437

El carácter demagógico y el designio de influir sobre las masas, es actualmente común a todos los partidos políticos; todos se hallan en la necesidad, en vista de ese designio, de transformar sus principios en grandes majaderías pintadas al fresco sobre las murallas. Es inútil protestar contra esto. (Decía Voltaire: Cuando el populacho se mezcla en razonamientos, todo está perdido). Después de aquel cambio, es necesario adaptarse a las nuevas condiciones, como hay que adaptarse cuando un temblor de tierra ha trastornado las demarcaciones y límites antiguos de la figura del suelo y modificado el valor de la propiedad. Por otra parte, si se trata en adelante de hacer la vida soportable al mayor número posible, es también asunto que corresponde a ese mayor número determinar lo que entiende por una vida soportable; si se cree con inteligencia suficiente para encontrar los verdaderos medios de llagar a este fin, ¿de qué servirá dudar? Quieren para en adelante ser los propios causantes de su dicha y de su desgracia, y si este sentimiento de enseñoramiento de sí mismos; si su orgullo por las cinco o seis ideas que encierra y pone de manifiesto su cerebro, les hace la vida tan agradable que soportan voluntariamente las consecuencias fatales del apocamiento de su espíritu, pocas objeciones hay que hacer, siempre que esa estrechez de espíritu no llegue hasta pedir que todo pertenezca a la política en este sentido, y que todos debamos vivir y actuar. Primeramente, es hoy más necesario que nunca que se permita a algunos retirarse de la política y caminar por sí solos; es allí adonde les conduce el placer de ser dueños de sí mismos, y puede haber en ese deseo algo de jactancia en el callar cuando se hable demasiado o se hable mucho. Se debe después perdonarles, si no toman tan a lo serio la dicha del mayor número, y si al oír hablar a los pueblos o las clases populares responden con una mueca irónica, pues su aspecto serio se halla en otra parte, su dicha es otra concepción, y su fin el de no ser arrastrados por una mano grosera, por el solo hecho de tener cinco dedos. Llega, por último —y esto es lo que se les concede con mayor lentitud, pero que de todos modos tiene que concedérseles al fin y al cabo— un momento en que salen de su soledad taciturna, y ensayan una vez más la fuerza de sus pulmones; entonces se llaman a grandes voces como los extraviados en la selva, para reconocerse e infundirse valor recíprocamente, y en esas voces de llamada se oyen muchas cosas que suenan mal a los oídos de aquéllos para quienes no se grita. Pues bien pronto renace la calma en la selva, calma en que se percibirá de nuevo el ruido, el zumbido, el revoloteo de los innumerables insectos que viven en ella, sobre ella y por bajo de ella.

438

CIVILIZACIÓN Y CLASE.— Una civilización superior no puede nacer sino allí donde existen dos clases distintas de la sociedad: la de los trabajadores y la de los ociosos, capaces de odio verdadero, o en términos más precisos, la clase del trabajo forzado y la clase del trabajo libre. El punto de vista de la división de la dicha no es esencial, cuando se trate de una clase superior; pero en todo caso, la raza de los que no trabajan es la más capaz de sufrimientos, la que más sufre, se contenta con menos y su deber es mayor. Prodúzcase un cambio entre las dos clases, de suerte que las familias de más baja esfera y menos intelectuales desciendan de la clase superior a la inferior, y que al contrario, los hombres más libres de ésta pidan el acceso a la superior; se encontrará un estado enfermizo, donde no se ve más que un océano de aspiraciones ilimitadas. Así nos lo pide la experiencia, la voz expirante de todos los tiempos antiguos; pero ¿dónde existen hoy oídos para oír esas palabras?

439

POR LA SANGRE.— Lo que los hombres y las mujeres tienen por la sangre de ventaja sobre los demás, y lo que les da un derecho indiscutible a una estimación más alta, son dos artes que la herencia ha acrecentado más y más: le arte de saber mandar y el arte de la obediencia fiera. Pero sucede que en dondequiera que él manda constituye una faena diaria (como en el mundo del gran negocio y de la gran industria), se produce algo semejante a esas razas «por la sangre»; pero les falta la noble actitud en la obediencia, que en aquéllas es un legado de las condiciones feudales, y que en nuestro clima de civilización no aumentarse.

440

SUBORDINACIÓN.— La subordinación, tan altamente estimada en la milicia y en la administración, llegará a ser pronto para nosotros tan increíble, como lo es ya la táctica particular de los jesuitas; y cuando esta subordinación no sea posible, habrá en ella una cantidad defectos de los más sorprendentes que no podrán realizarse, y el mundo empobrecerá. Es necesario que desaparezca, pues su fundamento, que es la fe en la autoridad absoluta, en la verdad definitiva: aun en los Estados militares, la violencia física no basta producirla sino que es necesaria la adoración del carácter del príncipe como de algo sobrehumano. En un estado de libertad mayor, no se subordina uno sino bajo las condiciones, por consecuencia de un contrato recíproco, partiendo siempre del interés personal.

441

EJÉRCITOS NACIONALES.— El mayor inconveniente de los ejércitos nacionales, tan alabados en nuestros días, consiste en que destruyen hombres de la más elevada civilización; gracias a un dichoso acuerdo de todas las circunstancias, existen todavía tales hombres: ¡con qué reserva debería privarse de ellos, dado que es necesario tanto tiempo para crear condiciones favorables a la producción de cerebros de organización tan delicada!, pero del mismo modo que los griegos se cebaban en la sangre de los griegos, los europeos se ceban hoy en la sangre europea, y el hecho es que son relativamente siempre los mejor cultivados, los más sacrificados, los que garantizan una posteridad rica y excelente; en efecto, están en la lucha, encargados del mando, y son, por consiguiente, los que, por su mayor ambición, se exponen más a los peligros. El grosero patriotismo romano es, hoy que se imponen deberes más levantados que patria y honor, poco honrado o indicio de ideas retrógradas. Hay, teniendo corazón e inteligencia, que ser antimilitaristas. El ejército y la Iglesia morirán al mismo tiempo. No pueden subsistir el uno sin el otro.

442

LA ESPERANZA COMO PRETENSIÓN.— Nuestro orden social se fundirá lentamente, como ha pasado con todos los órdenes anteriores, luego que el sol de las ideas nuevas brille con nuevo ardor sobre los hombres. No se puede desear esta fundición sino esperándola, y no se puede razonablemente esperarla si uno se atribuye a sí mismo y a sus semejantes más fuerza en el corazón y en la cabeza que a los representantes de las cosas existentes. Así, esta esperanza será una pretensión, un exceso de estimación de sí mismo.

443

GUERRA.— Para desprestigiar la guerra, puede decirse: la guerra hace vencedor bruto, y al vencido, malvado. En favor de la guerra, introduce la barbarie en las dos consecuencias dichas y conduce a la Naturaleza: es para la civilización un sueño o una invernada; el hombre sale de ella más fuerte para el bien y para el mal.

444

EN SERVICIO DEL PRÍNCIPE.— Un hombre de Estado no podría hacer nada mejor que realizar sus trabajos, no para él, sino para el príncipe. El brillo de ese desinterés completo ciega los ojos del espectador, de modo que no ve las perfidias y crueldades que entraña la labor del hombre de Estado.

445

CUESTIÓN DE PODER, NO DE DERECHO.— Para los hombres que en todo consideran la utilidad superior, no hay en el socialismo, en el caso de que fuera realmente la sublevación de los hombres oprimidos, rebajados durante siglos, contra sus opresores, un problema de derecho (que comprende esta cuestión ridícula: «¿en qué medida se debe ceder a sus exigencias?»). Es igual que si se tratase de una fuerza natural, por ejemplo, del vapor, que o bien está constreñido por el hombre a su servicio, como un genio de las máquinas, o bien cuando hay defectos en la máquina, es decir, defectos de cálculo humano en su construcción, destroza la máquina y el hombre al mismo tiempo. Para resolver esta cuestión de poder, es necesario saber cuál es la fuerza del socialismo, bajo qué forma; en el juego actual de las fuerzas políticas puede ser utilizado en calidad de resorte poderoso; en ciertas condiciones sería necesario no omitir esfuerzo para fortificarlo. La humanidad debe, a propósito de toda gran fuerza —aun de la más peligrosa— pensar en hacer de ella un instrumento para servir sus designios. Para que el socialismo adquiera un derecho, es necesario por de pronto que parezca haber venido para la lucha entre los dos poderes, los representantes de lo antiguo y de lo nuevo, y que entonces el cálculo prudente de las probabilidades de conservación y de utilidad en los dos partidos haga nacer el deseo de un contrato. Sin contrato no hay derecho. Hasta ahora no hay en este terreno ni guerra ni contratos, y por consiguiente, ni derecho ni «deber».

446

UTILIZACIÓN DE LA PEQUEÑA FALTA DE HONRADEZ.— El poder de la prensa consiste en que los individuos que están a su servicio se sientan muy poco obligados. Dicen ordinariamente su opinión, pero también alguna vez no la dicen, para servir a su partido, a la política de su país o a sí mismos. Estos pequeños delitos de falta de honradez, o quizá solamente de silencio poco honrado, son de consecuencias extraordinarias, porque los comenten muchas personas a la vez. Cada una de ellas se dice: «Por el precio de un tan pequeño servicio yo viviré mejor, podré encontrar mi subsistencia; por la ausencia de tan pequeños escrúpulos, no me haré imposible». Como moralmente parece casi indiferente escribir una línea más o no escribirla, el hombre que posee dinero o influencia puede hacer de cualquier opinión la opinión pública. El que sabe que la mayor parte de los hombres son débiles en las cosas más pequeñas y quiere alcanzar por ellos sus propios fines, es siempre un hombre peligroso.

447

UN TONO DEMASIADO ALTO EN LA REQUISITORIA.— Por el hecho de que una situación crítica (por ejemplo, la violación de una Constitución, la corrupción y el favoritismo entre políticos o sabios) sea pintada en tonos muy exagerados, esa pintura pierde, es verdad, su acción sobre los clarividentes, pero actúa con mucha mayor fuerza aún sobre los que no lo son (a los que una exposición hecho con conciencia y medida habría dejado indiferentes). Pero como éstos constituyen inmensa mayoría y poseen grandes energías y deseo más impetuoso de ponerse en acción, esa exageración resulta la ocasión de informaciones, de castigos, de promesas, de reorganizaciones. Es, en este sentido, útil exagerar en la pintura de las situaciones críticas.

448

LOS ARBITRIOS ENGAÑOSOS DE LA LLUVIA Y DEL BUEN TIEMPO EN POLÍTICA.— Del mismo modo que el pueblo supone tácitamente en el hombre que se ocupa en el estudio de la lluvia y del buen tiempo y los anuncia con algún anticipo, el poder de hacerlos, del mismo modo también no pocas personas, aun cultas y sabias, atribuyen a los grandes hombres de Estado, con gran fe supersticiosa, todas las revoluciones y coincidencias importantes que han tenido lugar durante su gobierno como obra que les es propia, siempre que sea evidente que lo han sabido más pronto que otros, y en ello hayan fundado sus cálculo: se les toma como dispensadores de la lluvia y del buen tiempo, y esta creencia no es lo que menos sirve a su poder.

449

NUEVO Y ANTIGUO CONCEPTO DEL GOBIERNO.— Establecer entre el gobierno y el pueblo esta comparación: que dos esferas separadas de poder, la una más fuerte y superior, la otra más débil e inferior, tratarían y se unirían, es un resto de sentimiento político transmitido por herencia, que en la mayor parte de los Estados corresponde aún exactamente a la constitución histórica de las relaciones de poder. Cuando, por ejemplo, Bismarck define la forma constitucional como un compromiso entre gobierno y pueblo, habla conforme a un principio que tiene su razón en la historia, y por consiguiente también, su poco de sinrazón, sin el cual nada humano puede existir. Por el contrario, se debe aprender, conforme a un principio que es pura creación del cerebro y que no se halla aún en vísperas de hacer historia, que el gobierno no es más que un órgano del pueblo y no un respetable superior, en relación a un inferior habituado a la modestia. Antes de admitir este enunciado, hasta aquí no histórico y arbitrario, aunque más lógico, del concepto de gobierno, considérense a lo menos sus resultados, pues las relaciones entre pueblo y gobierno son las relaciones típicas más fuertes sobre las cuales se modelan involuntariamente entre profesor y alumno, amo y sirviente, padre y familia, jefe y soldado, patrono y aprendiz. Todas estas relaciones, bajo la influencia de la forma dominante del gobierno constitucional, se modifican hoy algo; llegan a ser compromisos. Pero ¡cuántas vicisitudes y cuántas deformaciones deberán soportar! ¡Cuántos cambios de nombre y de naturaleza, hasta que un concepto del todo nuevo se haya hecho en todas partes dueño de los cerebros! Es verdad que para ello podría faltar un siglo. A este fin nada más de desear que la prudencia y la evolución lenta.

450

JUSTICIA COMO PALABRA DE ORDEN DE LOS PARTIDOS.— Puede muy bien ser representes nobles (aunque no muy inteligentes) de las clases dirigentes se «propongan tratar a todos los hombres como iguales, reconocerles derechos iguales»: en este sentido, una concepción socialista que descanse en la justicia es posible, pero como he dicho, sólo en el seno de la clase dirigente, que en este caso ejerce la justicia por sacrificios y abdicaciones. Por el contrario, reclamar la igualdad de los derechos, como hacen los socialistas de las clases dirigidas, no es nunca emanación de la justicia, sino de la codicia. Muéstrense a una fiera pedazos de carne sangrienta en sus proximidades; retíreselos después, hasta que ruja; ¿este rugido significa justicia?

451

PROPIEDAD Y JUSTICIA.— Cuando los socialistas prueban que la división de la propiedad en la humanidad actual es consecuencia de innumerables injusticias y violencias, y que declinan in summa toda obligación hacia una cosa cuyo fundamento es tan injusto, consideran un hecho aislado. Todo el pasado de la antigua civilización está fundado en la violencia, la esclavitud, el engaño, el error; pero nosotros, herederos de todas las condensaciones y circunstancias de ese pasado, no podemos anonadarlo por decreto, ni tenemos tampoco derecho para suprimir de él ni un solo pedazo. Los sentimientos de injusticia están igualmente en las almas de los no poseedores; no son mejores que los poseedores y no tienen ningún privilegio moral, pues han tenido alguna parte de los antiguos poseedores. No es de nuevas particiones hechas por la violencia, sino de transformaciones graduales de las ideas, de lo que tenemos necesidad; es necesario que en todos la justicia se robustezca y se debilite el instinto de la violencia.

452

EL HOMBRE DE LAS PASIONES.— El hombre de Estado provoca las pasiones públicas para sacar el provecho de la pasión contraria que aquéllas despiertan. Tomemos un ejemplo: un hombre de Estado alemán sabe bien que la Iglesia católica no tendrá jamás designios idénticos a los de la Rusia, que aun antes que a ella uniría a los turcos; de otro lado, sabe que todo peligro de alianza entre Francia y Rusia es una amenaza para Alemania. Si puede entonces hacer de Francia el hogar y trinchera de la Iglesia católica, encuentra que se ha descartado por largo tiempo de ese peligro. Tiene, por consiguiente, interés en mostrar odio contra los católicos, y por medio de hostilidades de toda naturaleza en hacer de aquéllos que reconocen la autoridad del Papa una potencia política apasionada, que será hostil a la política alemana y naturalmente se amalgamará con la Francia en calidad de adversario de Alemania; tiene a la catolización de Francia, tan necesariamente como Mirabean veía en su descatolización la salvación de su patria. Un Estado se propone así el embrutecimiento de millones de cerebros en otro Estado, para sacar de esa embrutecimiento el mayor provecho. Es la misma tendencia de espíritu que presta apoyo al establecimiento en el Estado vecino de la forma republicana —el desorden organizado, como dice Mérimée— por la sola razón de que cree que esta forma de gobierno hace al pueblo más débil, más dividido, menos apto para la guerra.

453

LOS ESPÍRITUS PELIGROSOS ENTRE LOS REVOLUCIONARIOS.— Deben distinguirse los que sueñan en una sublevación de la sociedad, en personas que quieren alcanzar algo para sí mismos y en personas que lo quieren para sus hijos y sus nietos. Los últimos son más peligrosos porque tienen la fe y la recta conciencia del desinterés. Los otros pueden ser hartados; la sociedad que domina tiene siempre para esto recursos y medios eficaces. El peligro comienza luego que el fin se hace impersonal; los revolucionarios por interés impersonal pueden considerar a todos los defensores del estado de cosas existentes como egoístas, y por lo tanto, creerse superiores a ellos.

454

IMPORTANCIA POLÍTICA DE LA PATERNIDAD.— Cuando el hombre no tiene hijos no tiene derecho integral para deliberar sobre las necesidades de un Estado particular. Es necesario que se haya aventurado como los demás lo que hay de más caro: sólo esto une sólidamente al Estado; es necesario que uno considere la dicha de su posteridad para tomar en todas las instituciones y en sus cambios una parte equitativa y natural. El desenvolvimiento de la moral superior depende de que cada cual tenga hijos; esto le independiza del egoísmo; o con mayor precisión, esto extiende su egoísmo y hace que persiga con celo fines que van más allá de su existencia individual.

455

ORGULLO DE LOS ABUELOS.— Se puede estar orgulloso de una línea no interrumpida de abuelos buenos, de padre a hijo, pero no de la línea misma, pues cada cual tiene otra semejante. La descendencia de abuelos buenos constituye la verdadera nobleza del nacimiento; una sola solución de continuidad en esa cadena, un solo antepasado malo suprime esa nobleza. Se puede preguntar a cualquiera que hable de su nobleza: «¿No tienes entre tus antecesores ningún hombre violento, avaro, extravagante, malvado, cruel?». Si puede con toda ciencia y conciencia responder que no, procuremos su amistad.

456

ESCLAVOS Y OBREROS.— El hecho de que demos mayor importancia a una satisfacción de vanidad que a cualquier otra ventaja (seguridad, abrigo, placeres de toda especie), se muestra en un grado ridículo en que cada cual (prescindiendo de las razones políticas) anhela la abolición de la esclavitud y rechaza con horror la idea de colocar a los hombres en ese estado, mientras que lo que cada cual debe decirse es que los esclavos tienen bajo todo aspecto una existencia más segura y más dichosa que el obrero moderno, que el trabajo servil es poca cosa comparado con el trabajo del obrero. Se protesta en nombre de la «dignidad humana»; pero, hablando claramente, en nombre de esa vanidad que mira como la más dura suerte no estar en un pie de igualdad absoluta, ser contado públicamente como inferior. El cínico piensa de diversa manera acerca de esto, porque desprecia el honor, y así es como Diógenes fue un tiempo esclavo y preceptor doméstico.

457

ESPÍRITUS DIRIGENTES Y SUS INSTRUMENTOS.— Vemos a los grandes políticos, y en general a todos los que deben servirse de muchos hombres para la ejecución de sus planes, proceder tan pronto de una manera como de otra, o bien eligen con mucha indagación y cuidado los hombres que convienen a sus designios, dejándoles entonces una libertad relativamente grande, al saber que la naturaleza de las personas elegidas conduce justamente en la dirección en que ellos mismos quieren tenerlas, o bien las escogen mal, y aun toman lo primero que se les presenta al alcance de la mano, pero formando de esa arcilla algo que sirva para sus fines. La segunda especie de espíritus es la más violenta, exige también instrumentos más dominados y un conocimiento de los hombres, por lo común, mucho menor. Desprecia a los hombres, pero la máquina que construyen, por lo general, trabajo mucho mejor que la máquina que sale de los talleres de los demás.

458

NECESIDAD DE UN DERECHO ARBITRARIO.— Los juristas disputan sobre si el derecho más completamente profundo por la reflexión o el más fácil de comprender es el que debe triunfar en un pueblo. El primero, cuyo modelo es el derecho romano, parece al profano incomprensible y que no es, por lo tanto, expresión de su sentimiento del derecho. Los derechos populares, por ejemplo, los derechos germánicos, eran groseramente supersticiosos, ilógicos, en parte absurdos, pero respondían a costumbres y a sentimientos nacionales hereditarios muy determinados. Pero allí donde, como entre nosotros, el derecho no es una tradición, necesita ser un imperativo —obligatorio—; no tenemos ya sentimiento del derecho tradicional, y por consiguiente, debemos contentarnos con derechos arbitrarios, expresiones de la necesidad de que es menester que haya un derecho. El más lógico es entonces el más aceptable, porque es el más imparcial, y esto aunque se acordara que en todos los casos la unidad más pequeña en la relación del delito a la pena está fijada arbitrariamente.

459

EL GRANDE HOMBRE DEL VULGO.— La receta para hacer lo que el vulgo llama un grande hombre, es fácil. Cualesquiera que sean las circunstancias, procuradle algo que le sea muy agradable o metedle en la cabeza que esto o aquello es muy agradable, y se lo dais después. Pero nunca en seguida: conquistadle con grandes esfuerzos, o fingid conquistarle. Es necesario que el vulgo tenga la impresión de que hay en ello una fuerza de voluntad poderosa, casi incontrarrestable; por lo menos es necesario que parezca que existe. La voluntad fuerte es admirada por todo el mundo porque nadie la tiene, y porque cada cual dice que si la tuviera no habría límites para él ni para su egoísmo. Por lo demás, que tenga todas las cualidades del vulgo: cuando menos se sonroje, más popular será. Así, que sea violenta, envidiosa, explotadora, intrigante, engañadora, rastrera, hinchada de orgullo, todo según las circunstancias.

460

PRÍNCIPE Y DIOS.— Los hombres se conducen bajo muchos respectos con su príncipe como con Dios, como que muy a menudo fue el representante de Dios, o a lo menos su gran sacerdote. Esta disposición de inquietud y de respeto casi penoso se ha hecho y es ahora mucho más débil, pero algunas veces reaparece y se vincula por lo general en los personajes poderosos. El culto del genio es una reminiscencia de esta veneración de los príncipes-dioses. Dondequiera que uno se esfuerce por elevar a los hombres individualmente a lo sobrehumano, nace la propensión a representarse generaciones enteras del pueblo como más groseras y más bajas de lo que son en realidad…

461

MI UTOPÍA.— En un mejor orden de sociedad, el trabajo penoso y la dificultad de la vida serán atribuidas al que sufra menos, es decir, al más estúpido, y así por grados, hasta el que sea más accesible a las especies refinadas de sufrimiento, y que por consiguiente, aun en el mayor placer de la vida, sufre sin embargo.

462

ILUSIÓN DE LA TEORÍA DE LA REVOLUCIÓN.— Hay soñadores políticos y sociales que gastan calor y elocuencia en reclamar un cataclismo en todos los órdenes, en la creencia de que por efecto del mismo se levantaría bien pronto el soberbio templo de una bella humanidad. En estos sueños peligrosos persiste un eco de la superstición de Rousseau, que cree en una bondad de la humana Naturaleza, maravillosa, original, pero, por decirlo así, enterrada, y pone en cuenta a las instituciones de civilización, a la sociedad, al Estado, a la educación, toda la responsabilidad de ese entierro. Desgraciadamente se sabe por experiencias históricas que todo convulsionamiento de ese género resucita de nuevo las energías salvajes, los caracteres más horrorosos y más desenfrenados de las edades anteriores; que, por consiguiente, un trastorno tal puede ser una fuente de fuerza para la humanidad inerte, pero no ordenador, arquitecto, artista, perfeccionador de la naturaleza humana. No es la naturaleza de Voltaire, con su moderación, su tendencia a arrancar, a purificar, a modificar, sino las locuras y mentiras de Rousseau lo que ha despertado el espíritu optimista de la Revolución contra la cual yo grito: ¡Aplastad al infame! Por él el espíritu de las luces y de la evolución progresiva, ha sido desterrados para largo tiempo: ¡veamos —cada uno a solas consigo mismo— si es posible repartirlo!

463

MEDIDA.— La plena decisión del pensamiento y de la indagación, hace mesuradas las acciones, puesto que debilita la codicia, atrae hacia sí mucha parte de la energía de que se dispone, en provecho de fines intelectuales, y muestra la semiutilidad o la inutilidad y el peligro de todos los cambios bruscos.

464

RESURRECCIÓN DEL ESPÍRITU.— En la enfermedad política, un pueblo se rejuvenece y recupera ordinariamente su espíritu, que perdió poco a poco en la indagación y conquista del porvenir. La civilización no es deudora sino a los tiempos políticamente débiles.

465

IDEAS NUEVAS EN LA CASA VIEJA.— El convulcionamiento de las ideas no es inmediatamente seguido del convulsionamiento de las instituciones, sino que de las ideas nuevas habitan largo tiempo en la casa de sus predecesores, que se ha hecho desolada e incómoda y la conservan aún por falta de alojamiento.

466

LA INSTRUCCIÓN PÚBLICA.— La instrucción en los grandes Estados será, cuando más, mediocre, por la misma razón que en las grandes cocinas se hace todo medianamente.

467

CORRUPCIÓN INOCENTE.— En todas las instituciones en que no llega a soplar el aire penetrante de la crítica pública, la menor corrupción brota y crece como un hongo (por ejemplo, en las corporaciones sabias y en las academias).

468

EL SABIO COMO HOMBRE POLÍTICO.— A los sabios que se hacen hombres políticos, se les confía de ordinario el cómico papel de ser forzosamente la buena conciencia de una política.

469

EL LOBO OCULTO TRAS EL CORDERO.— Todo político tiene alguna vez, en determinadas circunstancias, tal necesidad del apoyo de un hombre honrado, que semejante a un lobo hambriento, se introduce en el rebaño, no para devorar a los corderos, sino para ocultarse bajo su piel.

470

TIEMPO DICHOSO.— Un siglo dichoso es absolutamente imposible, por la razón de que los hombres quieren desearlo, pero no tenerlo, aprende a pedir al cielo turbaciones y miseria. El destino de los hombres está dispuesto para momentos dichosos, que toda vida tiene, pero no para épocas dichosas. Sin embargo, estas épocas quedan «por encima de los montes[5]» en la imaginación de los hombres como un legado de los antepasados, puesto que, sin duda desde tiempos muy remotos, este concepto del siglo dichoso proviene de ese estado del hombre, en que después de la tensión violenta de la caza y de la guerra, se abandona al reposo, extiende sus alas y siente batir alrededor de él el sueño. Por un falso razonamiento cree el hombre que, conforme a ese antiguo hábito, después de períodos enteros de antigua y de pesares puede gozar en un grado y tiempo proporcionales su estado de dicha.

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RELIGIÓN Y GOBIERNO.— Luego de que el Estado, o más claramente el gobierno, se cree establecido como un tutor de una masa menor, y se proponga, por causa de ella, la cuestión de saber si la religión debe ser sostenida o dejada de la mano, es de todo punto probable que se determinará siempre por el mantenimiento de la religión, pues la religión pacífica, la conciencia individual en los tiempos de pérdidas, de escaseces, de terror, de desconfianza, y por consiguiente, en aquello en que el gobierno se encuentra incapacitado para obrar directamente, por tratarse del alivio de los sufrimientos morales del hombre privado. Hay más todavía: aun en los males generales inevitables y que no pueden preverse, hambres, crisis pecuniarias, guerras, la religión asegura una actitud de las masas tranquila, de expectación, de confianza. En todas partes donde las lagunas necesarias u ocasionales del gobierno, o bien las peligrosas consecuencias de intereses dinásticos, se hacen sentir para el hombre inteligente y le predispone a la rebelión, los no inteligentes creen ver el dedo de Dios y se someten con paciencia a las disposiciones de lo alto (concepto con el cual se confunden de ordinario las maneras de gobernar divinas y humanas): así, la paz interior y la continuidad de la religión se encuentran garantidas. El poder que reside en la unidad del sentimiento popular, en opiniones y fines iguales para todo, es protegido y sellado por la religión, salvo los raros casos en que un clérigo se olvida de ello y entra en lucha con la fuerza gubernativa. De ordinario, el Estado sabrá atraerse a los sacerdotes porque tiene necesidad de su educación de las almas, privada y oculta, porque sabe apreciar a servidores que aparente y exteriormente representan un interés muy distinto. Sin la ayuda de los sacerdotes, aún hoy ningún poder llegaría a ser «legítimo», como lo comprendió Napoleón. Así, van siempre juntos un gobierno absoluto y un mantenedor absoluto de la religión. Por otra parte, es necesario sentar en principio que el personal y las clases dirigentes están edificadas sobre la utilidad que les asegura la religión y por consiguiente, hasta cierto punto se sienten superiores a ella, desde que la emplean como medio: fue también lo que dio origen a la libertad de pensamiento. Pero ¿qué sucederá si una concepción totalmente distinta de la idea de gobierno, cual hoy se enseña en los Estados democráticos, comienza a difundirse? ¿Qué sucederá si no se ve en el gobierno más que al instrumento de la voluntad del pueblo, y no su superioridad en comparación de una inferioridad, sino exclusivamente una función del soberano único, es decir, del pueblo? En este caso, el gobierno toma, en orden a la religión, la misma posición del pueblo; toda difusión de cultura deberá tener su resonancia hasta en sus representantes, la utilización y explotación de las impulsiones y consuelos religiosos con fines políticos, no será fácilmente posible (a menos que jefes de partidos poderosos no ejerzan influencia semejante a la del despotismo ilustrado). Pero cuando el Estado no puede ya sacar él mismo utilidad de la religión o el pueblo tenga sobre las cosas de religión diversas opiniones para que sea posible al gobierno seguir en las cosas concernientes a la religión con una conducta idéntica y uniforme, el remedio que se presentará necesariamente será tratar a la religión como un asunto privado y relacionarla con la conciencia y las costumbres de cada cual. Consecuencias de ello: el sentimiento religioso aparecerá robustecido en el sentido de que las excitaciones ocultas y oprimidas a las cuales el Estado, voluntaria o involuntariamente, no suministraba aire vital, harán entonces explosión y se dilatarán hasta el extremo; más tarde se demostrará que se han sembrado a profusión dientes de dragón en el campo religioso, desde el instante en que se hace de él un asunto privado. El espectáculo de la lucha, la revelación hostil de todas las doctrinas religiosas, permitirá un sólo remedio, y es que los mejores y mejor dotados hagan de la religión su negocio privado, y sobre todo, este estado de espíritu dominará entonces aun en el 2espíritu del personal gubernativo, y casi a despecho de su voluntad, dará a las medidas que tome carácter antirreligioso. Una vez que esto se produzca, la tendencia de los hombres animados todavía por sentimientos religiosos, que antes adoraban al Estado como cosa sagrada, a medias o totalmente, se trocará en otra tendencia decididamente hostil al Estado; aborrecerán las medidas de gobierno, tratarán de detenerlo, de atravesarse en su camino, de inquietarlo en la medida de su poder, y obligarán así, por el calor de su oposición, a los partidos contrarios, los irreligiosos, a entrar en un entusiasmo casi fanático por el Estado, a todo lo cual vendrá a unirse un motivo secreto: que en estos partidos los corazones sentirán un vacío después de su ruptura con la religión, y procurarán crearse un sucedáneo, una especia de bocamina, en su amor al Estado.

Después de estas luchas de transición, que quizá duren largo tiempo, se decidirá por fin la cuestión: si los partidos religiosos son bastante fuertes para volver a su estado antiguo y dar máquina atrás, en este caso es inevitablemente el despotismo ilustrado (quizá más tímido que antes), el cual tomará al Estado por la mano; o bien los partidos irreligiosos adquirirán la superioridad, y entonces suprimirán y harán imposible la reproducción de sus adversarios después de algunas generaciones. Pero entonces también en éstos disminuirá ese entusiasmo por el Estado: aparecerá más y más claramente que con esa adoración religiosa, según la cual el Estado es un misterio, una institución sobrenatural, se han quebrantado también el respeto y la piedad en sus relaciones con él. Por lo mismo, los individuos lo mirarán desde el lado en que pueda serles útil o nocivo, y se dedicarán por todos los medios a tener influencia sobre él. Solamente que esta concurrencia se hará muy pronto demasiado grande, los hombres y los partidos variarán demasiado ligeros, se precipitarán ferozmente unos sobre otros hasta la falda de la montaña, apenas llegados a su cumbre. Faltará a todas las medidas que adopten los gobiernos la garantía de su duración; se retrocederá ante empresas que deberían tener durante decenas y centenas de años un crecimiento lento y seguro para tener tiempo de madurar su frutos. Nadie sentirá ya, ante una ley, otro deber que el de inclinarse momentáneamente delante de la fuerza que la ha producido; pero pronto se emprenderán trabajos de zapa por una fuerza nueva, por una nueva mayoría que habrá de formarse. Al fin —esto puede declararse con seguridad—, la desconfianza hacia todo gobierno, la inteligencia de lo que tienen de inútil y de extenuante estas luchas, llevarán a los hombres a una resolución enteramente nueva: a la supresión de la oposición «privada y pública». Las sociedades privadas atraerán hacia sí, paso a paso, los asuntos del Estado, aun la pieza más sólida que quedará de la antigua labor del gobierno (aquella función, por ejemplo, que debe garantir a los particulares contra los particulares), asegurada un día por emprendedores privados. El descrédito, la decadencia y la muerte del Estado, la manumisión de la persona privada (no tengo recelo de decir del individuo), es la consecuencia de la idea democrática del Estado: en eso consiste su misión. Una vez realizada su tarea —que, como toda cosa humana, lleva en su seno mucho de razón y de sinrazón—, una vez vencidas todas las recaídas de la antigua enfermedad, se añadirá una página al romancero de la humanidad, en el cual se leerán historias extrañas, y quizá también algunas cosas buenas. Repitiendo brevemente lo que acabamos de decir: el interés del gobierno tutelas y el interés de la religión marchan de la mano; de manera que si ésta comienza a perecer, el interés del Estado será quebrantado. La creencia en un orden divino de las cosas políticas, en un misterio en la existencia del Estado, es de origen religioso: desaparecida la religión, el Estado perderá inevitablemente su antiguo velo de Isis y no recobrará más su respeto. La soberanía del pueblo, vista de cerca, servirá para hacer desvanecer hasta la magia y la superstición última en el dominio de estos sentimientos; la democracia moderna es la forma histórica de la decadencia del Estado. La perspectiva que ofrece esta decadencia cierta no es, por otra parte, desgraciada bajo todos los aspectos: la habilidad y el interés de los hombres son, de todas sus cualidades, la mejor formada: cuando el Estado no corresponda ya a las exigencias de estas fuerzas, no será por cierto el caos el que le sucederá en el mundo, sino que será una invención mucho más apropiada que el Estado la que triunfará del Estado, del mismo modo que la comunidad ha visto ya perecer potencias organizadoras, por ejemplo, la de la comunidad de la raza, que durante muchos años fue mucho más poderosa que la de la familia. Aún nosotros mismos vemos que la importante idea del derecho y del poder de la familia, en otro tiempo dominante en toda la extensión del mundo romano, se va tornando cada día más pálida y más débil. Así, una raza futura verá el Estado perder su importancia en algunas regiones de la tierra, concepto en el cual muchos hombres del presente apenas pueden pensar sin temor y sin horror. Trabajar en propagar y en realizar este concepto es, a la verdad, asunto distinto: es necesario tener una idea soberbia de su razón y comprender a medias la historia, para poner desde ahora la mano en el arado, en el tiempo en que nadie es capaz de mostrar todavía las semillas que deberán sembrarse en el terreno labrado. Tengamos, pues, confianza en la «habilidad y en el interés de los hombres» para mantener todavía ahora al Estado durante un buen rato y rechazar los ensayos de los semisabios en extremo celosos y demasiado apresurados.

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EL SOCIALISMO DESDE EL PUNTO DE VISTA DE SUS MEDIOS DE ACCIÓN.— El socialismo es el fantástico hermano menor del despotismo casi difunto, cuya herencia quiere recoger; sus esfuerzos son, pues, reaccionarios. Desea una plenitud de poder del Estado como el propio despotismo no tuvo jamás; sobrepasa lo que enseña el pasado, porque trabaja por reducir a la nada formalmente al individuo: es que éste le parece un lujo injustificable de la Naturaleza y debe ser corregido por él en un órgano útil de la comunidad. Como consecuencia de esta afinidad, se deja ver siempre alrededor de todos los desarrollos excesivos de poder, como el viejo socialista tipo, Platón, en la corte del tirano de Sicilia: anhela (y aún exige en ocasiones) el despotismo cesáreo de este siglo, porque como he dicho, desearía ser su heredero. Pero aún esta herencia no bastaría a sus fines; le es necesaria la servidumbre completa de todos los ciudadanos al Estado absoluto, tal como jamás ha habido otra semejante, y como no tiene el menor derecho para contar con la vieja piedad religiosa hacia el Estado, si2no que al contrario, debe de bien o mal grado trabajar constantemente por su supresión —pues que en efecto trabaja por la supresión de todos los Estados existentes— no puede tener esperanza de una exigencia futura, sino por cortos períodos, aquí y allá, gracias al más extremo terrorismo. Por esto se prepara silenciosamente para la dominación por el terror, y hunda en las masas medio cultas, como un clavo en la cabeza, la palabra «Justicia», a fin de quitarles toda inteligencia (después de que esta inteligencia ha sufrido bastante por cierto en la semicultura) y de procurarles, por el villano juego que ellos tendrán que hacer, una buena conciencia. El socialismo puede servir para enseñar de manera brutal el peligro de todas las acumulaciones de poder en el Estado, y en este sentido insinuar una desconfianza contra el Estado mismo. Cuando su ruda voz se mezcla al grito de guerra «Lo más Estado posible», este grito resultará de pronto más ruidoso que nunca; pero en seguida estallará con no menor fuerza el grito opuesto: «Lo menos Estado posible».

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EL DESARROLLO DEL ESPÍRITU, CAUSA DE TEMOR PARA EL ESTADO.— La ciudad griega (polis) era, como todo poder político, organizadora, exclusiva y desconfiada respecto al acrecentamiento de la cultura: su instinto seguro de violencia, casi no mostraba en relación a ella sino tormentos y trabas. No quería admitir en la cultura ni historia ni progreso: la educación establecida en la constitución debía obligar a todas las generaciones y mantenerlas en un nivel único, así como Platón lo quería todavía para su Estado ideal. Fue, pues, a despecho de la polis el desarrollo de la cultura: es verdad que indirectamente y a su pesar, le prestaba una ayuda, la ambición de cada particular, estando como estaba en la polis excitada hasta el más alto punto, de manera que una vez empeñando en la vía del progreso intelectual, empujaba por ello también hasta el último límite. No se debe replicar tomando como base el panegírico de Pericles, pues éste no era sino un gran miraje optimista sobre la unión que se decía necesaria entre la polis y la cultura ateniense. Tucídides la hace brillar una vez más antes que la noche invadiese a Atenas (la peste y la ruptura de la tradición): luminoso crepúsculo destinado a hacer brillar el triste día que le precedió.

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EL HOMBRE EUROPEO Y LA DESTRUCCIÓN DE LAS NACIONES.— El comercio y la industria, el cambio de libros y de cartas, la comunidad de toda alta cultura, el rápido cambio de lugar y de país, la vida nómada, que es actualmente la de todas las personas que no poseen terreno propio, todas estas condiciones entrañan necesariamente el debilitamiento, y al fin la destrucción de las naciones, por lo menos las europeas, si bien es cierto que debe nacer de ellas, por causa de cruzamientos continuos, una raza mezclada, la de los hombres europeos. A este fin se opone actualmente, a sabiendas o no, el exclusivismo de las naciones por la producción de las enemistades nacionales, pero la marcha de esa mezcla no camina por eso menos lentamente, a pesar de todas las corrientes contrarias momentáneas; este nacionalismo artificial es, por lo demás, tan peligroso como ha sido el catolicismo artificial, pues es por esencia un estado de restricción, impuesto por un pequeño número a la mayoría, y tiene necesidad de la farsa, de la mentira y de la violencia para mantener su crédito. No es el interés del mayor número (de los pueblos), como se ha dado en decir, sino, antes que todo, el interés de ciertas dinastías, y después el de ciertas clases del comercio y de la sociedad, lo que conduce a este nacionalismo; después que se ha conocido tal hecho, no se debe temer llamarse solamente buen europeo, ni trabajar en pro de la fusión de las naciones, a lo cual los alemanes pueden contribuir muy bien por su vieja cualidad probada de ser intérpretes e intermediarios de los pueblos. Sigamos adelante: todo el problema de los judíos no existe sino en los límites de los Estados nacionales, en el sentido de que en ellos su actividad y su inteligencia superior, el capital de espíritu y de voluntad que han ido acumulando, debe llegar a predominar generalmente en una medida tal, que despertará el odio y la envidia hasta el punto de que en todas las naciones de hoy, y con toda mayor fuerza cuanto mayor es su nacionalismo, se propaga la impertinencia de la prensa, que consiste en llevar a los judíos al matadero como a machos cabríos, emisarios de todos los males públicos y privados. Cuando no exista la cuestión de conservar o establecer las naciones, sino la de producir y educar una raza mezclada de europeos tan fuerte como sea posible, el judío será un ingrediente tan útil y tan deseable como cualquier otro. Toda nación, todo hombre tiene rasgos desagradables y hasta peligrosos; es, pues, barbarie creer que el judío constituya una excepción. Puede ser que sus rasgos presenten un grado particular de peligro y de horror, y puede ser también que el joven usurero judío sea en suma la invención más repugnante de la raza humana. Pero a pesar de todo, yo quisiera saber cuánto, en una recapitulación total, se debe perdonar a un pueblo que, no sin falta de todos nosotros, ha tenido entre todos los pueblos la historia más penosa, y al que se debe el hombre más digno de amor (el Cristo), el sabio más íntegro (Spinoza), el libro más poderoso y la ley moral más influyente del mundo. Por otra parte, en los tiempos más sombríos de la Edad Media, cuando el telón de las nubes asiáticas pesaba terriblemente sobre Europa, fueron los librepensadores, los sabios, los médicos judíos los que sostuvieron la bandera de las luces y de la independencia de espíritu, bajo la dominación personal más dura, y los que defendieron la Europa contra el Asia; a sus esfuerzos debemos en gran parte que una explicación más natural del mundo, más razonable, y en todo caso libre del mito, haya podido lograr la victoria, y que la cadena de la civilización que nos ata a las luces de la civilización grecorromana haya podido no ser interrumpida. Si el cristianismo ha procurado orientalizar el Occidente, el judaísmo ha contribuido a occidentalizarlo de nuevo; lo que equivale a decir en cierto sentido, que ha hecho de la misión y la historia de Europa una continuación de la historia griega.

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SUPERIORIDAD APARENTE DE LA EDAD MEDIA.— La Edad Media nos presenta en la Iglesia una institución que se propone un fin universal, abarcando la humanidad en su conjunto, y además un fin necesario al interés —dicen— supremo de la humanidad. Considerados desde ese aspecto los fines de los Estados y de las naciones que muestra la historia moderna, producen una impresión de estrechez, aparecen mezquinos, bajos, materiales, limitados, en el espacio. Pero esta impresión de nuestra imaginación no debe determinar nuestro juicio, pues aquella institución universal respondía a necesidades artificiales, que descansaban en ficciones, que necesitaba hacer que nacieran allí donde no existían (necesidades de redención); las instituciones nuevas remedian enfermedades reales, y llegará el tiempo en que nacerán instituciones destinadas a servir las verdaderas necesidades comunes de todos los hombres, a echar en la sombra y en el olvido el ideal de fantasía, la Iglesia católica.

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LA GUERRA INDISPENSABLE.— Es una vana idea de utopistas y bellas almas esperar mucho todavía (o mucho solamente entonces) de la humanidad, cuando se haya olvidado de hacer la guerra. Entretanto, no conocemos otro medio que pueda dar a los pueblos fatigados esa ruda energía del campo de batalla, ese profundo odio impersonal, esa sangre fría en el que mata unida a una buena conciencia, ese ardor común por el aniquilamiento del enemigo, esa audaz indiferencia por las grandes pérdidas, por la propia vida y la de las personas que se ama, ese quebrantamiento sordo de las almas comparable a los terremotos, con tanta fuerza y seguridad como los produce toda gran guerra: los arroyos y los torrentes que se muestran entonces corriendo, es verdad, sobre lechos de piedras y de fango de todas clases y arruinado los prados de cultivo más delicado, ponen en seguida en movimiento las ruedas de los talleres del espíritu, que vuelven a girar con fuerza. La civilización no puede prescindir de las pasiones, de los vicios y de las maldades. Cuando los romanos del imperio se cansaron algo de la guerra, trataron de sacar nuevas fuerzas de la caza de bestias feroces, de los combates de los gladiadores y de las persecuciones de los cristianos. Los ingleses de hoy, que han renunciado también a la guerra, toman otro medio de entretener esas fuerzas que decrecen: los viajes peligrosos de descubrimientos, travesías, ascensiones, empresas, con ésos que llaman fines científicos, pero que son en realidad un suplemento de fuerza. Se inventarán bajo diversas formas semejantes sustitutos de la guerra, pero quizá harán éstos conocer más y más que una humanidad de cultura tan elevada como al europea actual, y que está por lo mismo tan fatigada, tiene necesidad, no solamente de la guerra, sino de guerras más terribles —de regresos momentáneos a la barbarie— para no gastar en medios de civilización su propia civilización y aun su propia existencia.

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ACTIVIDAD EN EL SUR Y EN EL NORTE.— La actividad se produce de dos maneras diversas. Los obreros del Sur son activos, no por el deseo de provecho, sino por la necesidad constante de los demás. Como siempre llega alguno que quiera herrar un caballo, componer un coche, el herrero es activo. Si no viniera nadie se iría a callejear. El alimento no es grave necesidad en un país fértil; para obtenerlo sería menester pequeñísima cantidad de trabajo, pero en ningún caso de actividad; cuando le fuera peor se contentaría con mendigar. La actividad del obrero inglés supone, por el contrario, el gusto del provecho; tiene conciencia de sí mismo y de su fin, quiere conquistar por la propiedad el poder, por el poder la mayor libertad y nobleza individual posible.

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LA RIQUEZA, ORIGEN DE UNA NOBLEZA DE RAZA.— La riqueza produce necesariamente una aristocracia de raza, pues pone en condiciones de poder elegir las mujeres más bellas, de pagar los mejores maestros, procura al hombre la propiedad, el tiempo para ejercitar su cuerpo, y sobre todo, la posibilidad de evitar el trabajo corporal embrutecedor. En este sentido crea todas las condiciones para que los hombres durante algunas generaciones se porten y se conduzcan noble y virtuosamente; la libertad de conciencia, la ausencia de mezquindades miserables, del rebajamiento ante los que procuran el pan, del ahorro centavo a centavo. Precisamente estas ventajas negativas son las más rica dote para el hombre joven; un hombre muy pobre se arruina de ordinario por su nobleza de pensamiento: si no aprovecha, si no adquiere, su raza no es viable. Pero a pesar de todo es necesario considerar que la riqueza produce casi los mismos efectos, no obstante la desigualdad que en ellas exista, sea que un hombre pueda gastar trescientos escudos[6] o treinta mil al año; ya desde entonces no hay progresión real de circunstancias favorables. Solamente, tener menos o no tener, mendigar en la infancia y humillarse es cosa terrible, aunque para quienes buscan la dicha en el esplendor de las cortes, o en la subordinación a los poderosos e influyentes, o quieren llegar a ser príncipes de la Iglesia, pueda ser este buen punto de partida. En él se aprende el modo de encorvarse para penetrar en los senderos subterráneos del favor.

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ENVIDIA Y PEREZA EN SENTIDOS DIVERSOS.— Los dos partidos adversarios, el socialista y el nacionalista, cualesquiera que sean los nombres que tengan en las diversas comarcas de Europa, son dignos el uno del otro: la envidia y la pereza, en el uno y en el otro, son las potencias motrices. En uno de los campos se quiere trabajar lo menos posible con los brazos; en el otro lo menos posible con la cabeza: en el último se odia, se envidia a los individuos eminentes que se engrandecen en su seno, que no se dejan colocar en filas para una acción en masa; en el primero se odió a la casta de la sociedad mejor establecida en condiciones más favorables, cuya misión, la producción de los beneficios superiores de la civilización, hace interior la vida más pesada y dolorosa. Si se lograse, es verdad, hacer de ese espíritu la acción en masa el espíritu de las clases elevadas de la sociedad, los batallones socialistas tendrían el derecho de aplicar el nivel entre ellos y aquellas clases, puesto que, moralmente, en la cabeza y el corazón se creen mutuamente en el mismo nivel. ¡Vivid como hombres superiores y haced sin cesar los negocios de la civilización superior; entonces todo lo que vive en ella reconocerá vuestros derechos, y el orden de la sociedad de que sois la cumbre será garantido de todo atentado!

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LA GRAN POLÍTICA Y SUS INCONVENIENTES.— Del mismo modo que un pueblo no sufre los mayores inconvenientes de la guerra y de su preparación en los gastos de la misma, en la paralización del comercio y de las comunicaciones, ni tampoco en el sostenimiento de los ejércitos permanentes —por graves que puedan ser estos inconvenientes, hoy que ocho Estados de Europa gastan en ello anualmente la suma de cinco mil millones—, sino en que de año en año los hombres más sanos, más fuertes, más laboriosos, son arrancados a sus ocupaciones y a sus vocaciones para hacerlos soldados; así también un pueblo que se propone como deber hacer gran política y asegurarse una voz preponderante entre las potencias, no soporta los mayores inconvenientes allí donde se encuentran de ordinario. Es verdad que a partir de ese momento sacrifica continuamente multitud de talentos eminentes en el «altar de la patria» o por ambición nacional, siendo así antes que esos talentos que hoy devora la política, encontraban abiertos otros campos de acción. Pero al lado de esas catástrofes públicas, y en un fondo mucho más horroroso, tiene lugar un drama que no cesa de representarse en cien mil actos simultáneamente.

Todo hombre sano, laborioso, inteligente, activo de un pueblo tan ávido de las coronas de la gloria política, está dominado por esa avidez y no se entrega a su labor tan completamente como en otro tiempo; los problemas y las inquietudes diariamente renovados por el bien público, devoran porción considerable del capital de la cabeza y del corazón de cada ciudadano; la suma de todos estos sacrificios y pérdidas de energía y de trabajo individuales, es tan enorme, que el florecimiento político de un pueblo acarrea casi necesariamente su empobrecimiento y debilitamiento intelectual, y una disminución de capacidad para las obras que exijan mucha concentración y atención. Finalmente, puede uno preguntarse: «¿Se encuentra el propio provecho en todo este florecimiento y magnificencia del conjunto (que, en último término, no se manifiesta sino en el espanto de los otros Estados a la vista del coloso nuevo, y en una protección arrancada al extranjero para la prosperidad industrial y comercial de la nación)? Y a estas flores groseras y pintarrajeadas, ¿deben sacrificarse las plantas y hierbas más tiernas y más intelectuales, cuyo suelo era hasta entonces tan rico?».

481

REPITÁMOSLO.— Opiniones públicas, perezas privadas.