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La segunda parte de la conferencia de Banks fue la más extensa de las tres y de la que menos eco se hizo el periódico al día siguiente. Constituyó una recopilación de historias y testimonios.

Cuando vi la cinta VHS en mi apartamento de Nueva York, una de esas historias me llamó particularmente la atención. Era la de un hombre llamado Frank DeSoto, un maestro de escuela en White Plains, una ciudad pequeña al norte de Carnival Falls. DeSoto había estado casado con una mujer, también maestra, de nombre Claudia, y juntos tuvieron a una hija a la que bautizaron Amarantine. En 1928, cuando la niña tenía apenas un par de meses de vida, Frank y Claudia estaban seguros de que algo en ella no andaba bien; apenas comía y lloraba casi todo el tiempo. A veces pasaba días en los que cerraba los ojos durante unas pocas horas. Cuando no lloraba estaba fastidiosa, no parecía sentirse a gusto en su cuna, ni cuando la alzaban o la paseaban. Los DeSoto iniciaron una serie de visitas a médicos de distintas especialidades, pero ninguno logró diagnosticar la extraña enfermedad. Les decían que así eran los bebés, que como padres primerizos tendrían que acostumbrarse a recortar las horas de sueño y adaptar su rutina a la recién llegada. Frank se había criado en un hogar numeroso, donde había visto nacer a varios de sus hermanos y sabía que el comportamiento de Amarantine no era normal. Siguieron visitando especialistas, gastaron sus ahorros en viajes a ciudades distantes, solo para continuar acumulando decepciones. Por lo menos los médicos ya no insistían en que su hija estaba sana, pero no conseguían diagnosticarla. Un especialista de Boston fue el primero que sugirió que podía tratarse de un mal funcionamiento de la glándula pineal, y así fue como solicitaron análisis muy costosos que terminaron con los ahorros de los DeSoto. El resultado no ayudó mucho. Todo lo que pudo hacer el prestigioso médico de Boston fue recetarles una medicación carísima para que Amarantine se sintiera algo mejor y pudiera dormir un poco más, cosa que funcionó a medias. Frank era consciente del daño que aquellos medicamentos le causaban a su hija, lo veía en su expresión dopada cuando se los daba. Así estuvieron casi un año.

Frank estuvo a punto de perder su empleo en la escuela, que pudo conservar solo gracias a la amistad con el director y a la buena consideración que le tenían sus colegas y conocidos. Nadie hubiera despedido a un hombre en su situación. Se le permitían licencias de todo tipo, faltas repetidas, menos horas que las que le correspondían por su salario; incluso sus alumnos del séptimo grado demostraron un gran corazón con el trato dispensado hacia el maestro. Mientras Claudia se ocupaba de Amarantine en casa, Frank pasaba muchas horas en la escuela, pero la mayoría de ellas no las dedicaba a la docencia, sino a redactar largar cartas para las familias cuyos niños padecían las mismas dolencias que Amarantine. A veces incluso los llamaba por teléfono, siempre con el consentimiento del director, aunque eran todas llamadas al extranjero. Entre los padres intercambiaban diversas técnicas que parecían aliviar los síntomas, como la música clásica, la alta ingesta de líquidos o los masajes relajantes. Pero eran recetas caseras que funcionaban o no según cada niño. La enfermedad afectaba al desarrollo, retrasando la capacidad de comunicarse mediante el habla, si acaso llegaban a conseguirlo. No existían registros de niños que hubieran sobrevivido más allá de los siete años.

Una tarde, Frank DeSoto regresó del trabajo a las siete. Ese día, Claudia iba a prepararle pavo con patatas, su comida favorita y un lujo que se permitían muy de vez en cuando. La primera señal de que algo no andaba bien la encontró apenas enfiló hacia la puerta de la casa. Estaba abierta.

Se acercó con prudencia. Al principio no le pareció buena idea llamar a Claudia a viva voz, por lo que avanzó sin hacer ruido, todavía con su portafolios en la mano. Tampoco escuchó los llantos de Amarantine. Se asomó a la sala y de inmediato captó la figura de su esposa tendida en el suelo sobre un charco de sangre. Durante un instante se le paralizaron los músculos —contaría un anciano Frank DeSoto desde uno de los televisores durante la conferencia de Banks—. El hombre dejó caer el portafolios y se acercó a Claudia, sin importar que el responsable de aquella atrocidad pudiera estar todavía en la casa. Le dio la vuelta y comprobó que aún tenía pulso. Pero su rostro era una masa hinchada y sangrante. También se percató de una herida punzante cerca del cuello. Un vistazo rápido por la habitación le reveló la presencia de un destornillador que no había visto nunca, con la punta ensangrentada.

Se precipitó hacia el teléfono e hizo una llamada a urgencias. Tardó quince segundos en dar una descripción de lo sucedido, proporcionar la dirección de su casa y cortar. Después fue al baño donde tenían desinfectante y gasa. Cuando regresó donde estaba Claudia, ella abrió finalmente los ojos y sonrió. Él le preguntó por la pequeña Amarantine, pero ella estaba muy débil para responderle. Frank comenzó a vendar la herida del cuello, que parecía la más grave, cuando un impulso lo hizo ponerse en pie. Primero acomodó el brazo de Claudia para que ella misma mantuviera una gasa presionada contra la herida, mientras le decía que iría arriba a buscar a Amarantine, a ver si estaba bien. Claudia lo observó con ojos suplicantes pero él se fue de todos modos. Sabía que algo le había sucedido a su hija. El silencio en la planta alta era la prueba definitiva.

Amarantine, en efecto, no estaba en su habitación. Ni en la de sus padres. Ni en ningún lado.

Cuando la policía se presentó en casa de los DeSoto, hallaron a Frank arrodillado junto al cuerpo aún con vida de Claudia, vendándole el cuello con bastante dificultad, mientras derramaba un mar de lágrimas y las manos le temblaban.

Claudia fue trasladada de inmediato al hospital, donde se le atendieron las heridas, que no resultaron ser críticas. Una vez que estuvo en condiciones, relató cómo dos hombres a los que no conocía entraron en la casa e intentaron violarla. Estaban muy borrachos, especialmente uno de ellos, que era el que daba las órdenes. Parecían hermanos, ambos con la misma nariz apelmazada y el cabello rubio y crespo. La golpearon en el rostro y la patearon en todo el cuerpo mientras se resistía en el piso de la cocina. Justo en ese momento, Amarantine había entrado en sus veinte minutos de sueño ligero del mediodía y ella no quería despertarla, por eso no gritó, pero sí se resistió. Mientras el más delgado la sostenía por los brazos desde atrás, el más grandote se quitó los pantalones y le sostuvo las piernas, pero en la maniobra ella logró zafarse y asestarle una buena patada en la cara. Eso despertó la ira del hombre. De un estuche para herramientas que pendía de su cinturón sacó un destornillador y se lo clavó entre el cuello y el hombro provocándole un dolor espantoso. Esta vez sí gritó y Amarantine despertó. El llanto de la niña desconcertó al que estaba más sobrio, que comenzó a discutir con el otro mientras Claudia se desangraba en la sala. En determinado momento creyó desmayarse. Vio las siluetas borrosas de los dos hermanos, si eso es lo que eran, discutiendo acaloradamente. El más fornido quería llevarse a la niña, decía que podía venderla. El otro se opuso al principio, pero al fin cedió. Cogieron a la niña y se fueron.

La policía dudó de la historia de los hermanos, que prefirieron marcharse con una niña llorando antes que cumplir con su plan de violación. Los vecinos no oyeron ni vieron nada, y las sospechas sobre la veracidad de la declaración de Claudia no tardaron en aparecer, llegando incluso a oídos del propio Frank. Claudia intentó seguir adelante con su vida, pero los cuestionamientos eran constantes y no creía poder soportarlo. Quería mudarse de White Plains. Frank no dudó ni por un segundo de su esposa, pero no quiso marcharse. Las horas que antes dedicaba a intercambiar correspondencia con otros padres en el exterior, pasó a emplearlas en la búsqueda de los dos hermanos. Preparó retratos de sus rostros, habló con todo el mundo, procuró que su esposa recordara detalles de sus agresores, intentó averiguar el origen del destornillador, pero todos sus intentos fueron vanos. El uso del estuche de herramientas y el modo de expresarse sugerían que los hermanos eran empleados de la construcción o de algún contratista de servicios y que no eran locales. Frank comenzó a enviar los retratos a todas las empresas contratistas del estado que habían hecho alguna obra en las inmediaciones de la ciudad, pero no hubo suerte. Uno de los detalles que más llamaron la atención de todos, especialmente de la policía, fue que nadie hubiera visto un vehículo aparcado, porque no se concebía que los hombres hubiesen huido a pie con un bebé en brazos sin ser vistos.

A los dos hermanos parecía habérselos tragado la tierra.

La respuesta al misterio llegaría unos cuantos meses después. Las cosas en el matrimonio no iban bien y Claudia fue a visitar a su hermana a Carnival Falls. Se quedaría con ella una semana mientras Frank se ocupaba de algunos asuntos atrasados de la escuela. Lo planearon de común acuerdo; no había rencores entre ellos, comprendían que acababan de pasar por un hecho traumático, pero se amaban y harían todo lo posible para salir adelante. Al segundo día de soledad en su casa, Frank tuvo el primer contacto extraterrestre.

Según reconocería él mismo en la entrevista exclusiva que Banks le haría años más tarde, nunca en su vida había tenido experiencias con extraterrestres o considerado seriamente su existencia. Por aquel entonces tampoco se hablaba demasiado del tema. Según el relato de Frank, estaba en la cocina preparándose algo para comer, cuando la radio comenzó a emitir una serie de distorsiones. Se acercó e intentó sintonizar la antena pero la interferencia no cesó. Iba a apagarla cuando captó algo con el rabillo del ojo. Al volverse, en el centro de la sala, vio a un ser gris, de cabeza gigante, levitando como un globo. Se quedó de piedra. La interferencia en la radio aumentó. El ser no le quitaba la vista de encima, y tras unos instantes de levitación en el mismo sitio, se desplazó, siempre sin que sus delgadas piernas tocaran el suelo. Cruzó la cocina, esquivando la mesa —afortunadamente por el lado opuesto al que Frank se encontraba— y traspasó la puerta mosquitera del porche sin abrirla. Siguió hasta el jardín, avanzando de espaldas, y cuando llegó más o menos al centro del mismo, se detuvo y giró, fijando sus grandes ojos negros en Frank, que lo observaba atónito desde la cocina. Al cabo de casi un minuto, el ser gris desapareció.

La misma situación se repitió al día siguiente. Mark había conseguido convencerse de que la visión del extraterrestre —porque supo de inmediato que de eso se trataba— había sido una alucinación, cuando la radio comenzó a emitir sus chillidos eléctricos. El ser gris volvió a aparecer en la sala y se desplazó hasta el jardín trasero, otra vez franqueando la puerta sin abrirla.

Cuando el mismo episodio volvió a repetirse al tercer día, comprendió con una mezcla de incertidumbre y ansiedad, que no solo no se sentía atemorizado por la aparición, sino que la había estado esperando. «Esa misma noche pensé en la criatura, levitando en la sala, en el preciso lugar donde un tiempo atrás había yacido mi esposa al borde de la muerte».

Frank pasó toda la noche en el jardín trasero, con un pico y una pala, cavando hoyos sin parar. Empezó por el centro, pero siguió en círculos concéntricos. Lo hizo hasta el amanecer. Encontró el cuerpo de Amarantine en una fosa a medio metro de profundidad.

No había habido hermanos borrachos ni intento de violación. Claudia había asesinado a Amarantine, su propia hija.

Frank llamó a la policía. Claudia fue a prisión después de confesar el crimen de la niña. Frank encontró cierta paz tras el hallazgo del cuerpo de Amarantine, pero la traición lo sumió en una depresión profunda. Durante un año apenas tuvo voluntad suficiente para ir a la escuela.

Poco a poco fue recobrando la voluntad. Cinco años después de la primera visita del extraterrestre a la sala de su casa, comenzó a estudiar el fenómeno ovni. Fue uno de los precursores en la materia. Se encargó de aunar los pocos conocimientos que existían en esa época. La misma pasión con la que intercambió correspondencia con los padres de los niños que padecían la enfermedad de Amarantine, la utilizó para contactar con personas de otros estados, e incluso del exterior, que habían pasado por experiencias similares a la suya. Publicó varios libros y se convirtió en uno de los hombres que más hicieron por la divulgación del fenómeno ovni.

Banks afirmó, visiblemente emocionado, que para él Frank DeSoto había sido un ejemplo, un mentor y un amigo.

El auditorio celebró la historia con un efusivo aplauso. A mí lo que más me atrajo de ella fueron las similitudes entre la historia de DeSoto y la de Banks.