17

Los ojos de Joseph se abrieron de par en par al escuchar el nombre de Philip Banks; pero yo sabía que eso no significaba nada. Su rostro siempre adquiría esa expresión de sorpresa cuando alguien mencionaba a una persona que él reconocía.

Miranda estaba concentrada en mí:

—¿Recuerdas que mi padre dijo que vería a Banks el fin de semana, Sam?

Por supuesto que lo recordaba. Preston se lo había mencionado por teléfono a su interlocutor misterioso, el día que lo espiamos desde la galería.

Asentí.

—Vino el sábado por la tarde —dijo Miranda—. Estábamos en la sala con mi madre, mirando la televisión, cuando el hombre se acercó a saludarnos. Mi padre no pareció muy complacido, porque interrumpió a mi madre en plena conversación y le pidió a Banks que lo siguiera a su despacho. Estuvieron allí una media hora, más o menos.

—¿Sabes de qué hablaron? —pregunté.

Miranda entendió de inmediato que me refería a si los había espiado desde la galería.

—No. Me fui al invernadero. Desde allí vi a Banks cuando se marchaba, por eso sé que su encuentro fue breve. Durante la cena, mi padre parecía feliz, más comunicativo conmigo que de costumbre y más conversador con mi madre, algo extraño. Cuando ella le preguntó qué le sucedía, él le dijo que había recibido buenas noticias de la oficina.

Joseph oía el relato de Miranda con interés, pero seguía recostado contra el respaldo, con las manos en el regazo, y esa sonrisa tan característica. No volvería a intervenir.

Pensé en los resultados que Banks había anunciado en su conferencia. No solo hemos probado su existencia, sino que sabemos que están aquí, entre nosotros. Me pregunté si Banks le habría anticipado a Preston esos resultados.

—Lo peor empezó el domingo —dijo Miranda—. A mi padre…, bueno, a veces a él… le gusta beber un poco más de la cuenta.

Miranda pronunció cada palabra con esfuerzo. La revelación me sorprendió.

—Qué pena —fue lo único que se me ocurrió.

Conocía de primera mano historias de borrachos, sabía de qué podía ser capaz un hombre con alcohol en las venas. Tenía bien presente la historia de Tweety, y cómo su padre adoptivo había reventado a patadas a su esposa. Temí por Miranda. Ella debió de advertirlo porque de inmediato dijo:

—Oh, no, Sam, no pienses mal. Mi padre sería incapaz de hacerme daño. Normalmente bebe solo, en su despacho, o frente al televisor, hasta quedarse dormido. Así ha sido desde que me acuerdo. Pero esta semana ha sucedido algo más.

—¿Qué?

Mientras hablaba observé cómo los ojos de Joseph se cerraban por primera vez, un pestañeo rápido, como el aleteo de una mariposa.

—Mis padres han discutido fuerte —continuó Miranda—. No es la primera vez, pero esta semana ha sido peor que nunca. En parte por la bebida, supongo.

—¿Dejó de estar de buen humor?

—Eso fue el sábado. El domingo, ellos estaban en la sala del segundo piso. Escuché los gritos desde mi habitación. Nunca se han preocupado por que yo oiga las discusiones, es… casi como si no existiera.

Se detuvo.

—Lo siento.

—No te preocupes, Sam. Ya me he acostumbrado a las peleas, eso no es problema. En Montreal eran casi siempre por las mismas cosas. Mi madre le echaba en cara a mi padre que no pasaba suficiente tiempo con ella, lo acusaba de tener romances con otras mujeres, que no le importaba su familia, que por su culpa vivíamos aislados de todos y cosas así. Mi madre tiene un carácter muy fuerte, no se calla las cosas.

Miranda solo hizo hincapié en las argumentaciones de Sara; no fui capaz de imaginar qué diría Preston presa del alcohol.

—El motivo de la discusión era nuevo esta vez —siguió Miranda—. Mi padre quería que volviéramos a Montreal. Cuando escuché los gritos fui hasta el pasillo y pude escucharlo todo. Él estaba fuera de sí, decía que odiaba la ciudad, que odiaba la casa, que haber venido aquí era el peor error que había cometido y teníamos que volver de inmediato. Ella le decía que estaba loco, que nos había arrastrado a Carnival Falls y ahora quería sacarnos sin pensar en nada. Le preguntó si había dejado a alguna de sus…

Observó a Joseph, que había cerrado los ojos un momento. El sueño lo estaba venciendo.

—Miranda… —dije. No quería que perdiera el hilo o el valor para contarme aquello.

Ella prosiguió:

—Le preguntó si había dejado a alguna de sus prostitutas en Canadá —terminó Miranda con voluntad de acero—. Voy a contártelo todo, Sam. No dejaré nada. Para eso he venido.

Deshizo el nudo de dedos en su regazo y colocó las manos sobre sus rodillas. Aproveché para apoyar mi mano un momento sobre la suya.

—No es la primera vez que mi madre lo acusa de tener otras mujeres, pero esta vez la discusión cambió. Él no lo negó, ni le dijo que eran imaginaciones suyas. Le dijo que si necesitaba otras mujeres, era porque ella era… una inútil en la cama. Esas fueron sus palabras exactas. La llamó frígida y ella se enfureció aún más.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—No lo sé —contestó Miranda—. Un insulto, supongo.

Joseph había abierto los ojos de par en par al escuchar el final de la conversación. Abrió la boca para decirle algo a Miranda, y allí estaba…, la expresión de desconcierto se apoderó de su rostro. Casi seguro había olvidado el nombre de Miranda, y probablemente también el mío. Pensé en acompañarlo a su habitación para que durmiera la siesta, pero no podía interrumpir a Miranda en semejante punto de su relato.

—Entonces, las cosas se descontrolaron —dijo Miranda con terror en los ojos, probablemente recreando los gritos en su cabeza—. Nunca los había oído decirse tantas cosas horribles. Mi madre le dijo que si ella era una inútil en la cama era porque él estaba siempre borracho o se comportaba como un imbécil, que no sabía cómo tratar a las mujeres…

—No hace falta que me expliques eso, Miranda —le dije—. Seguro que se decían cosas que no sentían.

—Es la forma en que lo decían. Los gritos.

Joseph había vuelto a cerrar los ojos.

—Lo siento —repetí.

—Fui a mi cuarto, a llorar. Me dormí hasta el día siguiente. Deseé que hubiera sido un sueño, pero el clima en la casa era insoportable. No se hablaron en todo el día. Elwald y Lucille estaban nerviosos. Adrianna ni siquiera salió de su habitación. Apenas terminado el almuerzo, mi padre comenzó a beber. Me fui al invernadero con mi madre, que estaba ocupándose de sus plantas, y al cabo de un par de horas llegó mi padre. Empezaron a discutir de nuevo, esta vez conmigo allí presente. Él derribó algunas plantas de una patada y me marché. Ninguno de los dos se dio cuenta.

Comencé a sospechar cuál sería el desenlace de la historia, la razón por la que Miranda se había puesto tan mal. Preston Matheson haría prevalecer su determinación, por supuesto. Tarde o temprano se saldría con la suya. Por más carácter que tuviera Sara, me costaba imaginarla sosteniendo la situación en la casa por mucho tiempo; tarde o temprano cedería. Y Miranda tendría que regresar a Canadá.

—¿Tendrás que regresar? —Las palabras se me escaparon.

—No lo sé.

Nos quedamos en silencio.

¿Esperaba que Miranda agregara algo más? ¿Que no quería marcharse y que prefería quedarse en Carnival Falls con Billy y conmigo?

—Tú quieres irte, ¿verdad? Piensas que será lo mejor…

—¡No! —Pareció verdaderamente sorprendida por mi pregunta—. Claro que no. Me gusta vivir aquí.

—Me alegra. A mí también me gustaría que te quedaras. Y a Billy también.

—Gracias, Sam. Déjame que te cuente el resto.

Me pareció entrever cierto brillo en sus ojos. Quizá me equivocaba y el desenlace no era el que yo suponía.

—Nada cambió durante el resto de la semana, salvo que Adrianna le dijo a mi madre que regresará a Montreal, que tiene un novio que la espera… allí. Yo nunca supe de ese novio. Todavía no me he atrevido a preguntarle si en realidad se marcha por cómo están las cosas en la casa, pero es lo que sospecho.

—Será mejor que acompañe a Joseph hasta su habitación —me disculpé.

Miranda parecía haber olvidado al señor Meyer. Cuando se volvió y vio que el anciano tenía los ojos cerrados y el mentón contra el pecho, asintió.

—Todavía falta lo más importante —me dijo con seriedad.

Mientras sacudía suavemente el antebrazo de Joseph, le pedí a Miranda que me llamara por mi nombre, que me dijera cualquier cosa.

El señor Meyer abrió los ojos y nos observó, desconcertado.

—Hoy tienes el pelo muy bonito, Sam —comentó Miranda.

Esbocé una sonrisa tímida. El señor Meyer escuchó mi nombre y eso le brindó cierta seguridad.

—Es hora de su siesta, señor Meyer —dije—. Vamos, lo acompañaré a su habitación.

—Mi siesta, claro —dijo, poniéndose de pie—. Puedo ir solo, Sam, no te preocupes.

Joseph caminó hasta la puerta y entró a la cocina.

—¿De veras puede ir solo? —me preguntó Miranda en voz baja.

—Oh, claro que sí. Pero en cuanto suba, me aseguraré de que vaya directo a su habitación. Si se entretiene en el camino y se salta la siesta, después su mente empieza a fallar a cada momento.

Le dije a Miranda que regresaría en un segundo. Entré en la casa y subí a la segunda planta. Me asomé por el pasillo justo en el momento en que Joseph cerraba la puerta de su habitación.

Cuando regresé al porche encontré a Miranda en la silla del señor Meyer, de cara al jardín trasero. Aunque la había dejado sola menos de un minuto, tenía la mirada perdida.

—Si mi madre viera este jardín, le daría un infarto —me dijo cuando me senté a su lado.

—A Collette le gustan las plantas en estado salvaje —expliqué—. Con el tiempo te acostumbras.

—Ese enano es tétrico.

—Se llama Sebastian.

—¿Tiene nombre? ¡Qué horror!

—Billy piensa lo mismo.

Guardamos silencio. La mención de Billy supongo que nos hizo pensar en él.

—Antes me dijiste que faltaba lo más importante.

Miranda seguía con la vista puesta en el jardín.

—Sam…

—¿Sí?

—Necesito que me prometas que no te reirás de mí —dijo sin mirarme—. Ni que pensarás que estoy loca.

—Miranda, nunca pensaría eso.

Me miró. No me gustó en absoluto su expresión, una mezcla de incertidumbre y terror. Con voz firme, dijo:

—El domingo vi a uno de «ellos».

Arqueé las cejas al instante.

—¿Uno de quiénes?

—Ellos… —dijo Miranda. Alzó un dedo señalando al cielo.

Guardé silencio. Lo primero que pensé es que se trataba de una broma; pero Miranda seguía seria.

—¿Ellos?

—Los hombres diamante.