A Francisco Román Carreño nunca le faltó un plato en la mesa a la hora de comer, pero la Palmera había mirado muchas veces al hambre a los ojos.

Cuando dejaba de notar las tripas y empezaba a sentir que le dolían, como si una tenaza de hierro las pegara entre sí para exprimir el limpísimo hueco de su estómago, miraba a su alrededor y tardaba en decidirse. Sentía una envidia amarga de los niños de la calle, porque ellos no se avergonzaban de rebuscar en los cubos de basura de los restaurantes, y sabían poner cara de pena mientras extendían una mano sucia ante cualquier pareja bien vestida en la puerta de un teatro. Él jamás podría hacer lo mismo porque antes había sido Paquito Román, el hijo pequeño de Tomás y Salvadora, que habían tirado la casa por la ventana al comprarle a un chamarilero de Camas un traje blanco para que su benjamín recibiera la Primera Comunión vestido de señorito, y no le habían perdonado que saliera maricón.

Mientras andaba por las calles mirando al suelo, hacia el ángulo recto que las aceras formaban con las fachadas de los edificios para crear una sombra discreta, el lugar que los niños caprichosos y los adultos descuidados solían elegir para desprenderse de las cáscaras de plátano, los bollos a medio masticar o esos delicados recipientes de papel blanco que con suerte conservaban, pegado en el fondo, un resto del merengue, del azúcar o la mermelada que los colmaba cuando a alguien se le habían antojado en una pastelería, maldecía la fotografía que le había impulsado a mudarse a Madrid. Y no era que en Sevilla le hubiera ido mucho mejor, pero allí, por lo menos, no hacía tanto frío en invierno.

—Ahora, nosotros vamos a la fonda, a desayunar… —tras el entierro de su madre, su hermano le había cogido de un brazo para llevarlo aparte sin miramientos—. Tú recoges tus cosas y te largas. No queremos volver a verte por aquí.

—¿Qué? —Paco se quedó mirando a Bernabé y él le sostuvo la mirada por primera vez en siete años.

En 1921, la última noche en la que estuvieron juntos como hermanos, también era verano. Berna le invitó a salir con él después de cenar, y nunca antes lo había hecho, pero Paco no receló de su oferta porque era sábado, primero de mes, y él había trabajado tan duro como los demás. Las tierras de su padre no daban para mantener a la familia, y por eso tenía arrendadas otras y una huerta cuyo cuidado repartía entre sus cuatro hijos, todos varones. A Paco no le gustaba el campo, pero cumplía con su parte, y siempre había creído que eso bastaba para justificar las noches que pasaba en el bodegón del Pelao, aprendiendo a bailar flamenco con unos pantalones muy ceñidos, unos ojos muy pintados, y el Niño de Bormujos como nombre artístico. Esa convicción y el orgullo abrupto, desesperado, que le subió por la garganta como un aceite oscuro para impregnarle por dentro de un brillo espeso y negro, le impulsó a decirle a su hermano la verdad cuando agotó todas las excusas convencionales en la barra del burdel al que se había empeñado en llevarle.

—No voy a acostarme con ninguna, Berna —y mantuvo la cabeza alta al decirlo—. A mí no me gustan las mujeres.

Su hermano mayor le tiró al suelo de una hostia y no volvió a dirigirle la palabra hasta el día del entierro de su madre, cuando le echó de la casa igual que a un perro.

—Ten —antes le ofreció trescientas pesetas, y las movió en el aire al ver que no se decidía a cogerlas—. Vete lejos, y no nos avergüences más.

Paco miró el dinero, a su hermano, otra vez el dinero, y por fin a su padre. El anciano, encogido y frágil entre los cuerpos rotundos de dos de sus nueras, mantuvo la vista humillada, fija en el suelo, hasta que su hijo menor comprendió que ni siquiera iba a decirle adiós. Entonces cogió los billetes, una miseria a cambio de su parte de una herencia que nunca cobraría, levantó la cabeza y se fue sin despedirse. Al salir de Bormujos, se juró a sí mismo que no volvería jamás, y hasta se sacudió el polvo de los zapatos antes de echar a andar por la carretera.

Mejor, por el camino se fue animando, mucho mejor, ¿que no?, desafiándose a sí mismo con una sonrisa cosida por dentro a sus labios cerrados, ¿qué soy yo, un artista? Pues a vivir del arte, tan ricamente… En Sevilla sobraban malos bailaores, sobraban maricones, sobraban hombres feos de veintiocho años buscándose la vida por las esquinas, pero a temporadas sacó para ir tirando. Cuando no encontraba nada en los tablaos, ni en las compañías que hacían bolos por los pueblos, ni en las ventas por las que merodeaba en busca de algún grupo de señoritos con ganas de juerga, se ofrecía para cualquier cosa y a veces lograba sacarse un jornal. Otras no.

La posibilidad de escribir a su familia para pedir dinero se convertía entonces en un tormento cotidiano que hacía aún más penosa su pobreza. Tumbado a solas en la cama de la pensión más barata, pasaba los días pensando en su padre, en sus hermanos, en su propio desamparo, y el orgullo iba cediendo a la presión del hambre, aquella tenaza que no dejaba sitio para nada más, pero instalaba en su cabeza una determinación traidora que se disipaba en cuanto lograba despachar una comida en condiciones. Luego, mientras hacía la digestión, comprendía con la clarividencia que le restaba el hambre, que reivindicar sus derechos no sólo representaría una humillación, sino que sería, además, una humillación infructuosa. Y sin embargo, a los dos años y medio de marcharse de Bormujos, le llegó el momento de escribir aquella carta.

La respuesta tardó tanto en llegar que cuando volvió a tener en las manos ciento cincuenta pesetas juntas, España se había convertido en una República. Paquito Román había probado ya el veneno de las fotos que publicaron todos los periódicos, la Puerta del Sol, la de Alcalá, la glorieta de Cibeles abarrotadas de gente feliz, sombreros y gorras mezclados en una insólita hermandad, muchachas decentes que se envolvían en una sábana para posar ante las cámaras con un gorro frigio y una sonrisa que no les cabía en la boca, un desorden risueño, un caos pacífico, una danza armoniosa al compás de una música sin ritmo ni final. Había llegado la hora de los miserables, pensó él. La hora de los pobres, de los humillados, de los que nunca habían tenido suerte. La hora de los maricones, se dijo, mi hora. Y ni corto ni perezoso, cogió el dinero y se compró un billete para el expreso de Madrid.

Muy pronto, los jornaleros de su pueblo, de todos los pueblos de España, aprenderían que la República no daba de comer. Eso escucharían de los labios desdeñosos de los capataces, fieras domesticadas de los terratenientes que dejaron de sembrar sus fincas en el instante en que el gobierno anunció una reforma agraria. Que os dé de comer la República, respondían en las plazas a los hombres que buscaban trabajo en vano, una mañana tras otra. Que te dé de comer la República, sentía él que le gritaban también las farolas, los edificios, los adoquines de esas plazas que había visto una vez repletas de personas eufóricas y ociosas, mientras las recorría solo, sin rumbo, perdido entre una multitud que no le veía al entrar o salir del metro. Madrid era demasiado grande, demasiado confusa, una ciudad difícil, cuyos habitantes no se burlaban de él, como los sevillanos, porque ni siquiera se fijaban en aquella sombra vestida con traje corto, botas camperas y sombrero cordobés, que había empeñado su ropa de paisano para poder comer y apenas contaba con un lápiz de ojos, negro como su suerte, por toda propiedad. En el verano sofocante, en el lluvioso, después helado otoño de 1931, el Niño de Bormujos maldijo mil veces la magia tramposa de las fotografías. Y sin embargo, él tendría más suerte que los jornaleros de su pueblo. La República acabó dándole de comer, aunque antes le tocaría pasar mucha hambre.

—Perdone, pero… —la tercera noche que le vio a lo lejos, mirándole con aquella expresión impenetrable, en la que la tristeza se confundía con una ternura para la que no encontraba explicación, recogió del suelo su pañuelito rojo y se acercó a él—. ¿Por qué me mira tanto?

—¿Qué? —aquel hombre alto, gordo, que sin haber sido nunca guapo conservaba un aspecto imponente con más de cuarenta años, quizás porque no le faltaba ni el monóculo para parecer un gran señor, sacó un artilugio de metal de su bolsillo y se lo metió en la oreja—. Háblame en la trompetilla, por favor, y grita, si no te importa, porque soy sordo.

Cuando no había nada que rascar, Paco Román caminaba al atardecer hasta la Puerta del Sol, la estudiaba para escoger un lugar propicio, apartado de los hombres que sujetaban postes con anuncios, de los niños mendigos, de los gitanos que exhibían una cabra que sabía moverse al son de un organillo, y bailaba sin más música que el ruido de sus tacones. Al principio, le daba mucha vergüenza poner su pañuelo en el suelo, como hacían los demás, pero pronto descubrió que, con tanta competencia, si esperaba hasta el final del zapateado para pasar el sombrero, la mitad de su corrillo se habría evaporado ya. Él no era un buen bailarín, pero taconeando daba el pego, y en verano, con las aceras llenas de parejas, de familias con niños que salían a la calle para tomar el fresco, casi siempre sacaba para pagarse un bocadillo, a veces hasta una cama donde acostarse vestido, sin mirar el color de las sábanas, en el dormitorio común de alguna cochambrosa pensión de los alrededores. La lluvia lo echó todo a perder y el frío fue peor, aunque algunas noches bailaba para entrar en calor. Sabía que después tendría más hambre, pero también la oportunidad de que algún transeúnte caritativo se apiadara de él. En su situación, era difícil escoger entre dos males. Lo fue hasta que una noche encontró un duro, entero y verdadero, dentro de su pañuelo.

El brillo de aquella moneda inmovilizó sus pies, y la parálisis del asombro fue subiendo deprisa por su cuerpo hasta conquistar la cabeza, que levantó para contemplar la aristocrática estampa de su benefactor. Aquella noche ni siquiera le dio las gracias, y se limitó a verle desaparecer entre la gente, dudando de su suerte hasta que mordió el duro y comprobó que era bueno. Después, volvió a Sol y a bailar todas las noches, hasta que en la undécima se repitió el milagro. Dos semanas más tarde, cuando lo encontró por tercera vez, por fin se atrevió a acercarse a él.

—Te miro porque te conozco.

—¿A mí? —Paco Román se señaló a sí mismo, posando el dedo índice sobre su pecho como si esa respuesta hubiera podido dirigirse a otro, y el desconocido sonrió—. No, a mí no me conoce, se habrá confundido, porque nosotros no nos hemos visto nunca, bueno, antes de ahora, quiero decir, de la otra noche, cuando lo del duro, yo…

—Claro que te conozco —el hombre del monóculo lo interrumpió con decisión—, mon semblable, mon frère.

—¿Qué?

—Es francés —y volvió a sonreír—. Un verso.

—Ya. Es que no entiendo…

—Mi semejante, mi hermano —hizo una pausa que Paco no se atrevió a rellenar mientras se ahogaba en el océano de su propio estupor, estrujando su pañuelo como un náufrago sujetaría un madero—. Esa es la traducción.

Anda, que aquella noche podrías haberme dicho que tú también eras maricón, le reprocharía la Palmera después para que los dos se rieran como uno solo, eso sí que lo habría entendido…

—Da igual —el buen samaritano no dio importancia a su confusión—. ¿Cuánto tiempo hace que no comes?

—¡Uf! Pues… —el bailarín tuvo que hacer memoria—. Ayer desayuné un café con leche y media tostada. Y hoy… Esta tarde he robado una naranja.

—Ven conmigo.

Se dio la vuelta y empezó a caminar con la misma determinación con la que parecía hacer todas las cosas, sin pararse a mirar si su protegido le seguía. Paco tardó unos segundos en arrancar, y tuvo que trotar durante un trecho para ponerse a su altura mientras negociaba con su asombro sin llegar a conclusión alguna. El penúltimo ademán de aquel desconocido, la amplitud del círculo que su mano había trazado al moverse en el aire, le habían sugerido que, tal vez, lo que pretendía aquel hombre era acostarse con él, una oferta que habría aceptado de inmediato, empujado por la armoniosa cooperación de la gratitud y el interés. Sin embargo, un señor capaz de ir soltando duros en los pañuelos de los desgraciados que se buscaban la vida en la calle podría pagarse amantes mejores, más jóvenes, más guapos y hasta buenos bailarines. Paco Román había nacido con el siglo y sabía que no era atractivo. También sabía que en la compleja travesía por arenas movedizas que desemboca en una cama con dos cuerpos desnudos, nadie puede estar nunca seguro de nada, pero aun así…

—Quítate el sombrero —su protector interrumpió bruscamente sus cavilaciones cuando ya estaba empujando la puerta de Lhardy.

—A mí no me dejan entrar aquí —le advirtió él, el sombrero entre las manos de todos modos.

—Conmigo sí —y antes de que Paco traspasara el umbral, el maître ya había doblado el espinazo como si estuviera haciendo gimnasia.

—Señor marqués, ¡qué placer volver a verle! Sígame, por favor…

El Niño de Bormujos cruzó por delante de la barra de Lhardy sin levantar la vista del suelo, los ojos clavados en los talones de los hombres que le precedían, como si así pudiera lograr que nadie se fijara en él. El responsable del restaurante, embutido en un frac impecable, no le prestó atención mientras les guiaba hasta una mesa apartada, en un pequeño comedor donde su aparición levantó un discreto murmullo, pero atendió con esmero a su acompañante, apartando su silla, encendiendo una vela, retocando la posición del florero mientras suponía en voz alta que al señor marqués le gustaría tomar su vino favorito. Cuando se alejó, no había posado los ojos en Paco ni un instante, y él ya no habría sabido decir si sentía más hambre que vergüenza.

—Ni caso —su anfitrión le sonrió mientras saludaba con un gesto a los ocupantes de un par de mesas próximas—. No te preocupes. Vamos a cenar bien, que es lo que importa.

—Pero usted… ¿Es marqués de verdad?

—Yo no, mi padre, pero estos gilipollas se desviven por los títulos, y… ¡Ah, claro! Que no nos hemos presentado. Me llamo Antonio de Hoyos y Vinent, soy escritor —y le ofreció la mano desde el otro lado de la mesa—. Mi mejor amigo me llama Antoine, pero para los demás soy simplemente Hoyos.

—Mucho gusto —Paco estrechó su mano para corresponder con su propio nombre—. Yo le llamaré Hoyos, mejor, porque el francés… No es lo mío.

—Al idioma te refieres, ¿no?

Los dos se echaron a reír en el instante en que un camarero les trajo las cartas, y en aquel juego de palabras, el sevillano entendió a la perfección lo que no había sabido explicarle un verso de Baudelaire. Después, cuando volvieron a quedarse solos, Hoyos decidió lo que iban a cenar los dos.

—Tú te vas a tomar un consomé…

—Y un filete con patatas fritas.

—No —lo subrayó con un movimiento de la cabeza—. Eso no te conviene.

—¿Por qué? Si es lo que más…

—Ya, lo que más te apetece, pero en tu estado, lo vomitarías. Si llevas tanto tiempo sin comer bien, tienes que empezar por algo suave, fácil de digerir, un consomé y una tortilla francesa, por ejemplo.

—Pero que sea de escabeche, por lo menos —imploró el bailarín.

—¿Escabeche? No sé yo… —el marqués frunció el ceño—. Mejor de gambas.

Mucho tiempo después, cuando ya se habían hecho amigos sin haberse acostado nunca juntos, ni siquiera con un chico guapo en medio, la Palmera le preguntó por qué le había escogido y Hoyos no quiso contestar. Tuvo que insistir varias veces, y esperar a una noche en la que los dos habían bebido demasiado, para escuchar una respuesta que conocía desde el principio.

—Pero no te ofendas, Palmera.

—Tú no me ofendes, marqués.

—El caso es que yo… Te veía tan flaco, tan indefenso, tan desesperado, que pensaba… —borracho y todo, se encajó el monóculo antes de mirarle—. No bailas nada bien, lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé.

—Pues eso, que yo pensé, como a este no le eche alguien una mano… Se va a morir de hambre. Eso fue lo que pasó.

Cuando consiguió arrancarle aquella confesión, Paco Román ya tenía un trabajo fijo y un ático pequeño que se abría a una terraza rebosante de macetas, un jardín aéreo que miraba de frente a las azoteas del Hospital General. Hoyos no le había regalado nada, pero tampoco habría llegado muy lejos si, a la mañana siguiente de aquella cena en Lhardy, él no le hubiera llevado casi de la mano al café Gijón. Allí le presentó a Pepito Zamora, el amigo que le llamaba Antoine, un ilustrador que se repartía entre Madrid y París, encargándose de la escenografía y el vestuario de algunos de los mejores teatros de ambas ciudades. Junto a aquel hombrecillo flaco y menudo, vestido como un figurín de los que solía dibujar, le esperaba otro gordo y calvo, que sostenía un puro apestoso entre dos enormes sortijas de oro.

Don Celedonio era empresario, pero aparte de programar espectáculos en su propio teatro, una sala pequeña y coqueta en un barrio elegante de la ciudad, había formado dos compañías de variedades que giraban por los pueblos de la provincia.

—A ver, ponte de pie —le pidió antes de nada, mientras echaba el humo sobre las mejillas empolvadas de Pepito para incentivar la mueca de disgusto que fruncía sus labios—. ¿Tú cantas?

—Hombre, cantar… —el Niño de Bormujos decidió ser prudente—. No mucho, la verdad.

—Qué pena, porque eres clavado a Miguel de Molina. En feo, pero…

—En fin —terció Hoyos con acento benévolo—, tampoco es que Miguelito sea precisamente un Adonis.

—De todas formas —don Celedonio siguió adelante como si no hubiera escuchado ese comentario—, a ti no te importará ponerte un caracol encima de la frente y tocar las castañuelas, ¿verdad?

—¿A mí? —si usted supiera todo lo que no me importaría, se dijo a sí mismo mientras negaba con la cabeza—. No, señor.

—Entonces me puedes valer. Bailarines no necesito, porque en los pueblos sólo saben apreciar un par de buenas jacas, tú ya me entiendes —el empresario dibujó dos globos con las manos a la altura de su pecho y Pepito Zamora usó las suyas para taparse la cara, incapaz de soportar ni un segundo más tanta ordinariez—, pero un palmero con tu planta no me vendría mal.

Así, Paco Román cambió de oficio, y a cambio de jalear en escenarios infames a mujeres tetonas y entradas en carnes, que bailaban tan mal como él pero tenían unos buenos muslos que enseñar, su estómago volvió a ser capaz de digerir cualquier cosa entre función y función.

Cuando volvía a Madrid, Hoyos se alegraba tanto de verle que sus visitas perdieron pronto cualquier protocolario matiz de vasallaje. Aunque nunca dejarían de formar una extraña pareja, el Niño de Bormujos se convirtió en un íntimo del marqués, invitado permanente en el palacio que durante largos periodos albergaba una fiesta perpetua a la que él procuraba contribuir como podía, llevando consigo a tramoyistas, soldados, chicos guapos que se dejaban arrastrar a unos salones donde siempre sobraban estímulos legales e ilegales por igual. De vez en cuando, la maquinaria de aquel frenesí daba indicios de agotamiento y se desaceleraba primero lentamente, un poco más deprisa cada noche, hasta culminar en un final tan abrupto como si el dueño de la casa hubiera tirado de las riendas de un caballo en pleno galope. Hoyos caía en largos periodos de melancolía, un desaliento lánguido y triste que era hastío, cansancio de los excesos a los que se entregaba cada vez con menos ánimo.

—Las diversiones me aburren, Palmera —entonces los gorrones desaparecían sin dejar rastro, pero él nunca le falló—. No sé qué me pasa, hasta el placer me cansa. La chair est triste, hélas

—Y dale con el francés.

—Es un verso, quiere decir…

—Que la carne es triste y que has leído todos los libros, ya lo sé —eso no significaba que lo entendiera—. Te repites más que el gazpacho, marqués, claro que… Ya se nota que a ti no te ha faltado nunca un chulazo que te pusiera en tu sitio cuando más falta te hacía. Para carne triste, la mía, no te jode.

—Eres un sentimental, Palmera —y a veces, hasta lograba hacerle reír.

En medio de una de aquellas crisis, otoño de 1932, Jacinta la Pocha, una chica rolliza y coloradota, que cantaba regular pero tenía mucho éxito con los hombres, le hizo un favor que compensaría para siempre el mote con el que ella misma le había bautizado, al contarle que el principal competidor de don Celedonio quería contratarla para un tablao de Madrid.

—Antes era un cabaret pero ahora, como van a cambiar de espectáculo, necesitan flamencos de todos los oficios. A mí, que soy de Segovia, me ha puesto Encarnita de Antequera, así que tú, que eres andaluz de verdad…

Aunque no era bueno en ninguna, la Palmera sabía hacer cualquier cosa encima de un tablao, y su versatilidad no sólo le valió el mejor contrato de su vida. A destiempo, porque ya no se acordaba de sus hermanos ni cuando se dejaba a medias un filete con patatas, pudo verse anunciado como el Niño de Bormujos en los carteles, aunque fuera en letras pequeñitas. Hoyos no tuvo en cuenta su tamaño al acudir una noche, por sorpresa, a ver el espectáculo, y desde el escenario, aparte de la alegría de verle, Paco celebró que se hubiera curado de la apatía que durante meses lo había recluido en casa por su propia voluntad, escribiendo como un autómata sin pisar apenas la calle, aunque no pudo anticipar la naturaleza de su recuperación.

—Las cosas están muy mal, Palmera —porque cuando se quedaron a tomar la última copa, vivían ya en el verano de 1933—. La actitud de la derecha es intolerable.

—¿Qué derecha?

—¿Cuál va a ser? La de siempre, esos carcas beatos de mierda que se creen que este país es suyo y que es natural que sus jornaleros se mueran de hambre, pero no toleran que quitemos los crucifijos de las escuelas.

—Pues… —aquella noche, Hoyos sólo habló en español y la Palmera casi echó de menos el francés—. ¿Y qué crucifijos has quitado tú, marqués?

—No seas tonto, Paquito —porque ni escuchándole en su propio idioma, logró entenderle—. Hablo en general, de nosotros, los republicanos.

Entonces se acordó de aquellas fotos, la Puerta del Sol, la de Alcalá, la glorieta de Cibeles, sombreros, gorras y cabezas destapadas unidas en una sola euforia, y decidió que bueno, que sí, que Francisco Román Carreño podía reconocerse en esas palabras, pero Antonio de Hoyos y Vinent no. Mientras le escuchaba hablar, con una fuerza, una chispa de cólera que nunca antes había alumbrado sus ojos, la Palmera se mordió la lengua para no decir lo evidente, pero si estás hablando de ti mismo, marqués, de tu propia familia…

—La otra noche, un hermano de mi padre me llamó a capítulo, ¿sabes? —no habría hecho falta, porque el propio aristócrata lo contó mejor y con más autoridad—. Nunca nos hemos metido en tu vida, Antonio, pero las cosas andan muy revueltas. Tienes que ser consciente de que, al fin y al cabo, eres un Grande de España, y por el interés de la familia, hasta que pasen las elecciones, te pido que seas discreto… ¿Discreto? —y en sus ojos ya no brillaban chispas, sino llamas—. ¡Se va a enterar, ese cabrón!

Desde luego debió enterarse, porque antes de que la derecha volviera al poder, el palacio de su familia se había convertido ya en la sucursal madrileña de Sodoma y Gomorra, un escándalo sin límite que cada mañana arrojaba un número indeterminado de cuerpos semidesnudos de ambos sexos que dormían la mona en los sofás, en las alfombras y hasta en la cama de la señora marquesa. No era la primera vez que el marquesito invertía su fortuna en hacer felices a sus semejantes, pero Hoyos había cambiado, y todo cambió con él. La Palmera, tan asiduo como siempre a las luces y sombras de aquellos salones, echaba de menos la apacible serenidad con la que su amigo presidía en otro tiempo los excesos de sus invitados. Ahora parecía que sus fiestas no tuvieran más objeto que darle la oportunidad de renegar a gritos de sus orígenes, porque estaba inquieto, distraído, y al acecho de cualquier oportunidad de unirse a un corrillo donde se hablara de política.

Seguían siendo magníficas, sin embargo. Ninguna tanto como la Nochevieja en la que Hoyos quiso celebrar el reencuentro con sus dos grandes amigos de juventud, Pepito Zamora, que vino desde París a pesar de que España se estaba convirtiendo en un país cada día más ordinario para su gusto, y Tórtola Valencia, la bailarina exótica más famosa de los felices veinte, que se había mudado a Barcelona después de la proclamación de la República, pero supo convertir su regreso en una aparición digna de un escenario.

La Palmera, que la había admirado muchas veces en revistas y tarjetas postales, la vio entrar en el palacio como una estrella rutilante, dispuesta a brillar sobre una nube de mujeres guapas, más y menos jóvenes, rubias y morenas, perfectas con sus vestidos de noche y sus pendientes largos, broches de cuentas de cristal que relampagueaban como si fueran brillantes en sus profundos escotes y espaldas desnudas entre una resplandeciente marea de lamé y lentejuelas. Quizás por eso, se fijó en ella más que en ninguna. Aquella muchacha, casi una niña, llevaba un vestidito camisero de percal azul estampado con flores rosas, la cara lavada, las piernas desnudas y, sobre la frente, unas ondas caseras tan mal hechas que los cabellos que seguían en su sitio parecían pegados a la piel con cemento, pero otros se habían soltado para flotar a su aire, encrespados y huecos como los hilos de una redecilla rota.

—¿Quién es esa chica, marqués? —a pesar de eso, era la más guapa de la fiesta.

—Ni idea —Hoyos se paró a su lado, la miró—. Carne de cañón, ¿no?

—¿Por qué lo dices?

El escritor se encogió de hombros mientras la veían desaparecer por la puerta del comedor entre dos amigas de Tórtola, una sastra de teatro vestida de hombre que llevaba el esmoquin más impecable del salón y una rubia oxigenada, espumosa, con túnica de raso, estola de visón y abanico de plumas, todo tan blanco como su piel pálida, casi transparente. Si no la hubiera vuelto a ver, podría haberse cruzado con ella por la calle unas semanas después sin reconocerla, pero el destino se obstinó en ponérsela delante, una y otra vez, durante las últimas horas de 1933, las primeras de 1934. Cuando Claudio, un virtuoso intérprete de Debussy, le sorprendió pidiéndole que le llevara a un sitio discreto, descartó la biblioteca al encontrarla allí, con la estola de visón sobre los hombros y los labios muy pintados. Después, mientras bajaban juntos y medianamente satisfechos desde el único dormitorio del piso de arriba que habían encontrado libre, volvió a verla en el centro de un corrillo, al pie de la escalera. Seguía llevando la estola, pero estaba desnuda de cintura para arriba y una invitada gorda, extranjera de imprecisa nacionalidad, le acariciaba los pechos mientras besaba con languidez su largo cuello. Ella se dejaba hacer, sin dar señales de aprobar ni rechazar lo que estaba pasando, el cuerpo inerme, los brazos caídos, la mirada blanda, ausente, hasta que se encendió en otros ojos, subrayados por gruesos trazos negros.

—¿Y tú qué miras? —al escucharla, la Palmera se dio cuenta de que estaba borracha, seguramente drogada, pero lo que le impresionó no fue eso.

—¿Yo? —sino descubrir que nunca, en su vida, había visto tanta rabia en los ojos de nadie—. Nada.

Carne de cañón, concluyó para sí mismo mientras se alejaba, pero la orquesta había vuelto a tocar y un coro de exclamaciones de admiración le obligó a volver la cabeza. Ella bailaba un charlestón frenético con los pechos desnudos, la parte de arriba de su vestido colgando a su espalda como un polisón desinflado, los brazos y las piernas moviéndose a compás, con mucha gracia. La Palmera se dio cuenta enseguida de que lo que estaba haciendo no era fácil, y no porque los pasos fueran complicados, sino porque nadie se los había enseñado. Para moverse de aquella manera, a su aire, improvisando sin cesar, hacía falta tener un sentido del ritmo muy desarrollado, que en aquella chica debía de ser innato y él no había conseguido alcanzar nunca.

Cuando el baile terminó, la Palmera había cambiado de opinión, y la mantuvo pese a las condiciones en las que volvieron a coincidir. La puerta de aquel baño estaba encajada pero abierta, y al empujarla, la vio de rodillas delante de la taza, vomitando con el peinado deshecho y el vestido sucio, arrugado. Ella giró la cabeza para mirarle y a él le pareció más joven que nunca, una niña perdida, sometida a rituales que no comprendía, engañada por adultos sin escrúpulos, una imagen que tal vez ni siquiera fuera auténtica, pero le inspiró un pudor repentino que le impulsó a cerrar la puerta desde dentro. Sólo pretendía aislarla, defenderla de la curiosidad de los demás, y jamás habría podido calcular la reacción que desencadenaría el ruido de un simple picaporte.

—¡Déjame! —la chica se revolvió como una fiera, aún en el suelo, extendiendo las dos manos hacia delante como si quisiera defenderse de un peligro—. No me toques, ni se te ocurra…

Una nueva arcada la obligó a recuperar su posición inicial y él la dejó vomitar en silencio mientras se preguntaba quién sería, de dónde habría salido, qué clase de cosas le habrían pasado para que se hubieran reunido allí, así, aquella noche. No había encontrado ninguna respuesta cuando la vio levantarse, tambalearse, agarrarse al lavabo con las dos manos para estudiar su aspecto en el espejo. Estaba sucia, despeinada, sudorosa, pálida como una muerta. Y tan guapa que la Palmera apenas podía creerlo.

—Estoy bien —se lavó la cara con agua fría y empapó luego el pico de una toalla para quitarse las manchas de vómito del vestido hasta que toda ella chorreó por igual—. Estoy muy bien, estoy…

—Como nueva, no hay más que verte —él esperó a que llegara a su altura, abrió la puerta y la dejó marchar sin añadir nada.

Un par de horas después, cuando ya había amanecido, la vio mojando churros en una taza de chocolate, relamiéndose los labios con un gesto de glotonería infantil que volvió a desatar un nudo de frío en su espalda.

—¡Ay, Palmera! —Hoyos se dio cuenta de todo—. Si cuando yo digo que eres un sentimental…

Estaba demasiado cansado para comentar esas palabras, así que recogió su abrigo, se despidió de los pocos invitados que no se habían retirado todavía y salió a la calle. Se dio cuenta de que alguien salía tras él, pero no se dio la vuelta para comprobar quién era hasta que la oyó.

—Yo también me voy —la vio parada en un escalón, envuelta en una chaqueta de punto a la que le faltaba un botón, cuatro churros enganchados en el índice de la mano izquierda—. Si no te importa llevarme…

—¿A hombros? —la Palmera se echó a reír.

—¿No tienes coche? —cuando le vio negar con la cabeza, imitó su movimiento como si no pudiera aceptar aquella extravagancia—. ¡Pero si te has besado con el marqués y todo!

—Porque somos amigos. Pero él es rico y yo soy pobre.

—¡Ah! Lo siento, es que, no sé, yo creía…

Seguía parada en el mismo escalón, con la actitud cautelosa de un niño que se enfrenta al mar por primera vez sin haber aprendido a nadar, y en la frecuencia de su pestañeo, las miradas que dirigía en todas direcciones sin decidirse a escoger ninguna, él empezó a entender lo que le pasaba.

—¿Vives muy lejos? —a las siete y diez de la mañana del primer día de 1934, no había nadie en la calle y tampoco se oía el ruido de ningún tranvía.

—No, aquí cerca —por eso le daba miedo volver sola a su casa—. En la calle San Mateo.

—Te acompaño, si quieres. Yo vivo en Atocha, me pilla de camino.

—Bueno, gracias, pero no te hagas ilusiones.

—¿Ilusiones? —la Palmera se rio con más ganas—. No te preocupes, chica, no tenemos los mismos gustos.

—Mejor.

Subieron por Marqués de Riscal caminando al mismo ritmo, sin hablar, sin mirarse, él estudiándola por el rabillo del ojo, ella comiendo churros con la vista clavada en sus zapatos, viejos, azules, con una trabilla que se abrochaba con un botón a cada lado, un modelo de niña todavía. Parecía que su encuentro no iba a dar más de sí pero antes de llegar a la calle Almagro, un jovencito vestido de etiqueta salió corriendo de un portal y se les echó encima. Para esquivarle, la chica se colgó del brazo de la Palmera, él no lo retiró, y siguieron andando tan juntos como una pareja de novios.

—A mí no me gustan las mujeres, ¿sabes? —al llegar a Alonso Martínez le ofreció una explicación que él no le había pedido—. Vamos, que me dan igual. Lo que es gustar, me gustan los hombres, pero no quiero a ninguno cerca. No voy a consentir que ningún cabrón me explote —y en sus ojos volvió a abrirse un doble abismo de rabia—. Eso nunca, jamás, en mi vida.

—Muy bien —aprobó él, y fue sincero—, pero a este paso, si no te andas con ojo, la que acabará explotándote antes o después será una cabrona.

—No, porque las mujeres… —ella se le quedó mirando, muy sorprendida—. Las mujeres no explotan a las mujeres.

—¿Ah, no? ¿Y a ti quién te ha dicho eso? —mientras cruzaban la calle Sagasta, esa pregunta quedó suspendida sobre sus cabezas, y al llegar a la otra acera, le echó encima una más—. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho.

—Mentira.

Se quedaron quietos, mirándose de frente en el preámbulo de un duelo imaginario que ella desconvocó a tiempo, apartando la vista primero.

—Tengo quince, pero cumplo dieciséis el mes que viene.

—Bien, pues… —esta vez, la Palmera le ofreció su brazo y, cuando ella lo tomó, reanudó el paso—. Ya eres mayorcita para saber que todo el mundo, hombre o mujer, intenta explotar siempre a todo el mundo, hombre o mujer. Así funciona esto, en general, con muy pocas excepciones. Lo bueno es que tú podrías ser una de ellas…

La Palmera era un sentimental, pero no tanto. Era bueno, pero no era tonto, y demasiado pobre para permitirse el altruismo sin condiciones del que se había beneficiado una vez. Por eso, cuando los músicos pusieron punto final al charlestón, ya había adjudicado a aquella belleza un destino muy distinto de la carne de cañón que Hoyos había detectado en ella. Una mina de oro. Eso fue lo que pensó al verla bailar, un segundo antes de empezar a hacer cuentas. Después, la furia con la que ella rechazó la proximidad de los hombres sólo sirvió para confirmarle la exactitud de unos cálculos que fue repitiendo en voz alta hasta que llegaron al portal de su casa.

—Eres demasiado guapa para ir dando tumbos por ahí, dejándote desnudar por cualquiera en una fiesta. Usa la cabeza y sácale partido a lo que tienes, no seas tonta. Yo podría enseñarte a bailar, y con esa cara, con ese cuerpo, te lloverían los contratos. Piénsalo…

Ella le escuchó con atención, sin incentivar ni desmentir las expectativas de su aspirante a mentor, pero cuando él terminó de hablar, le dio la mano.

—Me llamo Eladia —añadió después de prometerle que pensaría en su oferta—, Eladia Torres. Es un nombre horroroso, pero no tengo otro.

Un año después, cuando acudieron juntos a otra fiesta de Nochevieja en el palacio del marqués de Hoyos, eso ya no era cierto. Carmelilla de Jerez había debutado poco antes de Navidad con resultados proporcionales al entusiasmo de don Arsenio, el dueño del tablao de la calle de la Victoria que la contrató en exclusiva el mismo día que la vio bailar.

—Antes de nada, quiero saber qué ganas tú con esto.

Al terminar el segundo pase de una sofocante noche de julio, avisaron a la Palmera de que una chica le esperaba en la puerta de artistas y ni siquiera se acordó de ella. Pero allí estaba, con seis meses de retraso, un vestidito parecido al que llevaba cuando la conoció, y un aire desafiante que la favorecía más que el recelo de aquella madrugada. Tenías razón en lo que me advertiste, reconoció, pero no he venido a hablar de eso. Él se limitó a asentir con la cabeza y extendió una mano en el aire hacia la terraza de La Faena.

—Pues, mira…, Eladia te llamabas, ¿no?, yo tengo ya treinta y cuatro años, y ninguna gana de volver a hacer bolos por los pueblos. Por eso, lo que gano… —la Palmera hizo una pausa para escoger bien las palabras—. Si yo te enseño a bailar, y tú triunfas, lo único que quiero es que me impongas en las compañías que te contraten, sólo eso. Los palmeros… Bueno, ya sabes, nunca podemos estar seguros de nada.

Lo que le dijo era verdad, pero no toda la verdad. Tampoco quería inquietarla, y menos aún hacerse ilusiones antes de ver lo que daba de sí. Después, si había suerte, siempre podría convertirse en su representante y vivir de un porcentaje de sus ingresos, intentarlo, al menos, cuando ella se tranquilizara lo suficiente como para dejar de ver explotadores en todas las esquinas. En cualquier caso, aprobó para sí mientras la veía alejarse desde la puerta del tablao, en el momento en que ese culo estuviera dentro de un traje de flamenca, iban a contratarla seguro, y eso nunca sería malo para él.

Al día siguiente, cuando Eladia llamó al timbre a las cinco de la tarde, ninguno de los dos imaginaba hasta qué punto esa cita iba a cambiarles la vida. La Palmera tampoco podía sospechar que las dotes de aquella chica multiplicaran sus aspiraciones por una cifra tan alta. Como había adivinado cuando la vio moverse por primera vez, Eladia nunca había recibido clases de baile, pero no sólo tenía un sentido innato del ritmo, sino algo más, una condición que su maestro tardó algún tiempo en identificar.

—Lo haces muy bien —también tardó en reconocerlo, porque temía que un exceso de alabanzas la impulsara a buscarse otro profesor—. Tanto que estaba pensando… ¿Tú no tendrás sangre andaluza, o gitana, por casualidad?

—No.

Respondió muy deprisa, sin pensar. Luego se detuvo, le miró, se estudió en la luna de la puerta del armario que él sacaba a la terraza para las clases, paseó la vista por las macetas y volvió a mirarle.

—Bueno, la verdad es que no lo sé. Igual sí, porque no he conocido a mi padre. Mi madre tampoco conoció al suyo, así que… Pero no creo que eso importe. Y desde luego, no es asunto tuyo.

Era rabia. Lo descubrió en aquel instante por su forma de mirarle, de gritar con los ojos que ese era otro tema del que nunca iban a hablar. El talento de Eladia era su rabia, y la rabia, al mismo tiempo, el principal obstáculo para que llegara a convertirse en una artista de verdad. Cuando él lo comprendió, entendió todo lo demás, por qué tenía esa fuerza, aquella intensidad que nacía de la violencia, del irresistible impulso de escupir al mundo. El misterio de Eladia era sólo desprecio, su aparente profundidad, una pasión seca, oscura, que no tenía que ver con el ritmo, con la música, ni siquiera con su cuerpo, sino con un sufrimiento sostenido y secreto, la opaca negrura del espíritu de una muchacha que a los dieciséis años ya era capaz de odiar.

La rabia la hacía bailar, pero el baile la curaba. Cuando terminaba, cansada, sudorosa, se ablandaban sus brazos, sus labios, y podía abrazar a Paco, y hasta sonreír. A él le gustaban sus sonrisas, porque eran muy raras. Y se daba cuenta de que Eladia disfrutaba bailando, pero lo que experimentaba no era auténtico placer, sino la paz de una tregua, el momentáneo alivio de esa rabia que la devoraba por dentro como una fiera hambrienta de dientes afilados, un enemigo íntimo al que sólo sabía echar fuera de sí moviendo los brazos y las piernas con tanta furia como si pretendiera derrotar al aire. No tenía más ambición, y por eso, la Palmera, que había triunfado en la terraza de su casa, fracasó ante el espejo de la sala de ensayos del tablao, intentando corregir en vano los errores que su discípula repetía una y otra vez.

—Mira, Eladia, te voy a decir la verdad —y hasta ahí fue capaz de llegar—. Yo soy muy mal bailarín, pero tú, si te lo tomaras un poquito en serio, podrías llegar a donde quisieras.

—Para eso haría falta que yo supiera adónde quiero llegar, Palmera.

Después le prometía que sí, que se esforzaría, que trabajaría para mejorar, y seguía bailando igual, con la misma fuerza y la misma oscuridad, hasta que su maestro se resignó a aceptar que, cuando se movía al compás de la música, Eladia no estaba bailando, sino actuando como el instrumento de su rabia. Por fortuna, don Arsenio nunca se dio cuenta.

—Es impresionante —dijo cuando logró cerrar la boca, después de verla por primera vez—. Es… tan auténtica, tan honda que hasta da miedo… No sé, parece que sale de la tierra.

Eso era verdad, la Palmera estaba de acuerdo. Lo estuvo, al menos, mientras duraron los ensayos, hasta que la noche antes de su debut se la encontró en la puerta de su casa con una maleta de cartón.

—¿Y eso? —entonces recordó que, en realidad, de donde salía Eladia era de la calle San Mateo—. ¿Qué llevas ahí?

—Mis cosas —le respondió con una naturalidad más asombrosa que su arte—. Me vengo a vivir contigo.

—¿Qué?

Ella no contestó a esa pregunta. Pasó a su lado, dejó la maleta al lado del perchero, se quitó el abrigo, lo colocó con cuidado en un gancho, dio unos pasos hacia el centro del cuarto de estar, se sentó en una butaca y le miró.

—¿No vas a cerrar la puerta? —le preguntó desde allí.

—No.

—Pues nos vamos a quedar helados.

—No —la Palmera miró al descansillo, luego a su mano, se dio cuenta de que no sabía lo que estaba diciendo—. Quiero decir, que sí. O sea, que la puerta sí la cierro, pero tú no vas a quedarte a vivir aquí.

—Claro que sí —Eladia se levantó.

—Claro que no —y él fue hacia ella.

—Mira, Palmera, tú me has metido en esto, ¿o no? Esta casa me gusta mucho, está muy cerca del tablao y a ti te sobra una habitación.

—No me sobra.

—Sí te sobra.

—Es el trastero.

—Pues por eso mismo —le dedicó una sonrisa triunfal para la que él no encontró ningún fundamento—. Ahora tenemos dos sueldos. Alquilamos una buhardilla pequeña para meter tus trastos, lo pagamos todo a medias, y arreglado. En mi casa no puedo seguir y soy demasiado pequeña para vivir sola. Además, si lo piensas, verás que nos conviene mucho a los dos. Así, tú tienes más dinero, yo me ocupo de guisar, a ver si engordas, y vivimos los dos juntos como hermanos, tan ricamente. No voy a darte la lata, no te preocupes. Cuando venga a verte el petardo ese de músico con el que te acuestas, me encierro en mi cuarto y no salgo, ahora, que te voy a decir una cosa…

Al llegar a ese punto, como si el asombro que había congelado a su anfitrión implicara su aquiescencia, volvió a sentarse en la butaca.

—Te convendría mucho darle puerta, ¿sabes? —cogió una revista y empezó a hojearla—. Porque es más feo que tú, que ya es decir.

Siguió pasando páginas hasta que encontró una que le interesó, y él siguió de pie, mirándola, mientras se preguntaba si aquello iba a quedarse así. Se contestó que no, que ni hablar, y cogió una silla, la arrimó a la butaca, enumeró con serenidad todos los motivos que hacían imposible que ella se quedara a vivir allí. Eres menor de edad, tienes una familia que se preocupará, que te reclamará, que acabará mandando a la policía a buscarte, y yo no soy precisamente un modelo de conducta, al contrario, si un juez llega a enterarse de que duermes bajo mi techo, creerá que te he retenido por la fuerza y me buscará la ruina, me meterá en la cárcel, me acusará de proxenetismo…

—¿A ti? —Eladia frunció los labios en una mueca burlona—. ¿Pero qué juez se va a creer que eres mi chulo, con la pluma que vas soltando, Paquito?

Él no se detuvo en aquel comentario y siguió hablando, explicándole que por muy inocente que fuera su relación, nadie aceptaría su inocencia, porque aquello no tenía sentido, no estaba bien, no era lógico, pero en cada frase que decía, le crecía por dentro una misteriosa incredulidad, una paulatina falta de convicción que presagió su derrota antes de tiempo.

—Mira, Palmera —Eladia necesitó menos palabras para consumarla—, tú me explicaste que las mujeres también explotan a las mujeres, ¿te acuerdas? Y mi abuela, que no va a mandar a nadie a buscarme, primero porque no, y después porque no sabe quién eres, ni dónde vives, no se va a llevar ni un céntimo del dinero que me pague don Arsenio —hizo una cruz con los dedos, y la besó con tanta rabia que debió de hacerse daño en los labios al golpearlos con el nudillo del pulgar—, por estas te lo juro.

Aquella noche, después de obligarla a prometer que se buscaría otra casa lo antes posible, se acostaron juntos, vestidos. Creo que es la primera vez que me meto en la cama con una mujer, dijo la Palmera antes de apagar la luz, y los dos celebraron aquella declaración con grandes carcajadas. Antes de dormirse, él se dio cuenta de que también era la primera vez que la oía reír, y por la mañana, al despertarse, la miró. Era tan joven, le pareció tan frágil, tan indefensa mientras dormía como una niña pequeña, que comprendió que echarla sería peor que conservarla a su lado. La noche anterior se le habían ocurrido varias buenas ideas, pero a la luz del sol, todas le parecieron igual de malas y todavía más peligrosas.

La Palmera no sentía ningún respeto por las familias, empezando por la suya. Entregar a Eladia a la policía para que se la devolviera a la misma abuela que le había consentido permanecer durante una noche entera en la casa de un desconocido a los quince años, no resolvería el problema, sólo lo cambiaría de sitio. Pero, además, aunque nunca le hubiera interesado la política, Paco Román era un hombre de tres o cuatro principios inquebrantables, y el primero de todos rezaba que nunca se entrega un fugitivo a la policía. No podría perdonárselo a sí mismo, y en ese punto confluían sus restantes opciones porque, incluso si conseguía colocar a Eladia en una pensión de confianza, o persuadir a alguna chica del conjunto de que compartiera su casa con ella, la sensación de que la estaba exponiendo a toda clase de riesgos no le dejaría dormir por las noches. Su discípula era demasiado guapa, demasiado inexperta, demasiado tentadora como para suponer que nadie iba a tardar más de unas semanas en intentar sacar provecho de ella, la mina de oro que él había sido el primero en descubrir.

—Buenos días —pero lo más decisivo de todo fue que, antes de levantarse de la cama, Eladia ya dejó claro que no tenía la menor intención de marcharse—. Voy a hacer el desayuno y luego me pongo a limpiar mi cuarto.

Así, más de seis años después de que su hermano Bernabé le echara de su casa, Francisco Román Carreño volvió a tener una familia.

—Es mi hermana pequeña —respondía cuando le preguntaban, esquivando la hipótesis de parentesco más obvia.

—¿De verdad? —esa afirmación tenía la virtud de desconcertar a los preguntones, seguros hasta aquel momento de que iban a conocer a otro tío, otra sobrina—. Pues nadie lo diría…

—Es que sólo somos hermanos de padre —remataba ella con idéntico aplomo—. Su madre siguió viviendo en Sevilla cuando él la abandonó, muy jovencilla. Luego, se fue a América, estuvo allí un montón de años, y al volver, conoció a la mía y se quedó aquí. Por eso no tenemos el mismo acento.

Lo hacían tan bien que, con el tiempo, hubo hasta quien acabó encontrándoles parecido, y por lo demás, su convivencia resultó mucho más fácil de lo que la Palmera había esperado. Nadie vino nunca a buscar a Eladia, ni siquiera después del verano de 1935, cuando corrió la voz y el local empezó a llenarse de hombres que sólo iban hasta allí para comérsela con los ojos.

Ella los maltrataba a todos por igual y se apresuraba a devolver los ramos de flores que llegaban a su camerino. Su inaccesibilidad contribuyó a acrecentar su fama con una leyenda de virgen flamenca que las más beligerantes de sus competidoras intentaron minar con perversos cuchicheos. Entre los noctámbulos de Madrid circularon sucesivas versiones, que oscilaban entre los argumentos más vulgares, que tenía el cuerpo cubierto de pústulas o cicatrices, hasta los más elaborados, como el rumor de que era hermafrodita.

—¡Qué tontería! —la Palmera se echaba a reír cuando se lo contaban—. Todo eso es mentira. Ni está enferma, ni le pasa nada raro.

—Eso no se sabe. Nadie la ha visto nunca desnuda.

—¿Que no? La he visto yo, un montón de veces.

—Desde luego, Dios le da pan a quien no tiene dientes…

Las habladurías sólo servían para enardecer a sus pretendientes, mientras ella hacía una vida digna de un manual de decencia para señoritas. Por la mañana, se levantaba temprano, limpiaba el piso, iba al mercado y hacía la comida. Por la tarde, si la Palmera no le proponía algún plan más entretenido, salía un rato sola, a ver escaparates o a pasear. Por la noche, un cuarto de hora después de que terminara el espectáculo, se cambiaba de ropa y Paco la acompañaba a casa mientras las otras chicas se quedaban a tontear un rato con los clientes habituales, todos salvo sus enamorados más tenaces, un estudiante de Bellas Artes que la dibujaba sin cesar y un desconocido al que los camareros habían bautizado como «el hombre misterioso», porque siempre llegaba solo y se quedaba bebiendo en silencio hasta que cerraban, sin hablar con nadie. Sólo sabían dos cosas de él, que era esquiador y que se llamaba Alfonso. La Palmera sospechaba, además, que debía de ser mucho más joven de lo que su cuerpo, una masa enorme, pero bien proporcionada con sus casi dos metros de estatura, hacía suponer.

—Pobrecito… —y le conmovía su devoción, la intensidad de un deseo que, tan grande como era, le hacía parecer pequeño, frágil como un corderito—. También podrías hablar un poco con él, alguna noche. ¿No te da pena?

—¿Quién, ese? —ella respondió con una mueca—. ¿De qué me va a dar pena ese, que me mira como si le debiera algo? Por mí, que le vayan dando…

—¡Ay, Eladia, qué bruta eres!

—Pues te voy a decir una cosa —terció Jacinta una noche—. No es feo, el muchacho, y tiene unos ojos bien bonitos, lo que pasa es que con ese cuerpazo y la cabeza tan grande, parece una estatua.

—Pues para ti, que yo no quiero hombres ni de piedra.

—No sabes lo que te pierdes, chica.

—Ni ganas de aprenderlo —entonces, aunque estaba discutiendo con Jacinta, giró la cabeza y se encontró con la de Antonio—, mira lo que te digo.

—¿A mí? —le preguntó él, muy sonriente.

—A ti, ¿qué?

—Que si me lo dices a mí… —ella le miró con extrañeza y él le refrescó la memoria—. Eso de que no tienes ganas de aprender lo que te pierdes.

—No… A ti no te digo nada, requesón.

Una tarde de abril de 1935, al pasar por delante de un escaparate, la Palmera vio de refilón una imagen que le obligó a pararse en mitad de la acera para volver sigilosamente sobre sus pasos. Después cruzó la calle, se apoyó con aire despreocupado contra un muro, dirigió la vista hacia arriba, Almacén de Semillas Antonio Perales, Casa Acreditada, Productos Nacionales y de Importación, y la hizo descender muy despacio hasta posarla sobre un muchacho que colocaba unas cartulinas pequeñas, dobladas por la mitad, sobre otros tantos sacos de semillas, «guisantes de olor», «rosales trepadores», «clavellinas»… El pelo, castaño con reflejos dorados, le caía sobre los ojos, e inclinado como estaba, sólo se veía parte de su cara, la nariz, la mandíbula y el cuello, enmarcado por las solapas de una camisa blanca que, en el esfuerzo de llegar a los rincones más alejados, tensaba sus hombros, sus brazos desnudos bajo las mangas subidas hasta el codo. No vio más que eso, pero pensó que con eso tenía bastante. Hasta que aquel chico levantó la cabeza, miró a la calle, distinguió a alguien conocido, levantó un brazo en el aire, y la Palmera ya ni siquiera supo qué pensar.

Volvió a cruzar la calle y echó a andar como si le hubieran dado cuerda, pero unos cuantos portales más allá, se apoyó en la fachada de un edificio y miró a su derecha. Aquella tarde había salido para ir a la plaza de Santa Bárbara a recoger unas botas que había llevado a arreglar la semana anterior, pero en aquel momento, lo único que logró recordar fue que unos días antes había pasado de largo por la misma calle, la misma tienda, el mismo arcángel, y el azar le pesó como una piedra atascada en su estómago. Las botas podían esperar, él no, pero tampoco sabía qué hacer, cómo acercarse, de dónde sacar una blanca y mullida piel de cordero en la que envolverse. No la había encontrado todavía cuando en la puerta de la tienda se produjo un movimiento que le desconcertó. Una mujer vistosa y reventona, de unos treinta años, golpeó el cristal con los nudillos y casi enseguida salió un hombre que parecía él, aunque llevaba una camisa de rayas y celebró la aparición de la recién llegada con un descaro excesivo para su edad, poniéndole una mano en el culo y apretando hacia arriba mientras la besaba en los labios. Ella se dejó hacer, muy a gusto, antes de colgarse de su brazo para avanzar en la misma dirección que la Palmera había tomado unos minutos antes. No tardaron más de dos en ponerse a su altura, y cuando los tuvo delante, comprendió al mismo tiempo que aquel hombre no era el chico al que había visto y que era su padre, un modelo casi idéntico al que el martillo del tiempo labraría en él al cabo de veinte años, tan guapo a su vez, tan joven todavía que cualquier otra tarde le habría seguido por el simple placer de verle andar, de apreciar su perfil en un cruce de calles. En aquella ocasión, sin embargo, decidió aprovechar su ausencia.

—Buenas tardes —en la sonrisa confiada del único dependiente que le recibió en el almacén, comprendió que antes no se había fijado en él.

—Muy buenas —contestó, mientras lamentaba que trabajara precisamente en una tienda como aquella, donde no se le ocurría nada que comprar.

Fingió lo contrario y se entretuvo mirando unas artesas repletas de semillas de legumbres, hasta que la suerte le premió con la entrada de dos niños que fueron derechos al mostrador para poner encima unas monedas y un papelito con los encargos que les había hecho su madre. El dependiente leyó la lista y empezó a moverse por el local, cambiando un escabel de sitio, subiéndose encima para llegar a los cajones más altos, devolviéndolo a su lugar, entrando en la trastienda y volviendo a salir hasta que les entregó cinco cartuchos de papel y las vueltas. Después, les siguió con la mirada hasta que salieron, y por fin se dirigió a la Palmera.

—Perdone, pero… —salió de detrás del mostrador y avanzó un par de pasos hacia él—. ¿Puedo preguntarle qué desea?

—¿Que qué deseo? Mejor no te lo digo.

Estudió sus ojos y lo que vio en ellos no le sorprendió. Paco Román no bailaba bien, no cantaba bien, no sabía tocar la guitarra, pero conocía a los hombres. Se había equivocado demasiadas veces en su vida como para no aprender de sus errores, y la impasibilidad de aquel tampoco le desanimó del todo. El vendedor de semillas era demasiado deseable como para que fuera la primera vez que le abordaban desde la acera de enfrente, y aunque no parecía halagado por su interés, había sido capaz de detectarlo sin ceder al impulso de echarle a patadas. Por eso, su admirador se arriesgó a avanzar un paso más.

—Sólo estoy mirando.

—Pues aquí no hay nada que ver —le replicó él, con un simulacro de arrogancia que no logró encubrir su nerviosismo.

—Yo creo que sí.

—Ya le digo yo que no, y además… —volvió al mostrador, accionó un interruptor que no estaba a la vista y apagó todas las luces—. Es la hora de cerrar, así que si no le importa marcharse…

Se metió en la trastienda y la Palmera adivinó que no volvería a verle salir. No quería empeorar las cosas, así que se marchó y hasta dijo adiós en voz alta, para escenificar una rendición que incumplió inmediatamente. Así descubrió que aquel chico no sólo era guapo. También era bastante listo.

—No se te ocurra seguirme —porque aunque tardó casi media hora en pisar la calle, lo primero que hizo fue buscarle con los ojos—. ¿Está claro?

Asintió con la cabeza y, por supuesto, le siguió hasta la esquina con la Gran Vía, donde le vio entrar en un bar. Montó guardia en la acera opuesta, y al rato, le vio salir con otros chicos de su edad, el hijo de la dueña de la lechería de la calle Tres Peces, un desconocido castaño, flaco y larguirucho, otro muy moreno, con una prematura pinta de matón, y el cuarto más bajo, con las orejas grandes, muy despegadas del cráneo. Aquella cabeza le resultó familiar, pero no tanto como un itinerario que le dejó casi en la puerta de su casa. Cuando le vio despedirse del lechero y desaparecer con los otros tres en un portal de la calle Santa Isabel, se dio cuenta de que el orejón le sonaba precisamente de eso, de verle por el barrio, y sintió que un millón de hormigas se desparramaban por todo su cuerpo.

—¿Qué te pasa, Palmera? —le preguntó Eladia aquella noche, mientras la acompañaba a casa—. Estás como atontado, hijo, no das una.

—Es que… Creo que me he enamorado.

—¿Quién? —se separó de él y le miró como si no le conociera—. ¿Tú?

—Sí —Eladia se echó a reír pero a él no le hizo ninguna gracia—. Yo. ¿Te parece chistoso?

—Pues… No es eso, no te ofendas —se acercó a él, le cogió del brazo—. Perdóname, es sólo que no me lo esperaba.

Él se dio por satisfecho y siguió andando sin decir nada, sin querer acusar tampoco las miradas de curiosidad de su protegida, que unos metros antes de llegar al portal, se atrevió a preguntar otra vez.

—¿Quién es? ¿Un hombre?

—¡No! —y los labios de la Palmera se curvaron por su cuenta, sin pedirle permiso—. Una cupletista, no te jode…

—¿Y cómo se llama?

—No lo sé.

No era la única cosa que no sabía. Para empezar, a él nunca le habían atraído los chicos jóvenes, si acaso los más broncos, adolescentes renegados de su edad, adultos precoces que se entregaban a los rituales de la rudeza con una vocación que compensaba su inexperiencia, pero ni siquiera esos le interesaban mucho. Lo suyo eran los braceros de su pueblo, algunos albañiles, obreros ferroviarios o descargadores de camiones a quienes descubría de madrugada, desayunando una copa de chinchón en la barra de cualquier taberna que ya estuviera abierta cuando él salía del tablao, hombres cuajados, maduros pese a su juventud, aficionados a exhibir su virilidad ante las mujeres y, con mucha suerte, a ceder alguna vez a otra clase de tentaciones, encuentros bruscos, fugaces, que no solían repetirse. Esos le volvían loco, los niños no, y sin embargo, aquel chico era casi un niño y le había sumido en una locura para la que no tenía explicación ni podía encontrar precedentes.

Aquella noche no volvió al tablao. Se quedó hablando con Eladia y se lo contó todo, lo que había sido su vida hasta entonces, y lo que había ocurrido aquella misma tarde, antes, durante y después de un breve encuentro. Ella, que más allá de su hosco celibato, no dejaba de ser una muchacha de diecisiete años, se divirtió tanto con aquella historia que la estiró hasta donde pudo, y cuando los dos habían empezado ya a bostezar al mismo ritmo, seguía proponiendo extravagantes planes de abordaje. Aquel derroche de imaginación la consagró como confidente de los amores de la Palmera, pero hasta que ella misma dio con la solución, el enamorado progresó menos que los niños que tuvieron la suerte de tropezárselo por la calle.

—Oye, chaval, ¿tú quieres ganarte una perra chica?

Como todos querían, no tardó en descubrir que el vendedor de semillas vivía en el edificio donde le había visto entrar la primera tarde, que era el mayor de seis hermanos, que se llamaba Antonio, que en su casa le conocían como Toñito, que tenía la misma edad que Eladia, que había tonteado con muchas chicas pero nunca había tenido novia fija y que solía ir de vez en cuando a las reuniones de la JSU con sus amigos. Los chavales intentaron venderle varias veces los nombres y las direcciones de estos últimos, pero esa información no le interesaba y tampoco sacó nada más de ellos.

—¿Y por qué no vas a verle una tarde, sencillamente, y le invitas a una cerveza? —Eladia intentaba animarle, combatir el desánimo que se iba apoderando poco a poco de los dos.

—Porque no quiero que me mande a la mierda.

Mientras tanto, pateaba todas las tardes la calle Hortaleza por la misma acera, sin más beneficio que el placer furtivo de mirarle sin ser descubierto. Sin embargo, el avance decisivo no tuvo lugar allí, sino en el barrio donde vivían, y tampoco obedeció a un plan preconcebido, sino al puro azar de que una tarde se quedara sin tabaco y sus pasos escogieran llevarle hasta un determinado estanco de la calle Atocha. Al llegar, lo encontró cerrado aunque eran más de las cuatro y media. Ya se había dado la vuelta cuando escuchó que se abría la puerta, y volvió la cabeza a tiempo para verle salir, mirando al suelo mientras terminaba de abrocharse la camisa, despeinado y culpable.

La Palmera se dijo que sólo había una manera de interpretar aquella escena, la expresión ambigua, indecisa entre la satisfacción del cuerpo y la preocupación del espíritu, que pudo captar brevemente gracias a la coincidencia de un tranvía que se aproximaba con la inquietud que hizo girar varias veces la cabeza del chico en todas direcciones, para asegurarse de que ningún conocido le había visto salir. Su único testigo le vio cruzar la calle casi corriendo, y al volverse, comprobó que alguien había corrido la cortinilla para darle la vuelta al cartel que, tras el cristal de la puerta, indicaba que el estanco estaba abierto. No le sorprendió que la estanquera, una mujer basta pero de carnes apretadas, que seguía estando de buen ver al borde de los cuarenta, no ofreciera indicio alguno de culpa o nerviosismo. Sólo hacía falta echarle un vistazo para adivinar que estaba más que curtida en el trajín de su trastienda, aunque tampoco pudo evitar que su cliente la encontrara demasiado colorada, con los ojos más brillantes que de costumbre y el moño medio deshecho.

—¡Vaya, vaya, Antoñito! —exclamó Eladia cuando se enteró—. O sea, que te gustan las mujeres…

—Sí, pero eso ya lo sabíamos y no me preocupa, no creas, torres más altas han caído. Lo importante es que es un golfo, ¿entiendes? A medio hacer, eso sí, porque tendrías que haber visto la cara que tenía, que sólo le faltaba llamar a su mamá, pero un golfo, que es lo que cuenta. Si fuera un buen chico, todo sería mucho más difícil, ¿sabes?, porque yo no podría…

No llegó a terminar la frase. La reacción de Eladia, que se dio en la frente una palmada que hizo ruido, acaparó toda su atención.

—¡Claro! —aunque al principio sólo parecía interesada en hablar consigo misma—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? Pues claro, qué tonta soy, pero qué tonta, madre mía…

Sin perder tiempo en explicaciones, se levantó, fue hacia él, le puso las manos sobre los hombros y le obligó a levantar la cabeza para mirarla.

—¿Sabes lo que vamos a hacer, Palmera? Hoy no, porque la gorda esa lo habrá dejado agotado, al pobre, pero un día de estos, ¿sabes lo que vamos a hacer? Vamos a ir los dos juntos a su tienda, a hacerle una visita —sonrió, como si le encantara la idea, antes de impostar una vocecita aguda y teatral—. Te presento a mi hermanita, que está loca por plantar flores en las macetas de su balcón… ¿Qué te parece?

—¿Tú harías eso por mí, Eladia? —y antes de tener tiempo para celebrar su plan, se dio cuenta de que le había emocionado que se lo propusiera—. ¿Tú harías de cebo para mí?

—Pues claro, tonto —y se echó a reír—. ¿Qué más me da?

Si alguien hubiera podido anunciarles lo que les daría, lo que les quitaría aquella ofensiva, se habrían entregado a sus preparativos con el mismo entusiasmo, incapaces de prestar a esa profecía más crédito que a quienes juraban que Carmelilla de Jerez había nacido con un pene atrofiado entre los muslos. La Palmera pudo comprobar una vez más que no era así mientras ella se vestía y se desnudaba para él, en una prueba de vestuario que se prolongó varios días. Se decidieron por un vestido primaveral, que marcaba su figura sin exagerar y ofrecía su escote hasta unos milímetros por encima del nacimiento de los pechos, y tardaron aún más en elaborar un guión, ensayando diálogos para todas las situaciones posibles. Eladia no sólo lo respetó escrupulosamente, sino que lo hizo tan bien que nadie que la hubiera visto comprando semillas en un almacén de la calle Hortaleza habría podido adivinar sus verdaderas intenciones.

—Me gustan mucho los jazmines, pero el año pasado planté uno y se me heló, ¿verdad, Paco? —él, que no había despegado los labios desde que entraron en la tienda, asintió con la cabeza—. Tenemos una terraza muy hermosa, pero no hay manera de que agarre nada en las paredes.

—Puede probar con un rosal trepador, de pitiminí, por ejemplo —el dependiente desempeñó su papel con la misma destreza—. Aunque su nombre tiene mala fama, la verdad es que son muy duros.

—Ya, pero es que las rosas… están muy vistas.

—¿Y la hiedra?

—No sé… —hizo un mohín de niña mimada, tan perfecto que incluso la Palmera sonrió—. Yo me merezco flores, ¿no le parece?

—Desde luego —él la miró con la boca abierta y tragó aire antes de encontrar una fórmula airosa para ponerse a su altura—. Yo la cubriría de ellas.

—Pues eso.

Así siguieron durante un buen rato, sin dar señales de cansancio mientras el mostrador se llenaba de sobres con estampas pegadas encima, entre las que Eladia escogió dos casi al azar. Después de pagarlas, sonrió al vendedor, le agradeció muchísimo su ayuda, le aseguró que volvería para contarle qué tal le había ido y cogió a la Palmera del brazo. Eso era lo que habían pactado, llegar, vencer y retirarse en el instante en que la ansiedad de su víctima hubiera llegado al punto óptimo. Sin embargo, cuando ya estaba empujando la puerta, Eladia se volvió y le miró a los ojos.

—Mi hermano y yo habíamos pensado en ir a merendar a una terraza de la Gran Vía. ¡Hace una tarde tan buena! —y giró la cabeza hacia fuera, como si pretendiera enseñársela—. A lo mejor le apetece venir con nosotros.

La Palmera se puso tan nervioso que intentó darle un pisotón, pero su zapato se estrelló contra el suelo mientras Eladia, sin apartar la vista de su objetivo, ladeaba la cabeza para alzar levemente las cejas. Desde el otro lado del mostrador, él los miró despacio, primero a ella, luego a él, a ella otra vez, sus labios curvados en una mueca irónica que habría podido ser una sonrisa si no estuviera desequilibrada, más alta por un lado que por otro. Su enamorado interpretó aquella expresión con la misma facilidad con la que había descifrado su inquietud al verle salir del estanco. Les estaba diciendo que a él no se la daban, que había descubierto el mecanismo de una trampa en la que no iba a dejarse atrapar. Eso parecía hasta que Eladia cambió de postura. Porque volvió a enderezar la cabeza, bajó ligeramente la barbilla, dejó de mirarle a los ojos para fijarlos en el ángulo que formaba su cuello con la solapa de su camisa blanca, y cuando frunció los labios en un mohín de disgusto, todo cambió al otro lado del mostrador.

—Bueno, sí, claro que me apetece, muchas gracias —antes de terminar de decirlo, Antonio ya se había quitado la bata que llevaba puesta encima de la ropa—. Si me esperan un momento… No tardo nada.

La Palmera creía que conocía a los hombres, pero reconoció para sí mismo que no había visto nada igual.

—¡Joder, Paco, yo creía que entendías de esto! —Eladia se burló de él en un susurro—. Pero si está entregado, no hay más que verle.

Ella fomentó su entrega durante toda la tarde y aún después, cuando lo presentó al portero del tablao como un amigo al que debía franquear la entrada en cualquier circunstancia. Mientras tanto, la Palmera se sintió incapaz de decidirse entre el miedo y la gratitud. Nunca había visto a Eladia coquetear con nadie, y su actuación le pareció demasiado admirable para ser sólo teatro, excesiva para no sospechar que estaba disfrutando del pretexto que le había consentido romper el freno, entregarse a la libertad que se negaba tercamente a sí misma por motivos ajenos a su propia inclinación. Si hubiera contemplado la escena desde otra mesa, no habría dudado de que aquella mujer, que parecía haber nacido para seducir al hombre que la miraba como si la vida le fuera en complacerla, actuaba en su propio beneficio. Por eso, permaneció en silencio, al margen de las sonrisas, las palabritas y los ronroneos de una Eladia insólita, y apenas intervino en la conversación cuando ella le invitaba con una pregunta o un codazo bien disimulado.

—Pero, bueno, ¿se puede saber qué te pasa? —hasta que Antonio se levantó una vez, para ir al baño, y fue más explícita—. Se supone que eras tú el que quería conocerle, ¿no?

—Ya, pero… No sé. Tengo la sensación de que estoy de más.

—¿De más? Tú lo que estás es gilipollas perdido, Palmera.

Entonces Antonio volvió a sentarse, Eladia a frotarse el tobillo para tensar el escote sobre sus pechos, él a mirar hacia allí mientras le daba consejos para plantar las adelfas, ella a agradecérselos sin dejar de acariciar con los ojos la curva de su cuello, y la Palmera a percibir entre ambos una tensión casi física, como si las palabras que no se decían fueran capaces de calentar el aire que mediaba entre sus cabezas para provocar una tormenta en miniatura, con sus rayos, y sus truenos, y sus relámpagos, sobre la mesa de una terraza de la Gran Vía. No logró hablar a solas con él hasta que terminó el espectáculo y accedió a esperarle para dejarse invitar a una copa, pero el único tema de aquella conversación fue Eladia, de dónde era, desde cuándo la conocía, por qué vivían juntos, hasta que la Palmera se dio cuenta de que se había convertido en un niño que jugaba en la acera, Antonio en él mismo mientras recorría la calle Santa Isabel en busca de información.

—Estás segura de que no te gusta, ¿verdad? —le había preguntado antes a ella, en el portal de la casa que compartían.

—¡Ay! —Eladia protestó antes de responder—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no me interesan los hombres?

—No te he preguntado si te interesa —insistió él, arrepintiéndose de las palabras que iba a decir a continuación antes de pronunciarlas—. Te he preguntado si te gusta.

—¡Mira que eres pesado, Palmera!

Cerró la puerta tras de sí, y él fue consciente de que no había querido contestarle, pero el malestar que le acompañó en el camino de vuelta fue disipándose con el paso del tiempo, sin llegar nunca a disolverse del todo.

A partir de aquella noche, Antonio Perales se convertiría en una pieza esencial de sus vidas, un lado del extraño triángulo de esquinas quebradas cuyos ángulos parecían condenados a no encajar jamás. Los tres sabían que la Palmera estaba enamorado de él, que él estaba enamorado de Eladia, y que ella no le trataba como a los demás, sino mucho peor, porque nunca dejaba pasar la ocasión de demostrárselo. Antonio iba al tablao todas las noches, la miraba bailar con la misma expresión desolada, salvaje, que enturbiaba los ojos del estudiante de Bellas Artes o del hombre misterioso, y Eladia, en lugar de ignorarle, le distinguía siempre con una pulla, una burla o una frase malévola destinada a dejarle en ridículo ante sus compañeras. Era una pésima estrategia, porque Antonio tenía mucho éxito con las chicas y no tardó en desarrollar su propio sistema para desmarcarse de sus compañeros de infortunio. Lejos de desdeñarlas, como ellos, se dejaba querer, sobre todo cuando Eladia estaba delante. El principal beneficiario de aquel doble fracaso fue la Palmera, que nunca perdió la esperanza, y después de cortejarle con tanta constancia como generosidad durante meses, logró que Antonio se olvidara a ratos de que había llegado al tablao en pos de Eladia, y hasta que incluyera su compañía en los beneficios de la nocturnidad.

—Yo sólo quiero que seamos amigos —le aclaraba de vez en cuando—. Quiero ser tu amigo, Antonio.

Él respondía a esas declaraciones con una expresión burlona, pero amable, y cuando bebía más de la cuenta, con un abrazo inesperado que dejaba a la Palmera con el corazón en la boca.

—Acabas de quitarme un peso de encima —pero después se afilaba la lengua para exhibir una ironía puntiaguda que no llegaba a ser cruel y transparentaba algo más que tolerancia, un cariño limpio, casi inocente, que era valioso pero nunca sería amor—. Yo creía que te gustaba, Palmera.

—Y me gustas, hijo de puta, me gustas…

Después se reían juntos, y se iban de juerga para disfrutar a la vez, cada uno a su manera, del itinerario de los trasnochadores contumaces, puertas que seguían abiertas al amanecer y otras cerradas, no para ellos. En locales elegantes y antros infames, Antonio se dejaba exhibir como la condecoración de un general tramposo y la Palmera corría a cambio con los gastos de su iniciación en la deslumbrante oscuridad de los días artificiales, noches iluminadas que defendían su naturaleza con terquedad, a despecho de la tierna claridad de unas mañanas que sabían vivir sin ellos. Su tutela no habría sido tan generosa, ni sus resultados tan brillantes, si el flamenco no hubiera contado a su vez con su propio patrocinador, el marqués de Hoyos, a quien el encanto del vendedor de semillas cautivó de tal modo que, en los últimos días de enero de 1936, ofreció su palacio para celebrar la fiesta de su decimoctavo cumpleaños.

Aquella noche, como en los buenos tiempos, hubo de todo, aunque el anfitrión, dividido entre dos mundos, los perversos placeres que había cultivado con vocación exquisita en su juventud y su reciente conversión al credo anarquista, recibió a sus invitados con un mono de seda escarlata, un diseño proletario retocado según las indicaciones del figurín que su amigo Pepito le había enviado desde París, y confeccionado con una tela carísima en la que la Palmera apenas reparó, absorbido por preocupaciones más urgentes.

—No habrás invitado a Claudio, ¿verdad?

—Pues claro que no, ¿cómo se te ocurre? —Hoyos levantó tanto las cejas que el monóculo se desprendió de sus párpados para balancearse en el aire—. Un facha de mierda, que se pasa la vida en La Ballena Alegre, explicándole a unos señoritos que no saben hacer la o con un canuto que la música rusa es pura degeneración y que no existe pureza más allá de Wagner… ¡Wagner! Sí, hombre, hasta ahí podíamos llegar. Ese cabrón no vuelve a poner aquí los pies en su puta vida.

¿Y qué más te darán a ti Wagner o los rusos, marqués, si estás más sordo que una tapia?, pensó la Palmera para sí, pero no dijo nada. Las consecuencias musicales de la militancia política de su benefactor le resultaban tan impenetrables como la esencia misma del fenómeno que le estaba volviendo loco, aunque aquella locura le sentara tan bien que le había quitado diez años de encima. El indolente Hoyos a quien él conoció antes de que la República cumpliera un año había explotado, igual que una bomba de esas a las que sus nuevos amigos eran tan aficionados, para dar paso a un individuo firme, incluso enérgico, interesado de pronto por tantas cosas que ni siquiera cabían en los días donde antes sobraba sitio para el hastío. Y no era sólo él, ni había sido sólo Claudio. De pronto, todas las personas, pero también todas las cosas de este mundo, habían tomado posición frente a una realidad que a la Palmera le parecía vulgar, de puro previsible. Hombres y mujeres, bares y restaurantes, calles, teatros, aficiones, abrigos, zapatos, se habían vuelto de izquierdas o de derechas, y de ahí no les movía ni Dios, o ni dios, según los casos. La música, el arte, la literatura, tampoco escapaban de la grieta que había fulminado a España para partirla en dos. Por eso, una tarde encontró a Hoyos alimentando la estufa de su dormitorio con sus Obras Completas.

—¿Pero qué haces, marqués? —en ese momento empezó a pensar que se estaba volviendo loco, aunque su amigo le contestó con una expresión amable, una sonrisa de otros tiempos.

—No puedo quemar mi pasado, pero esta mierda sí la puedo quemar, como ves —le miró y se echó a reír—. No te agobies, Palmera. En sus tiempos, vendí miles de estas novelas. Aunque queme todas las que tengo, siempre quedarán demasiadas para recordarme que nunca debí haberlas escrito.

Y todo esto, ¿por qué?, pensaba él. ¿Es que su amigo de verdad creía que su propia familia, los aristócratas y los banqueros, los amos de las tierras, los militares que se forraban en Marruecos y la Iglesia Católica, iban a aceptar que encogieran sus privilegios así, por las buenas? Él no necesitaba meterse en política para contestar a esa pregunta. No le hacía falta ponerse un uniforme, llamar camaradas a sus conocidos, pagar una cuota todos los meses para interpretar lo que sucedía a su alrededor. Le bastaba acordarse de su hermano Bernabé, de sus palabras, vete lejos y no nos avergüences más, para concluir que los poderosos estarían dispuestos a hacer lo que fuera con tal de que España volviera a formar parte de sus pertenencias, una propiedad más entre las que habían heredado de sus padres y pretendían dejar en herencia a sus hijos. ¿No había sentido él mismo que cuando se proclamó la Segunda República había sonado la hora de los maricones? Pero si las grandes señoras no se habían roto el cuello en 1932, cuando iban a todas partes con una enorme cruz de metal colgada de una cadena, si dos años más tarde, en Asturias habían hecho una revolución y la República seguía en pie, ¿por qué iba a consumarse ahora la maldición de los años pares? Seguirían intentándolo, eso por descontado, pero había que dejarles, esperar a que se cansaran. Provocarles era un error, responder a sus provocaciones, un error mucho más grave. Eso era lo que opinaba él, pero en esa opinión, parecía estar solo en el mundo.

—Eres un cobarde, Palmera —le reprochaba Antonio.

—No —respondía él, cuando nadie más podía escucharle—. Lo que soy es maricón. Y por eso me han pegado más palos que a una estera, ¿sabes? Hasta que aprendí cómo conviene hacer las cosas.

—Bueno, pero si te empeñas en montarme una fiesta, tiene que ser antes de mi cumpleaños, porque voy a hacer la campaña electoral.

—¿Tú? —la Palmera abrió mucho los ojos—. ¿De qué?, si no vas en ninguna lista.

—De guardaespaldas —Antonio sonrió, como si esa palabra impregnara su paladar con un sabor exquisito—. Voy a proteger a los candidatos.

—¿De verdad? —y su enamorado se echó a reír—. Pues un día de estos voy a afiliarme a tu partido, requesón, a ver si te ocupas un poco de mí…

Aquella fue la última gran fiesta que Antonio de Hoyos y Vinent celebraría en su palacio de la calle Marqués de Riscal, y para él, como para sus invitados, la dorada bisagra de una puerta que estaba a punto de cerrarse. Aquella noche, sin embargo, todo era posible aún y la libertad un bien vulgar, sin demasiado valor. Unos meses después y durante cuatro décadas seguidas, todo sería distinto, pero en el cumpleaños anticipado de Antonio Perales no faltó de nada, hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre, fuentes de champán, y de chocolate, azucareros de plata llenos hasta el borde de una sustancia blanca que no era azúcar, bailarines desnudos, bailarinas desnudas, y hasta una vieja vedette retirada que se chutaba morfina en un muslo a través de las medias sin levantarse del diván donde estaba tumbada. Había de todo, y todo valía mientras una excitación imprecisa, universal, corriera por las venas de los asistentes como un líquido brillante y espeso, capaz de hacer más brillante, más espesa su sangre.

Ni siquiera Eladia se resistió a aquella tentación sin forma y sin límites, que en un oscuro pliegue de la noche pareció a punto de hacerla claudicar. Hasta aquel instante, la Palmera la había visto jugar con Antonio, tensar y aflojar los hilos con los que sabía moverle como a una marioneta, dejarse acariciar por otras mujeres sonriendo sólo para él, aparecer a su lado para desaparecer bruscamente después, sacarle a bailar, dejar de hacerlo. Mientras tanto, Paco decidió no beber más, como si presintiera que antes de que acabara la fiesta se alegraría de estar sobrio, pero llegó a lamentar una condición que seguramente no compartía con ningún otro invitado cuando distinguió a Antonio y a Eladia a través de las cristaleras del salón. Estaban los dos solos, muy juntos, apoyados en la balaustrada de la terraza, y sus cabezas se unían muy despacio, sus rostros fundiéndose en uno solo mientras la mano de él se posaba con delicadeza sobre uno de los pechos de ella. En ese momento, la Palmera decidió que necesitaba una copa, pero no llegó a moverse para ir a buscarla porque apenas un segundo después, cuando Antonio giró levemente el cuello para besarla en los labios, Eladia se zafó de sus brazos y firmó su rechazo con una bofetada.

—¿Qué la pasa, Palmera? —él fue a buscarle con los ojos turbios de excitación y una huella sonrosada en la mejilla—. ¿Por qué es así?

—No lo sé —decir la verdad no le estorbó para darse cuenta de que Antonio estaba borracho, ni para distinguir en la otra punta del salón la silueta de Eladia con el abrigo puesto, a punto de marcharse.

—Vamos a tomar algo.

—Estás como una cuba, requesón.

Él no fue capaz de articular una respuesta y le arrastró hasta la barra, pero tampoco pudo terminar la copa que había pedido.

—Me estoy mareando —y se tambaleó mientras la dejaba sobre una mesa, para que la Palmera le sostuviera con una solicitud casi maternal.

—Claro, si te lo he dicho —qué feo es lo que vas a hacer, Paco Román—. Anda, ven conmigo, a ver si encontramos un sitio para que te tumbes un poco —pero qué feo…

Antes de acostarlo en la cama de un dormitorio de invitados del primer piso, echó el cerrojo. Después, lo desnudó y él se dejó hacer como un niño pequeño, los ojos cerrados, la conciencia lejana, ausente, instalada en la más absoluta indiferencia de la emoción que hizo temblar las manos de la Palmera cuando le contempló desnudo, mientras le miraba como si su imagen fuera la única cosa que pretendiera llevarse de este mundo. El alcohol no había logrado rebajar el triunfo de Eladia, la excitación que ella había creado, sostenido y alimentado sin piedad durante una noche entera, y el esplendor del sexo que le desafiaba, erguido, duro, rojizo, le clavó en los ojos dos puñales tan largos y afilados que, por un instante, el deseo no le dejó respirar. Tuvo que abrir la boca para tragar aire como si fuera agua, y ya no volvió a cerrarla.

—¿Pero qué haces, Palmera?

La voz de Antonio, pastosa y débil, llegaba desde muy lejos, tanto que le contestó, te estoy comiendo la polla, sin soltar su presa.

—¿Qué dices? No te entiendo…

La Palmera levantó la cabeza, le miró, se enamoró del aturdimiento casi infantil que vio en sus ojos y no dejó de acariciarle las caderas, los muslos, mientras le contestaba.

—Es mi regalo de cumpleaños —e hizo una pausa para recorrer todo su sexo con la lengua, de abajo arriba—. Tú déjate, no seas tonto.

—Palmera…

No volvió a hablar, pero su cuerpo respondió por él para que su amante disfrutara de cada momento, todos y cada uno de los pequeños temblores que desembocaron en una explosión que le horadó por dentro para abrir un cráter profundo, duradero, en su memoria. Después, cuando se tumbó a su lado y le abrazó, ya estaba dormido.

Aquella noche, la Palmera apenas cerró los ojos. Dejó la luz de su mesilla encendida, las cortinas abiertas, para que los visillos dejaran entrar la luz de una mañana inminente, y activó una alarma interior destinada a recordarle en cada instante que estaba desnudo bajo las sábanas, y que el cuerpo dormido que podía besar, acariciar, estrechar entre sus brazos, pertenecía al hombre al que amaba. No se hacía ilusiones. Sabía que aquella proeza no tendría consecuencias, que lo más probable era que nunca se repitiera e, incluso, que tanta dulzura posaría un sabor amargo en su paladar al día siguiente, pero se conjuró consigo mismo para apurarla hasta el último segundo, y fue feliz mientras recorría con los dedos aquella piel mullida, lustrosa, para no olvidar jamás sus líneas y sus ángulos, cada pequeño accidente que la hacía única, distinta de cualquier otra. Fue feliz mientras aprendía el olor, el calor, el ritmo exacto de la respiración del muchacho que, de vez en cuando, se daba la vuelta para encajar apaciblemente entre sus brazos, sus cabezas tan cerca que pudo besarle en los labios muchas veces, probar una emoción tan intensa que en el último beso, cuando ya era de día, estuvo a punto de llenarle los ojos de lágrimas. Aquel era el momento de levantarse, de vestirse, de sentarse en una butaca para que no lo encontrara a su lado cuando se despertara. La Palmera conocía bien a los hombres.

—Vístete, anda —cuando Antonio abrió los ojos, no leyó en ellos nada distinto a la cuchillada de una resaca monumental—. A ver si encontramos algún sitio donde nos den de desayunar a estas horas.

Antonio le miró, sonrió y obedeció en silencio. La Palmera no le encontró más risueño o burlón que otras veces, y se tranquilizó pensando que, con la borrachera que llevaba encima unas horas antes, nunca estaría seguro de si había pasado algo o lo había soñado, pero no era cierto.

—Dime una cosa, Palmera —le preguntó cuando salieron del café donde habían desayunado—. ¿Te lo pasaste bien anoche?

Él no le contestó enseguida. Antes le miró a los ojos, quiso asegurarse del sentido exacto de la pregunta a la que iba a contestar, despejó cualquier duda antes de hacerlo.

—Mejor que tú.

Antonio se rio, le dio una palmada en la espalda y echó a andar sin volverse a mirarle. La Palmera sucumbió en un instante al pánico de pensar que allí se acababa todo y tuvo que morderse la lengua para no preguntar a gritos si volverían a verse, pero aquella misma noche descubrió que el futuro encajaría al mismo tiempo con el mejor y el peor de sus cálculos. Antonio llegó al tablao a la hora de siempre, se sentó en la barra, como de costumbre, y se dedicó a pensar en sus cosas sin ocuparse ni siquiera de Eladia, como si la bofetada de la noche anterior hubiera cerrado una puerta que hasta entonces había estado entreabierta. La Palmera esperó en vano una palabra, un guiño, cualquier indicio de que lo que había ocurrido entre ellos resultara, si no memorable, al menos relevante para él, pero Antonio siguió tratándole igual que antes, con la misma complicidad cariñosa y nocturna que durante muchos meses había sido bastante y ya no lo era. Hasta que, al final, fue el bailarín quien dejó de estar seguro de lo que había ocurrido. Las imágenes de aquella noche se fueron tiñendo poco a poco del color de la incertidumbre, el tono pálido, engañoso, de los recuerdos inventados. Era un epílogo detestable pero pronto le tocaría escribir otro peor, y abrir la puerta por la que el vendedor de semillas haría una entrada triunfal en el destino de Eladia.

—Que dice don Arsenio que quiere hablar contigo.

Aquella noche, el Frente Popular ya había formado gobierno y Antonio estaba con él, tomando una copa entre pase y pase mientras vigilaba la puerta de los camerinos. Cuando un camarero se acercó a darle el recado, la Palmera echó un vistazo a la mesa del empresario y le encontró en compañía de un desconocido sólo relativo, porque estaba tan seguro de que no le había visto nunca como de que era pariente, seguramente hermano, del hombre misterioso. Si no fuera porque le sacaba al menos diez años, sus rasgos, su estatura, las dimensiones colosales de su cuerpo embutido en un uniforme del Ejército de Tierra, podrían haberle hecho pasar por un mellizo del tipo que estaba sentado un poco más allá, mirándoles con ansiedad.

—Usted dirá, don Arsenio.

—Mira, Paco, te quiero presentar a don Juan Garrido, que por lo visto tiene un asunto que tratar contigo… —y se levantó en el instante en que se dieron la mano, como si aquello no fuera con él, para dirigirse después a su nuevo cliente—. Les dejo solos, mi capitán, así estarán más cómodos.

A la Palmera no le extrañaron esas palabras. Si la silla de aquel visitante hubiera estado ocupada por un dirigente de cualquier organización de izquierdas, el dueño del local le habría llamado compañero o camarada, según los casos, pero le pareció rara tanta prisa y que el militar la agradeciera con un breve asentimiento de cabeza, sin levantar los ojos del mechero al que daba vueltas entre los dedos.

—Pues, verá usted, Paco —tenía una voz magnífica, grave y profunda—, yo quería plantearle un asunto muy delicado, de hermano a hermano… En mi caso, se trata de Alfonso —y se volvió para señalarle con la cabeza—, ya le conoce, ¿verdad?

—De verle por aquí, sí.

—Alfonso es mi hermano pequeño, el único que tengo y… Está loco por su hermana, supongo que ya está al corriente —la Palmera asintió con una sonrisa y la satisfacción de descubrir que no era su familia de Bormujos la que acechaba tras los titubeos de su interlocutor—. El caso es que en Salamanca, porque nosotros somos de allí, tiene novia formal, una niña monísima, de muy buena familia, que está deseando hacerle feliz. Él la quiere mucho, pero… No puede quitarse a su hermana de la cabeza. Eso me preocupa, porque la boda es el mes que viene, y si empieza su vida de casado obsesionado por otra, pues… —hizo una pausa para crear expectación, antes de dirigirle una mirada de inteligencia—. La única mujer irresistible es la que no se consigue a tiempo. Una vez conquistadas, son todas iguales, como usted sabrá.

—Pues, mire, lo que es saberlo no lo sé —la Palmera dejó que su interlocutor frunciera las cejas, que le mirara con atención, que se encendiera una luz en sus ojos—, pero me lo imagino.

—Con eso me basta. Porque, en ese caso, también podrá imaginar cuál es el mejor regalo de bodas que puedo hacerle a Alfonso.

No quiso ser más explícito, no hacía falta. Era el turno de la Palmera, y lo consumió despacio antes de contestar, porque en ese plazo le asaltaron dos ideas sucesivas, antagónicas. Tú eres un hijo de puta, fue la primera, un señorito de mierda que viene aquí, con la cartera llena, a comprar lo que el bobo de su hermano no ha sido capaz de ganarse por sí mismo. Era un razonamiento tan impecable que estuvo a punto de repetírselo en la cara, palabra por palabra, pero antes pensó en Eladia, en su interés, en su futuro, los años que faltaban para que dejara de bailar sola en el centro del escenario y la mandaran al fondo, a dar las mismas palmas que a él no le llegaban para comprar un palmo de tierra donde caerse muerto. La vida es muy larga, pensó después, la juventud muy corta, y la belleza no puede cambiarse por billetes en el mostrador de un banco. Ella había jurado muchas veces que no se dejaría explotar por un cabrón, pero nunca había avanzado en la dirección inversa. El mundo está lleno de cabrones con dinero deseando que los exploten, concluyó la Palmera, y por alguno habrá que empezar.

—Lo siento, pero no va a poder ser —empezó desanimándole, para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar—. Mi hermana no hace esas cosas.

—Yo tampoco —Juan Garrido sonrió—. Es muy importante que comprenda que este es un caso excepcional. Por eso, estoy dispuesto a ser excepcionalmente generoso.

—No me ha entendido —la Palmera correspondió a la sonrisa—. No hablaba de dinero. Mi hermana todavía no se ha acostado con ningún hombre.

—¿Qué? —la sorpresa que se pintó en el rostro de su interlocutor desembocó en una carcajada gruesa, deliberadamente desagradable—. ¿Me está tomando el pelo?

—No, señor —apuró su copa, apartó la silla, se levantó—. Buenas noches.

—No, no, por favor, espere, espere… —el capitán Garrido también se levantó, atrapó con la punta de los dedos una manga roja con lunares blancos, imprimió un tono apaciguador a su poderosa voz de barítono—. Lo siento, no quería decir… Perdóneme —la Palmera volvió a sentarse—. Alfonso me había comentado algo de eso, pero no me lo había creído, la verdad —hizo una pausa que su interlocutor no quiso rellenar—. De todas formas… En ese caso, estoy dispuesto a aceptar cualquier oferta.

—Ahora, el que no entiende soy yo.

—Dígale a su hermana que ponga ella el precio. Estoy dispuesto a pagar cualquier cantidad razonable, y le aseguro que, en este momento, mi concepto de lo razonable no lo es en absoluto —hizo una pausa para mirar a su interlocutor y comprobar que le había entendido—. Por ese lado no vamos a tener problemas, se lo aseguro. Tengo mucho dinero, pero sólo un hermano.

En ese momento, las luces se apagaron para precipitar el final de su conversación. La Palmera anunció que tenía que volver al escenario y el militar se despidió de él con un apretón de manos y la promesa de volver diez días más tarde para cerrar el trato. Hablaba de Eladia como si fuera ganado, y su tono bastó para que la Palmera se arrepintiera de haberle escuchado. Por eso, aquella noche no le dijo nada, pero después tampoco pudo dormir.

—Oye, Eladia, ¿puedo hacerte una pregunta?

En una de las noches más calurosas del verano anterior, al llegar a casa de madrugada se la había encontrado despierta, medio desnuda, tomando el fresco en la terraza. Dentro no hay quien pare de calor, le anunció como todo saludo, pero aquí se está bien. Tenía razón, y por eso, en lugar de acostarse, se quedó con ella. Hablaron mucho, sobre todo de Antonio, lo que habían hecho, dónde habían estado, a quién habían visto, y la conversación se deslizó hacia terrenos progresivamente comprometidos con la misma naturalidad con la que una combinación de raso se iba arrugando alrededor de su cuerpo, para desvelar una perfección a la que la ropa no hacía justicia. La Palmera se encontró admirando a Eladia, la esbeltez de los muslos, la rotundidad de los pechos, la impecable proporción de las caderas, y durante un instante comprendió que la deseaba, no con el ansia incontrolable, casi carnívora, que despertaban en él algunos hombres, sino de otra manera, tranquila, suave, hasta perezosa. La había visto desnuda muchas veces, pero nunca había probado nada semejante al efecto de su cuerpo vestido a medias, en la penumbra desde la que ella le miraba, recostada sobre una sábana con la indolencia de una bañista despreocupada en una playa desierta. Aquel asombroso fenómeno empezaba y terminaba en él. No la necesitaba, pero al probar, aunque fuera de refilón, lo que sentían tantos otros hombres al verla, aún entendió menos el cautiverio de un cuerpo semejante.

—¿Tú eres virgen de verdad? —ella, que le había dado permiso para preguntar con un movimiento de la cabeza, asintió otra vez.

—Sí. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Te extraña?

—No sé. Es que, desde que te vi con Antonio, en la tienda… Sabes demasiadas cosas, ¿no?

—A lo mejor por eso soy virgen, ¿no te parece? —su sonrisa se deshizo en una expresión ambigua—. Porque sé demasiadas cosas.

Eso fue todo. Después de decirlo se levantó, recogió la sábana y se volvió a su cama. Nunca volvieron a hablar de eso, y aunque la Palmera recordó muchas veces aquella conversación, no volvió sobre sus palabras hasta que la oferta del capitán Garrido empezó a quitarle el sueño.

—No.

Esa palabra fue el saldo de varias noches de insomnio y un discurso minuciosamente ensayado durante sus respectivos días. No me interpretes mal, Eladia, y sobre todo, no te confundas, porque yo sólo soy el recadero, no gano ni pierdo un céntimo con esto… Para él, dividido entre su intuición y la responsabilidad de no privarla de un negocio que podría cambiarle la vida, era muy importante que todo quedara claro desde el principio. Después le contó lo demás, y ella escuchó en silencio, tranquila en apariencia aunque un poco más estirada que de costumbre, el cuello tenso, los hombros rígidos, la barbilla alzada en un forzado contraste con la mirada baja, concentrada en algún lugar situado a espaldas de su interlocutor, al que no interrumpió en ningún momento antes de contestarle con una sola sílaba, no.

—¿Por qué? —se atrevió a preguntar él, de todas formas.

—Porque no me da la gana —y por fin le miró—. ¿Hace falta algo más?

—No, pero… Yo creo que, igual, podrías pensarlo mejor, porque…

—¿Tú entiendes el español, Palmera? —él se limitó a asentir con la cabeza—. Pues he dicho que no y es que no, y aquí se acaba la historia.

Ahí se habría acabado si ella hubiera querido, pero no fue así. Aquella noche no le dirigió la palabra, y al terminar el espectáculo salió del tablao sola por primera vez desde que vivían juntos. Él, sin la menor intención de insistir, corrió tras ella hasta alcanzarla.

—¿Pero qué te pasa, me quieres explicar…?

—¿Que qué me pasa? —sacudió el brazo por el que la sujetaba, mientras le miraba con tanta rabia como la primera vez—. Eso explícamelo tú a mí, Palmera. Tú, que tienes cojones para ir vendiéndome por ahí.

—Que no es eso, Eladia.

—¿Ah, no? Entonces, ¿qué es?

Ella fue la que no quiso dar aquel tema por zanjado, la que se negó a aceptar sus motivos, la que volvió una y otra vez sobre una proposición que siguió creciendo, complicándose, resucitando cada noche de sus cenizas por su única y expresa voluntad. Él cometió el error de defenderse, de enumerar en voz alta lo que podría ganar, lo que estaba perdiendo, y aunque se excluía cuidadosa y honestamente a sí mismo de todos sus cálculos, sólo consiguió enfurecerla aún más, despertar a la fiera que Eladia llevaba dentro, aquella rabia que el trabajo, el éxito, los apacibles vínculos que compartían y su monótona rutina de jovencita virtuosa, parecían haber adormecido. Así lograron que en el tablao empezaran a circular rumores.

—Pues nada —hasta que ella los fulminó una noche, la víspera del regreso del capitán—. Este, que se ha creído que soy una puta.

—No digas eso, Eladia, porque no es verdad —y la Palmera volvió a equivocarse—. Además, vender el virgo no es de putas.

—¡No, qué va! —ella frunció los labios e hizo un ruido extraño, como si quisiera reírse de él y no pudiera.

—Pues claro que no. Vender el virgo es de pobres.

Ella se revolvió, se encaró con él como un animal salvaje, tendió las manos hacia delante como si estuviera a punto de tirarse a su cuello, y Mari, una chica baja, gordita, la menos atractiva de la compañía, intervino para empeorarlo todo.

—Mujer, en eso lleva razón.

—¿Ah, sí? —Eladia se movió en círculo, para mirarles a todos, uno por uno—. ¿Y quién os ha dicho a vosotros que yo soy pobre?

—¿Qué está pasando aquí? —hasta que don Arsenio asomó la cabeza—. Se deben estar oyendo los gritos hasta en la calle.

Nadie se animó a contestar, la orquesta terminó antes de tiempo la última pieza bailable, y las luces se apagaron. El escándalo que ella misma había provocado precipitó el último pase y la mejor actuación que Carmelilla de Jerez ofrecería en aquel local. Mientras la veía bailar, como si saliera de la tierra, la Palmera se dolió de su talento, el fruto del dolor, esa tortura íntima, perpetua, de la que apenas lograba escapar moviéndose sobre las tablas con la violencia repetida y rítmica que convertía todo su cuerpo en un formidable instrumento de percusión. Pero al final, antes de que se apagaran los aplausos enfervorecidos de un público puesto en pie, ella le ofreció en bandeja el único motivo capaz de hacerle abominar de su piedad.

Aquella noche llevaba un vestido verde botella con lunares grandes, negros. La Palmera nunca podría olvidarlo, dejar de recordar el contoneo de sus caderas mientras bajaba con paso decidido los tres peldaños que separaban el tablao de la sala, para crear una situación insólita que llamó la atención de todos los presentes a ambos lados de las candilejas. Las otras chicas, conscientes de la ventaja que las batas de cola otorgaban a sus cuerpos, solían conservarlas para exhibirse entre los clientes, pero Eladia no lo había hecho nunca. Jamás se había mezclado con el público después de bailar, pero aquella noche, despeinada, sudorosa, recorrió el local sin que la Palmera lograra adivinar sus intenciones. Hasta que se volvió a mirarle.

—¿Quieres ver lo rica que soy? —entonces lo entendió todo, bajó por los mismos peldaños, sorteó las mismas mesas y llegó tarde—. ¿Quieres verlo?

Antonio, que había visto la función desde la barra, avanzó unos pasos hacia ella, como si pudiera olerla.

—¿Tienes algo que hacer esta noche, Antoñito? —Eladia levantó la voz y él negó con la cabeza muy despacio—. Acompáñame a casa, ¿quieres?

La Palmera dio un rodeo para alcanzarlos en la base de las escaleras y se dirigió a ella, pero el único que cerró los ojos al escucharle fue él.

—No serás capaz…

La estrella del espectáculo le sostuvo la mirada, sonrió, cogió a su pareja del brazo mientras se levantaba la falda con la otra mano para no tropezarse con los volantes al subir, y sólo le respondió cuando llegaron arriba.

—Búscate un buen hotel para dormir esta noche, Palmera —estaba pegada al requesón, el brazo derecho alrededor de su cintura, la cabeza recostada sobre su hombro, la voz, de nuevo, muy por encima del volumen imprescindible—. Yo te lo pago.

No quiso ver cómo se marchaban juntos, pero escuchó el ruido de la puerta, y sobre él un creciente rumor de conversaciones, chasquidos de mecheros, copas de cristal chocando en el aire. El local no tardó en recuperar la animación de todas las noches, pero él se preguntó qué iba a hacer a continuación y no supo responderse. De momento, fue a la barra, pidió una copa, la apuró de un trago. Cuando estaba a punto de pedir otra, una mano le zarandeó para darle la vuelta con la misma facilidad con la que un niño habría movido un muñeco de trapo, antes de que un puño se estrellara contra el mostrador a un centímetro de su brazo.

—Le voy a decir una cosa —era Alfonso Garrido y estaba furioso—. ¡Esto no se va a quedar así!

La Palmera le miró sin miedo, ni más sorpresa que la conciencia de no tenerlo. El gilipollas este era lo que me faltaba, pensó, y después, que le bastaría rozarle con el canto de una mano para tirarlo al suelo. Mejor, se dijo, que me pegue, que me mate, que me deje malherido, que me lleven a un hospital y me den algo para dormir mucho, mucho tiempo.

—Váyase usted a la mierda.

Lo que estaba pensando debió aflorar a sus ojos, porque Garrido se marchó sin ponerle la mano encima. La Palmera se dio cuenta de que estaba llorando, y en un repentino acceso de pudor, cogió la copa, la botella, se fue a su camerino y echó el cerrojo. Cuando la borrachera le dejó inconsciente en una butaca, todavía no había decidido qué le hacía más daño, la traición de Eladia o la certeza de que a aquellas alturas ya debía de haber enganchado a Antonio para siempre. Cualquiera de las dos cosas le dolía más que la peor paliza que Alfonso Garrido hubiera podido pegarle.

La misma duda y la misma certeza le acompañaron al despertar, mientras la luz que entraba desde el patio le imponía el tormento suplementario de atravesarle un clavo entre las sienes. Le dolía el alma y además la cabeza, los ojos, el cuello, todo el cuerpo. La señora de la limpieza no dijo nada cuando le vio aparecer, llegar hasta la barra, tomarse una cerveza con dos aspirinas, hacer acopio de las fuerzas necesarias para salir a la calle. Desayunó un café con porras pero la grasa, que le asentó el estómago, no le aclaró las ideas. Sabía qué era exactamente lo que no debía hacer y eso hizo, pero al meter su llave en la cerradura, la puerta no se abrió. El cerrojo estaba echado por dentro y ya habían dado las doce del mediodía, una hora tan buena como cualquier otra para perseverar en el error.

—Oye, chaval, ¿tú quieres ganarte una perra chica?

Al pasar por el almacén, sólo vio al padre tras el mostrador, pero podía estar en la trastienda, se consoló, o haciendo algún recado.

—Que dice ese señor que esta mañana su hijo estaba malo y se ha quedado en la cama.

Para eso, me la podía haber ahorrado, pensó mientras dejaba caer una moneda en la palma de una mano pequeña y sucia. Después, por hacer algo, fue andando hasta la Puerta del Sol, se ventiló un bocadillo de calamares en la barra de un bar donde no había estado nunca, siguió vagando por Madrid hasta media tarde y por fin volvió a intentarlo. A las siete, Eladia no había descorrido el cerrojo, pero ya no le quedaba mucho margen, así que decidió apostarse en la puerta del hospital. Cuarenta y cinco minutos después, más o menos a la hora en la que ella empezaba a arreglarse todos los días para ir a trabajar, vio salir a Antonio, y aunque estaba demasiado lejos como para fiarse de la precisión de sus ojos, tuvo una impresión muy distinta de la que esperaba. El hombre cabizbajo, distraído, que chocó con una señora a la que ofreció un perdón apresurado mientras se alejaba hacia el paseo del Prado, no parecía el amante pletórico, borracho de euforia, hacia el que señalaban las manecillas de los relojes. Aquí ha pasado algo y yo no lo entiendo. Eso fue todo lo que descubrió antes de ir al tablao. Después, Eladia se lo puso todavía más difícil.

—Se acabó, Palmera.

Al entrar, fue derecha a buscarle, pero todo en ella, desde la lentitud de sus pasos hasta la repentina blandura de su gesto, revelaba a una mujer distinta, tan ajena a la furia de la noche anterior como a la diosa del desdén que la había precedido. Él nunca la había visto así, nunca tan dulce, tampoco tan cansada, tan triste.

—Ya no hay nada que vender, ningún precio que regatear —cuando lo tuvo delante, sus ojos se escaparon, revolotearon por la habitación como dos mariposas asustadas—. Fíjate si soy rica, que lo he regalado.

Él se dio cuenta de lo que iba a pasar y se advirtió a sí mismo que no se podía ser más gilipollas, pero sus brazos no lo tuvieron en cuenta al abrirse, su hombro acogió sin pensar la cabeza que buscó en él un refugio que nadie más podía ofrecerle, y sus labios encontraron un extraño consuelo al besarla.

—Ya está, cariño —aunque nada le resultó tan raro como descubrir que, a pesar de que no entendía por qué lloraba, en algún remoto lugar de su conciencia estaba hasta orgulloso de ella—. Ya está…

La situación para la que se había preparado no llegó a producirse, pero convivir a diario con el empalagoso arrullo de una pareja de enamorados no le habría resultado más duro que el simulacro de una normalidad que nunca volvería a ser auténtica. A partir de aquella noche, Eladia nunca dejó de pedirle que la acompañara a casa por la noche. Alfonso Garrido no volvió al tablao. Antonio lo hizo sólo tres noches después y bajo una especie distinta, un hombre taciturno, seco, en el que se había apagado la ironía, aquella chispa burlona que tanto le favorecía. Hasta que la recuperó, ni siquiera se acercó a Eladia, y después, la tensa hostilidad que siempre les había unido volvió a fluir, pero en sentido inverso. Ahora, él atacaba, ella se defendía. Entonces estalló otra guerra, la de verdad.

Hizo falta una guerra, tres años de combates encarnizados, para que la Palmera volviera a encontrarse su casa cerrada a cal y canto. Pero en la madrugada del 8 de marzo de 1939, Eladia se apresuró a atajar sus timbrazos abriendo la puerta con la cadena echada, y al comprobar que era él, y que venía solo, le franqueó el paso.

—Entra deprisa, corre…

Antonio estaba dentro y tampoco quiso darle explicaciones de lo que había ocurrido tres años antes. La Palmera seguía estando enamorado de él como nunca lo había estado de otro, pero en la desolación que le rodeaba, verles juntos le sentó bien, y cuando Eladia decidió mudarse a un edificio contiguo al tablao, para que Antonio tuviera una mínima libertad de movimientos, echó de menos por adelantado el continuo estrépito de los muelles del somier mientras le ponía una peluca, le maquillaba y le vestía de mujer para acompañarle a su casa nueva de madrugada.

En aquel momento, él creía, como todos, que el terror era provisional, que en unos pocos meses, antes o después, un insignificante cargo de la JSU podría volver a andar por la calle. Pero los meses fueron pasando y el terror, lejos de aflojar, fue creciendo en la misma medida en que descendían las temperaturas. La Palmera no era un hombre valiente, pero en Nochebuena, cuando hasta Antonio se atrevió a retomar el contacto con su familia, comprendió que ya no le quedaba margen para saldar sus propias cuentas.

—¡Palmera! —cuando le vio, no le reconoció, pero sacó fuerzas de alguna parte para sonreír—. ¿Qué haces tú aquí?

—He venido a verte, marqués.

Se lo habían contado y no lo había creído. Será un error, se dijo, le habrán confundido con otro, él es un Grande de España, su familia nunca lo consentiría, no puede ser. A Eladia también la habían detenido pero don Arsenio se había movido deprisa, había sacado a relucir sus fabulosos méritos de quintacolumnista, había argumentado que privarle de su estrella sería lo mismo que buscarle la ruina, y había conseguido sacarla, sana y salva, a los tres días. Lo consiguió porque la pistola que a ella le gustaba llevar en la cadera, aun siendo auténtica, era de atrezzo. Pero si Eladia nunca había disparado una bala, Hoyos ni siquiera había ido armado. Había escrito mucho, eso sí, artículos, panfletos, discursos, había montado una comuna en su casa, pero no le había hecho daño a nadie. En enero de 1940, sin embargo, seguía preso en la cárcel de Porlier, flaco como una espiga, decrépito como un anciano, los hombros hundidos y el cristal del monóculo rajado en diagonal.

—No te esfuerces, Palmera, porque no te oigo —le advirtió, después de pedirle silencio pegando las dos manos extendidas a la alambrada—. Me han quitado la trompetilla, estás muy lejos y aquí hay siempre mucho ruido.

—Pero… —su amigo gritó de todas formas, marcando cada palabra con los labios para dejarle leer en ellos—. ¿Y tu familia?

—No me han perdonado —sonrió con tristeza—. Yo a ellos tampoco, así que estamos en paz. Pero eso no importa. Lo importante es que tú no puedes volver aquí, ¿me oyes?

—Claro que puedo —y mientras protestaba, se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo te debo mucho, te lo debo todo, marqués…

—No —miró a su izquierda, luego a su derecha, para asegurarse de que el vigilante estaba lejos—. Tú eres mi hermano, mi semejante, ¿te acuerdas? A ti te conoce mucha gente y estás muy delicado, Paco. Si vienes mucho, puedes coger frío, así que hazme caso y prométeme que no vas a volver.

—No puedo.

—Sí puedes. Prométemelo, y si puedes mandarme algo alguna vez, dáselo a Manolita, la hermana del requesón, la conoces, ¿no? —la Palmera asintió para que Hoyos volviera a sonreír, con más ánimo que antes—. Viene casi todos los días a ver a su padre, y cuando puede, le da a los guardias un paquete para mí, un bocadillo, unas nueces… Pobrecita.

Francisco Román Carreño, alias la Palmera, nunca olvidaría que, en ese momento, el hombre más generoso que había conocido en su vida negó con la cabeza, como si no pudiera concebir tanto desprendimiento.