1

Mis imposibles. Séneca: o el toreador[30] de la virtud. Rousseau: o el regreso a la naturaleza in impuris naturalibus[31]. Schiller: o el trompetero moral de Säckingen. Dante: o la hiena que hace literatura en las tumbas. Kant: o cant[32] como carácter inteligible. Victor Hugo: o el faro en el mar del sinsentido. Liszt: o la escuela de la soltura… en la caza de hembras. George Sand: o lactea ubertas[33], o, más claramente aún, la vaca lechera con «bello estilo». Michelet: o el entusiasmo que se quita la chaqueta… Carlyle: o pesimismo como almuerzo regurgitado. John Stuart Mill: o la claridad insultante. Les frères de Goncourt[34]: o los dos Áyax en lucha con Homero. Música de Offenbach. Zola: o «la alegría de oler mal».

2

Renan. Teología, o la corrupción de la razón por el «pecado original» (el cristianismo). Me sirve de testigo Renan, quien, tan pronto arriesga un sí o un no de tipo algo general, se equivoca con exacta regularidad. Por ejemplo, le gustaría enlazar en una misma cosa la science y la noblesse: pero la science forma parte de la democracia, esto es sencillamente palmario. Desea, con no poca ambición, representar un aristocratismo del espíritu: pero al mismo tiempo se pone de rodillas, y no solo de rodillas, delante de la doctrina contraria, el évangile des humbles[35]… ¡De qué sirve toda la libertad de espíritu, la modernidad, el talante burlón y la flexibilidad del que vuelve la cabeza continuamente en todas direcciones, si en las propias entrañas se sigue siendo cristiano, católico e incluso sacerdote! Exactamente igual que un jesuita y confesor, Renan tiene su inventiva en la seducción; a su espiritualidad no le falta la ancha sonrisa benévola de cura; como todos los sacerdotes, solo se torna peligroso cuando ama. Nadie se le iguala en adorar de modo mortalmente peligroso… Este espíritu de Renan, un espíritu que enerva, es una fatalidad más para la pobre Francia enferma, enferma de la voluntad.

3

Sainte-Beuve. Nada de varón; lleno de una pequeña rabia contra todos los espíritus varoniles. Vaga por ahí, fino, curioso, aburrido, tratando de sonsacar todo lo que pueda; una mujer en el fondo, con una sed de venganza de mujer y una sensualidad de mujer. Como psicólogo, un genio de la médisance[36]; inagotablemente rico en los medios para ello; nadie sabe mejor que él mezclar veneno con una alabanza. Plebeyo en los instintos más bajos y emparentado con el ressentiment de Rousseau: en consecuencia, romántico, pues por debajo de todo romantisme gruñe, ávido, el instinto vengativo de Rousseau. Revolucionario, pero mantenido a raya mal que bien por el miedo. Sin libertad ante todo lo que tiene fuerza (opinión pública, Academia, Corte, Port Royal incluso). Airado contra todo lo grande en hombres y cosas, contra todo lo que cree en sí mismo. Lo suficientemente literato y medio hembra para sentir todavía lo grande como poder; constantemente hecho un ovillo, como aquel famoso gusano, puesto que se siente constantemente pisoteado. Como crítico, sin criterio, sin apoyo ni columna vertebral, con la lengua del libertin cosmopolita para cosas muy dispares, pero sin valentía ni siquiera para confesar el libertinage. Como historiador, sin filosofía, sin el poder de la mirada filosófica, y por ello rechazando la tarea de juzgar en todos los asuntos principales, utilizando la «objetividad» como máscara. De manera distinta se comporta con todas las cosas en las que un gusto refinado y arruinado es la instancia suprema: ahí tiene realmente la valentía para él mismo, el placer en él mismo, ahí es maestro. En algunos aspectos una preformación de Baudelaire.

4

La imitatio Christi se cuenta entre los libros que no puedo tener en la mano sin una resistencia fisiológica: exhala un parfum del eterno femenino para el que hay que ser ya francés… o wagneriano… Este santo tiene un modo de hablar del amor que despierta la curiosidad de incluso las parisinas. Me dicen que aquel inteligentísimo jesuita, A. Comte, que quería llevar a sus franceses a Roma dando el rodeo de la ciencia, se inspiró en ese libro. Lo creo: «la religión del corazón»…

5

G. Eliot. Se han librado del Dios cristiano, y creen que ahora han de mantener tanto mejor asida la moral cristiana: ésta es una lógica inglesa, no se la tomemos a mal a las viejecillas de la moral à la Eliot. En Inglaterra, por cada pequeña emancipación de la teología hay que recuperar la reputación, de un modo que infunde miedo, como fanático de la moral. Ésa es allí la multa que hay que pagar. Para nosotros, que somos distintos, las cosas son de otra manera. Cuando uno abandona la fe cristiana, con ello se quita a sí mismo de debajo de los pies el derecho a la moral cristiana. Esta última no se entiende en modo alguno por sí sola: hay que sacar a la luz este punto una y otra vez, mal que les pese a los romos ingenios ingleses. El cristianismo es un sistema, una visión de las cosas pensada en su conjunto y de una pieza. Si se arranca de él un concepto principal, la fe en Dios, con ello se quiebra también el todo: ya no se tiene nada necesario entre los dedos. El cristianismo presupone que el hombre no sabe, no puede saber qué es bueno y qué es malo para él: cree en Dios, quien es el único que lo sabe. La moral cristiana es un mandato; su origen es trascendente; está más allá de toda crítica, de todo derecho a la crítica: tiene verdad solo en el caso de que Dios sea la verdad: se mantiene en pie y cae con la fe en Dios. Si realmente los ingleses creen saber por ellos mismos, «intuitivamente», qué es bueno y malo, si en consecuencia piensan que ya no necesitan el cristianismo como garantía de la moral, esto es a su vez meramente la consecuencia del dominio del juicio de valor cristiano y una expresión de la fortaleza y profundidad de ese dominio: de modo que el origen de la moral inglesa se ha olvidado, de modo que lo muy condicionado de su derecho a la existencia ya no se percibe. Para el inglés la moral todavía no es un problema…

6

George Sand. He leído las primeras lettres d’un voyageur[37]: como todo cuanto procede de Rousseau, erróneas, rebuscadas, fuelle, exageradas. No aguanto este abigarrado estilo de papel pintado, igual de poco que la plebeya ambición de tener sentimientos generosos. Con todo, lo peor sigue siendo la coquetería femenina con masculinidades, con maneras de jóvenes maleducados. ¡Qué fría tiene que haber sido, a pesar de todo eso, esta insoportable artista! Se daba cuerda a sí misma como a un reloj, y escribía… ¡Fría, como Hugo, como Balzac, como todos los románticos tan pronto se daban a la literatura! ¡Y con qué autocomplacencia puede que haya estado tendida mientras lo hacía, esta fecunda vaca escribiente, que tenía algo alemán en el mal sentido, igual que el propio Rousseau, su maestro, y que en todo caso solo era posible cuando el gusto francés estaba en decadencia! Pero Renan la venera…

7

Moraleja para psicólogos. ¡Nada de hacer psicología de pacotilla! Observar por observar: ¡eso nunca! Tal cosa da una óptica errónea, un mirar de reojo, algo de forzado y exagerador. Vivenciar en la forma de querer vivenciar: esto no sale bien. En la vivencia no es lícito mirarse a sí mismo, todo mirar se vuelve entonces «mirar con malos ojos». Un psicólogo nato se guarda por instinto de ver por ver; lo mismo se puede decir del pintor nato. Nunca trabaja «del natural», deja a su instinto, a su camera obscura el cernido y la expresión del «caso», de la «naturaleza», de lo «vivenciado»… Solo cobra consciencia de lo universal, de la conclusión, del resultado: no conoce aquel voluntario abstraer del caso particular. ¿En qué parará la cosa si se hace de otro modo? ¿Por ejemplo, si, a la manera de los romanciers[38] parisinos, grandes y chicos hacen psicología de pacotilla? Esto acecha a la realidad, por así decir; esto se lleva a casa consigo todas las noches un puñado de curiosidades… Pero basta ver qué sale en último término de todo ello: un montón de borrones, un mosaico en el mejor de los casos, en todo caso algo constituido por mera adición, intranquilo, de colores chillones. Lo peor en este género lo alcanzan los Goncourt: no juntan tres frases que sencillamente no hagan daño a la vista, a la vista de psicólogo. La naturaleza, estimada artísticamente, no es un modelo. Exagera, tergiversa, deja lagunas. La naturaleza es la casualidad. El estudio «del natural» me parece una mala señal: deja traslucir sometimiento, debilidad, fatalismo; este postrarse ante petits faits[39] es indigno de un artista de cuerpo entero. Ver lo que es: esto es propio de otro género de espíritus, de los antiartísticos, de los fácticos. Hay que saber quién se es…

8

Acerca de la psicología del artista. Para que haya arte, para que haya algún obrar y contemplar estético, es indispensable una condición fisiológica previa: la ebriedad. Es necesario que la ebriedad haya incrementado primero la excitabilidad de toda la máquina: mientras no se llegue ahí, no hay arte. Todas las modalidades de la ebriedad, por distintas que sean sus causas, tienen la fuerza para ello: sobre todo la ebriedad de la excitación sexual, que es la forma más antigua y primigenia de la ebriedad. Lo mismo la ebriedad que viene en el séquito de todos los grandes apetitos, de todas las emociones fuertes; la ebriedad de la fiesta, de la competición, del do de pecho, de la victoria, de todo movimiento extremo; la ebriedad de la crueldad; la ebriedad en la destrucción; la ebriedad bajo ciertas influencias meteorológicas, por ejemplo la ebriedad primaveral; o bajo la influencia de los narcóticos; finalmente, la ebriedad de la voluntad, la ebriedad de una voluntad repleta e hinchada. Lo esencial de la ebriedad es la sensación de incremento de fuerza, de plenitud. De esta sensación se da también a las cosas, se las fuerza a que tomen de nosotros, se las viola: a esta operación se la denomina idealizar. Librémonos aquí de un prejuicio: el idealizar no consiste, como se cree comúnmente, en retirar o descontar lo pequeño, lo accesorio. Un enorme resaltar los rasgos principales es más bien lo decisivo, de modo que así los demás desaparecen.

9

En este estado se enriquece todo con la propia plenitud: lo que se ve, lo que se quiere, se ve crecido, apretado, robusto, cargado de fuerza. El hombre de este estado transforma las cosas hasta que reflejan su poder, hasta que son reflejos de su perfección. Este tener que transformar en lo perfecto es… arte. Incluso todo lo que él no es se convierte, sin embargo, para él en un placer en él mismo; en el arte el hombre se disfruta como perfección. Estaría permitido pensar un estado contrapuesto, un estado específicamente antiartístico del instinto, una forma de ser que empobreciese todas las cosas, que las diluyese, que las hiciese tuberculosas. Y, en verdad, la historia es rica en tales antiartistas, en tales hambrientos de la vida: los cuales, con necesidad, siguen tomando para sí las cosas, las consumen, las hacen más delgadas. Éste es, por ejemplo, el caso del cristiano auténtico, de Pascal por ejemplo: un cristiano que al mismo tiempo fuese artista no se da… Que nadie sea tan infantil que me venga con Rafael o con cualquier cristiano homeopático del siglo XIX: Rafael decía sí, Rafael hacía sí, en consecuencia Rafael no era cristiano…

10

¿Qué significa la contraposición de conceptos, introducida por mí en la estética, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, ambos concebidos como tipos de ebriedad? La ebriedad apolínea mantiene excitado sobre todo el ojo, de modo que recibe la fuerza que le permite ver visiones. El pintor, el escultor, el autor épico son visionarios par excellence. En el estado dionisíaco, en cambio, todo el sistema emocional está excitado e intensificado: de manera que descarga de una vez todos sus medios de expresión y al mismo tiempo saca fuera la fuerza de representar, de reproducir, de transfigurar, de transformar, todo tipo de mímica y actuación teatral. Lo esencial sigue siendo la facilidad de la metamorfosis, la incapacidad de no reaccionar (de modo parecido a lo que les sucede a ciertos histéricos, que a la más ligera indicación entran en cualquier papel). A la persona dionisíaca le es imposible no comprender una sugestión, no pasa por alto señal alguna de la emoción, posee en su más alto grado el instinto que comprende y adivina, al igual que posee en su más alto grado el arte de la comunicación. Se pone en toda piel, en toda emoción: se está transformando constantemente. La música, tal y como la entendemos hoy, es asimismo una excitación y descarga conjunta de las emociones, y, sin embargo, es solo el sobrante de un mundo expresivo de la emoción mucho más pleno, un mero residuum del histrionismo dionisíaco. Para posibilitar la música como un arte específico se ha desactivado cierta cantidad de sentidos, sobre todo el sentido muscular (cuando menos, relativamente: pues en cierto grado todo ritmo sigue hablando a nuestros músculos): de manera que el hombre ya no imita y representa inmediatamente con su cuerpo todo lo que siente. Sin embargo, éste es el estado normal propiamente dionisíaco, en todo caso el estado primigenio; la música es la especificación del mismo, lentamente alcanzada, a expensas de las facultades más estrechamente emparentadas con él.

11

El actor, el mimo, el bailarín, el músico, el lírico están hondamente emparentados en sus instintos y son todos uno, si bien paulatinamente se han ido especializando y separando unos de otros, hasta llegar incluso a la contradicción. Con quien permaneció unido más tiempo el lírico fue con el músico; el actor, con el bailarín. El arquitecto no representa un estado dionisíaco ni un estado apolíneo: aquí está el gran acto de voluntad, la voluntad que mueve montañas, la ebriedad de la gran voluntad que insta al arte. Los hombres más poderosos han inspirado siempre a los arquitectos; el arquitecto estaba permanentemente bajo la sugestión del poder. En la obra arquitectónica aspira a visibilizarse el orgullo, la victoria sobre la pesantez, la voluntad de poder; la arquitectura es una especie de elocuencia del poder en formas, ya persuasiva, incluso aduladora, ya meramente imperativa. La suprema sensación de poder y seguridad se expresa en lo que tiene gran estilo. El poder que ya no necesita demostración, que rechaza gustar, que difícilmente responde, que no nota testigos a su alrededor, que vive sin consciencia de que hay contradicción contra él, que descansa en mismo, fatalistamente, una ley entre leyes: este poder habla de sí en forma de un gran estilo.

12

Leí la vida de Thomas Carlyle, esa farce[40] contra voluntad y mejor saber, esa interpretación heroico-moral de estados dispépticos. Carlyle, un hombre de palabras y actitudes fuertes, un rétor por necesidad, a quien constantemente excita el anhelo de una fe fuerte y el sentimiento de la incapacidad de ella (¡en eso un típico romántico!). El anhelo de una fe fuerte no es la demostración de una fe fuerte, más bien lo contrario. A quien tiene esa fe le es lícito permitirse el bello lujo del escepticismo: está lo suficientemente seguro, lo suficientemente firme, lo suficientemente atado para ello. Carlyle narcotiza algo de él mismo mediante el fortissimo de su veneración por los hombres de fe fuerte y mediante su cólera contra los menos tontos: necesita el ruido. Una constante y apasionada falta de honradez hacia él mismo: esto es su proprium, con ello es y sigue siendo interesante. Bien es verdad que en Inglaterra se le admira precisamente por su honradez… Claro, esto es inglés, y teniendo en cuenta que los ingleses son el pueblo de la perfecta cant, es incluso justo que sea así, y no solo comprensible. En el fondo, Carlyle es un ateo inglés que tiene a gala no serlo.

13

Emerson. Mucho más ilustrado, errátil, múltiple, refinado que Carlyle, sobre todo más feliz… Alguien que instintivamente se alimenta solo de ambrosía, que deja lo indigerible de las cosas. Comparado con Carlyle, un hombre de gusto. Carlyle, que lo quería mucho, decía de él, sin embargo: «No nos da a nosotros suficiente que morder», y puede que tuviese razón al decirlo, pero sin que eso vaya en desdoro de Emerson. Emerson posee aquella jovialidad bondadosa e ingeniosa que deja desarmada a cualquier seriedad; absolutamente no sabe lo viejo que es ya y lo joven que será aún; podría decir de él mismo, con una frase de Lope de Vega, «yo me sucedo a mí mismo[41]». Su espíritu encuentra siempre razones para estar satisfecho e incluso agradecido, y en ocasiones roza la jovial trascendencia de aquel probo ciudadano que volvía de una cita amorosa tamquam re bene gesta[42]. «Ut desint vires», decía agradecido, «tamen est laudanda voluptas[43]».

14

Anti-Darwin. En lo que respecta a la famosa «lucha por la vida», me parece que de momento está más afirmada que demostrada. Se da, pero como excepción; el aspecto global de la vida no es el del estado de necesidad, el de la hambruna, sino más bien el de la riqueza, el de la exuberancia, incluso el del absurdo derroche: donde se lucha, se lucha por poder… No se debe confundir a Malthus con la naturaleza. Ahora bien, suponiendo que exista —y en verdad se da—, esa lucha transcurre, por desgracia, de modo inverso al deseado por la escuela de Darwin, al que quizá sería lícito desear con dicha escuela: a saber, en contra de los fuertes, de los privilegiados, de las excepciones felices. Las especies no crecen en perfección: los débiles se enseñorean siempre de los fuertes, y esto es porque son el mayor número, y son también más listos… Darwin se ha olvidado del espíritu (¡qué inglés es esto!), los débiles tienen más espíritu… Hay que necesitar espíritu para obtener espíritu, y se pierde cuando ya no se necesita. Quien tiene la fortaleza se desprende del espíritu («¡dejad que se pierda!», se piensa hoy en Alemania, «lo importante es que nos quede el Reich»…). Como se ve, entiendo por espíritu la precaución, la paciencia, la astucia, el disimulo, el gran autodominio y todo lo que es mimicry[44] (dentro de este último cae una gran parte de la denominada virtud).

15

Casuística de psicólogo. Éste de aquí es un conocedor de los hombres: ¿para qué estudia en realidad a los hombres? Desea obtener pequeñas ventajas sobre ellos, o también grandes, ¡es todo un animal político!… Aquel otro es también un conocedor de los hombres: y decís que no quiere nada para sí, que es un gran «impersonal». ¡Miradlo más de cerca! Quizá desee incluso una ventaja todavía peor: sentirse superior a los hombres, poder mirarlos por encima del hombro, ya no confundirse con ellos. Este «impersonal» es un despreciador de los hombres: y aquel primero es la especie más humana, diga lo que diga el aspecto exterior. Al menos se equipara, se mete dentro

16

El tacto psicológico de los alemanes me parece que está puesto en cuestión por toda una serie de casos; mi modestia me impide presentar la lista. Especialmente en uno de ellos no me faltará una gran ocasión para fundamentar mi tesis: no perdono a los alemanes que se hayan equivocado sobre Kant y su «filosofía de las puertas traseras», como yo la llamo: eso no fue precisamente el tipo de la honradez intelectual. Lo otro que no me gusta oír es un tristemente célebre «y»: los alemanes dicen «Goethe y Schiller», y me temo que incluso dicen «Schiller y Goethe»… ¿Hay alguien que todavía no conozca a ese Schiller? Hay «y» todavía peores; he oído con mis propios oídos, aunque solo entre catedráticos de Universidad, «Schopenhauer y Hartmann»…

17

Las personas más espirituales, presuponiendo que sean las más valerosas, viven también, con mucho, las más dolorosas tragedias: pero precisamente por eso honran la vida, ya que ésta les opone su mayor enemistad.

18

Sobre la «conciencia intelectual». Nada me parece hoy más raro que la auténtica hipocresía. Es grande mi sospecha de que a esa planta no le sienta bien el suave aire de nuestra cultura. La hipocresía es propia de las épocas de la fe fuerte: en las que ni siquiera bajo la coacción de exhibir una fe distinta se abandonaba la fe que se tenía. Hoy la abandonamos, o, lo que todavía es más usual, nos hacemos con una segunda fe: honrados seguimos siendo en todo caso. No cabe duda de que hoy es posible un número mucho mayor de convicciones que antes: posible, es decir, permitido, es decir, inocuo. De ahí surge la tolerancia hacia uno mismo. La tolerancia hacia uno mismo permite varias convicciones: estas mismas cohabitan llevándose bien unas con otras, se guardan, igual que hoy hace todo el mundo, de lo que pudiera ponerlas en un compromiso. ¿Qué es lo que le pone hoy a uno en un compromiso? Ser consecuente. Ir en línea recta. Admitir menos de cinco interpretaciones. Ser auténtico… Es grande mi temor de que para algunos vicios el hombre moderno es sencillamente demasiado amante de la comodidad, de modo que esos vicios literalmente se extinguen. En nuestro aire tibio, todo lo malvado causado por la voluntad fuerte —y quizá no haya nada malvado sin fortaleza de voluntad— degenera en virtud… Los pocos hipócritas que he conocido imitaban la hipocresía: eran, como hoy en día casi un hombre de cada diez, actores.

19

Bello y feo. Nada está más condicionado, o, digamos, limitado, que nuestro sentimiento de lo bello. Quien desease pensarlo separado del placer del hombre en el hombre perdería inmediatamente el suelo en que asienta sus pies. Lo «bello en sí» es meramente una palabra, ni siquiera un concepto. En lo bello el hombre se pone a sí mismo como medida de la perfección; en casos escogidos se adora a sí mismo ahí. Una especie no puede menos de decir «sí» de esa manera a sí misma, y solo a sí misma. Su instinto más bajo, el de autoconservación y autoampliación, sigue haciéndose sentir en esas sublimidades. El hombre cree que el mundo mismo está repleto de belleza, pero se olvida a sí mismo como su causa. Él y solo él le ha conferido belleza, solo que, ¡ay!, una belleza muy humana demasiado humana… En el fondo, el hombre se refleja en las cosas, tiene por bello cuanto le devuelve reflejada su imagen: el juicio «bello» es su vanidad de la especie… En efecto, al escéptico una pequeña desconfianza puede lícitamente susurrarle al oído: ¿está realmente embellecido el mundo por el hecho de que precisamente el hombre lo toma por bello? Lo ha humanizado: eso es todo. Pero nada, absolutamente nada nos garantiza que precisamente el hombre constituya el modelo de lo bello. ¿Quién sabe qué aspecto presenta él a ojos de un juez más alto en materia de gusto? ¿Quizá atrevido?, ¿quizá incluso hilarante?, ¿quizá un poco arbitrario?… «Oh, Dioniso, divino, ¿por qué me tiras de las orejas?», preguntó Ariadna una vez a su filosófico amante, en uno de aquellos famosos diálogos de Naxos. «Encuentro algo humorístico en tus orejas, Ariadna: ¿por qué no son todavía más largas?».

20

Nada es bello, solo el hombre es bello: en esta ingenuidad se basa toda la estética, es su verdad primera. Añadamos enseguida la segunda: nada es feo, a no ser el hombre que degenera; con ello queda delimitado el reino del juicio estético. Visto fisiológicamente, todo lo feo debilita y entristece al hombre. Le recuerda la ruina, el peligro, la impotencia; con eso pierde de hecho fuerza. Se puede medir el efecto de lo feo con el dinamómetro. Dondequiera que el hombre esté de algún modo apesadumbrado, allí sospecha la cercanía de algo «feo». Su sensación de poder, su voluntad de poder, su valentía, su orgullo: esto cae con lo feo, esto sube con lo bello… Tanto en uno como en otro caso hacemos una inferencia: las premisas para ello están acumuladas con enorme abundancia en el instinto. Lo feo es entendido como un indicio y un síntoma de la degeneración: lo que recuerda a degeneración, por remotamente que sea, produce en nosotros el juicio «feo». Toda vislumbre de agotamiento, de pesantez, de vejez, de cansancio, todo tipo de falta de libertad, como espasmo, como parálisis, sobre todo el olor, el color, la forma de la descomposición, de la putrefacción, aunque sea en su última dilución, como símbolo: todo esto suscita la misma reacción, el juicio de valor «feo». Un odio[45] surge ahí: ¿a quién odia ahí el hombre? Pero no cabe duda: a la decadencia de su tipo. Ahí odia desde el más profundo instinto de la especie; en ese odio hay estremecimiento, precaución, profundidad, mirada que ve lejos: es el odio más profundo que existe. Por su causa es profundo el arte…

21

Schopenhauer. Schopenhauer, el último alemán que cuenta (que es un acontecimiento europeo, igual que Goethe, igual que Hegel, igual que Heinrich Heine, y no meramente un acontecimiento local, «nacional»), es para un psicólogo un caso de primer rango: a saber, en su calidad de intento malvadamente genial de sacar a la palestra, a favor de una depreciación total nihilista de la vida, precisamente las contra-instancias, las grandes autoafirmaciones de la «voluntad de vivir», las formas exuberantes de la vida. Ha interpretado, uno detrás de otro, el arte, el heroísmo, el genio, la belleza, la gran condolencia, el conocimiento, la voluntad de verdad, la tragedia, como otros tantos fenómenos que son consecuencia de la «negación» o de la necesidad de negación de la «voluntad»: la mayor falsificación de moneda en el terreno psicológico que, descontando el cristianismo, hay en la historia. Vistas las cosas con más exactitud, ahí está siendo meramente el heredero de la interpretación cristiana: solo que él supo dar su aprobación también a lo rechazado por el cristianismo, los grandes hechos culturales de la humanidad, todavía en un sentido cristiano, es decir, nihilista (a saber, como caminos hacia la «redención», como formas previas de la «redención», como estimulantes de la necesidad de «redención»…).

22

Voy a tomar un caso particular. Schopenhauer habla de la belleza con un ardor melancólico, ¿por qué, en el fondo? Porque ve en ella un puente con el que se llega más lejos, o en el que a uno le da sed de llegar más lejos… Es para él la redención de la «voluntad» durante unos instantes, y seduce hacia la redención para siempre… En especial la ensalza como redentora del «foco en el que se concentra la voluntad», esto es, como redentora de la sexualidad: en la belleza ve negada la pulsión de procrear… ¡Extraño santo! Hay alguien que te contradice, y me temo que es la naturaleza. ¿Para qué hay en general belleza en la naturaleza, en sonido, color, aroma, movimiento rítmico?, ¿qué saca fuera la belleza? Afortunadamente le contradice también un filósofo. Nada menos que una autoridad como la del divino Platón (así lo llama el propio Schopenhauer) sostiene una tesis distinta: que toda belleza estimula a procrear, que esto es precisamente lo proprium de su efecto, desde lo más sensual hasta las alturas de lo más espiritual…

23

Platón va más lejos. Dice, con una inocencia para la que hace falta ser griego y no «cristiano», que no habría filosofía platónica alguna si no hubiese en Atenas muchachos tan bellos: verlos, nos dice, es lo primero que pone al alma del filósofo en un frenesí erótico y no le deja reposo hasta que haya hundido la semilla de todas las cosas elevadas en una tierra tan bella. ¡También otro extraño santo! Uno no da crédito a sus oídos, suponiendo incluso que dé crédito a Platón. Al menos se adivina que en Atenas se filosofó de otra manera, sobre todo en público. Nada es menos griego que el gusto del anacoreta por tejer conceptos, igual que la araña su tela, amor intellectualis dei[46] al estilo de Spinoza. La filosofía al estilo de Platón se debería definir más bien como una competición erótica, como un ulterior desarrollo y una interiorización de la vieja gimnástica agonal y de sus presupuestos… ¿Qué es lo que, en último término, surgió de ese erotismo filosófico de Platón? Una nueva forma artística del certamen griego, la dialéctica. Recuerdo aún, contra Schopenhauer y en honor de Platón, que también toda la cultura y literatura superior de la Francia clásica ha crecido en el suelo del interés sexual. En ella es lícito buscar por doquier la galantería, los sentidos, la competición sexual, la «hembra»: no se buscará en vano…

24

L’art pour l’art. La lucha contra la finalidad en el arte es siempre la lucha contra la tendencia moralizante en el arte, contra su subordinación a la moral. L’art pour l’art significa: «¡que la moral se vaya al diablo!». Pero incluso en esta enemistad se sigue trasluciendo la preponderancia del prejuicio. Cuando se ha excluido del arte la finalidad de la prédica moral y de la mejora del hombre, todavía no se deriva de ello, ni de lejos, que el arte carezca de toda finalidad, meta o sentido, que sea, en suma, l’art pour l’art (un gusano que se muerde la cola). «¡Mejor ninguna finalidad que una finalidad moral!»: así habla la mera pasión. En cambio, un psicólogo pregunta: ¿qué hace todo arte?, ¿no elogia?, ¿no glorifica?, ¿no escoge?, ¿no hace pasar a primer plano? Con todo ello fortalece o debilita ciertas estimaciones de valor… ¿Es esto solamente algo accesorio?, ¿una casualidad? ¿Algo en lo que no estuviese implicado en modo alguno el instinto del artista? O, por el contrario, ¿no es el presupuesto de que el artista pueda…? ¿Se dirige el más bajo instinto de este último al arte, o no más bien al sentido del arte, a la vida?, ¿a una deseabilidad de vida? El arte es el gran estimulante para la vida: ¿cómo se podría entender el arte como carente de finalidad, como carente de meta, como l’art pour l’art? Una pregunta queda aún: el arte hace que se manifiesten también muchas cosas de la vida feas, duras, cuestionables, ¿no parece que con ello quita el gusto por la vida? Y, en verdad, ha habido filósofos que le daban ese sentido: «librarse de la voluntad» enseñaba Schopenhauer que era el propósito global del arte, «llevar nuestro ánimo a la resignación» era lo que él veneraba como la gran utilidad de la tragedia. Pero esto —ya lo he dado a entender— es óptica de pesimista y «mirar con malos ojos»: hay que apelar a los artistas mismos. ¿Qué comunica de él mismo el artista trágico? ¿No es precisamente el estado sin temor a lo temible y cuestionable lo que él muestra? Ese estado mismo es una alta deseabilidad; quien lo conoce lo honra con los mayores honores. Lo comunica, tiene que comunicarlo, suponiendo que sea un artista, un genio de la comunicación. La valentía y la libertad del sentimiento ante un enemigo poderoso, ante una sublime adversidad, ante un problema que suscita horror: este victorioso estado es el que el artista trágico escoge, el que él glorifica. Ante la tragedia, lo que de guerrero hay en nuestra alma celebra sus saturnales; quien está acostumbrado al sufrimiento, quien busca el sufrimiento, el hombre heroico, ensalza con la tragedia su existencia: solo a él escancia el trágico la bebida de ésta que es la más dulce de las crueldades.

25

Darse por contento con los hombres, abrir el corazón de par en par: esto es liberal, pero es mera mente liberal. Se reconoce a los corazones capaces de la noble hospitalidad en las muchas ventanas que tienen las cortinas corridas y las contraventanas cerradas: sus mejores salas las mantienen vacías. Pero ¿por qué? Porque esperan invitados con los que uno no «se da por contento».

26

Dejamos de estimarnos lo suficiente cuando nos comunicamos. Nuestras auténticas vivencias no son absolutamente nada parleras. No podrían comunicarse a sí mismas aunque quisiesen. Esto es porque les falta la palabra. Cuando tenemos palabras para algo, es que ya lo hemos dejado atrás. En todo hablar hay su poco de desprecio. El lenguaje, parece, se ha inventado solo para el término medio, para lo mediano, para lo comunicativo. Con el lenguaje se vulgariza ya el hablante. De una moral para sordomudos y otros filósofos.

27

«¡Este retrato es encantadoramente bello!»… La mujer literaria, insatisfecha, excitada, aburrida y vacía en su corazón y en sus entrañas, escuchando atentamente en todo momento con dolorosa curiosidad el imperativo que desde las profundidades de su organización susurra: «aut liben aut libri[47]»; la mujer literaria, lo suficientemente cultivada para entender la voz de la naturaleza, incluso cuando hable en latín, y, por otra parte, lo suficientemente vanidosa y gansa para decirse secretamente, y en francés: «je me verrai, je me lirai, je m’extasierai et je dirai: Possible, que j’aie eu tant d’esprit[48]?»…

28

Se concede la palabra a los «impersonales». «Nada nos resulta más fácil que ser sabios, pacientes, serenos. Rebosamos el aceite de la indulgencia y de la condolencia, somos justos de una forma absurda, perdonamos todo. Precisamente por eso deberíamos ser algo más estrictos; precisamente por eso deberíamos criar en nosotros, de cuando en cuando, una pequeña emoción, un pequeño vicio de emoción. Puede que nos resulte penoso, y, cuando estamos solos, quizá nos riamos del espectáculo que ofrecemos con ello. Pero ¡de qué sirve! No nos queda ningún otro tipo de autosuperación: ésta es nuestra ascética, nuestro espíritu penitencial»… Hacerse personal: la virtud del «impersonal»…

29

De un examen de doctorado. «¿Cuál es la tarea de todo sistema educativo superior?». Hacer del hombre una máquina. «¿Cuál es el medio para ello?». Tiene que aprender a aburrirse. «¿Cómo se logra eso?». Mediante el concepto de deber. «¿Quién es su modelo para ello?». El filólogo: él enseña a ser un empollón. «¿Quién es el hombre perfecto?». El funcionario del Estado. «¿Qué filosofía da la fórmula suprema para el funcionario del Estado?». La de Kant: el funcionario del Estado como cosa en sí, puesto como juez del funcionario del Estado como fenómeno.

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El derecho a la estupidez. El trabajador cansado y que respira lentamente, que mira con bondad, que deja que las cosas vayan como van: esta figura típica que ahora, en la época del trabajo (¡y del «Reich»!), nos sale al paso en todas las clases de la sociedad, reivindica hoy para sí precisamente el arte, incluido el libro, sobre todo el libro diario, y cuánto más la naturaleza bella, Italia… El hombre del atardecer, con las «pulsiones salvajes dormidas», del que habla Fausto, necesita el veraneo, los baños de mar, el glaciar, Bayreuth… En tales épocas el arte tiene derecho a la pura necedad, como una especie de vacaciones para espíritu, ingenio y ánimo. Esto lo entendía Wagner. La pura necedad es reparadora…

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Un problema más de dieta. Los remedios con los que Julio César se defendía contra los achaques y el dolor de cabeza: marchas enormes, la más sencilla forma de vida, ininterrumpida permanencia al aire libre, constantes fatigas; éstas son, en términos generales, las medidas de conservación y protección por excelencia contra la extrema vulnerabilidad de esa sutil máquina que trabaja bajo la mayor presión y que se llama genio.

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Habla el inmoralista. No hay nada que repugne más a un filósofo que el hombre en la medida en que desea… Cuando ve al hombre solamente en su obrar, cuando ve al más valiente, astuto y tenaz de los animales perdido incluso en estados de necesidad laberínticos, ¡qué digno de admiración le parece el hombre! Todavía le sabe bien… Pero el filósofo desprecia al hombre deseante, también al hombre «deseable», y en general todas las cosas dotadas de deseabilidad, todos los ideales del hombre. Si un filósofo pudiese ser nihilista, lo sería porque detrás de todos los ideales del hombre encuentra la nada. O incluso ni siquiera la nada, sino solamente lo indigno[49], lo absurdo, lo enfermo, lo cobarde, lo cansado, todo tipo de heces del vaso apurado de su vida… El hombre, que como realidad es tan venerable, ¿cómo es que no merece respeto en la medida en que desea? ¿Tiene que pagar por ser tan eficiente como realidad? ¿Tiene que compensar su obrar, la tensión de la cabeza y de la voluntad en todo obrar, con un estiramiento de sus miembros en lo imaginario y absurdo? La historia de las cosas que ha considerado deseables ha sido hasta ahora la partie honteuse[50] del hombre: debemos guardarnos de leer demasiado tiempo en ella. Lo que justifica al hombre es su realidad: le justificará eternamente. ¿Cuánto más valioso no es el hombre real comparado con cualquiera meramente deseado, soñado, con un hombre que es una mentira apestosa?, ¿con cualquier hombre ideal?… Y solo el hombre ideal repugna al filósofo.

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Valor natural del egoísmo. El egoísmo vale lo que valga fisiológicamente quien lo tiene: puede valer muchísimo, puede ser indigno y despreciable. Cabe estimar a cada individuo con arreglo a si representa la línea ascendente de la vida o la descendente. Con una decisión a ese respecto se tiene también un canon para determinar qué vale el egoísmo de cada uno. Si representa el ascenso de la línea, su valor es en verdad extraordinario, y, con vistas a la vida total, que con él da un paso más, es lícito que sea incluso extrema la preocupación por la conservación, por la creación del optimum de condiciones para uno mismo. El individuo, el «individuum», tal y como pueblo y filósofo lo han entendido hasta ahora, es, en efecto, un error: no es nada por sí mismo, no es un átomo, no es un «eslabón de la cadena», no es nada meramente heredado de lo anterior: es la entera y única línea hombre hasta llegar a él mismo Si representa la evolución descendente, la ruina, la degeneración crónica, enfermedad (hablando en términos generales, las enfermedades son ya fenómenos producidos a consecuencia de la ruina, no sus causas), posee poco valor, y la más elemental equidad exige que él quite a los bien plantados lo menos posible. Ya no es más que su parásito

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Cristiano y anarquista. Cuando el anarquista, como vocero de capas de la sociedad que están en decadencia, exige con una bella indignación «derecho», «justicia», «igualdad de derechos», con ello está meramente bajo la presión de su incultura, la cual no sabe comprender por qué realmente él sufre: en qué es pobre él, en vida… Una pulsión de buscar causas es poderosa en él: alguien ha de tener la culpa de que él se encuentre mal… También le sienta bien la «bella indignación» misma, para todo pobre diablo insultar es un placer: da una pequeña ebriedad de poder. Ya la queja, el quejarse[51], puede proporcionar a la vida un aliciente con vistas al cual se soporta esta última: en toda queja hay una delicada dosis de venganza, se reprocha a quienes son de otra manera el propio malestar, en determinadas circunstancias incluso la propia maldad, como si fuesen una injusticia, como si fuesen un privilegio ilícito. «Si yo soy un canaille[52] tú también deberías serlo»: con esta lógica se hace revolución. El quejarse no sirve para nada en ningún caso: procede de la debilidad. Que se atribuya el propio malestar a otros o a uno mismo —lo primero lo hace el socialista, lo segundo, por ejemplo el cristiano— no es en realidad una diferencia. Lo común a todo ello, digamos también lo que en todo ello hay de indigno, es que alguien debe ser el culpable de que uno sufra: en suma, que el que sufre se receta a sí mismo contra su sufrimiento la miel de la venganza. Los objetos de esta necesidad de venganza como necesidad de placer son causas ocasionales: el que sufre encuentra por doquier causas para enfriar su pequeña venganza, y, si es cristiano, digámoslo otra vez, las encuentra en sí mismo… El cristiano y el anarquista: ambos son décadents. Pero también cuando el cristiano condena el «mundo», cuando lo calumnia, cuando lo infama, lo hace llevado del mismo instinto en virtud del cual el trabajador socialista condena, calumnia, infama a la sociedad: el «juicio final» mismo es aún el dulce consuelo de la venganza, la revolución, tal y como el trabajador socialista la espera, solo que pensada como algo más lejana… El «más allá» mismo: ¿para qué un más allá, si no fuese un medio para infamar lo de aquí?…

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Crítica de la moral de la «décadence». Una moral «altruista», una moral en la que el egoísmo se atrofia, sigue siendo en toda circunstancia una mala señal. Esto se puede decir del individuo, esto se puede decir especialmente de los pueblos. Falta lo mejor cuando empieza a faltar el egoísmo. Elegir instintivamente lo autonocivo, sentirse seducido por motivos «desinteresados», proporciona casi la fórmula de la décadence. «No buscar la propia utilidad»: ésta es meramente la hoja de higuera moral que tapa un hecho totalmente distinto, a saber, fisiológico: «ya no sé encontrar mi utilidad»… ¡Disgregación de los instintos! El hombre está acabado cuando se hace altruista. En vez de decir ingenuamente «yo ya no valgo nada», la mentira de la moral que está en boca del décadent dice: «Nada vale nada, la vida no vale nada»… Tal juicio no deja de ser en último término un gran peligro, resulta contagioso: en todo el malsano suelo de la sociedad crece con desmedida exuberancia, convirtiéndose pronto en toda una vegetación conceptual tropical, ya en forma de religión (cristianismo), ya en forma de filosofía (schopenhauerismo). En determinadas circunstancias semejante vegetación de árboles venenosos surgida de la podredumbre envenena con sus emanaciones, para milenios enteros, la vida

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Moral para médicos. El enfermo es un parásito de la sociedad. En un cierto estado es indecente seguir viviendo. Continuar vegetando en cobarde dependencia de médicos y prácticas curativas una vez que se ha perdido el sentido de la vida, el derecho a la vida, debería atraer sobre sí en la sociedad un profundo desprecio. Los médicos, por su parte, tendrían que ser los transmisores de ese desprecio: no recetas, sino cada día una nueva dosis de repugnancia por sus pacientes… Crear una nueva responsabilidad, la del médico, por todos los casos en los que el supremo interés de la vida, de la vida ascendente, exige pisar y quitar de en medio sin ningún tipo de contemplaciones la vida que degenera: por ejemplo, por el derecho a la procreación, por el derecho a nacer, por el derecho a vivir… Morir con orgullo, cuando ya no es posible vivir con orgullo. La muerte, elegida voluntariamente, la muerte en el momento justo, con mucha luz y con ánimo alegre, practicada en medio de niños y testigos: de manera que todavía sea posible una despedida real, en la que todavía esté ahí el que se despide, y también una estimación real de lo alcanzado y de lo querido, una suma de la vida. Todo ello en contraposición con la lastimosa y horrible comedia que el cristianismo se ha traído con la hora de la muerte. ¡No se le debe perdonar nunca al cristianismo que haya abusado de la debilidad del moribundo para cometer estupro con su conciencia, del tipo de muerte mismo para hacer juicios de valor sobre la persona y su pasado! Aquí es preciso, pese a todas las cobardías del prejuicio, establecer sobre todo la valoración correcta, es decir, fisiológica, de la denominada muerte natural: que, en último término, tampoco es otra cosa que una muerte «innatural», que un suicidio. Nunca se perece por obra de nadie distinto de uno mismo. Solo que ésa es la muerte en las condiciones más despreciables, una muerte carente de libertad, una muerte en el momento injusto, una muerte de cobarde. Se debería, por amor a la vida, querer que la muerte fuese de otro modo, libre, consciente, sin casualidad, sin verse uno asaltado por ella… Finalmente, un consejo para los señores pesimistas y otros décadents. No está en nuestra mano impedir que se nos haga nacer: pero podemos reparar ese error, pues en ocasiones es un error. Cuando uno hace abolición de sí mismo, está haciendo la cosa más digna de respeto que existe: por ella casi merece vivir… La sociedad, ¡qué digo!, la vida misma saca más beneficio de eso que de una «vida» cualquiera en renuncia, clorosis y otras virtudes: se ha liberado a los demás de la vista de uno, se ha liberado a la vida de una objeción… El pesimismo, puro, vert[53], se demuestra solamente mediante la autorefutación de los señores pesimistas: hay que dar un paso más en su lógica, no solo negar la vida con «voluntad y representación» como hizo Schopenhauer: hay que negar primero a Schopenhauer… El pesimismo, dicho sea de paso, por contagioso que sea, no aumenta, sin embargo, la índole de enfermiza de una época, de un linaje en su conjunto: es su expresión. Se cae en él igual que se cae enfermo de cólera: hay que tener ya la suficiente propensión para ello. El pesimismo, de suyo, no hace ni un solo décadent más; recuérdese el resultado de la estadística según la cual los años azotados por el cólera no se distinguen de otros años por la cifra total de fallecimientos.

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Si nos hemos vuelto más morales. Contra mi concepto de «más allá del bien y del mal», y tal y como era de esperar, toda la ferocidad del entontecimiento moral —que, como es sabido, en Alemania pasa por ser la moral misma— se ha empleado a fondo: podría contar conmovedoras historias al respecto. Se me dijo, sobre todo, que pensase bien en la «innegable superioridad» de nuestra época en el juicio moral, que pensase en el progreso que realmente hemos hecho en este punto: en comparación con nosotros, un César Borgia —dicen— no se debe poner en modo alguno, según yo hago, como un «hombre superior», como una especie de superhombre… Un redactor suizo, del Bund, fue tan lejos, no sin expresar su respeto por la valentía necesaria para acometer empresa tan osada, que llegó a «entender» el sentido de mi obra creyendo que con la misma yo solicitaba la abolición de todos los sentimientos decentes. ¡Le quedo muy reconocido! Me permito, como respuesta, plantear la pregunta de si realmente nos hemos vuelto más morales. Que todo el mundo así lo cree, es ya una objeción en contra… Nosotros, hombres modernos, muy delicados, muy vulnerables y que nos andamos siempre con mil miramientos, nos figuramos en verdad que esa tierna humanidad que representamos, esa alcanzada unanimidad en la consideración, en la disposición a ayudar, en la recíproca confianza, es un progreso positivo, que con ello hemos superado, y con creces, a los hombres del Renacimiento. Pero así piensa toda época, así tiene que pensar. Lo que es seguro es que no nos sería lícito ponernos en estados propios del Renacimiento, ni siquiera pensarnos en ellos: nuestros nervios no resistirían aquella realidad, y no digamos nuestros músculos. Pero con esa incapacidad no se ha demostrado progreso alguno, sino solo una constitución distinta, más tardía, más débil, más tierna, más vulnerable, de la que se engendra necesariamente una moral llena de miramientos. Si abstraemos de nuestra delicadeza y de nuestra índole de tardíos, de nuestro envejecimiento fisiológico, también nuestra moral de la «humanización» perdería enseguida su valor —en sí misma ninguna moral tiene valor—, e incluso a nosotros mismos nos parecería despreciable. Por otra parte, no dudemos de que con nuestra humanidad envuelta en gruesas capas de algodón y que no quiere en modo alguno chocar con una piedra, nosotros los modernos habríamos proporcionado a los coetáneos de César Borgia una comedia que les haría morirse de risa. En verdad, con nuestras «virtudes» modernas somos involuntariamente divertidos por encima de toda ponderación… El amenguamiento de los instintos hostiles y que despiertan desconfianza —y esto sería en efecto nuestro «progreso»— constituye solo una de la consecuencias dentro del general amenguamiento de la vitalidad: cuesta cien veces más esfuerzo, más precaución, sacar adelante una existencia tan condicionada, tan tardía. Ahí nos ayudamos unos a otros, ahí todos somos hasta cierto punto enfermos y enfermeros. Tal cosa recibe después el nombre de «virtud»: entre personas que todavía conocían la vida de otro modo, más pleno, más dilapidador, más desbordante, se le habría dado otro nombre, «cobardía» quizá, «ruindad», «moral de viejas»… Nuestra suavización de las costumbres —ésta es mi tesis, ésta es, si se quiere, mi innovación— es una consecuencia de la decadencia; la dureza y la terribilidad de la costumbre pueden ser, a la inversa, una consecuencia de la sobreabundancia de vida: en efecto, entonces es lícito también arriesgar mucho, desafiar mucho, dilapidar también mucho. Lo que antes era la sal de la vida, para nosotros sería veneno… Para ser indiferentes —también ésta es una forma de fortaleza— somos asimismo demasiado viejos, demasiado tardíos: nuestra moral de la condolencia, contra la que he sido el primero en avisar, aquello que se podría denominar l’impresionisme morale, es una expresión más de la sobreexcitabilidad fisiológica propia de todo lo que es décadent. Aquel movimiento que con la moral de la compasión de Schopenhauer trató de dárselas de científico —¡un intento muy poco afortunado!— es el auténtico movimiento de décadence en la moral, está como tal profundamente emparentado con la moral cristiana. Las épocas fuertes, las culturas nobles, ven algo despreciable en el padecer con otros, en el «amor al prójimo», en la falta de yo y de consciencia del valer del propio yo. Las épocas se deben medir con arreglo a sus fuerzas positivas, y entonces aquella época tan dilapidadora y fatídica del Renacimiento resulta ser la última gran época, y nosotros, nosotros los modernos, con nuestra miedosa autobeneficencia y nuestro miedoso amor al prójimo, con nuestras virtudes del trabajo, de la parquedad, del respeto al derecho, de la cientificidad —colectoras, económicas, maquinales—, una época débil… Nuestras virtudes están causadas, están suscitadas por nuestra debilidad… La «igualdad», una cierta nivelación efectiva que en la teoría de la «igualdad de derechos» sencillamente se está expresando, pertenece esencialmente a la decadencia: el abismo entre hombre y hombre, estamento y estamento, la pluralidad de los tipos, la voluntad de ser uno mismo, de distinguirse, lo que yo denomino pathos de la distancia, es propio de toda época fuerte. La tensión, la distancia entre los extremos se está haciendo hoy cada vez más pequeña: los extremos mismos se difuminan finalmente hasta que llegan a ser parecidos… Todas nuestras teorías políticas y Constituciones estatales, sin excluir en modo alguno el «Reich alemán», son corolario, consecuencia necesaria de la decadencia; el efecto inconsciente de la décadence ha llegado a enseñorearse hasta de los ideales de algunas ciencias. Mi objeción contra toda la sociología en Inglaterra y Francia es y será siempre que solo conoce por experiencia las formaciones ruinosas de la sociedad, y que, con entera inocencia, toma los propios instintos de ruina como norma del juicio sociológico de valor. La vida decadente, el amenguamiento de toda fuerza organizadora, es decir, que separa, que abre abismos, que eleva o subordina, se formula en la sociología de hoy como ideal… Nuestros socialistas son décadents, pero también el señor Herbert Spencer es un décadent: ¡ve en la victoria del altruismo algo deseable!…

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Mi concepto de libertad. El valor de una cosa reside en ocasiones no en lo que se alcanza con ella, sino en lo que se paga por ella, en lo que nos cuesta. Voy a poner un ejemplo. Las instituciones liberales dejan de ser liberales tan pronto han sido alcanzadas: después de ese momento no hay nada que dañe más y más a fondo a la libertad que las instituciones liberales. Ya se sabe qué acarrean: minan la voluntad de poder, son la nivelación de montaña y valle elevada a la categoría de moral, hacen pequeño, cobarde y voluptuoso, con ellas triunfa cada vez el animal gregario. Liberalismo: dicho con más claridad, gregarización… Mientras todavía se está luchando por ellas, esas mismas instituciones producen efectos enteramente distintos; en verdad, fomentan entonces la libertad de forma poderosa. Vistas las cosas más de cerca, es la guerra la que produce esos efectos, la guerra por instituciones liberales, que, en su calidad de guerra, hace que duren los instintos no liberales. Y la guerra educa para la libertad. Pues ¡qué es libertad! Tener la voluntad de la propia responsabilidad. Mantener la distancia que nos separa. Volverse más indiferente a la fatiga, a la dureza, a las privaciones, incluso a la vida. Estar dispuesto a sacrificar personas a la propia causa, sin descontarse uno mismo. Libertad significa que los instintos varoniles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, tienen el dominio sobre otros instintos, por ejemplo sobre los de la «felicidad». El hombre que ha llegado a ser libre, y tanto más el espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea el despreciable tipo de bienestar con el que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas. El hombre libre es guerrero. ¿Con arreglo a qué se mide la libertad, tanto en los individuos como en los pueblos? Con arreglo a la resistencia que hay que superar, con arreglo al esfuerzo que cuesta mantenerse arriba. El más alto tipo de hombres libres se tendría que buscar allí donde constantemente se supere la más alta resistencia: a cinco pasos de la tiranía, justo al lado del umbral del peligro de la servidumbre. Esto es psicológicamente verdadero, si aquí se entiende por «tiranos» instintos inexorables y terribles que suscitan el máximo de autoridad y rigor hacia uno mismo: su más bello tipo es Julio César; esto es también políticamente verdadero, con solo que se haga un recorrido por la historia. Los pueblos que valieron algo, que llegaron a valer algo, no lo llegaron a valer nunca bajo instituciones liberales: el gran peligro hizo de ellos algo que merece veneración, el peligro, que es lo primero que nos hace conocer nuestros recursos, nuestras virtudes, nuestra defensa y nuestras armas, nuestro espíritu, que nos constriñe a ser fuertes… Primer principio: hay que necesitar ser fuerte: de lo contrario, nunca se llegará a serlo. Aquellos grandes invernaderos para el tipo fuerte, para el más fuerte tipo de hombre que ha habido hasta ahora, las repúblicas aristocráticas del tipo de Roma y Venecia, entendían la libertad justo en el sentido en que yo entiendo la palabra libertad: como algo que se tiene y que no se tiene, que se quiere, que se conquista

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Crítica de la modernidad. Nuestras instituciones ya no sirven: sobre este punto hay unanimidad. Pero eso no se debe a ellas, sino a nosotros. Después de haber perdido todos los instintos de los que surgen instituciones perdemos las instituciones como tales, dado que nosotros ya no servimos para ellas. El democratismo ha sido en todas las épocas la forma de decadencia de la fuerza organizadora: en Humano, demasiado humano, I, 318, ya he caracterizado la democracia moderna, junto con sus medias tintas, por ejemplo «Reich alemán», como expresión de la ruina del Estado. Para que haya instituciones, tiene que haber una especie de voluntad, instinto, imperativo, antiliberal hasta la maldad: la voluntad de tradición, de autoridad, de responsabilidad por siglos enteros, de solidaridad de cadenas de generaciones hacia delante y hacia atrás in infinitum. Si se da esa voluntad, se funda algo como el imperium Romanum: o como Rusia, la única potencia que tiene actualmente duración en el cuerpo, que puede esperar, que todavía puede prometer algo; Rusia, el concepto contrario a la lastimosa división en pequeños Estados y a la sobreexcitabilidad nerviosa europeas, que con la fundación del Reich alemán han entrado en una situación crítica… Occidente entero ya no tiene los instintos de los que surgen instituciones, de los que surge futuro: no hay quizá nada que vaya más a contrapelo de su «espíritu moderno». Se vive al día, se vive muy deprisa, se vive muy irresponsablemente: precisamente a esto se le llama «libertad». Lo que hace instituciones a las instituciones se desprecia, se odia, se rechaza: se cree uno en peligro de una nueva esclavitud tan pronto oye la palabra «autoridad». A tal punto llega la décadence en el instinto de valor de nuestros políticos, de nuestros partidos políticos: prefieren instintivamente lo que disuelve, lo que acelera el final… Testigo, el matrimonio moderno. Es patente que el matrimonio moderno ha dejado de tener a la razón de su lado: pero esto no es una objeción contra el matrimonio, sino contra la modernidad. La razón del matrimonio: residía en la responsabilidad jurídica exclusiva del varón; con ella el matrimonio tenía un centro de gravedad, mientras que hoy cojea de las dos piernas. La razón del matrimonio: residía en su indisolubilidad por principio; con ella obtenía un acento que, frente al azar del sentimiento, la pasión y el instante, sabía hacerse oír. Residía asimismo en que eran las familias las responsables de elegir los esposos. Con la creciente indulgencia a favor del matrimonio por amor se ha eliminado sencillamente el fundamento del matrimonio, lo que hace de él una institución. Nunca, nunca se funda una institución sobre una idiosincrasia, no se funda el matrimonio, como ya he dicho, sobre el «amor»: se funda sobre la pulsión sexual, sobre la pulsión de propiedad (mujer e hijo como propiedad), sobre la pulsión de dominio, que organiza para sí constantemente la más pequeña estructura de dominio, la familia; que necesita hijos y herederos para mantener también fisiológicamente una cierta cantidad alcanzada de poder, influencia, riqueza, para preparar tareas largas, solidaridad del instinto entre siglos. El matrimonio como institución comprende ya en sí la afirmación de la mayor y más duradera forma de organización: cuando la sociedad misma ya no puede responder de sí como un todo hasta en las más lejanas generaciones, el matrimonio carece por completo de sentido. El matrimonio moderno perdió su sentido, en consecuencia se procede a su abolición.

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La cuestión obrera. La estupidez, en el fondo la degeneración del instinto, que hoy en día es la causa de todas las estupideces, reside en que hay una cuestión obrera. De determinadas cosas no se hace cuestión: primer imperativo del instinto. No alcanzo a ver en modo alguno qué se pretende hacer con el trabajador europeo una vez que se ha hecho de él una cuestión. Él se encuentra demasiado bien para no ir planteando a cada paso más cuestiones, y cada vez con más inmodestia. En último término, tiene el mayor número a su favor. Ha pasado por completo la esperanza de que aquí se forme como estamento una especie de hombre modesta y frugal, un tipo de chino: y esto habría tenido la razón de su lado, esto habría sido sencillamente una necesidad. ¿Qué se ha hecho? Todo lo necesario para ahogar en germen incluso el presupuesto de ello: mediante la más irresponsable irreflexividad se ha destruido de raíz los instintos en virtud de los cuales un trabajador llega a ser posible como miembro de un estamento, posible para él mismo. Se ha dado al trabajador capacitación militar, se le ha concedido el derecho a coaligarse, el derecho político al voto: ¿a quién puede extrañar que hoy el trabajador ya experimente su existencia como un estado de necesidad (expresado moralmente: como injusticia)? Pero ¿qué se quiere?, preguntémoslo otra vez. Si se quiere un fin, hay que querer también los medios: si se quiere esclavos, se es un insensato si se los educa para señores.

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«La libertad a la que yo no me refiero…». En épocas como la de hoy estar entregado a los propios instintos es una fatalidad más. Estos instintos se contradicen, se molestan, se destruyen unos a otros; he definido la modernidad ya como la autocontradicción fisiológica. La razón de la educación querría que bajo una férrea presión se paralizase al menos uno de esos sistemas de instintos, a fin de permitir a otro distinto coger fuerza, robustecerse, llegar a ser señor. Hoy habría que empezar por hacer posible al individuo circuncidándolo: posible, es decir, entero… Es lo contrario lo que sucede: la reivindicación de independencia, de libre desarrollo, de laisser aller[54] es planteada con el mayor enardecimiento precisamente por aquéllos para los que ninguna rienda sería demasiado estricta: esto es así in politicis, esto es así en el arte. Pero esto es un síntoma de décadence: nuestro moderno concepto de «libertad» es una demostración más de la degeneración de los instintos.

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Donde hace falta fe. Nada es más raro entre moralistas y santos que la honradez; quizá digan lo contrario, quizá incluso lo crean. En efecto, cuando una fe es más útil que la hipocresía consciente, cuando produce más efectos y es más convincente que ella, la hipocresía se convierte pronto, por instinto, en inocencia: primer principio para comprender a los grandes santos. También en el caso de los filósofos, otro tipo de santos, todo su oficio comporta que solo admitan determinadas verdades, a saber, aquéllas con base en las cuales su oficio tiene la sanción pública: dicho kantianamente, verdades de la razón práctica. Saben qué tienen que demostrar, en eso son prácticos: se reconocen unos a otros en que están de acuerdo sobre «las verdades». «No mentirás», o, dicho más claramente: guárdese usted, mi señor filósofo, de decir la verdad…

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Dicho al oído a los conservadores. Lo que no se sabía antes, lo que se sabe, se podría saber hoy: una retrogresión, una vuelta atrás en cualquier sentido y extensión, no es posible en modo alguno. Lo sabemos al menos nosotros los fisiólogos. Pero todos los sacerdotes y moralistas han creído en eso: querían devolver a la humanidad a una anterior medida de virtud, volver a atornillarla a ella. La moral ha sido siempre un lecho de Procusto. Incluso los políticos han imitado ahí a los predicadores de la virtud: sigue habiendo también hoy partidos que sueñan como meta con la marcha del cangrejo de todas las cosas. Pero no está en mano de nadie ser cangrejo. No sirve de nada: hay que ir hacia delante, esto es, continuar paso a paso en la «décadence» (ésta es mi definición del «progreso» moderno…). Se puede inhibir esa evolución y, mediante la inhibición, retener, acumular, hacer más vehemente y repentina la degeneración misma: más no se puede.

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Mi concepto de genio. Los grandes hombres son, igual que las grandes épocas, sustancias explosivas en las que está acumulada una enorme fuerza; su presupuesto es siempre, histórica y fisiológicamente, que durante largo tiempo se haya reunido, acopiado, ahorrado y conservado para ellos: que durante largo tiempo no se haya producido una explosión. Cuando la tensión de la masa ha llegado a ser demasiado grande, basta el más casual estímulo para traer al mundo el «genio», la «hazaña», el gran destino. ¡Qué importa entonces el entorno, la época, el «espíritu de los tiempos», la «opinión pública»! Tomemos el caso de Napoleón. La Francia de la Revolución, y todavía más la de la prerrevolución, habría suscitado por sí misma el tipo opuesto al de Napoleón: pero lo suscitó a él. Y porque Napoleón era distinto, heredero de una civilización más fuerte, más larga, más vieja que la que en Francia se hundió estrepitosamente, llegó a ser aquí señor, fue aquí el solo señor. Los grandes hombres son necesarios, la época en la que aparecen es casual; que casi siempre los primeros lleguen a enseñorearse de ella se debe solamente a que son más fuertes, a que son más viejos, a que se ha guardado con vistas a ellos durante más tiempo. Entre un genio y su época existe la misma relación que entre lo fuerte y lo débil, también la misma que entre lo viejo y lo joven: la época es siempre, en proporción, mucho más joven, más delgada, más «menor de edad», más insegura, más pueril. Que sobre esto en Francia se piense hoy en día de modo muy distinto (en Alemania también: pero eso qué importa), que allí la teoría del milieu[55], una verdadera teoría de neuróticos, haya llegado a ser sacrosanta y casi científica y encuentre crédito hasta entre los fisiólogos, esto «no huele bien», esto le da a uno tristes pensamientos. Tampoco en Inglaterra se entiende esta cuestión de otro modo, pero de ello no se apesadumbrará nadie. Al inglés solo le están abiertos dos caminos para aceptar al genio y al «gran hombre»: o bien democráticamente al modo de Buckle, o bien religiosamente al modo de Carlyle. El peligro que reside en los grandes hombres y épocas es extraordinario; el agotamiento de todo tipo, la esterilidad, les vienen pisando los talones. El gran hombre es un final; la gran época, el Renacimiento, por ejemplo, es un final. El genio —en las obras, en los hechos— es necesariamente un dilapidador: que se gasta es su grandeza… El instinto de conservación queda por así decir suspendido; la presión irresistible de las fuerzas desbordantes le prohíbe todo ese cuidado y precaución. A eso se le llama «sacrificio»; se alaba su «heroísmo» en ello, su indiferencia al propio bien, su entrega a una idea, a una gran causa, a una patria: todo malentendidos… Se desborda, rebosa, se consume, no se cuida: con fatalidad, fatídicamente, involuntariamente, igual de involuntariamente que un río irrumpe fuera de su cauce. Ahora bien, dado que a tales explosivos se les debe muchas cosas, a cambio se les ha regalado también muchas, por ejemplo una especie de moral superior… Ésta es siempre la modalidad del agradecimiento humano: malentiende a sus bienhechores.

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El criminal y lo que le es afín. El tipo del criminal: es el tipo del hombre fuerte en condiciones desfavorables, un hombre fuerte al que se ha hecho enfermar. Le falta el despoblado, una cierta naturaleza y forma de existencia más libre y peligrosa, en la que todo lo que es arma y defensa en el instinto del hombre fuerte está justificado. Sus virtudes han sido puestas fuera de la ley por la sociedad; las pulsiones más vivas que ha traído consigo se interpenetran enseguida con las emociones deprimentes, con la sospecha, el temor, la deshonra. Pero eso es casi la receta de la degeneración fisiológica. Quien tiene que hacer secretamente, con una larga tensión, precaución, astucia, lo que mejor sabe hacer, lo que más le gustaría hacer, se vuelve anémico; y como nunca obtiene de sus instintos otra cosecha que peligro, persecución, fatalidad, también su sentimiento se vuelve contra esos instintos: los siente de un modo fatalista. Es en la sociedad, en nuestra mansa, mediocre, castrada sociedad, en la que un hombre prístinamente natural, un hombre procedente de las montañas o de las aventuras del mar, degenera necesariamente en criminal. O casi necesariamente: pues existen casos en los que un hombre así se revela como más fuerte que la sociedad: el corso Napoleón es el caso más famoso. Para el problema que nos ocupa es de importancia el testimonio de Dostoyevski: el de Dostoyevski, el único psicólogo, dicho sea de paso, del que tenía algo que aprender, y que se cuenta entre los más bellos golpes de suerte de mi vida, más aún, incluso, que el descubrimiento de Stendhal. Este hombre profundo, que tenía razón diez veces en estimar poco a los superficiales alemanes, percibió a los presidiarios siberianos —en medio de los cuales vivió largo tiempo, todos ellos grandes criminales, para los que ya no había camino de retorno a la sociedad— de modo muy distinto a como él mismo esperaba: más o menos como cortados de la mejor, más dura y más valiosa madera que crece en toda la tierra rusa. Generalicemos el caso del criminal: pensemos naturalezas a las que, por alguna razón, les falta la aprobación pública, que saben que no se las ve como benéficas, como útiles: aquel sentimiento de chandala de que no se es considerado como un igual, sino como alguien que está excluido, que es indigno e impurifica. Todas esas naturalezas tienen en pensamientos y acciones el color de lo subterráneo; en ellas todo se hace más pálido que en aquellas otras sobre cuya existencia descansa la luz del día. Pero casi todas las formas de existencia que hoy en día privilegiamos han vivido anteriormente bajo este aire casi de tumba: el carácter científico, el artista, el genio, el espíritu libre, el actor, el comerciante, el gran descubridor… Mientras el sacerdote fue considerado como el tipo superior, toda especie valiosa de hombre estaba privada de su valor… Llega la época —lo prometo— en la que será considerado como el más bajo, como nuestro chandala, como el más fementido, como la más indecente especie de hombre… Llamo la atención sobre el hecho de que todavía ahora, bajo el más suave régimen de costumbres que haya imperado nunca en el mundo, al menos en Europa, toda extravagancia, todo largo, demasiado largo «por debajo de», toda forma de existencia inusual, opaca, hace pensar en aquel tipo que culmina en el criminal. Todos los innovadores del espíritu llevan en la frente durante un tiempo la señal pálida y fatalista del chandala: no porque se los perciba así, sino porque ellos mismos notan el terrible abismo que los separa de todo lo que es conforme a lo establecido y goza de buena reputación. Casi todo genio conoce como uno de sus desarrollos la «existencia catilinaria», un sentimiento de odio, venganza y rebelión contra todo lo que ya es, lo que ya no deviene… Catilina: la forma de preexistencia de todo César.

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Aquí hay una vista amplia. Puede ser elevación del alma cuando un filósofo calla; puede ser amor, cuando se contradice; es posible una cortesía del que conoce que mienta. No sin finura se ha dicho: il est indigne des grands coeurs de répandre le trouble, qu’ils ressentent[56]: solo hay que añadir que no tener miedo de lo más indigno puede ser también grande za de alma. Una mujer que ama sacrifica su honra; un conocedor que «ama» sacrifica quizá su humanidad; un Dios que amaba se hizo judío…

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La belleza no es una casualidad. También la belleza de una raza o familia, su gracia y bondad en todos los gestos, se obtiene esforzándose en su adquisición: es, al igual que el genio, el resultado final del trabajo acumulado de generaciones. Es preciso haber ofrecido grandes sacrificios al buen gusto; es preciso haber hecho muchas cosas y haber dejado de hacer muchas otras con vistas a él —el siglo XVII de Francia es admirable en ambas aspectos—; es preciso haber tenido en él un principio para elegir sociedad, lugar, ropa, satisfacción sexual; es preciso haber preferido la belleza a la utilidad, a la costumbre, a la opinión, a la inercia. Criterio supremo: es preciso no «dejarse ir» tampoco ante uno mismo. Las cosas buenas son costosas por encima de toda ponderación: y siempre es válida la ley de que quien las tiene es persona distinta de quien las adquiere. Todo lo bueno es herencia: lo que no es heredado, es imperfecto, es comienzo… En la época de Cicerón, quien expresa su sorpresa al respecto, los varones y los muchachos eran en Atenas muy superiores en belleza a las mujeres: pero ¡qué trabajo y esfuerzo al servicio de la belleza no había exigido de sí allí mismo, desde hacía siglos, el sexo masculino! En efecto, no se debe equivocar aquí el método: una mera cría selectiva de sentimientos y pensamientos es casi cero (aquí reside el gran malentendido de la formación alemana, que es enteramente ilusoria): hay que persuadir primero al cuerpo. El estricto mantenimiento de gestos significativos y escogidos, una obligatoriedad de vivir solo con personas que no se «dejen ir», es perfectamente suficiente para llegar a ser significativo y escogido; en dos, tres generaciones ya está todo interiorizado. Es decisivo para la suerte que corran pueblo y humanidad que se comience la cultura por el lugar correcto, no en el «alma» (tal y como era la fatídica superstición de los sacerdotes y semisacerdotes): el lugar correcto es el cuerpo, el gesto, la dieta, la fisiología, el resto se deriva de ello… Por esa misma razón los griegos siguen siendo el primer acontecimiento cultural de la historia: supieron, hicieron lo que había que hacer; el cristianismo, que despreciaba el cuerpo, ha sido hasta ahora la mayor desgracia de la humanidad.

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Progreso en mi sentido. También yo hablo de «vuelta a la naturaleza», aunque en realidad no es un volver, sino un subir, subir a la alta, libre, incluso terrible naturaleza y naturalidad, a una que juega con grandes tareas, a la que le es lícito jugar con ellas… Para decirlo alegóricamente: Napoleón era un ejemplar de «vuelta a la naturaleza» tal y como yo la entiendo (por ejemplo, in rebus tacticis[57], y todavía más, como saben los militares, en lo estratégico). Pero Rousseau, ¿adónde quería volver este realmente? Rousseau, este primer hombre moderno, idealista y canaille en una misma persona; que necesitaba la «dignidad» moral para soportar el espectáculo que ofrecía él mismo; enfermo de irrefrenable vanidad e irrefrenable autodesprecio. También este engendro que se ha plantado en el umbral de la nueva época quería «vuelta a la naturaleza», ¿adónde, preguntémoslo otra vez, quería volver Rousseau? Yo odio a Rousseau incluso en la revolución: esta última es la expresión en términos de historia universal de esa duplicidad de idealista y canaille. La sangrienta farce[58] con la que se desarrolló esta revolución, su «inmoralidad», me preocupa poco: lo que odio es su moralidad rousseauniana, las denominadas «verdades» de la revolución, con las que sigue actuando todavía y persuade en su favor a todo lo chato y mediocre. ¡La doctrina de la igualdad!… Pero no hay absolutamente ningún veneno más venenoso que ella: pues parece predicada por la justicia misma, mientras que es el final de la justicia… «Igual a los iguales, desigual a los desiguales, éste sería el verdadero discurso de la justicia: y, lo que se sigue de ahí, no igualar nunca lo desigual». El hecho de que alrededor de esa doctrina de la igualdad las cosas hayan marchado de forma tan horrible y sangrienta, ha dado a esta «idea moderna» par excellence una especie de gloria y de reflejo de fuego, de modo que la revolución como espectáculo ha seducido incluso a los espíritus más nobles. En último término, ésta no es una razón para respetarla más. Veo solo a uno que la percibió tal y como tiene que ser percibida, con repugnancia: Goethe…

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Goethe: no un acontecimiento alemán, sino un acontecimiento europeo; un grandioso intento de superar el siglo XVIII mediante un regreso a la naturaleza, mediante una subida a la naturalidad del Renacimiento, una especie de autosuperación por parte de ese siglo. Goethe llevaba en sí los más fuertes instintos del mismo: el sentimentalismo, la idolatría de la naturaleza, lo antihistórico, lo idealista, lo irreal y revolucionario (esto último es solamente una forma de lo irreal). Se ayudó de la historia, de la ciencia natural, de la Antigüedad, también de Spinoza, sobre todo de la actividad práctica; se rodeó por todos lados de horizontes cerrados; no se separó de la vida, se introdujo en ella; no era timorato y tomaba para sí, sobre sí, en sí, tanto como era posible. Lo que quería era totalidad; combatió la disgregación de razón, sensualidad, sentimiento, voluntad (predicada por Kant, el antípoda de Goethe, en la más espantable de las escolásticas), se sometió a disciplina por mor de la totalidad, se creó a sí mismo… En medio de una época de mentalidad irreal, Goethe era un realista convencido: decía sí a todo lo que le era afín en eso; no tuvo otra vivencia mayor que la de aquel ens realissimum llamado Napoleón. Goethe concibió un hombre fuerte, sumamente culto, hábil en todas las corporalidades, que se tiene a raya a sí mismo, lleno de veneración por sí mismo, al que le es lícito atreverse a concederse todo el volumen y riqueza de la naturalidad, que es lo suficientemente fuerte para esa libertad; el hombre de la tolerancia, no por debilidad, sino por fortaleza, porque sabe utilizar en beneficio propio aquello en lo que la naturaleza media perecería; el hombre para el que ya no hay nada prohibido, a no ser la debilidad, llámese esta vicio o virtud… Tal espíritu que ha llegado a ser libre se sitúa en medio del universo con un alegre y confiado fatalismo, en la fe de que solo lo individual es reprobable, de que en el conjunto global todo se redime y afirma: ya no niega… Pero tal fe es la más alta de todas las posibles: la he bautizado con el nombre de Dioniso.

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Se podría decir que en cierto sentido el siglo XIX ha aspirado también a todo aquello a lo que Goethe aspiraba como persona: una universalidad en el entender, en el aprobar, un dejar que se le acerquen a uno cosas de todo tipo, un osado realismo, una veneración por todo lo fáctico. ¿Cómo es que el resultado global no es un Goethe, sino un caos, un suspiro nihilista, una total perplejidad, un instinto de cansancio, que in praxi[59] impulsa constantemente a volver a recurrir al siglo XVIII?, (por ejemplo, como romanticismo del sentimiento, como altruismo e hiper-sentimentalismo, como feminismo en el gusto, como socialismo en la política). ¿No es el siglo XIX, sobre todo en su final, meramente un siglo XVIII reforzado y embrutecido, es decir, un siglo de décadence? ¿De manera que Goethe sería, no solo para Alemania, sino para toda Europa, meramente un incidente, un bello «en vano»? Pero se malentiende a los grandes hombres cuando se los ve desde la ruin perspectiva de una utilidad pública. Que no se sepa extraer de ellos utilidad alguna, esto incluso quizá forma parte de la grandeza

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Goethe es el último alemán por el que tengo veneración: él habría notado tres cosas que yo noto, y también nos entendemos sobre la «cruz»… Se me pregunta a menudo para qué escribo en alemán: en ningún lugar, me dicen, se me lee tan mal como en mi patria. Pero ¿quién sabe en último término si yo siquiera deseo ser leído hoy? Crear cosas en las que el tiempo pruebe sus dientes en vano; en lo que hace a la forma, en lo que hace a la sustancia esforzarse por una pequeña inmortalidad: nunca he sido lo suficientemente modesto para exigir menos de mí. El aforismo, la sentencia, en los que soy el primero que es maestro entre los alemanes, son las formas de la «eternidad»; mi ambición es decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro, lo que todos los demás no dicen en un libro…

He dado a la humanidad el libro más profundo que posee, mi Zaratustra: le daré dentro de poco el más independiente.