18

En algún momento de la agitada semana vivida en la mansión de los Matheson debía de haber sucedido algo grave, porque de otro modo Miranda no podía pensar que realmente había tenido un encuentro con…, ¿cómo los había llamado? ¿Los hombres diamante? Me dolió romper la promesa que acababa de hacerle; si bien no me reí ni me burlé, lo cierto es que sí pensé que estaba desvariando, quizá por el estrés y la presión a que la sometían sus padres con sus peleas. Miranda debió de advertir algo en mi rostro, una sombra de duda, porque tras abrir la boca para hablar, volvió a cerrarla sin decirme nada. Me observó con ojos profundos. Tan fuerte fue la conexión que por un instante temí por mis sentimientos secretos.

—Me has pillado por sorpresa —dije a la defensiva.

—No te preocupes, yo también pondría esa cara.

Miranda volvió a escrutar el jardín de Collette. La imité, pensando que sería una buena idea no mirarnos mientras ella hablaba.

—Sucedió el sábado por la tarde —dijo mientras apoyaba las piernas en la silla y se abrazaba las rodillas.

El sábado por la tarde, pensé, habíamos estado esperándola con Billy en el bosque. Mi amigo y yo habíamos leído el artículo en el Carnival News acerca de la conferencia de Banks. Había sido la tarde del encuentro con Mark Petrie.

—Estaba en mi habitación… —dijo Miranda, y como si acabara de recordarlo agregó—: ¡He tapado los rostros de piedra, como me sugeristeis!

—Eso está muy bien.

—Los cubrí con unas guirnaldas navideñas.

No conocía la habitación de Miranda, pero me pregunté si una guirnalda colocada exactamente a la altura de los ojos de los rostros de piedra no llamaría demasiado la atención.

—Estaba recostada en mi cama, pero me sentía menos angustiada. Ese día almorzamos en paz y todavía no había estallado ninguna pelea. Mi padre parecía de mejor humor, aunque se había encerrado en su despacho y puede que estuviera bebiendo. Pensé que podría salir de casa, ir al bosque con vosotros. Me senté al borde de la cama, decidida, y entonces sucedió algo muy extraño. Escuché una voz en mi cabeza.

—¿Una voz?

—Me dijo que no era al bosque donde debía ir. Solo que no me lo dijo específicamente. Fue como si pensara en ese lugar. Y entonces supe que se refería a la galería. Simplemente lo supe. Me resultó bastante espeluznante.

—¿La galería?

—Sí. Sé que os prometí no volver allí, y jamás se me hubiera ocurrido regresar sola, pero no podía hacer otra cosa. Tenía que hacerlo.

Asentí en silencio.

—Me costó bastante trabajo mover el baúl que colocamos frente a la biblioteca, pero lo conseguí. Y cuando empujé la placa, supe que algo era diferente allí abajo. Había luz. Llevaba mi linterna, pero no fue necesario encenderla; la dejé junto a la escalerilla. Me asomé a la galería con mucho miedo. Me siento una tonta; nadie me obligaba a estar allí; estaba temblando. Y entonces lo vi, más o menos en el medio de la galería…

—¿El hombre diamante?

—Bueno, yo lo he bautizado así; fue lo primero que pensé. Tenía nuestra estatura y despedía mucha luz. Te digo, Sam, era tan potente como un reflector; parecía como esas bolas de espejos, que reflejan rayos en todas direcciones, solo que no eran espejos, sino puntos…, como diamantes.

Toda la ciudad había estado hablando de extraterrestres esos días. Me pregunté si eso no habría influido en Miranda de este modo tan particular.

—¿Pudiste ver sus facciones? Perdona que haga tantas preguntas pero es que…

—No te preocupes. No, no pude ver su cara. No tenía. Era como si fuera una masa de diamantes con forma de hombre pequeño, emitiendo esa luz en todas direcciones. Sé que suena descabellado. ¿Crees que me he vuelto loca?

—No —respondí de inmediato—. Por favor, deja de decir eso. Si eso es lo que viste, te creo. ¿Te dijo algo o se quedó allí de pie?

—Durante unos segundos no hizo nada. Después extendió un brazo y me dijo que me acercara. Solo que me lo dijo con el pensamiento. Y tampoco utilizó su voz, sino la mía. Fue como si yo pensara: «Él quiere que me acerque».

»Caminé despacio por la galería iluminada. Cuando estaba a dos o tres metros, el hombre diamante comenzó a retroceder, manteniendo la distancia. De repente se detuvo. Volvió a levantar el brazo y esta vez no necesitó hablar en mi cabeza para decirme lo que quería. Me señalaba la placa de madera del despacho de mi padre.

El relato de Miranda iba tomando para mí verosimilitud asombrosa. Aunque había visitado la galería en penumbras, mi mente se ocupó de imaginarla iluminada, con sus muros de piedra y el techo sostenido por vigas de madera.

—Me acerqué a la placa de madera, sin darme cuenta de que la luz podría filtrarse por los ojos de los rostros de piedra y alertar a mi padre. Pero entonces el hombre diamante se apagó y la galería quedó en completa oscuridad. No tenía la linterna, pero no me pareció importante ir a por ella y averiguar si el hombre diamante seguía allí o si realmente había desaparecido. No creas que no he pensado en cómo logró meterse allí y volver a mover el baúl desde dentro.

Lo cierto es que de todas las preguntas que tenía en mi cabeza, esa era una de las que menos me inquietaban.

—Lo que sucedió en el despacho de mi padre —continuó Miranda— fue parecido a lo de la otra vez, por lo menos al principio. Por un momento, me imaginé que vosotros estabais a mi lado, espiando conmigo. Mi padre había bebido. No estaba muy borracho, pero sí bastante. Eso fue diferente. Pero luego se abrió la puerta y entró Adrianna, cargando una bandeja con un té que apoyó en la esquina del escritorio. Él no iba a beberlo, ni siquiera lo miró. Entonces le dijo a Adrianna algo de lo más extraño.

Durante el encuentro anterior entre Preston Matheson y Adrianna, su coqueteo se había quedado en insinuaciones. Con unas copas de más las cosas bien podrían haberse ido de las manos. Mi mente intentaba dejar de lado que Miranda estaba allí por orden del hombre diamante, o lo que fuese ese tipo brillante. ¿Por qué querría que Miranda viera a su padre seduciendo a la criada? Entonces, por primera vez, concebí una posibilidad que hasta el momento me había negado a reconocer y que, sin embargo, era la más lógica de todas. Y era que Miranda tenía que haber imaginado todo aquello. Había sido un sueño, o un delirio, y ella no lo sabía, por supuesto. Me dolió desconfiar de sus palabras, porque sabía que no me mentía, pero… ¿sujetos brillantes del espacio exterior que disfrutan haciendo sufrir a chicas de doce años?

—¿Qué le dijo tu padre a Adrianna? —pregunté.

—Le dijo que ya no tenían de qué preocuparse, que podían hacer lo que quisieran.

Advirtiendo el inusitado desconcierto en el rostro de Miranda, pregunté con cautela:

—¿Tienes idea de a qué se refería?

—Ninguna. Mi padre nunca se ha relacionado mucho con Lucille, Elwald o Adrianna, aunque siempre han vivido cerca de nosotros. En Canadá también tenían una casa junto a la nuestra. Fue como si ellos dos, no sé…, tuvieran algún secreto.

—¿Un romance?

Era imposible seguir eludiendo una realidad tan evidente.

—¡No! —Miranda pareció ligeramente indignada—. Adrianna tiene un novio en Montreal.

La propia Miranda había dicho que no conocía la existencia de ese novio y ahora se aferraba a eso para negar la posibilidad de un amorío con su padre.

—Tienes razón. Tú los conoces mejor que nadie.

—Adrianna le dijo a mi padre que se marcharía, que lo tenía todo arreglado, y le preguntó qué pensábamos hacer nosotros. Él se puso de pie y caminó por el despacho, tambaleándose un poco. Lo he visto así otras veces. Levantó el vaso que tenía en la mano y dijo que todo se había arreglado, que el señor Banks lo había arreglado en su estúpida conferencia.

—Miranda, no hace falta que me cuentes esos detalles. Ha de ser doloroso para ti ver a tu padre así.

—Sí, lo es. Lo odio cuando está borracho. Es como si…, fuera otra persona. Un demonio.

No supe qué decir. Si Billy hubiera estado allí —y ciertamente lamentaba muchísimo su ausencia—, hubiera sido su turno de intervenir, porque yo no sabía qué más decirle a Miranda para consolarla. Paseé la vista por el jardín de Collette, por sus plantas salvajes, la lavadora olvidada entre la maleza y Sebastian, que parecía burlarse desde su rincón.

Miranda bajó las piernas de la silla y se incorporó. No me miró, pero me dio la sensación de que aunaba valor para terminar con la historia.

—Pero no importa lo que piense de mi padre —dijo con decisión—. Tienes que saber lo que sucedió después, Sam, porque si no te lo digo…, entonces sí me volveré loca.

—Cuéntamelo —musité.

—Mi padre dejó el vaso sobre la mesa y cogió uno de sus puros. Lo encendió y le dio unas cuantas caladas. Adrianna observaba en silencio, como yo. El olor horrible de esas cosas llegó hasta la galería. Entonces, mi padre cogió algo del cajón. Cuando lo sostuvo en alto, me di cuenta de que era una fotografía de esas Polaroid. Estaba riendo y dijo…

Miranda parecía a punto de llorar. Me pregunté qué podía ser más inquietante que un encuentro con una bola de espejos extraterrestre con capacidades telepáticas.

—¿Qué es lo que dijo, Miranda? —la animé.

—Dijo que… esa fotografía era la prueba de dónde estaba Christina Jackson, y que iba a destruirla. Entonces la quemó con su puro.

El mundo giró vertiginosamente. Me aferré a la silla en un acto reflejo, como sucede con el carro de una montaña rusa cuando este se mueve por primera vez. Escuchar el nombre de mi madre había sido absolutamente inesperado, suficiente para justificar mi reacción, pero ¿y lo demás? La prueba de dónde estaba —¿qué significaba eso?—, la fotografía, la llama consumiéndola. Pude verlo en mi cabeza: Preston Matheson acercando su puro a la fotografía hasta que una llama azulada la retorcía y la hacía desaparecer.

No podía concentrar mis pensamientos. Con el paradero de mi madre, Preston Matheson podía referirse a dos cosas, o bien que estaba viva, o a la localización de su cuerpo. Cualquiera de las dos alternativas era sobrecogedora, por supuesto, pero abrir la puerta a que pudiera estar viva, a que Banks pudiera haber estado en lo cierto…

—Sam, por favor, di algo.

Me volví en dirección a Miranda, que me observaba con verdadero pánico en el rostro. Pese a sus esfuerzos por evitarlo, había derramado algunas lágrimas.

—¿Estás segura de que tu padre dijo «Christina Jackson»?

Miranda asintió en silencio, sin quitarme la vista de encima.

—Dios mío —musité.

—Tenía que decírtelo.

—Es que… no entiendo. ¿A qué se refería tu padre?

—Sam, hay un poco más. Sé que quizá es demasiado para ti, pero… será solo un momento.

—Vale.

—Mi padre sostuvo la fotografía entre sus dedos mientras la llama la consumía —dijo Miranda—. Luego la lanzó a la chimenea para que terminara de quemarse. Adrianna se marchó casi de inmediato. Él permaneció solo un rato, terminando de beber el vaso de whisky y contemplando el teléfono. Estaba segura de que haría otra llamada, ya sabes, como la vez anterior, pero al cabo de unos minutos se levantó y salió del despacho. Cuando aparté los ojos de la mirilla, pensé que el hombre diamante estaría allí. Permanecí unos segundos de pie, a la espera de que apareciera, pero no lo hizo. Entonces regresé a tientas a donde estaba mi linterna. En esos metros de oscuridad entendí que el hombre diamante me había convocado en la galería para que viera lo que acababa de ver.

Miranda se levantó y volvió a ocupar la silla frente a la mía. Me aferró las dos manos y me miró a los ojos.

—El hombre diamante quería que viera la fotografía. Fui al despacho de mi padre de inmediato. Él no había regresado. Busqué en la chimenea, que lógicamente no estaba encendida, y allí estaba la fotografía. O, bueno, parte de ella.

—¿No se había quemado del todo? —pregunté.

—No.

Miranda se levantó un momento, retiró con delicadeza una de sus manos de entre las mías y se la llevó al bolsillo trasero de sus pantalones. Durante ese instante de espera no supe qué hacer. Fue eterno. Fijé la vista en el estampado de la camiseta de Miranda donde Penélope Glamour estaba de pie junto a su coche multicolor.

—Aquí está —dijo Miranda. Me extendía una medialuna de plástico con los bordes chamuscados.

La cogí y la contemplé largamente.

El fuego había consumido más de dos tercios de la imagen. Había sido tomada al aire libre, de eso no cabía duda. Se veía una franja vertical de césped, luego una línea de árboles muy lejanos y más arriba un cielo celeste. En el margen derecho, que era el afectado por el fuego, asomaba un triángulo diminuto de lo que parecía ser un trozo de tela ondulante. Esa insignificante forma gris era lo único que quedaba del sentido de aquella fotografía, salvo por una cosa, que atrajo mi atención de un modo magnético. Sobre el césped había una sombra. La quemadura había consumido a la persona de aquella fotografía, pero no a su sombra: una estilizada silueta perfectamente distinguible. La sombra de una mujer.

—Fíjate por el otro lado —me dijo Miranda.

Di la vuelta a la fotografía.

En la parte de abajo, escrito en borroneadas letras azules, había un nombre: Helen. A continuación decía algo más, posiblemente un apellido, pero solo era posible leer la primera letra con claridad, una P. La siguiente podía ser una R, pero era imposible decirlo con certeza.

El nombre no me dijo nada.

Repasé la fotografía con el dedo, y con la mente lo que Preston Matheson había dicho de ella: «La prueba de dónde estaba Christina Jackson». La lógica indicaba que se refería al sitio donde estaba su cuerpo, lo sabía, mi madre tenía que estar muerta, porque, de lo contrario, ¿por qué me había abandonado? La prueba, si en efecto lo era y el padre de Miranda no había desvariado en su estado de ebriedad, podría conducirnos a un cementerio, un hospital donde encontrar un registro o incluso a una persona —Helen P.— que pudiera aportar información vital. Eso dictaba la lógica, claro. Pero por un segundo, mientras sostenía aquel trozo de fotografía parcialmente carbonizada, me permití mandar la lógica de paseo y escuchar al corazón, como le había escrito a Miranda en el poema que le había enviado mil años antes. Mi madre vivía, había sobrevivido al accidente y su nombre era Helen P. La razón por la que no había regresado conmigo era simple: los hombres diamante se lo habían ordenado a cambio de salvarle la vida. Con la lógica lejos, hasta era posible asumir que mi madre no recordara su pasado como Christina Jackson, su empleo de enfermera, el coche nuevo que compró con el crédito y, por supuesto, tampoco a mí. Viviría una vida diferente como Helen P., se habría casado, tendría otros hijos. Y Preston Matheson lo sabía.

—Sam, ¿estás bien?

Empezaba a razonar como Banks.

—Sí. ¿Puedo quedármela?

—Por supuesto.

Me guardé el trozo de fotografía en el bolsillo.

—Mira, Sam —dijo Miranda. Ahora que se había desahogado parecía más relajada—. Hablaré con mi padre y le preguntaré mañana mismo qué es lo que sabe. A pesar de lo que te he contado de la bebida y las discusiones, no es mala persona. No sé cómo haré para explicar que lo sé. Le diré que lo escuché desde detrás de la puerta, no sé. Siento que te lo de…

—No lo hagas —la interrumpí.

—¿No? ¿No quieres saberlo?

—No es eso. Me gustaría pensarlo un poco.

Miranda me estudió durante un segundo.

—Quizá sea bueno consultarle a Billy —sugirió.

—¿A ti no te molesta?

—Sé que no me creerá —dijo Miranda, bajando la vista. Otra vez sus manos se enredaban—. Por eso preferí venir aquí y contártelo a ti, porque sabía que tú me creerías y porque…, bueno, se trata de tu madre, por supuesto.

—Billy te creerá —le aseguré, aunque no sabía hasta qué punto sería cierto—. Si quieres, puedo ir a su casa mañana y contárselo todo, para que no tengas que revivirlo de nuevo. Has sido muy valiente.

—Gracias. Me parece una buena idea. Pero… no quiero que se enfade. Hicimos un pacto: que llegaríamos al final de esto, los tres.

—Miranda, ese pacto no debe hacernos infelices…

—No podemos romperlo.

Una tibia sonrisa despuntó en sus labios.