A continuación se generó una discusión entre Orson y los demás, aunque más justo sería decir que se trató de una serie de diatribas del grandullón con tibias objeciones por parte de los otros. Lo bueno fue que durante esos minutos se olvidaron de mí, que retorciéndome junto a las raíces del árbol era cualquier cosa menos una amenaza. Levantarme y correr ni siquiera se me cruzó por la cabeza; demasiado tenía con contener las ráfagas de dolor producto de la caída.
—¿Y Pompeo? ¿Dónde está? —preguntaba Mark.
—Me importa una mierda Pompeo —le espetó Orson con frialdad—. Largaos.
—Orson, tengo que ajustar cuentas con él —se quejó Mark.
—No me has oído, capullo. ¡Largo!
Abrí un ojo y examiné el cuadro de situación. Orson estaba de espaldas, los otros tres de frente. Justo en ese instante, Jonathan me lanzaba una mirada preocupada. El rostro de Mark estaba completamente transformado ante el cambio en el temperamento de Orson.
Bienvenido al club.
—Orson, tú y yo somos amigos y… —dijo Mark con su habitual lentitud para comprender las cosas.
—¡Basta!
Orson dio un paso desafiante y sostuvo un puño en alto. El movimiento fue sutil. La reacción exagerada de Jonathan para cubrirse con el antebrazo resultó cómica.
—Oye, Mark —dijo Orson, suavizándose un poco, aunque a mí no me engañó ni por un segundo. Conocía perfectamente el timbre de su voz manipuladora—. Tengo que arreglar unos asuntos con Jackson, a solas. Sé que tú y el chico Pompeo tenéis asuntos pendientes, pero él no está aquí.
—Lo entiendo —dijo Mark.
—Así que mejor os largáis, ¿vale?
—¿Qué vas a hacerle? —se atrevió a preguntar Jonathan.
Orson se volvió para mirarlo y adiviné su expresión al ver cómo Jonathan retrocedía un paso vacilante.
—A ti qué te importa, cara de culo. A lo mejor quieres quedarte para que te viole también, ¿es eso?
También.
Steve no se resistió esta vez y festejó la gracia.
Orson fijó su atención en Mark Petrie, que todavía seguía un poco desconcertado por los cambios de su amigo. Me pregunté vagamente si sabría las razones por las que Orson había sido recluido en Fairfax. Jonathan desde luego no lo sabía, porque de otro modo no estaría con ellos en ese momento. Intenté mantener contacto visual con él, aunque desde el suelo se hacía difícil, especialmente porque Jonathan estaba aterrorizado y su mirada vagaba perdida. Pero lo cierto es que si ellos se iban, nuestras posibilidades de salir indemnes de aquella situación eran mínimas. Quién sabe lo que Orson tenía reservado para mí, pergeñado en sus horas de encierro en el internado.
—Mark, quiero decirte algo. —Orson se acercó y le habló en tono confidente, apoyando una mano en su hombro en un gesto de confianza—. Necesito que os vayáis por aquella dirección.
Señaló en dirección opuesta al arroyo.
—Pero será más complicado llegar con esta oscuridad —se quejó Mark.
—Lo sé, amigo, pero la putita millonaria se ha ido en esa dirección. ¿Por qué no la encontráis y le dais un buen susto?
Emitió una risita sutil.
—¿Cómo sabes que se ha ido en esa dirección?
—Lo sé, Mark. Punto. —Orson le quitó la mano del hombro.
—Vamos a buscarla —dijo Steve.
Regresar a pie hasta la ciudad sin la ayuda del arroyo e internándose en el bosque en plena noche podía llevarles, en el mejor de los casos, unos cuarenta minutos. Si la suerte no los acompañaba, vagarían sin rumbo hasta caer rendidos. Orson lo sabía.
Mark finalmente aceptó marcharse. Jonathan me lanzó una última mirada desesperada que creí entender.
Resiste.
—¡Ten cuidado con ese marica, Mark! —gritó Orson cuando se alejaban, en clara alusión a Jonathan—. No confíes en él. Seguro que vio cuándo la putita se marchaba y os guió en la dirección equivocada.
Mark lo miró por encima del hombro y asintió. La perspicacia de Orson me puso los pelos de punta. Era asombroso cómo detrás de aquel chico bruto se escondía esa agudeza diabólica. Cuando se volvió, pude apreciar en sus ojos ese brillo despiadado que se dejaba ver de tanto en tanto.
—Por fin estamos a solas. —Se acercó y plantó sus pies muy cerca de mí.
Una de sus botas con puntera de acero prácticamente rozó mi nariz. El olor del cuero y la hierba húmeda se mezcló con la sangre del labio. Me pasé la lengua, consciente de que lo había estado haciendo sin parar durante los últimos minutos.
Durante un segundo tuve la convicción de que me asestaría otro puntapié como en la casa del árbol, pero en su lugar se alejó, retrocediendo lentamente. Cuatro, cinco metros.
¿Qué hace?
Se sentó en el suelo, con las piernas abiertas, los brazos estirados hacia atrás. Supuse que buscaba darme una aparente ventaja para escapar, regocijarse al verme ponerme de pie y darme alcance con facilidad, y lo cierto es que intenté incorporarme, pero el dolor seguía siendo demasiado intenso. La entrepierna me ardía como si un río de lava hirviente la recorriera. Donde me había asestado el golpe con su bota sentía ahora como si un pájaro carpintero me diera un picotazo tras otro.
—Hay una cosa que quiero saber antes —dijo Orson.
No le preguntes antes de qué. Es lo que él quiere.
—¿Antes de qué?
—De violarte —dijo él—. Por supuesto.
Su cuerpo era una forma oscura. Un escurridizo rayo lunar trazaba una medialuna celeste en su rostro, que en ese momento esbozaba una sonrisa tétrica.
—¿Qué quieres saber? —dije en voz baja.
—Es algo que me he preguntado todo este tiempo mientras estaba en ese nido de ratas de Fairfax. No he dejado de pensarlo un segundo, porque no puedo entenderlo.
El tono de su voz se fue volviendo cada vez más grave. Hablaba con un resentimiento que no le había visto nunca. Se inclinó ligeramente de costado, estiró uno de sus brazos…
Pareció que buscaba algo en el suelo, hasta que el movimiento de su brazo se desató, con la velocidad de un latigazo. Una sombra creció ante mis ojos hasta ceguecerme, cuando la piña que había lanzado me dio de lleno en el rostro.
Dejé escapar un grito de sorpresa.
La piña me impactó en el labio, que ardió como si me lo hubieran quemado con un mechero.
—En Fairfax era el mejor lanzador, de lejos —se vanaglorió Orson—. Como te imaginarás, no hay muchas cosas que hacer, encerrado todo el día, así que piensas. Piensas en cómo ser libre otra vez, pero también en las cosas en las que te has equivocado, para no cometer los mismos errores de nuevo, ¿me entiendes?
—¿Puedo sentarme?
—¿Puedes?
—Puedo intentarlo.
—Inténtalo entonces.
Apoyé los brazos en la tierra y me incorporé; la pierna se me había adormecido. Con dificultad logré sentarme. Orson aprovechó para agarrar otra piña que tenía en las inmediaciones, lo que hizo que yo instintivamente me cubriera la cabeza con los brazos.
Pero el disparo no llegó esta vez, por supuesto. Orson jugueteó con la piña lanzándola hacia arriba apenas unos centímetros y atrapándola al caer. Quería que supiera que estaba en condiciones de realizar un segundo lanzamiento en cualquier momento. Entonces, me di cuenta de una cosa. Durante la caída desde el abeto había perdido la gargantilla de Miranda. Eché un vistazo a mi alrededor pero no la vi.
—¿Qué buscas?
—Nada.
—¿Se te ha perdido algún diente? —dijo Orson, y festejó su propia gracia con una risotada que no tenía nada que envidiar a las de Steve.
Olvídate de la gargantilla.
Tenía que lograr que nos alejáramos del árbol. Era la única manera de que Miranda pudiera escapar.
—¿Qué es eso que quieres saber?
—¿Cómo disteis con la película de Marvin French? —preguntó Orson sin rodeos.
—Estaba guardada en una estantería, en un cuarto en desuso.
—No me refiero al sitio donde estaba guardada, sino a cómo se os ocurrió buscarla. Le he dado vueltas y no logro entenderlo.
Me pregunté qué importancia podía tener para él cómo dimos con la película, pero a juzgar por la expresión de Orson parecía que mucha. Supongo que para alguien que lleva la manipulación a flor de piel, era desesperante cuando la padecía en carne propia.
—Mi amigo Billy se dio cuenta, buscó en la biblioteca la relación entre vosotros.
—Pero ¡¿por qué lo hizo?! —gritó Orson.
Entendí a qué se refería. A Orson lo trastornaba la conexión entre él y French.
—Sabíamos cuál era el apellido de tu familia adoptiva —dije.
Orson no respondió. Masticaba su odio como si fuese algo palpable.
Entonces, el mundo se oscureció.
Dejé escapar otro grito.
—¡Hijo de puta! —le espeté. La piña me golpeó de lleno en el rostro. Esta vez ni siquiera la había visto venir.
—Cállate o la próxima te la meteré en el culo —bramó—. No debisteis entrometeros. Hoy te tocará a ti. Después buscaré a Pompeo y lo moleré a golpes, a ver si sigue teniendo ganas de hacerse el listillo.
Apenas fui consciente de sus palabras. Sentía como si un desatascador invisible me succionara el rostro una y otra vez. Me llevé la mano al párpado derecho y comprobé que tenía un corte sangrante.
Orson se puso de pie.
Temí que siguiera con las patadas. Me encogí instintivamente como un ovillo, la cabeza entre las rodillas.
No sucedió nada durante un par de segundos, tiempo más que suficiente para que Orson recorriera la distancia que nos separaba, pero podía oírlo, muy cerca. Me permití levantar la cabeza y mirarlo un instante, justo cuando terminaba de desabrocharse el cinturón y se bajaba los pantalones hasta los tobillos.
Su miembro erecto estaba a menos de veinte centímetros de mi rostro.
El miedo fue tan atroz que no pude hacer otra cosa que volver a esconder la cabeza.
Ahora, ¡escapa! Tiene los pantalones bajados, no podrá darte alcance.
Pero una cosa era pensarlo y otra muy distinta ponerlo en práctica. A pesar de la hinchazón del labio apreté mi boca contra las rodillas con tal fuerza que el dolor se hizo insoportable. El dolor era preferible al miedo. No recuerdo haber sentido tanto en toda mi vida. Entonces, la manaza de Orson me agarró del cabello y tiró primero hacia arriba y luego hacia atrás. Abrí los ojos justo a tiempo para ver cómo Orson extraía algo del bolsillo de su camisa. Lo sostuvo cerca de mi rostro. Era una navaja. Hizo que la hoja larga se desplegara ante mis ojos con un sonido metálico. Intenté apartarme pero la otra mano me aferraba el cabello con fuerza.
—Si me muerdes, te la clavo en un ojo, ¿entiendes?
Balbuceé una respuesta afirmativa mientras las lágrimas brotaban sin que pudiera contenerlas más. Orson sostenía mi cabeza con una mano y la navaja con la otra. Su miembro asomaba entre los faldones de la camisa, vivo, amenazante y monstruoso. Hubo un momento de expectación hasta que se produjo el primer embate. El movimiento brusco me tomó por sorpresa y dejé escapar un grito que fue ahogado por Orson al invadir mi boca. Una arcada hizo que corcoveara. Orson tiró de mi cabeza hacia atrás en el preciso instante en que un torrente de vómito caliente brotaba de mi boca como la lava de un volcán. Intenté contenerlo inclinando la cabeza, cosa que Orson permitió, aunque sin soltarme, y lo logré en parte. El caldo maloliente inundó mi boca haciendo que chorreara por las comisuras de mis labios. Me incliné, esta vez hacia delante, y el vómito cayó a la tierra, aunque una parte regresó a mi garganta y se deslizó con pesadez; trozos de comida a medio digerir y una estela de acidez hicieron que me estremeciera.
Abrí la boca para tomar una desesperada bocanada de aire; pensé que el desafortunado accidente aplacaría la furia animal de Orson, pero no fue así. Apenas sorbí un poco de olor a bosque cuando Orson volvió a arremeter con sus sacudidas, esta vez moviendo también mi cabeza con su mano izquierda. Todo sucedía tan rápido que no podía pensar qué hacer, si acaso había algo que yo podía hacer para frenar esa locura. Mi lengua no encontraba espacios mientras aquel émbolo implacable seguía machacando el fondo de mi garganta; la navaja flotaba cerca de mi rostro, cada tanto reflejando la luna perdida; el picante del vómito seguía presente; pequeñas arcadas se repetían cada vez con mayor frecuencia; Orson mascullaba groserías en medio de sus jadeos lujuriosos. Lo único que recuerdo haber pensado en ese momento de frenesí y vértigo fue en Miranda.
Por Dios, que no esté viendo esto. Que siga en la copa del árbol o haya escapado. Por favor por favor por favor por…
Cuando se produjo la segunda convulsión fuerte, otra vez Orson tuvo el tino de apartarse justo a tiempo. Esta vez expulsé un torrente tostado, más líquido que el anterior. Mientras yo hacía todo lo posible por respirar un poco de aire fresco supe que aquello desataría la ira inmediata de Orson, sin embargo, por alguna razón que solo es posible atribuir a una mente enferma él pareció exacerbar su regocijo. Lo observé con desesperación, vi en sus ojos el deseo ardiente, más presente que nunca.
Tras un par de minutos de sacudidas frenéticas retrocedió, siempre sin soltarme el cabello y con la polla dura como el mango de una sartén, mientras reía y sorbía saliva sonoramente, gruñendo como un animal desbocado. Aparté la vista todo lo que pude, a la espera de que en cualquier momento el ataque se repitiera, cuando un rayo milagroso de luz de luna hizo que un punto resplandeciera en la tierra, muy cerca de donde yo estaba.
La gargantilla.
En ese segundo todo lo que me importaba era recuperarla. Creí que si me estiraba un poco podría agarrarla, pero supe que no podría intentarlo con Orson mirándome como lo hacía ahora, con ojos dementes, cargados de lujuria pero atentos a todo.
Cuando la tercera arremetida tuvo lugar, tan o más feroz que la anterior, me las arreglé para ordenarle a mi mano que palpara la tierra a mi alrededor en busca de la gargantilla. Al principio no di con ella, lo cual me aterró porque creía estar explorando el sitio exacto donde la había visto, pero rápidamente mis dedos se toparon con el delicado metal entrelazado de la cadena y la aferré en mi mano con fuerza, como un talismán.
Los hombres diamante nos protegerán.
La sensación de paz fue inmediata. Orson debió de advertirlo, porque sus movimientos se volvieron todavía más violentos. «No puede doblegarme», pensé. No importaba que Orson tuviera la fuerza de Goliat. Yo tenía la gargantilla.
Había dejado de llorar.
—¿Qué mierda te pasa? —rugió, y retrocedió un paso.
Le devolví una mirada desafiante. Me imaginé allí, sonriendo con restos de vómito en la comisura de los labios y supe que debí ofrecer un aspecto bastante desquiciado.
—¡Bájate los pantalones! —ordenó.
Apreté el puño con más fuerza.
Orson se terminó de quitar el suyo a toda velocidad.
—¡Ahora! —me gritó, blandiendo la navaja.
Comencé a quitármelos lentamente, no para fastidiarlo, sino a causa del dolor en la pierna izquierda. Orson se apartó un par de metros y me observó.
Un ruido en la copa del árbol atrajo su atención.
—¿Qué mierda…?
Y fue entonces cuando se desplomó.
La pesada caja de música lo golpeó de lleno en la cabeza como una bala de cañón. Un par de acordes circenses coronaron el impacto. El cuerpo de Orson cayó como un saco de patatas hacia un lado, sus ojos en blanco. La navaja describió un arco y cayó en la tierra a medio metro de donde yo estaba. Sin pensarlo dos veces la agarré, aunque Orson estaba completamente quieto. Su rostro había quedado vuelto hacia mí. Una cinta de sangre asomó por debajo de su cabello y cruzó su frente, el párpado y la mejilla.
Alcé la cabeza.
En la copa oscura del abeto divisé a Miranda, de pie sobre una rama gruesa, justo encima del sitio donde yacía Orson. Volví a observar al gigante abatido, todavía inmóvil.
Se levantará. Como en las películas.
No le podía quitar los ojos de encima. Sostenía la gargantilla en una mano y la navaja en la otra, incapaz de decidir cuál soltar para abrocharme los pantalones.
Si Orson se levantaba de golpe y me saltaba encima, le clavaría la navaja. Solo necesitaba una excusa.
¡Muévete!
Pero no se movió.
Unos segundos después, Miranda se acercaba hasta donde yo estaba. Atiné a limpiarme el vómito del rostro con mi camiseta antes de que llegara a mi lado.
—No pude dejarla caer antes —dijo Miranda—, fue difícil bajar con semejante peso, y además estabais demasiado cerca. ¿Te encuentras bien?
Asentí.
No podía quitar los ojos de Orson, pero durante un instante le dediqué a Miranda una mirada desesperada. Extendí mi brazo y abrí la mano. Ella sonrió al ver la gargantilla de Les Enfants.
Miranda señaló la sangre que manchaba mis piernas.
Un instante después nos pusimos a reír.