EN EL ÚLTIMO PERIODO de su vida lúcida, Nietzsche resume su lucha contra las falsas concepciones que conforman la tradición de la filosofía, la moral y la religión de Occidente. Para llevar a cabo tal ataque, el filósofo decide auscultar todos los ídolos que han aparecido a lo largo de toda esa tradición como los valores supremos que guían y regulan un tipo de comportamiento que se corresponde con un tipo de vida.
Esos ídolos, cuando se les toca con el martillo, suenan a hueco, no son nada más que fuegos fatuos que el propio hombre ha introducido en la realidad y que se desvanecen ante la sola mirada atenta de quien los contempla con fijeza y sensatez. El crepúsculo de los ídolos es el ocaso de los grandes valores «eternos» que han dominado una civilización y un modo de vida, un ocaso que tal vez preceda a una nueva aurora llena de promesas, a una transvaloración de todos los valores.
Esta guerra organizada del pensador contra los ídolos comienza precisamente con un ataque contra una figura clave en su filosofía, que ya aparece en su primer libro publicado, El nacimiento de la tragedia[1] Allí se culpa de la muerte de esta forma artística al lugar preeminente que llegó a ocupar la razón y la dialéctica en la sociedad griega a partir de la época de Sócrates, tanto en el terreno del arte como en el de la sabiduría. En la primera concepción del mundo y del arte, Nietzsche afirma que las formas y todo lo que ingresa en la conciencia tiene un origen en lo inconsciente. En el proceso de creación hay un movimiento que va desde un mayor grado de excitación a un estado en el que aparecen las imágenes, una vez que la intensidad de la excitación ha descargado esas imágenes. De este modo toda la conciencia y todo lo que tiene forma procede de un suelo común, que es amorfo, oscuro, caótico, pero que es el suelo necesario de toda forma y de toda apariencia.
Ahora bien, con Sócrates, este suelo oscuro y fértil del mundo de las pasiones y de las pulsiones queda arrasado y baldío, debido a que da una preponderancia excesiva y sin medida a la luz de la razón, «la razón a cualquier precio». Nietzsche piensa que uno de los rasgos comunes que caracterizan a todos los sabios es su juicio negativo sobre la vida, que en cierto modo inauguró Sócrates, con su fórmula razón = virtud = felicidad. Este juicio negativo, sin embargo, no es más que un síntoma de cansancio, de enfermedad, en definitiva, de decadencia. Esa decadencia consiste en una anarquía y desorden de las pulsiones. Durante ese periodo de la historia de la cultura griega, dicho desorden se generalizó y Sócrates apareció como un salvador o redentor, al ofrecer una solución a esta ruina de la organización fisiológica. La fórmula salvadora consistía en encontrar algo que dominase esa confusión de los instintos, había que encontrar algo a toda costa que pudiese reinar sobre esa maraña convulsa. Y Sócrates lo encontró y lo ofreció a sus conciudadanos: si hay algo que pueda dominar esos instintos en rebeldía es la razón, la razón ejerciendo como tirana con relación a las pulsiones era la salvación ofrecida por Sócrates que fue muy pronto aceptada por muchos, pues esa decadencia era un fenómeno que se generalizó con mucha rapidez entre los griegos de la época. Si no se era absurdamente racional, es decir, si no se dominaban los instintos por completo, no había otro camino más que el del desastre, había que sucumbir. Así, Sócrates iluminó al hombre con la potente luz de la razón, pero con ello quedaron destruidos los instintos, que son la base de toda acción adecuada. Con la poderosa luz de la razón quedó destruido el suelo sobre el que se elevaba el grandioso edificio del arte trágico de los griegos, así como su sabiduría también trágica.
Esa razón, que en el mundo de Occidente es el elemento predominante en la concepción del hombre, fue puesta por Sócrates y Platón como el agente que podía crear una nueva imagen del hombre. Maestro y discípulo consiguieron establecer así una larga tradición filosófica cuyas características vienen dadas precisamente por la razón. Por esto, en el capítulo titulado «La “razón” en la filosofía» de El crepúsculo de los ídolos, Nietzsche señala lo que distingue a los filósofos, analizando y desvelando el uso que hacen de ella desde que surgió el socratismo. Lo propio de la filosofía dominada por la razón es, según Nietzsche, su aversión por el cambio y el devenir; solo cree en el ser y niega el devenir precisamente por ser y no ser. Si alguien objeta que no percibe el ser, es decir, algo que es inmutable, pues todo lo que aparece ante los sentidos cambia, el filósofo de la razón responderá que no se puede percibir el ser debido a la sensibilidad, que incesantemente nos engaña sobre lo que es y lo que no es, ocultándonos la verdad, o mundo verdadero, y mostrándonos un mundo engañoso, lleno de mentiras, un mundo de errores cuyo origen solo está en los sentidos falaces. Por tanto, la primacía de la razón en la filosofía inaugurada por Sócrates implica una negación de los sentidos.
Una segunda característica de la razón es que toma lo último por lo primero. Los conceptos más generales y universales, que son el resultado de un largo proceso que nace en la sensibilidad, aparecen ante la mirada de los filósofos como lo primero, debido a que, para ellos, lo superior, y estos conceptos son considerados como lo más elevado, no puede provenir nunca de lo inferior. Por tanto, todo lo que los filósofos, rendidos a la razón, tienen por lo superior —el ser, lo bueno, lo verdadero— no puede tener un origen distinto a sí mismo, pues ello supondría que lo más elevado está sometido al cambio. Ahora bien, el conjunto de todos esos conceptos, que forman lo inmutable, es a lo que los filósofos de la razón llaman Dios.
Otra constante en estos pensadores, que beben de la concepción primordial de Sócrates, es expresar su aversión por la apariencia, puesto que ella está sometida al cambio, una prueba de que es algo erróneo, de que solo puede llevar al engaño. El error, para Nietzsche, está, sin embargo, en la propia razón, en sus presupuestos, que acepta sin un previo examen, es decir, en sus prejuicios, que fuerzan a poner la unidad, la identidad en todos lo que vemos y percibimos, cuando en realidad no hay ni unidades, ni identidades: son solo proyecciones que el hombre pone en el mundo a partir de la concepción que tiene de sí mismo, en tanto que sujeto pensante, idéntico a sí mismo, causa de sus acciones gracias a su voluntad libre. Todo eso, sin embargo, no son más que ficciones nacidas de la estructura del lenguaje de los hombres, que por necesidad sintáctica suponen que hay sujetos idénticos a sí mismos. La razón se reduce, entonces, a los presupuestos del lenguaje, una forma rudimentaria de psicología que ve por todas partes actores y acciones, el yo como ser o sustancia, etcétera. El filósofo se preguntará entonces: ¿de dónde procede todo este mundo de la razón? Del mundo de la apariencia que se muestra a los sentidos no es posible, puesto que son contrarios; estos conceptos han de provenir, sin duda, de un mundo elevado, de un mundo espiritual, de un mundo divino, de Dios, que a fin de cuentas se identifica con la gramática.
De estas posiciones se deriva la existencia de un mundo verdadero, que se opone a este mundo aparente en el que vivimos de los sentidos. Sin embargo, este mundo del ser sigue siendo para Nietzsche lo que tiene menos realidad, pues es solo una ficción que nace de una actitud negativa ante la vida, que sirve para vengarse de ella. A fin de cuentas, el producto más genuino de la razón, la división del mundo en una parte aparente y otra «verdadera», es también síntoma de decadencia, tal como sucedía con el socratismo, que optaba por la razón como tabla de salvación ante la disgregación de los instintos.
La razón se muestra como el principal ídolo al que hay que hacer sonar para ver qué esconde en su interior. Otro de los ídolos, que con más furia atacó Nietzsche a lo largo de su obra, fue la moral, que no es más que la dimensión práctica de haber adoptado como ideal un tipo de hombre que pone en lo más alto la razón, hasta el punto de hacer desaparecer los otros aspectos, en principio legítimos, que también forman el hombre. En tanto que la moral es una forma de destrucción de lo inconsciente supone también una forma de decadencia. Así lo expresa Pessoa en el Libro del desasosiego cuando dice que toda decadencia no es más que un uso de la razón que acaba por destruir lo inconsciente, la base de toda creación, de toda la actividad de los hombres: «La decadencia es la pérdida total de la inconsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía» (Barcelona, 1985, p. 29). Así, si auscultamos el gran ídolo de la moral, se puede oír su tenebrosa labor de extirpar y matar la pasiones, arrancarlas de raíz. Del mismo modo que Sócrates solo puede dominar los instintos aniquilándolos con la fuerza de la razón, cuando quiere luchar contra las pasiones solo lo puede hacer castrándolas, pues no es capaz de imponer una medida sobre ellas, debido a su debilidad. Es el remedio radical de los débiles que se vuelven de esta forma contra la sensualidad. La moral se convierte así en una especie de contranaturaleza, al ir contra los instintos de la vida, contra los apetitos más bajos y más elevados. Es, en definitiva, una rebelión contra la vida, que termina por ser condenada. Sin embargo, piensa Nietzsche, esta condena se debe a la propia vida que valora: la contranaturaleza de la moral que condena la vida es un tipo de vida, una vida decadente, debilitada. La figura del santo, aparece bajo esta luz como una persona que ha logrado castrar todos sus instintos y el reino de Dios como un lugar yerto donde no hay nada de vida, pues imaginan ese reino fantástico como el premio que se merecen los que han logrado arrancarse de raíz las pasiones, es decir, la vida misma.
Este instinto de decadencia también se expresa en los cuatro grandes errores de la filosofía, que al fin y al cabo suponen otras tantas inversiones con relación a la vida misma. Así, la moral y la religión confunden la causa y el efecto cuando suponen que alguien se debilita por el vicio y el lujo. Más bien sucede al contrario, según la perspectiva nietzscheana: es a partir de la degeneración fisiológica de donde se derivan los vicios y el lujo, pues lo primigenio, en la visión Nietzsche, es el cuerpo, de manera que la enfermedad es la consecuencia de una vida empobrecida y agotada, y no al revés. De esta manera, también se entiende que la virtud sea la consecuencia de la felicidad. Otro de los grandes errores de la filosofía tradicional consiste en aceptar sin examen previo las grandes presuposiciones ficticias con que describimos el mundo. Esa construcción del mundo la llevamos a cabo mediante una serie de categorías cuya procedencia es nuestro mundo interior, lleno de imágenes ilusorias. Así, creemos que somos sujetos, espíritus, voluntad que mueve el mundo, pero ni las voluntades ni los motivos mueven nada, solo nos acompañan. Y ese mundo interior lo proyectamos hacia fuera. El mundo, a partir del pensamiento de que todo son acciones de alguna voluntad, se puebla de numerosos agentes de todo tipo.
Otra forma de error consiste en la interpretación que damos de nuestros propios estados y sensaciones. Dice Nietzsche que cualquier presión o tensión pone en marcha nuestra tendencia psicológica a buscar causas, pues siempre estamos inclinados a tener un motivo que nos explique el estado en el que nos encontramos. Pero esas representaciones que aparecen ante nosotros como las causas de nuestros estados no lo son en absoluto; solo cuando encontramos una motivación admitimos el hecho de hallarnos en un determinado estado. Para Nietzsche, esto encuentra su explicación en que cuando remitimos lo desconocido a lo conocido, nuestro estado a una causa ya conocida, alcanzamos un mayor grado de tranquilidad. Y cuando asociamos una representación conocida a ese estado que nos oprime produce tal bienestar que siempre aceptamos esa representación como causa de nuestro estado.
Una vez que se ha oído el sonido de los ídolos, la conclusión es común a todos ellos, pues en realidad no son más que síntomas de una sola cosa: una vida debilitada, una vida que ha decaído y que se ha vuelto contra la vida misma. Pero para comprender el significado de este diagnóstico, es necesario conocer lo que quiere decir la vida para Nietzsche. De este modo se puede entender también la empresa nietzscheana de la transvaloración de todos los valores, la inversión que pretende introducir en la filosofía de la razón, que, al poner en lo más alto la razón y la moral, no solo ha invertido la actividad propia de la vida, sino que ha llegado a impedirla. Se trata entonces de restablecer el orden adecuado. Y para ello es necesario otorgar la primacía al cuerpo sobre la conciencia. Lo originario, según Nietzsche, es el cuerpo, desde el que se producen todos los fenómenos de conciencia. En los primeros escritos del filósofo se explica la formación de la conciencia como el resultado de diversas transposiciones metafóricas. A partir de las primeras excitaciones del cuerpo se van produciendo una serie de metáforas de un modo libre y sin presupuestos. La inversión del platonismo o transvaloración significa una afirmación de lo inconsciente como posibilidad de la vida, de la fuerza y de la embriaguez. Es el retorno a la intensidad del sentimiento, a la excitación de los afectos, cuya descarga se traduce en las imágenes y símbolos creados por el hombre. Dejando a un lado la idea como el punto de partida, Nietzsche señala el sentido contrario: el afecto es anterior a la representación. Decir que la idea, lo consciente o la razón es lo primordial es alinearse con el idealismo inaugurado por Sócrates y Platón: es afirmar la antinaturaleza, pues supone destruir los instintos, los afectos, las pasiones. Esto implica admitir que el hombre no procede de la naturaleza, cuya consecuencia es el nihilismo. Así pues, la inversión de la filosofía nietzscheana significa sobre todo pensar el espíritu como traducción del cuerpo, por lo que aquel aparece como algo derivado y secundario con relación al cuerpo; el lugar por donde debe empezar la actividad del hombre es «el cuerpo, el ademán, la dieta, la fisiología, el resto es consecuencia de ello… Por eso los griegos continúan siendo el primer acontecimiento cultural de la historia» (KSA, 6, 149).
Frente al socratismo, que pone la razón como dueña de todos los instintos y que crea a partir del consciente, Nietzche expuso en El nacimiento de la tragedia el modo auténtico de proceder del arte en su teoría de la tragedia que narra su nacimiento y su muerte trágica. En todo este proceso hay un sentido que va desde un menor grado de apariencia a un mayor grado de apariencia. La música es la esfera de donde surgen numerosas representaciones, pero de la imagen no puede surgir el primer texto de la embriaguez. Invertir este orden significa producir un arte que no nace de una necesidad estética, de la descarga de la embriaguez; es, por tanto, un arte antiartístico. En el mundo de la apariencia, los sonidos, si se imita el acto de la creación del mundo, son reflejo inmediato de la excitación del afecto, y los demás símbolos son siempre un reflejo mediato que pasa previamente por el de la música. El mundo figurativo es siempre, en el orden de la producción artística, posterior al no figurativo, de modo que lo que tiene más grado de imagen es posterior y consecuencia de lo que tiene un menor grado de figuración, y una imagen puede surgir de una imagen, pero lo que carece de imagen no puede proceder de la imagen, al menos en el proceso artístico genuino.
En todo proceso artístico hay, pues, una dirección que va desde lo más informe hacia lo que posee más forma, desde lo menos estético a lo más estético, desde el menor grado de apariencia hacia el mayor grado de apariencia. De este modo, pretender poner música a un poema supone invertir el proceso artístico originario: «¡Una empresa parecida a la de un hijo que quisiera engendrar a su padre!», [primavera 1871, 12 (1)]. La música puede engendrar imágenes, pero una representación jamás tiene capacidad de producir a partir de sí la música. «Tan cierto es que un puente lleva desde el castillo misterioso de la música al campo abierto de la imágenes […] como es imposible hacer el camino contrario» (ibídem). Y sin embargo, sí existe un modo de hacer un arte antiartístico, un modo de crear obras artísticas con elementos dionisíacos, como la música o el drama, que no parten precisamente de los estados artísticos o dionisíacos.
Así explica Nietzsche, por ejemplo, la muerte de la tragedia, cuya causa hay que encontrarla en que dejó de concebirse a partir de la música y en que todos sus símbolos, su creciente visión, dejaran de nacer paulatinamente y de un modo inconsciente. Eurípides, que representa la actitud socrática en el arte de la tragedia, pensó que el intelecto era el estado estético de donde se generaba toda creación, cuando ese estado es precisamente antiartístico, dejando a un lado todo origen dionisíaco en la tragedia. La acción, la trama, no es el resultado de un largo proceso de visualización creciente, sino que es el fruto de un plan minuciosamente trazado. Esta forma de componer tragedias, que se opone a la creación artística, en la cual los símbolos surgen de una manera constante e inconsciente, crea de un modo consciente y parte de la sobriedad en lugar de la ebriedad. Esta manera no estética de hacer arte se basa en un principio al que Nietzsche llama el socratismo estético: «Todo ha de ser consciente para ser bello» (El nacimiento de la tragedia, 12). Aquí ya no son los instintos los que producen la obra de arte, sino que en su lugar aparece la conciencia, y el artista no se comporta como tal, sino como un hombre teórico o de conocimiento que no se interpreta como voluntad de poder y cuya acción parte de la conciencia y no de la música, de lo dionisíaco, con lo que la tragedia pierde su esencia: la manifestación de los estados dionisíacos o simbolización de la música.
En El nacimiento de la tragedia, el arte dionisíaco es contrapuesto al arte socrático, este último concebido como una negación del propio arte, pues, como ya se ha visto, resulta de una inversión del proceso artístico original, de un modo consciente de crear, por lo que el efecto que se puede esperar del arte —que sea un tónico— ya no se produce. En el capítulo titulado «Incursiones de un intempestivo» de El crepúsculo de los ídolos y otros escritos del final de la década de los ochenta, esta oposición se transforma en la que mantienen el arte dionisíaco y el arte romántico, o también la que se da entre lo clásico y lo romántico, que es un desarrollo de la antítesis original entre lo dionisíaco y lo socrático. Estas dos formas radicales de concebir el arte se contraponen tanto por el modo del acto de creación como por el estilo que constituye la obra, el cual se deriva precisamente de cada modo de componer. El arte socrático, que nace de lo consciente y no de lo instintivo, y el arte romántico tienen en común el hecho de que su origen no son los instintos; no pueden ser algo artístico, pues ese estado es la condición de todo arte en sentido propio: hay que excitar toda la máquina para que pueda comenzar el camino del arte. La plenitud, el exceso de fuerza, se encuentra en la base de todo arte, mientras que en la carencia, la debilidad empuja a crear en todo arte romántico: «Es, en definitiva, una cuestión de fuerza: un artista riquísimo y con fuerza de voluntad podría dar la vuelta por completo a todo ese arte romántico y hacerlo antirromántico, dionisíaco, por usar mi fórmula» [otoño 1885otoño 1886, 2 (101)]. Es el descontento, la carencia, la escasez lo que mueve a la creación en el romanticismo, en lugar de la sobreplenitud, la riqueza, propia del estado estético: «¿Es el arte una consecuencia de la insatisfacción por la realidad? ¿O una expresión del reconocimiento por la felicidad gozada?», [otoño 1885-otoño 1886, 2 (114)].
Pero al mismo tiempo esta oposición también se puede ver desde el punto de vista de lo clásico —del gran estilo— y de lo romántico. El estilo clásico nace de la embriaguez y por lo tanto se origina mediante el proceso por el que el arte ejerce su dominio sobre el caos, como expresión de la intensidad de fuerza, de la potencia de la simplificación, de la plenitud, de la perfección, del efecto idealizante. El gran estilo es el producto del sentimiento de poder, frente al romanticismo, que lo es de la debilidad. En el dominio sobre el caos se tiende hacia el tipo, reina la gran quietud, la ley se respeta y la excepción se destierra: «Lo firme, lo poderoso, lo sólido, la vida que descansa tendida y poderosa y oculta su fuerza» [final 1886-primavera 1887, 7 (7)]. El romanticismo, en cambio, que nace de los estados no estéticos, como el de la objetividad, no logra construir un estilo, más bien se da en la obra de arte romántica la disolución del estilo, una renuncia al estilo, y en el caso de Wagner también se piensa que hay algo más importante que la música: el drama. Además, lo que se expresa en el arte es la propia forma, el propio arte, y en el arte romántico se renuncia a imponer una ley a la obra, de manera que la gran variedad de modos de expresión que ha desarrollado el arte moderno es totalmente inútil, pues lo que se ha perdido es justamente el arte: «¿Qué importa toda la ampliación de los medios de expresión, cuando lo que ahí se expresa, el arte mismo, ha perdido para sí mismo la ley?», [primavera-verano 1888, 16 (30)]. Otra característica del romanticismo es la confusión y la mezcla de las artes: con la pintura se quiere escribir; con la música, pintar; se pasan los procedimientos de un arte a otro arte [primavera-verano 1886, 16 (30)]. El arte moderno o romántico también tiraniza, se emplea la brutalidad y la exageración para buscar el efecto, confundiendo a los sentidos, como en el caso de Zola o Wagner. El efecto que pretende la música romántica es el adormecimiento, la hipnosis, el aturdimiento. Toda esta falta de estilo, que con la proliferación de medios de expresión trata de crear un estado hipnótico en el oyente, se debe, sin duda, al estado de donde nace el arte romántico, a la «objetividad, la manía del reflejo, neutralidad, […] consunción, empobrecimiento, agotamiento, voluntad de nada. Cristiano, budista, nihilista». El arte antidionisíaco es, en definitiva, un arte que se niega a sí mismo, un arte que, contrariamente al efecto tónico que provoca el gran estilo nacido de la embriaguez, llega a deprimir. Por tanto, no solo la voluntad de poder se niega a sí misma como actividad artística en la moral o el conocimiento; en el arte mismo conoce también una forma de negación en sí misma.
El crepúsculo de los ídolos resume, poco antes de su caída en la locura, el proyecto de Nietzsche de una nueva evaluación de todos los valores. Por un lado, señala y describe las ficciones mentales por las que se ha regulado la mayoría de los pensadores europeos; por otro lado, desarrolla su teoría estética, que es la clave para comprender esta crítica a la filosofía de la razón.
Esta nueva posición de valores tiene una dimensión práctica ineludible. Nietzsche siente la necesidad de una inversión en la visión de la vida para que esta pueda ser afirmada. Y es en el amor fati, donde se da la única posibilidad de afirmación y de felicidad: pues no hay otro mundo más que el que vivimos, mundo en el que el dolor está presente de una forma ineludible. La afirmación de la existencia abre paso a la inocencia del hombre, pues, desde este punto de vista, nadie es responsable de su existencia, de su modo de ser, y es imposible poner a un lado lo que uno es de lo que ha sido o va a ser. Como el hombre no es el resultado de ninguna intención, no tiene ni propósito ni fin, y como todo está en el todo y no está fuera del todo, «se es necesariamente un fragmento de totalidad». Ahí está la gran liberación, por la que podemos separarnos de la culpa del mundo, de nuestra culpa, del pecado, del tormento y aceptar la totalidad del mundo, en tanto que es una actividad inocente que solo encuentra su placer en su propio movimiento. El ataque a los ídolos aparece así como condición necesaria para alcanzar la gran liberación, la gran felicidad.
AGUSTÍN IZQUIERDO