1
Para terminar, una palabra sobre aquel mundo al que he buscado accesos, al que quizá he encontrado un nuevo acceso: el mundo antiguo. Mi gusto, que puede que sea lo contrario de un gusto paciente, está también aquí lejos de decir sí indiscriminadamente: le gusta muy poco decir sí, prefiere decir no, y lo que más le gusta es no decir absolutamente nada… Esto se aplica a culturas enteras, esto se aplica a libros, y se aplica también a lugares y paisajes. En el fondo, es muy pequeño el número de libros antiguos que cuentan en mi vida; los más famosos no están entre ellos. Mi sentido del estilo, del epigrama como estilo, despertó casi instantáneamente al contacto con Salustio. No he olvidado el asombro de mi venerado maestro Corssen cuando tuvo que dar a su peor alumno de latín la mejor nota: de repente yo ya había terminado. Apretado, estricto, con toda la sustancia posible sobre el fondo, una fría maldad contra la «bella palabra», también contra el «bello sentimiento»: ahí me adiviné a mí mismo. Se reconocerá en mí, hasta bien dentro de mi Zaratustra, una muy seria ambición de estilo romano, del «aere perennius[60]» en el estilo. No de otro modo me fue en el primer contacto con Horacio. Hasta hoy no he tenido por otro autor el mismo entusiasmo artístico que me produjo desde el principio una oda horaciana. Lo que aquí se ha logrado, en ciertas lenguas no se puede ni siquiera querer. Este mosaico de palabras, en el que toda palabra irradia su fuerza, a derecha e izquierda y por todo el conjunto, como sonido, como lugar, como concepto, este minimum de volumen y número de signos, este maximum que con ello se alcanza en la energía de los signos: todo esto es romano y, si se me quiere creer, noble par excellence. En comparación, toda la poesía restante resulta demasiado popular, una mera garrulería del sentimiento…
2
A los griegos no les debo impresiones tan fuertes, ni de lejos, y, para decirlo derechamente, no pueden ser para nosotros lo que son los romanos. No se aprende de los griegos; su modo de ser es demasiado ajeno, es también demasiado fluido para actuar imperativamente, para actuar «clásicamente». ¡Quién habría aprendido alguna vez a escribir de un griego! ¡Quién habría aprendido alguna vez sin los romanos!… Que nadie me venga con Platón. En lo que a Platón respecta soy un profundo escéptico y he sido siempre incapaz de sumarme a la admiración del artista Platón que es ya convencional entre los eruditos. En último término tengo aquí de mi lado a los más refinados jueces del gusto entre los antiguos mismos. A mi parecer, Platón mezcla y confunde todas las formas de estilo, es con ello un primer décadent del estilo: tiene sobre su conciencia algo parecido a lo que tienen los cínicos que inventaron la satura Menippea[61]. Que el diálogo platónico, esta especie terriblemente autocomplaciente e infantil de dialéctica, pueda actuar como estímulo: para ello, es necesario no haber leído nunca a buenos franceses, a Fontenelle por ejemplo. Platón es aburrido. En último término, mi desconfianza va en Platón a lo más hondo: lo encuentro tan extraviado de todos los instintos básicos de los helenos, tan moralizado, tan preexistentemente cristiano —tiene ya el concepto de «bien» como concepto supremo—, que para todo el fenómeno Platón quisiera usar más bien la dura palabra «engaño de alto nivel», o, si gusta más oírla, idealismo, que cualquier otra. Se ha pagado caro que este ateniense fuese a la escuela de los egipcios (¿o de los judíos de Egipto?…). En el gran acontecimiento fatídico del cristianismo Platón es aquella ambigüedad y fascinación denominada «ideal» que hizo posible a las naturalezas de la Antigüedad dotadas de cierta nobleza malentenderse a sí mismas y poner los pies en el puente que llevaba a la «cruz»… Y ¡cuánto Platón sigue habiendo en el concepto de «Iglesia», en el edificio, en el sistema, en la praxis de la Iglesia! Mi solaz, mi predilección, mi cura de todo platonismo ha sido siempre Tucídides. En lo que Tucídides y, quizá, el príncipe de Maquiavelo están más emparentados conmigo es en la voluntad incondicionada de no engañarse a uno mismo con figuración alguna y de ver la razón en la realidad: no en la «razón», todavía menos en la «moral»… De la lamentable tendencia griega a pintarlo todo con los bellos colores del ideal, que el mozalbete dotado de «formación clásica» se lleva a la vida como recompensa por su amaestramiento en el Bachillerato, no hay nada que cure tan a fondo como Tucídides. Hay que darle muchas vueltas a cada línea que escribió y leer entre ellas, con tanta claridad como sus palabras, sus pensamientos ocultos: hay pocos pensadores tan ricos en pensamientos ocultos. En él llega la cultura de los sofistas, es decir, la cultura de los realistas, a su perfecta expresión: este inestimable movimiento en medio del engaño de la moral y del ideal de las escuelas socráticas que estaba irrumpiendo en ese preciso momento por todas partes. La filosofía griega como la décadence del instinto griego; Tucídides como la gran suma, la última revelación de aquella facticidad fuerte, estricta, dura, que era un instinto en los helenos antiguos. La valentía ante la realidad diferencia en último término a naturalezas como Tucídides y Platón: Platón es un cobarde ante la realidad, y, en consecuencia, se refugia en el ideal; Tucídides se tiene a sí mismo bajo su poder, y, en consecuencia, mantiene también las cosas bajo su poder…
3
Rastrear en los griegos «almas bellas», «áureas mediocridades» y otras perfecciones, acaso admirar en ellos la tranquilidad en la grandeza, la actitud interior ideal, la elevada sencillez: de esta «elevada sencillez», una niaiserie allemande[62] en último término, me guardaba el psicólogo que yo llevaba dentro. Vi su más fuerte instinto, la voluntad de poder, los vi temblar por efecto del poder incontenible de esa pulsión, vi surgir todas sus instituciones de medidas de seguridad destinadas a ponerse a salvo unos de otros contra su sustancia explosiva interior. La enorme tensión de su interior se descargaba después hacia fuera en enemistad terrible y sin miramientos: las ciudades se despedazaban unas a otras para que los ciudadanos de cada una de ellas encontrasen tranquilidad de sí mismos. Se necesitaba ser fuerte: el peligro estaba cerca, acechaba por doquier. La corporalidad magníficamente flexible, el osado realismo e inmoralismo propio de los helenos, era una necesidad, no una «naturaleza». Fue algo que vino después, no estaba ahí desde el principio. Y con fiestas y artes no se quería tampoco otra cosa que sentirse seguro de sí mismo, que mostrarse seguro de sí mismo: son medios para glorificarse a sí mismo, y en determinadas circunstancias para darse miedo de sí mismo… Enjuiciar a los griegos a la manera alemana por sus filósofos, ¡por ejemplo, utilizar la candidez de las escuelas socráticas para extraer conclusiones acerca de qué es helénico en el fondo!… Y es que los filósofos son los décadents de lo griego, el movimiento contrario al gusto antiguo, al gusto noble (contrario al instinto agonal, a la polis, al valor de la raza, a la autoridad de lo establecido). Las virtudes socráticas fueron predicadas porque los griegos las habían perdido: excitables, medrosos, inconstantes, comediantes todos, tenían un par de razones de más para dejarse predicar moral. No es que hubiese servido de algo: pero las grandes palabras y actitudes les sientan tan bien a los décadents…
4
Yo fui el primero que, para entender el instinto helénico antiguo, todavía rico e incluso desbordante, tomé en serio aquel fenómeno maravilloso que lleva el nombre de Dioniso: es explicable únicamente por un exceso de fuerza. Quien indaga en los griegos, como el más profundo conocedor de su cultura que vive hoy, como Jakob Burckhardt en Basilea, supo enseguida que ése era un logro no pequeño: Burckhardt insertó en su Cultura de los griegos un apartado específico sobre el mencionado fenómeno. Si se quiere lo contrario, échese una mirada a la pobreza de instinto de los filólogos alemanes, que casi mueve a risa, cuando se acercan a lo dionisíaco. El famoso Lobeck sobre todo, quien, con la honorable seguridad de un gusano seco entre libros, se adentró arrastrándose en este mundo de misteriosos estados y se persuadió de que era científico cuando lo que estaba siendo era atolondrado y pueril hasta la repugnancia: Lobeck dio a entender con gran aparato de erudición que en realidad todas estas curiosidades carecen por completo de importancia. De hecho —sostiene—, puede que los sacerdotes comunicasen a los participantes en esas orgías algo no carente de valor, por ejemplo que el vino excita al placer, que el hombre, en determinadas circunstancias, vive de frutas, que las plantas florecen en primavera y que se marchitan en otoño. En lo que respecta a aquella riqueza tan extraña de ritos, símbolos y mitos de origen orgiástico, que al modo de una planta enormemente exuberante —y tómese esto en un sentido enteramente literal recubre y ahoga al mundo antiguo, a Lobeck le sirve de ocasión para llegar a ser todavía un grado más ingenioso. «Los griegos», dice en Aglaophamus, I, 672, «cuando no tenían otra cosa que hacer, reían, saltaban, daban vueltas a lo loco, o, como el hombre a veces tiene ganas también de eso, se sentaban, lloraban y se entregaban a grandes lamentaciones. Otros se sumaron más tarde y buscaron alguna razón de tan llamativo fenómeno, y así surgieron como explicación de aquellas costumbres aquellas innumerables leyendas y mitos. Por otra parte, se creyó que aquella bufa actividad que ya de todas todas tenía lugar en los días de fiesta pertenecía necesariamente a la celebración de la fiesta, y se retuvo como parte indispensable del servicio religioso». Esto es cháchara despreciable, nadie tomará en serio a un Lobeck ni por un instante. Muy distinta es la impresión que recibimos cuando examinamos el concepto de «griego» que Winckelmann y Goethe se formaron, y lo encontramos incompatible con el elemento del que surge el arte dionisíaco, con la celebración orgiástica. No dudo, en verdad, de que Goethe habría excluido por principio de las posibilidades del alma griega algo de ese tipo. En consecuencia, Goethe no entendió a los griegos. Pues solo en los misterios dionisíacos, en la psicología del estado dionisíaco, se expresa el hecho fundamental del instinto helénico: su «voluntad de vivir». ¿Qué se garantizaba el heleno con esos misterios? La vida eterna, el eterno retorno de la vida; el futuro prometido y consagrado en el pasado; el triunfante sí a la vida por encima de la muerte y del cambio; la verdadera vida como la pervivencia global mediante la procreación, mediante los misterios de la sexualidad. Por eso el símbolo sexual era para los griegos el símbolo venerable en sí, el auténtico sentido profundo que lleva dentro toda la piedad antigua. Todos y cada uno de los elementos del acto de la procreación, del embarazo, del nacimiento, despertaban los sentimientos más elevados y más solemnes. En la doctrina de los misterios el dolor está canonizado: los «dolores de parto» sacralizan el dolor en general: todo devenir y crecer, todo lo que garantiza el futuro causa dolor… Para que haya el eterno placer de la creación, para que la voluntad de vivir se afirme eternamente a sí misma, tiene que haber también eternamente la «tortura de la parturienta»… Todo esto significa la palabra Dioniso: no conozco un simbolismo más alto que este simbolismo griego, que el de las fiestas en honor de Dioniso. En él está experimentado religiosamente el más profundo instinto de la vida, el del futuro de la vida, de la eternidad de la vida: el camino mismo hacia la vida, la procreación, como el camino santo… Solo el cristianismo, con el resentimiento contra la vida que lleva en su fondo, hizo de la sexualidad algo impuro: arrojó inmundicias sobre el comienzo, sobre el presupuesto de nuestra vida…
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La psicología de la celebración orgiástica como un sentimiento desbordante de vida y de fuerza, dentro del cual hasta el dolor actúa como estimulante, me dio la clave para el concepto del sentimiento trágico, que ha sido malentendido tanto por Aristóteles como en especial por nuestros pesimistas. La tragedia está tan lejos de demostrar algo a favor del pesimismo de los helenos en el sentido de Schopenhauer, que más bien hay que considerarla como su rechazo y contra-instancia decisiva. El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y más duros; la voluntad de vivir, que en el sacrificio de sus más altos tipos se alegra de su propia inagotabilidad: a esto es a lo que yo llamaba dionisíaco, esto es lo que adiviné como el puente hacia la psicología del poeta trágico. No para librarse del horror y la compasión, no para purificarse de una emoción peligrosa mediante su descarga vehemente —así lo comprendía Aristóteles—: Sino, por encima del horror y la compasión, para ser el eterno placer del devenir mismo, aquel placer que encierra además en sí mismo el placer por aniquilar… Y con ello vuelvo a tocar el punto del que otrora partí —el Nacimiento de la tragedia fue mi primera transvaloración de todos los valores—, con ello vuelvo al ponerme en el suelo del que surge mi querer, mi poder: yo, el último discípulo del filósofo Dioniso, yo, el maestro del eterno retorno…