando íbamos por la calle, los mellizos me hacían siempre la misma pregunta.

—Porque son tontos —yo siempre les daba la misma respuesta—, y no saben que ir andando es más divertido y te pone muy fuertes las piernas.

—¿Y cuando llueve?

—Pues cogemos un paraguas y ya está —a veces, Pilarín se me anticipaba, para dejar claro que ella era mayor, más lista que sus hermanos—. Porque Madrid es muy bonito cuando llueve, ¿a que sí, Manolita?

—Claro que sí, precioso —pero al mirar a Isabel de reojo, la encontraba muy seria, muy callada, los ojos clavados en el horizonte.

Yo no trabajaba más porque no encontraba más trabajo, pero me pateaba la ciudad todos los días, hacía colas interminables para conseguir comida más barata, invertía mis ratos libres en vigilar las puertas de los ultramarinos al acecho de la ocasión de robar un puñado de arroz, me caía de cansancio al desplomarme en la cama por las noches, y sin embargo, tenía la sensación de que Isabel estaba peor que yo, y no se me ocurría la forma de arreglarlo. La desgracia que se había cebado en nuestra familia la había pillado siempre en la peor edad. Cuando estalló la guerra, acababa de cumplir nueve años y llevaba menos de uno asistiendo al colegio Acevedo. Cuando terminó, después de olvidar lo poco que había aprendido, ya contaba como adulta en la cartilla de racionamiento. Demasiado mayor para ir a la escuela, demasiado pequeña para defenderse sola, incapaz de juntar las letras a la velocidad necesaria para entretenerse leyendo los pocos libros que teníamos, encerrada sin radio, sin compañía, sin nada que hacer, mi hermana se aburría, y de lunes a sábado, yo estaba demasiado atareada para ocuparme de ella.

—Toma, Isa —pero cuando los domingos le ofrecía una perra gorda para que se fuera a dar una vuelta, tampoco me la cogía.

—No, si no me apetece salir.

—¿Cómo no va a apetecerte, mujer, si llevas toda la semana metida en casa? Sal a darte una vuelta con tus amigas, anda, que te dé un poco el aire.

—Que no. Si es que ellas seguro que van… —tampoco terminaba nunca aquella frase—. Me quedo aquí y salgo un rato luego con vosotros, mejor.

Así, mi hermana se iba volviendo cada vez más seria, más callada, una muchacha guapa, solitaria y triste, sin ilusión por nada, con tiempo de sobra para darse cuenta de que no la tenía. Por eso, cuando María Pilar me comunicó que habían aceptado su petición, me alegré más que ella.

—Isa y Pilarín —levantó dos dedos en el aire para confirmarlo—. Se van juntas a un colegio de Bilbao.

La cárcel de Ventas, donde estaba encerrada, se parecía mucho a la de Porlier. Los hábitos de las monjas representaban una diferencia insignificante en comparación con el hacinamiento, los reglamentos y la suciedad que producía un olor distinto al de los presos, pero igual de pestilente. Por lo demás, había menos reclusas condenadas a muerte pero, a cambio, muchos bebés que enfermaban para desaparecer en la enfermería sin que nadie volviera a verlos ni vivos ni muertos, y otros que morían todos los días, a menudo de hambre, en los brazos de madres que agonizaban del mismo mal. A ambos lados de las rejas, había también mujeres sabias que sonreían a la adversidad, la curva de sus labios un último desafío, mientras hablaban de temas intrascendentes en voz alta o desmenuzaban los asuntos graves en un murmullo. En abril del 40, cuando empecé a ir por allí, me encontré con bastantes conocidas de Porlier, entre ellas algunas que habían traspasado la barrera de la clandestinidad con tan mala suerte que su estreno las había desembarcado al otro lado del pasillo. Me alegré de ver a las primeras y lamenté la mudanza de las segundas como si fueran viejas amigas, antes de darme cuenta de que, en realidad, no eran otra cosa. Desde que detuvieron a mi padre, pasaba tanto tiempo en la cola que mi vida social se había desarrollado allí más que en ningún otro lugar.

—¿Te has enterado? —Asun, una hermana de Julita, la de la pescadilla, fue la primera que me habló de aquel decreto, mientras nos pelábamos de frío esperando turno en el mostrador de los paquetes—. Me alegro por ti, chica, porque a vosotras seguro que os lo dan.

El 3 de diciembre de 1940, el BOE publicó un decreto con un título bastante ambiguo, «sobre la protección del Estado a los huérfanos de la Revolución Nacional y de la Guerra», que las juristas aficionadas de la cola se apresuraron a desmenuzar para ponernos al corriente de su contenido. Al día siguiente, todas nos habíamos enterado ya de que no sólo establecía que la tutela de los huérfanos de guerra pasara a manos del Estado, sino también que los hijos menores de dieciocho años de penados acogidos a la redención de penas, podían solicitar plaza para ellos en colegios de instituciones benéficas. Cuando quise informar a mi madrastra, me contestó que se había apuntado ya.

—Ha venido una señorita a contármelo, esta misma mañana —le gustaba presumir de sus buenas relaciones con las funcionarias tanto como antes, en la escalera de Santa Isabel, de haber cocinado para Victoria Eugenia—. ¿Qué te crees, que ellas no se dan cuenta de que yo no tengo nada que ver con la gentuza que hay aquí dentro?

La cárcel convirtió a mi padre en un hombre mejor, más consciente y sensible al sufrimiento ajeno de lo que había sido nunca en libertad. La guerra ya había herido de muerte al seductor implacable que sólo vivía pendiente de olfatear las faldas con las que se cruzaba, pero en prisión llegó a asumir una transformación más profunda, que desentrañó para mí algunas tardes gracias a la peseta que nos permitía hablar como personas, y cuando le escuchaba pedir perdón por no haber sido el padre que nos merecíamos, se me partía el corazón. A María Pilar, en cambio, la cárcel le hizo el mismo efecto que beberse un vaso de agua. Y si no hubiera conocido en Porlier a las hijas y hermanas de muchas presas de Ventas, si mi amistad con Rita, la suerte de mi padre, la del suyo, no me hubieran convertido en alguien de fiar antes de que la pobre Luisi me saludara al verme entrar en el locutorio, nadie se habría tomado la molestia de dirigirme la palabra en aquella cola.

—Pero mira que eres tonta, Manolita —me regañaba la señora Luisa—. ¡Hay que ver, que te quites la comida de la boca para llevársela a esa asquerosa, que seguro que come mejor que tú!

Al mes escaso de ingresar en Ventas, mi madrastra había hecho méritos de sobra para convertirse en una presa de confianza. Aunque dormía en una sala común, apenas se trataba con las demás, y a diferencia de otras reclusas, chivatas, traidoras o arrepentidas que se dolían de la suplementaria pena de aislamiento a la que sus propias compañeras las habían condenado, ella recibía su hostilidad como una bendición.

—¿Que no me hablan? Pues mejor. Así, quienes tienen que darse cuenta de las cosas comprenderán que yo no tengo por qué estar aquí.

En eso llevaba razón, pero el tribunal que la sentenció a veinte años y un día dio más importancia a las siglas del Socorro Rojo estampadas en su brazalete que a la naturaleza de los delitos que cometió mientras lo llevaba en un brazo. En el mundo al revés en el que se había convertido España, las presas comunes recibían mejor trato que las políticas, pero como María Pilar era la presa política menos digna de ese nombre que vivía en aquella cárcel, fue también, tal y como había predicho Asun, la primera en beneficiarse de un decreto que se haría célebre.

—Venga, Pilarín, no llores… —aunque nadie se alegró tanto como mi hermana Isabel—. ¿Tú sabes lo bien que vamos a estar las dos juntas en el colegio, con un jardín para salir al recreo con nuestras amigas y profesoras que nos van a enseñar muchas cosas?

Yo no me hacía tantas ilusiones porque María Pilar no me había dado ningún papel y la señora Luisa, que me recogía la correspondencia, tampoco recibió ninguna carta a nombre de mis hermanas. Estaba demasiado familiarizada con el funcionamiento de las cárceles de Madrid como para confiar en los rumores, todos esos «oye, pues he oído que» que florecían en las colas como si la esperanza fuera otra epidemia capaz de prosperar en la miseria. Sin embargo, en febrero de 1941, la misma funcionaria que había informado a María Pilar de que habían aceptado su solicitud, me dijo que tenía que ir con las niñas al Ministerio de Justicia, y al llegar allí, el policía de la puerta asintió con la cabeza a mis explicaciones antes de mandarme al primer piso.

—Sí, eso lo llevan en el Patronato de Redención de Penas.

Era la primera vez que escuchaba aquel nombre y estuve a punto de negar con la cabeza, de alegar que no debía de haberme explicado bien porque mis hermanas no estaban presas ni tenían pena alguna que redimir. Pero antes de que encontrara una buena forma de explicarlo, él mismo llamó a una mujer que estaba entrando en el edificio.

—Señorita Marisa, mire usted a ver, estas niñas, que vienen por lo de los hijos de los presos…

—Ah, sí, claro —ella nos hizo un gesto para que la siguiéramos—. Venid conmigo.

Mientras subía las escaleras detrás de aquella mujer, tuve un mal presentimiento. Las hermanas Perales éramos demasiado pequeñas, demasiado pobres e insignificantes para tener algo que ganar en aquel edificio inmenso, el laberinto de pasillos que recorrimos en direcciones que parecían contradictorias, a través de unas puertas tan altas como las de los palacios de las pesadillas. Sin embargo, la última nos desembarcó en una habitación que parecía un consultorio médico, porque en sus paredes blancas había carteles con dibujos de mujeres con bebés en brazos, y al fondo, una báscula con una barra graduada para medir la estatura. En primer término, tras el mostrador, atendían dos mujeres. La que no llevaba una bata blanca encontró enseguida a mis hermanas en un listado.

—Aquí estáis, Perales García, Isabel, y Perales García, Pilar… Muy bien, pues ahora tenéis que quitaros los zapatos y pasar ahí dentro, para que la enfermera os pese y os tome las medidas —se entretuvo anotando algo en sus papeles, me miró, y la expresión de mi cara la animó a añadir algo más—. Es para que podamos encargar su equipo.

—¿Equipo? —pregunté con un hilo de voz tan temeroso que dibujó una sonrisa en el rostro de mi interlocutora—. No me habían dicho nada…

—Sí, mujer, el uniforme, los calcetines, lo que necesitan para ir al colegio —volvió a mirarme y su sonrisa se ensanchó—. No te preocupes. Se lo van a hacer en los talleres de la cárcel de Ventas, no hay que pagarlo.

Yo no sonreí. Estaba a punto de hacerlo y de darle las gracias por todo, cuando mi pensamiento escogió por su cuenta una dirección por la que nunca antes me había llevado. Han matado al padre de estas niñas, recordé, como si no fuera también el mío. Han encarcelado a la madre de la más pequeña. Les han quitado la casa donde vivían. Les han robado el negocio que era su medio de vida. El único hombre que podría mantenerlas ha tenido que esconderse para salvar la vida. Y no van a pagar ni un céntimo a las mujeres que confeccionen a la fuerza lo que necesitan para estudiar de caridad. Ellas son las culpables de que tus hermanas estén aquí. No le des las gracias.

—Pero, mujer —era una chica de veintitantos años, cara aniñada y camisa azul—. ¿No estás contenta?

—Sí, mucho —pero tampoco entonces sonreí.

La enfermera pesó y midió a mis hermanas, les pidió que se descubrieran el pecho para auscultarlas y que abrieran la boca para mirarles la garganta, examinó su cabeza para comprobar que no tenían parásitos, las hizo apoyar los pies en una tabla con medidas de zapatos y, por fin, midió sus cuerpos con un metro de modista. Yo la miraba desde el otro lado del mostrador, intentando comprender qué me pasaba, de dónde había salido el grumo espeso que tenía atravesado en la garganta, de dónde la desconocida furia que me hacía temblar por dentro como si tuviera fiebre precisamente allí, un lugar amable en comparación con la cola de la cárcel, con el locutorio de Porlier, con el rincón del cementerio del Este donde besé a mi padre por última vez, su cuerpo ya frío en una caja de pino. No encontré respuesta para esas preguntas y mi perplejidad acrecentó el malestar que sentía desde que entré en el ministerio.

Necesitaría algún tiempo para comprender que, aquella mañana, el dolor, el miedo, la incertidumbre acerca de un futuro tan inmediato que podía contarlo por horas, se habían disipado para llevarse consigo la tiranía de la desesperación, la angustiosa urgencia de encontrar un escudo que me protegiera del siguiente golpe. Durante mucho tiempo, había destinado todos mis recursos, toda mi energía, a aquel propósito que la desgracia había colmado hasta hacerlo reventar. Lo peor había terminado para dejarme en herencia la versión definitiva de lo malo, un destino vasto y solitario, monótono como un desierto de arena sin principio ni final, el infierno vestido con la ropa de los días laborables que me dio la bienvenida en una habitación de paredes blancas, ante un mostrador donde mi pensamiento descubrió una región desolada, que ya estaba dentro de mí aunque yo no la hubiera visitado todavía.

—Bueno, pues hemos terminado —la mujer que tenía enfrente apuntó unas palabras en un papel y me lo dio—. Antes del 15 de abril tenéis que ir al colegio de los Ángeles Custodios, aquí te he apuntado la dirección. Me imagino que la expedición saldrá a principios de mayo, pero no puedo decírtelo con seguridad. Allí te informarán de todo, te explicarán dónde está el colegio, a qué dirección puedes escribir, en fin, lo que necesites. Dentro de un mes —escribió una fecha y la rodeó con un círculo—, tenéis que ir a Ventas a recoger los equipos… ¿Lo has entendido bien? ¿Tienes alguna duda?

—No, lo he entendido todo muy bien —cogí la nota y me la guardé en un bolsillo—. Adiós, buenos días.

Al abrir la puerta, vi a una mujer vestida de luto, con un hato entre las manos y un cansancio inmenso pintado en la cara, sentada en un banco con un niño a cada lado. Todavía tendría que esperar un poco más, porque cuando estábamos a punto de salir, la enfermera me pidió que esperara un momento.

—A ti te va a ir muy mal en la vida, ¿sabes? —la soberbia encendía sus ojos para desmentir la suavidad de su acento—. No creas que no me he dado cuenta de que eres una desagradecida. Eso nunca es bueno, pero en tu caso… No tienes ni idea de la cantidad de solicitudes que no hemos podido atender. Eres muy afortunada, jovencita.

—Sí, señora. Lo que he tenido yo en la vida es mucha suerte —y por fin sonreí—. Si se lo contara, no se lo podría usted creer.

Durante unos segundos, las dos nos sostuvimos la mirada sin decir nada. Después, tiré de mis hermanas y me marché de allí sin volverme a mirarla. Cuando llegamos a la calle, me di cuenta de que no habría sabido reconstruir el camino por el que habíamos salido del edificio, pero el mismo aturdimiento furioso que me había consentido escapar, guio mis pasos por el paseo del Prado, coronando con un halo blanco, como una corona de vapor, a todas las personas, todas las cosas que distinguían mis ojos. A la altura de la fuente de Neptuno, me vine abajo.

—Anda, que tú también —Isabel habló sin mirarme mientras esperábamos a que pasara el tranvía—, podrías haberte callado.

—Eso es lo que he hecho —respondí, y apreté su mano con la mía pero no quiso corresponder a la presión de mis dedos—, callarme.

—No, digo al final —estaba muy enfadada conmigo—, tú ya me entiendes.

Cuando cruzamos mi cara seguía ardiendo, pero la culpa y la vergüenza habían arrebatado a la rabia la posesión de mis mejillas para devolver a los objetos que me rodeaban sus perfiles nítidos, auténticos. Al llegar a casa, ni siquiera sentía calor. La palidez sucedió al miedo de haberlo echado todo a perder por una tontería, un estúpido ataque de dignidad que no debería haberme consentido a mí misma. La experiencia me había enseñado que, entre todos los errores que estaban a mi alcance, ninguno podía hacerme tanto mal como el orgullo, pero a pesar de eso, y de que Isa pasara por mi lado como si no me viera, ya no logré acatar del todo sus enseñanzas. Algo había brotado o se había roto dentro de mí aquella mañana, y aunque no estaba segura del verbo más adecuado para explicar aquel fenómeno, sabía que sus efectos eran irreversibles. Por eso, en lugar de arrepentirme y echarme a llorar, recogí los platos rotos con un ánimo tan inaudito como la silenciosa cólera que había provocado el estropicio.

Aquella noche, cuando me metí en la cama, ya había logrado prepararme para volver a los dominios de lo peor. Bueno, y si nos borran de la lista, si las niñas al final se quedan en Madrid, conmigo, ¿qué puede pasar? Nada más grave de lo que nos ha pasado ya, y aquí estamos, así que… Antes de llegar a una conclusión, noté que alguien se movía a oscuras en el dormitorio que compartía con mis hermanas.

—Déjame sitio —Isa me abrazó con tanta fuerza como si hubiera vuelto a ser una niña pequeña y asustada—. Lo siento, Manolita.

—No, tesoro —yo también la abracé, y la tapé muy bien, igual que antes, mientras un presentimiento salado trepaba por mi garganta—, más lo siento yo.

Nos quedamos dormidas a la vez y el lunes siguiente, cuando volví de limpiar las vidrieras de la señorita Encarna, el azar me hizo un regalo tan valioso como si quisiera consolarme por haber arruinado su futuro.

—¡Te he encontrado un trabajo, Manolita! —Rita abrió la puerta desde dentro antes de que me diera tiempo a girar la llave—. ¿Qué me dices?

—Pues… —la miré, y al ver mi cara se echó a reír—. No sé, ¿dónde…?

—Nada, nada —me quitó la bolsa de las bayetas de las manos, la dejó en el suelo y me cogió del brazo—. Ni te quites la chaqueta porque nos están esperando, tenemos que ir ahora mismo, te lo cuento por el camino.

Al día siguiente, víspera de su inauguración, empecé a trabajar en el obrador de la Confitería Arroyo, una tienda muy bonita situada en la esquina de la calle Villanueva con la de Serrano, aunque yo apenas llegaría a verla cuando me tocara dejar una bandeja en una repisa, al alcance de las uniformadas dependientas que trataban con los clientes. María Luisa Velázquez, señora de Arroyo, hermana del padre de Rita y nuera de los dueños de varias pastelerías y restaurantes de Madrid, había llamado a Caridad la noche anterior para ofrecer a su hija un puesto en aquel reluciente mostrador.

—Estábamos las dos juntas en la cocina, haciendo la cena, y la oí decir que no, darle las gracias a mi tía, añadir que, por supuesto, ningún trabajo le parecía deshonroso. Parece mentira que me digas eso precisamente tú, María Luisa, lo único que pasa es que prefiero que Rita siga estudiando…

Los hermanos del doctor Velázquez, la manzana podrida por un judío vienés, y otro alemán, en el irreprochable cesto cultivado por una familia de la burguesía monárquica de toda la vida, desconfiaban de las posibilidades de su cuñada para salir adelante por sí misma. No sabían gran cosa de ella porque hacía muchos años que apenas se trataban con su marido, pero desde que se quedó viuda, tampoco cejaron en el empeño de socorrerla. Rita les agradecía los mimos, los regalos, y creía que se sentían culpables por no haber salvado a su padre, pero Caridad no se fiaba de su aparente generosidad. Estaba segura de que sus cuñados pretendían someterla por el procedimiento de asegurar su bienestar al precio de hacerla depender de sus favores, y por eso nunca los aceptó. Procuraba mantenerlos al margen de su vida y, sobre todo, de la de su hija, sangre de su sangre y la única que les interesaba en realidad.

Caridad también provenía de una familia burguesa, aunque ni por su patrimonio, ni por su nivel de vida, había pertenecido nunca a la misma clase social que los Velázquez. Sin embargo, su padre, profesor en el Real Conservatorio de Música, le había enseñado a tocar el piano, y su madre, hija de un pastor metodista que llegó a España a los veinte años, para entregarse durante más de medio siglo a una misión evangelizadora en la que nunca alcanzaría el menor éxito, siempre habló con ella en inglés. Su bilingüismo la animó a estudiar francés, y aunque nunca había trabajado como traductora profesional, después de casarse ejerció aquel oficio para ayudar a su marido, que hablaba perfectamente alemán, tenía pocas nociones de francés y ninguna de inglés. Caridad traducía para él los textos que le interesaban de estas dos últimas lenguas, y se ocupaba también de verter a ellas los artículos del doctor Velázquez que iban a ser publicados en el extranjero. Desde que lo detuvieron, había intentado sacar todo el partido posible de sus conocimientos, pero en 1939 las familias con dinero tenían cosas más urgentes en la cabeza que contratar clases particulares para que sus niños aprendieran música o inglés. No tuvo más remedio que alquilar el cuarto de su hijo a un alférez provisional que acababa de llegar a Madrid para preparar unas oposiciones, y él, que creía que su patrona era viuda de guerra, fue quien le proporcionó su primer empleo. Me he fijado en que tiene muchos libros en inglés, le dijo un día, a la hora de comer, ¿no conocerá usted a alguien que pueda traducir de ese idioma? Mi padre se dedica a importar maquinaria pesada y le va muy bien, porque ahora hace mucha falta, pero ningún manual viene en español y eso desanima mucho a los clientes, claro…

Veinte días más tarde, Caridad le entregó un texto de doscientas páginas de especificaciones técnicas y consejos de mantenimiento de un telar industrial, firmado por un hermano imaginario, Carlos Martín, que se enfrentó inmediatamente después con la naturaleza de una cosechadora mecánica. Cuando el alférez aprobó las oposiciones, su patrona, que ya tenía alumnos de idiomas y de música, trataba directamente con el importador, siempre en calidad de representante de un hermano ficticio. Aquel detalle contribuyó a que, en abril de 1941, sus ingresos representaran un misterio impenetrable para su cuñada María Luisa y, de rebote, a incrementar los míos.

—Total, que esta mañana le he preguntado si le molestaría que llamara a la tía para proponerle que trabajaras tú en mi lugar, y me ha dicho que no, que al revés, pero luego, como se llevan fatal y es tan mal pensada… —Rita miró a nuestro alrededor y bajó la voz—. No le calientes mucho la cabeza a Manolita, me ha dicho, porque a ella no le va a ofrecer el mismo puesto que a ti.

—Anda, ¿y por qué no? Si necesita contratar a alguien, qué más le da…

—Eso mismo he dicho yo. Pero ella me ha repetido que conocía muy bien a mi tía. Le dio clases de canto y de piano hace muchos años, ¿sabes? Ella fue quien le presentó a mi padre.

María Luisa Velázquez tenía la misma edad que su cuñada, pero cuando la vi me pareció mayor, e inmediatamente después, más joven que ella. El primer equívoco estaba originado por su aspecto, no tanto el traje de chaqueta oscuro, el moño alto, como la actitud con la que supervisaba a los obreros que daban los últimos retoques al local. Sin embargo, al escuchar la voz de su sobrina, aquella vigilante estatua se quitó las gafas, descruzó los brazos, sonrió, y mientras venía hacia nosotras, su piel tersa, sus mejillas sonrosadas, las mullidas curvas de su rostro y de su cuerpo, subrayaron la juvenil apariencia de una mujer por la que la guerra y el tiempo habían pasado sin abrir heridas graves.

—Pues… —cuando Rita nos presentó, me miró de arriba abajo y volvió a sonreír—. Por desgracia, acabamos de contratar a la última dependienta que necesitábamos, pero creo que queda alguna plaza en el obrador —se dirigió a otra mujer, algo mayor y peor vestida, que la había reemplazado en la vigilancia—. Meli, ¿quieres venir un momento, por favor? —y volvió a mirarme—. Meli es la encargada, ella te dirá las condiciones. Ven conmigo, Rita, voy a enseñarte todo esto.

—No —mi amiga intentó resistirse—. Yo prefiero…

—Que sí, mujer —pero su tía la abrazó por la cintura y la obligó a darme la espalda—. Déjame que disfrute un poco de ti, para un día que vienes a verme…

A aquellas alturas, ya me había dado cuenta de que Caridad tenía razón, pero necesitaba tanto un trabajo que ni siquiera acusé el tijeretazo con el que la encargada redujo exactamente a la mitad las esperanzas que Rita había ido infiltrando en mi espíritu durante un trayecto de tranvía.

—¿Tienes experiencia? —también necesitó muchas menos palabras.

—En un obrador no, pero… —no me dejó seguir.

—Pues escúchame bien, porque te lo voy a decir sólo una vez. Aquí se viene a trabajar, no a comer, ¿está claro?

—Sí, señora

—El primer día que te pille comiendo, o robando comida, vas a la calle —hizo una pausa para mirarme antes de seguir hablando—. Entrarás como aprendiza, seis días a la semana, de siete de la mañana a cinco y media de la tarde. La tienda cierra a mediodía, pero el obrador no, así que tendrás que comer aquí mismo, en un rato libre. El día de libranza es el lunes, aunque como los domingos abrimos más tarde y cerramos antes, el obrador funciona entre las ocho y las cuatro y media. El sueldo son cuatro pesetas diarias y si no te conviene dímelo ya, porque tengo más chicas esperando.

—Sí que me conviene —me apresuré a contestar—. Muchas gracias.

—Pues empiezas mañana mismo —me dio la espalda pero un instante después se volvió de pronto, como si acabara de acordarse de algo—. ¡Ah! Los primeros meses son de prueba, el primero sin sueldo, y después, tres más sin derecho a liquidación en caso de despido. Pero, si trabajas bien, antes de un año serás oficiala de tercera y ganarás cuatro cincuenta al día. ¿Sabes leer?

—Sí, señora, y escribir.

—Muy bien —y sin embargo, tuve la sensación de que le habría gustado más escuchar lo contrario—. Hasta mañana entonces.

Me dejó sola para irse a discutir con un chico que estaba montando una vitrina, y esperé el regreso de Rita sin moverme del sitio. Cuando reapareció, su tía aún la llevaba abrazada por la cintura, pero la soltó para acercarse a su encargada y cuchichear un rato con ella. Luego se reunió con nosotras, muy sonriente, para decirnos que se alegraba mucho de poder ayudarme.

—Además —añadió, para subrayar por qué me estaba ayudando en lugar de contratarme—, ya le he dicho a Meli que, contigo, por ser amiga de mi sobrina, vamos a hacer una excepción…

Si mi trabajo era del gusto de mis superiores, añadió, daría la orden de suprimir el mes de prueba para que pudiera cobrar desde el primer día. Al escuchar eso, Rita abrió mucho los ojos, pero yo le di las gracias con tanta vehemencia que tuvo que mover una mano en el aire para hacerme callar.

—¿Qué es eso del mes que no se cobra?

Cuando salimos a la calle, me cogió de un brazo para preguntármelo, y mientras repetía las condiciones de mi empleo, vi la indignación creciendo en su cara a tal velocidad que casi me arrepentí de darle la razón a su madre.

—¡Cuatro pesetas! —gritó, moviendo mucho los labios—. Será hijaputa…

—Rita, por favor, cállate —tiré de ella como si fuera un fardo y conseguí arrastrarla por la acera, pero no que dejara de hablar sola, ni mucho más alto de lo que nos convenía.

—A mí me ofreció ocho… El doble por tres horas menos, y ni siquiera vas a tener un descanso para comer. ¡Qué cabrones!

—Rita, que te va a oír alguien, baja la voz, por favor te lo pido.

Se quedó callada, absorta en sus pensamientos, hasta que llegamos a la Puerta de Alcalá, y sólo allí volvió a mirarme.

—Lo siento mucho, Manolita. De verdad, perdóname, yo no creía…

—¿Y qué te voy a perdonar, mujer, si acabas de darme la alegría de mi vida? ¡Noventa pesetas al mes! ¿Tú sabes lo que es eso para mí?

—No hay derecho, y lo peor es que debería haberlo sabido —negó con la cabeza y lo repitió menos para mí que para sí misma—. Debería haberlo sabido.

Lo único que sabía yo, cuando nos despedimos, era que aquel empleo me había salvado la vida. A partir del día siguiente, trabajé como una fiera, fregando, barriendo, recogiendo más deprisa que cualquier otra aprendiza, mientras Isa me reemplazaba en los pocos compromisos que había logrado adquirir en los últimos dos años. Si las mujeres del Patronato decidían castigarme por mi ingratitud borrando a mis hermanas de la lista, al menos habría cumplido la promesa de encontrar algún trabajo para la mayor. Aun así, el primer lunes de la segunda mitad de abril, traspasé el umbral de otro edificio mucho más grande que nosotras sintiendo que las piernas apenas me sostenían para descubrir que las monjas de los Ángeles Custodios nos estaban esperando. Todo estaba en orden, me dijeron, y que el expreso en el que mis hermanas se marcharían a Bilbao saldría de la estación del Norte el domingo 1 de mayo, a las siete de la mañana.

El lunes anterior a su viaje, Pilarín no fue al colegio. La dejé en casa, con Isa, y me fui sola a limpiar cristales. Luego las llevé a Ventas. María Pilar había conseguido un permiso especial para despedirse de ellas y aprovechamos para recoger sus paquetes. Al volver a casa, las dos se probaron un vestido confeccionado con un tejido basto, estampado en cuadros escoceses azules y amarillos, unas sandalias de cuero marrón y un jersey azul, tricotado a mano, como un par de calcetines de lana jaspeada, multicolor. Eso era todo, porque el equipo no incluía ropa interior. El uniforme les quedaba muy bien aunque era bastante feo, pero me dio tanta pena verlas así que aquella noche junté dos camas para que pudiéramos dormir las tres juntas hasta el día de su partida.

—Oye, Manolita —el viernes, Isa me despertó cuando era de noche todavía—. Me gustaría ir a ver a Toñito, para despedirme. ¿Tú crees que podré?

—Voy a intentarlo —respondí, después de pensarlo un rato—, pero no le digas nada a Pilarín, porque a ella sí que no la van a dejar entrar.

El sábado por la noche, disfracé a mi hermana con un vestido y unos tacones de María Pilar, y hasta le pinté los labios. Así, además de hacerla parecer mayor que yo, logré que los tres hijos de mi madre pudiéramos reunirnos por última vez en muchos, muchos años.

—¿Y qué vas a hacer ahora con los mellizos? —me preguntó Toñito sin dejar de abrazar a Isa—. Porque si entras a trabajar a las siete…

—Pues pagar, a ver qué remedio. Mi vecina Margarita tiene una hermana que no hace nada. Vendrá un rato a casa por las mañanas, para levantar a los niños y llevarlos al colegio, e irá a buscarlos por la tarde para quedarse con ellos hasta que yo vuelva. Los domingos se los llevará también a comer a su casa, así que me imagino que algo le dará a su hermana.

—Total, que vas a tener criada —Isa acogió con una carcajada aquella pintoresca conclusión.

—Sí, pa chasco —repliqué yo—, no veas lo bien que me viene soltar dinero. Menos mal que libro el lunes y no tengo que dejar las vidrieras…

—Pues mañana por la noche, dale una propina a la niñera y ven a verme, que tengo que hablar contigo.

Eso me extrañó más que ver a Isa sentada en sus rodillas, pero cuando le pregunté qué pasaba, no quiso soltar prenda.

—No, mañana —y miró a Isa con tanta intensidad como si tuviera el don de la clarividencia—. Ahora déjame despedirme de mi hermanita, que no sé cuándo la volveré a ver.

Al día siguiente desperté a todos mis hermanos a las seis en punto. Hacía frío, pero mientras caminábamos hacia el metro amaneció un día limpio y claro, una de esas mañanas de primavera que saben prometer un sol radiante antes de albergarlo en el cielo. Mis hermanas iban calladas, llevando cada una a un mellizo de la mano. Yo me ocupaba de sus maletas, y no paré de hablar para no tener que pensar.

—Tenéis que portaros bien y aprovechar el tiempo, ¿de acuerdo? Estudiad mucho, y escribid para contárnoslo, sobre todo eso, no os olvidéis de escribir. Voy a darle dinero a la monja que os acompañe por si tenéis que comprar sellos, y ya lo sabéis, vais a estar muy bien, en un colegio muy grande y muy bonito, pero no os olvidéis de nosotros, por favor… —y cuando llegaba al final, volvía a empezar—. Quiero que me prometáis que os vais a portar muy bien, como dos niñas buenas y bien educadas, que vais a estudiar mucho y no vais a perder el tiempo…

La despedida que había torturado mi imaginación durante una semana de noches en vela, fue sorprendentemente breve. Las monjas a cargo de la expedición nos concedieron apenas el tiempo suficiente para darles un beso antes de meterlas en el tren. Cuando nos dijeron adiós con la mano desde la ventanilla, los mellizos empezaron a llorar con un desconsuelo que aún no habían mostrado, y había tanta tristeza a nuestro alrededor, tantas madres y hermanos, tantos niños y ancianos llorando a la vez en el mismo andén, que el pitido del jefe de estación, el ruido del convoy al ponerse en marcha, resonaron en mis oídos como una canción alegre, consoladora.

Ya está, pensé, ya se han ido. Y mientras mis hermanos seguían llorando con la cara escondida en mi falda, me obligué a recordar la mañana en que encontré una orden de desahucio clavada en la puerta de nuestra casa, las etapas de un viaje que había tenido que completar sin la ayuda de nadie, hasta llegar al andén de aquella estación. No tengo derecho a quejarme, concluí. Inmediatamente después miré el reloj y me asusté al ver que eran ya las siete y diez.

—¿Queréis que hagamos una tontería? —los mellizos levantaron la cabeza al mismo tiempo para mirarme—. Vamos a coger el tranvía.

Unos minutos más tarde, cuando nos bajamos en la puerta del mercado de la Cebada, los dos estaban tan contentos como si los hubiera montado en la noria más grande de una feria. Los dejé en casa de Margarita, y al recogerlos, por la tarde, su hermana Mari se ofreció a venir a la mía, después de cenar, sin cobrar nada. Aquella misma noche, sin darme tiempo a reposar la despedida, Toñito arrancó de mi cabeza la preocupación por dos niñas solas en un colegio de Bilbao, al proponerme pasar a la clandestinidad por la puerta de un matrimonio fraudulento. Le dije que no y me sentí mal. Un par de días después, decidí aceptar y no me sentí mucho mejor. Que no cuente conmigo, volví a pensar más tarde, y me sentí peor que en ninguna otra etapa de aquella silenciosa negociación. Al final, le di unos céntimos a Mari para que se quedara con mis hermanos mientras volvía a verle, y él me recibió con una sonrisa que certificó la definitiva defunción de la señorita Conmigo No Contéis.

—Mira, he pensado bien lo que me dijiste de padre y… Por ese lado tienes razón, y la verdad es que tampoco habría podido salir adelante sin la cartilla de fumador, sin la ayuda de la Palmera, de todos vosotros —asintió con la cabeza, pero no me interrumpió—. Así que estoy dispuesta a colaborar, te lo digo en serio, no creas que quiero escurrir el bulto. Me comprometo a conseguir los pasteles más baratos, lo que haga falta, pero… Es mejor que se lo pidáis a otra, a una de las vuestras, una chica que sepa cómo hacerlo, que tenga experiencia, yo…

—No es por los pasteles —mi hermano me miró como si pudiera ver a través de mis ojos—. Es por ti.

—Pero yo no valgo para eso, Toñito. Yo nunca he hecho nada parecido, ya sabes el mote que me puso el Orejas.

—Eso no cuenta, porque has cambiado mucho. Te has convertido en una chica muy valiente, Manolita.

—¿Yo? —lo último que esperaba escuchar de sus labios era un elogio semejante—. Yo no soy valiente.

—Anda que no —y volvió a sonreír mientras se daba la razón con la cabeza—. Más que yo.

Esas palabras me llevaron de vuelta a la cárcel de Porlier, el último sitio de Madrid al que habría querido volver por mi propia voluntad.

El segundo lunes de mayo de 1941, la cola seguía llegando hasta la calle Torrijos, pero vi muchas caras nuevas, mujeres desconocidas, con características que me llamaron la atención tanto como el moño alto, las alpargatas desteñidas o el pelo casi blanco, de tan rubio, de aquellas tres a las que no volví a ver en aquella acera. Otras, sin embargo, seguían en el mismo sitio, y casi todas me saludaron con la misma expresión, una sonrisa instantánea que se desvaneció de golpe, cuando sus conjeturas sobre el motivo de mi regreso la reemplazaron con un gesto de preocupación.

—Pues nada —me apresuré a tranquilizarlas—, que me dio por empezar a escribirme con un amigo de mi hermano, y así, a lo tonto, a lo tonto… Nos hemos hecho novios.

—¡Ah!, bueno… —y sonreían con más ganas que al principio—. ¡Mira la Manolita, qué espabilada nos ha salido!

Cuando la cola ya se había puesto en marcha, vi a la mujer de un preso de la JSU apoyada en una farola, como si estuviera esperando a alguien, pensé, antes de que me llamara por mi nombre y me diera un abrazo entre grandes aspavientos de júbilo.

—No te asustes, él no sabe nada —susurró en mi oído—. Es por seguridad. No conviene que hable con nadie antes de tiempo.

Se marchó tan deprisa que no tuve tiempo para preguntar a quién se le había ocurrido ese disparate, aunque en realidad ya sabía la respuesta. Sólo existía una persona en el mundo capaz de decidir algo así, y se apellidaba igual que yo.

—¡Manolita! —el Manitas puso unos ojos como platos al distinguirme al otro lado de la alambrada—. No sabía que eras tú… Vamos, que no esperaba que vinieras a verme.

Le conocía desde que era una niña, pero le miré como si fuera la primera vez. Siempre había sido flaco, pero dos años de cárcel le habían dejado en los huesos y su nariz parecía más larga, su cabeza más grande, su rostro más parecido que nunca al de un pájaro carpintero de piel lechosa, salpicada de pecas.

—¿No? —anda, que menudo marido me ha buscado mi hermano, me dije, mientras sonreía con todo el arrobo que pude improvisar—. Me voy a poner celosa, Silverio, cualquiera diría que tienes más novias.

—¿Novias? —me dio pena verle tan desconcertado, tan perdido en aquel locutorio que conocía mejor que yo—. No… Claro… No tengo novias.

—Sólo yo, ¿verdad? —asintió con un gesto casi temeroso, las cejas fruncidas, reclamando una explicación que no podía darle, y decidí cortar por lo sano—. Eso espero, porque he venido a decirte que quiero casarme contigo.

Después de escuchar eso, se tapó la cara con las manos, las movió con energía, como un niño que se frota los ojos al despertarse de una pesadilla, las bajó de golpe, y volvió a mirarme.

—¿Qué?

—Pues eso, que vamos a casarnos —entonces me acordé de Hoyos, del ingenio que le consentía hablar en clave, decir a gritos cosas cuyo significado pasaba desapercibido para los guardias—. No sé de qué te extrañas. Eres muy buen partido, el mecánico más habilidoso de Madrid, ¿o no?

Silverio Aguado Guzmán, alias el Manitas, volvió a mirarme, asintió con la cabeza muy despacio, y la movió después en dirección contraria para que estuviéramos en igualdad de condiciones.

Y desde aquel momento hasta el día de nuestra primera boda, ninguno de los dos llegó a saber nunca lo que estaba pensando el otro.