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Es conocida mi exigencia al filósofo de que se sitúe más allá del bien y del mal, de que tenga por debajo de sí la ilusión del juicio moral. Esta exigencia se deriva de un conocimiento que yo he sido el primero en formular: no hay en modo alguno hechos morales. Lo que tiene en común el juicio moral con el religioso es que cree en realidades que no existen. La moral es solamente una interpretación de ciertos fenómenos, o, dicho más concretamente, una mala interpretación. Al igual que el religioso, el juicio moral corresponde a un nivel de ignorancia en el que todavía falta incluso el concepto de lo real, la diferenciación entre lo real y lo imaginario, de tal manera que en ese nivel «verdad» designa únicamente cosas que hoy en día denominamos «figuraciones». Por ello, el juicio moral nunca se debe tomar literalmente: como tal, no contiene nunca otra cosa que contrasentidos. Pero no deja de ser inestimable como semiótica: revela, al menos para el que sabe, las más valiosas realidades de culturas e interioridades que no sabían lo suficiente para «entenderse» a sí mismas. La moral es un mero lenguaje por señas, mera sintomatología: hay que saber ya de qué se trata para sacar utilidad de ella.
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Un primer ejemplo, y de modo enteramente provisional. En todas las épocas se ha querido «mejorar» a los hombres: esto sobre todo es lo que significaba «moral». Pero bajo la misma palabra está escondida la más diferente de las tendencias. Tanto la doma de la bestia hombre como la cría selectiva de una determinada especie de hombre se ha denominado «mejora»: solo estos termini[24] zoológicos expresan realidades; realidades, ciertamente, de las que el «mejorador» típico, el sacerdote, nada sabe, nada quiere saber… Denominar a la doma de un animal su «mejora» es a nuestros oídos casi una broma. Quien sabe lo que sucede en las casas de fieras duda de que en ellas la bestia sea «mejorada». Se la debilita, se la hace menos dañina, se convierte, mediante la emoción depresiva del miedo, mediante el dolor, mediante las heridas, mediante el hambre, en una bestia enfermiza. No otra cosa sucede con el hombre domado, a quien el sacerdote ha «mejorado». En la temprana Edad Media, cuando realmente la Iglesia era sobre todo una casa de fieras, se iba en todas partes a la caza de los más bellos ejemplares de la «bestia rubia», se «mejoró», por ejemplo, a los nobles germanos. Pero ¿qué aspecto presentaba después un germano así «mejorado», seducido al convento? El de una caricatura del hombre, el de un engendro: se había convertido en «pecador», estaba metido en la jaula, se le había encarcelado entre puros conceptos horribles… Allí estaba ahora, enfermo, enclenque, maligno hacia sí mismo: lleno de odio contra los impulsos a la vida, lleno de sospecha contra todo lo que era aún fuerte y feliz. En suma, un «cristiano»… Dicho fisiológicamente: en la lucha con la bestia, hacerla enferma puede ser el único medio para hacerla débil. Esto lo entendió la Iglesia: echó a perder al hombre, lo debilitó, pero pretendió haberlo «mejorado»…
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Tomemos el otro caso de la denominada moral, el caso de la cría selectiva de una determinada raza y especie. El más grandioso ejemplo de ello nos lo da la moral india, sancionada como religión en tanto que «Ley de Manú». Aquí se plantea la tarea de criar nada menos que cuatro razas a la vez: una sacerdotal, una guerrera, una comerciante y agrícola y, finalmente, una raza de servidores, los sudras. Como resulta patente, aquí ya no estamos entre domadores de animales: un tipo de hombre cien veces más apacible y racional es el presupuesto para ya tan solo concebir el plan de una cría selectiva como ésa. Se respira aliviado al pasar del aire cristiano, un aire de enfermos y de calabozo, a ese mundo más sano, más elevado, más ancho. ¡Qué ruin es el «Nuevo Testamento» comparado con Manú, qué mal huele! Pero también esta organización necesitaba ser terrible; esta vez no en lucha con la bestia, sino con su concepto contrario, con el hombre no mejorado por cría selectiva, con el hombre de la mezcolanza, con el chandala. Y de nuevo no tenía otro medio para hacerlo inofensivo, para hacerlo débil, que hacerlo enfermo: era la lucha con el «gran número». Quizá no haya nada que contradiga más a nuestro sentimiento que estas medidas protectoras de la moral india. El tercer edicto, por ejemplo (Avadana-Sastra I), el «de las verduras impuras», dispone que la única alimentación permitida a los chandalas debe ser ajo y cebolla, toda vez que la sagrada escritura prohibe darles grano o frutas que tengan granos, o agua o fuego. El mismo edicto establece que no les es lícito tomar de los ríos, de las fuentes o de los estanques el agua que necesiten, sino solo de los accesos a ciénagas y de agujeros que se hayan formado con las pisadas de los animales. Igualmente se les prohíbe lavar su ropa blanca y que se laven a sí mismos, dado que el agua que se les concede a modo de gracia solo les es lícito utilizarla para apagar la sed. Finalmente, una prohibición a las mujeres sudras de asistir a las mujeres chandalas cuando den a luz, e igualmente una prohibición a estas últimas de asistirse unas a otras con esa misma ocasión… El resultado de semejante política sanitaria no se hizo esperar: epidemias atroces, repulsivas enfermedades venéreas y después de eso otra vez la «ley del cuchillo», que dispone la circuncisión para los niños, la ablación de los labios menores para las niñas. Manú mismo dice: «Los chandalas son el fruto del adulterio, del incesto y del crimen (ésa es la consecuencia necesaria del concepto de cría selectiva). Solamente deben tener como vestidos los harapos de cadáveres, como vajilla cuencos rotos, para su adorno hierro viejo, como objeto de culto solamente los malos espíritus; deben vagar sin descanso de un lugar a otro. Les está prohibido escribir de izquierda a derecha y valerse de la mano derecha para escribir: el uso de la mano derecha y de la escritura de izquierda a derecha está reservado solamente a los virtuosos, a la gente de raza».
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Estas disposiciones son no poco instructivas: en ellas tenemos a la humanidad aria, enteramente pura, enteramente primigenia, y aprendemos que el concepto de «sangre pura» es lo contrario de un concepto inocuo. Por otro lado, resulta claro en qué pueblo se ha eternizado el odio, el odio de chandala contra esa «humanidad», dónde se ha convertido en religión, en genio… Desde este punto de vista, los Evangelios son un documento de primer rango; todavía más el libro de Enoch. El cristianismo, procedente de una raíz judía y comprensible únicamente como una planta crecida en ese suelo, constituye el movimiento contrario a toda moral de la cría selectiva, de la raza, del privilegio: es la religión antiaria par excellence: el cristianismo es la transvaloración de todos los valores arios, la victoria de los valores de chandala, el evangelio predicado a los pobres, a los bajos, la sublevación general de todos los pisados, míseros, poco agraciados, de todos los que han salido perdiendo, contra la «raza»; es la inmortal venganza chandala en calidad de religión del amor…
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La moral de la cría selectiva y la moral de la doma son enteramente dignas una de otra en los medios que emplean para imponerse: podemos establecer como primera premisa que para hacer moral hay que tener la incondicionada voluntad de lo contrario. Éste es el gran e inquietante problema tras del cual más largamente he ido: la psicología de los «mejoradores» de la humanidad. Un hecho pequeño y, en el fondo, modesto, el de la denominada pia fraus[25] 24, me proporcionó el primer acceso a este problema: la pia fraus, la herencia de todos los filósofos y sacerdotes que han «mejorado» a la humanidad. Ni Manú, ni Platón, ni Confucio, ni los maestros judíos y cristianos han dudado jamás de su derecho a la mentira. No han dudado de otros derechos enteramente distintos… Para expresarlo con una fórmula, se podría decir: todos los medios empleados hasta ahora para hacer moral a la humanidad eran, de raíz, inmorales…