1
Error de la confusión de la causa y la consecuencia. No hay error más peligroso que confundir la consecuencia con la causa: lo llamo la auténtica corrupción de la razón. No obstante, este error se cuenta entre las costumbres más antiguas y más modernas de la humanidad: entre nosotros está incluso santificado, lleva el nombre de «religión», «moral». Toda frase que la religión y la moral formulan lo contiene; sacerdotes y legisladores morales son los autores de esa corrupción de la razón. Tomaré un ejemplo: todo el mundo conoce el libro del famoso Cornaro, en el que aconseja su rigurosa dieta como receta para una vida larga y feliz, y también virtuosa. Pocos libros han sido leídos tanto, todavía ahora se imprime todos los años en Inglaterra muchos miles de ejemplares. No dudo de que difícilmente otro libro (a excepción de la Biblia, como es justo) habrá causado tanto daño, habrá acortado tantas vidas como este bienintencionado curiosum. Razón de ello: la confusión de la consecuencia con la causa. El cándido italiano veía en su dieta la causa de su larga vida: mientras que la condición previa de la larga vida, la extraordinaria lentitud del metabolismo, el bajo consumo, era la causa de su rigurosa dieta. No estaba en su mano comer poco o comer mucho, su frugalidad no era una «voluntad libre»: se ponía enfermo cuando comía más. Sin embargo, quien no es una carpa, no solo hace bien en comer como es debido, sino que lo necesita. Un erudito de nuestros días, con su rapidísimo consumo de fuerza nerviosa, perecería con el régime de Cornaro. Crede experto[22].
2
La fórmula más general que subyace a toda religión y moral reza así: «Haz tal cosa y tal otra; omite tal cosa y tal otra, ¡y serás feliz! De lo contrario…». Toda moral, toda religión es este imperativo; lo denomino el gran pecado original de la razón, la sinrazón inmortal. En mi boca esa fórmula se transforma en la inversa; primer ejemplo de mi «transvaloración de todos los valores»: un hombre bien plantado, alguien «feliz», tiene que hacer ciertas acciones y retrocede temeroso instintivamente ante otras acciones, introduce en sus relaciones con personas y cosas el orden que él representa fisiológicamente. En una fórmula: su virtud es la consecuencia de su felicidad… Larga vida, una rica descendencia no es la recompensa de la virtud, la virtud es más bien de suyo aquella ralentización del metabolismo que, entre otras cosas, tiene en su séquito también una larga vida, una rica descendencia, el cornarismo, en suma. La Iglesia y la moral dicen: «un linaje, un pueblo perece por obra del vicio y del lujo». Mi razón restablecida dice: cuando un pueblo perece o degenera fisiológicamente, de ello se siguen el vicio y el lujo (es decir, la necesidad de estímulos cada vez más fuertes y más frecuentes, como los que toda naturaleza agotada conoce). Este joven palidece y se marchita antes de tiempo. Sus amigos dicen: la culpa la tiene tal y tal enfermedad. Yo digo: que haya enfermado, que no haya resistido a la enfermedad, era ya la consecuencia de una vida empobrecida, de un agotamiento hereditario. El lector de periódicos dice: con tal error, ese partido se hunde a sí mismo. Mi política superior dice: un partido que comete tales errores está acabado, ya no tiene su seguridad instintiva. Todo error en todo sentido es la consecuencia de la degeneración del instinto, de la disgregación de la voluntad: con esto casi estamos definiendo lo malo. Todo lo bueno es instinto, y, en consecuencia, fácil, necesario, libre. La fatiga es una objeción, el dios es típicamente diferente del héroe (en mi lenguaje: los pies ligeros el primer atributo de la divinidad).
3
Error de una causalidad falsa. En todas las épocas se ha creído saber qué es una causa: pero ¿de dónde hemos tomado nuestro saber, o, dicho con más exactitud, nuestra creencia de que aquí sabemos? Del ámbito de los famosos «hechos internos», de los que hasta ahora ninguno se ha revelado como un hecho real. Nos creíamos a nosotros mismos causales en el acto de la voluntad; pensábamos al menos que ahí habíamos pillado a la causalidad con las manos en la masa. No se dudaba tampoco de que todos los antecedentia de una acción, sus causas, debían buscarse en la consciencia, ni de que si se los buscase se encontrarían en ella, a saber, como «motivos»: pues de otro modo no se sería libre para esa acción, responsable de ella. Finalmente, ¿quién habría negado que un pensamiento es causado, que el yo causa el pensamiento?… De estos tres «hechos internos» que parecían avalar la causalidad, el primero y más convincente es el de la voluntad como causa; la concepción de una consciencia («espíritu») como causa y, posteriormente, además la del yo (la del «sujeto») como causa son meramente hijos tardíos, nacidos después de que la causalidad constase como dada por la voluntad, como experiencia… En el entretanto nos lo hemos pensado mejor. Hoy en día ya no creemos ni una palabra de todo eso. El «mundo interior» está lleno de imágenes ilusorias y fuegos fatuos: la voluntad es uno de ellos. La voluntad ya no mueve nada, y en consecuencia tampoco explica ya nada; meramente acompaña procesos, y también puede faltar. El denominado «motivo»: otro error. Meramente un fenómeno superficial de la consciencia, algo meramente paralelo a la acción, que antes oculta los antecedentia de una acción que los muestra. ¡Y no digamos el yo! Se ha convertido en una fábula, en una ficción, en un juego de palabras: ¡ha cesado por completo de pensar, de sentir y de querer!… ¿Qué se sigue de ello? ¡No hay causas espirituales de ningún tipo! ¡Toda la pretendida base empírica de las mismas se ha ido al diablo! ¡Esto es lo que se sigue de ello! Y habíamos abusado bonitamente de esa «base empírica», habíamos creado el mundo sobre ella como un mundo de causas, como un mundo de la voluntad, como un mundo de espíritus. La más vieja y más larga psicología estaba actuando aquí, no ha hecho absolutamente nada más que eso: todo acontecer era para ella un obrar, todo obrar consecuencia de una voluntad, el mundo se convirtió para ella en una multiplicidad de agentes, un agente (un «sujeto») se puso subrepticiamente por debajo de todo acontecer. El hombre ha proyectado hacia fuera de él sus tres «hechos internos», aquello en lo que creía con más firmeza, la voluntad, el espíritu, el yo: sacó el concepto de ser del concepto de yo; puso con arreglo a su imagen, con arreglo a su concepto del yo como causa, las «cosas» como siendo. Nada tiene de extraño que más tarde solo encontrase en las cosas lo que él había metido en ellas. La cosa misma, digámoslo otra vez, el concepto de cosa, un reflejo meramente de la fe en el yo como causa… E incluso su átomo, mis señores mecanicistas y físicos, ¡cuánto error, cuánta psicología rudimentaria queda aún a modo de residuo en su átomo! ¡Y no digamos la «cosa en sí», ese horrendum pudendum[23] de los metafísicos! ¡El error del espíritu como causa confundido con la realidad! ¡Y hecho medida de la realidad! ¡Y denominado Dios!
4
Error de las causas imaginarias. Partamos de un sueño: a una determinada sensación, por ejemplo a consecuencia de un lejano cañonazo, se le pone después por debajo subrepticiamente una causa (con frecuencia, toda una pequeña novela, en la que precisamente el soñador es el protagonista). Entre tanto, la sensación sigue durando, en una especie de resonancia: espera, por así decir, a que la pulsión de buscar causas le permita pasar a primer plano, ya no como casualidad, sino como «sentido». El cañonazo comparece de modo causal, en una patente inversión del tiempo. Lo posterior, la motivación, se vivencia primero, frecuentemente con cien detalles que pasan con la velocidad del rayo, el disparo viene a continuación… ¿Qué ha sucedido? Las representaciones que un cierto estado generó han sido malentendidas como causa del mismo. De hecho, en el estado de vigilia lo hacemos también así. La mayor parte de nuestras sensaciones generales, todo tipo de inhibición, presión, tensión, explosión en el juego y resistencia de los órganos, como sucede especialmente con el estado del nervus sympathicus, excitan nuestra pulsión de buscar causas: queremos tener una razón de que nos encontremos de tal y tal modo, de que nos encontremos mal o de que nos encontremos bien. Nunca nos basta limitarnos a constatar sencillamente el hecho de que nos encontramos de tal y tal modo: no admitimos ese hecho —no nos hacemos conscientes de él— hasta que le hemos dado una especie de motivación. El recuerdo que en ese caso, sin que nosotros lo sepamos, entra en actividad, suscita estados anteriores del mismo tipo y las interpretaciones causales con ello interpenetradas, no su causalidad. Ciertamente, la fe en que las representaciones, las operaciones de consciencia concomitantes han sido las causas, es suscitada a la vez por el recuerdo. Surge así un acostumbramiento a una determinada interpretación causal, que en verdad inhibe e incluso excluye una investigación de las causas.
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Explicación psicológica de lo anterior. Remitir algo desconocido a algo conocido alivia, tranquiliza, satisface, da además una sensación de poder. Con lo desconocido vienen dados el peligro, la intranquilidad, la preocupación: el primer instinto se dirige a eliminar esos estados penosos. Primer principio: cualquier explicación es mejor que ninguna. Dado que en el fondo se trata solamente de un querer librarse de representaciones que oprimen, no se aplican unos criterios muy rigurosos que digamos a los medios para librarse de ellas: la primera representación con la que lo desconocido se explica como conocido sienta tan bien que se la «tiene por verdadera». Demostración del placer («de la fuerza») como criterio de la verdad. La pulsión de buscar causas está, así pues, condicionada y excitada por la sensación de miedo. En la medida en que ello sea posible, el «¿por qué?», debe dar no tanto la causa por mor de ella misma cuanto un tipo de causa, una causa tranquilizadora, liberadora, aliviadora. Que algo ya conocido, vivenciado, inscrito en el recuerdo, sea puesto como causa es la primera consecuencia de esa necesidad. Lo nuevo, lo no vivenciado, lo ajeno, es excluido como causa. Así pues, se busca como causa no solo un tipo de explicaciones, sino un tipo de explicaciones escogido y preferido, aquéllas en las que la sensación de lo ajeno, nuevo, no vivenciado haya sido eliminada con la mayor rapidez y frecuencia posibles: las explicaciones más acostumbradas. Consecuencia: un tipo de posición de causas predomina cada vez más, se concentra en forma de sistema y termina por comparecer como dominante, es decir, sencillamente como excluyente de causas y explicaciones distintas. El banquero piensa enseguida en el «negocio», el cristiano en el «pecado», la muchacha en su amor.
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Todo el ámbito de la moral y de la religión cae bajo este concepto de las causas imaginarias. «Explicación» de las sensaciones generales desagradables. Están causadas por seres que nos son hostiles (malos espíritus: el caso más famoso, tomar a las histéricas por brujas). Están causadas por acciones que no se pueden aprobar (la sensación del «pecado», de la «pecaminosidad» puesta subrepticiamente en lugar de un malestar fisiológico: siempre se encuentran razones para estar descontento consigo mismo). Están causadas como castigos, como un pago por algo que no habríamos debido hacer, que no habríamos debido ser (lo que de modo impúdico ha sido generalizado por Schopenhauer en una frase en la que la moral aparece como lo que es, como una auténtica envenenadora y calumniadora de la vida: «Todo gran dolor, ya sea corporal o espiritual, expresa lo que merecemos; pues no podría venirnos si no lo mereciéramos», Mundo como voluntad y representación, 2, 666). Están causadas como consecuencias de acciones irreflexivas, que han salido mal (las emociones, los sentidos puestos como causa, como «culpables»; estados de necesidad fisiológicos interpretados mediante otros estados de necesidad como «merecidos»). «Explicación» de las sensaciones generales agradables. Están causadas por la confianza en Dios. Están causadas por la consciencia de buenas acciones (la denominada «buena conciencia», un estado fisiológico que en ocasiones tiene un aspecto tan similar a una feliz digestión que casi se confunde con ella). Están causadas por el resultado feliz de empresas (ingenua conclusión errónea: a un hipocondríaco o a un Pascal el resultado feliz de una empresa no le proporciona en modo alguno sensaciones generales agradables). Están causadas por la fe, la caridad, la esperanza: por las virtudes cristianas. En verdad, todas estas supuestas explicaciones son estados que son consecuencia y, por así decir, traducciones de sensaciones de placer o de displacer a un dialecto erróneo: se encuentra uno en un estado que le permite tener esperanza, porque la sensación fisiológica básica vuelve a ser fuerte y rica; se tiene confianza en Dios, porque la sensación de plenitud y fuerza le da a uno calma. La moral y la religión caen por completo y enteramente bajo la psicología del error: en cada caso particular se confunde la causa y el efecto, o bien se confunde la verdad con el efecto de lo creído como verdadero, o bien un estado de la consciencia se confunde con la causalidad de ese estado.
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Error de la voluntad libre. Hoy en día ya no tenemos compasión con el concepto de «voluntad libre», pues sabemos demasiado bien qué es: el malabarismo teológico de más mala nota que existe, con el fin de hacer a la humanidad «responsable» en el sentido de los teólogos, es decir, de hacerla dependiente de ellos… Proporciono aquí solamente la psicología de todo hacer responsable a alguien de algo. Dondequiera que se busquen responsabilidades suele ser el instinto de querer castigar y juzgar quien las busca. Se ha despojado al devenir de su inocencia cuando cualquier ser de tal y tal modo se remite a la voluntad, a propósitos, a actos de responsabilidad: la doctrina de la voluntad ha sido inventada esencialmente con la finalidad del castigo, es decir, del querer encontrar culpable. Toda la vieja psicología, la psicología de la voluntad, tiene su presupuesto en que sus autores, los sacerdotes que estaban a la cabeza de las comunidades políticas antiguas, querían hacerse con un derecho a imponer penas, o querían conceder a Dios un derecho a ello… Los hombres fueron pensados «libres» para poder ser juzgados, para poder ser castigados, para poder llegar a ser culpables: en consecuencia, toda acción tuvo que ser pensada como querida, el origen de toda acción como radicado en la consciencia (con lo que la más fundamental falsificación de moneda in psychologicis quedaba hecha el principio de la psicología misma…). Hoy en día, cuando hemos entrado en el movimiento inverso, sobre todo cuando nosotros los inmoralistas tratamos con todas nuestras fuerzas de eliminar del mundo el concepto de culpa y el concepto de castigo y de limpiar de ellos la psicología, la historia, la naturaleza, las instituciones y sanciones sociales, no hay a nuestros ojos un antagonismo más radical que el de los teólogos, quienes con el concepto del «orden moral del mundo» siguen infestando la inocencia del devenir mediante el «castigo» y la «culpa». El cristianismo es una metafísica del verdugo…
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¿Qué es lo único que puede ser nuestra doctrina? Que nadie da al hombre sus características, ni Dios, ni la sociedad, ni sus padres y antepasados, ni él mismo (el sinsentido de la representación aquí rechazada en último lugar ha sido enseñado como «libertad inteligible» por Kant, quizá también ya por Platón). Nadie es responsable del mero hecho de existir, de estar constituido de tal o de cual modo, de hallarse en estas circunstancias, en este entorno. La fatalidad de la propia forma de ser no se puede separar de la fatalidad de cuanto fue y de cuanto será. Él no es la consecuencia de un propósito específico, de una voluntad, de una finalidad, con él no se hace el intento de alcanzar un «ideal de hombre», o un «ideal de felicidad» o un «ideal de moralidad»; es absurdo querer achacar la propia forma de ser a algún fin. Nosotros hemos inventado el concepto de «fin»: en la realidad falta el fin… Se es necesariamente, se es un pedazo de fatalidad, se pertenece al todo, se es en el todo; no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues tal cosa significaría juzgar, medir, comparar, condenar el todo… ¡Pero no hay nada fuera del todo! Que ya a nadie se le haga responsable, que no sea lícito remitir la modalidad del ser a una causa prima, que el mundo no sea una unidad como sensorio ni como «espíritu», solo ésta es la gran liberación, solo con ella queda restablecida la inocencia del devenir… El concepto de «Dios» ha sido hasta ahora la mayor objeción contra la existencia… Nosotros negamos a Dios, nosotros negamos la responsabilidad en Dios: solo con ello redimimos el mundo.