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Me preguntan qué es idiosincrasia en los filósofos… Por ejemplo, su falta de sentido histórico, su odio a la idea misma de devenir, su egipticismo. Creen estar haciendo un honor a una cosa cuando la deshistorifican, sub specie aeterni[16], cuando hacen de ella una momia. Cuanto los filósofos han manejado desde hace milenios eran momias conceptuales; de sus manos no ha salido vivo nada real. Matan, disecan, estos señores idólatras del concepto, cuando adoran; son peligrosos para la vida de todo, cuando adoran. La muerte, el cambio, la vejez, igual que la procreación y el crecimiento, son para ellos objeciones, refutaciones incluso. Lo que es, no deviene; lo que deviene, no es… Ahora bien, todos ellos creen, con desesperación incluso, en el ente. Pero como no logran hacerse con él, buscan razones de por qué se les sustrae. «Tiene que haber una apariencia, una estafa, en el hecho de que no percibamos el ente: ¿dónde está el estafador?». «Ya lo tenemos», gritan felices, «¡es la sensibilidad! Estos sentidos, que por lo demás son también tan inmorales, nos engañan sobre el mundo verdadero. Moraleja: librarse del engaño de los sentidos, del devenir, de la ciencia histórica, de la mentira; la ciencia histórica no es más que fe en los sentidos, fe en la mentira. Moraleja: decir no a todo lo que presta fe a los sentidos, a todo el resto de la humanidad: todo eso es “pueblo”. ¡Ser filósofo, ser momia, representar el monótono-teísmo mediante una mímica de enterradores! ¡Y fuera sobre todo con el cuerpo, esa idée fixe de los sentidos digna de conmiseración!, ¡lastrado con todos los errores de la lógica que existen, refutado, imposible incluso, por más que tenga la desfachatez de dárselas de real!»…

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Aparto, con suma reverencia, el nombre de Heráclito. Si el otro hatajo de filósofos rechazó el testimonio de los sentidos porque éstos mostraban multiplicidad y cambio, él rechazó su testimonio porque mostraban las cosas como si tuviesen persistencia y unidad. También Heráclito fue injusto con los sentidos. Éstos no mienten ni del modo que creían los eleáticos ni como él creía: no mienten en modo alguno. Lo que nosotros hacemos con su testimonio, esto y solo esto introduce la mentira en ellos, por ejemplo la mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la persistencia… La «razón» es la causa de que falseemos el testimonio de los sentidos. Cuando muestran el devenir, el pasar, el cambio, no mienten… Pero Heráclito tendrá razón eternamente con lo que dice de que el ser es una ficción vacía. El mundo «aparente» es el único: el «mundo verdadero» es un mero añadido obra de la mentira

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¡Y qué finos instrumentos de observación tenemos en nuestros sentidos! La nariz, por ejemplo, de la que ningún filósofo ha hablado aún con veneración y agradecimiento, es incluso por el momento el instrumento más sensible del que disponemos: puede constatar diferencias de movimiento incluso mínimas, que ni siquiera el espectroscopio constata. En la actualidad poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos, en la medida en que aprendimos a aguzarlos más y a armarlos, y a pensarlos hasta el final. El resto es engendro y todavía no-ciencia: es decir, metafísica, teología, psicología, teoría del conocimiento. O bien ciencia formal, semiótica: como la lógica, y esa lógica aplicada, las matemáticas. En ellas la realidad no comparece en modo alguno, ni siquiera como problema; igual de poco que la cuestión de qué valor posee, si es que posee alguno, esa convención de signos en la que consiste la lógica.

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La otra idiosincrasia de los filósofos es no menos peligrosa: consiste en confundir lo último y lo primero. Ponen lo que viene al final —¡por desgracia!, pues ¡no debería venir en modo alguno!—, los «conceptos más altos», es decir, los conceptos más universales, los más vacíos, el último humo de la realidad que se evapora, al comienzo en calidad de comienzo. De nuevo esto no es más que expresión de su manera de venerar: lo más alto no es lícito que surja de lo más bajo, no es lícito siquiera que haya surgido… Moraleja: todo lo que es de primer rango tiene que ser causa sui[17]. La procedencia desde otra cosa distinta se considera como objeción, como puesta en duda del valor. Todos los valores supremos son de primer rango, todos los conceptos más altos, el ente, lo incondicionado, lo bueno, lo verdadero, lo perfecto: todo esto no puede haber llegado a ser, y en consecuencia tiene que ser causa sui. Pero todas estas cosas tampoco pueden ser desiguales entre sí, no pueden estar en contradicción consigo mismas… Con ello tienen su pasmoso concepto de «Dios»… Lo último, más flaco, más vacío, se coloca como lo primero, como causa en sí, como ens realissimum… ¡Que la humanidad haya tenido que tomar en serio las dolencias cerebrales de estos enfermos urdidores de telas de araña! ¡Y lo ha pagado caro!…

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Finalmente, contrapongamos de qué distinto modo abordamos nosotros (digo «nosotros» por cortesía…) el problema del error y de la apariencia. Antes se tomaba la modificación, el cambio, el devenir en general, como prueba de la apariencia, como señal de que en ellos tenía que haber algo que nos engaña. Hoy, a la inversa, exactamente en la misma medida en que el prejuicio de la razón nos fuerza a poner unidad, identidad, persistencia, sustancia, causa, coseidad, ser, nos vemos en cierto modo enredados en el error, necesitados al error, por seguros que estemos en nuestro interior, con base en una consideración rigurosa, de que el error está ahí. No sucede otra cosa con los movimientos del astro rey: en su caso, el error tiene a nuestros ojos como permanente abogado, y aquí al lenguaje. El lenguaje pertenece por su surgimiento a la época de la más rudimentaria forma de psicología: entramos en un grosero fetichismo cuando cobramos consciencia de los presupuestos básicos de la metafísica lingüística, o, dicho con más claridad, de la razón. Esto ve por todas partes actores y acciones: cree sencillamente en la voluntad como causa; cree en el «yo», en el yo como ser, en el yo como sustancia, y proyecta la fe en el yo-sustancia en todas las cosas, y con ello crea el concepto de «cosa»… El pensamiento introduce el ser por todas partes como causa, lo introduce subrepticiamente; de la concepción «yo» se sigue, como derivado de ella, el concepto de «ser»… Al principio está el gran y fatídico error de que la voluntad es algo que actúa, de que la voluntad es una facultad… Hoy sabemos que es meramente una palabra… Muchísimo más tarde, en un mundo mil veces más ilustrado, los filósofos cobraron consciencia con sorpresa de la seguridad, de la certidumbre subjetiva en el manejo de las categorías de la razón: concluyeron que estas últimas no podían proceder de la experiencia, pues no en vano, pensaban, toda la experiencia está en contradicción con ellas. ¿Entonces, de dónde proceden? Y tanto en la India como en Grecia se cometió el mismo yerro: «Es preciso que hayamos tenido alguna vez nuestra casa en un mundo más alto (¡en vez de en uno mucho más bajo, que es lo que habría sido ver dad!), ¡tenemos que haber sido divinos, puesto que poseemos la razón!»… De hecho, nada ha tenido hasta ahora una fuerza persuasiva más ingenua que el error del ser, tal y como fue formulado, por ejemplo, por los eleáticos: ¡tiene a su favor toda palabra, toda frase que pronunciemos! También los adversarios de los eleáticos sucumbieron a la seducción de su concepto de ser: Demócrito entre otros, cuando inventó su átomo… La «razón» en el lenguaje: ¡oh, qué vieja hembra estafadora! Me temo que no nos libraremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática…

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Se me agradecerá que comprima un conocimiento tan esencial, tan nuevo, en cuatro tesis: con ello facilito la comprensión, con ello provoco la contradicción.

Primera tesis. Las razones que han llevado a considerar «éste» mundo como aparente fundamentan más bien su realidad: un tipo distinto de realidad es absolutamente inacreditable.

Segunda tesis. Las características que se ha atribuido al «verdadero ser» de las cosas son las características del no ser, de la nada; se ha construido el «mundo verdadero» contradiciendo el mundo real: un mundo aparente, de hecho, por cuanto es meramente una ilusión moral-óptica.

Tercera tesis. Fabular de «otro» mundo distinto de este carece por completo de sentido, suponiendo que no despliegue su poder en nosotros un instinto de la calumnia, de la detracción, de la sospecha de la vida: en el último caso nos vengamos de la vida con la fantasmagoría de «otra» vida, de una vida «mejor».

Cuarta tesis. Dividir el mundo en un mundo «verdadero» y en uno «aparente», sea al modo del cristianismo, sea al modo de Kant (al modo de un cristiano taimado, en definitiva), no es más que una sugestión de la décadence, un síntoma de vida que decae… Que el artista estime más la apariencia que la realidad no es objeción alguna contra esta tesis. Pues «apariencia» significa aquí la realidad una vez más, solo que en una selección, reforzamiento, corrección… El artista trágico no es un pesimista, precisamente dice sí a todo lo cuestionable y terrible mismo, es dionisíaco