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Durante la última parte de la conferencia, Banks se ocupó del accidente en la carretera 16, al que se refirió como una de las abducciones más enigmáticas de las que se tenía noticia. El interés del auditorio se reavivó de inmediato.

—Permítanme empezar de atrás para adelante.

Caminó hasta un extremo del escenario y su asistente le entregó una pequeña caja metálica. La depositó sobre el atril e introdujo su mano debajo del cuello de la camisa hasta dar con una llave que llevaba colgada de una cadena dorada. La enseñó un instante al público mientras la cámara se acercaba y le tomaba un primer plano.

Abrió la caja.

—Esta es la muestra recogida en el lugar del accidente. —Sostuvo frente a la audiencia un diminuto tubo de cristal lleno hasta la mitad de un líquido rojo—. Sé que muchos de vosotros estáis aquí por estos resultados. Os prometo que en unos minutos los conoceréis.

Otra vez apareció la sonrisa enigmática.

De la caja metálica sacó un portatubos, colocó en él la muestra y lo dejó todo en el atril.

—El 10 de abril de 1974, cerca de las siete de la noche, Christina Jackson terminó su turno como enfermera en el hospital municipal. Normalmente hubiera cogido el autobús, que era lo que había hecho durante los últimos años, para recorrer los cinco kilómetros que separaban el hospital de la habitación que alquilaba en las afueras de la ciudad. Pero esa noche en particular no tomó el autobús. Había comprado su primer coche, un Pinto rojo. Tenía veintiséis años.

En la pantalla aparecieron dos imágenes sucesivas. La primera era del anuario de Christina Jackson que yo conocía perfectamente, porque el anuario era otro de los objetos que yo conservaba en la caja floreada. El fotógrafo había logrado retratar a mi madre cuando sonreía, pero sus ojos apuntaban ligeramente hacia arriba, lo cual la hacía ver como si… tuviera una idea. Me encantaba esa expresión. También me parecía muy bonito su cabello rojo. En aquella fotografía —y en casi todas en realidad—, era imposible pasar por alto el parecido conmigo.

La siguiente fotografía ya no era tan placentera. En ella se veía el Pinto del revés con la parte delantera destrozada. Era la que había publicado el periódico tras el accidente.

Banks se acercó a la pantalla y la imagen cambió. Llevaba una hora y media hablando y moviéndose sin parar, sin embargo su aspecto era impecable, como si acabara de comenzar la exposición. No había gotas de sudor surcándole la frente, arrugas en su camisa o signos de cansancio en su postura. Extendió el puntero a un mapa esquemático de la carretera 16.

—El kilómetro treinta y tres de la carretera 16 es un tramo que todos los residentes de Carnival Falls conocen —dijo Banks señalando el punto al que hacía referencia—. Es una zona en la que no está permitido adelantar, por dos motivos: el primero y lógico es que la ruta cruza el río Chamberlain un poco más adelante; el puente data del año 57 y es más estrecho que los construidos en años posteriores. El otro motivo es que el puente se encuentra en un punto más bajo, de manera que en el kilómetro treinta y tres no es posible ver la carretera, salvo del otro lado del puente. Una lluvia intensa no hace más que empeorarlo todo. Podemos pensar que esa noche, unos metros por delante del Pinto de Christina Jackson, la carretera 16 dejaba de existir.

A medida que hablaba del puente y los desniveles de la carretera 16, Banks los fue indicando en su mapa. Nada de esta información me resultó interesante. En efecto, todos en Carnival Falls conocíamos las peculiaridades de ese tramo. Sin ir más lejos, el de mi madre había sido uno entre más de diez accidentes en ese sitio de los que se tenía noticia. Para una ciudad no demasiado grande era un número exagerado, lo que originó que el municipio reforzara la señalización en varias ocasiones.

—Al día siguiente, la policía encontró marcas de frenado a unos doscientos metros del sitio donde hallaron el coche, sobre el carril derecho —dijo Banks—. Con la lluvia es muy difícil precisar con toda certeza si pertenecían al Pinto, pero todo parece indicar que sí.

Hizo una pausa y bebió un poco de agua.

—La policía no descarta la presencia de otro vehículo, pero no lo cree probable. Si alguno hubiera circulado en ese momento por el carril contrario, al encontrarse de frente con el Pinto habría atinado a frenar y, sin embargo, no había ninguna marca. Las razones por las cuales la señorita Jackson frenó doscientos metros antes del accidente no pudieron ser explicadas por la policía, pero si uno visita el lugar del hecho, como yo lo he hecho varias veces, es sencillo. Desde ese punto pudo ver las tres luces que surcaban el cielo esa noche, trazando recorridos imposibles.

El mapa de la carretera 16 fue reemplazado por una fotografía del cielo tormentoso de esa noche. En ella se veían tres luces estáticas formando un triángulo equilátero.

—Siete personas vieron las luces esa noche. Tres de ellas lograron fotografiarlas.

Desde el grupo de los fanáticos brotó un único aplauso que desconcertó al mismo anfitrión, pero que terminó desencadenando silbidos y vítores. Cuando la euforia pasó, Banks retomó la palabra.

—La primera fotografía, que es la que estamos viendo, fue tomada desde el lado oeste de la carretera por un granjero llamado Liam Sorensson, que presenció el fenómeno junto a su esposa y su hija de quince años. La muchacha dio la mejor descripción de cómo era el peculiar movimiento de las luces en el cielo. Dijo: «Era como si se cortejaran entre ellas». Y es una buena manera de exponerlo, ¡claro que sí! Como hemos visto en las filmaciones de los otros sucesos analizados, es como si las naves espaciales se movieran por turnos, siempre con esos desplazamientos ultraacelerados y frenando casi instantáneamente.

»La siguiente fotografía ha sido tomada desde el este, a una distancia de unos trescientos metros del accidente. Podemos ver en la diapositiva cómo la posición de las naves se ha modificado radicalmente. Pero no os diré más; mejor que sea quien tomó la fotografía el que lo haga. Adelante, señor Duvall.

De entre las primeras filas surgió un hombre rollizo de camisa a cuadros que se abrió paso hasta el escenario. Algunos de los fanáticos se levantaron de sus sillas para apartarse y dejarlo pasar. Una ola de aplausos se extendió por el salón. Banks se calzó el micrófono bajo el brazo y se sumó al aplauso. El señor Duvall hizo un esfuerzo para subir los dos peldaños del escenario sin aferrarse a nada.

Banks le acercó el micrófono.

El hombre habló con la cadencia de un participante de «Jeopardy».

—Mi nombre es Emery Gene Duvall.

—Señor Duvall, antes que nada, gracias por acompañarnos esta tarde.

Emery Gene Duvall asintió. Debajo de la camisa llevaba una camiseta con la inscripción: «Club Amigos de lo Desconocido». Emery Gene Duvall hubiera sido la pesadilla de un abogado defensor, el testigo que nadie quisiera sentar en el banquillo para prestar testimonio. Se movía constantemente, pasando el peso de una pierna a la otra, y lanzaba a Banks miradas de aprobación todo el tiempo. Dos o tres de sus amigos lo alentaron desde la platea, pero solo consiguieron distraerlo.

—Cuéntenos dónde estaba la noche del 10 de abril de 1974, señor Duvall.

Emery Gene Duvall estiró el brazo para aferrar el micrófono pero Banks se lo impidió, apartándolo ligeramente.

—Con mi hermano Ronnie formamos parte del Club Amigos de lo Desconocido. —Se señaló el brazalete con orgullo—. Con él y nuestras esposas teníamos la costumbre de pasar la noche en la explanada, junto a la iglesia de Saint James. Íbamos en mi caravana y, bueno, preparábamos una buena comida, bebíamos unas cervezas y nos dedicábamos a explorar el cielo, ya sabe, con la esperanza de «verlos».

Abrió mucho los ojos al pronunciar la palabra «verlos».

—¿Durante cuánto tiempo lo hicieron?

—¿Qué? —preguntó Emery Gene Duvall.

Se escucharon algunas risas en el centro del auditorio.

—Lo que acaba de decir —aclaró Banks con tranquilidad—. ¿Cuántas veces acudió a ese sitio con la intención de ver una nave?

—Oh, muchas. Más de cinco años, todos los miércoles. Luego dejamos de hacerlo, usted sabe, llegaron los niños, primero los de Ronnie y después los nuestros, y ya no se pudo. Con los niños es más complicado. Verá…, queríamos ver más naves, o a uno de ellos, por qué no; desde niños nos ha fascinado todo lo relacionado con ellos, pero además nos lo pasábamos en grande durante los miércoles de observación; así los llamábamos Ronnie y yo: «miércoles de observación». Ronnie se instalaba en una carpa con su esposa, nosotros en la caravana y bueno, como le digo, nos lo pasábamos en grande.

—Así que usted se encontraba en la explanada, a trescientos metros del accidente la noche del 10 de abril.

—Sí, señor. Ronnie también estaba.

Señaló a su hermano. Ronnie levantó la mano pero nadie le prestó atención.

—¿Qué vieron?

Banks llevaba adelante un interrogatorio sencillo, pero aun así el hombre parecía más nervioso a cada momento. Las luces del auditorio, que parecían no surtir efecto alguno en el conferenciante, estaban derritiendo a Emery Gene Duvall como un cubo de hielo al sol.

—Vimos exactamente lo que usted explicó. Eran tres luces y se movían muy rápido. ¡No podíamos creerlo! Yo fui el que tomó la fotografía. Ronnie estaba ocupado con la…

—No se adelante, señor Duvall, ya llegaremos a ello.

Otra vez los ojos de Emery Gene Duvall se abrieron al máximo. Pasó el peso de una pierna a la otra por enésima vez.

—Ese día llovía torrencialmente —dijo Banks—, ¿por qué decidieron acudir de todos modos?

—Bueno, cuando salimos de casa no llovía, aunque los del servicio meteorológico lo habían anunciado. Pero es que esos tipos siempre se equivocan. Y cuando empezó a llover ya estábamos instalados, así que nos quedamos. Teníamos mi caravana. Además, durante los días de lluvia, a veces… nos lo pasábamos mejor. —Emery Gene Duvall se sonrojó.

Banks salió a su rescate.

—Pero había algo más, ¿no es cierto, señor Duvall?, una razón importante para acudir ese día.

—¡Claro! —El rostro del hombre se iluminó—. Teníamos la filmadora de Super-8. Queríamos comprarnos una, así que le pedimos prestado el equipo a un cliente de Ronnie, usted sabe, para probarlo y ver si nos servía. Era un poco costoso.

—¿O sea, que ese día disponían de un equipo de filmación?

—Sí.

Algunos aplausos desperdigados celebraron la afirmación.

—¿Lograron registrar las luces?

Emery Gene Duvall dudó un instante, luego se acercó al micrófono y respondió:

—Yo creo que sí.

Alguno de los especialistas dejó escapar un «Oh, por favor» que fue perfectamente captado por el micrófono del auditorio. Un fanático se puso de pie y se volvió con expresión amenazante; en la muñeca tenía el brazalete del Club Amigos de lo Desconocido.

—Caballeros, por favor —pidió Banks—. Señor Duvall, explíquese mejor, por favor.

—Bueno, teníamos la filmadora instalada debajo del toldo de mi caravana, montada en su trípode. Las cintas no son como las de ahora, que duran mucho, así que solo íbamos a encenderla si veíamos algo, por supuesto. Entonces, de repente, la esposa de Ronnie, que tiene la vista de un lince, dijo que veía unas luces en el cielo, muy lejanas. Ronnie encendió la filmadora y comenzó a hacer tomas, pero no se veía nada. Llovía a cántaros… —Tragó saliva—. Entonces todos vimos las luces. Le pregunté a Ronnie si lo estaba registrando todo y me decía que sí. Estábamos entusiasmados.

—¿Dónde está esa cinta, señor Duvall?

Tras una pausa de dos segundos, Emery Gene Duvall bajó la cabeza y murmuró algo que nadie escuchó. Banks le acercó el micrófono todavía más.

—¿Cómo ha dicho?

—No lo sabemos —repitió Emery Gene Duvall—. Pasamos la noche de la tormenta en la explanada, en mi caravana. Cuando nos despertamos, nos dimos cuenta de que nos habían robado. La filmadora ya no estaba, ni la película, ni varios objetos de valor de mi esposa.

—O sea, que nunca llegaron a verla.

—No.

Banks hizo un gesto de asentimiento. Giró hasta quedar de frente a su público.

—La historia que tan amablemente nos ha narrado el señor Duvall no termina aquí. Cuando tomé conocimiento de estos hechos, hace ya cinco años, encargué a un muy buen amigo la búsqueda de esa película. Este buen amigo partió del supuesto de que los ladrones se deshicieron de la filmadora en alguna tienda de empeño sin prestar atención a la cinta que había en su interior; ciertamente mucho más valiosa que la filmadora en sí. En poco menos de un año, mi amigo dio con ella y logró seguir el rastro de la cinta. Me comunicó que creía poder recuperarla. Sin embargo, una lamentable tragedia personal se antepuso en la vida de mi amigo y nunca llegó a revelarme nada más de la película. Hoy está muerto.

Me resultó llamativa la delicadeza de Banks para referirse a Marvin French, al que ni siquiera llamó por su nombre durante la exposición. Me pregunté si Banks sabría que French no volvió a hablarle de la película porque en ese momento estaba en poder de su abogado, junto con otras tres cintas más, una de las cuales era la prueba de que su hijo adoptivo era un asesino.

Durante este tramo de la conferencia recuerdo haber experimentado una sensación muy particular. La cámara hizo un primer plano del rostro de Banks, acercándose lentamente hasta que sus ojos fueron tan grandes como pelotas de tenis. Eran penetrantes, pero eso no era una novedad. Lo que sentí mientras el inglés se preguntaba por el destino de la película de los hermanos Duvall, fue que me hacía esa pregunta a mí, que de alguna manera sabía que esa cinta había estado en nuestro poder y ahora vencía la barrera temporal e incluso su propia muerte y, finalmente, formulaba la bendita pregunta.

¿Dónde está la película, Sam?

Emery Gene Duvall seguía de pie, ahora más nervioso que durante su testimonio. Se advertía en su rostro el terror a haber sido olvidado en el escenario, debatiéndose entre regresar a su lugar en ese momento o esperar a que lo liberaran. El cámara del evento se recreó con dos o tres primeros planos del desdichado Duvall.

—Gracias, señor Duvall. Ha sido muy amable —le dijo Banks por fin.

En el rostro de Emery Gene Duvall se dibujó, por primera vez esa noche, una sonrisa ancha de dientes torcidos. Para un miembro del Club Amigos de lo Desconocido, participar en una conferencia con el mítico Banks debía de ser todo un acontecimiento.

—La razón por la que le he pedido al señor Duvall que nos cuente su experiencia —dijo Banks— es porque creo estar muy cerca de esa cinta y, cuando la tenga en mi poder, no dudaré en mostrársela al mundo. Entonces no habrá ninguna duda de lo que sucedió ese día en el kilómetro treinta y tres de la carretera 16.

El auditorio aplaudió efusivamente.

Banks se dio la vuelta un instante. Cuando encaró otra vez el público, tenía en sus manos el tubito con la muestra de sangre.

—Mientras tanto —dijo—, la única prueba de lo ocurrido esa lluviosa noche de abril, además de las fotografías y los testimonios, está en mis manos en este momento. Y apuesto a que vosotros queréis saber los resultados, ¿verdad?

El grupo de los fanáticos reaccionó de inmediato coreando el nombre de Banks una y otra vez. El clima festivo se apoderó del salón de conferencias de la biblioteca, y esta vez Banks no lo interrumpió con sus ademanes delicados sino que lo dejó crecer, sosteniendo el tubito con el líquido rojo como un talismán poderoso. Hasta algunos de los especialistas se plegaron al entusiasmo.

—En unos minutos lo sabréis —dijo devolviendo el tubito a su lugar.

La expectativa no podía ser mayor.

En la pantalla apareció proyectada una nueva diapositiva.

Reconocí de inmediato el lugar del accidente. Era de día y podía verse parte del puente sobre el río Chamberlain en primer plano. El fotógrafo, posiblemente Banks, había tomado la fotografía desde la pasarela peatonal del puente.

—El Pinto de Christina Jackson cayó en esta hondonada que vemos aquí, junto a estos árboles. La policía demarcó un perímetro bastante amplio, desde aquí, hasta aquí, con el bosque a un lado y la carretera 16 en el otro.

Banks marcó la zona con el puntero.

—No extendieron la zona hasta el río, a pesar de que más tarde la explicación dada por la policía fue que la mujer salió despedida por el parabrisas delantero y arrastrada por las aguas del Chamberlain. —Observó al público como si aquella fuera la explicación más inverosímil de todas—. Muchos me han preguntado a lo largo de los años cómo fue posible que, apenas dos días después del accidente, cuando el área todavía estaba bajo vigilancia policial y ni siquiera habían quitado el coche, pude acercarme para tomar la muestra. La respuesta es simple: la muestra no estaba dentro de ese perímetro. De hecho, estaba bastante alejada.

»Cuando llegué al sitio del accidente todavía había bastante revuelo. Entre los presentes estaba Liam Sorensson, que intentaba hablar con la policía para contar su visión de las tres misteriosas luces en el cielo. Le presté atención de inmediato. Y entonces me pregunté, en función de lo que sabía en ese momento, ¿dónde se habría apostado un extraterrestre?

Banks, que siempre me había recordado vagamente al viejo Obi-Wan Kenobi, apuntó a la audiencia con el puntero, moviéndolo hacia uno y otro lado como si se tratara de su sable láser. Bbbzzzing Bbzing.

—Ya hemos hablado de la capacidad del Aenar para mover objetos con la mente —dijo con voz trémula—, y la sobreexigencia de las pruebas telequinéticas provoca hemorragias, de la misma manera que el esfuerzo físico extremo provoca desgarros o quebraduras. Así que al día siguiente del accidente de Christina Jackson fui a la pasarela del puente del río Chamberlain y busqué señales de sangre. Sabía que era una posibilidad en un millón, que las lluvias torrenciales podían haber lavado toda evidencia, o que esa noche podía haber habido allí más de un individuo. En fin, las posibilidades eran múltiples, cada una más desalentadora que la siguiente. Tampoco sabemos hasta dónde llegan exactamente las capacidades mentales de estos seres. El cuerpo de Christina Jackson podía ser el equivalente humano de una mota de polvo.

En la pantalla apareció la última diapositiva de esa noche: un acercamiento de los tablones de madera de la plataforma del puente. Además de los restos de barro entre las juntas, había una serie de manchas oscuras y redondas.

—Tuve suerte. Tomé esa fotografía antes de recolectar las muestras. Las guardé todo este tiempo. Apenas unos trocitos de madera ínfimos con manchas oscuras que podían ser cualquier cosa. Nunca les presté demasiada atención ni les di un carácter concluyente. El avance de nuestros conocimientos no permitía hacer nada hace diez años, ni siquiera un análisis de sangre convencional. Hemos necesitado una década de avances para poder analizar lo que pudo ser la hemorragia de un ser de otro planeta.

Volvió a coger el tubito.

—¿Alguien tiene una pregunta antes de conocer los resultados?

Una mano se levantó en el centro del salón. Una decena de rostros se volvieron hacia el especialista que iba a demorar el momento tan esperado.

—Señor Banks, ¿es cierto que en el coche había un bebé y que el gobierno lo ha ocultado?

—Eso es un disparate —dijo Banks, terminante—. Christina Jackson no tenía hijos, como consta en los archivos municipales.

Esbocé una sonrisa. Banks murió unos años después de mi partida de Carnival Falls, y ciertamente no había pensado mucho en él. Siempre pensé que sería algo doloroso, que agitaría recuerdos con los que me costaba batallar, pero no fue así; fue todo lo contrario, de hecho. Cuando el inglés respondió a la pregunta y negó categóricamente que Christina Jackson fuera madre, supongo que hice las paces con él.

No hubo más preguntas y Banks estaba listo para comunicar los resultados, de una vez por todas.

—Este es el informe de los laboratorios suizos Rougemont, que se encuentran entre los más prestigiosos y de vanguardia en investigaciones genéticas —anunció mientras agarraba una delgada carpeta del atril—. El informe consta de más de treinta páginas. No las leeré todas, no se preocupen, aunque serán publicadas próximamente en la prestigiosa revista UFO Today, pero sí les leeré las conclusiones.

»“El análisis de la muestra ha arrojado que la secuencia de formato, o genoma, es ligeramente superior a la humana, con una extensión de unos veintisiete mil genes, contra los veinticinco mil de la nuestra, pero no solo eso, sino que además se han hallado en ella moléculas de xantina, que solo hemos visto en restos de meteoritos y que en consecuencia solo se encuentran en el espacio exterior”.

Tras un breve silencio, un moderado aplauso surgió de las profundidades del auditorio, contagiándose como una ola que finalmente rompió en las primeras filas, donde los fanáticos se miraban con rostros confundidos, sin saber exactamente si aquellas conclusiones eran a favor de la visita de extraterrestres a la Tierra o no. Banks devolvió la carpeta al atril y, acercando el micrófono a sus labios, pronunció la siguiente frase:

—No solo hemos probado su existencia, sino que sabemos que están aquí, entre nosotros.