CONSERVAR la propia jovialidad en mitad de un asunto tétrico y gravado por una responsabilidad que excede toda ponderación exige no poca habilidad: y, sin embargo, ¿qué sería más necesario que la jovialidad? No sale como es debido cosa alguna en la que no participe la arrogancia. Solo el exceso de fuerza demuestra la fuerza. Una transvaloración de todos los valores[3], este signo de interrogación tan negro, tan enorme que arroja su sombra sobre quien lo pone, una tarea tan fatídica fuerza en cada instante a correr para colocarse donde a uno le dé el sol, a sacudir de sí una seriedad pesada, que ha llegado a ser demasiado pesada. Todo medio que conduzca a ello está justificado, todo «caso» será un caso afortunado, un golpe de suerte. Sobre todo la guerra. La guerra era siempre la gran prudencia de todos los espíritus que se habían vuelto demasiado interiores, demasiado profundos; incluso en la herida sigue habiendo fuerza curativa. Un dicho, cuya procedencia sustraigo a la curiosidad erudita, ha sido desde hace largo tiempo mi divisa:

Increscunt animi, virescit volnere virtus[4]

Otra curación, en determinadas circunstancias todavía más deseada para mí, es sonsacar a los ídolos… En el mundo hay más ídolos que realidades: ésta es mi forma de «mirar con malos ojos» este mundo, ésta es también mi forma de oírlo «con malos oídos»… Plantear preguntas aquí con el martillo y, quizá, oír como respuesta aquel famoso sonido hueco que habla de entrañas flatulentas: qué delicia para uno que tiene oídos detrás de los oídos, para mí, viejo psicólogo y flautista de Hamelín, ante el cual precisamente aquello que desearía permanecer en silencio tiene que empezar a hablar

También este escrito —ya lo deja traslucir el título— es sobre todo un descanso, un lugar en el que da el sol, una escapadita hacia los ocios de un psicólogo. ¿Quizá también una nueva guerra? ¿Y se sonsacará a nuevos ídolos?… Este pequeño escrito es una gran declaración de guerra, y, en lo que respecta a sonsacar a los ídolos, esta vez no es a ídolos contemporáneos, sino a ídolos eternos a los que se toca con el martillo como con un diapasón: sencillamente no hay ídolos más antiguos, más convencidos, más hinchados… Tampoco más huecos… Lo cual no impide que sean aquellos en los que más se cree; tampoco se dice en modo alguno, sobre todo en el caso más noble, que se trate de ídolos…

Turín, 30 de septiembre de 1888,

el día en el que llegó a su término

el primer libro de la transvaloración de todos los valores.

FRIEDRICH NIETZSCHE