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Todas las pasiones tienen un tiempo en el que son meramente fatídicas, en el que tiran para abajo de su víctima con el peso de la estupidez, y un tiempo posterior, muy posterior, en el que se casan con el espíritu, se «espiritualizan». Antes, a causa de la estupidez contenida en la pasión, se hacía la guerra a la pasión misma: se tramaban conjuras para su aniquilación, y todos los viejos vestiglos de la moral están unánimes en que «il faut fuer les passions[20]». La fórmula más famosa para ello está en el Nuevo Testamento, en aquel Sermón de la Montaña en el que, dicho sea de paso, las cosas no se contemplan en modo alguno desde lo alto. Por ejemplo, en él se dice, aplicándolo a la sexualidad, «si tu ojo te escandaliza, arráncatelo»: afortunadamente, ningún cristiano actúa según esa norma. Aniquilar las pasiones y apetitos, meramente para prevenir su estupidez y las desagradables consecuencias de su estupidez, nos parece hoy que es a su vez meramente una forma aguda de estupidez. Ya no admiramos a los dentistas que arrancan las muelas para que dejen de doler… Por otro lado, espero que se tenga la objetividad suficiente para reconocer que en el suelo del que ha surgido el cristianismo el concepto de «espiritualización de la pasión» no puede ser concebido en modo alguno. No en vano la primera Iglesia luchaba, como es sabido, contra los «inteligentes» a favor de los «pobres de espíritu»: ¿cómo iba a ser licito esperar de ella una guerra inteligente contra la pasión? La Iglesia combate la pasión con la amputación en todos los sentidos: su práctica médica, su «cura» es el castracionismo. No pregunta nunca: «¿cómo se espiritualiza, se embellece, se diviniza un apetito?»; en todas las épocas ha puesto el énfasis de la disciplina en la extirpación (de la sensualidad, del orgullo, de la sed de dominio, de la sed de posesiones, de la sed de venganza). Pero atacar las pasiones en su raíz significa atacar la vida en su raíz: la praxis de la Iglesia es enemiga de la vida…
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El mismo remedio, castración, extirpación, es elegido instintivamente en la lucha con un apetito por quienes tienen una voluntad demasiado débil y están demasiado degenerados para poder imponerse la mesura en el mismo: por aquellas naturalezas que necesitan la Trappe, dicho figuradamente (y no figuradamente…), alguna declaración definitiva de enemistad, un abismo entre ellas y una pasión. Los remedios radicales solamente les son indispensables a los degenerados; la debilidad de la voluntad, o, dicho de modo más concreto, la incapacidad de no reaccionar a un estímulo, solo es a su vez otra forma de la degeneración. La enemistad radical, la enemistad mortal contra la sensualidad es siempre un síntoma que da mucho que pensar: autoriza a hacer conjeturas sobre el estado global de quien parece ser tan dado a los excesos. Por lo demás, esa enemistad, ese odio solo llega a su culmen cuando esas naturalezas ya no tienen la fortaleza suficiente ni siquiera para una cura radical, para la renuncia a su «demonio». Échese una mirada de conjunto a toda la historia de los sacerdotes y filósofos, y también de los artistas: lo más venenoso contra los sentidos no está dicho por los impotentes, tampoco por los ascetas, sino por los ascetas imposibles, por aquéllos que hubiesen necesitado ser ascetas…
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La espiritualización de la sensualidad se llama amor: es un gran triunfo sobre el cristianismo. Otro triunfo es nuestra espiritualización de la enemistad. Consiste en comprender profundamente el valor que tiene tener enemigos: dicho brevemente, en hacer y deducir a la inversa de como se hacía y deducía antes. La Iglesia quería en todas las épocas la aniquilación de sus enemigos: nosotros, nosotros los inmoralistas y anticristos, vemos que nos beneficia que la Iglesia subsista… También en lo político se ha vuelto ahora la enemistad más espiritual, mucho más prudente, mucho más reflexiva, mucho más considerada. Casi todo partido comprende que va en interés de su autoconservación que el partido contrario no pierda fuerza; lo mismo se puede decir de la gran política. Sobre todo una nueva creación, el nuevo Reich por ejemplo, tiene más necesidad de enemigos que de amigos: solo en la contraposición se siente necesario, solo en la contraposición deviene necesario… No de otro modo nos conducimos contra el «enemigo interior»: también ahí hemos espiritualizado la enemistad, también ahí hemos comprendido su valor. Solamente se es fecundo al precio de ser rico en contraposiciones; solamente se permanece joven a condición de que el alma no se rinda, no apetezca la paz… Nada se nos ha vuelto más ajeno que aquella deseabilidad de antes, la de la «paz del alma», la deseabilidad cristiana; nada nos da menos envidia que la vaca moral y la pingüe felicidad de la buena conciencia. Se ha renunciado a la vida grande cuando se renuncia a la guerra… Ciertamente, en muchos casos la «paz del alma» es meramente un malentendido, una cosa distinta que únicamente no sabe denominarse con más honradez. Sin rodeos ni prejuicios, un par de casos. «Paz del alma» puede ser, por ejemplo, la suave irradiación en lo moral (o religioso) de una rica animalidad. O el comienzo del cansancio, la primera sombra que arroja el atardecer, todo tipo de atardecer. O una señal de que el aire está cargado de humedad, de que se están levantando vientos del sur. O el agradecimiento, en contra de lo que se sabe, por una feliz digestión (en ocasiones denominado «filantropía»). O el aquietarse del convaleciente, para el que todas las cosas tienen un sabor nuevo, y que espera… O bien el estado que sigue a una fuerte satisfacción de nuestra pasión dominante, la sensación de bienestar de una rara hartura. O la debilidad senil de nuestra voluntad, de nuestros apetitos, de nuestros vicios. O la pereza, persuadida por la vanidad a maquillarse moralmente. O la aparición de una certidumbre, incluso de una terrible certidumbre, tras una larga tensión y un largo martirio por la incertidumbre. O la expresión de la madurez y de la maestría en mitad del obrar, hacer, producir, querer, la respiración tranquila, la «libertad de la voluntad» alcanzada… Crepúsculo de los ídolos: ¿quién sabe?, quizá solo sea una especie de «paz del alma»…
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Pongo un principio en una fórmula. Todo naturalismo en la moral, es decir, toda moral sana, está dominado por un instinto de la vida; algún mandamiento de la vida se cumple con un determinado canon de «Debe» y «No debe», alguna inhibición y hostilidad en el camino de la vida se elimina con él. Y, a la inversa, la moral contranatural, es decir, casi toda moral que ha sido enseñada, venerada y predicada hasta ahora, se vuelve precisamente contra los instintos de la vida: es una condena de esos instintos ora oculta, ora manifiesta y descarada. Cuando dice «Dios ve los corazones», está diciendo «no» a los apetitos más bajos y más elevados de la vida y toma a Dios como enemigo de la vida… El santo en el que Dios tiene su complacencia es el castrado ideal… La vida termina allí donde empieza el «Reino de Dios»…
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Suponiendo que se haya comprendido lo criminal de una rebelión contra la vida como la que ha llegado a ser casi sacrosanta en la moral cristiana, también se habrá comprendido con ello, afortunadamente, otra cosa distinta: lo inútil, aparente, absurdo, mendaz de tal rebelión. Una condena de la vida por parte del que vive no es en último término otra cosa que el síntoma de un tipo determinado de vida: la pregunta de si con derecho o sin él no queda planteada con ello en modo alguno. Habría que tener una posición fuera de la vida, y por otra parte conocerla tan bien como uno, como muchos, como todos los que la han vivido, para que fuese lícito siquiera tocar el problema del valor de la vida: lo que es ya suficiente razón para comprender que ese problema es un problema inaccesible para nosotros. Cuando hablamos de valores, hablamos bajo la inspiración, bajo la óptica de la vida: la vida misma nos fuerza a poner valores, la vida misma valora a través de nosotros cuando ponemos valores… De ahí se sigue que también aquella contranaturaleza de moral que considera a Dios como el contraconcepto y la condena de la vida es solamente un juicio de valor de la vida: ¿de qué vida?, ¿de qué tipo de vida? Pero ya he dado la respuesta: de la vida decadente, de la vida debilitada, de la vida cansada, de la vida condenada. La moral, tal y como ha sido entendida hasta ahora, tal y como últimamente ha sido formulada todavía por Schopenhauer, como «negación de la voluntad de vivir», es el instinto de décadence mismo que hace de sí propio un imperativo: dice: «¡sucumbe!», es la condena de condenados…
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Consideremos, por último, qué gran ingenuidad implica decir «¡el hombre debería ser de tal y tal modo!». La realidad nos muestra una arrebatadora riqueza de tipos, la exuberancia de un juego y cambio de formas dilapidador: ¿y un infeliz haragán cualquiera de moralista va a decirle a ella: «¡no!, el hombre debería ser de otro modo»?… Sabe incluso que debería ser como él, este pobre hombre mojigato, él se pinta en la pared y dice: «ecce homo!»[21]… Pero también cuando el moralista no se dirige más que al individuo y le dice: «¡tú deberías ser de tal y tal modo!», no cesa de ponerse en ridículo. El individuo es un pedazo de fatum, de la cabeza a los pies, una ley más, una necesidad más para todo lo que viene y será. Decirle «cambia» significa exigir que todo cambie, hacia atrás incluso… Y, realmente, hubo moralistas consecuentes que querían al hombre distinto, a saber, virtuoso, lo querían a su imagen, a saber, como mojigato: ¡para ello negaban el mundo! ¡Delirio no pequeño! ¡Poco modesto tipo de inmodestia!… La moral, en la medida en que condena, en sí, no desde puntos de vista, miramientos, propósitos de la vida, es un error específico con el que no se debe tener compasión alguna, ¡una idiosincrasia de degenerados que ha producido muchos daños, indeciblemente muchos!… Nosotros los distintos, nosotros los inmoralistas, hemos ampliado nuestro corazón, a la inversa, para todo tipo de entender, comprender, aprobar. No negamos fácilmente, ponemos nuestro honor en ser afirmativos. Cada vez más se nos han ido abriendo los ojos para aquella economía que sigue utilizando y sabe aprovechar lo que rechaza la santa demencia del sacerdote, de la razón enferma en el sacerdote, para aquella economía de la ley de la vida que obtiene beneficio incluso de la repelente species del mojigato, del sacerdote, del virtuoso, ¿qué beneficio? Pero nosotros mismos, nosotros los inmoralistas, somos aquí la respuesta…