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Que Banks estableciese —a su modo— la presencia de extraterrestres en Carnival Falls a partir del accidente de mi madre, y que la ciudad entera se hiciera eco de eso, no me cambió la vida. Era más de lo mismo. Cada tanto, alguien aseguraba haber visto una luz en el cielo, o a su tatarabuelo muerto flotando en la chimenea, o reponían E.T. en el Rialto, o cualquier cosa relacionada con extraterrestres, y era suficiente para que los detractores y los defensores a ultranza se alinearan y esgrimieran sus respectivas argumentaciones. Pero los bandos no se desarmaban. Los que pensaban que Banks era un delirante que no había podido superar la desaparición de su esposa, seguían diciéndolo, y los que estaban convencidos de que una civilización del espacio exterior tenía un interés especial por Carnival Falls, una ciudad de veinte mil habitantes en el centro de Nueva Inglaterra, mantenían su opinión. El artículo, como tantos otros sucesos a lo largo de los años, actuó como un poco de gasolina para avivar un fuego que podía eventualmente perder su poder, pero que nunca se extinguiría por completo.

Billy siguió creyendo que todo era una patraña. Hasta era posible, especuló, que ese supuesto laboratorio suizo tan prestigioso se hubiera burlado del inglés, quitándole una tajada grande de su fortuna a cambio de decirle lo que él quería oír.

Esa tarde en que leímos el artículo echamos de menos a Miranda. Nos había acompañado casi todos los días de ese verano y su ausencia dejó un vacío grande.

Cuando llegué a la granja fui directo al granero a guardar mi bicicleta. En el trayecto me crucé con Tweety primero y Milli después. Me dio la sensación de que ambos apresuraron el paso para no hablar conmigo, lo cual relacioné de inmediato con el artículo del periódico; pero no dejó de asombrarme. En el granero, mientras arrimaba mi bicicleta a las otras, alguien se me acercó por detrás. Había dejado el gran portal de madera entornado y no era mucha la luz que se filtraba en el interior. Una sombra gris se anticipó a la mano que se posó sobre mi hombro.

Di un respingo.

—¿Te he asustado?

—Mierda, Mathilda, casi me matas del susto.

—Lo siento.

—Está bien. ¿Qué haces aquí?

—Pensaba.

—¿A oscuras?

—Eso parece.

Yo no tenía más que hacer allí, pero Mathilda no se apartó. Desde el episodio con Orson había creído advertir un cambio en su actitud. Ya no buscaba rivalizar conmigo todo el tiempo.

—Oye, Sam, quería preguntarte algo.

—Dime.

—Con lo del libro y todo eso. ¿En algún momento creíste que yo estaba detrás?

La pregunta me pilló por sorpresa. No sabía hasta qué punto convenía sincerarse con ella.

—Digamos que no estabas en el fondo de mi lista de sospechosos —dije con una sonrisa.

Entonces Mathilda hizo algo que me desconcertó completamente. Estiró su brazo y me apretó suavemente el hombro.

—Supongo que me lo había ganado —dijo.

No quise bajar la guardia del todo. Si Mathilda estaba dispuesta a cambiar su actitud hacia mí, perfecto, pero necesitaría algo más que una mano sobre mi hombro para convencerme.

—No importa, Mathilda, ya pasó…

—Gracias. Oye, Amanda y Randall quieren hablar contigo —me dijo en tono de confidencia—. Nos han pedido que cuando llegues salgamos de la casa. Quieren decirte algo importante.

No vi regocijo en su rostro.

—Oh…, en ese caso será mejor que vaya —dije frunciendo el ceño—. Gracias por el aviso.

—De nada. —Dio media vuelta y salió por el portal.

¿Ha estado esperándome?

Cuando me dirigí a la casa no tenía dudas de que algo sucedía, porque volví a encontrarme con las mismas miradas de desconcierto en los rostros de todos. Al entrar vi a Amanda y a Randall en la mesa de la sala, sentados uno junto al otro de cara a la puerta. ¿Cuánto tiempo llevarían en esa posición, esperando a que yo franqueara el umbral?

—Hola, Sam —me saludó Amanda cuando todavía no había cerrado la puerta—. Siéntate, por favor.

Vi el periódico sobre la mesa e inmediatamente entendí de qué iba todo aquello. No había nadie más en la sala o en la cocina.

Elegí la silla justo frente a Amanda. Sabía que sería ella la que tendría la palabra.

—Has leído el periódico de hoy, ¿verdad, Sam? —preguntó Amanda sin rodeos.

Randall se había quitado el sombrero y aguardaba en silencio.

—Sí.

—Ese hombre está mal de la cabeza —sentenció Amanda. No había resentimiento en sus palabras, sino pena—. Y no es el único, me temo; más de uno en esta ciudad ha perdido un tornillo. No queremos que te sientas mal por todas estas estupideces que se dicen.

—No le doy importancia.

Amanda cogió el periódico y se volvió hacia Randall.

—Este periódico solía ser prestigioso, ¿recuerdas? Deberían ser más cuidadosos con lo que publican.

Randall cerró los ojos y asintió con suavidad.

—No os preocupéis por mí —intervine—. No me afecta, de verdad.

Amanda no parecía convencida. Era especialista en detectar cuándo le decían lo que ella quería oír.

—Lo de Orson ha sido muy reciente —dijo con verdadero pesar—. Es lógico que te sientas… vulnerable.

—Solo queremos que sepas que estamos aquí para lo que necesites —dijo Randall.

—Os lo agradezco.

—Si alguien te dice algo inapropiado, se te acerca en la calle o en cualquier parte —dijo Amanda—, acude a nosotros primero, por favor.

—Sé que el señor Banks es un lunático —dije—. Todo lo que dice son inventos.

—Bien —dijo Amanda—. Es todo lo que teníamos que decirte.

—¿Puedo retirarme?

—Sí.

Me bajé de la silla de un salto y caminé hasta la puerta en silencio. Antes de salir volví a echarle un vistazo a los Carroll.

No se habían movido.