1974
Mis manos se elevan, como dos flores blancas, juegan con el aire dulce impregnado por el cuero de los tapizados y templado por la calefacción. Mamá conduce; se vuelve a intervalos regulares y me dedica una sonrisa que trato de capturar. Me habla de la lluvia, que martillea el techo de chapa, de un letrero apenas visible y de cosas que no entiendo, pero sobre todo me habla del Pinto, una palabra que he aprendido recientemente y que repito con entusiasmo.
—¡Pinto!
—¡Sí! —dice mamá—. Es nuestro. ¿Verdad que es precioso? Nunca más volveremos a tomar el autobús.
«Autobús» es otra palabra cuyo significado conozco pero que no he conseguido pronunciar aceptablemente. Me limito a abrir mucho los ojos y a observar a mamá en el espejo retrovisor, que ella ha acomodado para poder verme. El rosario de madera que pende de él me hipnotiza durante un instante.
—¡Pinto! —vuelvo a gritar.
La oscuridad nos aprisiona en su puño esponjoso. Los limpiaparabrisas funcionan a su máxima potencia y apenas pueden contrarrestar los embates del diluvio. Cuando una fisura de luz desgarra la noche, una cornamenta de ramas azuladas atraviesa el coche. Los relámpagos me asustan, y este en particular hace que descargue un puntapié involuntario y que Boo, el oso de peluche que suele acompañarme cuando salgo de casa, caiga desde el asiento trasero. Aguardo unos segundos, a la espera del trueno fracturado que no tarda en hacerse oír, e intento inclinarme. Boo es una forma gris e informe en el suelo. Las correas de mi silla adosada al asiento trasero no me permiten alcanzarlo. Con esa desesperación característica que antecede al llanto, observo a mamá, que aferra el volante con fuerza, ligeramente inclinada hacia delante, escrutando la lengua de asfalto que a duras penas nos marca el camino, y pienso que no es momento de importunarla. Tengo un año pero puedo darme cuenta de eso.
Paseo la vista por el interior del coche y con el rabillo del ojo capto mi propio reflejo a la derecha, en la condensación del cristal. El gorro blanco de lana es lo primero que me llama la atención. Se asemeja a la vela de un barco navegando en el oscuro bosque que desfila detrás. Estiro el brazo en esa dirección pero mis dedos no llegan a tocar la ventanilla, no importa cuánto lo intento. En cambio descubro que soy capaz de comandar a distancia ese triángulo fantasmal. Agito la cabeza con vehemencia y la vela del barco imaginario hace lo mismo, capeando las olas negras y traicioneras de la noche. Lo hago una y otra vez. Con cada intento, mis capacidades de mando se van perfeccionando.
—Alguien se lo está pasando en grande allí atrás.
Interrumpo el zarandeo frenético. La voz de mamá tiene ese efecto; el mundo parece detenerse cuando ella habla. Me dedica otra de sus sonrisas contagiosas, esta vez por encima del hombro.
Mi vocabulario se reduce a un puñado de palabras, ninguna de las cuales me sirve para explicar que he estado imaginando un velero que nos hace compañía, y mucho menos que puedo comandarlo a voluntad con el movimiento de mi cabeza. Decido, como tantas otras veces, limitarme a sonreír. Pero entonces recuerdo a Boo, tendido boca abajo en el suelo, y me estremezco.
—Boo —balbuceo.
—¿Qué le ha sucedido? —pregunta mamá mientras desatiende un instante la carretera y me mira.
Rápidamente lo comprende. Mamá se incorpora, regresa la vista al frente e introduce el brazo derecho por el espacio entre los dos asientos delanteros, para lo cual debe adoptar una posición ligeramente contorsionada. Entonces advierto cómo su mano derecha palpa el asiento primero y una de mis zapatillas después. Sonrío cuando sus dedos ejercen una suave presión en torno a mi pie diminuto.
—¿Este es Boo? —pregunta ella, divertida.
Río con ganas y propino una torpe patadita que me libera de la mano prensil. Me inclino todo lo que las correas de sujeción me permiten y observo la mano de mamá —ostensiblemente alejada de Boo—, que tantea ahora el suelo del coche. Quiero decir algo para guiarla en la dirección correcta, pero mi atención se centra en la exploración. Los dedos de mamá se asemejan a una araña blanca y enorme que despiertan en mí una curiosidad inusitada, como el reflejo de mi gorro en la ventanilla instantes atrás. De pronto advierto con regocijo que se lanzan en la dirección correcta: la gran araña avanza con paso lento y decidido en pos de su presa. Mamá debe inclinarse todavía más, para lo cual reduce la velocidad del coche y se las arregla para mantener la línea de vista sobre el salpicadero. Emite un quejido cuando hace el último esfuerzo y finalmente su dedo índice se posa sobre una de las orejas de Boo. Sin embargo, aun en mi precario entendimiento de la situación, sé que aquello no es suficiente. El dedo de mamá rasca el suelo del coche intentando tirar de aquel trozo de tela, pero no lo consigue.
—Boo —digo en un susurro ahogado. Quiero explicar que no lo necesito, que puedo esperar hasta llegar a casa para recuperarlo, pero solo soy capaz de repetir su nombre.
Y entonces sucede algo que activa en mí un mecanismo instintivo, un miedo visceral hace que mi cuerpecito rollizo tiemble como una hoja otoñal ante una ráfaga helada. Es la misma sensación que me genera la oscuridad, o la soledad, pero acentuada. Mamá se ha inclinado más de la cuenta y ha perdido el contacto visual con la carretera. Su mano se cierne sobre Boo, al que apresa con determinación, y eso hace que el Pinto zigzaguee peligrosamente.
Abro los ojos al máximo. Mi vista se clava en el espejo retrovisor. El rosario se sacude violentamente.
Tras una vacilación, mamá hace que su mano, que finalmente ha conseguido capturar a Boo, regrese al asiento delantero con la velocidad de una serpiente. Su silueta se endereza con un movimiento rápido y vuelve a aferrar el volante con las dos manos. El Pinto recupera el rumbo ayudado por una corta aceleración. Vuelvo a respirar con normalidad. La lluvia sigue arreciando, los truenos se quejan en la distancia y la chapa del techo bulle en un crepitar de picotazos, pero en el interior del Pinto la sensación de peligro comienza a desvanecerse.
Mamá se vuelve, ensayando una sonrisa tranquilizadora, y me extiende a mi oso de peluche, al que acojo en mi pecho. Nuestras miradas se conectan. Es en esos momentos cuando no importa que apenas pueda pronunciar unas pocas palabras, porque todo queda dicho con ese poder telepático que comparten las madres con sus bebés. Su sonrisa se ensancha. «Mamá es hermosa», pienso, y me detengo en su rostro terso, de ojos grandes, mentón afilado y pómulos rosados; en su espesa cabellera rojiza. Cada detalle se graba a fuego en mi mente para poder reproducirse más tarde…, en sueños.
Es entonces cuando el parabrisas del Pinto se convierte en una bola de luz. Un golpe monstruoso en uno de los laterales hace que el coche salga despedido hacia un costado con violencia, como desplazado por el manotazo desinteresado de un gigante. La carrocería gira sobre un eje imaginario y surca la noche cruzando el carril contrario. La luz cegadora es reemplazada por una masa oscura de ramas y troncos gruesos que rotan frente al parabrisas hasta quedar cabeza abajo. Inmediatamente siento la presión de las correas de sujeción de mi silla, aplastándome el pecho, y Boo se escabulle de mis manos. Mamá grita. Su cuerpo se sacude hacia uno y otro lado. Se produce un instante de expectación mientras el Pinto nuevo, que mamá ha comprado con un plan de pagos casi inaccesible —un esfuerzo titánico para una madre soltera que se gana la vida como enfermera—, corta el aire describiendo un tirabuzón y se incrusta en un roble comprimiéndose como una lata de refresco. La inercia hace que la carrocería dé un medio giro adicional y el techo se hunda al dar de lleno en otro árbol.
Todo ha sucedido a una velocidad asombrosa. El silencio que sucede al accidente es tan profundo que la lluvia y los truenos tardan en volver a hacerse oír.
Al principio no veo nada. Parpadeo una y otra vez sin otro resultado que una negrura absoluta. El gorjeo de la tormenta es mi único nexo con la realidad. Cuando intento moverme, las correas me lo impiden. Descubro con horror que ni siquiera puedo gritar o romper en llanto; apenas hincho el pecho, un insoportable ardor me hace callar. Finalmente sacudo la cabeza, como minutos atrás lo hiciera con alegría para maniobrar mi velero imaginario, pero ahora con el único propósito de liberarme de la aterradora capucha de oscuridad. Entonces mi frente choca con algo. Decido permanecer inmóvil mientras los contornos comienzan a bosquejarse. Lo que tengo delante es una gran abolladura del techo que forma una curva milagrosa sobre mi cuerpo. Mamá debe de estar al otro lado, razono con desesperación. No puedo oírla, pero debe de estar allí.
El coche descansa sobre uno de sus lados, pero mi silla sigue afirmada en el centro del asiento trasero. Moverse en semejante posición, con el techo a escasos centímetros y las correas ejerciendo presión, resulta imposible. Estiro el cuello todo lo que puedo, hasta que mis ojos están muy cerca de la chapa, y así logro divisar el espacio entre los dos asientos delanteros. Lo que veo me hiela el corazón.
El rostro de mamá se ha convertido en un globo blanco de ojos inexpresivos atrapado en una telaraña roja. Su mirada vacía me atraviesa.
—Mami —musito con un hilo de voz.
No puedo dejar de mirarla. El cuello me duele a causa de la posición pero no puedo apartar mis ojos del único ser querido que tengo en el mundo.
En algún momento pierdo el conocimiento, o eso creo.
No sé cuánto tiempo después, escucho un forcejeo al otro lado de la abolladura. Intento gritar pero el dolor en el pecho me silencia.
El cuerpo de mamá es arrastrado. Su rostro ensangrentado desaparece.
Alguien se la ha llevado.
Alguien… o algo.