25

El plan de Billy era condenadamente bueno. Sin embargo, una vez que lo pusimos en práctica, cuando ya era demasiado tarde para volver atrás, tuve la certeza de que íbamos camino de una fatalidad. No había una luz al final de aquella locura, sino castigos inimaginables. Me hallaba en la galería secreta de la mansión de los Matheson, esperando. Durante los últimos veinte minutos no había intentado otra cosa que pensar en lo cerca que podíamos estar de hallar la última respuesta —la definitiva—, pero mis pensamientos se torcían una y otra vez hacia la oscuridad que me envolvía y empezaba a tener miedo.

A esas alturas, Billy ya habría dado el pistoletazo de salida. Su parte era la más delicada de todas, porque si corríamos algún riesgo, era en ese momento del plan. Mi amigo se presentaría en casa de Patrick con alguna excusa. Su tío tenía la costumbre de ausentarse una hora y media de la ferretería para almorzar y dormir una breve siesta. Exactamente a las dos de la tarde, Miranda llamaría por teléfono a la casa de Patrick y Billy se aseguraría de estar cerca del teléfono para responder. Esa llamada tendría como propósito confirmar que Preston Matheson ya se había encerrado en su despacho como hacía todas las tardes, pero Billy le transmitiría a Patrick un mensaje totalmente diferente. Le diría que había llamado un hombre que dijo ser Preston Matheson —aunque a él no le había parecido su voz en absoluto, agregaría—, que necesitaba verlo en su casa y que fuera allí de inmediato.

En mis manos tenía la linterna de Miranda, pero no la encendí. Ni siquiera me apetecía observar por la mirilla a Preston Matheson, que estaba a solas en el despacho desde hacía un rato. Lo había hecho al principio, pero en dos o tres ocasiones el hombre había alzado la cabeza sin razón aparente, apartando la vista de un vaso y una botella de whisky que parecían hechizarlo, y yo no podía dejar de pensar que en cualquier momento se fijaría en los rostros de piedra y me descubriría. Preferí dejarlo estar. Era mejor pensar que en ese momento Patrick ya habría recibido el falso recado de Preston y estaría en camino. Billy nos había asegurado que su tío jamás sospecharía de él, precisamente porque sería el propio Billy el que le advertiría de que la voz no le había parecido la del señor Matheson, sino la de un impostor. Esa era la genialidad del plan, nos había explicado sin una gota de modestia. Cuando los hombres se encontraran y se dieran cuenta de que alguien los había engañado, Patrick recordaría el comentario de su sobrino y lo liberaría de toda sospecha.

En la soledad de la galería, pensé que si Billy actuaba con total naturalidad, no habría problemas. En aquella época no había identificación de llamadas ni registros en los recibos telefónicos, de manera que Patrick nunca podría demostrar la procedencia de esa llamada. A lo sumo todo moriría en una tibia duda.

El papel que tenía Miranda también era importante. Ella sería la encargada de recibir a Patrick en la casa y conducirlo al despacho. Si alguno de los criados lo hacía en su lugar, seguro que consultaría a Preston antes de permitirle la entrada, lo cual podía echarlo todo a perder. Nadie en la mansión desconocía que el dueño de la casa había adquirido la preocupante costumbre de beber por las tardes en soledad.

Una vez que Preston y Patrick estuvieran solos, Miranda se encargaría de montar guardia en las proximidades del despacho e impedir que alguien entrara. Si era uno de los criados, podía decirle que creía que su padre y el señor Burton discutían, y eso sería suficiente. En el caso de su madre tendría que inventar algo más original.

De un momento a otro, la puerta del despacho se abriría. Deseaba con toda el alma que la espera terminara, aunque temía lo que podía venir. Empezaba a tener la sensación de que había transcurrido demasiado tiempo, que algo había salido mal, pero en el fondo sabía que era mi ansiedad la que estiraba los minutos. Mejor pensar que de un momento a otro…

Aparecerá el hombre diamante.

… llegaría Patrick.

El hombre diamante.

Allí lo había visto Miranda por primera vez, estirando su brazo y señalando la placa de madera que ocultaba la mirilla. Me había hecho en mi cabeza una representación bastante precisa a partir de las descripciones de Miranda. La visión en el jardín, junto a la fuente, era tan poderosa como si proviniese de un recuerdo propio. Podía ver al hombre diamante en actitud burlona, adoptando la pose del ángel de piedra y…

Un ruido.

Abrí los ojos, solo para encontrarme con más oscuridad. Lo que había escuchado no era la puerta del despacho, sino el tintineo de la botella de whisky al chocar con el vaso. Preston se había servido un trago. Otro más.

Aferré la linterna con las dos manos.

Apenas llegara Patrick, yo entraría en acción. «Tú te llevas la parte más fácil, Sam, solo debes observar», me había dicho Billy. En ese momento dudaba seriamente de que la mía fuera la participación más sencilla. Tenía las palmas de las manos sudorosas y las piernas me temblaban de un modo inexplicable. A medida que se acercaba el momento, más me traicionaban los nervios.

La puerta del despacho se abrió.

Me incorporé. Dejé la linterna en el suelo y me puse de pie. Deslicé la placa de madera. Los dos haces de luz provenientes del despacho hicieron que debiera entrecerrar los ojos.

—¿Qué haces aquí, Patrick? —decía Preston en ese instante.

Experimenté una creciente excitación cuando vi al hombre avanzar hasta el escritorio de Preston.

—Tu paranoia nos va a enterrar —dijo Patrick sin un ápice de humor—. ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme para llamarme a mi casa y pedirme que venga de inmediato?

La transformación en el rostro de Preston Matheson fue instantánea.

—Yo no te he llamado. —El dueño de la casa se puso de pie.

—¿No? —Patrick se quitó el sombrero y lo dejó en alguna parte, no pude ver dónde. Sin esperar invitación acercó al escritorio una de las sillas que estaban contra la pared y se sentó en ella—. Bueno, esto es extraño. Alguien llamó haciéndose pasar por ti entonces.

—¿Y no hablaste con esa persona? —La mirada de Preston denotaba incredulidad.

—No. Mi sobrino recibió el recado. Dijo que viniera aquí de inmediato.

Contuve la respiración. Si había un instante en que podían desenmascararnos, era precisamente ese. Preston se llevó el vaso a la boca pero no bebió, lo sostuvo frente a su rostro e hizo que el líquido girara. No estaba muy borracho, o eso creí. Tras un instante de cavilación pareció olvidarse del mensajero y centrarse en el mensaje.

—Te lo dije —espetó con un dedo acusador. Se dio la vuelta y caminó hasta el mueble con puertas de cristal donde guardaba las bebidas.

—Oye, Preston —se defendió Patrick desde su silla—, reconozco que el otro día cuando me viniste con eso del anónimo no me preocupé demasiado.

—¡Pero te mostré la maldita nota! —respondió Preston mientras llenaba de nuevo su vaso y cogía otro para el recién llegado—. ¿Qué quieres?

—Nada, Preston, por el amor de Dios. ¡No son ni las tres de la tarde!

Preston dejó abiertas las puertas de su arsenal de bebidas.

—Esto es… —sostuvo su vaso en alto, observándolo como a un objeto mágico. Parecía a punto de declarar algo importante, sin embargo terminó la frase con sencillez—: temporal. Cuando pasen estos días de incertidumbre, de peleas constantes con Sara; cuando ella entre en razón…, ya no será necesario.

—Si tú lo dices…

—¿Qué más te dijeron por teléfono?

—Nada más. Solo que viniera aquí, que tú querías verme urgentemente. Anteayer no creía que hubiera alguien interesado en todo esto, pero ahora…

Preston se sentó pesadamente en su sillón. Bebió casi la mitad del vaso y lo dejó sobre el escritorio. Se reclinó y colocó las manos detrás de la cabeza. En su mirada permanecía ese brillo de desconfianza.

—¿Quién quiere joderme, Patrick? —preguntó Preston apretando los labios.

—Tiene que ser el inglés, ya te lo dije.

—Él no sabe lo que sucedió.

—Pero lo intuye, Preston. Cualquiera en su lugar se daría cuenta. Te presentas aquí, no haces otra cosa que hacerte su amigo a la fuerza, le propones hacer negocios juntos y después te interesas por los resultados que expondrá en su estúpida conferencia. ¡El tipo es un fabulador!

—Quién sabe…

—Preston, por favor. La persona que me pediste que enviara a la conferencia, para empezar ya no me habla porque cree que estoy interesado en esa mierda extraterrestre, y segundo, sus anotaciones no se entienden. ¿Sabes por qué?

—Dímelo tú.

—Se lo pregunté, no creas que no. Me dijo que ahogar la risa hacía que su brazo temblara como una puta salchicha. Banks está chiflado. Te lo repito, ¡es él! Haber venido aquí fue un error, te lo dije desde el primer momento. Debiste quedarte en Canadá, tranquilo con tu familia, lejos del circo de ese loco.

Preston observaba a su amigo en silencio, procesando sus palabras, sin parpadear. Patrick hablaba cada vez más deprisa, como si temiera que el silencio lo condenara.

—¿Has visto lo que sucede en las películas? —seguía diciendo Patrick—, eso de que el asesino regresa a la escena del crimen y la policía lo pilla entre la multitud, con cara de yo no he hecho nada, pero más culpable que Nixon. Eso has hecho tú al venir aquí y…

—¡Cállate! —Preston se puso de pie como accionado por un resorte—. No necesito que me repitas lo mismo una y otra vez. Además, ¿desde cuándo sabes tú de negocios? A ver si esa ferretería de mierda te ha nublado el juicio, cowboy. Lo que vine a hacer aquí fue un trato con Banks, ganarme su confianza, y lo conseguí. Hizo lo que yo quería.

Patrick se acomodó en su silla. La tensión se percibía perfectamente desde mi posición en la galería.

—Perdona, Preston —dijo Patrick, incapaz de sostenerle la mirada—. Ha sido un mal ejemplo. Pero… ¿cómo puedes estar completamente seguro?

—Déjame contarte una breve historia. —Preston volvió a sentarse, se terminó el vaso de whisky de un solo trago y adoptó la misma posición de antes—. Mi abuelo vino a este país sin nada, literalmente. Cuando murió, les repartió a cada uno de sus hijos (y tenía quince) unas mil hectáreas. Mi padre construyó esta casa y un imperio millonario. Y yo, aquí como me ves, sentado a las tres de la tarde bebiendo a gusto, he conseguido que el capital de las empresas Matheson se duplicara en los últimos quince años. Está en mi sangre. Los Matheson sabemos rodearnos de las personas adecuadas y hacer buenos negocios. Y también sabemos cuándo nos mienten.

Dicho lo anterior volvió a ponerse de pie, dejando al pobre Patrick temblando como una hoja a juzgar por sus constantes reacomodamientos en la silla. Preston fue hasta el mueble para servirse más whisky. Ahora, sin consultar a su invitado, cogió un segundo vaso y sirvió una buena medida en él. Rodeó el escritorio y se lo entregó a Patrick, que lo aceptó sin decir nada y bebió un poco. Preston se apoyó en el escritorio, ahora del lado de su amigo.

—Oye, Preston, si tú dices que Banks no tiene nada que ver, pues no tiene nada que ver.

—Perfecto.

—Yo estoy de tu parte, siempre lo he estado. Solo quiero ayudarte a desenmascarar a este cabrón.

Preston no le daba tregua, seguía observándolo como a un sospechoso en un interrogatorio.

—Eso es lo que quiero yo también —dijo Preston.

—¿Qué hay de la muchacha? —aventuró Patrick.

—¿Qué much…? ¿Adrianna?

Patrick asintió tímidamente.

—Regresó a Montreal —dijo con cierto recelo, no parecía demasiado dispuesto a dar detalles—. Dijo a sus padres que quería regresar con su novio.

—¿Quizá ese novio…?

—¡Adrianna no tiene ningún novio en Montreal! —Preston miró al techo, resignado—. No volvamos una y otra vez sobre lo mismo. Hay alguien que quiere joderme y no haces más que decir siempre las mismas cosas. Adrianna nunca habló de Christina Jackson con nadie, puedes apostar lo que quieras. Reconozco que regresar aquí no le sentó bien, por eso permití que se marchara.

A estas alturas, la posibilidad de que Preston y Adrianna no estuvieran relacionados sentimentalmente era mínima, pero no dejaba de ser poderosamente llamativo que pudieran ocultarlo en las mismas narices de ambas familias, si es que Elwald y Lucille no estaban al tanto. Era una casa grande, pero el olfato de las esposas también lo era. ¿Sabría Sara de la relación de Preston? Se me antojaba tan retorcido que era mejor no pensar en ello. Lo verdaderamente importante era cómo Adrianna sabía de mi madre, o qué sabía…

—Adrianna estará mejor en Montreal —dijo Preston al cabo de un momento. Su mirada vagaba por la pared que tenía delante, peligrosamente cerca de los rostros de piedra—. A fin de cuentas, espero regresar allí muy pronto.

—¿Sí?

—En cuanto resuelva este pequeño contratiempo. —Se dio la vuelta y cogió un papel del escritorio. Lo sostuvo en alto un momento y lo dejó caer. Incluso desde donde estaba pude apreciar las dos líneas de texto escritas con la máquina de escribir de Billy.

—Me alegra —dijo Patrick, ahora más relajado.

—Sara está oponiendo más resistencia de la esperada, pero nada que no pueda manejar.

La seguridad de aquella frase hizo que experimentara una dolorosa punzada en el pecho. En pocas semanas, Miranda podía marcharse de Carnival Falls.

Preston rodeó el escritorio, pero no se sentó. Bebió el contenido del vaso de una vez y se limpió los labios con la mano. Volvió al mueble.

—Preston, deja de beber, por favor. ¿Por qué no intentamos dilucidar quién está detrás de todo esto?

—Beber me ayuda —dijo Preston mientras se servía otro trago. El tercero en pocos minutos—; además, yo ya sé quién está detrás de todo esto.

—¿Lo sabes?

—No te sorprendas tanto.

Patrick se escudó en su bebida.

—¿Quién? —balbuceó Patrick.

—¡Tú! —Preston lo señaló, salpicando un poco de whisky.

Patrick no respondió. La acusación lo puso blanco.

—¡Desde el accidente no has hecho otra cosa que intentar quitarme del medio! —bramó Preston.

El accidente.

¿Se refería al accidente del Pinto?

—Baja la voz, por favor. Alguien puede oírte. Lo que dices no es cierto, no he hecho otra cosa más que ayudarte.

—Voy a contarte lo que sucedió esa noche de abril de 1974 —dijo Preston.

—Sé perfectam…

—Ah, ah… —lo detuvo Preston con el mismo gesto que utilizaría un oficial de tránsito con un coche—. No lo sabes todo.

Preston Matheson esbozó una sonrisa de zorro. La de Patrick se había borrado hacía rato.

—Llovía como el puto diluvio universal, la carretera 16 era casi invisible y yo había bebido dos botellas de vino tinto. Puede que algunos detalles de esa noche se me escapen, pero sí recuerdo perfectamente que ese Pinto se me vino encima, y que debí irme al arcén para que no me chocara de frente. Yo no causé ese accidente, Patrick. La puta casualidad hizo que estuviera allí cuando esa mujer, no sé por qué razón, invadió mi carril.

Contrariamente a lo que cabría esperar, la revelación no me sorprendió demasiado. En el fondo creo que había esperado algo así.

—Oye, Preston, ya te lo he dicho mil veces, que si tú dices que ella invadió tu carril y no a la inversa, ¡está bien! —Patrick se puso de pie y dio un paso. Lo único que separaba a los dos hombres era el escritorio—. Pero quién invadió el carril contrario no importa una mierda. Tú estabas borracho hasta el culo y viajabas con…, déjame ver…, ¿cuántos años tenía Adrianna ese año? Oh, sí, ya lo recuerdo. Diecisiete. Hiciste lo correcto, Preston. Borracho y con una menor de edad no tenías otra alternativa que irte echando leches.

Las piezas encajaban. El romance entre Preston y Adrianna se remontaba a una década atrás, lo cual no dejó de sorprenderme. Quién sabe de dónde regresarían juntos esa noche lluviosa; sin duda sería una razón más para desaparecer.

—Vamos, Preston, me llamaste en cuanto llegaste a casa para que fuera a echar un vistazo y constatar que no hubiera heridos. ¡Hiciste más de lo que te correspondía!

—Siéntate.

Patrick lo hizo, casi como un acto reflejo.

—¿Por qué estás tan misterioso, Preston?

—Porque estoy harto de este asunto. No te equivocas en una cosa. Esa noche sí hice más de lo que me correspondía. Cuando vi por el retrovisor que el Pinto perdía el control, detuve el coche y fui a ver qué podía hacer. Adrianna estaba aterrorizada, pero le dije que me esperara allí, que sería solo un momento. Caminé por la carretera, unos cincuenta metros hasta el barranco donde estaba el Pinto… ¿Sorprendido?

Patrick había abierto los ojos como platos.

—Nu… nunca me dijiste eso —musitó.

—Intenté ver algo desde la carretera pero era imposible. Tenía una linterna en el coche pero no iba a regresar a por ella, era demasiado arriesgado permanecer allí. Si un vehículo pasaba en ese momento, recordaría a un Mercedes aparcado con los faros encendidos; hasta era posible que el conductor se detuviera por si necesitábamos algo. La puta ladera estaba resbaladiza o yo demasiado borracho o ambas cosas, y me caí de bruces. Me golpeé la cabeza con una roca y por un momento perdí el conocimiento.

—Dios mío.

—Cuando volví en mí, me dolía la cabeza y tenía sangre en los labios. En lo más alto del barranco vi a Adrianna. Hice un esfuerzo para escalar nuevamente la cuesta. Supongo que la desesperación me dio las energías necesarias, porque no sé cómo lo hice. Después resultó que habían pasado apenas cinco minutos desde que me desmayara; Adrianna ni siquiera se dio cuenta. Me sentía desorientado. Conduje hasta aquí con la pierna tiesa a causa del dolor. Entonces te llamé para que fueras a echar un vistazo.

Preston Matheson tenía razón en una cosa, sí era capaz de dominar su estado de ebriedad con bastante decoro. Relató aquellos instantes con lucidez, sin que las sílabas se le enredaran o tuviera que hacer pausas para escoger las palabras correctas. Se sentó en el sillón como un abogado que acaba de efectuar su alegato.

—Pero entonces, ¿no lograste llegar al coche? —preguntó Patrick, asombrado.

—No.

—No entiendo, ¿por qué me ocultaste una cosa así?

—Al día siguiente, por la tarde, mucho después de que la noticia del accidente se conociera, me di cuenta de una cosa.

—¿Qué?

—Mi madre me regaló una gargantilla de oro para un cumpleaños, la llevaba siempre conmigo. Tenía una medalla con mis iniciales. Todo el conjunto era de oro puro. Esa noche, durante la caída, debió de romperse y la perdí.

PAM.

El corazón se me paralizó. En ese momento supe con certeza que el hombre no solo había heredado los millones de su padre sino también su nombre: Alexander. La gargantilla que yo conservaba en la caja floreada no había pertenecido a mi madre, sino a Preston Alexander Matheson. La policía la habría recuperado de la escena del accidente y asumido que había estado en el coche junto con el rosario y Boo.

—Dios mío —dijo Patrick.

—¿Ahora entiendes por qué salí pitando a Canadá?

—Claro.

—¿Y por qué no quería que la policía volviera a echar un vistazo al caso? Esa gargantilla debe de estar juntando polvo en alguna caja de pruebas en la comisaría porque algún policía incompetente no supo darse cuenta en su momento de que una joya de oro no iba con una enfermera.

—¿Crees que alguien puede haber encontrado la gargantilla y por eso busca chantajearte?

—No. No es eso lo que pienso.

—No entiendo, por qué me lo cuentas ahora.

—Porque quería explicarte las verdaderas razones por las que me marché y te regalé tu puta ferretería de mierda.

Preston se inclinó sobre el escritorio y lanzó a Patrick una mirada de una intensidad brutal.

—Voy a preguntártelo una vez más, Patrick, ¿qué pasó esa noche?

El rostro de Patrick era el de un hombre acorralado.

—Fui hasta allí, Preston, como me pediste —dijo Patrick—. Antes de llegar al puente me salí de la carretera, según tus instrucciones, y oculté mi coche. Encontré el Pinto enseguida. Estaba volcado… No me mires así, Preston, ya sabes cómo sigue la historia, nunca te he mentido. Christina Jackson todavía estaba viva, así que la saqué del coche para llevarla al hospital.

Di un respingo. Me alejé de la mirilla en un acto reflejo como si un rostro horrible hubiera aparecido en el otro lado.

Christina Jackson todavía estaba viva, así que la saqué del coche para llevarla al hospital.