30

Desperté a las siete y salté de la cama. Permanecí de pie rascándome la cabeza, concediéndole a mi cerebro un segundo para recordar qué era aquello tan importante que había programado mi reloj biológico a semejantes horas.

El silencio era absoluto.

No llovía.

Me lancé hacia la ventana y corrí la cortina de un manotazo. Rex, que seguramente captó movimientos extraños en mi habitación, me observaba desde el otro lado con su semblante de perro adusto, pero enseguida mi atención se fijó en el cielo, totalmente despejado. Esbocé una sonrisa amplia y me puse a dar saltitos de felicidad.

Mientras me vestía escuché que Amanda bajaba de su habitación e iba a la cocina. Decidí que podía disponer de unos minutos para desayunar con ella y eso hice. Le dije que pasaría la mañana en casa de los Meyer y almorzaría con ellos, lo cual era cierto en parte, y que después iría al bosque, lo cual era cierto del todo. Fui al granero en busca de mi bicicleta respirando el aire límpido de la mañana. Rex celebró mi presencia dando vueltas a mi alrededor y empujándome con su cabezota para jugar con él.

—Ahora no, Rex —le dije mientras lo acariciaba—. Hoy voy a pasar el día con la chica más bonita del mundo.

Me avergoncé de solo expresarlo en voz alta. Era la primera vez que decía algo así. El perro pareció entender la gravedad del asunto porque sacó su lengua rosada y me miró con expresión consternada. Monté en mi bicicleta y comencé a pedalear. La tierra estaba húmeda, había algunos charcos, pero el sol se encargaría de evaporarlos para la tarde.

Todo sería perfecto, pensé.