21

El plan se torció desde el principio.

Preston Matheson salió demasiado pronto de la casa, menos de quince minutos después de que Miranda entrara para entregarle el sobre con la amenaza. En ese tiempo difícilmente podría haber hecho una llamada telefónica —salvo una muy breve—. Pero ese no fue el verdadero problema, aunque es cierto que nos tomó un poco por sorpresa. El problema fue que salió a pie y no en su Mercedes.

Caminaba hecho una exhalación hacia Redwood Drive, alejándose de nosotros, lo cual hizo que abortar el plan no fuera estrictamente necesario. Me quedé en blanco. Billy entendió que si Preston salía a pie, era porque se dirigía a un sitio próximo, y adivinar adónde no fue demasiado difícil. Giró su bicicleta y se puso en marcha. Me gritó que lo siguiera mientras ya se alejaba pedaleando a toda velocidad, rodeando el muro de los Matheson en sentido contrario al de la puerta principal. A medio camino comprendí lo que hacíamos. Preston Matheson iba a casa de Banks, y por lo que habíamos visto por su paso, no precisamente para compartir el té de la tarde. Sabíamos que Banks no era su interlocutor secreto porque Preston lo había mencionado durante su conversación telefónica, pero la posibilidad de que fuera a visitarlo se nos había escapado por completo. En ese momento, el millonario podía estar pensando que su vecino estaba detrás del anónimo que acababa de recibir. Nada bueno podía salir de aquello.

Llegamos a Redwood Drive justo a tiempo para ver a Preston cruzar la calle, a una manzana de distancia. Acercarnos más era demasiado arriesgado. Billy me dijo que, una vez que entrara, podríamos acortar la distancia, pero eso no ocurrió. Vimos aparecer a Banks detrás de la reja de su casa. Los dos hombres hablaron allí, reja de por medio, durante menos de cinco minutos. Preston estaba claramente exaltado, agitando los brazos mientras hablaba, aunque no gritaba. Banks lo escuchó con parsimonia, después dijo algo que pareció descolocar a Preston y desapareció de nuestra vista. El padre de Miranda permaneció un instante más de pie en el portal de Banks y emprendió el regreso.

Volvimos a rodear el muro en nuestras bicicletas, esta vez con un poco más de calma, especulando acerca de la conversación que los dos hombres acababan de mantener. Cuando llegamos a la esquina donde habíamos estado antes, nos asomamos, por mera precaución, porque sabíamos que nuestro magistral plan había muerto incluso antes de nacer. Pero entonces escuchamos el rugido de un motor y unos segundos después el Mercedes negro salió a toda velocidad, rebotó ligeramente contra el asfalto y giró acelerando por Maple.

Nos miramos. El corto pero intenso paseo había mermado nuestras energías.

Billy tomó la iniciativa y se lanzó a perseguir el coche, de pie en los pedales para lograr la máxima aceleración. Lo seguí, lo más cerca que pude, viendo cómo su bicicleta se balanceaba hacia uno y otro lado. El Mercedes nos llevaba más de ciento cincuenta metros y la distancia iba en aumento. Maple era una calle poco transitada y sin semáforos; el primero lo encontraríamos en la intersección con Maine, medio kilómetro más adelante.

Logré alcanzar a Billy con el corazón a punto de estallarme. Mi Optimus emitía media docena de quejidos, algunos breves y estridentes, como el del asiento rebotando bajo mi peso, otros prolongados y siseantes, como el del disco de los pedales al rozar con la cadena. Mis frenos funcionaban pésimamente, con lo cual transitar por Maple a semejante velocidad era prácticamente un suicidio.

Antes de llegar a Main vimos el Mercedes detenido a la espera de la luz verde. Dejamos de pedalear, acercándonos poco a poco. Lo peor había pasado. Preston Matheson doblaría a la derecha y se internaría en las calles más transitadas de la ciudad, donde sería mucho más sencillo seguirlo. Con un poco de tráfico y algunos semáforos salvadores no habría problemas.

Pero entonces ocurrió lo inesperado. Cuando el semáforo le dio paso, siguió recto por Maple en vez de doblar. La maniobra nos tomó tan desprevenidos que durante varios segundos ni Billy ni yo atinamos a volver a pedalear. La calle Maple se extendía otro medio kilómetro más y dejaba de existir en un cruce.

El cruce con la carretera 16.

Si Preston tomaba esa carretera estaríamos perdidos. Bastaría una milésima de segundo para que el Mercedes se convirtiera en un punto negro inalcanzable para nuestras bicicletas. Le dije a Billy que lo dejáramos estar, que sería imposible seguirlo, pero él ya estaba nuevamente en marcha. Esta vez me costó horrores ordenarle a mis piernas que hicieran el máximo esfuerzo. Si Preston Matheson cogía la carretera 16 en dirección norte, llegaría al sitio del accidente de mi madre —lo cual no me pasó desapercibido en ese momento—. Hacia el sur estaba la zona industrial, donde también había moteles y gasolineras, y que abrazaba media ciudad como un camino de circunvalación.

Billy ya se había alejado más de treinta metros, así que tuve que gritarle que lo dejara, pero no me hizo caso, siguió pedaleando con furia. El Mercedes estaba mucho más adelante, pero la topografía del terreno nos permitía verlo, reducido al tamaño de un juguete. Cuando todavía faltaban unos trescientos metros para el cruce, mi corazón dijo basta y me fue imposible seguir a ese ritmo desenfrenado. Dejé que los pedales se apoderaran de mis pies mientras respiraba agitadamente por la boca. Recorrí unos metros perdiendo velocidad y viendo a Billy alejarse. El Mercedes casi había llegado a la intersección. Billy había conseguido no reducir la velocidad pero todavía estaba unos ciento cincuenta metros por detrás del coche. En breve se rendiría; él sabía tan bien como yo que sus posibilidades en la carretera 16 serían nulas.

Tras un instante de indecisión, Preston Matheson cogió la carretera 16 en dirección sur. Sentí alivio. Dondequiera que se dirigiera, no era al lugar del accidente.

Entonces, Billy hizo lo impensado. Cuando llegó a la intersección, giró también hacia el sur y desapareció.

Tenía que regresar de un momento a otro. Lo esperé en el arcén.

Pasaron diez minutos y empecé a preocuparme.

Pedaleé hasta la intersección a poca velocidad, sabiendo que si no veía el Mercedes aparcado en las inmediaciones, no tendría sentido aventurarme más allá. Cuando llegué, no vi rastro del coche ni de la bicicleta. En la carretera 16, la velocidad máxima permitida era de ochenta kilómetros por hora. Preston bien podría haberla superado motivado por nuestra bonita misiva. ¿En qué pensaba Billy para lanzarse a seguirlo?

Decidí regresar a casa de Miranda, que habíamos acordado sería el punto de reunión cuando todo aquello terminara, ciertamente no de este modo.

Toqué el timbre y esperé. Alguien desde dentro me dejó pasar activando el portero automático. Miranda se reunió conmigo a mitad del camino de entrada. Me miraba con preocupación. El plan era que Billy y yo regresáramos juntos; cualquier variación significaba que algo había salido mal.

—No te preocupes —le dije mientras le palmeaba suavemente el hombro—. Solo lo perdimos de vista. Billy decidió seguir. No pude detenerlo.

—Dios mío.

—Ven, vamos más allá. —La conduje por el inmenso jardín.

Fuimos andando hacia una de las fuentes. El ángel de piedra sobre el pedestal central vertía agua desde un cuenco. Dejé mi bicicleta en el césped y nos sentamos en el borde.

—Tu padre no cogió Main como suponíamos —expliqué—. Siguió de largo.

—¿Ha salido de la ciudad?

—Es muy probable.

—¿Y Billy fue tras él?

—Así parece.

Tres cuartos de hora después, el portón de hierro de la mansión se abrió y el Mercedes avanzó lentamente. Vimos cómo Preston se apeaba y entraba a la casa, ya sin el apremio de antes. Nos miramos un instante y sin decir nada nos encaminamos a la entrada. Billy debería llegar de un momento a otro, si acaso había conseguido seguirlo. Decidimos esperarlo en la calle.

Pasaron más de veinte minutos y empecé a intranquilizarme.

—Ya debería estar aquí —comenté.

El sol no se había ocultado pero lo haría pronto.

—Ha pasado casi una hora y media desde que salisteis —dijo Miranda—. Quizá Billy se detuvo a reponer energías o prefirió venir más despacio.

—Tienes razón.

La calle Maple, cada vez menos transitada y poblada de sombras alargadas, me inquietaba. Me imaginé en el umbral de la casa de Billy, ante la señora Pompeo, explicándole la ausencia de su hijo.

Me sentía fatal.

Unos minutos después, la mano de Miranda me aferró el antebrazo y me sacudió.

Billy avanzaba por Maple. Pedaleaba con la cadencia cansina de alguien extenuado, pero estaba de regreso y eso era lo importante.

Cuando llegó, lo abracé con todas mis fuerzas.

—¡Billy! —exclamé, descargando mi preocupación contenida.

—¿Qué? —Estaba agotado. Respiraba agitadamente y las piernas apenas parecían sostenerlo.

Miranda se ofreció a llevar su bicicleta mientras nos acercábamos a la casa.

—¿Ya está aquí? —preguntó Billy cuando vio el Mercedes aparcado.

—Sí, qué esperabas, ¿sobrepasarlo?

Billy me dedicó una sonrisa cansada.

—¿Pudiste seguirlo? —preguntó Miranda.

—No —dijo Billy—, cuando dobló por la carretera 16 se me fue de la vista y lo perdí.

—¡Maldición, Billy! ¿Por qué no regresaste?

—Pensé que podría estar por esa zona y decidí echar un vistazo.

—O sea, que lo perdiste cinco minutos después de separarte de mí. —Negué con la cabeza—. Y pasaste más de una hora buscando una aguja en un pajar.

—Eso parece.

Habíamos llegado al Mercedes. Miranda nos invitó a entrar; dijo que podríamos ir al invernadero un rato y descansar antes de irnos. Eran más de las cinco de la tarde y ninguno de nosotros podía regresar a casa más allá de las seis.

—Mi bicicleta está en la fuente —dije con intención de ir a buscarla.

Comencé a caminar en aquella dirección, pero Miranda me dijo que podía dejar mi bicicleta donde estaba, que luego iríamos a por ella. Billy había aprovechado la pausa para tomar aire. Seguía extenuado. Advertí cómo se acercaba al coche, lo cual me llamó la atención. Fue a la parte de atrás y se inclinó cerca de la rueda trasera. Algo le había llamado la atención.

De repente se irguió.

—¡Ya sé dónde ha ido! —exclamó.

—¿Dónde? —preguntó Miranda.

Billy no respondió inmediatamente. Meditaba.

No me gustó nada lo que vi en su rostro.