La señorita Conmigo No Contéis
En los buenos tiempos, las jovencitas se casan por amor. En los malos, muchas lo hacen por interés. Yo me casé con un preso en los peores, por dos multicopistas que nadie sabía poner en marcha. Tenía dieciocho años, y hasta que a mi hermano se le ocurrió complicarme la vida, ni siquiera sabía que existieran máquinas con ese nombre.
—¿Pero tú estás tonto, o qué? —le interrumpí a voz en grito—. ¡Sí, hombre, como si no tuviera yo ya bastantes…!
Problemas, iba a decir, pero Toñito se levantó de un salto para sujetarme la cabeza con una mano mientras me tapaba la boca con la otra.
—¡Que no chilles! —susurró, con tanta violencia como si pudiera triturar cada sílaba entre los dientes—. ¿Tienes una idea de la cantidad de policías que puede haber ahí abajo? —asentí con la cabeza, los ojos cerrados, y me fue soltando muy despacio—. Tú sí que estás tonta, Manolita.
Señor farolero que enciende el gas, dígame usted ole por caridad, por caridad… La voz de Jacinta, un pito agudo, ligeramente desafinado, cuya principal virtud consistía en dar a las bailaoras del conjunto la oportunidad de recogerse los volantes con una mano y enseñar las piernas mientras taconeaban como si tuvieran alguna cuenta pendiente con las tablas, resonó entre nosotros con tanta nitidez como si fuéramos invitados del comisario de Centro, que siempre contaba con una mesa reservada al borde de las candilejas, justo debajo del almacén de vestuario donde las chicas tenían escondido a mi hermano. Un instante después, se abrió la puerta y Dolores, la sastra, las tijeras columpiándose en la cadena que llevaba siempre colgada del cuello y un dedal de plata encajado en el dedo corazón, asomó la cabeza con las cejas levantadas, los labios tensos, una expresión de alarma que Toñito deshizo enseguida, moviendo al mismo tiempo la cabeza y las manos para indicar que no había peligro. Cuando se marchó, Jacinta repetía por última vez el estribillo, ¡ay, ole con ole, y olé, y olá!, pero ninguno de los dos movimos un músculo hasta que estallaron los aplausos.
—Escúchame —sólo entonces mi hermano, que se sabía el espectáculo de memoria, volvió a hablar—. Lo único que te pido es que me escuches.
La habitación, cuadrada, espaciosa en origen, estaba dividida por dos cortinas sucesivas de trajes de flamenca, una marea de flecos y volantes de todos los colores que colgaban de las barras de metal fijadas a las paredes. En la mitad más próxima a la puerta, donde Toñito me estaba esperando cuando llegué, sólo había una mesa y una silla, la oficina en la que Dolores llevaba la contabilidad de los trajes que iban y venían del tinte, las cremalleras que se estropeaban y los zapatos que necesitaban tapas o medias suelas. Mientras las chicas volvían a taconear para ir saliendo del escenario de perfil, una por una, mi hermano apartó con las dos manos los vestidos de la primera barra, luego de la segunda, para abrir un túnel entre los faralaes con movimientos veloces, tan precisos que cuando me encontré al otro lado de los trajes, la Palmera seguía acompañando con sus castañuelas a la última bailaora. Antes de que sus dedos descansaran, todas las perchas estaban en su sitio, Toñito sentado en una butaca y yo en un taburete, frente a él.
Al otro lado de aquella ondulante muralla de lunares de todos los colores, estaba la ventana por la que mi hermano entraba y salía a su antojo de lo que en origen no había sido otra cosa que la sala de pruebas del tablao, un escondite donde las flamencas podían desnudarse tranquilamente para probarse vestidos mientras Dolores las estudiaba con media docena de alfileres entre los dientes. Desde que terminó la guerra, aquella mitad de la habitación era, además, la sala de estar de Antonio Perales García, militante de la JSU que se desvaneció para el mundo el 7 de marzo de 1939, y del que yo sólo llegué a saber una cosa más antes de la Navidad del mismo año.
—Está bien.
Dos semanas después de que mi hermano mayor desapareciera, cuando nos levantábamos todas las mañanas con el presentimiento de que Franco iba a entrar en Madrid sólo para acostarnos, una noche más, con una incertidumbre peor que la derrota, no reconocí a la mujer que me esperaba en el portal. Ella se dio cuenta y se quitó el pañuelo, oscuro, discreto, tan insólito como el amplio abrigo de paño que la envolvía, antes de susurrarme esas dos palabras, está bien. Con eso debería haber bastado, pero al oír su voz me quedé tan pasmada que no fui capaz de relacionar lo que veían mis ojos con lo que acababan de escuchar mis oídos, hasta tal punto me paralizó el asombro que ni siquiera acerté a asentir con la cabeza.
—Tu hermano Antonio —puntualizó ella entonces, sin levantar la voz pero pronunciando muy bien cada sílaba, como si se estuviera dirigiendo a una niña retrasada—, que está muy bien. Está conmigo.
Luego volvió a ponerse el pañuelo y salió a la calle sin despedirse sobre unos zapatos planos que habrían bastado para camuflarla, porque hasta que la vi tan cerca del suelo, aquella mañana, jamás habría imaginado que apenas fuera más alta que yo.
Eso era lo primero que llamaba la atención en ella, su forma de caminar, porque se movía con tanta gracia como una bailarina descalza sin apoyar más que las plantas de los dedos, los empeines casi verticales por obra de unos tacones finísimos que la elevaban muy por encima de su reputación. Aquel prodigio de equilibrio parecía a punto de derribarla en cada paso, pero la mantenía erguida a costa de desplazar rítmicamente sus caderas, chin, chan, a un lado y al otro, para crear una ilusión de inestabilidad perturbadora que repercutía en todo su cuerpo, los pechos bamboleándose al compás que las piernas marcaban al avanzar, con tanta fuerza que un mínimo e instantáneo temblor sacudía al mismo tiempo su trasero. Antes de la guerra, cuando se vestía para dar espectáculo, pocos eran comparables al que aquella mujer ofrecía gratis cada tarde, camino del trabajo.
—Joder, Eladia… —y a las ocho y media en punto, siempre que estaba en casa, mi hermano bajaba corriendo al portal, para apoyarse en la fachada y disfrutar de cerca de los efectos de la cuesta arriba sobre aquel extraordinario fenómeno de reposo y movimiento—. ¡Pero qué buena estás, hija mía!
Carmelilla de Jerez, el nombre artístico con el que la anunciaban los carteles del tablao de la calle de la Victoria donde entraba a trabajar a las nueve, tenía el cuello largo y blanco, terso y esbelto como los brazos, las piernas que nunca dejaba de mover aunque se volviera a veces a increpar a su admirador con un desprecio que sólo servía para hacerle reír.
—No me mires tanto, Antoñito, no te vayas a marear —y cuando estaba de buen humor, le insultaba y todo—. Que no eres hombre tú ni para eso.
Pero no solía estar de buen humor, y pasaba de largo por nuestro portal, el número 19 de la calle Santa Isabel, sin mover un ápice aquel cuello de emperatriz que parecía hecho para cubrirlo de collares, vueltas y más vueltas de perlas y brillantes abrazándolo por completo hasta besar su barbilla, que en otra mujer sería demasiado puntiaguda pero en su rostro ambiguo, extrañamente mestizo, resaltaba mejor que ningún carmín la carnosidad de sus labios gruesos, aquella boca exótica, dibujada con un lápiz certero, imborrable, favorecida a su vez por los pómulos marcados, las quijadas largas y huesudas de su familia materna. Nadie, tampoco ella, seguramente ni siquiera su madre, conocía con certeza la identidad del hombre que la engendró, pero al mirarla era fácil sentir la tentación de absolverle, porque había compensado su deserción con dos ojos negros, enormes, más valiosos que sus apellidos, que en otra mujer estarían tal vez demasiado juntos, en ella no. El rostro de Eladia Torres Martínez se beneficiaba de la superposición de diversos errores, todos ellos admirables, como su nariz fea, grande, ligeramente aguileña y sin embargo perfecta, hasta hermosa en aquella cara desequilibrada que extraía una armonía sublime de sus imperfecciones, el contrapunto ideal del cuerpo de huesos largos y curvas pronunciadas que Toñito miraba, mientras se perdía entre el barullo de los puestos del mercado, con el orgullo de un propietario que exhibe a su yegua favorita.
—Esa está loca por mis huesos.
—¡Sí, hombre! —me burlaba yo—. Pa chasco, no hay más que verla…
Pero que aquella mujer le hubiera salvado la vida, no me habría sorprendido tanto. La que vino a buscarme en marzo de 1939, se llamaba igual y parecía la misma, pero ya no lo era. La guerra había hecho aflorar lo mejor, pero también lo peor de todos nosotros, hasta convertirnos en personas diferentes de las que habríamos seguido siendo en la paz.
En la primavera de 1936, yo no había cumplido aún catorce años, pero apenas reconocía en Toñito al muchacho que había sido una vez mi hermano mayor. Desde que ganaba su propio sueldo en el almacén de semillas que padre tenía en la calle Hortaleza, apenas venía por casa para encerrarse en el baño y salir hecho un pincel, a tiempo de ver pasar a Eladia. Después se iba por ahí, llegaba tan tarde que todas las mañanas se le pegaban las sábanas y se marchaba corriendo, sin pararse a desayunar. En teoría, era yo la que estaba creciendo, pero desde que nos instalamos en Madrid, él había crecido mucho más deprisa, por fuera y sobre todo por dentro, para atravesar de un salto, antes de plazo, la barrera que se interponía entre el jardín de los niños y la selva de los adultos. Y sin embargo, cuando ya lo daba por perdido, la guerra me lo devolvió.
No era sólo que volviera a pasar todas las tardes en casa. Era también su entusiasmo, esa energía juvenil y repentina que había pulverizado de un día para otro una lánguida indolencia de hombre guapo, la chulería risueña, extraña, que en los últimos meses enturbiaba sus ojos con un velo oscuro, cultivado en noches de excesos cuya naturaleza yo ni siquiera podía imaginar. Sus amigos del barrio, Julián el Lechero, el Puñales, el Orejas, el Manitas, venían de vez en cuando a preguntar por él y nunca le encontraban. ¡Qué tío!, solían decir, con un gesto que expresaba más admiración que envidia, cuando les decía que, una vez más, se había marchado sin decir adónde.
—Tu hijo me tiene ya hasta la raíz del pelo, mira lo que te digo… —nuestra madrastra, a cambio, apreciaba muy poco sus nuevas costumbres—. Y si es tan hombre para golfear, debería serlo también para darme su sueldo.
—¿Y por qué? —pero en este mundo no existía nada que a mi padre le gustara tanto como golfear, y por eso siempre se ponía de parte de aquel chico que cada día se le parecía un poco más por fuera, pero también por dentro—. Ya te doy yo el mío, ¿no? Déjale que la corra, María Pilar, que para eso es joven…
A partir de ahí, todo dependía del pie con el que mi madrastra se hubiera levantado aquella mañana. Porque todos sabíamos que él reservaba para sus gastos una parte de los beneficios del negocio. Y que si su mujer se atrevía a reprochárselo, era muy capaz de marcharse por la puerta para no volver a entrar en tres días. Y que Toñito le cubriría en el almacén de mil amores, los mismos con los que le absolvía él cuando llegaba a trabajar con resaca a mediodía. Por eso, María Pilar casi siempre acababa callándose, y yo pensando que nunca en la vida cometería el error de casarme con un hombre guapo.
Mi padre y mi hermano lo eran mucho, y de la misma manera. Altos, apuestos, robustos pero musculosos, ágiles y corpulentos como atletas, más atractivos que bonitos de cara, tenían los ojos grandes, dulces, el carácter en la nariz, en las mandíbulas, los labios finos. Se parecían tanto que, de lejos, hasta sus admiradoras les confundían, y tenían tanto éxito con las mujeres que algunas, como la hija de la portera, coqueteaban con los dos a la vez.
—Es un suponer, claro —me confesó un día que estaba fregando el descansillo y les vio salir juntos, bajar trotando por la escalera—, porque tu padre está casado, y es… Es tu padre, ¿no? Pero si estuviera viudo, por ejemplo, y yo tuviera que escoger entre los dos… Me resultaría difícil, no creas.
—¿Sí? —y me quedé mirando aquella cara de pánfila—. Pues yo creo que en tu caso sería bastante fácil, Luisi…
Me guardé para mí la segunda mitad de la frase, porque precisamente tú no tendrías nada que hacer con ninguno de los dos, pero ella la entendió lo suficiente como para devolvérmela.
—En fin, qué pena, ¿no? Que tú no hayas salido parecida…
Le cerré la puerta en las narices por no darle la razón, pero no pude evitar que lo hiciera el espejo del recibidor. Yo me parecía a mi madre, porque había heredado la forma de su cara, una torta un poco más redonda de lo que me habría gustado, los mofletes carnosos y los ojos oscuros, pequeños como botones, aunque nada me gustaba menos que mi pelo. Lo peor era que ni siquiera sabía de dónde había salido aquella ingobernable maraña de rizos diminutos, tan espantados como si una corriente eléctrica los achicharrara sin pausa, de la mañana a la noche. Cada semana, me gastaba la paga entera en cintas, en peinetas, en horquillas, y nunca sabía qué hacer con ellas, con ese pelo africano que se burlaba de mí, un misterio comparable a las piernas cortas, las manos de muñeca, el menudo tronco que me condenaba a parecer una niña perpetua en una familia de altos, los hombres recios como árboles, las mujeres esbeltas como juncos. Yo había salido a mi madre, pero no del todo, porque lejos de heredar un cuerpo, había heredado su miniatura, una réplica de proporciones fieles a la que, sin embargo, le faltaba casi un palmo para alcanzar las dimensiones del original. Con nueve años, cuatro menos que yo, a mi hermana Isabel le faltaban dos dedos para alcanzarme.
Quizás por eso el regreso de Toñito me sentó tan bien. Mientras él volviera a comportarse como un hermano mayor, yo ocuparía un lugar a su derecha, conformándome con reflejar la autoridad que su huida me había forzado a ejercer antes de tiempo. Pero, además, daba gusto verle. Nunca me había parecido tan guapo como entonces, cuando se ponía lo primero que encontraba en el armario y se peinaba con las manos, ni rastro de colonia, antes de sentarse en la mesa de la cocina, las mejillas arreboladas, el gesto firme, los ojos ardiendo en una luz semejante a las llamas de la fiebre, para escribir en unos papelitos sueltos que iba regando luego por toda la casa. Nunca le había visto sonreír tan seguido como en aquellas tardes de verano de 1936, cuando el timbre de la puerta celebraba la caída del sol con un estruendo interminable de ruidos y de abrazos, el Manitas, el Orejas, el Puñales y otros muchos, chicos y chicas a los que a veces conocía de vista, otras ni eso.
—Si queréis —por aquel entonces, hasta la Luisi aparecía vestida de domingo, con un pañuelo rojo alrededor del cuello, un cuaderno, un lápiz, y unas ilusiones tan inflamadas como el tono de un colorete digno de un apache en pie de guerra—, yo hago de secretaria, ¿eh? ¿Qué te parece, Antonio?
—Muy bien, camarada —él la miraba a los ojos y sonreía con ellos, con los labios a la vez—, muchas gracias…
La Luisi no era la única que confundía el fervor revolucionario de mi hermano con un fantasmagórico indicio de favor, una inclinación que Toñito no sentía hacia ninguna de las muchachas que abarrotaban la salita mientras yo, que sabía cuál era la única que le gustaba, vigilaba la calle desde el balcón, para dar el agua en el instante en que viera a nuestra madrastra bajando por la acera desde la glorieta de Antón Martín.
A finales de julio, María Pilar se había dado por despedida de la casa en la que había trabajado como cocinera durante los últimos cinco años. Su patrón, un aristócrata que no habría necesitado casarse con una sobrina de Romanones para ser un gran señor, le había pagado tres meses por adelantado antes de marcharse a pasar las vacaciones en su residencia de Cestona. Cuando ya estaba claro que no iba a volver, María Pilar aceptó un nuevo empleo en las cocinas del hotel Gran Vía, cuya situación estratégica, frente a la Telefónica y a dos pasos de la Puerta del Sol, había convertido su restaurante en uno de los más frecuentados de la ciudad. Por eso, porque a menudo los corresponsales y diplomáticos extranjeros aparecían por allí con la intención de cenar, mientras los españoles estaban apurando todavía la enésima copa destinada a digerir mejor la comida, era imposible prever la hora de su regreso.
—¡Ah, no! —cuando Toñito intentó convencerme de que me uniera a ellos, me negué en redondo—. Conmigo no contéis.
Y todo lo que acepté fue la modesta misión de espionaje que les permitía disolverse antes de que la dueña de la casa entrara por la puerta. Luego, mientras salían disparados por la escalera, me tocaba a mí vaciar los ceniceros, retirar los vasos, pasar una bayeta por el cristal de la mesa camilla y mullir los cojines a toda prisa, nunca tanta como para convencer a María Pilar de que allí no había pasado nada.
—¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? —entonces, de propina, también me tocaba la bronca correspondiente—. ¡No quiero política en mi casa! El que quiera hacer política, que se vaya a la calle. ¡A la calle, que es la casa de los muertos de hambre!
Para ella, que llevaba toda la vida sirviendo a grandes señores, la proclamación de la República había aparejado una catástrofe parangonable al fin del mundo. La representación cotidiana de aquella gran señora que se recogía la falda para no ensuciarse con el polvo de sus vecinos, los desheredados, mientras subía por la escalera, fue dejando de tener sentido en la misma medida en la que Toñito se iba convenciendo de que el impulso liberador de las masas españolas encerraba, en la senda de la gloriosa revolución soviética, la semilla de la emancipación, el bienestar y el futuro de la Humanidad. Ella, que no se resignaba a la deserción de sus admiradoras, unas pobres muchachas dispuestas a lo que fuera con tal de llegar a ser algún día tan elegantes como la señora María Pilar, entre otras cosas porque no sabían que iba vestida con los modelos que su patrona desechaba diez o quince años después de que hubieran sido el último grito, lo explicaba de otra manera.
—Así no se puede vivir —porque ninguna se acercaba ya a pedirle que le enseñara esa fotografía donde la señora duquesa recibía en su palacio a Victoria Eugenia, con una reverencia que revelaba en segundo plano a su cocinera, cara de circunstancias y un delantal tan tieso que se tenía solo de puro almidonado—. Esta gentuza, tan crecida, que tutea a todo el mundo y no respeta nada… No sé adónde vamos a ir a parar, con tanta ordinariez.
A veces pensaba que, si ingresaba en la JSU, como quería Toñito, yo también podría salir corriendo por la escalera, dejando el cuarto de estar hecho una pocilga que mi madrastra tendría que limpiar y ordenar en persona, antes de echarle la bronca al canario. Pero estaba demasiado cansada como para cargar encima con una de esas secretarías que mi hermano y sus amigos se repartían alegremente, como si se repartieran algo, pensaba yo, como si de verdad creyeran que las decisiones que tomaban en aquellas reuniones iban a influir en el destino de todos nosotros.
Yo quería mucho a Toñito y sus camaradas no me caían mal. No me los tomaba en serio pero sabía que eran buenos chicos, con buenas intenciones, y aunque me limitaba a decir para mí misma que me hacía gracia, la verdad era que el Orejas me gustaba, porque físicamente no valía mucho, pero se las sabía todas, todos los chistes, todas las galanterías, un arsenal de chascarrillos que habrían bastado para engatusar a una piedra.
—Vaya usted con Dios, señora —decía siempre que María Pilar y yo nos lo cruzábamos por la calle—, y la niña, conmigo.
Mi madrastra recibía con una sonrisa aquellos piropos airosos, tan castizos como impregnados de la delicadeza del ingenio, pero yo no estaba acostumbrada a que los chicos se fijaran en mí. Y aunque sabía que el Orejas repartía sus gracias entre todas las muchachas del barrio, de vez en cuando cedía a la tentación de hacerme unas ilusiones que se nutrían de su desconcertante inconstancia. Los otros amigos de Toñito siempre me trataban igual, con la misma familiar indiferencia que derramaban sobre mis hermanas, pero él, que casi siempre pasaba por mi lado como si no me viera, algunos días presumía de saber mirarme de otra manera.
—Ayer te vi salir del metro y no te reconocí, Manolita. Te confieso que te seguí por la calle hasta que te vi entrar en el portal. Estás hecha una mujer, parece mentira…
Yo desconfiaba de la sinceridad de aquellas confesiones, pero eso no impedía que me pusiera colorada al escucharle, ni que él sonriera a mi sonrojo, como si estuviera satisfecho de su dominio sobre el color de mis mejillas. Quizás por eso puso tanto o más empeño que Toñito en reclutarme, y a punto estuvo de conseguirlo.
—Anda que el Roberto, también, menudo sinvergüenza…
Hasta que una tarde me encontré con Luisi consolando a su prima en la escalera, porque Leonor acababa de enterarse de que el Orejas había incorporado al grupo a María, la hijastra de la portera del 15, alardeando ante sus amigos de que unos días antes la había seguido por la calle para mirarle las piernas. Hay que ver, les dijo, se ha convertido en un pedazo de mujer sin que nos hayamos dado cuenta…
—Lo mismo, lo mismito que le decía a Leo —me explicó Luisi en un aparte—. Ella estaba extrañada de que, después de cortejarla tanto, ya no la hiciera ni caso, y resulta que hace lo mismo con todas.
Entonces, aunque eso no significaba que hubiera dejado de gustarme, decidí que no me pondría colorada nunca más, y su chispa acabó volviéndose en mi contra. Porque fue él quien me puso aquel mote tan gracioso, que hasta yo habría celebrado entre carcajadas si no me hubiera sentado tan mal.
—Pero mirad quién está aquí… —proclamó una tarde al descubrirme en mi atalaya del balcón—. ¡La señorita Conmigo No Contéis!
Claro que, por mucho y muy alto que gritara ¡muerte al fascismo!, el Orejas no tenía que levantarse a las seis de la mañana para poner el cocido en el fuego, ni despertar a Isabel para dejarla encargada de los pequeños, ni abrir el almacén de la calle Hortaleza a las ocho en punto, ni cerrarlo a la una y media para volver a casa corriendo a recoger tres tarteras, ni llevarle una a su padre y otra a su hermano a sus respectivos cuarteles para liquidar la suya de pie, en la trastienda, tres minutos antes de abrir otra vez, ni llegar a su casa a media tarde para encontrárselo fumando con sus amigos en el cuarto de estar. El Orejas no había tenido que abandonar a los catorce años un trabajo que le gustaba para hacerse cargo él solo de los trabajos de los demás. Todo eso le había pasado a la tonta de Manolita, al Orejas no.
En mi casa, la guerra le había sentado estupendamente a todo el mundo menos a mí. Los hombres se habían librado del frente, porque corrieron tanto para ofrecerse voluntarios que a uno lo rechazaron por demasiado mayor, y al otro por todo lo contrario. Pero, a los treinta y siete años, mi padre era lo suficientemente joven como para cubrir una de las bajas que los combatientes habían causado en la Guardia de Asalto, y a los dieciocho, mi hermano lo bastante maduro como para trabajar en las oficinas de Capitanía. El resultado fue que una semana después del golpe de Estado, los dos tenían ya un destino mucho más entretenido que pasarse las horas muertas despachando alpiste.
María Pilar, por su parte, dejó de quejarse mucho antes de lo que ella misma se habría atrevido a sospechar. Perdido su prestigio de experta en joyas, a la que todas las mujeres del barrio le llevaban las que tenían para que dictaminara si eran regulares —porque aquí, hija mía, solía desanimarlas antes de coger la lupa, buena, lo que se dice buena, ya puedes estar segura de que no hay ninguna— o simples baratijas, y arruinada la reputación de maestra de protocolo que la había consagrado como consejera de bodas y bautizos entre los tenderos prósperos de Antón Martín, la desaparición de la Corte impulsó su vida por la pendiente de una vulgaridad insufrible hasta que a finales de noviembre de 1936, al tocar fondo, rebotó.
Ella conocía tan bien a sus señores que nunca dudó de que entrarían en Madrid en el instante en que se les antojara y punto final. Su derrota la dejó con la boca abierta, una perplejidad que la transformó en una mujer desconocida, suave como la seda, tan absorta en sus pensamientos que, en lugar de dar órdenes, contestaba a las preguntas con monosílabos. Tal vez por eso, ninguno de nosotros llegó a escuchar el frenético rumor de la máquina de calcular que sumaba y restaba cifras en la trastienda de su cerebro.
Cuando ya nadie dudaba de que la guerra sería larga, María Pilar descubrió, gracias a su trabajo en el hotel Gran Vía, que había nacido una nueva aristocracia, periodistas extranjeros, escritores célebres, diplomáticos refinadísimos, consejeros militares, españolas inauditas que sabían fumar y enroscarse alrededor de los hombres poderosos como si fueran francesas, misteriosas tertulias en las que se decidía el curso de la guerra o, en pocas palabras, el selecto cogollito de unos pocos que sabían lo que había que saber, un medio en el que ella nadaba igual que un pez en el agua. A partir de entonces, hizo nuevas amistades, emprendió nuevos negocios y prosperó como nunca antes. Así, en el invierno de 1937, recobrado e intacto su carácter, expulsó sin contemplaciones a los camaradas de Toñito de una sede destinada a albergar muy pronto a los miembros de una extraña sociedad.
—Buenas tardes, hijita… —al encontrarme en el umbral a aquel individuo estrafalario, la cabeza cubierta por una chistera vieja y pelada, roída por los bordes, y una levita negra del siglo pasado, creí que era un actor que se había escapado de un teatro—. ¿Tendrías la bondad de avisar a la señora de la casa de que el mayordomo del marqués de Hoyos espera el placer de verla?
—¿Qué? —pregunté a mi vez, tan atónita que habría apostado cualquier cosa a que no me cabía ni un gramo más de asombro en el cuerpo, y habría perdido.
—¡Don Eusebio! —porque en ese momento, una María Pilar por la que no había pasado la última década, a juzgar por la túnica de seda amarilla, bordada con hileras de lentejuelas y cuentas de cristal, que hacía juego con el turbante que llevaba en la cabeza, tendió las manos hacia el recién llegado como si pretendiera sacarle a bailar un charlestón—. Placer el mío, y extraordinario, no lo dude, al recibirle en esta casa que, desde ahora mismo, es la suya.
—Mil gracias, querida amiga, por este honor que no merezco, pero dígame… —y mientras le veía besar los dorsos de aquellas manos con unción, comprendí que al principio no iba tan desencaminada, porque aquel diálogo hueco y pomposo, artificial, sólo podía pertenecer a una función, seguramente cómica—. ¿Soy el primero, quizás?
—No, doña Milagros nos está esperando —aunque no logré identificar su título, ni su autor—. Por aquí, por favor, sígame…
Milagros había sido el ama de llaves de uno de los consejeros del Banco de Vizcaya, pero supo arrugar la nariz y extender la mano para que Eusebio la rozara con sus labios, como si sus antiguos amos provinieran de la nobleza más rancia. Y todavía llegaron más, Epifanio, antiguo ayuda de cámara del aristocrático general Weyler; María Teresa, primera doncella de la duquesa de Alba; Mateo, mayordomo en casa de la hija menor de los duques del Infantado, y Antonia, ama de llaves de los Ruiz Maldonado, una opulenta familia de banqueros de Santander, todos ellos empingorotados con las mejores galas de sus buenos tiempos, como si las ropas, los guantes, los exquisitos modales que los adornaban igual que un aderezo de joyas buenas, de esas que nunca se habían visto en nuestro barrio, pudieran aislarles del signo de una época hostil a través de las reglas de un juego clandestino, inocente en apariencia.
—Usted primero…
—No, por favor…
—Permítame…
—De ningún modo…
—Mil gracias…
—A usted…
—No pueden imaginar hasta qué punto les he echado de menos —después de agotar un catálogo completo de melindres y reverencias, lograron por fin acomodarse y María Pilar tomó la palabra—. Por eso, antes de empezar, quiero agradecerles que hayan aceptado mi invitación.
—Gracias a usted, doña María Pilar, por su generosa hospitalidad, sólo equiparable con su talento —pero fue Epifanio quien se irguió en el respaldo de la silla, mojó un plumín en el tintero, y se dirigió a sus socios con una autoridad arraigada en su pasado militar—. Muy bien, damas, caballeros, creo que lo más urgente es elaborar un orden del día. En mi opinión, deberíamos tratar en primer lugar de la cuestión de las afiliaciones…
En ese momento, María Pilar se levantó y cerró la puerta sin advertir que yo estaba detrás. Creí que no oiría nada más, pero al rato, el tintineo de una campanilla se impuso al discreto rumor de la conversación. Cualquier otro día, no me habría dado por enterada. Yo no era la criada de María Pilar, ni siquiera su hija. No tendría por qué haber acudido a su llamada, pero mi curiosidad pudo más.
—Respecto a las incautaciones… —cuando abrí la puerta, Epifanio seguía dirigiendo la reunión, tan tieso como si se hubiera tragado una escoba—. ¿Tenemos novedades, doña Antonia?
—Perdón —interrumpí con suavidad—, me ha parecido que llamabas, María Pilar.
—Sí, Manolita, es que estaba pensando… ¿Qué podemos ofrecerle a estos señores? ¿Una copita de anís, quizás? —y sin quizás, pensé yo para mí, porque aparte de la botella que ella se había agenciado aquel día en el hotel, sólo teníamos un poco de vino de guisar—. ¿Quién se anima?
Todos lo hicieron de tan buena gana como si supieran lo mismo que yo. María Pilar me dio la llave del aparador con una sonrisa, y después de entregarle la botella, abrí la vitrina para sacar, una por una, las copas pequeñas, talladas en cristal de colores, que mimaba más que a sus hijos. Mientras les iba quitando el polvo con una servilleta y mucha parsimonia, me dio tiempo a escuchar la respuesta de Antonia y algunas intervenciones más.
—Pues sí, lamentablemente tengo novedades, don Epifanio, pero no son buenas. Con mi casa no podemos contar.
—¿Se ha despedido su nieta, acaso? —se interesó Mateo.
—¡Quia! Mucho peor… —me volví sin hacer ruido y vi que todos la miraban con la misma expectación—. La señorita Inés, la pequeña… Que se ha hecho revolucionaria.
—¡Qué me dice! —Epifanio abrió mucho los ojos.
—Lo que oye —confirmó Antonia con tristeza—. Mi nieta y ella se tutean, y hasta se llaman camaradas la una a la otra, así que…
—¡Igual que mi señor! —gimió Eusebio—. Yo, la verdad, no sé adónde vamos a ir a parar.
—Es que ya nadie respeta nada —asintió María Pilar, mientras abría la botella y empezaba a servir las copas—. Desde luego, no hay quien viva en este Madrid.
—Bueno, bueno, que no cunda el pánico —Epifanio levantó las manos en el aire para pedir calma—. Las excepciones confirman la regla. La inmensa mayoría de los grandes señores ha sabido seguir estando en su sitio.
—Que, para fortuna nuestra, está a muchos kilómetros de aquí —apuntó Mateo con una cauta sonrisa.
—Tiene usted mucha razón, señor mío —Antonia asintió con la cabeza mientras una lucecita de picardía se abría paso desde el fondo de sus ojos de ratona—. Porque, dentro de lo malo, parece que mi Virtudes y su señorita han montado una oficina del Socorro Rojo, así que, por el lado de las afiliaciones…
—¡Gran noticia, mi querida amiga! —Epifanio se animó enseguida—. Esto puede resultar más importante de lo que parece, ya lo creo que sí…
—Muchas gracias, Manolita —justo entonces, cuando parecía que por fin iba a enterarme de algo, María Pilar se dio cuenta de que yo seguía de pie, al lado de la mesa—. Ya puedes retirarte.
El primer día de abril de 1937, mi madrastra apareció en casa a media mañana con un brazalete impreso con las siglas del Socorro Rojo Internacional, en la manga derecha de una blusa oscura de tela vulgar que ni siquiera pegaba con el azul mahón de los primeros pantalones que se ponía en su vida. Yo no la vi, porque estaba en el almacén, pero Isa me contó que se había despedido del hotel por su propia voluntad.
—Ya verás cuando se entere padre, la que se va a liar…
Pero me equivoqué, porque en aquella cena no hubo una voz más alta que otra, y a partir del día siguiente, mientras nuestra dieta mejoraba en la misma medida en la que empeoraba la de nuestros vecinos, María Pilar empezó a comprar silencio a espaldas de su marido, repartiendo dinero sin ton ni son, cantidades pequeñas, pero constantes, que iban siempre acompañadas de la misma advertencia, no lo enseñéis, no presumáis, no le digáis a nadie que os lo he dado yo o no volveréis a ver un céntimo. Luego, un buen día él se fue por ahí, estuvo dos noches sin aparecer, y todo volvió a las andadas por una senda trillada, familiar, sin relación alguna con las flamantes actividades de su mujer, ni con aquellas misteriosas reuniones en las que nunca volvió a sonar la campanilla al otro lado de una puerta que, a partir de la segunda sesión, siempre estuvo cerrada.
Yo estaba segura de que la repentina opulencia de María Pilar se fundaba en el misterio de aquel pestillo, porque sus socios habían experimentado la misma incomprensible metamorfosis que había convertido a aquel sucedáneo de gran señora en una miliciana de pega. Los personajes que unas semanas antes parecían actores disfrazados para representar una comedia pasada de moda, actuaban ahora como si se hubieran encasquillado en sus anacrónicos diálogos, mil gracias, querido amigo, por aquí, por favor, permítame, pese a la proletarización radical de su aspecto y su vestuario. Vestidos con monos, sin sombreros, sin guantes, sin chalinas, los hombres mal afeitados, las mujeres sin maquillar, se habían convertido en autores, más que protagonistas, de una obra diferente, un género oscuro, ambiguo, cuyas representaciones se escondían de las miradas de cualquier espectador. Y sin embargo, sus precauciones no impidieron que yo me enterara del argumento por un camino que jamás habrían podido prever.
—¿Manolita?
—Para servirle.
—Háblame en la trompetilla, por favor, y grita, si no te importa, porque soy sordo.
Mayo acababa de empezar y había traído consigo un día radiante, tan propicio a los paseos que apenas había tenido tiempo de aburrirme. Aparte de los consabidos cartuchos de alpiste, producto estrella del negocio en toda estación del año mientras hubo pájaros en las casas de Madrid, el almacén se había llenado de resistentes animosos, dispuestos a aprovechar la primavera para plantar vegetales comestibles en cualquier palmo de tierra a su alcance, patios traseros, parterres municipales, jardineras y hasta macetas. Aunque muchos se desanimaban después de escuchar las instrucciones que Toñito me había dejado apuntadas en una libreta al desertar del mostrador, otros se habían llevado semillas de tomate, de patata, de pepino, de lechuga o de melón, con la convicción de que comerían sus frutos antes de que terminara el verano. Pero aquella mañana aún me traería una novedad más asombrosa.
Cuando faltaba poco para cerrar, un Mercedes negro, enorme, se paró delante de la tienda. En mi vida había visto pocos coches tan imponentes, pero aquel no me impresionó, porque la inexperta mano que había marcado sus puertas con las siglas de la CNT no había sido capaz de evitar que unos hilillos de pintura blanca chorrearan hasta el suelo como lágrimas sucias, desoladas por su torpeza. Sin embargo, el hombre que separó las dos primeras mayúsculas de la tercera al bajar a la calle, no se correspondía con el tipo de personas que solían moverse por Madrid en un coche como aquel.
Lo primero que pensé al verle fue que parecía un socio de mi madrastra. Unos cincuenta años, alto, corpulento, casi completamente calvo y muy tieso, vestía una extraña prenda que no dejaba de ser un mono azul pero estaba confeccionada con una tela lujosa, tornasolada, crujiente, a ambos lados de un cinturón de cuero que traicionaba cierta flacidez, la blandura de unas carnes que en tiempos mejores habían sido más abundantes. Pero no era sólo la ropa. Todo en él, su porte, su manera de andar, de mirar a su alrededor con la barbilla alzada, parecía tan incompatible con la insignia de la FAI prendida en su pecho como esta con el monóculo de oro que llevaba encajado en el ojo derecho. Y sin embargo, antes de que me dirigiera la palabra, reconocí que le había juzgado mal. A pesar de su aspecto, aquella radical confusión de gestos aristocráticos y voluntad revolucionaria, el recién llegado nunca habría podido encerrarse con María Pilar en el cuarto de estar de mi casa porque, aun sin conocer la naturaleza de sus asuntos, estaba segura de que ella y sus amigos no eran otra cosa que un fraude. Aquel desconocido, a cambio, era dos veces auténtico. Primero como señor. Y después, como anarquista.
—Que sí —grité en dirección a la trompetilla que se había encajado en el oído izquierdo—, que soy Manolita…
—Encantado —y me tendió la mano libre, el dorso liso y uniforme, inmaculado, de quien nunca había tenido que usarla para ganarse la vida—. Me llamo Antonio de Hoyos y Vinent… —se quedó pensando si debería añadir algo más, y al final, se decidió a hacerlo—. Soy hijo del marqués de Hoyos.
—¡Ah, sí! —cuando escuché ese título, comencé a atar cabos—. Conozco a Eusebio, su mayordomo.
—El que en otro tiempo fue mi mayordomo —precisó él, con una sonrisa enigmática, apenas esbozada—. Ahora se dedica a otras cosas. Igual que la mujer de tu padre, ¿no? —me limité a insinuar un movimiento, porque sabía demasiado poco como para asentir con la cabeza—. ¡Qué hombre más guapo, tu padre!, ¿verdad?
—Pues… —ese comentario logró desconcertarme más que su coche, que sus insignias, que su monóculo—. ¿Le conoce?
—De vista, solamente —su sonrisa se ensanchó—. Conozco más a tu hermano Antonio, igual de guapo, por otra parte… Verás, yo soy muy amigo de Paco Román —fruncí el ceño, pero no me dio tiempo a confesarle que no sabía de quién me estaba hablando—. La Palmera, ya sabes…
Dejó la trompetilla encima del mostrador, levantó los dos brazos en el aire y, recuperando la expresión seria, casi adusta, con la que había entrado en el almacén, empezó a mover los dedos como si estuviera tocando unas castañuelas, para componer una estampa tan graciosa que logró hacerme reír a carcajadas.
Antes de que la guerra me convirtiera en comerciante a la fuerza, no había ningún lugar en Madrid que me gustara tanto como el Almacén de Semillas Antonio Perales, Casa Acreditada, Productos Nacionales y de Importación. Entonces, mientras me sentía una niña de campo, trasplantada con poca tierra desde Villaverde a la capital, aquella tienda sombría, perfumada por la cera que hacía relucir los mostradores, me parecía un puente, una isla, un jardín pequeño, hecho a mi medida. En el otoño de 1930, cuando llegué a la ciudad, tenía ocho años y los pedazos del único mundo que había conocido sobre los hombros. Tres meses después de la muerte de mi madre, no entendía ni su ausencia ni la sucesión de acontecimientos que había precipitado la segunda, fulminante boda de su viudo, su decisión de venderlo todo, nuestra casa, la huerta, las tierras del soto, para instalarnos en un hogar ajeno, aquel cuarto piso de la calle Santa Isabel con tres balcones que se volcaban sobre un ensordecedor frenesí de ruidos y de gritos, mis pies hollando a todas horas un suelo artificial de baldosas y adoquines, la vida lejos del campo. Ya te acostumbrarás, me decían padre, y María Pilar, y Toñito, que, a los quince días de llegar, era el amo de Madrid, pero el paso de las estaciones, lejos de disminuir mi extrañeza, la fue acrecentando con nuevas y desconcertantes novedades, el colegio Acevedo, el mote con el que me bautizaron mis compañeros sin ceder siquiera a la curiosidad de preguntarme cómo me llamaba, el embarazo de mi madrastra. En enero de 1932, cuando nació mi hermana Pilarín, el único consuelo que me había deparado el tiempo consistía en que había dejado de ser «¡eh, tú, paleta!», para convertirme en «Manolita la paleta».
Mientras sentía que nunca lograría pertenecer a aquella ciudad, que sus baldosas y adoquines no me pertenecerían jamás, aquel local grande, oscuro como una cueva pese a los escaparates que se abrían sobre la acera, era el único lugar que comprendía completamente. Los grandes armarios de madera barnizada que recubrían los muros estaban repletos de cajones, cada uno con su correspondiente etiqueta, malva, clavel, hierbabuena, boldo, albahaca… Aquellas palabras cálidas, familiares más allá de la esmerada caligrafía con la que Toñito las había anotado en unas etiquetas de color crema, componían un universo sencillo, conocido, habitable por y para mí. Yo había ido tantas tardes con madre a la huerta, la había visto plantar tantas pipas de melón y de sandía secadas al sol, había asistido de su mano, tantas veces, al milagro de los tallos verdes que rompían con su fragilidad la corteza de los surcos, que las diminutas briznas que dormían en la oscuridad de aquellos cajones me parecían una promesa de la tierra, tiernos cómplices de mi amorosa nostalgia de niña de pueblo. Por eso, y porque despachar con la pala de madera que se usaba para llenar los cartuchos de papel y aquellas pesas de todos los tamaños era como jugar a las tiendas con cosas de verdad, yo pasaba en el almacén todo el tiempo que podía.
En mis primeros años madrileños, mientras aún iba al colegio, ese plazo se reducía a los sábados por la tarde y poco más, pero en 1934, María Pilar se quedó embarazada de nuevo y, como si la perspectiva de un nuevo hermano menor me convirtiera en una adulta instantánea, el escenario de mis tareas cambió de un día para otro. A los doce años me aprendí el plano del metro de memoria, y empecé a ir al almacén todos los días, a llevarle la comida a mi padre y a mi hermano. De vez en cuando, iba también por las tardes, a ayudarles a cerrar, pero eso me gustaba menos, porque él solía estar allí.
Mientras bajaba las escaleras de la estación de Antón Martín, iba ya rezando para no encontrármelo. Aquel individuo torvo y delgadísimo sólo habría necesitado un trabuco para parecer un bandolero andaluz, de esos que se veían en los carteles de las zarzuelas, si no fuera porque siempre llevaba un ridículo caracol de pelo negro retorcido sobre la frente y una camisa que parecía una blusa de mujer, roja con lunares blancos, blanca con lunares verdes, azul turquesa con lunares de todos los colores. Su estampa ambigua, incomprensible, me daba tanto miedo que cuando le veía apostado en la fachada del almacén, rodeaba la manzana para no pasar a su lado, y empujaba la puerta de la tienda con los ojos apretados.
—¿Quién, la Palmera? —Toñito se echó a reír cuando se lo conté—. ¡Si es un alma de Dios! Un mariconazo, eso sí, pero por lo demás… No le haría daño a una mosca.
A mí no me lo parecía, y a veces tenía la sensación de que me asustaba aposta para divertirse, aunque no hiciera nada más que mirarme con sus ojos oscuros, subrayados con dos gruesos trazos de lápiz negro, demasiado gruesos, demasiado negros hasta para una mujer decente. Después se llevaba un dedo al ala de su sombrero cordobés y me daba cuenta de que me estaba saludando, pero ni siquiera intentaba corresponderle porque temía que mi voz se ahogara antes de brotar de mi garganta. Algunas noches soñaba que me raptaba para matarme, y me despertaba sudando, el corazón latiendo con tanta fuerza como si quisiera romperme el pecho.
Nunca supe de dónde había salido aquel hombre que esperaba a mi hermano cada tarde con la misma constancia que él derrochaba poco después, al acudir a su cita cotidiana con el desdén de Eladia. Me llevó algún tiempo descubrir que, si alguna vez lograba raptar a alguien de mi familia, no iba a ser a mí, ni mucho menos para matar a su víctima, y que su relación con Toñito se limitaba a acompañarle a casa andando, con buen tiempo, o en metro, si la tarde era demasiado fría o calurosa. A veces, si llovía mucho, hasta paraba un taxi para que mi hermano no se mojara, a pesar de que él nunca correspondía a la generosidad de su cortejo.
—¿Qué te tengo dicho, Palmera? —le escuché alguna vez, cuando su admirador se arrimaba demasiado—. Se mira, pero no se toca.
No le habían puesto ese mote porque su silueta famélica, rematada por las temblorosas borlas de su sombrero, le asemejara a una palmera datilera, como había creído yo al principio, sino porque trabajaba dando palmas en un cuadro flamenco, en el mismo tablao donde bailaba Eladia. Eso explicaba su aspecto, el maquillaje y el traje corto que yo no había sabido asociar con un escenario. Explicaba también que se supiera de memoria las coplas con las que solía replicar a los desplantes de mi hermano.
—Serranillo, serranillo, no me mates, gitanillo… —tenía una voz muy fea, ronca y desafinada, pero la compensaba con exagerados gestos de desolación—. ¡Qué mala entraña tienes pa mí! ¿Cómo pué ser así? —hasta que era Toñito el que le cogía del brazo a él.
—Anda, vámonos antes de que empiece a tronar.
Yo no sabía de dónde había salido la Palmera, pero sospechaba que tenía algo que ver con la vida oscura de mi hermano, aquellas noches largas, peligrosas, de las que volvía con los párpados inflamados, un velo rojizo en los ojos, los labios curvados en una sonrisa interior que apenas traicionaba hacia fuera un goce íntimo, secreto.
—Llevas el vicio pintado en la cara, Antoñito —le censuraba nuestra madrastra, cuando su marido no podía oírla—. ¡Hay que ver! Tan joven y tan perdido, ya…
—¿Me vas a dar tú lecciones, María Pilar? —mi hermano, a veces, contestaba—. ¿Quieres que comparemos tus vicios con los míos?
Nuestra madrastra se quitaba de en medio a toda prisa, para que Toñito no dijera en voz alta lo que me había susurrado a mí la noche en que velamos a nuestra madre, los dos sentados en aquellas sillas que alguien había dispuesto entre la mesilla de la difunta y una cómoda de madera oscura que seguía oliendo a ella, y a tomillo, aunque los cajones estuvieran cerrados. En algún momento de aquella noche eterna, larga y plomiza como un año entero de mañanas lluviosas, mientras madre estaba aún sobre su cama, amortajada con su vestido de novia, tan consumida que a los treinta años parecía una anciana y al mismo tiempo una niña raquítica, padre entró en la habitación acompañando a una mujer a quien yo no había visto nunca.
—Dale un beso a tu tía María Pilar, Manolita —y vino derecho hacia mí, como si no se atreviera a mirar a mi hermano—. Es prima de tu madre.
—Una puta, es lo que es —murmuró Toñito, cuando les vimos salir juntos de la habitación, y me explicó que cuando madre se puso mala, padre ya estaba liado con María Pilar.
Ese secreto actuaba como un escudo que le hacía invulnerable a críticas y castigos, garantizándole una libertad que tampoco llamaba la atención de nadie, porque no dejaba de ser propia de un primogénito varón. Toñito sabía gestionar su culpa como un tesoro, manejarla como un sable afilado a favor de sí mismo y siempre contra María Pilar, aunque nuestro padre fuera más culpable que ella. Pero la guerra, que se lo llevó todo por delante, arrasó también su vida para instaurar un nuevo equilibrio. El marxismo acortó sus noches, alargó sus días, le convirtió en un trabajador concienzudo, más responsable y tenaz de lo que nunca había sido, y le devolvió a su verdadera edad, una juventud íntimamente vinculada con el fervor revolucionario. A pesar de todo, y de que dedicaba la mayor parte de su tiempo a conspirar con sus amigos del barrio, la Palmera no desapareció de su vida.
—¡Ay, requesón, qué aburrido te has vuelto!
La primera noche que vino a buscarle no había terminado aún el verano de 1936, pero él también había cambiado. Tanto que cuando fui a abrir la puerta, no estuve segura de reconocerle.
—¡Palmera! —Toñito, a cambio, se echó a reír—. ¿Pero qué haces vestido así?
Y aquel pajarito, la cara lavada, la calva al aire, una camisa blanca con el cuello roído dentro de una americana gris que le estaba grande, pantalones de pana y zapatos baratos, se señaló a sí mismo desde la cabeza hasta los pies, con el dedo índice y las comisuras de los labios hacia abajo, como un niño pequeño a punto de hacer un puchero.
—¿De paisano? —mi hermano asintió y él puso los ojos en blanco—. Pues sí, se han puesto las cosas como para ir vestido de luces, tanto llenarse la boca con la dichosa revolución, y luego… Los tuyos, más estrechos que la bragueta de un torero, y los de la niña, ya no digamos.
La niña era Eladia, que todas las tardes seguía dejando sin habla a los transeúntes que se la tropezaban por la calle Santa Isabel, aunque su estupor se fundara en motivos distintos de las faldas ceñidas, los tacones que antaño atraían a los hombres hacia ella como un imán. Ahora, cuando la veían venir con una camisa militar, pantalones, correajes, y una pistola de medio metro encajada en la cadera, dejaban la acera libre mientras la borla de su gorra cuartelera de la CNT marcaba su paso como un diapasón.
—Joder, Eladia, te pongas como te pongas… —mi hermano era el único de sus admiradores que no había desertado, porque ni siquiera su militancia comunista le impedía acudir puntualmente a su cita—. ¡Hay que ver lo buenísima que estás, hija de mi vida!
—Te voy a decir una cosa, Antoñito —ella se revolvía como una fiera, pero siempre tan deprisa, tan a tiempo, que cuando él la dejaba pasar en silencio, volvía la cara para provocarle—. Me tienes harta ya, ¿sabes? A ver si un día de estos te voy a dar un disgusto.
—¿Tú? —y una tarde hasta se atrevió a fruncir los labios para mandarle un beso—. Tú me vas a dar a mí lo que yo te diga, guapa.
—¡Ah! —en ese momento yo estaba cruzando la calle, y vi a Eladia desenfundar la pistola, mirarla por un lado, luego por el otro—. ¿Sí?
—Y más pronto que tarde, además —pero Toñito no se arrugó.
—No te confíes —antes de que pudiera interponerme entre ellos, la bailaora devolvió el arma a su funda mientras dedicaba a mi hermano una sonrisa burlona, que subrayó al pronunciar muy bien su última palabra—, requesón…
En mayo del año siguiente, mientras Antonio de Hoyos y Vinent tocaba unas castañuelas imaginarias desde el otro lado del mostrador, la estrella de su espectáculo me daba mucho más miedo que la pobre Palmera. Ya me había acostumbrado a mirarle como a una variedad exótica, singular y noctámbula, del Puñales, del Orejas, del Manitas o el Lechero, otro amigo de Toñito que seguía viniendo a casa a buscarle de vez en cuando, para llevárselo a tomar una copa y brindar por los viejos tiempos. Pero si acepté la oferta del cliente más insólito al que había llegado a atender tras aquel mostrador, no fue porque su amistad con el flamenco representara una garantía, sino por pura curiosidad.
—Verás, Manolita, yo necesito vender algunos objetos de valor, y… Podría hablar con Eusebio, desde luego, pero no me gustaría darle esa satisfacción. Por eso he pensado que, si a ti no te importa hacer de intermediaria, preferiría tratar con tu madrastra. Me han contado que eres una buena chica y esto es por una buena causa, puedes estar segura.
Se me quedó mirando con las cejas levantadas, esperando una respuesta que yo no podía darle mientras asistía al misterio de un monóculo impasible frente a sus cambios de expresión.
—Pues, no sé… —balbucí al rato—. ¿Qué tengo que hacer?
—Nada —no me había acordado de gritar en la trompetilla, pero él adivinó mi pregunta y sonrió—. Acompañarme a mi casa, solamente. Vamos en el coche, te enseño la mercancía, y luego, uno de mis chicos te acompaña a la tuya. Cuando puedas, le cuentas a tu madrastra lo que has visto, y le dices que venga a verme si le interesa, que estoy seguro de que le interesará.
—Bueno —faltaban diez minutos para la hora de cerrar, y a pesar de la fecha, el clima de la ciudad donde vivía, no me paré a pensar que fuera peligroso montar en un coche con un desconocido, porque ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel hombre pudiera hacerme daño—. Si no tardamos mucho…
De todo lo que descubrí aquel día en el palacio del marqués de Hoyos, lo que menos me impresionó fue lo que su propietario quería enseñarme. Nunca en mi vida había visto tantos objetos de valor juntos, pero las joyas, las porcelanas, las vajillas de plata maciza tenían sentido. Aquel tesoro no desentonaba en aquella mansión. Sus habitantes, sí.
Al embocar la calle Marqués de Riscal, el miliciano que hacía de chófer tocó la bocina, y alguien abrió desde dentro el portalón que daba acceso al edificio, una fachada tan sencilla como la de casi todos los palacios de Madrid. Aquel discreto camuflaje de casa de vecinos se desvanecía inmediatamente después, en el inmenso portal cubierto con losas de granito del que arrancaba una espectacular escalera de mármol blanco, sus peldaños abrigados por una alfombra oriental de tonos rojizos. Más allá, al otro lado del patio que el Mercedes cruzó en dirección a la cochera, un arco dejaba ver la mancha verde de los parterres del jardín trasero, al que se abría la fachada noble del edificio. Hacia allí se encaminó mi anfitrión, y al seguirle, vi ropa tendida en las ventanas que daban al patio, un instante antes de escuchar el griterío de una cuadrilla de niños de todas las edades que lo atravesaban corriendo, como si disputaran una carrera sin otra meta que el mono azul del marqués.
—Un momento, un momento…
Hoyos se rio mientras se esforzaba por mantener el equilibrio, comprometido por la acción de dos docenas de manos pequeñas que tiraban de él en todas direcciones. Sólo cuando lo consiguió, entendí la escena que estaba viendo. El dueño de la casa llevaba los bolsillos llenos de dulces, caramelos, anises y bomboncitos envueltos en papeles brillantes, de colores, pero no se desprendió de aquel cargamento hasta que los niños consintieron en tranquilizarse y hacer una fila.
—Cualquiera pensaría que no les damos de comer, ¿verdad? —me dijo cuando los últimos se marcharon sin dar las gracias, corriendo con la boca llena y tan deprisa como habían llegado—. Toma —se sacó una chocolatina de un bolsillo—. Esta es para ti. ¿Cuántos años tienes?
—Catorce y medio —contesté, mientras la miraba sin saber qué hacer con ella—. En octubre, quince.
—Todavía estás en edad de comer chocolate. Cógela, anda, y cómetela, que yo te vea.
Cuando le di el primer mordisco, se puso en marcha para guiarme hacia el primer piso. Por la escalera nos cruzamos con dos mujeres que bajaban con un cesto de ropa y le saludaron con tanta naturalidad como si fueran sus vecinas. Antes de que él me explicara qué pintaban allí, ya me había dado cuenta de que en realidad lo eran, porque los salones que fuimos atravesando estaban recorridos por unas hileras regulares de sábanas, colgadas de unas cuerdas con pinzas de tender, que compartimentaban el espacio en pequeños habitáculos donde vivían familias enteras. En aquel momento, las que hacían las veces de puerta estaban descorridas, y al pasar por los improvisados pasillos que dejaban libres, pude ver los colchones tirados en el suelo, flanqueados por maletas de cartón, pilas de ropa doblada, juguetes baratos, toallas y palanganas. En los cuartos más grandes, algunos muebles buenos y caros, butacas, sillas, cómodas que debían de formar parte del ajuar del palacio, hacían las veces de armarios para acentuar el carácter absurdo, imposible, de aquel campamento nómada instalado entre muros recubiertos de seda o decorados con pinturas al fresco, con chimeneas de mármol y techos altísimos, sus gruesas molduras de escayola tan blancas como si estuvieran hechas con nata montada.
Hoyos y yo atravesamos cuatro salas seguidas, comunicadas entre sí por puertas acristaladas, abiertas de par de par. En la última, una biblioteca con las paredes recubiertas de vitrinas llenas de libros, había una escalera que daba acceso al segundo piso a través de una puerta de taracea, la única que parecía cerrada en toda la casa.
—Por aquí —se volvió a mirarme en el primer peldaño—. Sígueme.
Al llegar arriba, se desabrochó el mono para buscar algo en el bolsillo de la camisa, y como allí nadie podía oírnos, me atreví a preguntar.
—¿Y eso? —moví la mano hacia abajo, para señalar aquel hormiguero de figuras y enseres, una confusión muy parecida a la que se desparramaba por los andenes de las estaciones en las fotos que los periódicos publicaban todos los días—. Toda esta gente…
—Son mi familia —me respondió en un tono risueño, pero firme—. El verano pasado no les conocía de nada, pero ahora son mi familia, mis hermanos, mis hijos, mis nietos —hizo una pausa para mirarme, y lo que vio en mi cara le hizo sonreír—. Son refugiados. Empezaron a llegar en verano y venían de todas partes, algunos del norte, otros del sur, siempre huyendo, con las cuatro cosas que habían podido salvar cuando los fascistas tomaron sus pueblos… Yo los veía por la calle, amontonados en las escaleras del metro, durmiendo al raso, y en esta casa sobraba tanto sitio que los fui recogiendo, primero por mi cuenta, y después, con la ayuda de mis compañeros del sindicato.
—La CNT —supuse en voz alta.
—Sí, la CNT. ¿Por qué me miras así? ¿Te parece raro?
—Raro no, rarísimo —y resoplé para subrayar mi escepticismo—. Que alguien que no ha trabajado nunca sea de un sindicato…
—¿Y quién te ha dicho a ti que yo no he trabajado nunca? —se echó a reír, negando con la cabeza y un gesto de estupefacción—. Yo he trabajado mucho, jovencita. He escrito un montón de libros.
—¿Es usted escritor? —asintió con la cabeza—. ¿Y qué escribe?
—Novelas.
—¿En serio? —volvió a asentir—. ¿Y tiene alguna ahí abajo?
—Pues… Alguna quedará, pero tú no puedes leerlas —y antes de que pudiera preguntarle por qué, me lo explicó él mismo—. Eres demasiado joven, y mis novelas son muy verdes. No te convienen.
—Seguro que sí —protesté—. A mí me gusta mucho leer.
—Ya, pero… Hasta hace poco, yo sólo escribía historias de mujeres lascivas que nunca se sacian de sus placeres, de jóvenes hastiados que fuman opio y frecuentan los burdeles, de la fauna nocturna de las tabernuchas y la decadencia de los grandes amadores… —sólo en aquel momento, mientras agitaba lánguidamente una mano en el aire, descubrí la pieza que faltaba en aquel rompecabezas y que Hoyos era tan marica como la Palmera, aunque no se le notara a primera vista—. Todo muy poco edificante.
—Y muy poco revolucionario —aunque me di cuenta al mismo tiempo de que su condición no me inquietaba.
—En efecto —volvió a reírse—. Pero es que, cuando las escribí, yo todavía no era revolucionario.
—Tampoco es que ahora lo sea demasiado —le reproché al ver lo que tenía en la mano—. Porque si esos refugiados fueran de verdad su familia, la puerta que está abriendo no estaría cerrada con llave.
—Ahí te equivocas, ¿ves? Si cierro esta puerta con llave y la llevo siempre encima es por su bien, para protegerles de ellos mismos —antes de hacerla girar en la cerradura, volvió a mirarme—. Aunque muchos no lo crean, en el fondo me odian, y hacen bien, yo les entiendo. Nunca han tenido nada y yo he heredado tanto de todo sin haber tenido que ganármelo… No son malos, pero en su manera de ser buenos caben la envidia, la codicia, el egoísmo, claro que sí, no es culpa suya. No podría ser de otra manera. Son humanos y son pobres, están hartos de pasar hambre, de que se les mueran los hijos recién nacidos, de sufrir. Cuando terminemos de hacer la revolución, todo será distinto, pero ahora, si encontraran esta puerta abierta, me robarían lo que pudieran y ni siquiera sabrían qué hacer con el botín. Lo malvenderían, les engañarían, los dejarían muertos a navajazos en una esquina después de quitarles lo que ellos me han quitado a mí. ¿Y para qué? —descorrió el cerrojo, pero aún no me franqueó la entrada—. Para nada. Por eso, para sostener esta casa y mantenerlos a todos, lo mejor es que yo siga administrando mi fortuna. Y para lograrlo, te necesito a ti.
Empujó la puerta y me cedió el paso a un lugar tan distinto de aquel del que veníamos como si aquel edificio fuera una trampa, el escenario de un extraño sueño en espiral donde cada decorado desmintiera tercamente el anterior, o una caja imposible en la que fueran encajando otras diferentes, cada vez más pequeñas pero cada una con su propia forma.
Aquel salón no era tan grande como los anteriores, pero sí más bonito, porque la pared del fondo formaba una especie de mirador acristalado que se abría sobre el jardín a través de una terraza. Aunque todos los visillos estaban echados, las cortinas corridas hasta la mitad para crear una penumbra que amortiguaba el sol del mediodía, había luz suficiente para distinguir los cuadros que decoraban las paredes, los sofás y butacas de cuero enfrentados en el centro de la habitación, una chaise longue tapizada en terciopelo blanco, veladores, plantas, vitrinas llenas de libros y objetos pequeños, una colección de bailarinas orientales de bronce y marfil sobre los alféizares de las ventanas. A la izquierda, una puerta entreabierta dejaba ver un dormitorio presidido por una cama enorme, con dosel. Frente a ella, otra daba paso a un despacho organizado alrededor de un escritorio de madera, bonito y antiguo, ante una estantería forrada de libros. La guerra, que lo había puesto todo boca abajo, no había cambiado las habitaciones del marqués de Hoyos. A sus invitados, y eso era lo más notable, tampoco parecía haberles afectado mucho.
—Bueno, pues… Ahora voy a presentarte a mi otra familia, un poco más antigua y mucho menos trabajadora, eso sí —hizo un gesto con el brazo derecho para señalar a media docena de hombres y mujeres que me miraban con un gesto indeciso entre la curiosidad y la extrañeza—. Damas, caballeros… Ha venido a vernos Manolita, la hermana de nuestro querido Antonio.
No añadí nada. No habría sabido qué decir, así que me limité a contemplar a aquellos personajes que en cualquier otra época, en cualquier otro lugar, habrían ya resultado excéntricos, pero en Madrid, en mayo de 1937, parecían más bien inverosímiles, casi imposibles con la excepción de dos muchachos altos, fornidos, vestidos con un uniforme que parecía militar, aunque no logré asociarlo con ninguno conocido. Llevaban las camisas abiertas, con la mitad de los botones desabrochados, las mangas subidas hasta el codo, los pantalones muy ceñidos, pero a pesar de todo, sus botas y sus insignias anarquistas llamaban tanto la atención en aquel lugar como el atuendo de sus acompañantes lo habría hecho en plena calle.
En la noche artificial de aquel mediodía, las mesas repletas de ceniceros llenos y de botellas vacías, una mujer mayor, envuelta en un vapor de tules que la cubrían como las capas de una cebolla, la frente ceñida por una banda blanca cuyos bordes rozaban la alfombra, levantó en el aire una copa de champán para saludarme desde el sofá en el que estaba recostada. Con la otra mano, estrechaba la de una chica joven, no tanto como para justificar un vestido de aire infantil que apenas le cubría los muslos, que apoyaba la cabeza en su regazo. Frente a ellas, un hombre delgado, menudo como un niño pero empolvado como una vedette, barniz de brillantina sobre el pelo escaso, bigote fino y traje oscuro de rayas, me miraba con desgana. Al corresponderle, me di cuenta de que sólo le faltaba un canotier para parecer un figurín de diez años antes, pero no tuve tiempo de fijarme mucho en los demás, porque al volverme, distinguí una figura familiar en el vano de la puerta del despacho.
—Hola, Manolita.
Era Eladia, o mejor dicho, una Eladia nueva, distinta a la que conocía. Con la cara lavada, el pelo suelto sobre los hombros y un batín de hombre anudado con descuido alrededor de la cintura, sus zapatos de tacón alto eran el único rasgo de Carmelilla de Jerez que identifiqué en ella. Sin embargo, nunca me había parecido tan guapa como en aquel momento, quizás porque la luz que entraba por los balcones del despacho la iluminaba como a una aparición. Adiviné que iba desnuda debajo del batín, y tampoco acerté a explicarme cómo aquella prenda sin forma, que le estaba enorme, podía favorecerla tanto.
—Ven conmigo, Manolita —Hoyos me cogió del brazo con un gesto casi paternal—. Estos son unos vagos, pero nosotros tenemos trabajo que hacer.
Me condujo hasta su dormitorio y echó el cerrojo de la puerta. Después, volvió a sacar el llavero del bolsillo y abrió un cuerpo lateral del gran armario que recorría una pared de punta a punta. Dentro, sobre los estantes de madera, dormía su tesoro.
—¡Qué barbaridad! —suspiré, deslumbrada por los reflejos del oro y la plata—. Parece la cueva de Alí Babá…
—Lo es —sonrió—. Aún lo es. Estás viendo el fruto de la explotación a la que los marqueses de Hoyos han sometido a sus semejantes durante generaciones. Pero pronto dejará de serlo.
—¿Esto es lo que quiere vender? ¿El armario entero?
—Claro. Tengo que mantener a una familia muy numerosa, ya lo has visto. Pero no quiero desprenderme de todo a la vez, porque rebajaría su precio, así que, de momento, voy a seleccionar unas cuantas piezas para ver qué me ofrece tu madrastra.
Mientras dejaba sobre la cama dos parejas de candelabros, varias bandejas y una diadema digna de una emperatriz, empecé a comprender el negocio de María Pilar, pero me asaltó una duda más urgente.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —se volvió para mirarme y asintió con la cabeza—. Con lo que debe valer todo lo que tiene aquí… ¿Por qué se fía de mí?
—Porque tu hermano me ha dicho que puedo fiarme de ti —sonrió antes de hacer una pausa para explicarse mejor—. Al principio recurrí a él, es normal, somos viejos amigos, pero me dijo que prefería mantenerse al margen. Eso también es normal, porque él es comunista, y yo soy anarquista, y los nuestros se llevan a matar, ya lo sabes. Por eso me recomendó que hablara contigo, porque tú no militas en ningún partido y… Bueno, si la operación se tuerce por lo que sea, o tu madrastra decide irse de la lengua con alguien que se confunde, y piensa que esto es lo que no es, a ti no te va a perjudicar.
—Ya, pero…
Hoyos frunció las cejas esperando una objeción que no fui capaz de concretar, porque tampoco logré interpretar del todo las imágenes que habían acudido de repente a mi cabeza. No eran más que eso, imágenes sueltas, María Pilar abriendo la puerta de casa después de que alguien llamara muy quedo con los nudillos, un par de cabezas recortándose a través del cristal esmerilado de la puerta de la salita, una recomendación pronunciada en un susurro, no te equivoques conmigo, Roberto, indicios de una verdad escondida a los que las revelaciones de aquel día daban cierto sentido, pero nada más. Era demasiado poco, demasiado vago y confuso para constituir siquiera una sospecha, pero Hoyos insistió en arrancármela.
—Pero ¿qué?
—Nada —y acabé complaciéndole—, que yo creía que el que se encargaba de estas cosas era el Orejas.
—¿Quién? —se lo describí por encima y negó con la cabeza—. Lo siento, querida, pero no conozco a ningún Orejas.
Volvió a afanarse con el contenido del armario, metiendo y sacando objetos hasta que reunió sobre la cama una colección que le pareció aceptable.
—¿Y esto también lo va a vender? —levanté con las dos manos un objeto incomprensible, pero precioso, un cuenco redondo de cristal tallado en el que encajaba otro de plata, más pequeño, con una tapa también redonda, también de plata, que se abría solamente hasta su mitad. Cuando estaba abierta, era como si un cuarto de naranja se escondiera debajo de otro cuarto. Cuando estaba cerrada, el recipiente, sujeto en un trípode labrado que lo sostenía sobre una bandeja circular, parecía una bola del mundo de plata y de cristal.
—Sí —me lo quitó con delicadeza de entre las manos para mirarlo con detenimiento—. Es una caviarera, y no creo que vayamos a tener muchas oportunidades de comer caviar, de ahora en adelante.
—Una… ¿qué?
Me explicó lo que era el caviar y cómo se servía, y hasta rebuscó en el armario hasta que dio con dos cucharas de mango largo y labrado, que se sostenían en unos ganchitos que yo no había visto hasta que él me los descubrió, pero ni siquiera al escuchar el precio de aquellas huevas de pescado, di mi brazo a torcer.
—Ya, pero es muy bonita. Las cosas inútiles, si son bonitas, sirven para algo, ¿no? Aunque no sea más que para alegrarse de verlas.
—Sí —me sonrió mientras asentía con la cabeza, muy despacio—, igual que los chicos guapos. Tienes razón. Vamos a indultarla entonces —y sonreí yo—. No vaya a ser que un día nos encontremos por ahí una caja de latas de caviar y no sepamos cómo comérnoslo.
Aquella hipótesis resultaba tan cómica que nos echamos a reír a la vez, y cuando volvimos al salón no habíamos recobrado del todo la compostura.
—Qué bien os lo habéis pasado ahí dentro, ¿no? —el maniquí viviente levantó las cejas al vernos salir.
—Narciso —pero Hoyos se dirigió a uno de los militares descamisados como si no hubiera oído ese comentario—, hazme un favor. Lleva a Manolita a su casa, ¿quieres?
—¿Tan pronto? —la mujer mayor descansaba ahora las piernas sobre los muslos de Eladia, que había vuelto a ponerse un vestido blanco, estampado con un cerco rojizo y circular que revelaba la mancha de vino tinto que su dueña no había conseguido eliminar—. Déjala que se quede a tomar una copa con nosotros, por lo menos…
—No —Hoyos volvió a mirar a Narciso y él empezó a abrocharse los botones a toda prisa—. Ya ha perdido demasiado tiempo y tiene muchas cosas que hacer.
—Bueno, eso debería decidirlo ella —la mujer insistió—. Ya es mayorcita…
—Que no —Hoyos me cogió del brazo y empezó a andar conmigo hasta la puerta—. Vete, Manolita —añadió cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente para que nadie le oyera—, esto no es para ti.
—Muchas gracias —le respondí yo, a cambio.
—¿Gracias? —me sonrió—. No sé por qué…
—Por la chocolatina.
En realidad, tenía algo más que agradecerle, porque Hoyos tenía razón. Aquella vida no era para mí.
Mientras circulábamos por las calles de la ciudad herida, barricadas y sacos terreros, vigas de madera apuntalando las fachadas de los edificios que aún resistían, cascotes y polvo en los solares de los que habían caído bajo las bombas, recordé Madrid como lo había visto a solas por primera vez, cuando cogía el metro en Antón Martín todos los días, a la hora de comer, para bajarme en Tribunal, muy cerca de la taberna de Manuel Rodríguez, un amigo de mi padre que le dejaba sentarse en una mesa con Toñito y el cocido que yo les llevaba, por el precio de una frasca de vino y dos copas de chinchón. A esa hora, las calles, los tranvías, los vagones del metro, estaban repletos de mujeres jóvenes, muchas embarazadas, que recorrían la ciudad en todas direcciones con una cesta entre las manos. Dentro viajaba la comida que llevaban a sus maridos, su propia comida, porque a las dos de la tarde Madrid se llenaba de parejas, hombres y mujeres que se sentaban muy juntos en tapias, en bancos, en muros a medio levantar dentro de las obras, para comer, cada uno con su cuchara, el mismo cocido de la misma tartera. Yo los miraba al pasar, tranquilos y sonrientes, contentos de encontrarse en el centro del día, aquellos apresurados banquetes callejeros que prometían noches más lentas, la contraseña de una felicidad vulgar y corriente, tan humilde como los recipientes de barro que les reunían. Me gustaba mirarles, y al verles sentía calor, una emoción pequeña que era envidia pero era amable, porque me daba cuenta de que la vida de cualquiera de aquellas muchachas sencillas y enamoradas sería una buena vida para mí.
En mayo de 1937, mientras un chico guapísimo me llevaba a casa en un Mercedes descomunal, pensé en ellas, y en que los invitados de Hoyos se partirían de risa si supieran que por las noches, antes de dormir, me acunaba a mí misma con la imagen de una tartera y dos cucharas en un banco de cualquier calle. Sin embargo, el marqués lo entendería, porque había sabido mirarme por dentro, comprender lo que veía. Eso valía mucho más que una chocolatina y por eso estaba dispuesta a ayudarle, pero antes tenía que averiguar qué esperaba exactamente de mí.
—Tenemos que hablar —aquella noche, después de recoger la cocina, apoyé las manos en la mesa donde Toñito había desplegado su escritorio portátil y señalé con la cabeza hacia arriba—. En cuanto que se acuesten.
Media hora después cerramos la puerta sin hacer ruido y subimos las escaleras para sentarnos en el último peldaño. Desde que nos mudamos a aquella casa, el rellano que daba acceso a las buhardillas había sido siempre el escenario de las conferencias importantes de los hermanos Perales García, aunque aquella noche dejamos a Isa durmiendo en su cama.
—Pues es muy sencillo —y lo era tanto que mientras escuchaba a Toñito me pareció mentira no haberlo descubierto sola—. Todos pertenecen a alguna organización de ayuda a los refugiados. Se presentaron voluntarios, así que pudieron elegir, y se han ido repartiendo entre las oficinas del gobierno, del ayuntamiento, de todos los partidos y sindicatos. Localizan las casas que les convienen, se plantan allí con una orden de incautación y sus carnés, todo en regla, y se llevan los objetos de valor que encuentran, plata, relojes, vajillas, cuadros, muebles… Trabajan con un par de peristas que les pagan bien y no hacen preguntas. Cuando ya han cargado el camión, vuelven a colocar en su sitio lo que no les interesa, van a buscar a los refugiados correspondientes, los instalan allí, y a por otra.
—¿Y padre lo sabe? —mi hermano negó con la cabeza—. Porque él es guardia de asalto, y… Bueno, eso es robar.
—Pues claro que es robar —se echó a reír y siguió fumando, tan fresco—. ¿Qué te creías?
—No sé, pero es un delito, ¿no? Habría que impedirlo, hacer algo…
—Ya —y por fin conseguí que se pusiera serio—. Lo sé. Y lo he pensado, no creas, hasta lo he hablado con Hoyos, pero… —chasqueó los labios y negó con la cabeza—. Aparte de los problemas que me buscaría en casa, si desmanteláramos la red tendríamos que detenerlos a todos, ¿no? Saldrían en la prensa, se enteraría todo el mundo y pasaría lo de siempre, imagínate los periódicos de Burgos, Madrid ciudad sin ley, saqueos, pillaje, el caos, así que… Son unos ladrones, es verdad, pero aparte de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, cumplen con su tarea, alojan a familias todos los días, trabajan muy bien y en sus organizaciones les aprecian mucho. Habría un montón de gente dispuesta a defenderles, las oficinas de ayuda a los refugiados se desprestigiarían, y… Lo único importante para nosotros es ganar la guerra. Eso es lo único que importa. Después, iremos a por ellos, pero ahora, el remedio sería peor que la enfermedad.
—Pues no me parece bien —protesté.
—Ya me lo imagino, pero… Te puedes consolar pensando que Hoyos es todo lo contrario. Él se gastará hasta el último céntimo que saque en comprar carbón, ropa y comida para sostener la comuna esa que ha montado en su casa, ya lo has visto. Y lo demás… Por mucha rabia que te dé, de momento no podemos hacer otra cosa que tenerlos vigilados.
—Ya —entonces creí que por fin lo había entendido todo—. De eso se encarga el Orejas, ¿no?
—¿El Orejas? —Toñito frunció el ceño al escucharme—. No. ¿Por qué lo dices? Él no sabe nada de esto.
—¿Que no? Claro que sabe… —pero mis sospechas le hicieron reír.
—¡Qué va, mujer! ¿Cómo va a estar él metido en negocios con María Pilar? —siguió negando con la cabeza, sin admitir ni por un instante la posibilidad de que yo llevara razón—. Lo que pasa es que le tienes manía, porque te gustaba un rato, no me digas que no, hasta que te puso ese mote que te sentó tan mal…
La señorita Conmigo No Contéis. En lo que quedaba de guerra, no volvió a llamármelo nunca más, pero unas semanas antes estuvo a punto de empezar a llamarme de otra manera. Mi hermano estaba en el baño cuando vino a buscarlo y le pedí que me acompañara a la cocina porque tenía que vigilar el cocido. Era domingo, media mañana, y el sol de abril entraba hasta el centro de la habitación. Yo estaba apoyada en el mármol, de espaldas a la ventana, y le miraba, él me miraba y hablaba, hasta que se quedó callado en mitad de una frase y se me olvidó de golpe todo lo que sabía.
—Parece que te está ardiendo el pelo —alargó una mano para tocarlo, sus dedos estirando con delicadeza uno de los bucles que enmarcaban mi frente—. Te da la luz por detrás y los rizos te brillan como si se quemaran.
—Pues es lo que me faltaba —sonreí—, con lo feo que lo tengo.
—No es feo —y se acercó un poco—. A mí me gusta —y un poco más—. Ahora mismo estás guapísima…
—¿Sí? —ya lo tenía tan cerca que nuestras narices casi se rozaron.
Cerré los ojos, entreabrí los labios, y todo lo que conseguí fue escuchar los gritos de mi hermano.
—¡Orejas! —el eco de sus botas sobre las baldosas—. ¿Qué haces aquí? Vámonos, coño, que no llegamos…
Al abrir los ojos, sólo vi su espalda. Ni siquiera me dijo adiós, como si se avergonzara de haber estado a punto de besar a una chica tan insignificante como yo.
Volví a ver a Roberto un par de veces y siguió pasando por mi lado como si apenas me conociera, hasta que en verano, cuando aún no se habían cumplido dos meses desde aquella conversación en la buhardilla, las reuniones políticas terminaron para siempre. Mi hermano volvió a presentarse voluntario, y esta vez le aceptaron. El Puñales dejó de venir a casa cuando le daban permiso. Y de los otros dos, creí que nunca volvería a saber nada, pero unos meses más tarde, la Luisi me contó que el Manitas trabajaba en una oficina militar secretísima.
—O algo así —añadió, moviendo las manos en el aire—. No me he enterado muy bien, no creas.
—No, si eso ya se ve. ¿Y el Orejas?
—Pues por ahí anda. Me lo encontré el otro día, precisamente. Está muy metido en política, por lo visto…
Eso nunca pude comprobarlo por mí misma, porque sólo volvimos a encontrarnos en una ciudad distinta.
Aunque el mes de abril de 1939 fue tan templado, tan caprichoso y húmedo como el de cualquier otro año, en mi cuerpo heló todas las noches, todos los días amanecieron cubiertos de escarcha. En el instante en que los franquistas entraron en Madrid, María Pilar decidió no volver a poner un pie en la calle, y su dimisión me condenó a disfrutar de la primavera de los vencedores en todo su esplendor. Me convertí en una de tantas figuras oscuras que caminaban pegadas a los muros, vestidas con ropas pardas, sin brillo, la cabeza cubierta por un viejo velo de tul sujeto con una horquilla, como si fuera a misa a todas horas. Destacar, en cualquier sentido, era peligroso. La Luisi, que en la paz como en la guerra seguía estando enterada de todo, había renunciado a la pequeña impostura de andar por el barrio con una camisa azul y una falda gris, vagamente falangistas, cuando vio a su precursora Cecilia, la hija del afinador de pianos de la calle Magdalena, bajando de un camión con la cabeza rapada, la combinación hecha jirones y magulladuras en todo el cuerpo. Ella fue quien tuvo la idea de protegerse con un velo, y yo la imité.
El día que volví a ver al Orejas, padre ya no estaba en casa. Había oído que los soldados de la República tenían que presentarse en un campo de fútbol y para allá se fue, pero le dijeron que aquella convocatoria era sólo para militares, que los guardias de asalto tenían que esperar en su domicilio. Volvió a casa tan contento, pero dos días más tarde vinieron a buscarlo. Se lo llevaron sin decirnos adónde para soltarlo enseguida, después de comprobar que no tenían nada contra él. Una semana después, ya lo habían encontrado y se lo volvieron a llevar. Por la tarde, fui al cuartelillo de la calle Toledo donde le habían retenido la primera vez y me dijeron que lo habían trasladado a la cárcel de Porlier, donde había que pedir turno en una ventanilla para visitar a cualquier preso. Eso hice, y al volver a casa, me fijé por casualidad en una pareja que bajaba por la otra acera de la calle Atocha.
Ella, delgada y bajita, muy morena, se llamaba Mari Carmen y era un par de años más joven que yo, pero la conocía porque había venido de vez en cuando a las reuniones de Toñito. Él era el Orejas, y al verle, me avergoncé de haber desconfiado tanto de sus intenciones, porque caminaba con gesto sigiloso, hablando sin mover apenas los labios, con una caja de zapatos debajo del brazo y un aire de conspirador que me sugirió que seguramente le estaba dando a aquella chica unas instrucciones que sólo podían ser políticas. La idea de que los camaradas de mi hermano se estuvieran organizando en aquella ciudad sometida a un asedio interior más duro que el que habíamos soportado desde el extrarradio durante tres años, me inspiró una extraña sensación, compuesta a partes iguales de incredulidad, de miedo, de orgullo y de ternura. Y sin embargo, un segundo antes de que cediera a la tentación de arrepentirme de mi apodo, sucedió algo extraño.
Eran casi las ocho, ya había atardecido, pero quedaba un rastro de luz, una claridad difusa, como una bruma blancuzca que se confundía con el resplandor amarillento de las farolas recién encendidas para crear un efecto irreal, de sombras vagas, dudosas. En esas condiciones, nunca sabría con certeza si había visto en realidad lo que creí ver, pero mis ojos detectaron que el Orejas volvía un instante la cabeza hacia fuera, que su mirada se encontraba con la mía durante una fracción de segundo, y que su cuello volvía a enderezarse a toda prisa. Una semana después, él mismo acabó de confundirme.
—¡Orejas! —exclamé al encontrármelo delante de la puerta—. Todavía te acuerdas de dónde vivimos…
—Sí, bueno, es que no están los tiempos como para hacer visitas —hablaba para el cuello de su camisa, dividiendo su atención entre mi cara y la escalera—. ¿Puedo pasar?
—Claro —entró en el descansillo y echó a andar hacia la salita pero, por un impulso que no acerté a explicarme, decidí que era mejor que no se encontrara con María Pilar—. Vamos a la cocina.
Me pidió un vaso de agua, y mientras se lo bebía, le conté que padre estaba en Porlier, pero que teníamos esperanzas de que lo soltaran pronto, como la primera vez.
—¿Y tu hermano? —preguntó entonces—. ¿Sabes dónde está?
—Ni idea. No sabemos nada de él desde el golpe de Casado.
Le estaba diciendo la verdad. Desde el 6 de marzo, cuando el Consejo de Defensa puso precio a la cabeza de todos los comunistas de Madrid, Toñito no había vuelto a casa, y ya había pasado casi un mes desde que Eladia vino a contarme que estaba con ella. Podría haberla mencionado, pero no lo hice porque, como él mismo había dicho al entrar, no estaban los tiempos como para hacer visitas.
—Pues venía a buscarle, porque… —me miró, resopló, se frotó la frente con una mano—. Nos habíamos vuelto a reunir, ¿sabes?, su grupo, el del barrio, para ver qué podíamos hacer, ayudar a los presos, más que otra cosa, pero todo se ha venido abajo de repente. Han caído un montón de camaradas, hombres y mujeres, hay redadas todos los días y no sabemos lo que ha pasado. Tenemos un traidor dentro, pero no hemos conseguido saber quién es. Por eso, conviene avisar a Antonio, decirle que tenga mucho cuidado, que no se fíe de nadie… Si te enteras de dónde está, ven a verme, ¿quieres?
Le miré fijamente, intentando adivinar qué había detrás de aquellas enormes orejas de soplillo, aquella cara tan simpática de niño zalamero, aquel relato tan sólido y bien trabado al que le faltaba un detalle fundamental. Si me hubiera dicho: oye, y por cierto, que nos vimos la otra tarde, porque eras tú la que subía por Atocha, ¿no?, le habría mandado derecho a casa de Eladia. Como no lo hizo, y entró una vez más en la cocina de mi casa sin tomarse la molestia de preguntarme cómo estaba, antes de dejar claro que el único que le interesaba era mi hermano, decidí que siempre estaría a tiempo de arriesgarme a que las moscas entraran en mi boca.
—Bueno, no sé… —y me limité a responder a su respuesta con un acertijo muy fácil de resolver—. Tú sabes mejor que nadie cómo me llama la gente.
—La señorita Conmigo No Contéis —sonrió.
—Justo —yo también sonreí—. Pero lo decía en broma. Si me entero de algo, ya te avisaré, no te preocupes.
Cuando se llevaron con velo y todo a la pobre Luisi, que en lo que duró la guerra no había hecho otra cosa que intentar seducir a Toñito emborronando libretas en vano con las mejillas perdidas de colorete, convertí mi instintiva desconfianza en un argumento contundente. Si había caído incluso aquella infeliz era porque algún asistente a las reuniones de nuestra casa trabajaba para la policía, y en ese caso, todos los demás, inocentes o no, eran igual de peligrosos. Lo fueron mientras estuvieron en libertad, porque cuando llegó el calor, no volví a encontrarme con ninguno por la calle.
Aquel otoño, mientras mi vida encajaba en un molde nuevo, estrecho y feo, humillado y monótono, creí que nunca más volvería a ver a mi hermano. Mi madrastra seguía escondida en casa, aunque de vez en cuando, temprano por la mañana o casi de noche, recibía a un anciano muy atildado, que se llamaba don Marcelino y tenía una tienda de antigüedades. Hasta mediados de julio, cuando me mandó allí para que le entregara una nota en un sobre cerrado, habíamos vivido del dinero de Burgos, que parecía florecer misteriosamente en su monedero. Sin embargo, antes de que terminara la primavera, no le quedó más remedio que ponerme al corriente de su particular economía doméstica.
Ella había estado siempre tan segura de quién ganaría al final que, durante la guerra, había recolectado una considerable cantidad de divisas, francos franceses y suizos, dólares y libras esterlinas que provenían de la recepción del hotel Gran Vía, donde sus antiguos compañeros de trabajo se las habían ido cambiando con recargos progresivamente exagerados, a medida que se devaluaban las pesetas republicanas en las que cobraba los objetos que vendía. Por eso, cada dos o tres días, me daba un billete de poco valor que yo cambiaba en la ventanilla de algún banco donde no me hubieran visto la cara todavía. Si me preguntaban, decía que lo había recibido en una carta que me habían mandado unos tíos míos, emigrantes, aunque las cantidades eran tan propias del regalo de un pariente, que casi nunca despertaban la curiosidad del cajero. Pero, por desgracia, no todos los billetes eran pequeños, y a medida que se iban acabando los de menor cuantía, empezamos a depender, también para cambiar divisas, de la codicia de don Marcelino, un comerciante de buena familia, monárquico de toda la vida y demasiado listo como para matar a la gallina de los huevos de oro.
María Pilar, que estaba a su altura, había acatado siempre la regla suprema que el hijo del marqués de Hoyos aplicó a la venta de su tesoro. Desprenderse de todo a la vez hubiera hecho bajar los precios, y por eso, el armario del pasillo estaba siempre cerrado con llave. Ella debía de levantarse de madrugada para sacar lo que quería ofrecer a don Marcelino en su siguiente visita, pero nunca descubrí el escondite intermedio, y pocas veces llegué a ver el objeto de la transacción. Tampoco escuchaba sus negociaciones, porque ninguno de los dos podía permitirse el lujo de chillar, aunque sólo con verles la cara al salir, me imaginaba la clase de acuerdo al que habían llegado.
—Este cabrón, sinvergüenza… —a finales de 1939, María Pilar ni siquiera se levantaba para acompañarle hasta la puerta, y era yo quien contemplaba una chispa de excitación en los ojos del anticuario, sus mejillas coloreadas de euforia—. ¡Un ladrón! Eso es lo que es, ni más ni menos que un ladrón. Vamos, que venirme a mí con esos precios…
Pero los aceptaba. Tenía que aceptarlos porque no le quedaba otra. No podía desairarle por miedo a que la denunciara a la policía, y tampoco podía denunciarle sin autoinculparse. Lo sabían los dos, y lo sabía yo, que veía cómo el anticuario iba apretando poco a poco una soga imaginaria alrededor del cuello de mi madrastra.
—Buenos días, don Marcelino —y esperaba a que respondiera cortésmente a mi saludo antes de transmitirle un mensaje que él conocía de antemano—. Que dice María Pilar que anteanoche le estuvo esperando, y ayer también, todo el día, y le gustaría saber cuándo tiene usted previsto venir.
—Pues no sé, hija mía, la verdad es que no lo sé. No me encuentro muy bien, con estos fríos… A ver si mejora el tiempo y me repongo un poco.
Yo fingía que le creía, él fingía que me lo agradecía, y todavía me tocaba volver una o dos veces hasta que juzgaba que nuestra desesperación había llegado a un punto óptimo para sus intereses. En esas circunstancias, decidí que lo mejor para los míos era buscar trabajo.
La policía precintó el almacén de la calle Hortaleza al día siguiente de que detuvieran a mi padre por primera vez. El local era nuestro, pero no podíamos venderlo ni alquilarlo hasta que procesaran al detenido, porque en función de los cargos que se presentaran contra él, sus propiedades podrían ser expropiadas y adjudicadas a los demandantes como reparación. Intenté averiguar quién le había demandado, y me dijeron que eso estaba bajo secreto de sumario. Pregunté después cuáles eran los cargos y me respondieron que no se sabía. Me interesé después por la fecha del juicio y tampoco quisieron contestarme. Antes de probar las amargas consecuencias de aquel silencio, aprendí a vivir en un mundo al revés.
Mi padre, un simple simpatizante socialista, que aparte de estar afiliado a la UGT no había hecho nada más que ser guardia de asalto, estaba en la cárcel. Toñito, el auténtico rojo activo de la familia, a salvo en algún lugar, aunque fuera al precio de esconderse como un animal en su madriguera. Entretanto, María Pilar, una auténtica delincuente que ni siquiera había sido de izquierdas, dormía en su cama cada noche mientras nos mantenía a todos con el producto de sus robos, aunque era inevitable que la detuvieran antes o después. Por eso, ella no se atrevía a salir y yo me pasaba el día machacando aceras, recorriendo Madrid de punta a punta en busca de algún empleo que me permitiera mantener a mis hermanos cuando las cosas dejaran de ir mal para empezar a ir peor, un horizonte tan terrorífico que no me dejaba dormir por las noches.
En octubre de 1939, cuando cumplí diecisiete años, Isabel tenía doce, Pilarín, siete, y a los mellizos, Juan y Pablo, todavía les faltaban unos meses para llegar a los cuatro. Aquel día, todos me regalaron muchos besos. No hubo comida especial, ni tarta, ni visitas, pero Isa encendió una cerilla después de cenar, y me animó a soplarla para pedir un deseo. Cerré los ojos, y durante un instante, deseé un cañamazo y una caja de hilos de colores en una habitación grande y soleada, un puesto fijo en un taller de bordadoras, como el que tenía cuando la guerra me lo quitó, la mejor plataforma para encontrar un hombre bueno y divertido, del que pudiera enamorarme mientras llegara el momento de compartir un cocido con él en un banco de la calle. No había nada que deseara más, pero eso era lo mismo que pedir que nunca hubiera habido una guerra.
Mi antigua patrona había desaparecido. Olvido, la oficiala de entonces, me pasaba de vez en cuando algún encargo que no podía terminar sola, pero ya no quedaban talleres, sólo muchachas machacando aceras, implorando en las lencerías, en las tiendas de ropa, en las de mantones, casi siempre sin suerte, porque los dueños leían en nuestros ojos ávidos, en nuestros cuerpos flacos, en la ansiedad que nos afilaba los pómulos y dibujaba una sombra púrpura bajo nuestros ojos, que éramos hijas, esposas, hermanas de republicanos, y nadie se arriesgaba a colocar a una roja en la inmensa cárcel de desahuciados en la que nos había tocado sobrevivir, así que cambié de deseo sobre la marcha. No me gustó pensar lo que estaba pensando, pero no tenía mucho más donde elegir. Que no detengan a María Pilar. Que no se la lleven, aunque no la quiera, aunque sea una ladrona, aunque se merezca estar en la cárcel. Que no la encuentren, que no me la quiten, que no me dejen sola con los niños, que no detengan a María Pilar… Ese fue el deseo de mis diecisiete años.
El destino me regaló seis meses de mal sueño. En abril de 1940, cuando metieron a mi madrastra en la cárcel de Ventas, empecé a dormir mejor, porque llegaba a la cama tan agotada, después de vivir en una pura pesadilla durante cada minuto de cada día, que no tenía fuerzas ni para soñar desastres. Aquel año me enseñó que eso de ir de mal en peor era una expresión tonta, torpe, porque lo peor no puede compararse con nada. Lo peor es un saco sin fondo, un pozo infinito, un túnel negro donde los desesperados que se arrastran a tientas, sin atreverse a mirar hacia arriba, no llegan nunca a atisbar la luz. Desde que acabó la guerra, yo sabía que lo peor estaba por llegar, que acechaba detrás de una hoja de cualquier calendario, pero jamás imaginé que fuera tan enorme, tan inabarcable, tan devastador. Quizás por eso, antes de que la desgracia se multiplicara, encadenando una ruina tras otra como si estuviera jugando a comprobar mi capacidad de resistencia, 1939 quiso demostrarme que no había sido tan malo, y me hizo otro regalo antes de marcharse.
Aquellas navidades fueron un presagio del tiempo que vendría y el momento que escogió el hambre, aquel desconocido, para dejar en nuestras manos su tarjeta de presentación. A mediados de diciembre, don Marcelino se esfumó, dejando tras de sí sólo un cartel, «cerrado durante las fiestas navideñas», en un escaparate vacío. María Pilar tuvo que arriesgarse, recurrir a sus antiguos socios, confiarles que estaba viva y en casa, una audacia que nos salvaría durante unos meses sólo para condenarla definitivamente después. Pero en Nochebuena, sus gestiones aún no habían dado resultado, y las mías no arrojaron más que unas pesetas que me prestó el señor Felipe, el cordelero del número 17, cuando se acabaron las pocas que había podido reunir bordando para Olvido, haciendo recados y limpiando los cristales de la tienda de don Marcelino. Aquel día estuve a punto de intentar comprar el pan como lo hacían la mitad de las chicas del barrio, enseñándole las tetas a Jero, el hijo tonto de la panadera de la calle León, pero no hizo falta. Cuando ya le había dado varias vueltas a todos los puestos del mercado de la Cebada, el más barato al que podía llegar andando, sin decidir con qué acompañar el repollo que llevaba en la cesta, oí un ruido sordo tres veces repetido, que incrementó en la misma proporción el peso que sostenía con la mano derecha, antes de que otra mano me cogiera del brazo izquierdo para tirar de mí.
—Sigue andando y no mires para atrás —reconocí el acento, la voz, pero incluso así, al mirarle de reojo me costó trabajo aceptar que la Palmera me estuviera sacando del mercado a tirones—. Son tres patatas bastante gordas, se las acabo de robar a la Timotea, que es una cabrona estraperlista.
—Pero tú… —cuando salimos a la calle quise preguntarle qué hacía allí, pero me quedé muda al ver como sacaba de un bolsillo una tableta de turrón de Jijona y un cartucho de peladillas que fueron a hacerle compañía a las patatas y al repollo en el fondo de la cesta—. Y eso, ¿también lo has robado?
—No, el postre os lo manda tu hermano, pero sin embargo… —separó de la americana el brazo izquierdo que llevaba pegado al costado, como si fuera un tullido, y sacó un trozo de bacalao en salazón—. Digamos que me he encontrado esto en el suelo ahí dentro, como si alguien lo hubiera tirado con el codo mientras tú dabas vueltas a los puestos como un alma en pena. Ten —también lo echó en la cesta—, y vete a casa. Pero esta noche, sal a las doce menos cuarto, con un velo y un rosario, como si fueras a oír la misa del gallo en las Calatravas de Alcalá. Yo te estaré esperando en la esquina de Cedaceros —se quedó parado un instante, como si esperara una pregunta que no me atrevía a hacerle, y después, él mismo me dio la respuesta—. Antonio quiere verte. Y ahora, corre.
No pude hacerlo. Me quedé parada en mitad de la acera, la cesta llena con aquella compra extravagante y las lágrimas temblándome en los ojos, los ojos temblándome en la cara, la cara temblándome en un cuerpo que mis piernas apenas sostenían, ellas también un puro temblor. Quería hablar, darle las gracias por todo, por las patatas, por el bacalao, por el turrón, por haber venido a buscarme, por contarme que Antonio quería verme. Quería hablar, pero no podía, y ni siquiera le veía bien.
—¿Pero qué haces ahí? Vete ahora mismo a casa, Manolita, y no llores —volvió a cogerme del brazo para obligarme a andar otro trecho—. Ya no se puede ni llorar por la calle, ¿es que no te has enterado? Anda, que como te pare un guardia y te pregunte qué te pasa, al final todavía la acabamos liando.
—Muchas gracias, Palmera —le dije antes de separarme de él y seguí andando sola, sin mirar para atrás.
—Muchas veces, preciosa —escuché a mi espalda, en un susurro.
Si la guerra había puesto el mundo boca abajo, la derrota lo volvió del revés. Paco Román, la Palmera, aquel sujeto incomprensible, siniestro, peligroso, que me había torturado en sueños tantas noches, se convertiría pronto en mi único amigo y más que eso, una improvisada hada madrina, el ángel de la guarda afeminado, con chapas metálicas en los tacones de las botas y un rastro de lápiz negro en el párpado inferior, que se las arreglaría para estar cerca de mí cuando todas las puertas se cerraran, armado con un chiste entre los labios y algo comestible en los bolsillos.
—Feliz Navidad, ¿no? —aquella noche me dio mucho más—. Que es lo propio…
Me cogió del brazo y me guio por el camino más largo hasta la puerta de artistas del tablao donde trabajaba. Le seguí por las escaleras sin atreverme a hacer preguntas, hasta que llegamos a una puerta cerrada. Llamó con los nudillos, primero tres veces, luego dos más, y una desconocida abrió desde dentro. La primera vez que entré en el cuarto del vestuario, todos los trajes estaban corridos, las luces encendidas, y media docena de mujeres, que acababan de cambiar los faralaes por batas de raso de andar por casa, brindando con sidra en copas de champán. En una butaca, al fondo, vi a un hombre, pero no estuve segura de que fuera mi hermano hasta que su boca se despegó de la de una mujer sentada en sus rodillas, con la que se besaba como si sus cabezas fueran una sola. A ella la reconocí primero. Era Eladia. Toñito la apartó con delicadeza antes de levantarse para venir hacia mí.
—¡Qué bonito! —Jacinta fue la única que se atrevió a interrumpir el silencio en el que nos dimos un abrazo interminable, largo y estrecho, cuajado de besos, de lágrimas—. Dan ganas de aplaudir y todo, como en el cine.
—Pues sí, no faltaba otro escándalo… —la voz de Eladia nos separó, pero yo aún no quise desprenderme del todo de los brazos de mi hermano, y me quedé mirándole un rato muy largo, como si necesitara convencerme de que aquel hombre joven, relajado y bien alimentado, tan guapo como siempre y más que nunca, era de verdad Toñito.
—No te preocupes por mí, Manolita —él mismo disipó mis dudas mientras sujetaba mi cara con las manos, sus ojos risueños, fijos en los míos—. Aquí estoy de puta madre. Mejor que en la calle, seguro.
Pronto comprendería que eso no era más que una pequeña parte de la verdad. La versión completa incluía no sólo que mi hermano estuviera bien, sino que estaba mucho mejor que yo, que cualquiera de nosotros. Sin embargo, le había echado tanto de menos, me dio tanta pena, tanto miedo encontrarle allí, en aquel cuarto ajeno, rodeado de flecos, de volantes y mujeres desconocidas, que tuve que obligarme a sonreír. Y cuando terminó de contarme que vivía entre aquella habitación y el piso que Eladia tenía alquilado dos portales más arriba, los labios casi me dolían del esfuerzo.
—Voy y vengo por las azoteas, aunque algunas noches, cuando las chicas se van, salgo con ellas. A esas horas no hay nadie en la calle.
—Pero es muy peligroso, Toñito —objeté en un susurro—. Cualquiera puede denunciarte, pueden…
—¿Quién? —me interrumpió con una sonrisa mientras describía un círculo con el brazo—. Estas, desde luego, no. Aquí hay de todo, ¿verdad, Dolores? —la sastra sonrió, asintiendo con la cabeza—, el Frente Popular al completo, una viuda de republicano, dos socialistas de Largo Caballero, otra de Negrín, Jacinta, que es camarada, mi novia, que tiene la mala costumbre de ser anarquista, como sabes… —alargó un brazo para coger a Eladia por la cintura, la estrechó contra él y ella le devolvió el mimo, dejando caer la cabeza contra su cuello mientras le sonreía con una complacencia mansa, inaudita—, y la Palmera, por supuesto. Nadie más sabe que estoy aquí. Cuando echemos a Franco, volveremos a liarnos todos a hostias —una carcajada general acogió esa predicción—, pero de momento, estamos juntos y muy bien relacionados, por cierto, así que… —se sacó un cartón del bolsillo—. Toma, mi regalo de Reyes.
Era una cartilla de fumador a nombre de Antonio Perales Cifuentes, nuestro padre, un preso de la cárcel de Porlier que no tenía derecho a ninguna libreta como la que su hijo mayor acababa de depositar entre mis manos.
—Pero, esto… ¿Es auténtica?
—Natural —fue Eladia quien respondió—. No vamos a darte una falsa, para que te encierren a ti también.
No me atreví a preguntar cómo la habían conseguido, pero se la agradecí como si adivinara que, muy pronto, la comida que pudiera poner sobre la mesa dependería de mi habilidad para trapichear con aquellos cupones. Sin embargo, cuando me despedí de Toñito con un abrazo tan fuerte como el que nos había reunido, seguía sintiendo más miedo por él que gratitud por su regalo. Fue en vano.
En una ciudad donde cualquiera era capaz de vender a su madre por dos perras, aquellas mujeres de reputación menos que dudosa demostraron una lealtad tan incombustible que acabó sumergiendo a mi hermano en un puro espejismo de irrealidad. Con el tiempo me convencí de que eso era lo que había ocurrido, que Toñito se había vuelto loco, que había perdido todas las referencias, que se sentía tan poderoso, tan invulnerable, tan inmortal, que ni siquiera sabía en qué país vivía. Sólo un delirio nacido de su aislamiento, de la feliz ignorancia de uno de los pocos madrileños que seguían viviendo en la capital de la República sin haber llegado a conocer la de Franco, podía justificar el absurdo plan que, en la primavera de 1941, justo en el momento en que empezaba a vislumbrar una pequeña luz más allá de las tinieblas, me convirtió por última vez en la señorita Conmigo No Contéis.
—Escúchame. Lo único que te pido es que me escuches. Ya sé que suena raro, pero es un plan limpio, seguro. No vas a correr ningún riesgo.
—¿Pero cómo se te ocurre proponerme una cosa así? —le contesté lo de siempre, que no contara conmigo, aunque ya sabía que él tampoco iba a aflojar tan fácilmente—. ¡Sí, hombre! No tengo yo otra cosa que hacer que casarme ahora con un preso para que tú sigas jugando al revolucionario, ya te digo…
—No te estoy pidiendo que te cases —volvió a pronunciar cada palabra con tanta violencia como si su lengua la cortara con el filo de un cuchillo—. Te estoy dando una oportunidad de luchar contra los asesinos de tu padre. ¿Te vale como razón, o necesitas alguna más?
—No me vengas con esas, Toñito…
—¿No? —y volvió a mirarme con dureza—. ¿Los has perdonado, entonces?
Ni él ni yo necesitábamos escuchar una respuesta que ya conocíamos. Yo tampoco tenía nada más que decir, pero antes de irme, le miré y leí en sus ojos lo que estaba pensando, siempre igual, cómo no, la tonta de Manolita aguando la fiesta. Y total, ¿por qué? Por egoísmo, por pereza, porque ella no mueve un dedo para ayudar a nadie… Eso era lo que pensaba mi hermano mientras vivía como un pachá, un convaleciente mimado, protegido por media docena de mujeres, que dormía en la cama de Eladia, comía bien, bebía mejor, fumaba gratis y no sabía cómo era mi vida. Por eso, la señorita Conmigo No Contéis seguía siendo yo, no él.
Al marcharme de allí, no podía sospechar que al final, como siempre, acabaría saliéndose con la suya. A cambio, él nunca podría imaginar la naturaleza de los motivos que me impulsaron a aceptar su oferta.
—Pero, mujer… Inténtalo, por lo menos —la Palmera se me quedó mirando con el maquillaje intacto, después de acompañarme hasta la puerta trasera del tablao—. A Antonio le hace mucha ilusión y a ti… ¿Qué trabajo te cuesta? Total, es una boda de mentira, ¿no? ¡Si yo te contara la de esas que he visto en mis buenos tiempos! Y todas para lo mismo, que tú, ni eso vas a tener que hacer, pobrecita mía…
Desde la Navidad de 1939 hasta el mes de mayo de 1941, él había sido mi único amigo, y más que eso. Cuando lo peor ejecutó a mi padre, cuando encarceló a mi madrastra y me lo quitó todo para demostrarme que, en realidad, lo malo no era un mal sitio donde estar, mi única esperanza consistía en distinguir una figura flaca, un traje raído, unos zapatos baratos, muy viejos, pero muy limpios, merodeando cerca del número 7 de la calle de las Aguas.
—Di que sí, anda, y ese día yo te arreglo, te peino, te pinto… —empezó a loquear con las manos en el aire para hacerme reír—. Como a una reina, te voy a dejar, no te digo más.
—¿Pero no habíamos quedado en que era una boda de mentira?
—¿Y qué? Una boda es una boda —entornó los ojos para dirigirme una mirada triste, melancólica—. Igual, con el tiempo, el chico te acaba gustando, y si no… En este país de mierda, todos necesitamos un poco de emoción. Cásate con él, anda, aunque sólo sea para que nos hagamos ilusiones de que algo va a salir bien durante una temporada…
Después de nuestro primer encuentro en el mercado, la Palmera vino a buscarme otras muchas tardes, tantas que llegó un momento en el que me bastaba con mirarle para adivinar el motivo de su visita. Un gesto relajado, sin ojeras, significaba que Toñito lo había mandado con algún recado. Durante algunos meses, aquello fue lo mejor que podía pasarme, pero el hambre relegó muy pronto la situación de mi hermano a la categoría de los asuntos poco urgentes. Por eso, al distinguir su silueta a lo lejos, cruzaba los dedos para invocar una cara abotargada, unos ojos enrojecidos, el espantoso, inequívoco aspecto de quien ha dormido muy poco después de beber demasiado. Cuando era eso lo que me encontraba, él sonreía antes de sacarse de los bolsillos de la americana, como un Rey Mago espléndido y flamenco, unos paquetitos de papel de estraza llenos de almendras saladas, de tacos de jamón, de lonchas de mojama o de queso manchego, los restos de las tapas que no se habían terminado los clientes de la juerga de la noche anterior, y que había rebañado plato a plato, adelantándose a los camareros, para los niños y para mí.
En mayo de 1941, en la puerta de artistas del tablao, sonreí al recuerdo de las carcajadas que se nos escapaban en aquellos días horribles, al contemplar la sal que solía espolvorear nuestro botín.
—En fin, menos mal que el agua de las fuentes sale gratis, ¿verdad?
—Gracias, Palmera —y recordé también que él nunca había tenido ningún deber, ninguna obligación de preocuparse por mí.
—De nada, preciosa —así comprendí que aquellos puñaditos de almendras fritas, aquellos tacos de queso y de jamón, me comprometían en una misteriosa fraternidad a la que hasta entonces nunca había creído pertenecer—. Yo sé lo que es pasar hambre.