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DOBLE LUCHA CONTRA EL MAL.— Cuando un mal nos aflige, podemos librarnos de él, o bien suprimiendo la causa, o bien modificando el efecto que produce nuestra sensibilidad, hasta por un cambio del mal en un bien, cuya utilidad revelará más tarde. La religión y el arte (así como la filosofía metafísica), se esfuerza en provocar el cambio de sensación, sea por el cambio de nuestro juicio sobre los hechos de nuestra vida (por ejemplo, valiéndose del principio de Dios castiga lo que ama), sea sacando el placer del dolor mismo, despertando la emoción general (que es lo que el arte trágico toma como punto de partida). Cuando mayor sea la inclinación de un individuo a interpretar y justificar, menor todavía será el mal que atribuye a las causas del mal y menos las evitará: el alivio y la anestesia momentáneos —como se hace con el dolor de muelas— le bastan aún en los sufrimientos más graves. Cuanto más terreno pierde el imperio de las religiones y de todas las artes de narcotismo, con mayor empeño se proponen los hombres la supresión completa de los males, lo que sienta deplorablemente por cierto a los poetas trágicos, puesto que así encuentran menos amplio el dominio del destino despiadado e inevitable; pero mucho peor sienta a los sacerdotes que han vivido hasta aquí del amodorramiento de los males humanos.
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EL CONOCIMIENTO ES DOLOR.— ¡Cuánto diera por hacer buenas las falsas afirmaciones de los homines religiosi!, (que existe un Dios que nos exige el bien, que es custodio y testigo de toda acción, de todo pensamiento, que nos ama, que en las desgracias nos socorre). ¡Cuánto diera por otras verdades, que serían tan saludables, consoladoras y benéficas como estos errores! Pero tales verdades no existen; la filosofía puede, cuando más, oponerles apariencias metafísicas (en el fondo falsedades también). Precisamente por la tragedia no puedo creer en los dogmas de la religión y de la metafísica, si se tiene en la cabeza y en el corazón el método de la verdad. Por otra parte, se ha llegado, por la evolución de la humanidad, a ser bastante excitable, apasionado, para tener absoluta necesidad de medios de salud y de consuelo de género más elevado, de donde viene el peligro de que el hombre se ensangriente al contacto de la verdad reconocida, o más exactamente, del error penetrado. Esto es lo que expresa Byron en versos inmortales:
El conocimiento es dolor: los que más sepan más deben llorar esta verdad fatal: el árbol de la Ciencia no es el de la vida.
Contra tales inquietudes, es grato evocar la magnífica frivolidad de Horacio, a lo menos en lo que se refiere a los errores y eclipses del sol del alma, y decir con él:
¿Por qué atormentas con designios eternos un ánimo tan pequeño?
¿Por qué no descansar bajo un plátano o bajo este esbelto pino?
Pero de todos modos, frivolidad o melancolía, vale más que un retroceso romántico y una retirada en buen orden, una nueva aproximación al cristianismo, bajo cualquiera forma que sea, pues él no podemos, según el estado actual del conocimiento, seguir entendiéndonos ya, sin mancillar incurablemente nuestra conciencia intelectual y traicionarla frente a frente de nosotros mismos y de los demás. Estos dolores pueden ser penosos; pero nadie sin dolor llega a ser un guía, un educador de la humanidad, y ¡desgraciado de aquél que quiera ensayarlo sin tener esa pura conciencia!
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LA VERDAD EN RELIGIÓN.— Es indudable que en el período del razonamiento, nadie ha sido justo respecto a la importancia de la religión, pero es también cierto que es la reacción que siguió contra el razonamiento, se traspasó de nuevo la justicia, tratando a las religiones con amor, con pasión y atribuyéndoles, por ejemplo, una profunda comprensión del mundo. ¿Qué digo?, la comprensión más profunda con la que la ciencia, despojada del dogmatismo, hubiese poseído la verdad bajo una forma no mística. Las religiones deben, pues —tal es la afirmación de los adversarios de la explicación—, expresar el sensu allegorico, teniendo en cuenta la inteligencia de las masas, ésa sabiduría de toda la antigüedad, que es la sabiduría en sí, en el sentido de que toda verdadera ciencia de la Edad Moderna habría conducido a ella, no alejado de ella: de manera que entre los más antiguos sabios de la humanidad y todos los que les siguieron, reinaría la armonía y aun la identidad de miras, y el progreso de los conocimientos —suponiendo que de ellos quisiera hablarse— se refería, no al principio, sino a su comunicación. Todo este concepto de la religión y la ciencia es erróneo en el fondo, y no tendría partidarios si la elocuencia de Schopenhauer no la hubiese tomado bajo su protección: esa elocuencia clara, y que sin embargo no llega al auditorio. Si es cierto que se puede sacar mucho provecho de la explicación religiosomoral de Schopenhauer para la comprensión del cristianismo y de las otras religiones, también es verdad que sobre el valor de la religión para el conocimiento se ha engañado. Él mismo era en esto un alumno demasiado dócil de los maestros de la ciencia de su tiempo, que hacían sacrificios al romanticismo y habían abdicado el espíritu de razonamiento nacido en nuestra época actual; no habría podido de ningún modo hablar del sensus allegoricus de la religión; habría más bien tributado homenaje a la verdad, como acostumbraba hacerlo, en estos términos: nunca hasta hoy religión alguna ha dicho ni mediata ni inmediatamente, ni en dogma ni en parábola, una verdad.
Toda religión ha nacido de la inquietud y de la necesidad, y se ha insinuado en la existencia apoyándose en los errores; alguna vez quizá, puesta en peligro por la ciencia, introduce por mentira en su sistema una teoría filosófica, a fin de que se la encuentre más tarde establecida, pero esto es una habilidad de teólogos, es decir, emanada de un tiempo en que una religión duda ya de sí misma. Esos acontecimientos de la teología, que a la verdad han sido hechos ventajosamente en el cristianismo religión de una edad erudita, penetrada en la filosofía, han conducido a su superstición del sensus allegoricus; pero más que ellos, la costumbre de los filósofos (especialmente de los filósofos anfibios, filósofos, poetas y artistas filosóficos), de tratar de manera general todos los sentimientos que se encontraban en sí mismos como esencia fundamental del hombre, y de atribuir así a sus propios sentimientos religiosos una influencia considerable sobre la construcción de sus sistemas. Como los filósofos filosofaban más de una vez bajo la influencia tradicional de los hábitos religiosos, o por lo menos bajo el imperio de la famosa «necesidad metafísica», llegaban a opiniones teóricas que tenían en efecto con las opiniones religiosas, judías o cristianas o indias gran semejanza —como pasa con los niños y sus madres—, salvo que en este caso, los padres no se explican claramente cómo pueda suceder aquello; pero en la inocencia de su admiración, inventaban fábulas sobre el parecido familiar de la religión y la ciencia. En realidad, no existen entre las religiones y la ciencia ni parentesco, ni amistad, ni enemistad siquiera: viven en planetas diferentes. Toda la filosofía, que abre campo, en la obscuridad de sus miras últimas, al brillo de la cola de un cometa religioso, hace sospechoso todo lo que propone como ciencia: eso corresponde a la religión, aunque bajo el disfraz de la ciencia. Hay más: si todos los pueblos se hallaran de acuerdo sobre ciertas materias religiosas, por ejemplo, en la existencia de Dios (lo que, entre paréntesis, no es verdad en especie), esto sería un argumento contra las materias afirmadas, por ejemplo, la existencia de Dios; el consensum gentium, y generalmente hominum, no puede equitativamente servir de garantía más que a una torpeza. Por el contrario, no existe el consensus omnium sapientium, relativamente a una sola materia, salvo la excepción de que hablan los versos de Goethe:
Los más sabios de todos los tiempos
sonreían y menean la cabeza y están acordes en decir:
¡locura la de empeñarse en mejorar los locos!
¡Hijos de la sabiduría, temed a los locos
como locos: así conviene!
Dicho sin versos ni rima y aplicado a nuestro caso: el consensus sapientium consiste en tener el consensus gentium por una necedad.
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ORIGEN DEL CULTO RELIGIOSO.— Si nos remontamos a los tiempos en que la vida religiosa florecía más esplendorosamente, encontramos una convicción fundamental de la que ya no participamos, y por consiguiente, vemos cerradas de una vez y para siempre las puertas de la vida religiosa: se refiera a la Naturaleza y sus relaciones. En aquellos tiempos nada se sabe de las leyes naturales; ni para la tierra ni para el cielo se necesitan las estaciones, la salida del sol, la lluvia, pueden venir o no venir; faltaba la todo concepto de causalidad natural. Cuando se rema, no es el remo el que hace avanzar la embarcación; remar es una ceremonia mágica, por la cual se obliga a un demonio a mover el barco. Todas las enfermedades, la muerte misma, son resultado de influencias maravillosas. No existe nunca ni en la enfermedad ni en la muerte marcha natural; la idea del «desenvolvimiento natural» falta; comienza a aparecer en la Grecia antigua, es decir, en un lugar muy moderno de la humanidad, en la concepción de la Moira, que tiene su trono más alto que los dioses.
Cuando un hombre tira del arco, hay siempre cerca de él una mano y una fuerza racional; las fuentes brotan repentinamente, se piensa desde luego en los demonios subterráneos y en sus artificios; debe ser la flecha de un dios, bajo cuya acción invisible un hombre cae inesperadamente. En las Indias, todos los carpinteros tienen, según Lubbock, la costumbre de ofrecer sacrificios al martillo, al hacha y a los demás utensilios que emplean; un brahmán trata del mismo modo la caña con que escribe, un soldado las armas que emplea en campa, un albañil la llama, un labrador el arado. Toda la Naturaleza es, para los hombres religiosos, un total de actos de seres conscientes, un enorme conjunto de caprichos. No hay lugar a ninguna conclusión sobre que algo sea de tal o cual manera, deba llegar de tal o cual manera; lo que existe casi seguro, lo que es objeto de cálculo somos nosotros; el hombre es la regla, la Naturaleza la ausencia de la regla; esta proposición encierra la convicción fundamental que domina las antiguas civilizaciones groseras, productoras en religión. Nosotros, hombres de hoy, sentimos lo contrario; cuando más rico se siente el hombre interiormente, más polífona se hace la música y el ruido de su alma, más poderosamente actúa sobre él la unidad de la Naturaleza; todos reconocemos con Goethe en la Naturaleza el gran medio de equilibrio para las almas modernas; oímos el martilleo del péndulo, de ese gran reloj con aspiración al descanso, al recogimiento y a la calma, como si pudiéramos embebernos en esta unidad, y por ella solamente llegar al gozo de nosotros mismos. En otro tiempo pasaba lo contrario: si pensamos en los estados groseros y primitivos de los pueblos, o si vemos de cerca los salvajes actuales, los encontramos determinados de la manera más fuerte por la ley, la tradición; el individuo está ahí encadenado casi automáticamente y se mueve con la regularidad de un péndulo. Para él la Naturaleza —la inconcebible, la terrible, la misteriosa Naturaleza— debe aparecer como imperio de la libertad, lo arbitrario, el poder superior, absolutamente como un grado del ser más elevado que el hombre, como Dios. Pero entonces cada individuo, en los tiempos y en los estados semejantes, siente que su existencia, su dicha, la de su familia, la del Estado, el éxito de todas las empresas depende de los caprichos de la Naturaleza; algunos fenómenos naturales deben producirse en tiempo oportuno, otros faltar en tiempo oportuno también. ¿Cómo ejercer influencia sobre estos horrores desconocidos, como ligarlos al imperio de la libertad? He aquí lo que se pregunta uno, lo que busca ansiosamente: ¿no existen, pues, medios para regular estos poderes por una tradición y una ley? La reflexión de los hombres que creen en la magia y en el milagro, tiende a imponer una ley a la Naturaleza, y para hablar brevemente, el culto religioso es el resultado de esta reflexión. El problema que estos hombres se proponen, está emparentado con este otro: «Cómo la raza más débil puede dictar, no obstante, leyes a la más fuerte, y dirigir sus acciones en relación a la más débil». Pensará uno desde luego en este dominio que se ejerce cuando se ha ganado la simpatía de alguno. Con súplicas y plegarias, con la sumisión, con la obligación por medio de presentes y ofrendas regulares, con celebraciones lisonjeras, es posible también ejercer cierta violencia, cierta presión sobre las potencias de la Naturaleza, una vez que se haya captado su simpatía: el amor encadena y es encadenado.
De ahí que se pudieran celebrar una especie de tratados, obligándose recíprocamente a conducta determinada, dar mutuas prendas cambiar juramentos. Pero mucho más importante es el constreñimiento del más fuerte, que se ejerce por medio de la magia y el encanto. Del mismo modo que el hombre, con la ayuda del encantador, sabe causar daño a un enemigo, aunque sea más fuerte, y le tiene angustiado en su presencia, del mismo modo que el filtro del amor actúa a lo lejos, así el hombre más débil cree poder determinar también a los espíritus más poderosos de la Naturaleza. El principal medio de encantamiento es tener en el propio poder algo de propiedad del otro, cabellos, clavos, platos, su retrato, su nombre. Así avituallado, puede proceder desde luego al encantamiento, dado que el supuesto fundamental es: a todo ser espiritual corresponde alguna cosa corporal; por este medio se es capaz de encadenar al espíritu, de hacerle daño, de aniquilarlo; el elemento corporal suministra la presa, y así podremos apoderarnos de lo espiritual. Del mismo modo que el hombre influencia al hombre, del mismo modo influencia también a un espíritu cualquiera de la Naturaleza, desde que éste tiene un elemento corporal por donde puede cogérsele. Se trata, diríamos, de un árbol y del germen de que procede —éste paralelo enigmático parece probar que en una u otra forma un solo y mismo espíritu es incorporado—, tan pronto grande, tan pronto pequeño. Una piedra que rueda repentinamente es el cuerpo en el cual actúa en espíritu; si en una llanura desierta se encuentra un bloque enorme, parece imposible pensar en una fuerza humana que la haya transportado allí; es la piedra la que se ha colocado en ese lugar por propio movimiento; de otro modo, es necesario que lo anime un espíritu. Todo lo que tiene cuerpo es accesible al encantamiento, y por lo mismo, también lo son los espíritus de la Naturaleza. Si un dios está directamente ligado a su imagen, se puede también ejercer contra el dominio directo (rehusando alimentarle por medio de los sacrificios, flagelándole, encadenándole, etcétera). Las gentes bajas de China, para arrancar a un dios cualquier favor, atan con cadenas la imagen del que los ha abandonado, la destrozan, la arrastran por las calles, por encima de basura y de inmundicias. «Pero, espíritu —dicen—, te hemos hecho habitar un templo magnífico, te hemos dorado lindamente, te hemos engordado, te hemos ofrecido sacrificio, y sin embargo eres tan ingrato». Semejantes medidas de rigor contra las imágenes de los santos y de la Madre de Dios, cuando no querían cumplir con su deber, en épocas por ejemplo, de peste o de sequía, se han producido aun en este siglo en países católicos.
Todas estas relaciones mágicas con la Naturaleza dan origen a innumerables ceremonias, y por fin, cuando se ha hecho demasiado barullo, se esfuerza uno por ordenarlas, sistematizarlas, de manera que cree asegurarse la marcha favorable de la Naturaleza, especialmente de la gran revolución anual, por la marcha correspondiente de un sistema de procedimiento. El sentido del culto religioso es determinar y alistar la Naturaleza en provecho del hombre; por consiguiente, imprimirle un carácter de legalidad que no tiene de antemano, mientras que en la época actual es la legalidad de la Naturaleza la que se quiere conocer para penetrar en ella. En una palabra, el culto religioso descansa en las ideas de encantamiento de hombre a hombre, y el encantador es más antiguo que el sacerdote. Pero descansa también en otras ideas más puras; supone las relaciones simpáticas de hombre a hombre, la existencia de la benevolencia, del reconocimiento, de la audiencia concedida a los que suplican, los contratos entre enemigos, la prestación de garantías, el derecho a la protección de la propiedad. El hombre, aun en grados muy inferiores de civilización, no se halla frente a frente de la Naturaleza en la situación de un débil esclavo, no es el servidor pasivo en el grado griego de religión; principalmente en lo que se refiere a las relaciones con los dioses olímpicos, se debe pensar en la existencia común de dos castas: una, más noble, más poderosa; la otra, menos noble, pero ambas correspondiéndose en cierto modo por su origen, que son de una sola especie; no tienen por qué sonrojarse la una de la otra. En esto consiste la nobleza de la religiosidad griega.
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A PROPÓSITO DE CIERTOS ANTIGUOS APARATOS DE SACRIFICIO.— Cuántos sentimientos se han perdido para nosotros, puede verse, por ejemplo, en la unión de la frase y aun de la obscenidad con el sentimiento religioso: el sentimiento de la posibilidad de esta mezcla desaparece: no comprendemos sino históricamente que haya existido en las fiestas de Demetra y de Dionisios, en los Juegos de Pascua y los misterios cristianos: pero todavía vemos lo sublime aliado de lo burlesco y lo conmovedor combinado con lo ridículo; esto quizá no lo comprenderá tampoco una edad ulterior.
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EL CRISTIANISMO COMO ANTIGÜEDAD.— Cuando en la mañana de un domingo oímos vibrar las viejas campanas, preguntamos: ¿Es posible que se haga esto por un judío, crucificado hace dos mil años, que se decía el Hijo de Dios? Falta la prueba de tal afirmación. Seguramente la religión cristiana es en nuestros días una antigualla subsisten de tiempos muy remotos, y el hecho de que se preste asenso a tal afirmación —cuando a la vez se ha llegado a ser en lo demás tan severo—, es tal vez la demostración más antigua de atavismo. Un Dios que hace hijos a una madre mortal; un sabio que recomienda no trabajar, no tener tribunales, sino estar atentos al fin inminente del mundo; una justicia que acepta al inocente como víctima expiatoria; aquél que manda a sus discípulos beber de su sangre; oraciones para obtener milagros; pecados cometidos contra un Dios, expiados por un Dios; el temor de un más allá cuya puerta está en la muerte; la figura de la cruz como símbolo, en un tiempo que no conoce ya la significación y la vergüenza de la cruz, ¡qué sensación de escalofrío brota de todo eso!
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LO QUE NO ES GRIEGO EN EL CRISTIANISMO.— Los griegos no veían los dioses homéricos por encima de ellos como amos, ni a sí mismos por debajo de los dioses como criados, así como los judíos. No veían en ellos sino el espejismo de los ejemplares más perfectos de su propia raza, y por tanto un ideal, no lo contrario de su propio ser. Se creen emparentados los unos con los otros, hay un interés recíproco, una especie de simmaquia. El hombre adquiere noble idea de sí cuando se da semejantes dioses y se coloca en una relación parecida a la que existe entre la pequeña y la gran nobleza; en tanto que los pueblos italianos tenían una verdadera religión de compatriotas en continua inquietud, frente a frente de los poderes malignos y caprichosos y de espíritus malhumorados. Allí donde los dioses olímpicos se alejaban, allí la vida griega era más inquieta, más sombría. El cristianismo, por el contrario, quebrantaba y estrellaba al hombre completamente y le hundía en un atolladero profundo, en el sentimiento de una completa abyección, y hacía entonces brillar repentinamente el esplendor de la misericordia divina, a tal punto que el hombre sorprendido, aturdido por la gracia, lanzaba un grito de arrobamiento y por un instante creía que llevaba sobre sí el cielo enero. Es a este exceso enfermizo del sentimiento, a esta profunda corrupción de la cabeza y el corazón, adonde llevan todas las invenciones psicológicas del cristianismo; quiere aniquilar, romper, aturdir, embriagar; no hay sino una sola cosa que no quiera: la medida, y por esto es, en el sentido más profundo, bárbaro, asiático, sin nobleza, no griego.
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SER RELIGIOSO CON VENTAJA.— Hay personas honradas y comerciantes íntegros a quienes la religión condecora con insignias de humanidad superior: éstos hacen muy bien en ser religiosos, pues la religión les embellece. Todos los hombres que no se ocupen en algún oficio de armas —y la palabra y la pluma están comprendidas en las armas— son serviles; para tales gentes la religión cristiana es utilísima, porque el servilismo toma entonces el aspecto de virtud y se embellece sorprendentemente. Las personas para quienes la vida diaria es una cosa vacía y monótona, se hacen fácilmente religiosas; en esto son comprensibles y perdonables, pero ningún derecho les queda para reclamar la religiosidad de aquéllos para quienes la vida diaria no corre vacía ni monótona.
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EL CRISTIANO COMÚN.— Si el cristianismo tuviera razón con sus frases del Dios vengador, de estado general del pecado, de la elección de la gracia y del peligro de una condenación eterna, sería signo de debilidad del espíritu y de falta de carácter no hacerse apóstol, sacerdote o misionero, y trabajar con temor e inquietud exclusivamente en favor de la propia salvación: sería un contrasentido perder así de vista la ventaja eterna por la comodidad de un tiempo. Supuesto que generalmente existe la fe de esto, el cristiano común es una figura digna de compasión, un hombre que no sabe contar hasta tres, y que, por su incapacidad mental para calcular, no merecía ser tan severamente castigado como cristianismo se lo promete.
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HABILIDAD DEL CRISTIANISMO.— Es una artimaña del cristianismo el enseñar tan altamente la total indignidad, pecabilidad y depreciación del hombre en general, que el desprecio de los contemporáneos no es con ello posible. «Soy indigno y despreciable en todos los grados», se dice el cristiano. Pero aun este sentimiento ha perdido su aguijón más penetrante, porque el cristiano no cree en su demérito habitual: es malo como todos los hombres en general, y descansa en el axioma: Todos somos semejantes.
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CONVERSIÓN DEL PERSONAL.— Luego que una religión llega a hacerse dominante, tiene como adversarios a todos los que fueron sus primeros prosélitos.
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DESTINO DEL CRISTIANISMO.— El cristianismo ha nacido para dar alivio al corazón; pero ahora le es necesario desolar el corazón para después aliviarlo. Después perecerá.
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LA PRUEBA DEL PLACER.— La opinión agradable es admitida como verdadera; es ésta la prueba del placer (o como dice la Iglesia, la prueba de la fuerza), de la cual todas las religiones se muestran tan orgullosas, cuando deberían sonrojarse de ella. Si la fe no hiciera dichosos, no habría fe; ¡cuán poco valor debe, pues, tener!
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JUEGO PELIGROSO.— El que hoy dentro de sí abre campo al sentimiento religioso, debe también dejarlo crecer allí, no puede proceder de otro modo. Entonces su ser se transforma poco a poco, las partes dependientes, limítrofes del elemento religioso, toman en él la preeminencia, todo el horizonte de su raciocinio y de su sentimiento está cubierto de nubes, de sombras religiosas que pasan. El sentimiento no puede quedar en reposo; pongámonos, pues, en guardia.
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LOS DISCÍPULOS CIEGOS.— Mientras un hombre conoce las fuerzas y las debilidades de su teoría, de su arte, de su religión, su fuerza es aún pequeña. El discípulo y el apóstol que no tiene ojos para ver las debilidades de la teoría, de la religión, etcétera, cegado por la vista de su maestro y su amor hacia él, tiene de ordinario más poder que el mismo maestro. Sin discípulos ciegos, jamás la influencia de un hombre y de su obra se ha hecho grande. Ayudar al triunfo de una idea, no tiene ordinariamente otro sentido que asociarla tan fraternalmente a la necedad, que el peso de la segunda significa también la victoria de la primera.
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DESMORONAMIENTO DE LAS IGLESIAS.— No hay bastante religión en el mundo para volver a la nada las religiones.
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IMPECABILIDAD DEL HOMBRE.— Si se ha comprendido cómo «el pecado vino al mundo», a saber, por errores de la razón, en virtud de las cuales los hombres se toman recíprocamente, más todavía, el individuo se toma a sí mismo como más negro y malvado que lo que es, toda la sensibilidad se encuentra aliviada, y hombres y mundo aparecen un día u otro con una aureola de inocencia, al punto que un hombre puede encontrarse allí esencialmente bien. El hombre, en medio de la Naturaleza, es siempre un niño. Y este niño sueña a veces un sueño angustioso, pero cuando abre los ojos vuelve a verse en el paraíso.
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IRRELIGIOSIDAD DE LOS ARTISTAS.— Homero se halla entre los dioses, y al mismo tiempo con los suyos y en calidad de poeta, se encuentra con aquéllos tan a su satisfacción, que es necesario de todo punto que haya sido esencialmente irreligioso; no obstante la materia que le proponía la creencia popular —una superstición seca, grosera, en parte afrentosa—, él procedía de una manera tan libre como el escultor con la arcilla, y por lo tanto, con aquella despreocupación que poseyeron Esquilo y Aristófanes, y en los tiempos modernos los artistas del renacimiento, como Shakespeare y Goethe.
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ARTE Y FACULTAD DE LA INTERPRETACIÓN FALSA.— Todas las visiones, los terrores, las desolaciones, los encantamientos del hombre santo son estados mórbidos conocidos que él mismo, por razón de errores religiosos y psicológicos radicados, interpreta de otra manera, es decir, no como enfermedades. Así, tal vez el demonio de Sócrates es una enfermedad del oído, que conforme a su tendencia moral dominante, se explica de manera diversa de la que pudiera hacerlo hoy. Lo mismo sucede con la locura y el delirio de los profetas y de los sacerdotes de los oráculos; siempre están en aquel grado de saber, de imaginación, de esfuerzo, de moralidad en el cerebro y en el corazón —los intérpretes son los que lo han hecho todo—; entre las facultades mayores de los hombres a quienes se llama genios y santos, es necesario colocar la de procurarse intérpretes que no les entiendan para salud de la humanidad.
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VENERACIÓN DE LA LOCURA.— Como se notaba que una emoción ponía frecuentemente la cabeza más despejada y evocaba dichosas inspiraciones, pensábase también que por las emociones más fuertes se tomaba parte en las inspiraciones y en las impresiones más dichosas, y así se veneraba a los locos, como si fueran los sabios y ordenadores de los oráculos. Base de todo esto, es un razonamiento falso.
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PROMESAS DE LA CIENCIA.— La ciencia moderna tiene por fin tanto el menor dolor posible como la más larga vida posible; por consiguiente, una especie de felicidad eterna, a la verdad muy modesta en comparación de las promesas de las religiones.
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DONACIÓN PROHIBIDA.— No hay bastante amor y bondad en el mundo para tener el derecho de hacer donaciones de ellas a seres imaginarios.
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SUPERVIVENCIA DEL CULTO RELIGIOSO EN LA CONCIENCIA.— La Iglesia católica, y antes que ella los demás cultos extinguidos, disponían de todo el dominio de los medios por los cuales el hombre es transportado a disposiciones extraordinarias y arrancado al frío cálculo del interés o al pensamiento de la razón pura. Una Iglesia que hace temblar por sus acentos profundos, los llamamientos sordos, regulares, atrayentes de un ejército de sacerdotes que transmiten involuntariamente su excitación a la comunidad y la hacen ser toda oídos casi ansiosamente, como si un milagro se acercase, la emanación de la arquitectura proviene de una divinidad, ¿para qué volver a predicar otra vez una cosa tan atroz y tan increíble? Pero los resultados de todo esto no se pierden sin embargo: el mundo interior de las disposiciones sublimes, conmovedoras, estáticas, profundamente penetradas, dichosas por la esperanza, se ha tornado innato a los hombres, principalmente por el culto; lo que existe de él en el alma, ha sido cultivado en gran escala cuando germinaba, crecía y florecía.
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RECUERDOS RELIGIOSOS.— Por mucho que uno se crea desacostumbrado de la religión, no ha llegado al punto de que no se sienta placer de experimentar y disposiciones religiosas sin contenido inteligible, como por ejemplo, en la música, y en cuando una filosofía nos expone la justificación de esperanzas metafísicas, de la profunda paz del alma que se debe pedir, y por ejemplo, habla de «todo el Evangelio cierto en la mirada de la Virgen de Rafael», acogemos tales expresiones y demostraciones con disposición de ánimo particularmente cordial, el filósofo tiene en esto demasiada facilidad que comprobar, responde por lo que le place dar a un corazón que ansía recibirlo. A este propósito se nota cómo a los espíritus libres no chocan sino los dogmas, pero reconociendo muy bien el encanto del sentimiento religioso, tienen sentimiento en dejar ir el último por causa de los primeros. La filosofía científica debe estar muy sobre sí para no ir, por causa de esta necesidad, necesidad adquirida —y por consiguiente también pasajera—, a introducir errores de contrabando; aun los lógicos hablan de presentimiento de la verdad en la moral y en el acto (por ejemplo, del presentimiento «que la esencia de las cosas es una»); esto es, por lo tanto, lo que debería prohibirse. Entre las verdades diligentemente descubiertas y sus semejantes «presentidas», queda el abismo infranqueable de que éstas son debidas a la inteligencia y aquéllas a la necesidad. El hombre no prueba que haya un alimento para satisfacerlo, pero lo desea. «Presentir» no significa reconocer en algún grado la existencia de una cosa, sino tenerla como posible en la medida en que uno la desea o la teme; el «presentimiento» no hace avanzar un paso en el país de la certidumbre. Se cree involuntariamente que las partes de una filosofía que lleva consigo un colorido de religión son mejor probadas que las demás; pero en el fondo es lo contrario; se tiene solamente el íntimo deseo de que pueda ser así, y por lo tanto, que aquello que haga dichoso sea lo verdadero. Ese deseo nos conduce a comprar como buenas razones que son malas.
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LA NECESIDAD DE LA REDENCIÓN CRISTIANA.— Por medio de un examen atento, debe ser posible encontrar en el fenómeno del alma del cristiano, que se llama necesidad de redención, alguno explicación libre de mitología, y por consiguiente, puramente psicológica. Hasta hoy, las explicaciones psicológicas de los estados y de los fenómenos religiosos estuvieron en descrédito, porque una teología sedicente libre cifraba en este dominio su existencia estéril; toda vez que de antemano, según puede deducirse del espíritu de su fundador, Schleiermacher, tenía el designio de mantener la religión cristiana y de hacer subsistir la teología cristiana, la cual, se decía, debía adquirir en los análisis psicológicos de los hechos religiosos nuevo fondo, y sobre todo nueva ocupación. Sin dejarnos conducir por semejantes guías, osamos exponer la explicación del fenómeno en cuestión. El hombre tiene conciencia de ciertas acciones que están por debajo de la escala de su conciencia, aun descubre en él cierta tendencia a acciones de ese género, que le parece tan inmutable como todo su ser. ¡Cuánto desearía ensayarse en esa otra clase de acciones, que son apreciadas por todos generalmente como las más altas y grandes! ¡Cuánto desearía sentirse dueño de la buena conciencia que debe dar el pensamiento desinteresado! Pero por desgracia permanece empeñado en su propósito, el descontento de no poder satisfacer aquellos deseos se agrega a todos los demás descontentos que le trajo en dote la existencia, o que son consecuencia de aquellas acciones que se llaman malas; por eso le aqueja profundo malestar, que le obliga a buscar un médico capaz de suprimir esa causa y todas las demás. Tal situación no causaría tanta amargura si el hombre no se comparase sino con otros hombres imparcialmente; entonces no tendría razón para estar tan descontento de sí mismo; llevaría simplemente su parte de la carga general del descontento y de la imperfección humana. Pero se compara con un ser reputado capaz solamente de acciones no egoístas y que vive en la conciencia perpetua de un pensamiento desinteresado, con Dios; por mirarse en espejo tan refulgente es por lo que le parece su ser tan obscuro, tan notablemente desfigurado. En seguida se siente angustiado, pensando en ese mismo ser que la imaginación se figura tener delante como una justicia castigadora; en todos los detalles de la vida, grandes y pequeños, reconocer sus iras, sus amenazas y hasta sentir de antemano los latigazos de sus jueces y de sus verdugos. ¿Quién le socorrerá en ese peligro, que por la perspectiva de una inconmensurable duración de la pena sobrepasa en crueldad a todos los demás temores de la imaginación?
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Antes de representarnos esta situación en sus consecuencias ulteriores, confesémonos que el hombre no llegó a tal situación por su «pecado», sino por una serie de errores de la razón. Primeramente, un ser que fuera capaz de acciones libres de todo egoísmo es más fabuloso todavía que el ave fénix, puesto que toda idea de «acción no egoísta» se desvanece ante su análisis exacto. Jamás hombre alguno ha hecho nada exclusivamente para los demás y sin ningún móvil personal. Más todavía: ¿cómo podría hacer algo sin relación a él, y por lo tanto, sin una necesidad interior (que debe tener su fundamento en una necesidad personal)? ¿Cómo el ego podría obrar sin ego? Un Dios que es todo amor, tal como se le acepta en ocasiones, no sería, por el contrario, capaz de ninguna acción no egoísta: a este respecto deberíamos acordarnos de un pensamiento de Lichtemberg, tomado, es verdad, de una esfera más humilde: «No podemos sentir por los otros, como dice comúnmente: sentimos por nosotros y nada más. Esta proposición será dura, pero no lo es si se oye bien. No se ama ni al padre, ni a la madre, ni al hijo, sino los sentimientos agradables que nos procuran». O como dice La Rochefoucauld: «Si uno cree que ama a la mujer por el amor de ella, está engañado». Los actos de amor se estiman más que otros, no por su esencia, sino por su utilidad; compárense las observaciones anteriores y las ya hechas al tratar «Del origen de los sentimientos morales». Pero que un hombre deba desear ser como ese Dios, todo amor, hacer y querer todo para los demás, nada para sí, es cosa imposible, por razón de que necesita haber mucho para sí para poder hacer algo por otros. Además, supone esto que el otro es bastante egoísta para aceptar siempre, y siempre de nuevo, este sacrificio, esta vida por él; de manera que los hombres de amor y de sacrificio tienen interés en la conservación de los egoístas sin amor e incapaces de sacrificio y que la alta moralidad para poder existir debería expresamente producir la existencia de la moralidad (con lo que, es verdad, se suprimiría ella misma). Por otra parte, la idea de un Dios inquieta y humilla, no tanto porque en ella se cree, sino por la forma como ha nacido, sobre lo cual el estado actual de la etnología comparada no puede caber ya duda, y desde que uno se da cuenta de ese nacimiento, tal creencia está arruinada. Pasa con el cristiano que se compara con Dios, como pasaba con don Quijote, que despreciaba su propio valor porque tenía metidos en la cabeza los hechos maravillosos de los héroes de los libros de caballería: la unidad que en estos casos sirve de medida pertenece al dominio de la fábula. Pero si la idea de Dios está arruinada, lo está también el sentimiento del «pecado» como crimen contra los preceptos divinos, como mancilla hecha a los seres consagrados a Dios. Entonces no queda verosímilmente sino esa inquietud que está muy emparentada, muy próxima al temor de los castigos de la justicia mundana o del desprecio de los hombres; el aguijón más penetrante del sentimiento del pecado está para en adelante roto, cuando uno se apercibe de que sin duda ha violado la tradición humana, los preceptos y los mandatos humanos, pero sin poner ello en peligro «la salvación eterna de las almas» y sus relaciones con la divinidad. Si el hombre llega a la vez a adquirir la convicción filosófica de la necesidad absoluta de todas las acciones y de su completa irresponsabilidad de convertirla en carne y sangre, entonces desaparecerá también ese resto del remordimiento de conciencia.
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Si, pues, el cristiano, como he dicho, ha llegado al sentimiento del menosprecio de sí mismo por algunos errores, por una falsa explicación de sí mismo por algunos errores, por una falsa explicación anticientífica de sus acciones y de sus sentimientos, debe notar con extrema admiración cómo este estado de desprecio, de remordimiento de conciencia, de disgusto en general, no subsiste; cómo oportunamente llegan horas en que todo esto ha huido del alma y uno se siente de nuevo libre y valeroso. Es el contento de sí mismo, el bienestar por su propia fuerza, de acuerdo con el debilitamiento consiguiente a toda excitación profunda y duradera, quien ha conseguido la victoria: el hombre se ama de nuevo, lo siente; pero precisamente ese amor nuevo, esa nueva estimación de sí, le parece increíble, no puede ver en ella más que el descenso, absolutamente inmerecido, de un rayo de la gracia de arriba. Si antes creía percibir en todas las impresiones, advertencias, amenazas, castigos y toda clase de manifestaciones de las iras divinas, se da ahora una nueva interpretación de todo aquello, dando acceso en sus pruebas a la bondad divina: tal suceso se le presenta amable; tal otro como indicación de remedio; así un tercero, y finalmente, toda su disposición alegre, tranquila, como prueba de que Dios es generoso. Del mismo modo que antes, sobre todo en el estado de disgusto, encontraba falsa explicación a sus acciones, así ahora la encuentra de sus impresiones. Su disposición consolada es conocida para él como el efecto de un poder reinante fuera de él; el amor con el cual se ama a sí mismo le parece un amor divino; lo que llama gracia y preludio de la redención es, en realidad, gracia hacia sí mismo, redención propia.
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Así, pues, una psicología falsa, determinada, cierta especie de fantasía en la explicación de sus móviles y de sus hechos, es condición necesaria para que un hombre sea cristiano y sienta la necesidad de su redención. ¿Se ve claro tras este extravío de la razón y de la imaginación? Entonces deja de ser cristiano.
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EL ASCETISMO Y LA SANTIDAD CRISTIANA.— A medida que algunos pensadores aislados se han esforzado por establecer, partiendo de esas raras manifestaciones de la moralidad que se tiene costumbre de llamar ascetismo y santidad, algo milagroso, ante lo cual es casi un crimen y no un sacrilegio sostener una explicación razonable, en esa misma proporción se ha esforzado a su vez la seducción que lleva a tal crimen. Poderoso impulso natural en todos los tiempos, ha conducido a protestar en general contra tales manifestaciones. La ciencia, siendo, como hemos dicho, una imitación de la Naturaleza, se permite, por lo menos, oponer objeciones contra su pretendida inexplicación, podríamos decir inexplicables, con gran contentamiento de los llamados admiradores de lo maravilloso moral. Pues, hablando en general, lo inexplicables absolutamente antinatural, sobrenatural, milagroso: he ahí el axioma que se formula en las almas de todos los religiosos y metafísicos (de los artistas también, cuando son al mismo tiempo pensadores), a la vez que el hombre de ciencia ve en este axioma el «mal principio». La primera verdad a que se llega por la consideración de la santidad y del ascetismo, es ésta: que su naturaleza es complicada, pues dondequiera, así en el mundo físico como en el mundo moral, se ha sentido gran contento en reducir lo que pretende ser maravilloso, lo complicado, a lo múltiplemente condicionado. Arriesguémonos, pues, a aislar de pronto algunos impulsos del alma de los santos y de los ascetas, y para concluir, a figurarnos los combinados.
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Existe cierta presunción vanidosa en manifestaciones sublimes, y a esa presunción corresponden numerosas formas del ascetismo. Algunos hombres tienen, en efecto, una necesidad tan grande de practicar su fuerza y sus inclinaciones a la dominación, que a falta de otros objetos o porque hayan fracasado siempre en otras esferas, llegan a tiranizar ciertas partes de su propio ser, por decirlo así, ciertas porciones o grados de sí mismo. Así es como más de un pensador profesa doctrinas que no sirven visiblemente ni para aumentar ni para disminuir su reputación; más de uno evoca expresamente al desconsideración de los otros hacia él, mientras que si callara le sería más fácil ser considerado; otros recuerdan opiniones anteriores y no se asustan desde aquel punto en ser llamados inconsecuentes; por el contrario, se esfuerzan en ello y se conducen como caballeros temerarios que no sienten placer al cabalgar, sino cuando el caballo se ha puesto furioso, está empapado en sudor, alborotado. Así como el hombre se eleva por caminos peligrosos a las más altas cumbres para reírse de su fatiga y de sus rodillas vacilantes, así también el filósofo profesa opiniones de ascetismo, de humildad, de santidad, con cuyo brillo afea de la manera más odiosa su propia figura. Esta tortura de sí mismo, esta burla de su propia Naturaleza, este spernere et sperni, a que han dado tanta importancia las religiones, es propiamente un grado altísimo de vanidad. Toda la moral del sermón de la montaña se halla en este caso: el hombre siente verdadera fruición voluptuosa en hacerse violencia por exigencias excesivas, y en deificar después lo que gobierna tiránicamente en su alma. En toda moral ascética, el hombre adora una parte de su ser como una divinidad, y debe por esto necesariamente creer diabólicas las demás partes que lo componen.
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El hombre no es a todas horas igualmente moral; esto está comprobado y es cosa conocida; si se juzga su moralidad según la capacidad de desprendimiento, de renuncia de sí, que conducen al gran sacrificio (el cual, si persiste y llega a hacerse un hábito, se llama santidad), se encuentra que en el estado de pasión es cuando se muestra más moral; la emoción superior le ofrece móviles nuevos, de los cuales, en la calma y tranquilidad cotidiana, no se creería nunca capaz. ¿Cómo sucede esto? A nuestro parecer, por el inmediato parentesco que existe entre todo lo que es grande y determina fuertes emociones. Una vez llevado el hombre a una excitación extraordinaria, puede determinarse lo mismo a una venganza horrorosa que a un horroroso anonadamiento de su necesidad de venganza. Lo que él quiere bajo la influencia de la emoción violenta, es siempre lo grande, lo violento, lo monstruoso, y como note por casualidad que su propio sacrificio le produce tanta o más satisfacción que el sacrificio de otro, escoge aquél. Propiamente, pues, no se trata en él sino de descargar su emoción; entonces puede, para aliviar su situación, coger los venablos de sus enemigos y clavarlos en su pecho. Esto hace que en la renuncia de sí mismo, y no solamente en la venganza, exista alguna grandeza que no ha podido ser inculcada a la humanidad sino por largo hábito; una divinidad que se ofreció a sí misma en sacrificio, fue el símbolo más fuerte, más eficaz, de tal clase de grandeza. Es una victoria alcanzada sobre el enemigo más difícil de vencer, es la repentina sujeción de una pasión —tal, a lo menos, aparece esa renuncia—, y por lo tanto, se la considera el colmo de la moralidad. Se trata en realidad de la confusión de una idea con otra guardando la conciencia de su misma elevación, su propio equilibrio. Los hombres de sangre fría que tienen calma en presencia de una pasión, no comprenden ya la moralidad de aquellos momentos, pero la admiración de todos los que han vivido en ese tiempo les presta apoyo; el orgullo es su consuelo, cuando la pasión y la inteligencia de su acto se debilitan. Así, pues, en el fondo, estos actos de abnegación, de renuncia de uno mismo, no son tampoco morales mientras no se realicen en favor de otro; mejor dicho, los otros no dan al corazón sobrexcitado sino una ocasión de alivio por medio de tal abnegación.
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El asceta procura también hacerse la vida ligera, y esto, ordinariamente, por medio de una sumisión completa a una voluntad extraña o a una ley y un ritual extenso, del mismo modo que el brahmán, que nada deja a su propia determinación y se determina a cada minuto por un precepto sagrado. Esta sumisión es un poderoso medio para hacerse soberano de sí mismo; se está siempre ocupado, sin fastidio, por lo tanto, y no se recibe de fuera ninguna excitación a la propia voluntad o a la pasión; consumado el acto, no queda sentimiento alguno de responsabilidad, y por consiguiente, ningún remordimiento, nada de que haya de arrepentirse. Una vez por todas, ha renunciado uno a la propia voluntad, y esto es más fácil que renunciarla casualmente, así como es más fácil renunciar a un deseo que moderarlo. Si pensamos en la situación actual del hombre en relación al Estado, encontraremos también allí que la obediencia incondicional es mucho más fácil que la condicionada. El santo se facilita, pues la vida por ese abandono total de su personalidad y uno se engaña cuando admira en este fenómeno el supremo heroísmo de la moralidad. Es en todos los casos más pesado, más penoso, mantener la personalidad sin incertidumbres ni injusticias, que separarse de ella de la manera que acabamos de expresar, además de que para aquello se necesita más espíritu y más reflexión.
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Aparte de esto, en muchos de los actos más difícilmente explicables de las manifestaciones de este placer de la emoción en sí, yo podría también reconocer en el desprecio de sí mismo, que forma parte de los caracteres de la santidad, y aun en los actos de tortura contra el propio ser (hambre, flagelaciones, disloque de miembros, simulación de extravío), un medio con el cual estas naturalezas luchan contra el cansancio general de su voluntad de vivir (de sus nervios): echan mano de los medios de excitación y de tortura para levantarse, a lo menos por algún tiempo, del debilitamiento y del fastidio en que les hacen caer frecuentemente la gran indolencia de espíritu y la sumisión a una voluntad extraña que hemos descrito.
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El medio que emplea el asceta y el santo para hacerse, por fin, la vida soportable e interesante, consiste en pasar de la victoria a la derrota. Para esto necesita de un adversario y le encuentra en lo que él llama el «enemigo interior». De otro modo, aprovecha su tendencia a la vanidad, al deseo de los honores y de la dominación, a los apetitos sexuales, para darse el derecho de considerar su vida como una batalla continua y a sí mismo como un campo de batalla, en el cual los buenos y los malos espíritus luchan con éxitos alternativos. Se sabe que la imaginación sensible es moderada, hasta casi suprimida, por la regularidad de las relaciones sexuales; y que, al revés, la irregularidad o la abstinencia en estas relaciones la desencadena y la excitan. La imaginación de muchos santos cristianos era obscena en grado extraordinario, y merced a esta teoría, sus apetitos los convertían en verdaderos demonios que se enconaban en sí mismos. No se sentían, por consiguiente, demasiado responsables; a ese sentimiento debemos la exactitud tan instructiva de los testimonios que de sí nos dejaron. Estaba en su interés que ese combate fuese siempre mantenido en alguna medida, porque era por medio de él como podía sostenerse su vida solitaria. Pero a fin de que el combate pareciese tener siempre bastante importancia para excitar en los no santos un interés y una admiración duraderas, era necesario que los sentidos fuesen más y más execrados y malditos, y que el peligro de la condenación eterna estuviere tan estrechamente ligado a tales cosas, que muy verosímilmente, durante siglos enteros, los cristianos no hicieron hijos sino con remordimiento: ¡cuánto daño pudo haber tenido que sufrir la humanidad por tal despropósito! Y sin embargo, la verdad se presenta allí con la cabeza inclinada, actitud particularmente deshonrosa. Es cierto que el cristianismo había dicho: «Todo hombre es concebido y nace en el pecado», y en el cristianismo superlativo de Calderón, esta idea aparece una vez más condensada y resumida bajo la forma de la más audaz paradoja, en los conocidos versos:
…porque el delito mayor
del hombre es haber nacido.
En todas las religiones pesimistas, el acto de la generación es mirado como malo en sí, sin que esto quiera decir que sea el juicio de todos los hombres en general, ni aun de todos los pesimistas en particular. Empédocles, por ejemplo, no ve en él nada de vergonzoso, de diabólico, de criminal; muy al contrario, no ve en la gran pradera de perdición sino una sola aparición portadora de la salud y la esperanza, Afrodita: ésta le presta seguridad de que la discordia no dominará eternamente, sino que cederá un día u otro a una divinidad más dulce. Los pesimistas cristianos prácticos tenían interés, como he dicho, en que reinase otra opinión; les faltaba para poblar la soledad y el desierto espiritual de su vida un enemigo siempre vivo y generalmente reconocido, de modo tal que el combatirlo y vencerlo siempre les hizo ver en lo no santos seres incomprensibles, a medias sobrenaturales. Cuando, por fin, este enemigo, por causa de su manera de vivir y de su salud perdida, huía para siempre, se imaginaban ver su fuero interno poblado de nuevos demonios. La oscilación del ascenso y descenso de los platillos de la balanza que constituyen el orgullo y la humildad interesaba sus cerebros sutiles, lo mismo que la alteración del deseo y de la calma en él espíritu. Entonces la psicología servía no solamente para sospechar de todo lo que es humano, sino para calumniarlo, para flagelarlo, para crucificarlo, querían encontrarle perverso y malvado hasta el extremo; buscaban con anhelo la inquietud sobre la salvación del alma, la desesperación en la propia fuerza. Todo elemento natural al que el hombre une la idea del mal, de pecado (como pasa hoy mismo en lo que se refiere al elemento erótico), importuna, obscurece la imaginación, produce perspectiva aterradora, hace que el hombre esté en lucha consigo mismo y le hace, frente a frente de él, inquieto, desconfiado. Aún sus años le dejan cierto sabor de conciencia torturada. Y sin embargo, esta costumbre de sufrir por causa de lo que es natural está en la realidad de las cosas totalmente desprovista de fundamento, no es sino consecuencia de las opiniones sobre las cosas. Se da uno fácilmente cuenta de cómo los hombres se hacen malos desde el momento en que miran como malo lo que es inevitable, natural. Ése es el procedimiento de la religión y de las metafísicas, que queriendo al hombre malo y pecador por naturaleza, le hacen sospechosa la Naturaleza y le hacen más malo también a sí mismo, pues de esa manera aprende a creerse malo, porque le es imposible despojarse de su vestido de naturaleza. Poco a poco se siente, habiendo vivido largo tiempo en lo natural, oprimido por un gran peso de pecados, a tal extremo, que para librarse de él, necesita de poderes sobrenaturales: así se produce la sedicente necesidad de la redención, que corresponde a un estado de pecado, no natural, sino adquirido por la educación. Recórranse una a una las tesis morales expuestas en las instituciones del cristianismo, y en todas ellas se hallará que las exigencias son tan desmesuradas que el hombre no puede satisfacerlas: la intención no es que el hombre se haga más moral, sino que se sienta lo más pecador posible. Si este sentimiento no fuera agradable al hombre, ¿por qué se habría producido tal concepción y mantenídose tan largo tiempo? Así como en el mundo antiguo se gastó fuerza inmensa de espíritu y de invención para aumentar el gozo de vivir entre cultos solemnes, así también en el tiempo del cristianismo se ha sacrificado una suma igualmente inmensa de espíritu con otra tendencia: la de que el hombre se sienta pecador de todas maneras y está por tal causa generalmente excitado, vivificado, animado. Excitar, vivificar, animar a toda costa, ¿no era la consiga de una época enervada, demasiado madura, demasiado civilizada? Se había recorrido cien veces el círculo de los sentimientos naturales; el alma se hallaba cansada: entonces el santo y el asceta encontraron un nuevo género de atractivos para la vida. Se exhibieron ante todas las miradas, no tanto para ser imitados, sino como un espectáculo aterrador, sin embargo de que se representaba en los confines del mundo y del ultramundo, en que cada uno entonces creía ver tan pronto rayos de luz celeste como siniestras llamaradas, que brotaban de las profundidades. La visual del santo, dirigida sobre la significación terrible de la corta vida terrestre, sobre lo cercano e la decisión última en relación al nuevo lapso de vida infinita, esa mirada ardorosa en un cuerpo a medias aniquilado, hacía temblar a los hombres del viejo mundo, les hacía mirar, apartar la mirada con espanto, buscar de nuevo lo atrayente del espectáculo, ceder a él, alejarse, hasta que el alma padeciese ardores y calofríos de fiebre; tal fue el último goce que la antigüedad inventó, después que ella misma se hubo extenuado en el espectáculo de la caza de las fieras y de las luchas del hombre a hombre.
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Resumiendo: el estado del alma en que el santo o el aprendiz de santo se complacen, está compuesto de elementos que todos nosotros conocemos bastante, salvo que bajo la influencia de otras ideas distintas a las religiosas se presentan con un matiz diferente y entonces de ordinario incurren en la censura de los hombres, tanto bajo el adorno de la religión y de la última significación del ser, pueden contar con su admiración, hasta con su veneración, en la misma proporción con que contaban en tiempos anteriores. Ya practique el santo ese reto a sí mismo, que está emparentado con el deseo de dominación a toda costa que hasta al propio solitario le proporciona el sentimiento del poder; ya su sentimiento desbordante salte del deseo de dar curso libre a sus pasiones, al deseo de refrenarlas como a caballos indómitos, bajo la presión poderosa de una alma soberbia; ya quiera una cesación completa de todos los sentimientos destructores, torturantes, excitantes, soñar despierto, descanso perdurable en el siendo de una indolencia bruta, animal, vegetativa; ya busque la lucha y la encienda en él, porque el fastidio se le presente con faz mohína; azote la divinización de su yo por medio del propio desprecio y la crueldad contra su propio ser; se complazca en el despertar salvaje de sus apetitos y en el dolor penetrante del pecado, hasta en la idea de su perdición; sepa poner traba a sus pasiones, como por ejemplo, a la del extremo deseo de la dominación, o pase a la extrema humildad, y su alma, quebrantada por ese contraste, la sienta arrancada de todos sus goznes; y por fin, cuando sueñe con visiones, con conversaciones con los muertos o con espíritus invisibles, con seres divinos, no será sino una especie rara de placer el que desea, quizá un placer al que vayan ligados todos los demás placeres, Novalis, autoridad en esta materia por experiencia y por instinto, revela en cierta ocasión todo el secreto con ingenua alegría. «Causa bastante admiración que, después de tanto tiempo, la asociación de la voluptuosidad, de la religión y de la crueldad no haya puesto a los hombres en camino de notar el parentesco íntimo y la tendencia común».
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No es el mismo santo, sino lo que significa a los ojos del no santo, lo que ha dado valor en la historia universal. Era porque uno se engañaba acerca de él, porque se explicaba erróneamente los estados de su alma y se le separaba de sí en lo posible, como de cosa absolutamente incomparable y extrañamente sobrenatural; por eso se le aseguraba aquella fuerza extraordinaria con la cual pudo imponerse a la imaginación de pueblos enteros, de épocas enteras. El mismo no se conocía; él mismo entendía el libro de sus tendencias, de sus inclinaciones, de sus acciones, conforme a un arte de interpretación tan afectada y tan artificial como la interpretación neumática de la Biblia. Lo que existía de mórbido en su naturaleza, con su amalgama de pobreza de espíritu, de saber malvado, de salud indispuesta, de nervios exasperados, permanecía tan oculto a su mirada como a la del espectador. No era un hombre particularmente bueno, menos tampoco un hombre particularmente sabio, pero significaba algo que sobrepasaba la medida humana en bondad y en sabiduría. La fe en él sostenía la fe en lo divino y en lo maravilloso, en un sentido religioso de toda existencia, sin un última día de juicio universal, que es inminente. Con el brillo vespertino de un sol poniente, que vierte sus rayos sobre los pueblos cristianos, la sombra del santo se agiganta en proporciones tales, que aun en nuestro tiempo, que ya no cree en Dios, existen pensadores que creen en los santos.
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A este boceto de santo, tomado de la especie entera, puede oponerse otro que produciría sin duda impresión más agradable. Hay excepciones aisladas que se distinguen de la especie, sea por una gran dulzura y un gran amor por los hombres se por el encanto de una fuerza de acción inusitada; hay otras que son atrayentes hasta un grado supremo, porque concesiones ilusorias han derramado sobre todo su ser torrentes de luz; tal es el caso, por ejemplo, del célebre fundador del cristianismo que se tenía por Hijo de Dios, encarnado y exento de pecado; bien que por una quimera —que se debe juzgar muy duramente, porque toda la antigüedad hormiguea de hijos de Dios—, aspiraba al misma fin: el sentimiento de la completa exención del pecado, de la completa irresponsabilidad, que hoy cualquiera puede adquirir por la ciencia. También yo he descuidado igualmente los santos filósofos griegos, y por consiguiente, que no representan un tipo puro: el conocimiento, la ciencia —en la medida que allí existía—, la elevación por encima de los demás hombres, por medio de la lógica y de la educación del pensamiento que se exigía entre los budistas como indicio de santidad, tanto como en el cristianismo, están descartadas como indicio de no santidad.