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Los tres días siguientes fueron grises, con el sol asomando a ratos y una brisa intermitente que presagiaba lo que finalmente sucedió el jueves, cuando una tropilla de nubes negras trajo consigo una tormenta de proporciones épicas. Días como aquellos se hacían especialmente largos en la granja. La casa era grande, pero cuando se convive con quince personas, la mayoría niños en edad escolar acostumbrados a pasar el día al aire libre, el aburrimiento se convierte en una amenaza constante que a la larga termina llevándose a unos cuantos a su trinchera de horas eternas. La lectura era mi pasatiempo por excelencia y Amanda permitía un poco más de flexibilidad con la televisión si veíamos programas como La Casa de la Pradera, pero en algún momento las opciones terminaban agotándose.

Decidí pasar el rato en el granero. Allí ya estaban Mathilda, Milli, Tweety y Randy; todos ellos habían sido autorizados a salir de la casa bajo promesa de secarse en el porche y limpiarse los zapatos al regresar.

En el granero las opciones de esparcimiento no eran muchas, pero el cambio de aire ayudaba a matar las horas. Jugamos a las cartas y conversamos, mientras la lluvia azotaba la construcción de madera sin darle un instante de tregua. Tras una hora de juegos y convivencia pacífica con Mathilda —hecho que a nadie le pasó inadvertido— subí al altillo y me recosté en un fardo de heno. El griterío ocasional de mis hermanos no impidió que pudiera pensar en todo lo vivido en las últimas semanas.

Entre las pocas certezas que dejó nuestra aventura detectivesca, una en especial me inquietaba. Era la convicción de que los Matheson se marcharían de Carnival Falls en muy poco tiempo. En ese momento, mientras las ráfagas de viento vencían la protección del alero y el agua me salpicaba, decidí lo que haría al día siguiente. Me puse de pie y caminé hasta la ventana. Me asomé y alcé el rostro al cielo, una sopa negra en plena ebullición, y dejé que la lluvia me empapara mientras suplicaba en voz baja. Por favor, para de llover. Por favor. Al día siguiente, Billy iría a la fiesta de cumpleaños de uno de sus hermanos; era la circunstancia perfecta para estar a solas con Miranda. En diez días comenzarían las clases y difícilmente se repetiría otra oportunidad como la que se me presentaba.