Los cuatro se arremolinaron al pie del abeto como perros de presa.
—¡Están allí arriba! —decía Mark.
—¿Dónde? —preguntaba Jonathan—. Yo no veo nada.
—¡Claro que no ves nada! Tú dijiste que los habías visto en la dirección contraria. Mi vista es la de un lince. Están en…
—¡Callaos! —gritó Orson—. Dejadme oír.
Miranda se había arrodillado y otra vez me abrazaba con fuerza. Yo la estreché a su vez, pero en mi caso el pánico no había ganado terreno todavía. Sentía furia. Furia por la estupidez que acababa de cometer, por transformar una situación absolutamente controlada en otra a punto de costarnos el pellejo. Cuanto más lo pensaba, más me enfurecía, en especial porque Miranda estaba en el medio; y si había alguien que no merecía pasar por esa situación era ella.
¡Maldita sea!
Todo por mi culpa.
—Miranda, escúchame bien —dije, aunque por su expresión no sé hasta qué punto entendía lo que le decía—. Debes subir un poco más alto, ¿entiendes? Trepa por esa rama y colócate en el otro lado del tronco. Si suben, no quiero que te vean.
El vozarrón de Orson me interrumpió.
—¡Jackson, estás ahí arriba! Voy a matarte, ¿me oyes?
No le hice caso.
—Miranda, debes trepar ya mismo —repetí.
Ella me miraba con ojos desconsolados.
—¿Tú qué harás? —dijo todavía sin soltarme.
—Intentaré hacer que se alejen del árbol. —No tenía sentido mentirle.
Con todo el dolor del alma me deshice de su abrazo y la conduje con suavidad hasta el tronco.
—Es sencillo —la animé—. Son unas pocas ramas. Y recuerda, colócate en el otro lado. Ocúltate detrás del tronco.
Miranda apoyó un pie en el pretil de madera y me lanzó una mirada de súplica.
—No me dejes aquí sola, Sam, por favor —me dijo antes de ponerse en movimiento.
—No lo haré.
Dudó un segundo. Se quitó la gargantilla con presteza y la sostuvo frente a mi rostro.
—No la sueltes —dijo con suma seriedad—. Los hombres diamante nos protegerán.
Abrí la mano y dejé que ella dejara caer la gargantilla sobre mi palma. La aferré con fuerza.
—Haré todo lo posible para alejar a Orson del abeto —expliqué—. Cuando eso suceda, baja y ve a pedir ayuda.
Miranda asintió.
Otra amenaza flotó hasta la copa del árbol.
—¡Voy a prender fuego a este puto árbol si es necesario!
Mark y Steve lo celebraron con aullidos y risas. Sopesé la posibilidad de responder, pero no se me ocurrió qué. Azuzar a Orson no haría más que complicar las cosas. El miedo empezaba a ganar terreno y sabía que no podía permitírmelo. El miedo era paralizante. Y si había algo que necesitaba en ese momento era pensar con lucidez. De cualquier forma no parecía haber muchas alternativas.
—¡Subidme! —ordenó Orson a sus amigotes.
Miranda todavía no había conseguido trepar lo suficiente.
No podía ver lo que sucedía abajo, pero imaginé que en ese momento, Mark y los demás estarían levantando a Orson para que alcanzara la primera rama. Él no necesitaría improvisar una escalera. Sentí un escalofrío al pensar que en ese instante Orson Powell podía estar en el abeto, pasando de una rama a la otra como un orangután. Me asomé por la abertura en la plataforma y forcé la vista para penetrar aquella oscuridad. El corazón me dio un vuelco. Orson no solo había logrado trepar al árbol, sino que ya había escalado casi la mitad de la altura. En ese momento se aferraba al tronco con su brazo poderoso, como King Kong al Empire State, y giraba su voluminoso cuerpo con admirable destreza. Me puse de pie como un resorte. Miranda ya había conseguido superar una rama difícil e intentaba alcanzar la siguiente. Por suerte casi estaba en el otro lado del árbol, donde quedaría oculta si Orson llegaba a la plataforma, cosa que sucedería de un momento a otro.
Con resignación, me ubiqué en un rincón, me abracé las rodillas y esperé. Menos de un minuto después, una sombra monumental surgía en la plataforma.
—¿Dónde está tu amiguita? —disparó.
—¿Qué amiguita?
La respuesta llegó en forma de patada. De una zancada, Orson llegó a mi lado y me asestó un golpe en el muslo izquierdo. Aunque fue doloroso, supe que Orson no había empleado ni un diez por ciento de su fuerza. Alcé la cabeza para poder mirarlo a los ojos y evaluar la mejor manera de actuar. No sé si fue fruto de mi desesperación o qué diablos, pero en un mes Orson parecía haber crecido veinte centímetros. Además tenía puestos unos vaqueros y una camisa muy holgados que lo hacían parecer todavía más grande de lo que era.
—Miranda ha ido a buscar ayuda —dije.
Orson había visto nuestras bicicletas, así que sabía que éramos solo Miranda y yo, pero creía que le podía colar esa mentira.
—¿A pie? —preguntó, examinándome desde la cima de la montaña que era su cuerpo.
—Sí.
—¿Por qué no has ido con ella?
Era el momento de jugar la única carta que tenía.
—No podía cargar con eso sin mi bicicleta —dije, señalando la caja de música. Mi voz no tembló. Hasta el momento llevaba la presencia de Orson con bastante decencia.
—¿Qué mierda es? —Tocó la caja de metal con la punta de su bota, la misma con la que me había propinado el puntapié.
—Una caja de música.
Orson la empujó con el pie. No llegó a ser una patada pero sí consiguió arrancarle algunos acordes. No supe si mi explicación lo había convencido pero se desentendió rápidamente de la caja de música, lo cual era un buen comienzo. Se inclinó hacia mí y me sostuvo el mentón con los dedos. Hizo que lo mirara a los ojos.
—Ahora vas a bajar de este puto árbol para que podamos conversar, tú y yo, ¿me has entendido?
Él se encargó de mover mi mentón de arriba hacia abajo.
—Así me gusta —dijo, complacido.
Durante el descenso experimenté una mezcla de alivio y terror. Alivio porque Orson no había descubierto la presencia de Miranda, que se las había arreglado para permanecer todo ese tiempo en silencio, oculta detrás del tronco, un par de metros más arriba. Y terror porque a pesar de conocer la disposición de las ramas de aquel abeto de memoria, esa noche mis pies no atinaban a apoyarse en ellas, mis manos resbalaban por las sogas, y no era solo por la oscuridad, no, señor, la razón tenía nombre y apellido y venía detrás de mí, propinándome empujones para que me diera prisa, mascullando cosas con odio. Pero lo peor vino al final, cuando llegué a la última rama, más de dos metros por encima del nivel del suelo. Me volví para pedirle a Orson que me ayudara a acomodar la escalera pero su vozarrón me interrumpió.
—¡Baja!
Intentaba explicarle que de ninguna manera iba a saltar desde esa altura, que normalmente…
Y entonces, me empujó. Apoyó su mano en mi espalda y estiró el brazo lenta pero decididamente, como una prensa para basura. Tuve un segundo para mirar hacia abajo y ver cómo los tres rostros se apartaban en direcciones opuestas al advertir la maniobra, luego agité los brazos con desesperación intentando mantener la verticalidad, cosa que logré a medias, y finalmente acompasar la caída con las piernas, lo cual, claro está, no sirvió para nada.
Hubo una fracción de segundo en la que me permití fantasear con un aterrizaje sin problemas, como si hubiera saltado desde una silla y no desde un árbol. Pero la ilusión se esfumó pronto; en cuanto toqué el suelo, mis piernas retrocedieron con la explosividad de dos pistones. Sentí un desgarro horrible en la entrepierna, e inmediatamente después la rodilla derecha me partió la boca. Caí de costado, debatiéndome a causa del dolor en el vientre y en el rostro. Saqué la lengua solo para probar el gusto metálico de la sangre. El labio inferior, que había sido aprisionado entre dientes y rodilla, comenzó a hincharse casi de inmediato.
Abrí los ojos, todavía en el suelo, justo para ver cómo Orson se colgaba de la misma rama desde la que me había empujado y se dejaba caer. Decididamente había crecido en las últimas semanas, pensé, mientras me seguían llegando llamadas de alerta desde la entrepierna. Sentía un dolor pulsante, una brasa al rojo vivo.
¡Dios, qué dolor más horrible!